Botonera

--------------------------------------------------------------

9.4.12

BI(T)BLIOGRAFÍA - "RAMÓN BARREIRO. HUMOR, PARODIA E MODERNIDADE" Y "BIBLIOTECA DEL CINE ESPAÑOL"

COORDINADOR: AGUSTÍN RUBIO ALCOVER


Ahora que, venturosamente, existe un corpus teórico e historiográfico nutrido, y una amplia oferta, que se actualiza permanentemente, de visiones globales del devenir de la cinematografía nacional; es momento de avanzar en dos direcciones específicas: la de la diversificación y la de la profundización. A uno y otro propósito sirven las dos obras que hoy reseñamos, y con las que se inaugura esta sección: un opus magnum que fija el padrón de adaptaciones literarias de acuerdo con los más modernos criterios científicos; y una semblanza de uno de tantos cineastas ocultos de la historia de nuestro cine, el infinitamente polifacético –“Fotógrafo, novelista, poeta, periodista, hombre de radio, cineasta, realizador y director de numerosos programas en Televisión española”–, y gallego por más señas, Ramón Barreiro.




RAMÓN BARREIRO. HUMOR, PARODIA E MODERNIDADE
Castro de Paz, José Luis; FANDIÑO, Xaime (eds.)A Coruña: Xunta deGalicia
Centro Galego de Artes da Imaxe, 2009
AGUSTÍN RUBIO ALCOVER




En la introducción de los editores, se identifica como el propósito del volumen la aproximación a –y citamos por la versión en castellano– “una pieza más, modesta pero en extremo singular, de ese fascinante rompecabezas historiográfico que constituye la filmografía (y la cultura) cinematográfica(s) de la primera posguerra española, a la que ya hemos tenido ocasión de referirnos en ‘plano medio' (1) y a la que ahora tratamos de aproximar el objetivo buscando captar en lo posible, con mirada más cercana, lo que una lectura histórica apriorística y parcial había olvidado (o, incluso, no había querido) ver, sin duda cegada –entre otras cosas– por las terribles brumas de la sangrienta dictadura franquista” (p. 149; en cursiva en el original). Pues bien, ni el excurso original ni nuestro extracto son caprichosos: la aplicación de esa lente de aumento constituye el principal mérito de este volumen, que transita una de las líneas de la moderna producción especializada quizás menos agradecidas –por poco rentables de cara a la galería–, pero sí, sin duda, más fértiles. Ese –y permítaseme retomar y desarrollar la imagen de Castro y Fandiño– macro se revela particularmente valioso, incluso, para recomponer aquel gran tapiz: no en vano, ha sido bajo esa premisa y ese prisma como han cristalizado dos de las contribuciones más destacadas del que, pese a su juventud, a estas alturas ya nadie puede discutir un puesto en la primerísima fila de los estudiosos del medio en nuestro país, y principal figura de su generación en el impulso de renovación metodológica, temática y discursiva que el objeto ha experimentado en época reciente: La nueva memoria. Historia(s) del cine español, con Santos Zunzunegui y Julio Pérez Perucha, (2) y Cine español. Otro trayecto histórico, con Jaime J. Pena. (3)

1. En referencia al ya clásico Un cinema herido. Los turbios años cuarenta en el cine español (1939-1950) del primero de los responsables del presente trabajo (Barcelona: Paidós, 2002).
2. A Coruña: Vía Láctea, 2005.
3. Valencia: IVAC-La Filmoteca, 2005.

