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9.3.23

y IX. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023




VIVIR COMO UN MUERTO SIN SER UN ZOMBI.
CARLOS PÉREZ MERINERO, IN MEMORIAM



Carlos Pérez Merinero


 
Tengo para mí que si Don DeLillo hubiese conocido a Carlos (Pérez Merinero) lo hubiese escogido para uno de los protagonistas de su poco conocido texto titulado Contrapunto. Sin duda hubiese visto en él un buen ejemplo de lo que llama “artista adepto a la soledad”. Acaso uno de los más sobresalientes. O por lo menos a la par que Thomas Bernhard, Glenn Gould, o Thelonius Monk, a los que selecciona como protagonistas. 

Artistas todos ellos a los que, DeLillo, como digo, califica de adeptos a la soledad. Y de quienes afirma que viven al borde de esa “inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”. Palabras que, a mí juicio, no son mala definición de la soledad, definición poética, pero definición al fin y al cabo: “inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”.

No sé si a Carlos le hubiese gustado la definición. Yo creo que le habría parecido demasiado rebuscada; él era más directo y sencillo. Pero de lo que no me cabe duda es que la habría considerado una buena descripción de su manera de entender la vida. Y de vivirla; como hizo, por lo menos en sus últimos años.

Ninguno de ustedes conocerá el texto de Carlos titulado La suerte esquiva, un diario que escribió durante algún tiempo y que jamás ha visto la luz de su publicación. Léanlo tan pronto como puedan. En él se ve mejor que en ningún otro texto ese mundo de hielo y tiempo del que habla DeLillo. Tendrán ocasión de comprobarlo cuando lo lean. Espero que alguna editorial tenga la valentía de publicarlo. Es su particular testimonio memorístico, su Árbol de la vida, por citar el libro de memorias de quien da nombre a la biblioteca que hoy nos acoge: Eugenio Trías.

De todos modos, lo que me hizo pensar en DeLillo y su texto Contrapunto, no fue tanto este diario desconocido sino uno de los comentarios escritos por Carlos a los poemas del guion El esqueleto de Bergamín, que, además de ilustrarlos magistralmente, cinematografió con eficiencia Ion Arretxe. Como acabamos de visionarlo, lo recordarán fácilmente. 

A partir de la palabra “enterrar”, Carlos (Pérez Merinero) por voz de Juan Diego, dice: “En mi condición de misántropo, me gusta una de las definiciones que da el diccionario de “enterrar”: retirarse uno del trato de los demás, como si hubiera muerto”. 

No me digan que no hubiera visto DeLillo en estas palabras a un artista adepto a la soledad. “Retirarse del trato de los demás”. Con ello Carlos rindió homenaje involuntario al dictum sartriano, “El infierno son los otros”. Y digo involuntario porque creo que a la amabilidad y cortesía de Carlos le iría mucho mejor lo que dejó escrito Ortega y Gasset; como es una frase que me encanta, he citado a menudo y suscribo plenamente, no me privo de citarla. Dice así: “El que nace solitario jamás hallará compañía que no sea una ficción”. No me la invento, no se crean. Ya me hubiera gustado inventarla. La pueden encontrar en el capítulo sobre Kant del Triptico. Mirabeau o el político, Kant-Goethe. Más que culpar a los otros, a la manera de Sartre, Carlos buscaba, urdía, ficciones a modo de compañía. 

¿Y no es esto acaso lo que hace todo adepto a la soledad?: Urdir ficciones Sean del tipo que sean. Literarias, cinematográficas, musicales, también patológicas, incluso sentimentales, me atrevería a decir. Porque qué es el amor sino una ficción que uno se construye según sus necesidades varias.

En todo caso, yo matizaría la frase complementándola, afirmando “sea artista o no”. Diría así, entonces: “El que nace solitario, sea artista o no, jamás hallará compañía que no sea una ficción”. De este modo no se dejan de lado ni a los lectores ni a los espectadores. Unos y otros tiene el mismo derecho a “retirarse del trato de los demás”, por diferentes que sean sus caminos.

