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24.8.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S). LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: EUROVISIÓN COMO METÁFORA

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER




Julio-Agosto 2013
EUROVISIÓN COMO METÁFORA






Tan tarde que, hasta en eso, la normalidad pareció cancelada, ha entrado por fin el calor. Uno se pregunta si la temperatura no subirá hasta hacer arder la indignación, de un lado, o, de otro, evacuarla hacia la desidia habitual del español medio que enfrenta el periodo vacacional con ánimo de revancha personal frente a sus males ya endémicos. Cuando se ven las nutridas algarabías callejeras por los finales de copa de fútbol, la permanencia (caso del Celta) o el descenso (ídem del Mallorca, el Deportivo y el Zaragoza –“Queremos a Agapito / colgado del Pilar”, coreaba la masa–) de Primera División, viene a la cabeza que aquí no hay nada que hacer; y Eurovisión no hace sino corroborarlo.

Por lo que a la actualidad del país se refiere, y salvo hechos puntuales, la racionalidad –anormal, en circunstancias excepcionales como las que vivimos–, se resiste a imponerse. Las entradas y salidas de prisión del expresidente de Caja Madrid, Miguel Blesa, tienen más de gesto ejemplarizante que de realidad, y acreditan una vez más el pésimo estado de salud cívica de la España contemporánea: un país propenso (al igual que sucedió hace nada con la imputación-fantasma de la Infanta Cristina) a amagar con aplicar la ley –la de Lynch– a algún poderoso, tomado como chivo expiatorio de todos los males, para al final dejarlo correr. Y siguen aplazándose las soluciones, cuando no diluyéndose la simple posibilidad de que se dé alguna, para timos, como el de las preferentes, que no solamente se convierten en papel mojado sino que incluso, en los bordes de la miserable valoración como acciones, sirven para la especulación de última hora a unos desalmados que roban incluso de la parte que resta, haciendo un negocio que solamente podemos calificar de carroñero. Los sentimientos que de ello se derivan: escarnio y descrédito de todo el sistema.

Se trata del peor estado de ánimo posible, en sí mismo, pero mucho más cuando se está cuestionando a fondo la estructura del Estado, con los nacionalismos periféricos poniendo sobre la mesa sus programas de máximos y prodigando gestos, en su caso prácticos, de insumisión. Con un gobierno central incoherente, deslegitimado incluso por sectores cada vez más amplios de quienes le dieron mayoría absoluta hace año y medio, y al que le lee la cartilla el presidente de honor de su partido, la situación es prácticamente insostenible, hasta el punto que se está produciendo algo inconcebible hace siquiera dos años: súbitamente, todo el mundo habla y está ávido de oír hablar de la política. ¿Quién nos iba a decir que, después de la ya clásica Tómbola, La noria y Sálvame, el plato único del menú televisivo del sábado noche serían tertulias y coloquios? Pero, una vez más, no es oro lo que reluce: que un programa como Salvados, por más inteligente y bienintencionado que sea Jordi Évole, haya acabado ejerciendo una función social terapéutica no constituye una razón para el optimismo, sino más bien un síntoma fatal: ¿qué enfermedad es esta que se pretende curar por la vía del espectáculo televisivo cuando su raíz y sentido pleno está en el Parlamento? Mucho nos tememos que, superados todos los límites, revivir al enfermo es poco menos que imposible.

Sin embargo, es posible que el único motivo por el que el tinglado se aguante consista en que, quien tiene dos dedos de frente, se da cuenta de que, con una ciudadanía mayoritariamente emberrinchada e infantil, corremos el riesgo de emprender una reforma constitucional que instaure un régimen acorde con los tiempos: la primera feisbucracia del mundo, gobernada por el (o la) que tenga más amigos virtuales, por joven, simpático y guapo. O eso, o peleles al servicio de proyectos unanimistas –la supeditación del Barça a la estrategia del independentismo–, o plutócratas con un discurso tecnoemocional: Florentino Pérez acaba de ser reelegido para presidir el Real Madrid, sin que se le hayan presentado rivales; le ha resultado fácil, ya que el año pasado reformó los estatutos, para exigir a los candidatos veinte años de antigüedad y –ahí está la madre del cordero– “presentar un aval bancario que demuestre que tienen un patrimonio personal de al menos el 15 por ciento del presupuesto del club –unos 75 millones de euros–, sin la posibilidad de recurrir a una tercera parte” (Reuters). Así cualquiera, dirán algunos de ustedes. En todo caso, no parecen muy deseables las alternativas. Y si nadie decide que se debe cambiar la ley electoral, poco podremos esperar del futuro (seamos sensatos: nadie tira piedras sobre su propio tejado).

De fronteras afuera, nuestro prestigio está por los suelos. Y no servirán de nada ni la Marca España –¡vaya sinsentido este de utilizar el país como un pack shot publicitario!– ni cualesquiera operaciones de imagen que vengan, si son cosméticas e hipócritas. Pongamos un ejemplo: si de veras hay interés en la candidatura olímpica de Madrid’2020, habría hecho bien el Partido Popular en no incluir en sus listas electorales a Marta Domínguez, a día de hoy senadora por Palencia, cuando las sospechas de dopaje pesaban sobre ella ya antes de su elección. Como es obvio, una muestra tan inequívoca de laxitud en un aspecto crucial causa un daño incalculable. Pero así nos venimos comportando desde hace demasiado tiempo: pensando solo en beneficio propio y a corto plazo, infinitamente permisivos con las faltas de los nuestros. El penúltimo puesto en el inefable festival de Eurovisión nos proporciona mil metáforas, a cuál más elocuente, acerca del destino que nos aguarda si seguimos “Contigo hasta el final”. Ay, ¿quién maneja esta barca, quién, a la deriva esta barca, quién…? Este mes, de Bárcenas y Undargarín, preferimos no ocuparnos, más que nada por higiene mental.

Solo el cine nos ha dado de manera alternativa penas y alegrías. Es también significativo que las películas que hemos visto últimamente se nos hayan presentado por pares, opuestas unas a otras en la forma de tratar los mismos temas, y a menudo también en cuanto a calidad. Así, la archipublicitada El gran Gatsby (The Great Gatsby, Baz Luhrmann, 2013) presenta lo peor del cine anacrónico –una nostalgia mórbida y obsesiva del pasado glorioso del cine, la incapacidad para hilvanar un discurso que se presta al paralelismo con la actualidad– y del moderno –un sentido del espectáculo abrumador, hortera y vacuo. Por el contrario, Bella addormentata (Dormant Beauty, Marco Bellocchio, 2012) tiene lo mejor de “lo viejo” –la densidad, la solidez, una capacidad de riesgo sin estereotipos, personalidad propia– y “lo nuevo” –la relación con un tema candente, como la eutanasia.