Si se excluyen la presentación institucional y la breve introducción, la enjundiosa bibliografía y el apéndice filmográfico –el cual, no obstante, nunca debiera pasarse por alto, y menos en este caso, siquiera en forma de inciso: está a cura de Castro, que ordena y documenta con su puntillosidad aquilatada la heteróclita obra de Barreiro; y detalles como éste, aparentemente sencillos y discretos, atestiguan la generosidad que anima la empresa y el amor con que ha sido llevada a cabo– el estudio se estructura en cuatro capítulos de longitud muy variable: un primero, proporcionalmente con mucho el más importante, que corre por cuenta del mismo investigador, y que enmarca el objeto del propio título del libro (4) “en el cine español de los cuarenta”, y que, como esa formulación indica, se centra principal, aunque no únicamente, en la escasa, pero concentrada, producción de largometrajes de ficción de Ramón Barreiro en apenas un lustro –una carrera concentrada, breve pero intensa y con cuerpo como los buenos cafés a la luz de este estudio–, cuyas fechas de apertura y cierre, no por casualidad, casi coinciden con la segunda mitad de la década de los cuarenta y, por tanto, se prestan a ser leídos en clave ejemplar, metonímica; esto es, como el retoño, desmochado, del árbol productivo y creativo nacional, víctima de los inclementes vientos y las no menos crueles podas en que el clima político se concretó al posarse sobre el Aparato cinematográfico–: El sobrino de don Búffalo Bill (1944), El otro Fu-Man-Chú (1946), El pirata Bocanegra (1946-1949), Póker de ases (1947) y Pototo, Boliche y compañía (1948) –reestrenada como Fiesta en el aire. Aparte de una pulcra y larga reconstrucción del panorama del cinema nacional bajo el primer franquismo e inmediatamente posterior al reflujo de la inicial fiebre falangista –marca de la casa–, y una semblanza personal y profesional de Barreiro en la Galicia de la Dictadura de Primo de Rivera, la euforia galleguista al calor del autonomismo durante la II República y la coyuntura bélica preciosa para asomarse a las aristas de un personaje que estuvo en todas las encrucijadas de la época –amén de abrir el melón del análisis de piezas documentales tan sugestivas como Velázquez (1937-1939)–; la escritura de Castro brilla en el análisis textual de las películas antecitadas –todas comedias, salvo Póker de ases: con su habitual pasión, siempre palpable, siempre bienvenida, glosa con ojo agudo, verbo jocundo y ánimo celebratorio un esperpento metalingüístico que, me atrevo a apuntar, tiende puentes entre el cineasta menor aquí examinado y el maestro de maestros que motivó una de las recientes obras mayores de nuestro estudioso: Fernando Fernán-Gómez. (5)

4. El cual tiene aún, por cierto, otro subtítulo más: “Fotografia, cinema, radio, narrativa, prensa e televisión dende os anos vinte ao franquismo serodio”.
5. Madrid: Cátedra, 2010.

Tras ese punto y seguido –algo abrupto, de conformidad con la defección de Barreiro– vienen los tres capítulos siguientes, mucho más cortos, que lo abordan atendiendo a otras tantas facetas. Los tres revisten interés –bien es cierto que en diversos grados y formas–: el que lleva la firma de Rubén García-Loureda Díaz, “Un director de programas de ‘televisión social’ en la España de los años sesenta”, sirve para calibrar, en unos términos que cabría calificar “de interés humano” perfectamente acorde con las dedicaciones catódicas del homenajeado, a su reinvención, irónicamente la más popular, bajo la apariencia de ese Fray Barreiro, el de los milagritos. Si en el debe de García-Loureda Díaz no pueden dejar de notarse el recurso a fuentes innobles que lo rebajan; y la divertida confusión –repetida, para más inri– entre el adverbio latino sic y la sentencia “Sic Transit Gloria Mundi” (¡!); en su haber figura, y es justo reconocérselo, el esfuerzo que conlleva la confección de diversas entrevistas, con testimonios que aportan valiosos trazos al retrato. Los artículos de Jorge Lens (“Fotografía, publicidad y un poco de modernismo”) y José Manuel Sande (“Barreiro literato”) destacan tanto por su erudición como por la virtud de hacer de la necesidad ídem: con una menguada apoyatura documental –dispone de un corpus de imágenes muy reducido Lens; y pocas citas alcanza a incluir Sande– y en espacio récord –apenas cuatro páginas, en el caso del segundo–, ambos desbrozan el camino en sus respectivas parcelas.

Como mandan los cánones de los (mejores) estudios retrospectivos promovidos por las instituciones vernáculas –a las que el CGAI ha decidido unirse, y es muy de agradecer, tras trabajos monolingües, como el Antonio Román. Director de cine de Pepe Coira (1999), sólo en gallego salvo por el apéndice documental que incluye los textos originales del cineasta, metido a crítico; y el Suevia Films-Cesáreo González. Treinta años de cine español coordinado por el propio Castro y Josetxo Cerdán (2005), en castellano únicamente–, el volumen se presenta en una elegante edición en los dos idiomas, con el texto en gallego –paradójicamente, la traducción– acompañado por ilustraciones, y el original a continuación –lo que, por no dejar de señalar la consabida pega, obliga al lector a remitirse a la primera para consultar la iconografía, ya sea por puro placer o curiosidad, ya sea porque se hace referencia directa a ella. Retomando la reflexión inicial, quizás ese el mayor logro del trabajo en su conjunto: el de pergeñar un scoop preliminar de un hombre de cine ninguneado, que clama que lo que hoy tan plausiblemente queda a la vista no es más que la punta de un iceberg que, a su vez, es parte de un Continente Perdido: esa auténtica, entrañable Atlántida que constituye nuestro Cine Español.


Folleto doble - El sobrino de don Buffalo Bill (1944) por Ramón Barreiro


BIBLIOTECA DEL CINE ESPAÑOL
Heredero, Carlos F.; Santamarina, Antonio

Madrid: Cátedra, 2009
AGUSTÍN RUBIO ALCOVER


Biblia de concordancias.