La segunda parte del enunciado de Carlos, afirma “como si hubiera muerto”; y ello implica, una radicalidad sin paliativos. Radicalidad que, sin duda, podrán observar en La suerte esquiva, el texto, o diario, del que les hablaba hace un momento.

Muchas veces, Carlos y yo recordábamos una película que nos gustaba mucho a ambos. Me estoy refiriendo a Yo anduve con un zombie (I Walked with a zombie) la película de Jacques Tourneur, de 1943.

 He dicho que a ambos nos gustaba mucho. Pero debo añadir que a él le fascinaba mucho más que a mí. El personaje de Jessica (Christine Gordon), la mujer del administrador de las plantaciones de la película, le trajo durante algún tiempo por la calle de la amargura. No, no era porque le gustase mucho la actriz que lo representaba, que era casi desconocida. No. Carlos no era ni mucho menos un mitómano facilón que se quedase colgado de un cuerpo que sabía de sobra que no era más que una imagen inerte. Detestaba toda mitomanía, y en especial la alimentada por los actores, fueran del género que fuesen. Lo que le atraía del personaje era su peculiar forma de vida, su modo irreversible para retirarse del trato de los demás. En definitiva, su forma de estar muerta siguiendo viva. Su condición, en suma, de zombie. 

Más de una vez me confesó, medio en broma medio en serio, que esa era la manera que a él le gustaría estar en el mundo. Como un zombie, sí; pero sin serlo –añadía. Dicho de una manera menos sofisticada, lo que a Carlos le fascinaba era una forma de hacerse el muerto que todos aceptasen como una calamidad insobornable, como una enfermedad que no había más remedio que soportar, frente a la que no cabía decir absolutamente nada. 

Para decirlo con pocas palabras: Carlos prefirió progresivamente vivir como un muerto. Y yo creo que, los últimos meses de su vida, los que de algún modo describe en su diario La suerte esquiva, lo consiguió plenamente. Todo el mundo lo respetaba. Se extrañaban, pero nadie decía ni mu al ver su actitud. Todo lo contrario. Yo diría que fue en esta época, en la que se hacía el muerto y se atrincheró en su casa, cuando hizo los amigos que más le adoran hoy en día. Tampoco fueron muchos, no crean.

Recordar. Una vez más. “En mi condición de misántropo, me gusta una de las definiciones que da el diccionario de “enterrar”: retirarse uno del trato de los demás, como si hubiera muerto”. ¿Qué más hubiese necesitado DeLillo para incluirlo junto a Thomas Bernhard, Glenn Gould y Thelonius Monk en ese inventario de soledades que es su texto Contrapunto. Tuvo mala suerte DeLillo al no conocer a Carlos (Pérez Merinero). Su texto Contrapunto se resiente de ello.

Esto me trae a la memoria, además, una cita de Foucault para quien “La huella del autor está solo en la singularidad de su ausencia; al escritor le es asignado el papel de muerto en el juego de la escritura”. La escritura no sería tanto la expresión del sujeto que escribe cuanto la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer. 

Como sin duda sabrán, Carlos pasa por ser escritor de novela negra. Escribió muchas otras cosas, ahí está para demostrarlo, la colección diseñada por su hermano David. Pero la llamada novela negra es un género que sin duda, cultivó con ahínco y le ha otorgado una cierta imagen de marca. Una práctica que le propicio hacer guiones. Y una imagen de marca que se singulariza por asumir a un asesino como protagonista. A diferencia de otros autores, no es un detective, o un guardia civil, o cualquier otro sujeto de orden, quien deja su huella en el texto, sino un asesino, que, por lo general, provoca muertes por doquier. Y muertes bastante chirriantes. Todas ellas tratadas con violencia, sí, pero sobre todo con humor. Es decir, según Foucault, a Carlos le gustaba hacerse el muerto matando. Pero también se podría decir que le gustaba desaparecer tras la imagen de un asesino, como intentaba desaparecer tras los directores con los que escribía guiones. Diferentes formas de alimentar esa ausencia, esa peculiar manera de desaparecer, de la que habla Foucault. ¿No es desaparecer una forma de estar muerto? ¿De aparentarlo, al menos? 