El gran Gatsby, Baz Luhrmann, 2013


Bella addormentata, Marco Bellocchio, 2012


Algo similar nos sucedió al contemplar Objetivo: la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, Antoine Fuqua, 2013) en paralelo con Hyde Park on Hudson (Roger Michell, 2012): la primera constituye un cinta de acción tan entretenida como brillantemente resuelta en términos cinematográficos, y tiene todo el sentido el juego de asociación de ideas que se establece entre el concepto retro y la textura cinematográfica años ochenta y su paranoia de vuelta a la guerra fría; con todo, hay que decir que el retrato de los terroristas norcoreanos como unos sujetos tan pérfidos como extremadamente inteligentes resulta no sólo inverosímil, sino sumamente xenófobo. La segunda película citada, que aborda la figura de Franklyn D. Roosevelt, sus escarceos extramaritales y las relaciones anglobritánicas durante la II Guerra Mundial, está bien facturada, pero resulta demasiado lenta y pesada, tanto temática como estéticamente.



Objetivo: la Casa Blanca, Antoine Fuqua, 2013


Hyde Park on Hudson, Roger Michell, 2012


El género de ficción más afortunado de cuantos hemos frecuentado ha sido el suspense. Hay que destacar sobre todo Stoker (Park Chan-wook, 2013), una obra de un preciosismo extremo que –y es su mayor mérito– no anula el sentido dramático. Las interpretaciones son soberbias y el relato avanza en zigzag, de manera tan desconcertante como creíble, y con un muy logrado equilibrio entre clasicismo y modernidad. Dead Man Down (La venganza del hombre muerto (Dead Man Down, Niels Arden Oplev, 2013) es un thriller hecho con materiales muy tradicionales y con un desenlace pirotécnico, pero efectivo. Sin embargo, esta película palidece frente a la también nórdica, e inédita en nuestras pantallas, Uskyld (All That Matters Is Past, Sara Johnsen, 2012): soberbio filme, de una sensibilidad inusitada, centrado en un triángulo de amores imposibles y odio entre hermanos, que, de una manera ejemplar, no desvela, sino sugiere, apoyándose en la combinación de tres temporalidades. Con derivaciones melodramáticas, también hemos podido ver Thérése Desqueyroux (Claude Miller, 2012), una competente realización, en exceso clasicista, que se suma a la larga lista de adaptaciones que hasta la fecha ha tenido la obra de François Mauriac.



Stoker, Park Chan-wook, 2013


Uskyld, Sara Johnsen, 2012


Dentro del suspense cabe, al ritmo de los tiempos que corren, introducir una rama “hospitalaria-farmacéutica” que comienza ya a sumar un buen número de películas-denuncia sobre el desembarco de los especuladores en el camino abierto de las privatizaciones, enfermedades contagiosas, etcétera, como paso adelante tras la explosión de la burbuja inmobiliaria. Hemos podido ver Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012) una fábula muy ambiciosa aunque difícil de ver, estéticamente muy impactante –deudora del universo del padre del director, el gran David. A un nivel intermedio, Deranged (Yeon-ga-si, Jeong-woo Park, 2012) es una especie de telefilm de dos horas de tipo catastrofista (en este caso un virus introducido por las propias compañías farmacéuticas para especular y obtener beneficios) que comienza con buenas intenciones y acaba siguiendo paso a paso todos los cánones y líneas comunes de los americanos al uso, lo que, a la vista de su media hora inicial, es una lástima. Tampoco nos ha convencido Pequeñas arañas negras (Little Black Spiders, Patrice Toye, 2012), intento de denuncia de una situación hospitalaria que en los años 70 utilizaba a jóvenes solteras embarazadas para adopciones irregulares de sus hijos, y que resulta a todas luces insuficiente, tanto desde el punto de vista formal como desde la perspectiva discursiva, lo que demuestra que las buenas intenciones no bastan. Sin embargo, con una calidad encomiable, Cannibal Vegetarian (Ljudozder vegetarijanac, Branco Schmidt, 2012) hace un retrato de la corrupción médica, policial y política en Croacia desde el anclaje en la Sanidad, de forma individualizada en un protagonista depredador, que se desarrolla formalmente con una cámara móvil que pretende obtener una imagen cuasidocumental, con muy buenas interpretaciones y pocas concesiones a la galería, por lo que su estreno en nuestro país –donde adquiriría connotaciones indeseables– es más que dudoso; pese a ser en algunos momentos un tanto excesiva, nos ha sorprendido gratamente.



Antiviral, Brandon Cronenberg, 2012


Cannibal Vegetarian, Branco Schmidt, 2012


El género que tiene presencia habitual en nuestras pantallas (y en las del mundo entero, por aquello de que el miedo hace dócil a la gente) es el del fantástico vía terror o vía ciencia ficción, que todo vale. En este terreno hemos viajado desde la absoluta mediocridad (léase nulidad), como es el caso de Hansel y Gretel: Cazadores de brujas (Hansel & Gretel: Witch Hunters, Tommy Wirkola, 2013), de cuya visión se desprende que resulta poco menos que increíble que un cine así pueda ser producido e incluso tenga éxito, ya que es malo con avaricia, a The Collection (Marcus Dunstan, 2012), auténtico disparate que toma como referencia (lejana) El coleccionista (The Collector, William Wyler, 1965) y tiene su valor única y exclusivamente en el exceso, sin límite prácticamente; recuerda a algún filme coreano de carga sanguinolenta y ni siquiera huye de los tópicos más al uso de vengador que regresa. Otra que tal baila es Oz, un mundo de fantasía (Oz, the Great and Powerful, Sam Raimi, 2013), en la que, salvo si nos quedamos con el aspecto mágico y la imaginación que rebosa, estamos ante una acumulación de efectos y parafernalia que no aporta nada y deja un mensaje relamido y edulcorado. Pero, como no podía ser de otra manera, la sorpresa agradable ha venido de la mano de Dark Skies (Scott Stewart, 2013) cuyo bajo presupuesto no impide un resultado que es francamente alentador por su falta de pretenciosidad; con rémoras de Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) y del canto a la unidad familiar, los tópicos dejan de serlo cuando la resolución no sigue por los derroteros tradicionales; así que, pobre, pero honrada. También, de Maniac (Franck Khalofun, 2012), hecha con cámara subjetiva en su mayor parte, que se sale bastante de la norma y eso la redime de sus excesos, y, sobre todo, Resolution (Justin Benson, 2012), película hecha con cuatro duros, director-actor y algunos personajes mínimos en un espacio reducido (exterior e interior), que consigue crear suspense, un cierto toque de horror mágico y combina con ello la mise en abîme, de estar en el interior de un filme, con un fuera de campo desconocido pero terrorífico; por su dosis de perversión fílmica, merece verse.



Dark Skies, Scott Stewart, 2013


Resolution, Justin Benson, 2012


Asimismo hemos podido ver tres documentales excelentes –si bien dos de ellos los hemos recuperado de la cartelera: el oscarizado Searching for Sugar Man (Malik Bendjelloul, 2012) ha sido el que menos nos ha interesado, por demasiado mitómano. En cambio Project Nim (James Marsh, 2011), sobre un experimento llevado a cabo con un chimpancé en los Estados Unidos durante los años setenta para socializarlo y enseñarle el lenguaje como si fuera un ser humano, tiene infinidad de sugerencias y enigmas, acerca de la humanidad y de la filosofía de los setenta, y la evolución de la mentalidad occidental hasta hoy. Puede servir, por tanto, también como una lección de historia contemporánea de los Estados Unidos, y posee muchos puntos de contacto con Man on Wire (2008), la película anterior del director. Por último, El impostor (The Imposter, Bart Layton, 2012), otra soberbia indagación acerca de la identidad y la culpa, consigue hacer interesante y simpático eso ya tan manido de moverse en el filo entre el documental auténtico pero inverosímil y el falso documental.