Existen dos tipos de obras de referencia: las que tienen derecho a exigir esa etiqueta literal, definitoriamente, porque les corresponde por naturaleza; y las que, de manera metafórica, sólo por sus méritos –su valía intrínseca, su pionerismo o la unicidad de su abordaje, la pátina del tiempo…–, se erigen en tales. No supone una demasía afirmar que la que tenemos entre manos puede vanagloriarse de serlo por partida doble: la Biblioteca del Cine Español que, en este año 2010, nos traen los responsables de obras insustituibles, firmadas por separado –estoy pensando en la monumental Las huellas del tiempo. Cine español 1951-1961 o Los “Nuevos Cines” en España. Ilusiones y desencantos de los años sesenta (1) del primero; o El cine negro en 100 películas y la Guía para ver y analizar Paris, Texas, de Wim Wenders (1984), (2) del segundo– o en comandita –como ese monográfico sobre Eric Rohmer o su ensayo sobre El cine negro. Maduración y crisis de la escritura clásica que ocupan rincones muy cálidos en la memoria sentimental de quien suscribe-(3), hace el recuento de lo que ella misma identifica como “trasvases, recreaciones, trasposiciones, transducciones, versiones o cualesquiera que sea el nombre que demos a estas traslaciones de textos a la pantalla” (p. 17). Esta indagación correlativa trata de conjugar el rigor con la máxima tolerancia –o, en sus propias palabras, “un criterio amplio que podríamos definir como más generoso que cicatero” (p. 14). La nómina de apropiaciones de ese periodo está integrada, cuantitativamente, por 1.883 trabajos; de los que nada menos que 426 (lo que equivale a un 23% “afectado […] por relevantes cuestiones de pertinencia”; p. 51) son, en algún sentido, conflictivas, pero no hasta el punto de ser descartables.

1. Madrid-Valencia: Filmoteca Española/ICAA-Ministerio de Cultura y Filmoteca de la Generalitat Valenciana-IVAECM, 1993; y con MONTERDE, José Enrique (eds.):. Valencia: Instituto Valenciano de Cinematografía Ricardo Muñoz Suay-Festival Internacional de Cine de Gijón-Centro Galego de Artes da Imaxe-Filmoteca Española, 2003, respectivamente.
2. Madrid: Cátedra, 1999; y con José Antonio HURTADO. Valencia-Barcelona: Nau Llibres-Octaedro, 2009, respectivamente.
3. Madrid: Cátedra: 1991 y Barcelona: Paidós, 1996, respectivamente.

Las maneras en que la obra resulta aleccionadora son infinitas; y se extienden del nivel general al microscópico: ejemplifica lo primero el espinoso asunto, tan apegado a la materia, de las dinámicas de la sindicación, tergiversadora en las dos direcciones posibles, esto es, la que se sustancia en el trabajo no reconocido pero sí remunerado por política –la inclusión en listas negras: y aquí la Dictadura tiene un peso determinante– o por economía(sumergida) –a cuyos efectos la proverbial penuria y el gusto por las más alambicadas formas del cambalache en la industria nacional juega un papel primordial–; y lo que podríamos denominar whitelisting –el blanqueamiento, para embellecer los créditos con bula en los pasillos de los ministerios de los que ha dependido la cosa, como se pone de manifiesto a propósito de algún presunto Fernández Flórez –como Alfan-Evu (El bosque maldito) (José Neches, 1945) (p. 20)–, o con tirón comercial, cual es el caso de más de un Vázquez Figueroa -¿Es usted mi padre? (Antonio Giménez Rico, 1969), (p. 27); Sangre en el Caribe (Rafael Villaseñor, 1983) (p. 38). (4)

4. Al hilo de lo cual, y para ilustrar cómo en ese segundo escalón, más específico, todo lo anterior se enrevesa, valga como muestra el botón de Jesús Franco, en la consideración de cuya promiscua filmografía, de resultas de esta lectura, si no sufre un vuelco, sí al menos a la luz de los hallazgos pueden darse por confirmadas muchas viejas sospechas: así, se desertiza el panorama de novelas adaptadas del pobre David Khune –uno de tantos alias de Franco, tapadera de Gritos en la noche (1961) (p. 28), La mano de un hombre muerto (1963) (p. 32) y La venganza del doctor Mabuse (1970) (p. 48)–; se demuestra la falacia –mitad capricho, mitad tapadera, a su vez en parte travesura y en parte baza culturalista– del basamento de muchas de sus películas en obras de autores tan dispares como Sade o Mirbeau, Edgar Wallace, Perry Mason o Sax Rohmer, meras excusas cuyos personajes –y ni eso, a menudo: apenas los nombres, lo que podría dar pie a disquisiciones conceptuales y filosóficas de verdadero calado– el avispado cineasta madrileño parasitaba, en el legítimo ejercicio de los derechos o saqueándolos por las personas interpuestas de productores tan temerarios como él, para comercializar sus churros.

