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9.6.25

"FASMAS" Y "FALENAS", DE DIDI-HUBERMAN - SEGUNDAS EDICIONES

 


Agotadas las primeras ediciones y tras alcanzar un acuerdo con Les Éditions de Minuit para prolongar el contrato de cesión de los derechos, lanzamos la segunda edición de Fasmas y Falenas.




30.4.25

SEGUNDA EDICIÓN DE "VISLUMBRES", GEORGES DIDI-HUBERMAN, Shangrila, 2025.

 


Ponemos a la venta la segunda edición de Vislumbres


No es la mano la que se acerca a la llama de la vela. Ese fuego minúsculo y modesto ha elegido tu mano. Para que lo recuerdes ahora que lo ves y vuelvas a recordarlo cuando lo hayas perdido. No es el ojo el que ve el color. Esa mezcla vibrátil busca tu ojo. Tu ojo como una catapulta, una ballesta, que disparará esa mezcla en tus órganos. Ya estuviste pintado. El color fue mordido, saqueado, lavado por las lágrimas. Ahora regresa y reconoce su antigua casa. Durará tan poco, apenas hará hueco, como el roce de un ala. Mirarás hacia adentro y se habrá ido. No es el cuerpo el que se adentra en el bosque. El tacto de los árboles y el rumor del agua, el paso de los animales escondidos, han venido a buscarte. Asedian un ramo invisible de tus nervios. Estuvieron aquí, mientras dormías, mientras rompías la ley. No se sabe en qué noche ni en qué escuela.

Solo esto sabemos: el pasado sobrevive, como una imagen. Imagen de una vela, un bosque o un color. No se sabe a qué hora irrumpirá, no sabe concertar una cita. Solo esto tenemos: un cuaderno en el que anotar epifanías, gestos y trazos vistos al pasar, cosas apenas percibidas desde un tren, apuntes de lo que apareció para volver a ser tesoro desaparecido.

Como este cuaderno personal de Georges Didi-Huberman, que reúne todo lo que ama; que mira lo bajo y lo pequeño, también; lo lejano y lo cercano, a la vez; la ruina y el esplendor, al mismo tiempo. Páginas hechas de ocasiones (que pasan), de heridas (que golpean), de supervivencias (que retornan), de deseos (que suceden). Guijarros, dedos de un pie, drapeados de una ninfa, cartas suicidas y trucos de magia. Estelas y esquirlas, señales de barbarie, delicadeza en el terror, vislumbres.

Vislumbres, pese a todo.


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VISLUMBRES




12.12.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
LUNES 16 DICIEMBRE 2024 / 19h.



ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO estará acompañado por
el profesor y artista JORGE VARELA
y el artista y arquitecto DIEGO GERMADE


LIBRERÍA METÁFORA
Calle Charino, 9, Pontevedra


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2.12.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
SÁBADO 7 DICIEMBRE 2024 / 13h.



ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO estará acompañado por
JUAN RIANCHO
(Gestor cultural, director de Siboney. Galería de arte, Santander)
y XESUS VÁZQUEZ
(Pintor)



Calle Hernán Cortés/Plaza Pombo, Santander


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22.10.24

II. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024

 

INTRODUCCIÓN


Leonardo da Vinci, Un bosque, 1502



Este libro solo responde a lo que, con Louis Marin (Destruir la pintura), llamaremos el placer de hacer palabra la imagen: procurar, pues, del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.

El cineasta Raúl Ruiz sostenía que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método paranoico-crítico”, consistía sencillamente en ver en una imagen o sucesión de imágenes no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y figurativo de las imágenes y, en el caso de las películas, de los sonidos aislados del contexto. Además, una escena o un film secreto no aparecerá casi nunca en la primera visión; requiere, para su revelación, de una cierta rumia y extrañamiento. 

Puede que, como las películas, también las imágenes conlleven escenas o cuadros clandestinos, gestos oblicuos y furtivos que esconden sensaciones y paisajes ignotos. Encontrarlos y perseguirlos puede llegar a ser una práctica, o una obsesión, apasionante. Tal vez ahí, en esa ronda un tanto noctámbula –y sonámbula–, radique una parte considerable de la emoción estética.