Project Nim, James Marsh, 2011


El impostor, Bart Layton, 2012


Ni que decir tiene que las carteleras se han visto asaltadas una vez más por películas de alto presupuesto que han dejado las salas que ocupaban al borde del desahucio: La jungla: Un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, John Moore, 2013), la peor de las cuatro de la serie, ya que no llega ni a fuegos artificiales; Un lugar donde refugiarse (Safe Haven, Lasse Hallström, 2013), pestiño previsible y excesivamente largo, que aburre y apunta, una vez más, a “la familia que reza unida, permanece unida”; o Hermosas criaturas (Beatifuk Creatures, Richard LaGravenese, 2013), subida al carro de las brujas, magos y similares, con el ingrediente añadido de jovencitos y amor; ñoña, si bien “amable”, y no cae en los excesos de turno. A la lista podría sumarse El mensajero (Snitch, Ric Roman Waugh, 2013), aunque esta no es la habitual película de mamporros y tramas de narcotráfico, ya que, no descubriendo nada nuevo, al menos tiene una pizca de dignidad.



Hermosas criaturas, Richard LaGravenese, 2013


El mensajero, Ric Roman Waugh, 2013


En España, se ha estrenado por fin La mula (Anónimo, 2013), basada en la novela de Juan Eslava Galán. Debido al prolongado conflicto que ha enfrentado a la productora española con el director, Michael Radford –que se ha negado a firmarla–, se ha resentido incluso en términos visuales; pero, aun así, resulta una película interesante, con el mérito de ser una de las primeras cintas no caricaturescas sobre la guerra civil que se hace en España desde hace décadas, sin caer en la equidistancia. Dramáticamente funciona y varios actores, en particular Mario Casas –no así María Valverde–, hacen interpretaciones excelentes. Todo lo contrario que Carta a Eva (2012), la miniserie en dos episodios de Agustí Villaronga sobre la visita de Eva Perón a la España de Franco. El retrato del Régimen y de Carmen Polo de Franco resultan tan grotescos que, por momentos, el dictador sale favorecido; algo totalmente involuntario, cómico y, a la postre, aleccionador. El callejón (Antonio Trashorras, 2011), es un ejercicio de estilo en tono gamberro que, pese a su cuidado en la puesta en escena, resulta banal y predecible. Insensibles (Juan Carlos Medina, 2012) resulta ser una película casi de género que cumple a la perfección sus objetivos e incluye una pincelada ideológica sobre el final de la guerra española; consigue inquietar, sin llegar al terror barato, y tiene una buena realización.



El callejón, Antonio Trashorras, 2011


Insensibles, Juan Carlos Medina, 2012


Abocados hacia el verano, que esperamos nos traiga un respiro en el seno de la indignación extrema en que vivimos, en esta ocasión nos ha parecido conveniente ocuparnos cada uno de dos títulos: por un lado, dos producciones españolas, Hijo de Caín (Jesús Monllaó Plana, 2013) y 15 años y un día (Gracia Querejeta, 2013), ligadas por unos protagonistas adolescentes y conflictivos; por otro lado, Memorias de un zombie adolescente (Warm Bodies, Jonathan Levine, 2013) y Tú y yo (Io e te, Bernardo Bertolucci, 2012), también protagonizadas por adolescentes “conflictivos”, ahora llamados por muchos frikis. Y, se preguntará el lector, ¿cómo casa esto con aquello de eurovisión como metáfora? Pues, sí, señores nuestros, las metáforas no siempre son evidentes, pero, estando los adolescentes en la época señalada de la educación, con una ley Wert a punto de hundirla por completo (con la mano divina, que “ahoga pero no aprieta”, ejercida por los obispos), alzarse con el penúltimo puesto de eurovisión nos deja con la vista puesta en el último para el año próximo, cuando los frikis ejerzan ya con todas las consecuencias el poder mediático, el económico y el político; eso sí, el grueso de la población cantando desde la miseria la gloria de su club de fútbol favorito.



LOS ADULTOS SE DISCULPAN: HIJO DE CAÍN Y 15 AÑOS Y UN DÍA
Agustín Rubio Alcover




Hijo de Caín, Jesús Monllaó Plana, 2013


15 años y un día, Gracia Querejeta, 2013


Con tanta frecuencia como ligereza, se acusa a nuestro cine de estar desconectado de la realidad, de responder a un único modelo estético y narrativo, de –según una parte de la opinión pública: casi media España– estar hecho por retroprogres con un discurso sectario y monolítico. La evidencia contradice tan dañinos tópicos. Tomemos como ejemplo dos películas estrenadas con una semana de diferencia: Hijo de Caín (Fill de Caín en la versión original, producida y rodada en Cataluña) es el debut de su director, parte de una novela y se presenta como un thriller de manual; la otra, 15 años y un día, representa la vuelta a la gran pantalla después de más de un lustro de Gracia Querejeta, hija del mítico productor vasco Elías (recientemente fallecido) que cuenta ya con una carrera en el cine tan espaciada como larga y reconocida, se basa en un guión original (y personal, pues parte de la perplejidad que experimentó la directora como madre de un adolescente), y tiene un envoltorio más realista, reticente a ajustarse a ningún molde genérico.

Tres factores, pues, de disparidad, solo en cuanto a las premisas. A ello se suman los intereses, antitéticos, que animan a sus respectivos directores: Jesús Monllaó no aspira más que a asentarse en la industria facturando una película correcta, con arreglo a las convenciones, un cierto –difícil– equilibrio entre clasicismo y modernidad, y un final impactante. Más madura, Gracia Querejeta cuenta con un discurso propio acerca de las relaciones intergeneracionales, y pretende emocionar sin recurrir a artificios. Su cinta, mejor escrita que planificada –en las escenas de acción la directora sigue demostrando que posee un concepto anacrónico de la puesta en escena o, peor aún, desidia–, destaca por una gran dirección de actores y por algunos diálogos muy certeros: estoy pensando en el choteo de unos muchachos de la situación de paro crónico de sus padres, que solo encuentran trabajos como rellenadores de aceitunas, o la excusa del protagonista después de presentar una falsa denuncia de robo, a ver si, con suerte, le cae una buena indemnización del seguro (“Lo hace todo el mundo, es de tontos no hacerlo”).

Lo que hermana ambos filmes es, para empezar, la manera en que desarrollan sus respectivos argumentos. Hijo de Caín se centra en la enigmática figura de Nico Albert (David Solans), un chico especialmente dotado para el ajedrez pero cuya rebeldía adolescente contra su padre, Carlos (José Coronado), adquiere tintes cada vez más violentos. En 15 años y un día, Jon (Arón Piper), huérfano de padre, se asoma al ni-nismo tras ser expulsado del instituto por mal comportamiento. A partir de ahí –e, insisto, a pesar de la disparidad existente entre las pretensiones de una y otra película–, los parecidos se acumulan: en los dos casos, la muerte de un perro pone a los adultos sobre aviso de una posible deriva psicopática por parte de los chavales. Más adelante, las cosas van a peor, y se plantea la duda acerca de si, de hecho, ambos angelitos han matado a alguien, o si, por el contrario, están encubriendo al auténtico culpable por pura bondad.