En fin, que se despeja el camino, y el resultado es desmitificador a la par que fascinante; y es que el oscurantismo en que nos movemos se extiende como una balsa de aceite –aunque, si se permite estirar la imagen, la miríada de tonalidades y coloraciones de las manchas, estratificadas, de ese líquido que impregna nuestro cine, le confiere un aspecto bien extraño, dadas las variaciones de densidad, época–: de cineastas vivos no es que no se tenga constancia segura de la entidad real de una obra, o que no se sepa con precisión su título; es que ni siquiera se conocen la fecha o el lugar de nacimiento. (5) La tarea del historiador –no digamos ya del analista, en tales circunstancias imposible, por especulativa– resulta ciertamente hercúlea. En este escenario, constituye un imperativo ético distinguir el grano de la paja, los trabajos de primerísimo orden de los aseados –por supuesto, de la erudición hueca, el impresionismo y la diletancia.

5. Pongo dos ejemplos, en fichas sucesivas: Jesús Garay y Francisco Regueiro (p. 430).

Esta Biblioteca… constituye, por lo tanto y vaya por delante, de un trabajo impecable; y las máculas que podamos apuntar son el resultado, precisamente, de la lectura detenida y admirada que merece, y del deseo sincero de hacer llegar a sus dos autores, amén de la felicitación y el reconocimiento, el que constituye, a mi juicio, el único auténtico testimonio de aprecio que cabe al reseñista: la indicación de discrepancias o debilidades. La extensión y la disparidad de motivos de los agradecimientos da cuenta de la dificultad de un proyecto de estas características, y los historiadores reconocen que la fidelidad es cuestión no tasable ni traducible a porcentajes, sino que pertenece al “territorio de la crítica estética (lo que la convierte, de forma inevitable, en materia opinable)” (p. 52). Señalan, por ello, desde un primer momento –amén de en la bibliografía, en dos ocasiones, en la introducción: páginas 11 y 15– a sus predecesores; (6) como requisito previo –lo cortés no quita lo valiente– para marcar distancias con unos “catálogos y recopilaciones” que, mayor(itaria)mente, “recoge[n] tan sólo obras y autores etiquetados con el sello de ‘calidad’, por decirlo así” (p. 12). La aspiración totalizadora –esto es, la superior ambición– de los autores se difracta y concreta, por tanto, en varios frentes, no declarados como tales, alguno de ellos sí explícito, como es el caso del tipológico –para abarcar “no sólo las [obras] consagradas por el consenso cultural, las mayoritarias y las más habituales, ya sean éstas de carácter narrativo (novelas, cuentos, relatos publicados en prensa, etc.), dramático (obras teatrales representadas sobre los escenarios o escritas para ellos) o poético (en todas sus modalidades y formatos), sino también aquellas otras que mantienen con la literatura una relación tangencial o paralela al tomar originalmente la forma de un libreto de ópera, de zarzuela o de revista musical, la letra de una canción o de un romance popular, el guión de un serial radiofónico o la historieta de un cómic” (p. 11)– o el geográfico–con la mayor generosidad: sin discriminación, pues, de nacionalidad de la obra de referencia o del cineasta, del género o del idioma, siempre y cuando conste el film en cuestión como producción española–; otro tácito por obvio –el cronológico, a efectos de poner al día el repertorio, con fecha de cierre en 2005–; y otro al que sólo se alude en algún momento, por diplomacia –el corrector. (7) Heredero y Santamarina rellenan de enmiendas numerosas planas, ya se trate de autores concretos, ya sean instituciones, como el mismísimo ICAA, sin eludir gesto tan delicado como la colocación de los puntos sobre las íes, o la imposición de los dedos en las llagas de respetables colegas, a los que corrigen o refutan con tanta pertinencia como buenas maneras, con fórmulas verbales dignas análogas del guante y el florete de un inspirado Scaramouche –para que el lector se haga una idea, abunda el sopapo “como es de sobra conocido…”.