Por eso este libro es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Como señaló Barthes (La preparación de la novela), si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum –apuntaba Barthes– forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios. 

Nada más lejano, entonces, en esta deliciosa derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto –placer barroco de las incidencias y las digresiones– que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo, dicho esto por recurrir a un término que remite a las viejas sesiones cinefílicas de antaño y que, como enseguida nos sugeriría el propio Barthes, está repleto de pesadas connotaciones lindantes con el tedio, y a veces con la pompa atroz de los circunstantes. 

Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir –deseamos– el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada –y por tratar al menos en este caso de hacer una excepción a la normativa logocéntrica que nos conforma culturalmente– por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia, y, por qué no, también con aquellos viejos espectadores de la menesterosa cinefilia, los últimos hombres de las cavernas, al decir también de Raúl Ruiz.

Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.

Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo escritor-lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.





21.10.24

NOVEDAD: I. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024

 

288 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-128935-5-7


Este libro solo responde al placer de convertir en palabra la pintura: procurar del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma, y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.

Por eso es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios. 

Nada más lejano, entonces, en esta derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo. 

Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia.

Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.

Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.


ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO

Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas. 

Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021), La musa inquietante (2022) y Hombres y Dios. Escenas de noche y misterio.

Es co-director del filme Pessoa / Lisboa




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4.12.23

NOVEDAD: "ALGUNAS PERSONAS SON HERMOSAS. ENSAYOS SOBRE ARTE Y LITERATURA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023

 


380 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-9-4


Stefano Maderno y su Cecilia de Roma, Bernini y su Santa Teresa en éxtasis, las cosas que tenía en su cabeza Camille Claudel; las chicas pintadas por Modigliani, el gabinete de curiosidades de Remedios Varo, los colores según Yves Klein; un avión extenuado de Anselm Kiefer, Bas Jan Ader (cayendo), los catorce perritos de Peggy Guggenheim, una silla Panton y el reflejo en una foto de Atget; la crónica roja de Enrique Metinides, una giganta en el Circo Barnum, el búho blanco de Webb y el príncipe feliz de Wilde; los microcristales de Bentley, el país de nieve en Kawabata, el amor secreto de Wyeth.

Las cartas de Charlotte Corday y Feliciano Centurión, los temblores de Sarah Kane y Kurt Cobain; el agua en una tumba de Paestum y en las termas modernas que Zumthor diseñó; el cine según Pasión Rivière; una huella animal en un Rothko doméstico, Andersen y su sirenita descarriada; San Petersburgo y los niños en Dostoievski; Dostoievski según Coetzee; la escritura de Duras y la de Fleur Jaeggy, el amor según Alfred Hayes; Cortázar y una máquina de hacer recuerdos; la gente sencilla de Sherwood Anderson; y una carta de Giovanna Tornabuoni a Cindy Sherman, para que cuente cómo fue. Obreras en la fábrica, migrantes y enfermeros. 

Algunas personas son hermosas. Persisten en su gesto de alumbrar hermosura, esa flor rara que hace la vida soportable. Ejecutan el gesto contra viento y marea. A veces sin saberlo. Célebres y anónimos, frágiles y desesperados. Como un niño sentado en la hierba, con su tapadito negro y su gorro de piel de cazador, miran hacia quién sabe dónde. Solo el que lea sabrá. Porque la hermosura es finalmente de quien lee. Y de lo que ha perdido.     