De esto está hecha la singularidad de Carlos (Pérez Merinero). Curiosa paradoja en alguien que personalmente no era capaz de matar una mosca, dicho sea, literalmente y en todos los sentidos. Y curiosa paradoja la de hacerse el muerto trabajando sin parar. Y curiosa paradoja la de estar con alguien, pero a la vez radicalmente solo. Un muerto, en suma, muy vivo, pero muy vivo; un muerto-vivo, es decir un zombie; pero que no es tal. El colmo de lo paradójico. 

Lo paradójico es lo que mejor enuncia la obra y la personalidad de Carlos (Pérez Merinero). Si alguien quiere hacer una tesis doctoral sobre él y su obra, no tendrá más remedio que teorizar sobre sus paradojas. Y le costará lo suyo. Porque pocas personas, muy pocas, podrán testimoniarlo. Quienes hace tiempo dejamos atrás el estructuralismo sabemos que tan importante como el texto es la biografía del autor, su tiempo, sus circunstancias históricas, sus condiciones de escritura, su época, en definitiva. Aquí tendría que volver a citar a Sartre y su psicoanálisis existencial. Pero, tranquilos, no lo voy hacer. Bastará con decir que en realidad los textos de Carlos son una invitación continua a equívocos y malentendidos; encierran multitud de trampantojos. Lo que le inyectan su energía y vigor son, en realidad, sus extremos: criminalidad y humor, generosidad y cicatería, angustia y alegría, seriedad y cachondeo, simpatía y hostilidad, angustia y sosiego, cortesía y mala leche, acracia y disciplina…. En fin, toda una serie de extremos tan antagónicos como radicales que le otorgan interés y gracia tanto a la obra como a la persona. Pero la persona, su biografía, será importante para quien afronte una tesis doctoral sobre Carlos (Pérez Merinero).

Con espléndido arte DeLillo describe en Contrapunto las historias de unas soledades rotundas, que nos dejan impresionados tal vez porque las vemos como soledades increíblemente sólidas, tenaces y tajantes. Soledades radicales y perfectas. Pero a las que, a mi juicio, les falta un toque, o complemento, que las vuelva de pedernal. Les falta, dicho en plata, la compañía de Carlos (Pérez Merinero). 

Él es la única presencia que haría menos críptica la frase: “El artista, adicto a la soledad, vive al borde de un mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”. Una frase que parece inventada no para que se comprenda fácilmente, sino como una excelente metáfora de la manera de vivir de Carlos (Pérez Merinero). 

¡Qué duda cabe! Él sí se construyó una soledad de pedernal, de auténtico pedernal. Los que lo conocimos, lo sabemos de sobra. Lo sabemos y lo padecimos. Para corroborarlo no hay más que leer La suerte esquiva, el diario al que me he referido y que ustedes todavía no conocen; sus memorias póstumas, por llamarles de algún modo. Su árbol de la vida, que podría decir Eugenio Trías. Un árbol, ciertamente, árido, seco y muy poco alegre.


Texto leído el 8 de febrero de 2017 en la biblioteca Eugenio Trías,
de Madrid, con motivo de un homenaje a Carlos Pérez Merinero.






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8.3.23

VIII. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023




POR SUPUESTO QUE EL PASADO NO NOS ABANDONA;
CLARO QUE NO. UNA PRUEBA
[Fragmento inicial]