6. La literatura española en el cine nacional (Documentación y crítica), de Luis Gómez Mesa (Madrid: Filmoteca Nacional de España, 1978); La novela española y el cine, de Luis Quesada (Madrid: JC, 1986); Cine y literatura. Diccionario de adaptaciones de la literatura española, de José Gómez Vilches (Málaga: Área de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, 1998); Literatura española. Una historia de cine, editado por Ramón Alba (Madrid: Polifemo/Dirección General de Relaciones Culturales y Científicas, Ministerio de Asuntos Exteriores, 1999); Las adaptaciones de obras de teatro español en el cine, de Juan de Mata Moncho Aguirre (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001); Cine y literatura española, compilado por Miguel Ángel Escudero y Eva Isabel Cuesta (Madrid: Consejería de Cultura y Deportes–Dirección General de Promoción Cultural de la Comunidad de Madrid, 2005); la Base de Datos “Adaptaciones de la Literatura española en el cine español. Referencias y bibliografía, de Gloria Gómez Camarero (Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2006); y La imprenta dinámica. Literatura española en el cine español. Cuadernos de la Academia, núm. 11-12, editado por Carlos F. Heredero (Madrid: Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, 2001).
7. Sí existe otro motivo depurativo, que conviene consignar, siquiera en nota al pie: el “criterio-frontera” de limitarse al largometraje; término –controvertido– para cuya asignación Heredero y Santamarina adoptan el modelo oficialista del Instituto de Ciencias y Artes Audiovisuales (ICAA), y en virtud del cual se tiene por tal, administrativamente, a aquellas piezas cuya duración es igual o superior a los sesenta minutos; un entendimiento, a su vez, matizado, ya que semejante exigencia, como ellos mismos advierten, sólo puede aplicarse a la producción posterior a la estandarización de la duración actual de las películas, alrededor –y esa es la fecha desde la cual rige ese principio de relegación– de 1921 (p. 13).

“Este local se reserva el derecho de admisión”.

Más a base de estocadas y algún mandoble de ese jaez que a golpe de machete –tanto más meritoria esa elegancia, dada la exuberancia de la maleza, selvática, que se ven obligados a ir apartando a su paso para, sencillamente, progresar–, Heredero y Santamarina consagran un capítulo preliminar (“Las razones de la exclusión”, subtitulado –en cursiva– “Una casuística muy amplia”) a las obras que, por distintas razones, se han dejado fuera; capítulo que, en prueba de un muy loable prurito de escrupulosidad, no conforme con ser lo que su propio título promete, repasa el mobiliario de ese salón des refusés, censado además, por rigor y operatividad, en sendas listas, que discriminan las piezas basadas en títulos relacionados con la literatura española y extranjera –donde, por cierto, se comete lo que, a juicio de quien suscribe, sólo puede tratarse de un error, al alinear El cebo (Ladislao Vajda, 1958), a partir de Friedrich Dürrenmatt, entre las primeras. (8) Por esta vía, el volumen se desvía, y arroja como tal un interés suplementario, por la senda de la historiografía pura y dura, desde ese 1900 en que, como reza un epígrafe, “En el principio fue la zarzuela” (p. 58). (9)

8. Afloran así curiosidades de todas las épocas, como por ejemplo, la impremeditada condición de remake sui generis de Días de fútbol (David Serrano, 2003) –del film alemán All Stars (Jean van de Velde, 1997) (p. 44).
9. A todo esto, conviene precisar que del estudio se desprende que la primera adaptación de que se tiene noticia es una anónima Escena de la Cabalgata de La Valkyria (1899) (p. 515); pintoresco hallazgo, el de que el primer adaptado sea extranjero –y más: Richard Wagner–, que los autores, seguramente en parte por modestia y también por el convencionalismo que implica categorizar a partir de una indagación en periodo tan indefinido por remoto, sumido en la confusión y el desconocimiento, no resaltan, sino que prefieren, e insisten en varias ocasiones, en el mil novecientos como el año del pistoletazo de salida.

Ocupa el cuerpo central el “Catálogo de autores y obras”. Con arreglo al criterio normalizado, los encabezamientos corresponden al autor, por su nombre verídico o, si es el caso, el de guerra más conocido, y acompañado por el de pila/de registro oficial completo; a continuación constan sus obras originales, ordenadas alfabéticamente –lo que constituye una opción cabal, aunque quizás la fórmula cronológica hubiera sido preferible–, y debajo de las mismas las adaptaciones que les corresponden –estas sí, de las más antiguas a las más recientes. Así como constituye un acierto indiscutible fechar las fuentes por su edición príncipe, entendemos que tampoco habrá sido fácil para los autores decantarse por una traducción a la hora de citar las obras extranjeras de las que existen varias para un título. (10) A continuación, y como complemento, hay índices por películas, directores y obras literarias españolas y extranjeras.

10. Por citar uno célebre: La llamada de la selva, de Jack London, se ha editado quizás en tantas ocasiones con el nombre de La llamada de lo salvaje como con la escogida (p. 301).