 

MARIEL MANRIQUE

(Buenos Aires, 1968). Estudió leyes e historia del arte. Ejerció la docencia universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito ensayos sobre literatura y artes audiovisuales, publicados en diversos medios de América Latina y España. Integra el equipo de redacción de la revista española Shangrila y codirige, para Shangrila Ediciones, la colección Contracampo, en la que ha traducido a diversos autores. Publicó los poemarios La constelación de Andrómeda (Crack-Up, 2008), Descartes en Holanda (Paradiso, 2010), Cómo nadar estilo mariposa (Paradiso, 2011), Flores en la boca (Paradiso, 2012), Rehenes (Crack-Up, 2020; Shangrila, 2020) y Hospital Alemán (Shangrila, 2023), el ensayo Magdalena Montezuma. Musa, máscara y muñeca (Shangrila, 2016), y las recopilaciones de textos sobre cine Un proyector en Finisterre. Cine y demolición (Shangrila, 2020) e Invernadero. Cine y resistencia (Shangrila, 2023). 

Este volumen reúne ensayos sobre arte y literatura publicados en distintas colecciones de Shangrila, y material inédito



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30.11.23

NOVEDAD: "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2023.

 


116 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-8-7


Los cuatros ensayos de este libro recorren la emoción de ser un sujeto al borde de sí mismo; en vísperas, como quien dice, del absoluto. En el apartamiento de la noche retirada, se abrirá al goce de ser expuesto al contacto con la aparición.

En la pintura de Georges de La Tour nos hallamos, por ejemplo, en lo más profundo de la revelación. De manera que ese viaje pictórico no es otro que el de la transparencia. La transparencia sola de la luz, abriéndose paso en el corazón de la noche. Los protagonistas de sus cuadros se muestran como figuras imponentes, sumergidas en profunda oscuridad, al modo extático de una alucinación. Cuerpos esclarecidos al calor de la llama, transfigurados bajo la luz del fuego.

Si la experiencia de los esclarecidos de La Tour es la del despojamiento donde el hombre se pone –al desnudo, en el abandono y la fragilidad– de cara al dios, otros ensayos nos presentan esta situación desde diferentes perspectivas: la de San Pedro, traicionando a su dios, la de Dios mismo como un cadáver escandaloso, la del durmiente que visita en éxtasis la eternidad. 

Existe una condición fraternal entre las aguas, el fuego y el sueño; dimensiones todas de licuefacción de las formas trascendentales de la sensación, el espacio y el tiempo. Lágrimas o fuego como signos del suspenso, del intervalo. La visión del cuerpo muerto del dios representa, sin duda, la crisis más angustiosa del sentido. Como en el dios muerto o en el cuerpo del dormido, en la ensoñación del santo abandonado, la claridad triste del agua de lágrima inunda propiamente esa imposibilidad que es una transición, ese momento en medio del pasaje en el que todo está oscuro o perdido. Desde ese radical desvalimiento se abre la existencia.

La soledad supone la verdadera prueba de fuego: es sin duda equiparable a la experiencia del desierto, el lugar poético por excelencia. Lo que los protagonistas de estos ensayos manifiestan, al cabo, es que solo donde el mundo y la compañía han sido desalojados y la tierra ya no da sostén, habrá de imponerse el permanecer poético en su mayor fuerza. La promesa o el don no pueden ser entendidos sin su preparación catastrófica.



 

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO

Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas. 

Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021) o La musa inquietante (2022).

Es co-director del filme Pessoa / Lisboa. 



Más información en


30.6.23

y V. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



IV
EL VIAJE: LA MELANCOLÍA DEL NO-LUGAR
(Fragmento inicial)


El Génesis es tremendamente escueto en lo que se refiere a la expulsión de Adán del paraíso. En 3.23 dice simplemente que Dios “expulsó al hombre del jardín del Edén para que trabajara la tierra de la que había sido sacado”. Sabemos, pues, que se trata del primer expatriado, un desterrado que nunca regresó. Imaginamos su rostro, su expresión corporal, su humor negro, al salir del placentero paraíso para tener que viajar a un mundo en sombras. Suponemos su desazón al saber que por su culpa la humanidad se vería condenada al sufrimiento, y que ya nadie podría regresar a aquel lugar que, de hecho, terminó desapareciendo de la faz de la tierra. Después ha habido otros “Adán”: Prometeo, el monstruo de Frankenstein, el Golem, Galatea… Y todos ellos tristes y melancólicos seres que sufren el saberse fuera del mundo, el no tener lugar en él. Adán se fue del Edén sabiendo que jamás habría retorno o Penélope.