 
Por aquél entonces, año 1985 y siguientes, del pasado siglo, llevaba un diario. Sin ningún afán particular. De ningún tipo. Menos aún literario. Si acaso quería solo dejar constancia del hacer cotidiano: dejar constancia de las películas que veía; los libros que leía; del ganapán en Fila 7, el programa de la segunda cadena de televisión en el que trabajaba; las proyectos de películas que se me ocurrían; alguna que otra vivencia curiosa, y pocas cosas más. Lo hacía, ya digo, sin pretensión alguna; solo para poder recordarlo todo mejor. No imaginaba, por supuesto, que un día, pasado el tiempo, me serviría para algo más que recordarlo, o para recordarlo y algo más, como se quiera, que tanto monta. Este hacer de ayer me facilita la tarea de hoy. Dicho de otro modo, el hacer de ayer se convierte en el quehacer de hoy. Confío en que unas quisicosas y otras ofrezcan el perfil de aquella mi circunstancia entonces, o por lo menos su esbozo; al menos algo, si no todo. Ya lo decía Ortega: “Nuestra vocación oprime la circunstancia, como ensayando realizarse en esta. Pero esta responde poniendo condiciones a la vocación”. ¡Cuánta razón tenía Don José! Mi vocación era el cine. Al menos, eso creía. Y lo sigo creyendo. Por esta razón escribía guiones. Los escribía para intentar, claro, realizarlos. Pero acaso este fervor temprano me ayudó a comprender que aquello que sentía como íntima necesidad tropezaría una vez y otra con el contexto, eso que así suele llamarse y que colabora sin cesar en fundir los anhelos personales. ¡El contexto!, ¡El puto contexto! Cuando no era Franco fue el Partido Socialista, llamado Obrero Español, no sabemos si como una broma de mal gusto o por pura ironía; quizá por pura ironía; es más cruel. De ahí que acabé optando por otra cosa, aunque en las fechas que transcribo del diario todavía no lo parezca. Otra cosa que incluyese el cine, claro, pero que no requiriese contar con la gente, con tanta gente, por lo menos; ni siquiera para hablar; que no obligase a frecuentar bares, como decía entonces; los detesto; los bares, digo. Personas, me bastan con unas pocas. Bares, solo cuando no hay más remedio. La gente, congregada en bares, círculos, partidos o templos, huye de la soledad. Y yo siempre he sido más solitario que sociable. “El que nace solitario, jamás hallará compañía que no sea una ficción”, otra vez Ortega. Soy lo que se dice austero. Para bien y para mal. Siempre he sabido vivir con poco. En realidad, la vida siempre me ha parecido un sendero hacia el fracaso; un método para desembocar a su pesar en el fracaso. Sobreponerme a ello no era más que hacer de la necesidad virtud. La mujer ha sabido siempre otorgarme la energía necesaria para conseguirlo. Ellas, sí, merecen toda mi gratitud y respeto. Lo saben, las que deben saberlo. No necesito nombrarlas. Tampoco son muchas. Solo las justas. Así que no le daré más vueltas. Compartiré lo escrito antaño con los curiosos interesados de hogaño. Iré, pues, a ello, sin más. Reproduciré no solo las referencias al guion que en esta ocasión que nos ocupa se titula La suerte de cada uno. Fue el guion que estuvo más cerca de hacerse, le faltó el canto de un duro para convertirse en película. Pero no se hizo. Tampoco lo hice. Los que suponía que entendían, me confesaron su incomprensión; me lo dijeron abiertamente, no veían en el guion lo que les decía; Casi siempre me callé. Sin casi, siempre me callé. En lo que transcribo cuento más o menos, cómo pasó y qué pasó. Nada del otro mundo, por supuesto; nada especial; no os hagáis ilusiones; tendríais que destruirlas. Habrá miles de guiones en este país que también fueron víctimas de lo mismo. Sin embargo, ahora considero una gran suerte poder publicarlo en esta colección, la colección de Carlos Pérez Merinero, gracias a su hermano David, que se toma el trabajo de editarlos, como excelso animador de cadáveres que se empeña en ser, ya se lo he dicho alguna vez. Otros quisieran lo mismo, ya lo creo. No animar cadáveres, asunto que está solo al alcance de unos pocos, sino publicarlos. Digo. Vivirlo es un placer. Naturalmente. Pero, en fin, además de lo referido a él, al guion, claro, cuento algún que otro avatar, sin duda; pero serán pocos, de entre los muchos que podría contar de aquella cotidianeidad en ocasiones bastante movida. Seré fiel al máximo; totalmente; excepto alguna que otra corrección de estilo, que, seguro, será mínima, lo transcribiré tal cual. Aquí va, pues, un poco de mi día a día de antaño. Más de treinta años. Para que no se diga que no pasa el tiempo. ¡Joder!, ¡Joder!, ¡Joder!, ¡¡que no pasa el tiempo!!