Con estos mimbres, se abren infinidad de líneas para quien, a partir de su lectura, le eche imaginación o, lisa y llanamente, se apreste a la tarea, mucho más prosaica, de cartografiar las clamorosas lagunas en que, por desconocimiento, olvido o confusión, nos movemos aún los que pretendemos conocer a fondo nuestro cine, siquiera de la manera más neutra, rasante y denotativa; y dará segura satisfacción a opciones de lectura muy variadas: gustará tanto al más desapasionado y sistemático consultante, interesado en tener a mano un directorio completo de films y de fuentes, de cineastas y de literatos; como al fanático de un autor concreto, que verá justipreciado –o no; y se reafirmará así como afrentado por surrogación, por mor del ninguneo al que está sometido su escritor de cabecera. Los nostálgicos impenitentes recorrerán un pabellón de viejas glorias recreándose, con un punto morboso y la célebre cita de Quevedo en mente, en lo decrépito de sus habitantes y la magnitud del desahucio. En este sentido, la obra ostenta un valor que nos atrevemos a calificar de numerológico: sucede a menudo que la abundancia –coyuntural o no, pretérita o presente– o la ausencia clama (al cielo) por todas los grados de miopía con que el cine nacional ha tratado a ciertos autores: en unos casos, la indignidad responde a los parabienes, justos o injustos, que se les dispensaron en tiempos de bonanza, para luego relegarlos a un olvido ora afrentoso ora reparador, pero en ambos casos cruel; en otros, y a la inversa, cuando tiene que ver, directamente, con la más proverbial y sañuda racanería. En este sentido, no sólo llama la atención la consabida prominencia del teatro lírico, la zarzuela, el sainete y el género chico del cine de los primeros tiempos, que se plasma en la presencia de infinidad de nombres adscritos al mismo; sino que la Biblioteca… funciona como recordatorio de la fortuna de que gozaron especialistas en la comedia como Carlos Arniches, Wenceslao Fernández Flórez, Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura o Pedro Muñoz Seca, y literatos del fuste de Galdós o Valle; comprobar con un deje irónico el declive del mudable prestigio o éxito –ideológico: pertenecientes, alineados o ensalzados y acaparados, casi siempre por un mismo bando– de Joaquín Calvo Sotelo, el Padre Coloma, la saga de los Luca de Tena, Armando Palacio Valdés o José María Pemán, Alejandro Pérez Lugín o Jaime Salom; asistir a las sinergias entre teatro folklórico-casticista o bestseller patrio y cine de un Antonio Quintero o un Adolfo Torrado, de los hermanos Álvarez Quintero y Vicente Blasco Ibáñez…; y retomar el contacto –o trabarlo, como es el caso de quien firma– con otros hoy sepultados en el más absoluto de los olvidos, como Luisa María Linares Becerra, Francisco Prada o Pedro Pérez Fernández; también puede resultar muy instructiva –aunque no exactamente alentadora– hacer, a partir de los datos que del estudio se desprenden, la nómina de foráneos más caros o frecuentados por nuestro cine, con Shakespeare y Verne a la cabeza. Igualmente, y en un registro ya más relajado y aleatorio, la obra vale también su peso en oro en la medida en que da pie a labores creativas, de ambición muy variable, desde el más amplio recorrido, cuantitativo o cualitativo, cual podría ser cartografiar, contar, historizar y extraer las conclusiones que fuere de los escarceos de nuestra cinematografía con las restantes; hasta el más corto alcance, mediante la anotación de aquellos detalles que cada cual, por la razón que sea –y aquí haremos una paráfrasis y diremos que cada lectorcillo encuentra su librillo, y lo que sigue no puede sino ser testimonio de la impresión más personal e intransferible–, como por ejemplo, el que, así como en tiempos el cine español menudeaba en la reincidencia en los mismos textos en periodos cortos, en décadas recientes son escasas las obras sometidas a adaptaciones sucesivas; (11) o para comprobar la pertinacia de la nebulosa que rodean ciertas áreas, particularmente densa la que circunda la narrativa popular “de a duro” (de kiosko) a cargo de destajistas. (12)

11. Como esa El ángel triste de Carlos Pérez Merinero, publicada en 1983, y fulminantemente trasladada en sendos films, ambos fallidos: Bajo en nicotina (Raúl Artigot, 1984) y Bueno y tierno como un ángel (José María Blanco, 1988) (p. 402).
12. Como Juan Gallardo Muñoz bajo seudónimos diversos, el más famoso de los cuales es Curtis Garland– y su equivalente, o complemento, en el terreno de la escritura para el cine (pp. 226-227); nube que no cubre exclusivamente, por cierto, a los meros juntaletras y los autores menores: tapa, sin ir más lejos, dos de las novelas adaptadas de todo un premio Nadal, José Suárez Carreño, hoy ilocalizables para competentísimos investigadores de generaciones sucesivas: aquellas en las que se basan Juicio final (José Ochoa, 1955) y Fulano y Mengano (Joaquín Luis Romero Marchent, 1956) (p. 477).