No creo en las casualidades, y por eso no creo que sea casualidad la coincidencia en el tiempo y en el espacio de dos títulos españoles que ponen el foco sobre dos angelitos de catorce años, casi quince, lo cual quiere decir que nacieron justo antes del cambio de milenio; es decir, que simbolizan el modelo económico, social, ético y político en crisis. Hijo de Caín y 15 años y un día están conjugando un mismo dilema, eterno pero muy actual: la dialéctica acerca de la bondad o la maldad en la condición humana, y la preocupación acerca de la educación que estamos dando –o que hemos dado– a nuestros hijos. Que una de ellas termine bien y la otra lo haga mal –y, por supuesto, no destriparé los desenlaces–, no quita que ambas traten con respeto y consideración a quienes piensan de manera opuesta, es decir, a los catastrofistas y a los optimistas antropológicos. De hecho, ninguna de las dos películas puede ofender a nadie, ni por buenismo ni por reaccionarismo.

Personalmente, detesto los maniqueísmos y las simplificaciones, y tengo la convicción de que, hasta los polos opuestos –si es que no ellos más que nadie– somos conscientes de lo que funciona mal y de la dificultad de corregirlo. Mientras escribo estas líneas, Sanidad sopesa la conveniencia de multar a los padres de los adolescentes que hayan sufrido varios comas etílicos, y una lumbrera del ministerio afirma que “se podría calificar como maltrato” –de los progenitores, se sobreentiende. Y, en un borrador del Código Procesal Penal, el ínclito Gallardón baraja recurrir a “troyanos buenos” para espiar a los usuarios informáticos. Pero Obama –Premio Nobel de la Paz– se escuda en el mismo motivo (“No se puede tener un 100% de privacidad y un 100% de seguridad”) para justificar escuchas aleatorias. Vivimos en un mundo con amenazas reales, frente a las cuales son precisas respuestas verosímiles, eficaces y concretas, pero no perversas falacias maquiavélicas. Tampoco parches infames, que mantienen entre algodones a los menores de dieciocho años y convierten a los mayores, de un día para otro, en responsables de sus actos y de los ajenos –o sea, en peterpanes abrumados por las culpas y las cargas sociales. Todo esto es evidente; lo complicado es articularlo. Yo una cosa tengo clara: desde luego, así no.



MAS ALLÁ DEL APOCALIPSIS: MEMORIAS DE UN ZOMBIE ADOLESCENTE Y TÚ Y YO
Francisco Javier Gómez Tarín



Memorias de un zombie adolescente, Jonathan Levine, 2013


Tú y yo, Bernardo Bertolucci, 2012


Quiere uno ponerse a tono con los sinsabores de los tiempos que corren y buscar una perspectiva positiva, pero todo parece arrastrarnos hacia la descomposición y el caos. Es triste y lamentable. Sin embargo, alguna luz brilla en la oscuridad, como esos jóvenes licenciados premiados que dan la espalda al Wert de sus pesadillas (y las nuestras); escasa luz, todo hay que decirlo, pero que brilla más cuando proviene de los jóvenes, casta que casi creíamos desahuciada, tanto por la falta de trabajo como por la nefasta educación que se les ha impartido hasta ahora y que, visto lo visto, empeorará. Y si hay luz, hay tinieblas: la Liga, la Copa, Eurovisión… ¡a cantar y a bailar, que esto es España y olé!

Mientras el escape eurovisivo y futbolero hace su labor, el cine abre esperanzas para los adolescentes atrapados en la situación de crisis permanente: colocados un paso más allá del apocalipsis, la redención es posible. Me explico: las parábolas sobre el fin del mundo y el desmantelamiento social, además de los invasores de todo signo y condición, nos aportaron un mito que ha sido fructífero durante décadas: el zombie. Este mito, ya en Jacques Tourneur (Yo anduve con un zombie, I Walked with a Zombie, 1943) y codificado de pleno por George A. Romero en La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968) y sus secuelas (algunas francamente deplorables y otras con mucho interés), venía tocando techo en los últimos tiempos por la repetición y la banalización. Con todo, es un mito propiamente cinematográfico, proveniente de lo antropológico, si se quiere, pero enraizado en nuestra cultura audiovisual. Como metáfora de una sociedad en decadencia, no solamente ha funcionado sino que ha resultado altamente eficaz (ahí tenemos el éxito de The Walking Dead, la serie cuyas tres temporadas han hecho estragos de audiencia). El mito del vampiro también dio mucho juego pero, a la vista de las revisitaciones “crepusculares”, mejor mirar hacia otro lado.

Y es que algo se mueve en torno a los muertos vivientes: The Walking Dead, pese a sus concesiones a la galería por la vía de la casquería, plantea relaciones humanas que hacen a los vivos un trasunto de los muertos o, mejor, la amenaza real para sí mismos. Es decir, el problema está en el ser humano, que ha destruido todo y acabará destruyéndose a sí mismo. Por eso mismo, el pequeño hálito de esperanza, tanto para la continuidad del mito como para la redención del ser humano, se ve obligado a una vuelta de tuerca que permita al muerto viviente socializarse. Esto se lleva a cabo en dos ejemplos que queremos poner en contacto: Memorias de un zombie adolescente (horrible título que no tiene relación alguna con el original, “cuerpos tibios”) y la serie inglesa In the Flesh (Jonny Campbell, 2013). En ambos casos el muerto puede regresar a la vida –sin dejar de ser muerto– para integrarse de nuevo en la sociedad de la que procedía; un amago estaba ya en Les revenants (Robin Campillo, 2004) y su secuela en serie para la televisión francesa (Les revenants, Fabrice Gobert y Frédéric Mermoud, 2012).

¿Qué supone el regreso de los muertos vivientes para la humanidad? Ni más ni menos que el desvelamiento metafórico de los males de nuestra sociedad actual: la insolidaridad, la intolerancia, la incomunicación, el desprecio por el otro, el fundamentalismo religioso, etc. Todo esto apenas se esboza en Memorias de un zombie adolescente, si bien la película cumple perfectamente su cometido al aplicar un giro radical en su trama y abandonar el tono de comedia para situar en primer plano la necesidad de reconocer lo bueno que hay en los semejantes. Con un tono pseudoclásico, concesiones más que patentes a la espectacularidad y una voz narradora con muchos altibajos, asienta un ápice de esperanza en la restauración de un mito que parecía agotado. Pero el paso más radical y significativo lo da In the Flesh, miniserie de tres episodios de una hora de duración cada uno, al cuestionar de plano las reacciones del “ciudadano humano” y poner en evidencia el imperio del fundamentalismo xenófobo, al traer a primer término el complejo de culpa de los muertos redimidos/revividos y transmitir al espectador que en ellos está, contradictoriamente, la esperanza de vida y de una mejor sociedad. La serie no traiciona sus orígenes, e incluso los reivindica al denominar “amanecer” al momento de la salida de sus tumbas de los muertos vivientes, pero rompe esquemas que se convertían en lastre, como el hecho de que al ser mordido pueda alguien convertirse en un zombie (“esto no es una película, las cosas no son así”).