Madrid, lunes, 11 de marzo de 1985
Desde hace algún tiempo, todos los lunes que estoy en Madrid trabajo con Carlos en un guion a partir de una idea que le he propuesto. A este respecto no recuerdo haber anotado nada en estas páginas. Estoy casi seguro de ello. Se trata de una adaptación muy libre de la novela corta de Stevenson El pabellón de los Links, sobre la que probablemente sí habré dejado constancia de mi deseo de adaptarla en algún rincón de este diario. La leí hace al menos dos años, y la comenté con Santiago Sylvester, cuando ambos trabajábamos en aquél “laburo” del Ministerio de Hacienda en el que nos conocimos. Lo recuerdo con claridad. 
Compré la novela en el VIPS de López de Hoyos, en uno de esos paseos por las librerías que acostumbraba hacer al salir del trabajo. La leí de un tirón y la aparté en un cajón ya con la idea de adaptarla. Desde entonces no he dejado de tenerla presente como posible fuente de una película, a pesar de que la adaptación a la actualidad no me parecía fácil.

Madrid, sábado, 13 de abril de 1985
Sábado. Trabajo todo el día en el guion (La suerte de cada uno, que así se titula).

Madrid, viernes, 3 de mayo de 1985
Un libro infinito: Centuria, cien breves novelas-rio, de Giorgio Manganelli. Una poderosísima imaginación literaria al servicio del nihilismo más radical y socarrón. Centuria es como un frasco de grageas contra la ceguera que producen todos los idealismos. Un libro inagotable, capaz de acabar con uno, si uno es capaz de prestarle la atención que requiere [...]


Fragmento inicial del prólogo al guion
La suerte de cada uno, número 28 de la colección Carlos Pérez Merinero.






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7.3.23

VII. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023




TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS
[Fragmento inicial]





 
Hurgo en mi memoria. Busco el origen. El punto de partida. El motivo que lo provocó. La circunstancia que lo avivó. Busco, en definitiva, ese momento primigenio que nos indujo a Carlos y a mí, o a mí y a Carlos, que tanto monta, y nos persuadió de que merecía la pena ponernos a escribir una serie de seis capítulos que abordasen el importante tema como sin duda era y es el del exilio republicano. Pero no me resulta fácil recordar. Se diría que el flash-back que intento está demasiado envuelto en brumas que dificultan la precisión del recuerdo. Se me escapa lo decisivo. No soy capaz de apresar con precisión lo que busco. Y Carlos, desgraciadamente, ya no está. Dudo. Acudo entonces a David, para salir de dudas; confío en su buena memoria; estoy seguro que ella alberga la respuesta que me sacará del apuro. 

David me dice que él cree que ese origen que busco es la publicación en facsímil del periódico que se editó en la travesía del Sinaia y que él nos comentó y nos prestó. Lo había comprado en Osuna y se lo pasó a Carlos, quien a su vez me lo enseñó a mí. Puede ser cierto. Lo admito. Es verosímil. En efecto, en 1986 se publicó un facsímil del diario que se editaba a multicopista durante la travesía del Sinaia. Es una edición espléndida, maravillosa, muy poco, por no decir nada, conocida, que aún hoy llama y atrae poderosamente la atención; una edición muy bella e importante, no solo por su valor testimonial sino también como objeto estético. Sin duda. Pero no me soluciona las dudas; soy incapaz de cifrar en ella el recuerdo que busco. Es posible que fuese así, no digo que no. Por qué se lo iba a inventar David si no. Veo el facsímil, primorosamente conservado por David y me reafirmo en mi apreciación. Pero mi memoria no tiene archivado este hecho; no puedo decir que lo recuerdo; algo me impide cifrarlo como acta de nacimiento, o punto de partida del proyecto. En definitiva, me parece que el facsímil adquirido y conservado por David no pudo ser lo que suscitase nuestro proyecto. Mi memoria, al menos, ya digo, no lo tiene registrado como el detonante para la escritura. 