En algunos casos, la disquisición de la autoría se desliza hacia la auténtica metafísica. (13) Igualmente conflictivas –y en algunos casos, el lector se siente impelido a replicar– son la originalidad de la fuente y la paternidad, cuando se encadenan las referencias. (14) Mas, lo reconocemos, consiste esto en una minucia, en cuya expresión pesan la pedantería consustancial a la actividad del reseñismo y el afán de hablar por no callar que un trabajo tan estimulante provoca; y no menos cierto es que los autores no dejan de dar puntada sin hilo e, invariablemente, dan cuenta de los porqués de sus, además, lógicas decisiones; con lo que no cabe sino enumerar minúcias como estas no a efectos de criticarlos, sino de ilustrar lo endiablado de su cometido. Sin dejar pasar la ocasión, en algunos casos, para desfacer equívocos al respecto, o dar al César de cada libreto lo que en buena lid le corresponde; el trabajo se interesa más en delimitar la condición original o adaptada de las películas que en determinar el grado de autoría o de intervención real demostrable de guionistas, acreditados o reclamantes. Harina ésta de otro costal, que Heredero y Santamarina hacen bien en obviar, tanto por prudencia –bastante ardua es ya la misión que han acometido– como por respeto jurisdiccional –pues esa fangosa área es la que exploraron Esteve Riambau y Casimiro Torreiro en su monumental Guionistas en el cine español. Quimeras, picarescas y pluriempleo, (15) prima hermana como quien dice, si se nos permite la expresión, de este trabajo, y a la que nuestro tándem de estudiosos se remite constantemente, tanto como fuente de autoridad como para corregir, como es de ley, algunas inexactitudes que incluye, como producto del error o del desconocimiento de datos hallados con posterioridad a su publicación. Ello no obsta para que, de cuando en cuando, y precisamente porque en ocasiones esa voluntad justiciera, pacificadora o reparadora no se elude, y porque a fin de cuentas, y gracias al esmero de los autores, pone la última palabra, se echa en falta alguna. (16)

13. Véanse los casos, abordados en un mismo párrafo (p. 57), de El anacoreta (Juan Estelrich, 1976) y Extraños (Imanol Uribe, 1998), versiones libres del relato corto de Rafael Azcona Evitad esas orillas y de la novela La soledad era esto; y no podemos reprimir la tentación de ironizar a propósito de que esa deriva tenga lugar a cuenta de un film sobre un eremita y de la adaptación de un novelista tan peculiar como Juan José Millás.
14. Cfr. el juicio de El curioso impertinente de Narcís Cuyàs (1910) como trasvase de Guillén de Castro –en efecto, mediador–, en lugar de su referente primero, a saber, el Cervantes de la célebre novela homónima inclusa en el Quijote (pp. 66-67 y 163); la consideración de Una mujer bajo la lluvia (Gerardo Vera, 1993) como una adaptación de la teatralización que el propio Neville hizo en 1955 de su propio guión para La vida en un hilo (1945), por “la posibilidad, enormemente plausible, de que esta fuente teatral fuera estudiada a la hora de escribir el guión de la película” (p. 369), razón que se antoja insuficiente; o la atribución a Séneca en pie de igualdad de la “libre y moderna” Fedra de Manuel Mur Oti (1956) y la ya directamente dislocada Fedra West de Joaquín Luis Romero Marchent (1967) (pp. 463-464). Es razonable plantear, también, cuando se refrescan las circunstancias del jugoso litigio entre Javier Marías, en tanto que autor de Todas las almas, y Elías Querejeta, productor y guionista de El último viaje de Robert Rylands (1996) –con su hija Gracia como directora, cofirmante del guión y copartícipe moral en el contencioso (pp. 396-397)–, si esta querella, siquiera por haberse saldado por la única vía inapelable –esto es: los tribunales–, no debería haber motivado el arrumbamiento del film al cajón de las piezas desechadas.
15. Quimeras, picarescas y pluriempleo. Madrid: Cátedra-Filmoteca Española/ICAA/Ministerio de Educación y Cultura/Fundación Autor (SGAE), 1998.
16. Por ejemplo, la implicación real de Neville en Prohibido enamorarse, sarcásticamente desmentida por Nieves Conde (Llinás, 1995:117) –y si lo que cuenta son los créditos, ¿por qué no consignar datos como ese en el apartado de “Observaciones”, como se hace, por ejemplo, para atribuir a Fernando Vizcaíno Casas en solitario, y no con Jesús Franco, de la adaptación de Ama Rosa de Guillermo Sautier Casaseca y Rafael Barón (León Klimovsky, 1959)?