Así pues, los nuevos muertos vivientes acaban siendo entrañables y los que resultan despreciables son los humanos. Para el joven protagonista de Tú y yo, la última película de Bertolucci en nuestras pantallas, la vida no tiene sentido y su forma de aislarse –mucho más enraizada en la realidad– no está en la muerte sino en una cotidianidad reiterativa e improductiva, cercana al zombie, en tanto que abocada a la satisfacción de las necesidades mínimas, y calificable como friki por quienes se consideran a sí mismos normales (en la ortodoxia de la norma). Ni el adolescente ni su hermana, prácticamente actores únicos en el filme, están integrados en la sociedad y, además, asumen ser despojos de ella. Pese al intento didáctico, un tanto paternalista, Bertolucci consigue atrapar al espectador en esos interiores claustrofóbicos tan desolados como las poblaciones de las películas de zombis. En cierto modo, todos somos zombis. Aprender a aprender (o vivir para vivir) es la lección del viaje iniciático que el protagonista lleva a cabo en esta película minimalista: ya no hay cuentos de hadas. En un tono frío y lúgubre, Bertolucci deja atrás toda grandilocuencia.

Lo dicho: si casi somos ya todos muertos vivientes, es necesario un cambio radical para que la llegada de un nuevo mundo –en tanto nueva sociedad o forma de entenderla– nos contamine y se extienda como un cáncer por la desolada y pútrida nada que nos han brindado las élites “humanas” del hoy. Esa sería una redención.


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón





Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 306-307, julio-agosto 2013.


Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).



Siempre hablaremos del cine






11.7.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S). LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: DOBLE MORAL, DOBLE SOCIEDAD, DOBLE TRATO

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER


Junio 2013
DOBLE MORAL, DOBLE SOCIEDAD, DOBLE TRATO









Hay acontecimientos soportables (incluso irrisorios, si no fuera por lo que conllevan de fondo: justificaciones de Cospedal, sin ir más lejos) y otros que son insoportables. En esta segunda gama entra el hecho de que un señor –no perdamos la educación y etiquetémoslo de tal forma– imputado, sentenciado e indultado, para el que se hace una norma política ex–profeso que le permite seguir ejerciendo en su entidad del marrullerismo, se vaya a su casa “de rositas” con una pensión de casi 90 millones de euros, en tanto los altos mandatarios estudian cómo recortar las pensiones de sus conciudadanos. Se podrá argüir que un banco es una entidad privada y que puede hacer con su dinero lo que quiera, pero no cabe tal, por dos razones esenciales: 1) demostrado está que los dineros de las entidades privadas, en este país, son suyos cuando hay beneficios, pero se socializan cuando se trata de pérdidas (pagamos entre todos), y 2) el agravio comparativo no es solamente un insulto a la inteligencia y una tomadura de pelo al conjunto de la sociedad, sino una falta de ética inasumible en las actuales circunstancias. Esto, sin contar con que las cifras evadidas en los paraísos fiscales solucionarían nuestra economía y nos dejarían en muy buen lugar frente al resto del mundo (casi todas las modélicas empresas del IBEX35 se instalan en esos “cielos de papel” y convierten así en bromas pesadas lo que debiera ser el pago de sus impuestos).

No cabe duda: estamos en el país de la doble moral, del doble trato y de la doble sociedad (los de arriba y los de abajo). No quiere decir esto que otros países no tengan problemas similares, pero aquí nadie paga por sus desmanes, nadie que maneje cantidades importantes de dinero procedente de los malos hábitos fraudulentos va a la cárcel, nadie con acceso a las élites sufre los “recortes”. Políticos y empresarios de pacotilla se llenan la boca con frases hechas y palabras vacías (incluso obispos –y aprovechamos para enmendar el error del número anterior cuando adjudicábamos al de Toledo lo que correspondía al de Alcalá: a cada cual lo suyo) mientras los dobles sueldos y los sobres van y vienen, Bárcenas esquía, y los desahucios dejan en la calle y en la miseria a miles de personas bienintencionadas y convenientemente estafadas, a las que no le van a la zaga las timadas por las “preferentes”. Los más de seis millones de parados son, claro está, la “otra” sociedad (los malandrines de antaño). Para colmo, el inefable señor Fabra (sí, ese del “aeropuerto peatonal” de Castellón) sentencia que Bárcenas es un sinvergüenza, así, sin inmutarse, y vemos cómo en la votación para decidir que los parlamentarios europeos viajen en clase turista (un ahorro efectivo de casi el 80% en las facturaciones), nuestros “representantes”, tanto del PP como del PSOE, votan mayoritariamente en contra.

Y es que el problema esencial estriba en que quienes nos gobiernan forman un clan (o varios) que coloca frente a sí como enemigos a los demás: o acuerdo-sumisión, o infamia-traición. El “nosotros” de tales individuos –léase todo lo despectivo que se quiera, ya que quedará siempre corto– no es el conjunto de la sociedad, toda vez que se alimenta de una afirmación en primera persona del plural frente a los “otros”, los diferentes, los marginables y cada día más marginados. Pero la doble moral obliga a tratarlos como parte del “nos” y decir que todo se hace en beneficio del conjunto de la sociedad: ¿de cuál de las dos?

Que un programa de televisión como Salvados haya puesto en la picota a los gerifaltes de la Comunidad Valenciana después de años de ocultación, mentira y control de los medios de comunicación para provocar el olvido, es más que un síntoma del hartazgo en que nos encontramos todos. Pero véase la otra cara de la moneda: de pronto, el programa consigue llenar la plaza de la Virgen en las concentraciones habituales de los afectados, cuando en los meses anteriores nadie parecía acordarse de ellos. Eso, discúlpenos el lector, también es doble moral. Los políticos intentaron acallar las conciencias, cierto, pero estas fueron demasiado fáciles de silenciar, y este mal endémico que padecemos es responsabilidad de todos y cada uno de nosotros. Cuando decimos que “tenemos lo que nos merecemos”, el refrán hace diana. Si no fuera así, no lo tendríamos y es evidente que más de uno tiene que “hacérselo mirar”.