En marzo de 2020, la humanidad fue expulsada al interior. Las autoridades del mundo entero decidieron salvar vidas recluyendo a los ciudadanos en un exilio de puertas adentro. Se mezclan en la memoria los sentimientos de aquellos tiempos extraños: miedo, responsabilidad, agobio, tedio, melancolía. Todo aquello fue ilustrado, en nuestro ámbito, por Madrid, int. (2020), una película mínima, humilde, autoproducida por Juan Cavestany y rodada con sus dispositivos electrónicos caseros por unas decenas de amigos y colaboradores del director, a los que encargó esa misión en aquellos extraños días de reclusión y paréntesis existencial y se grabaron a sí mismos. La película reunía una colección de pequeños rituales cotidianos que terminaban plasmando un estado de ánimo colectivo pues, en un encierro como aquel, la ritualización salva del descalabro psicológico, a pesar de (o quizá por ello mismo) conseguir que los días se pareciesen los unos a los otros como los de un condenado a prisión. Curiosamente, Madrid, int. comienza con una cita del BOE del 14 de marzo: “Se declara el estado de alarma con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria…”. Pero es una pista falsa, pues nada hay de documento en sus imágenes, ni de testimonio fidedigno, ni de oficialidad costumbrista. Es más: Cavestany cortará después sin concesiones el vacío discurso que el rey Felipe transmitió a sus súbditos. Pero sí aparece otra cita, esta muy elegiaca, del poeta Dylan Thomas, que anticipa el tono del filme: “No entres dócilmente en esa noche quieta” (generalmente traducido más bien como “esa buena noche” a partir del original “good night”). Ahí está la simbología certera que habla de una muerte colectiva, de una noche generalizada, de un miedo social. Lejos del cinéma verité o del documental, Cavestany sustancia un discurso fluido, en un relato que se fabrica a sí mismo pero que seguro será, años mediante, un testimonio de un momento social tan concreto como este. Y hay tres instantes soberanos que resumen su sentido y alcance como pinceladas impresionistas que acaban configurando un lienzo. El primero es el mensaje de WhatsApp que el actor Miguel Rellán envía a Cavestany,  en el que afirma: “A pesar de estar confinado, la vida se me amontona”. El segundo es la risotada de María Pujalte que cierra el filme y que lo abre, por así decir, a la esperanza y la luz. El tercero, quizá el más hermoso de la película, es la reflexión que lanza, como un moderno anti-Ulises, Juanjo Millás, anticipando la anormal nueva normalidad que entonces se nos venía encima: “¿Cómo se vuelve a casa sin haber salido de ella?”.

En aquellas semanas, todos revivimos en cierta manera la experiencia de Adán. Adán es también el primer antihéroe. Y todo relato moviliza a un héroe, aunque solo a veces esa movilización implique un desplazamiento en el espacio y el tiempo a lo largo de un itinerario. En los relatos clásicos, el viaje siempre estaba motivado por la búsqueda de un bien, ya fuera material o espiritual, cuyos modelos narrativos canónicos serían la Ilíada, la Odisea, la Eneida o la Orestíada. Quizá los más fructíferos hayan sido el mito del retorno a casa de Ulises, que ha enfrentado el hogar (como lugar de encuentro donde imperan la ley y la institución) al viaje (como espacio de fuga y búsqueda donde triunfan el deseo y la pasión) y, por otro lado, el viaje expiatorio en el que el héroe debe purgar, a fuerza de superar pruebas, la falla de un error cometido en el pasado.