El trabajo se devora con avidez; y desde esa pasión, nuestro mejor homenaje consiste en manifestar, cuando es el caso, la discrepancia o, en sentido etimológico, la inquisición –es decir, la formulación de cuantas preguntas se nos plantean ante un trabajo tan sugestivo. (17) Lógicamente lo más debatible radica en el criterio que rige las observaciones de que se acompañan las entradas, en unos casos porque las fórmulas editoriales –perfectamente legítimas, e incluso por ortodoxas– se antojan poco operativas porque alargan el volumen; (18) y en otros porque, a juicio de cada lector, y seguramente por motivos tan particulares como las preferencias o el grado de conocimiento de episodios, fuentes o autores concretos, merecería la pena haber incluido algún comentario para aclarar posibles dudas. (19) Y, cómo no, de cuando en cuando se desliza algún insignificante error, alguna contradicción o alusiones enigmáticas, que en modo alguno –y que quede claro que no es formulismo versallesco e hipócrita, mediante la repetición y la cursiva: en modo alguno– el mérito de una obra ciclópea. (20) El habla popular dicta que el mejor escribano echa un borrón, y los buenos de verdad, cuando son grafómanos y perpetran trabajos de esta envergadura, no pueden por menos, por simple estadística, que hacer más que los demás. Resulta un placer, hasta emocionante, asistir al salto que la historiografía cinematográfica está experimentando en nuestro país merced al trabajo paciente de una serie de nombres –algunos de ellos citados a lo largo de esta reseña–, que ha puesto a nuestro alcance la posibilidad de conocer mucho mejor un asunto, a menudo, tan complicado –unas veces sin más razones que la propia complejidad del objeto o la carencia de disponibilidad de informaciones directas o fidedignas, otras por turbios intereses–: el autor de estas líneas desea que el punto final sirva para aplaudir a quienes de tanto ha aprendido.

17. Es por eso que, en ofrenda a los autores y a su empeño, no refrenamos la lengua a la hora de cuestionar: ¿por qué no una entrada para ese Bruce Marshall, presunto autor de la novela en que se inspiraría Rostro al mar (Carlos Serrano de Osma, 1951), según ellos mismos refieren, citando (p. 380) la pista que lanza Asier Aranzubia Cob? ¿Se trata de que no se ha podido verificar…? Y, si ha sido así, en atención al criterio incluyente que rige, ¿no habría sido conveniente incluir una entrada, con todas las consabidas salvedades y cautelas? ¿Cómo catalogar las autorías colectivas, como la del grupo Els Comediants de Alé (1984), en la génesis del Karnabal de Carles Mira (1985)? ¿Hasta qué punto puede defenderse la mayor fidelidad de los Suspiros de España de Benito Perojo (1938) y Ramón Torrado (1955) al pasodoble de Antonio Quintero (pp. 423-424), con respecto a la de todas aquellas películas inspiradas en tebeos que colocan a los personajes en tesituras distintas a las de las historietas?
18. Como ocurre a propósito de El Filandón (José María Martín Sarmiento, 1984), cuya extensa glosa se repite cinco veces, tantas como relatos originales –los de Julio Llamazares (pp. 297-298), Luis Mateo Díez (p. 336), José María Merino (pp. 344-345), Antonio Pereira (pp. 394-395) y Pedro Trapiello (p. 491)– traslada a imágenes la película, en lugar de optarse por remitir al primer comentario en las restantes, sucesivas.
19. P.e., los bailes del nombre de Caídos del cielo, la novela de Ray Loriga que él mismo llevó a la pantalla bajo el título de La pistola de mi hermano, reeditada con el del film obviamente para rentabilizar la sinergia y rebautizada con el original más tarde…; de lo que la ficha correspondiente, en p. 309, nada dice.
20. En una lectura atenta tan sólo hemos localizado una misteriosa alusión a Jesús Franco como responsable de La noche de los diablos (Giorgio Ferroni, 1972) (p. 70), bien atribuida, por lo demás, en la entrada correspondiente; la misteriosa referencia a José Martín Recuerda en la ficha de Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), que como los propios Heredero y Santamarina dicen se basa en Flor de Otoño: una historia del Barrio Chino, José María Rodríguez Méndez (p. 438); y una errónea mención en el título español de la coproducción (The Reckoning (Morality Play), Paul McGuigan, 2002), en la ficha de Barry Unsworth, llamada El misterio de Wells pero que consta como “Welles” (p. 495).

Cielo negro, Manuel Mur Oti, 1951