Por su parte, la sanidad en Madrid está en pie de guerra, con referéndum incluido, en tanto se hacen oídos sordos a sus reivindicaciones. Seamos claros: la inversión de los especuladores inmobiliarios se va a refugiar ahora en la sanidad, hasta dejarla hecha unos zorros y que sea el erario público (nosotros) quien pague los platos rotos; otro tanto hará con las inversiones y especulaciones en la alimentación como lo ha venido haciendo con las materias primas, ya que su voracidad depredadora –previa conversión del dolor en dinero– no tiene límites, ni tan siquiera en las vidas humanas. También en Madrid, Gallardón clama por la vida proponiendo una ley del aborto que nos lleva hacia el pasado (es normal porque ya todo nos lleva hacia el pasado… y que no lleguemos a la Edad Media, incluso con el restablecimiento del derecho de pernada) en tanto se eliminan los costes para atender la dependencia (¡caramba, qué coincidencia! ¿Pues no estábamos a favor de la vida? ¿por qué se deja sin recursos a los más necesitados?: “¡Muérase usted, amigo mío, que la situación no permite mantenerle si no es productivo y/o sangrable económicamente!”). Si no fuera por lo patético, nos carcajearíamos también de las comparaciones del aborto con los crímenes de ETA, o del informe en la cámara de la falta de cultura de un gran porcentaje de las mujeres que abortan: desde los tiempos de Gil en Marbella y en Tele 5 no se escuchaban semejantes disparates, obispos aparte (que a estos hay que darle de comer por separado).

Y las cosas no van mucho mejor por esos mundos de dios. Italia y Francia con problemas internos de grueso calibre, Oriente Medio en el caos, Venezuela con litigios, Estados Unidos sin poder acabar con la lacra de la libertad de uso y abuso de las armas, y con el atentado en Boston, que a más de uno le ha puesto los pelos de punta; y, por si fuera poco, con ese descubrimiento de niñas secuestradas –ya mujeres– que han sido liberadas después de diez años de cautiverio y que nos hacen pensar que ciertas películas yanquis de horror no andaban tan descabelladas. Como muestra, un botón: ¿quién hubiera dicho que los franceses saldrían a la calle para enfrentarse a la posibilidad del matrimonio homosexual? El país de la libertad por excelencia, presenta una cara humillante y homófoba… Nosotros, francamente, no nos lo creemos; la pregunta es: ¿quién mueve los hilos? ¿A quién beneficia el ascenso casi imparable de la extrema derecha por toda Europa? Lo dicho: doble moral, doble cara social, doble trato y, en esencia, quiebra de la colectividad en la separación de un “nosotros” frente a un “ellos” (la otredad, entendida como amenaza).

Algunas de las películas vistas este mes redundan en esta línea, ora de manifestación y denuncia de la doble moral, ora encubriéndola. La pone en evidencia Alacrán enamorado (Santiago A. Zannou, 2013), cinta ambientada en el mundo del boxeo demasiado parecida a Million Dollar Baby de Clint Eastwood (2004), y a la que resta fuerza un tratamiento de la resurrección de los ultras con los ojos puestos en el neonazismo de hace dos décadas; y es que, seguramente, los brotes de xenofobia más preocupantes en la España contemporánea radican en el rechazo a la población musulmana y, cada vez más, a los ciudadanos de origen chino. Elena Undone (Nicole Conn, 2010), a la que hemos podido acceder con cierto retraso, aborda el tema de la homosexualidad femenina con respeto. Sin alcanzar la excelencia, la película tiene interés y hay momentos con sentimiento que apuntan claramente a la sensibilidad de una realizadora; no esconde su posición y esto le honra. Meses atrás ya hablamos de Tomboy (Céline Sciamma, 2011), ahora en cartel y que conviene reivindicar. Laurence Anyways (Xavier Dolan, 2012) es un film inteligente aunque usa, y a veces abusa, de la mezcla indiscriminada de recursos (cámara en mano, ralentí, imaginarios, etc.); no obstante, desarrolla una estética personal (el flujo de saltos en el tiempo, a veces marcados únicamente por voces, es enriquecedor) y tiene fuerza en la construcción de unos personajes que resultan dar vida a un posicionamiento ideológico potente, y sin concesiones ni claudicaciones sobre la libertad de sexo (y usos sexuales) en nuestra sociedad, que la hace valiente y necesaria en este momento.



Alacrán enamorado, Santiago A. Zannou, 2013


Laurence Anyways, Xavier Dolan, 2012


Pero las dualidades que en esta ocasión nos guían no solamente se vislumbran en el seno de la identidad sexual: la violencia, en tanto pura esencia de una sociedad en descomposición, se presenta como espectáculo e intenta camuflar los males endémicos de fondo en títulos como American Mary (Jen y Sylvia Soska, 2012), truculenta visita al tema del intercambio de órganos sin un ápice de creatividad y con personajes absolutamente planos; o en Escape (Paul Emami, 2012), que tiene cierto ritmo y un mensaje de un maniqueo subido, hacia la gloria de dios, aunque en realidad no pasa de ser una sucesión de “aventurillas” de andar por casa en Thailandia. Y no digamos nada de la consabida ración habitual de terror/horror/crueldad, capitaneada en esta ocasión por The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012), psicodélica y mala, sin matices, que parece una película de los 70, en todos los sentidos, con lo peor de lo previsible y efectista: Rob Zombie hace honor a su firma y ni el supuesto encanto retro le salva. The Pact (Nicholas McCarthy, 2012) pretende desmarcarse del cine de terror con fenómenos paranormales al uso, combinando una parte paranormal con otra de historia de psicópatas, pero cae en los tópicos del género y no llega a resultar, pese a momentos con interés que abren expectativas que no se llegan a cumplir, tal como acontece en John Dies at the End (Don Coscarelli, 2012), más cerca del comic que del cine, o Thale (Aleksander Nordaas, 2012) cuyo aspecto mágico e incluso poético no acaba de cuajar en un cuento de terror con momentos brillantes pero sin cuerpo, además de farragoso. Modus Anomali (Joko Anwar, 2012) tiene un ritmo adecuado pero una absoluta dedicación a la trama circular y truculenta, en la que la imaginación se pierde cada vez más y no parece haber objetivos más allá de sorprender al espectador; su enrevesado guión tiene carencias muy graves.



American Mary, Jen y Sylvia Soska, 2012

John Dies at the End, Don Coscarelli, 2012


También hemos encontrado –y ya es una tónica habitual– películas “amables” con intentos de sobrepasar tal valoración, pero enredándose en sus escarceos, como es el caso de Amor es todo lo que necesitas (Den skaldede frisor, Susanne Bier, 2012) que, pretendiendo ser “algo diferente” y utilizar los esquemas de los conflictos familiares cercanos al tipo de Dogma, no consigue sus objetivos y no encuentra el “tono”; queda, al final, una especie de tierra de nadie que se pasa para el gran público y que no llega para quien busca algo más. Y en una línea no muy lejana, Tipos Legales (Stand Up Guys, Fisher Stevens, 2012), simpática y bien interpretada, pero tópica y decadente (en el fondo, desaprovechar a unos actores de ese calibre tiene más delito que mérito); o La huésped (The Host, Andrew Niccol, 2013), una buena idea a la que se le saca solamente partido relativo, ya que por una vez los alienígenas hubieran podido dar un juego positivo; se soporta, pero defrauda por lo que pudo ser y no fue. Un amigo para Frank (Robot & Frank, Jake Schreier, 2012), por su parte, aunque es predecible y bastante plana, aporta un toque de sensibilidad que la dota de un cierto encanto al tratar el tema del alzheimer desde una perspectiva directa y en tono de comedia, huyendo de las moralinas y el pasteleo.