Me inclino a pensar más bien que fue la lectura de algún libro lo que debió motivarlo, anticiparnos la información, e impulsarnos a escribir. Pero ¿qué libro? Es lo que tampoco consigo precisar. Naturalmente esos años estuvieron entregados a toda clase de lecturas referidas a la guerra civil. Recuerdo unos cuantos, entre otros, recuerdo con nitidez el libro Entre Alambradas, de Eulalio Ferrer, publicado por Grijalbo, y evocación genuina de los campos de concentración franceses. También recuerdo algunos números de la revista Tiempo de Historia, ya sea el 62, dedicado a 1939-1979: 40 años de España, o el 72, dedicado a un Balance de 5 años: El postfranquismo, entre otros que no merece la pena citar. Pero ninguno de estos últimos me proporciona una pista que estimule mi memoria y me permita salir de dudas. Lo mismo me sucede con libros como Finales de enero, 1939. Barcelona cambia de piel, o La vida cotidiana durante la fuera civil. La España republicana, ambos de Rafael Abella, ni tampoco las memorias de Manuel Azaña, en concreto Memorias políticas y de guerra, leídas creo en una edición mejicana y, más adelante, con seguridad, en una edición española. Y recuerdo sobre todo un libro que compré en París, exactamente en La Joie de Lire, en la calle St. Séverin, librería también conocida como Maspero, en la que descubrí los campos de Max Aub. Me estoy refiriendo no a todos los campos, los seis volúmenes, ni siquiera solo a Campo de Almendros, probablemente el mejor, sino a Campo francés, la quinta entrega de la serie de seis títulos (Campo cerrado, Campo de sangre, Campo abierto, Campo del Moro, Campo francés y Campo de almendros) que compone, si no me equivoco, El Laberinto mágico. Me acuerdo de Campo francés, sobre todo, porque estaba escrito como si se tratase de un guion cinematográfico. Esta es la razón que me lo trae a la memoria, además de referirse a la guerra civil, naturalmente. Este fue el primer libro de Max Aub que conocí, y que naturalmente me indujo a buscar los demás de la serie; aunque el libro por entonces leído y que más me impactó fue La gallina ciega, editado en México por Joaquín Mortiz, en el año 1971. De Campo francés, la edición que aún conservo y tengo ante mí es la editada por Ruedo Ibérico en 1965, y que yo compré en 1972 en la famosa librería citada. Como digo su formalización a la manera de un guion cinematográfico –aunque mejor sería hablar una mezcla de guion cinematográfico y obra teatral–, es a todas luces la razón que motiva su recuerdo, tanto me llamó la atención, sin duda debido a mi desconocimiento de la obra de Max Aub en general y los campos en particular. Efectos de la dictadura, qué duda cabe, que mantenía silenciado casi todo lo referente a los autores del exilio. De la dictadura y de cuantos se sirvieron de ella aparentando lo contrario, cabría decir. En fin, de tales polvos, un montón de lodos. Para qué seguir. Pero sigamos. Decido que, por mucho que recuerde títulos y hurgue en mi memoria, el libro que prevalece como posible fuente de información es el de Eulalio Ferrer, cuyo título es suficientemente evocativo del tema abordado. El Sinaia, desde luego, aparece desde sus primeras páginas. Yo diría que en èl radica el origen del proyecto. Al menos, así lo creo ahora, al albur de mi memoria.