Las sobremesas y tardes de sábado siempre me hacen recordar la emoción melancólica de la aventura, uno de los paraísos perdidos de la infancia y adolescencia cuya experiencia Fernando Savater llamó, cuando todavía amaba las cosas hermosas, La infancia recuperada. “Sesión de tarde”, de TVE, programaba, tras la lacrimógena vivencia de la orfandad en Marco o Heidi (aquello sí era empatía con el sufrimiento del otro), películas grandes y pequeñas, maestras y mediocres, oscuras y luminosas, que pertenecían a lo que genéricamente podríamos llamar “aventuras”. Allí aprendimos, por ejemplo, antes de leer a Arthur Schopenhauer y su bello texto titulado “La moral”, que tres son los resortes esenciales que impulsan las acciones humanas: la perversidad, el egoísmo y la conmiseración; que las dos últimas construyen la columna vertebral del relato del héroe aventurero y se oponen a la primera, propia del antagonista; y que, desde aquellas viejas epopeyas homéricas, el lector realiza un pacto para dejarse arrastrar por el relato en forma de viaje, de itinerario que necesariamente debe ser de ida y, después, de vuelta: el héroe aventurero se dirige a algún sitio, alcanza su objetivo y regresa con vida a Ítaca. Jorge Wagensberg: “El cerebro se inventó para salir de casa y la memoria para volver a casa”, y eso es algo que saben muy bien los perros. El viaje es, sin duda, además de una lucha por la supervivencia (es decir, huida de la muerte), el encuentro con uno mismo, pues importa más —como en el caso de los peregrinos, como en el propio acto de narrar— el trayecto en sí que la consecución de la meta, a veces difuminada, borrosa o moralmente cuestionable. Y todo trayecto lleva implícita la noción de deseo, por lo que relato, trayecto y deseo vienen a coincidir en muchos textos de la tradición y la modernidad; leamos así, sin ir más lejos, Las mil y una noches, libro de libros en el que Sherezade ejerce de aventurera a la vez que de fuerza motriz que aúna el deseo, el trayecto y la narración, o Los cuentos de Canterbury, ejemplo claro de libro y relato “en ruta”, siendo esta a la vez moral y física. Así lo vio y nos lo enseñó Jesús González Requena en un modélico texto de la añorada revista Contracampo (“Cuerpo a cuerpo”, número 20, de 1981) sobre un filme que, encuadrado generalmente dentro de los parámetros del western, es uno de los más canónicos relatos de aventuras que ha dado el cine: Tambores lejanos, de Raoul Walsh (1951). “El protagonista (el héroe, el personaje que detenta los atributos fálicos) es la figura de articulación de ambos niveles [el de la acción y el del deseo], su bisagra. Es lógico, por ello, que confluyan en la secuencia final. La muerte del antagonista y el beso sellarán así el enunciado final del relato”. Tras el viaje exitoso y el deseo consumado se produce, volviendo a Schopenhauer, el triunfo del egoísmo conmiserativo (el del héroe, el nuestro) sobre el egoísmo perverso (el del villano). Es lo que Jack London denominó, en el título de uno de sus libros, La llamada de la selva: el deseo inconsciente, de aventura y narración a la vez. Algo hay de infantil (de infancia recuperada) en ello, como bien intuyera Mark Twain en Las aventuras de Tom Sawyer, al reconocer tácitamente que las narraciones de aventuras no cuentan otra cosa que la conversión de un niño en un hombre, tránsito que es también, de manera intrínseca, un gran viaje: “Aquí se acaba esta crónica. Siendo exclusivamente la historia de un chico, tiene que terminar aquí; no podría ir mucho más lejos sin trocarse en la historia de un hombre. El que escribe una novela de personas mayores ya sabe exactamente dónde hay que rematarla: en una boda; pero cuando se escribe de chiquillos tiene que pararse donde mejor pueda”. Twain incluía en el “Prefacio” de este libro una lúcida reflexión: “Aunque este libro esté compuesto principalmente para solaz de muchachos y muchachas, espero que no por eso haya de ser desdeñado por la gente talluda, pues entró también en mi propósito el intento de hacer que los mayores recordasen con agrado cómo fueron en otro tiempo y cómo sentían y pensaban y hablaban...” (cursiva mía). Palabras que remiten a uno de los principios básicos de la aventura: el relato como experiencia inherente al acto de crecer, lo que sabiamente ha filmado Linklater en la antes comentada Boyhood. La aventura permite comprobar el doloroso trance de crecer, y también que, por muy lejos que viajemos, la realidad del “aquí y ahora” se cierne sobre nosotros; bien lo comprobaron los románticos, cuyos viajes “exóticos” no eran sino una fuga de su entorno. Lo mostraron igualmente con tino los responsables (Pixar) de Toy Story 3, al iniciar el filme con la proyección de un viejo VHS en el que un Andy aún niño disfruta del juego y la diversión inocente e infantil; con diecisiete años, ya adolescente, el protagonista irá a la universidad, se acabará una etapa feliz de su vida y sus ojos perderán el brillo de antaño para incorporar una extraña melancolía. Pero no solo el tiempo ha pasado para Andy; también para los juguetes, que acusan el golpe: otrora vivían activamente con el pequeño y ahora pasan a ser objetos para la nostalgia pasiva, chatarra o simplemente basura. 