Amor es todo lo que necesitas, Susanne Bier, 2012


La huéspedAndrew Niccol, 2013


Las dosis de espectáculo vacío han corrido esta vez a cargo de Combustión (Daniel Calparsoro, 2013), típica imitación española del cine ultracomercial estadounidense que, aunque está bien rodada y resulta simpática, es de un descerebramiento digno de estudio; de Grandes esperanzas (Great Expectations, Mike Newell, 2012), preferible a las otras adaptaciones literarias decimonónicas de la temporada, Los Miserables y Anna Karenina; de Iron Man 3 (Shane Black, 2013),  espectáculo al que se agradece su falta de verosimilitud y la condición de comic, exacerbada, con tono de comedia y abuso del deus ex machina. En tono menor, The Wicked (Peter Winther, 2013), una más de las previsibles cintas con jovencitos y terror de fondo sin nada nuevo bajo el sol, salvo el rejuvenecimiento de la bruja que, arropada en una leyenda, pervive y amenaza; también  Efectos secundarios (Side Effects, Steven Soderbergh, 2013), un thriller muy correcto, hasta el punto que redunda en su propio perjuicio como película: la obsesión de Soderbergh por hacer un calco perfecto le quita cualquier atisbo de veracidad, de relación con la realidad.



Grandes esperanzas, Mike Newell, 2012

Iron Man 3, Shane Black, 2013


Para concluir, algunos títulos inclasificables por diferentes motivos: la horripilante, insoportable, pedante y despreciable Ayer no termina nunca (Isabel Coixet, 2013), de la que basta con decir “¡ay!”; la prueba viviente del doble trato, Tierra Prometida (Promised Land, Gus Van Sant, 2013), que, si no llevase la firma de Gus van Sant, con ese final tan blando y falso, habría tenido unas críticas muy despectivas: una muestra de los dobles raseros que maneja la crítica actual; War Witch (Rebelle, Kim Nguyen, 2012), crónica sobre los niños-soldado en África, cuya brillantez formal nos impide creer el tono documental que pretende pese a que la información es rigurosa y se sostiene con pocas concesiones a la galería, lo que hace que, como alegato, sea válido; y, finalmente, Le premier homme (Gianni Amelio, 2011), una excelente aproximación a los tiempos del fin de la colonización francesa en Argelia, con una revisión del pasado sin maniqueísmos y con clara voluntad de situar al individuo en el contexto. Amelio transmite amor al mundo árabe al tiempo que desvela los problemas de fondo de un proceso mal llevado por Francia. Título que redime de las muchas carencias del mes.



Tierra Prometida, Gus Van Sant, 2013


Le premier homme, Gianni Amelio, 2011


Ilustraremos, pues, la dualidad que nos envuelve a todos los niveles ocupándonos de, por un lado, To the Wonder (Terrence Malick, 2012), por el otro, de 4 días de mayo (Achim von Borries, 2011) y Lore (Cate Shortland, 2012).


HACIA OTRO LADO: TO THE WONDER
Agustín Rubio Alcover




To the Wonder, Terrence Malick, 2012


Una de las consecuencias más tragicómicas del sectarismo consiste en que fuerza a caer en el error a quien lo padece a diestro y a siniestro; es decir, tanto cuando atiza al contrario porque sí, como cuando hace la vista gorda con los propios porque toca. A propósito de las películas, los espectadores –los rasos y los especialistas– solemos retratarnos, de diferentes formas: justificando lo injustificable, por buena voluntad, condescendencia o soberbia; forzando lecturas para ver lo que no hay –ya sean excelencias, sutilezas y, en el extremo, temas–, o, justo al contrario, cerrando los ojos a lo que se muestra en la pantalla; redoblando el rigor o la severidad en función de unas determinadas expectativas…

El último film de Terrence Malick, To the Wonder, ha dado pie al enésimo choque entre críticos: unos la han condenado a priori debido a la deriva ultrarreligiosa y creacionista de su director, ya visible en la hórrida El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011); otros –los menos, lo cual resulta significativo– la han reivindicado precisamente por ese motivo; unos cuantos han reclamado que se viera la película primero, y han discriminado entre la mentalidad del director y las excelencias fílmicas de sus obras; alguno, en el extremo, ha negado que este último film participara de la filosofía del anterior…

Más que narrar, To the Wonder consiste en una observación comentada de varias vidas actuales, a saber: Neil (Ben Affleck), un mocetón americano, ingenuo y algo retraído, conservador él y con buen fondo; Marina (Olga Kurylenko), una ucraniana que reside con su hija, Tatiana, en Francia hasta que se enamora de Neil, y se marcha con él a vivir a Oklahoma; Jane (Rachel McAdams), una antigua novia de él con la que retoma la relación, cuando Marina y su hija no se adaptan y regresan al viejo continente (por separado); y el padre Quintana (Javier Bardem), el cura católico de la parroquia que frecuentan, que está atravesando una crisis de fe.

Ciertamente, como bien afirman los defensores de To the Wonder, que estos sean los mimbres no implica, necesariamente, ni que el film sea bueno, malo o regular; ni que sea propagandístico. Es más, tal y como aquéllos señalan, el film no hace explícitamente apostolado. Sin embargo, lo que debiera interpretarse como un motivo de recelo es el modo en que Malick hace acopio de coartadas, a cuál más alambicada y reflexiva, para protegerse de la acusación. Fiel a su estilo, el director cede la voz (over) a los propios personajes, cuyos discursos interiores acompañan a las imágenes, de manera que, en verdad, cuando sus criaturas ruegan a Dios que los guíe, cantan las maravillas de la creación, pronuncian frases acerca de sus expectativas como esposos, padres y personas en las que subyacen los valores más tradicionales, o balbucean sujetos sin predicado como iluminados…; obviamente, no hablan por el director, sino por ellos mismos.

Todo eso es cierto, pero no lo es menos que un cineasta habla por lo que decide contar u omitir, por cómo lo organiza y por cómo lo cuenta. El discurso de Malick se sustancia en un cúmulo de indicios: el casting, empezando por un Ben Affleck al que el director se complace en mostrar de espaldas y que, con el cuerpo de hombros desproporcionadamente anchos y cargados, es la viva encarnación del Eslabón Perdido; un tratamiento del sexo que le permite soltar el previsible sermón obsesivo contra la cultura del aborto (véase la escena en que Marina se somete a una revisión ginecológica que se cierra con un morboso plano de una radiografía suya, con un DIU como una infamante mutación artificial), y un paralelismo/contraste entre el impulso mesiánico del cura, que ayuda a una yonqui, y la mujer adúltera, que se degrada al acostarse con un obrero esquelético; pildorazos de supremacismo estadounidense (“La gente débil nunca acaba las cosas por sí misma. Espera que otros lo hagan”) pronunciados, en el colmo de la elocuencia, en un edificio que recuerda el colosalismo arquitectónico de El manantial, de Ayn Rand…

La definición del asunto, la caracterización de los personajes, la visión de mundo. Como Malick y sus cómplices saben perfectamente, el discurso está en ese todo que forman unas existencias supuestamente representativas de la contemporaneidad (las migraciones transcontinentales, el deseo de volver a un ritmo más sosegado y natural –que choca con la destrucción de esos ecosistemas que son reflejo y vestigio de la mano de Dios–) y unas preocupaciones existenciales expresadas en unos términos más bien anacrónicos (“Enséñanos a verte”).