En esas estoy cuando David acude en mi ayuda. Me escribe un correo electrónico en el que me comunica que en una de las sinopsis que escribimos, la correspondiente al capítulo tres concretamente, y que acaba de releer, decíamos que el periódico editado durante la travesía “se publicaba diariamente”. Naturalmente, este dato es falso. Es una información equivocada, que convierte en obvio la imposibilidad de que conociéramos el facsímil editado. Por lo tanto: la verdad del lance; es decir, de que no pudo ser, no fue, la edición del facsímil que David había adquirido lo que suscitase la escritura del proyecto. De ser así, sabríamos lo que a todas luces no sabíamos según nuestras propias palabras escritas a la sazón. Ergo… Más claro, agua, como acostumbra a decirse. No estaba yo tan equivocado. Por mucho que la memoria haya sido carcomida por el tiempo, entre otras erosiones, y no me funcione tan bien como antaño, me parecía imposible no recordar objeto tan bien editado y tan significativo. Hay cosas que por bellas e insólitas no son fáciles de olvidar. Y la edición del facsímil era una cosa insólita, además de atractiva. Prosigo, por lo tanto, sin poder cifrar ese momento primigenio que nos indujo a escribir el proyecto [...]


Fragmento inicial del prólogo al proyecto de serie para
televisión que Carlos Pérez Merinero y yo escribimos.
Como no conseguimos que se rodase, el proyecto
se quedó desafortunadamente en el cajón. La tierra prometida,
número 10 de la colección Carlos Pérez Merinero.






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6.3.23

VI. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023




CINE CONTRA ESPECTÁCULO
SEGUIDO DE TÉCNICA E IDEOLOGÍA
[Fragmento inicial]




 
En el mes de octubre de 1969, con un texto titulado “Cinéma/Ideología/Crítica”, firmado por Jean-Louis Comolli y Jean Narboni, ambos redactores-jefe, la revista Cahiers du Cinéma radicaliza sus posiciones políticas. En una palabra: se izquierdiza.

No fueron pocos los factores que coadyuvaron a este viraje radical. Mencionaremos solo algunos. Los acontecimientos de mayo-68 habían quedado definitivamente atrás. Y con ellos el que fuera su emblema en el mundo del cine: los llamados Estados Generales. En enero de 1969 había irrumpido en el panorama cinematográfico el primer número de una nueva revista: Cinéthique. La iniciativa de su fundación la impulsó el cineasta Marcel Hanoun, quien, descontento con el tratamiento que los Cahiers du Cinéma otorgaban a sus películas, buscó el apoyo de jóvenes críticos, muy particularmente Gérard Leblanc y Jean-Paul Fargier. Pero estos no querían ni por asomo que Cinéthique se pareciera a una revista de cine al uso; no eran en absoluto partidarios de una publicación en papel satinado, con fotos, críticas de actualidad, textos de información cinefílica, filmografías y cosas por el estilo. Nada de eso. Lo que ellos querían era una revista para la reflexión política sobre el cine adscrita de hoz y coz al marxismo-leninismo. Y así la concibieron y editaron. Ninguno de los dos contaba con experiencia cinematográfica alguna. Gérard Leblanc estudiaba ciencias jurídicas. Y Jean-Paul Fargier hacía poco que se había trasladado a París para estudiar teología. Sin embargo, su pasión por el cine los condujo a ambos a publicar sus primeras críticas en revistas como Telé-Cine o Tribune Socialiste. Los dos compartían asimismo un enorme interés por la política, también el gusto estético por las experiencias cinematográficas más radicales y vanguardistas. Y, en la estela de Guy Debord, se posicionaron, sin titubeos contra el espectáculo. Todo ello hizo que Marcel Hanoum, pese a su inicial apoyo, abandonase la revista una vez publicado el primer número. Sus diferencias no fueron óbice, empero, para que dejase de estar entre los cineastas preferidos por la revista, apenas unos pocos: Jean-Luc Godard, Phillippe Garrel, Jean-Daniel Pollet y Jean-Pierre Lajournade. Muy pronto Cinéthique es percibida como la más clara y contundente adversaria de Cahiers du Cinéma, muy capaz, sin duda, de disputarle la hegemonía. Para evitarlo, Cahiers du Cinéma se ve obligada a asumir un compromiso político más nítido, ferviente y ofensivo. Es lo que sucede en octubre de 1969 con el texto más arriba citado.