Así como “hay otros mundos, pero están en este”, no hay duda de que después de visitar otros mundos, estamos más preparados para aceptar nuestra propia muerte. Por ello, esa experiencia iniciática —y, por tanto, traumática— del dolor de crecer ha sido también amplia y fértilmente tratada por la ficción de aventuras. Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955) y Viento en las velas (Alexander Mackendrick, 1965) son algunos de sus jalones fílmicos más sobresalientes, aunque sea la figura de Sabú la que la encarna con prototípica iconografía en El libro de la selva (Zoltan Korda, 1942). “A partir de ahora, este niño ya no se llamará Toomai el pequeño, sino Toomai el de los elefantes, que es el nombre que llevó su bisabuelo antes de él. Lo que nunca ha visto un hombre lo ha visto él durante toda una noche, y cuenta con el favor de los elefantes y de los dioses de las selvas. (...) Todo aquello era en honor de Toomai el pequeño, que había visto lo que jamás ha visto un hombre: ¡el baile de los elefantes, de noche, solo, y en el corazón de las montañas de Garo!” (Rudyard Kipling en la novela original). Efectivamente, la aventura conlleva la revelación esplendorosa de un secreto, de un arcano: nadie acaba tras ella igual que la comenzó. La experiencia cinematográfica es, así mismo, el acceso a la caverna platónica, una de las primeras incursiones de la literatura occidental conocida; de ahí el enorme y doble impacto que provoca la aventura contemplada en la pantalla, como fascinación que retrotrae a la infancia y como oráculo resplandeciente a través del cual se accede a lo absoluto a través de lo metafórico, lo metonímico o lo alegórico. Nadie sale de un cine —de una caverna luminosa poblada por fantasmas, poblada por representaciones de nosotros mismos— igual que entró, porque en el cine tampoco se deja de crecer y porque el cine también puede ser el descubrimiento, a veces doloroso, de un conocimiento vital. Quizá por ello el cine de aventuras es, antes que nada, manifestación de un espíritu libérrimo, como corresponde a su legado romántico, heredado de las novelas decimonónicas o de las primeras décadas del S. XX surgidas de las plumas de Stevenson, Doyle, Dumas, Sabatini, Scott, Verne, London, Conrad, Melville, Hughes, Kipling, Traven, E. Rice Borroughs... La pasión aventurera va íntimamente ligada a la recreación exótica (tanto espacial como temporal), pero también, y sobre todo, al aliento individualista y ácrata que inspiraba, por ejemplo, al pirata y al cosaco de Espronceda, al Sandokán de Salgari —totalmente desaprovechado por el cine, salvo alguna estimable y poco conocida película italiana de clase B— o al Nemo de Verne, que en el terreno del celuloide revive en gozosas películas como El mundo en sus manos (Raoul Walsh, 1952), basada en una novela olvidada de Rex Beach y máximo exponente de la apología de la vida al margen de la ley (“mi ley, la fuerza y el viento”), dentro del fértil subgénero de piratas que en los años ‘50 ofreció notables manifestaciones bajo la firma del propio Walsh, y de Tourneur, King, Siodmak o Curtiz.


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