Decía al comienzo que no hay peor ceguera que la del que no quiere ver, porque se lía, exigiendo pruebas o aduciendo matices para negar la evidencia. Hay casos, como el presente, que, contemplados desde una cierta distancia –una vez que pasa el berrinche–, se revelan casi intrascendentes y hasta divertidos. No sucede lo mismo en otros, cuando están en juego cuestiones esenciales, como la verdad o la democracia. Esta sección es una mirada a nuestro mundo, y yo estoy pensando en el deterioro de la situación política en Venezuela a raíz de unas elecciones bajo la sospecha de fraude. Se puede seguir mirando hacia otro lado. Pero para eso hay que valer.


EL OTRO LADO: 4 DÍAS DE MAYO y LORE
 Francisco Javier Gómez Tarín



4 días de mayo, Achim von Borries, 2011


Lore, Cate Shortland, 2012


El mes anterior veíamos en estas mismas páginas el sentimiento de culpa en dos películas que, casualmente, tienen una cierta conexión, siquiera sea por sus entornos, con las que comentaremos a continuación. 4 días de mayo sitúa su acción en los últimos días de la segunda guerra mundial, con una Alemania vencida y un ejército aliado (ruso, en este caso) “limpiando” reductos a la espera de la declaración final de rendición. Por su parte Lore (uno es consciente de las pocas posibilidades que nuestro sistema de distribución le dará a este película en nuestro país y por eso no quiere dejarla en el olvido de la espera) coloca su mirada también sobre ese final de la guerra, pero ya con el país ocupado. Como puede comprobarse, nada nuevo… aparentemente. Y digo aparentemente porque lo que está en juego en ambas películas es una desviación del punto de vista hacia la otredad, hacia lo olvidado, hacia lo mantenido en la sombra: ejercicio siniestro, pero claramente eficaz y productivo.

Si algo considero que es complementario –y casi siempre accesorio– en el análisis de textos audiovisuales es eso que tan en boga está de contar los argumentos y las vivencias de los personajes, dejando de lado los procesos significantes. Pero esta vez me veo obligado a hacer una excepción, ya que la trama de 4 días de mayo propone un acercamiento histórico relevante: un reducido grupo de soldados soviéticos debe proteger una zona costera del norte de Alemania, dejada de la mano de dios, donde hay un orfanato con muchachas y un joven adolescente patriota convencido de las bondades del nazismo, justo en el lugar que pretenden utilizar las devastadas compañías alemanas para huir embarcando hacia Dinamarca. La vida cotidiana lima las asperezas y hace del grupo de muchachas y soldados una amalgama compacta y hermanada, salvo el joven nazi que, poco a poco, va descubriendo en la figura del responsable de los soviéticos a un hombre honesto y con principios, capaz de cuestionar la autoridad de sus superiores cuando las órdenes son absurdas y/o inmorales (de ahí el respeto y casi veneración de sus subordinados). Un numeroso grupo de soldados alemanes acampa en las cercanías y, pese a superar a los rusos en número y potencial armado, conscientes de que la guerra se acaba, esperan y defraudan las expectativas del joven, que les da información para que arrasen a los rusos en el orfanato. Finalmente, la guerra concluye y llega el ejército salvador-liberador, con un oficial al mando borracho que pretende violar a una de las muchachas. El sargento soviético se opone y lo rechaza. El oficial regresa con su tropa. El sargento pide ayuda a los alemanes y oculta al joven y a las muchachas. Comienza así una cruenta batalla –que el espectador no visualiza porque se mantiene en fuera de campo– en la que los alemanes y los rusos de la pequeña guarnición se enfrentan a los otros rusos para defender el honor y la moral, es decir, por un principio ético que les es común en ese momento y está muy por encima de aquello que los separa. Solamente las muchachas podrán embarcar para Dinamarca, pero el sacrifico pone en la balanza los juicios morales de la historia. Además, la historia se presenta como la ilustración de un hecho real.   

Así, 4 días de mayo resulta ser una película sólida y madura que se centra más en la reflexión sobre la naturaleza humana que en hacer historia; que, ciertamente, no alcanza grandes cotas estéticas, por lo que es la trama la que pasa a primer término, pero, pese a ese “tono” eminentemente clásico, aborda una cuestión trágica sin maniqueísmos: el final de la guerra y la honradez en las relaciones humanas cuando es capaz de superponerse a los intereses de clan/clase/bando/patria para unir sus esfuerzos con otros seres humanos de diferente clan/clase/bando/patria movidos por hacer lo correcto, incluso a costa de sus propias vidas (eso correcto, es común). Ese giro sobre el punto de vista, arropado por un potente diseño de personajes y una buena realización, convierte a esta obra menor en un buen ejemplo de buen cine sin aspavientos ni falsas espectacularidades.

Como siempre, la representación ejemplifica sobradamente: ¿lo correcto, hoy en día, no sería también la unidad para luchar juntos por el bien común y el final de los embustes, contra la especulación, los paraísos fiscales y la explotación sistemática del hombre-pobre por el hombre-rico? Lección, pues, que promueve este film que, curiosamente, es alemán, en coproducción con Rusia y Ucrania.

Con una vena estética más compleja, que utiliza la cámara en movimiento para conferir a muchos momentos del film la sensación de documental, Lore es una muy interesante reflexión sobre un proceso de toma de conciencia que se orienta desde el punto de vista del bando nazi. En este caso, la apuesta que se hace por un cine sin concesiones que se acerca a protagonistas “del otro bando”, resulta sugerente y atractiva. Lore es la hija mayor de un matrimonio de criminales de guerra nazis que intentan huir y quemar los vestigios de sus actos al principio del film; como hermana mayor, tendrá que huir también con sus hermanos, cruzando Alemania, para llegar a su casa de la infancia. Estamos ante casi una road movie en exteriores, sin personajes positivos.

En la construcción del punto de vista, lo esencial es que Lore es el fruto de las enseñanzas paternas: los aliados –le han enseñado– asesinan a los niños, llevan a los inocentes a campos de concentración, los judíos son criminales y ladrones, etc… Una formación en la falsedad que revierte los propios excesos nazis en sus enemigos (suena esto, ¿verdad?) El camino hacia la casa de la infancia se convierte en un viaje iniciático que le hace comprender el engaño a que estaba sometida, pero lo mejor del film es que ese proceso de toma de conciencia no se produce verbalmente, ni se manifiesta por los acontecimientos, sino que va directamente enraizado en la propia esencia de la imagen y sus símbolos hasta transmitir al espectador, sin decirlo, lo que bulle en la mente de Lore. Situarse ahí, en el otro extremo, enriquece el resultado y engrandece el film. A lo que hay que añadir cómo se desvela el convencimiento de los civiles de la bondad del sistema nazi, pese a la demostración de sus atrocidades: un poso que queda pregnante en la sociedad que sobrevive a la guerra.

Mirémonos en el espejo.


Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 305, junio 2013.


Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).



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