A su vez, los miembros de la revista Tel Quel habían creado su GET (Grupo de Estudios Teóricos), y en otoño de 1968 publicaron un manifiesto colectivo bajo el título Theorie d´ensemble (Teoría de conjunto). De este modo vió la luz un conjunto de ensayos que no era ni mucho menos una antología de los mejores textos publicados hasta entonces por la revista, sino una recopilación de contribuciones cuya lectura permitía comprender la línea teórica adoptada por la revista. Un conjunto de textos, pues, claramente significativos. Sus autores: Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Derrida, Phillippe Sollers, Marcelin Pleynet, Jean-Louis Baudry, Jean-Joseph Goux, Julia Kristeva, Jean Thibaudeau, Jacqueline Risset, Jean Ricardou. Las pretensiones del proyecto las explicitó Phillippe Sollers en pocas palabras y con no escaso énfasis: “Lo que proponemos respecto a la literatura quiere ser tan subversivo como la crítica hecha por Marx a la economía clásica”. No hace falta decir que los dos referentes más importantes para todos ellos eran el psicoanalista Jacques Lacan y el filósofo Louis Althusser, ambos en pleno apogeo de su influencia sobre el mundo intelectual parisino. 

Hasta entonces, Cahiers du Cinéma, se había dejado seducir por el “teoricismo” de los redactores de Tel Quel. Desde que abandonara en 1965 el discurso impresionista para adoptar las herramientas teóricas propiciadas por el estructuralismo, y más concretamente por el psicoanálisis lacaniano y el marxismo althusseriano, había convertido a Tel Quel en su publicación de referencia, que, junto con otras, como Communications y Critique, le servía de modelo para pensar el cine de una nueva manera. Este ascendiente de Tel Quel hace que las dos revistas se aproximen. Aproximación que se materializa en intercambios concretos. Por ejemplo, en 1966, Cahiers du Cinéma consagra un número especial a los “problemas del relato cinematográfico y novelesco”, en el que colaboran algunos de los redactores de Tel Quel. Y en febrero de 1967, con motivo de su estreno en París, dedican especial atención a Méditerranée, la película que Jean-Daniel Pollet realizara en 1963, con guion de Philippe Sollers, el mandarín de Tel Quel. Y, por último, cabe decir que también Cahiers du Cinéma, siguiendo la estela de Tel Quel, se aproxima en esos años al Partido Comunista Francés.

Pero en torno a 1970, la moda de la GRCP (Gran Revolución Cultural Proletaria) emergente en China desde 1967 está en pleno apogeo. Y no tarda en provocar la ruptura de la alianza hasta entonces vigente entre los miembros de la redacción de Tel Quel y el Partido Comunista. La prohibición de la venta en la fiesta de L´Humanité, el periódico del partido, del libro De la Chine, de María Antonietta Macciochi, junto con la prohibición de la novela Éden, Éden, Éden, de Pierre Guyotat, que no cuenta con el apoyo del partido pese a pertenecer a él desde tiempo atrás, provocan que Tel Quel rompa definitivamente con el partido comunista y, no sin problemas internos, opte por el maoísmo.

En otoño de 1971 se hace pública esta ruptura. En el número 47, consagrado a Roland Barthes, Tel Quel publica un texto titulado “Posiciones del Movimiento de Junio del 71”, cuyas últimas palabras son: ¡A bas le dogmatisme, l´empirisme!, ¡l´opportunisme, le révisionisme! ¡Vive la véritable avant-garde Vive la pensée-maotsétoung! (¡Abajo el dogmatismo, el empirismo, el oportunismo, el revisionismo¡ ¡Viva la verdadera vanguardia¡ ¡Viva el pensamiento maotsétung¡). Muy poco antes, en diciembre de 1970, Cahiers du Cinéma, Cinéthique y Tel Quel habían formado un frente común y elaborado un manifiesto titulado “contra la izquierda bienpensante”, cuya publicación se hizo en el número 44 de Tel Quel Este manifiesto no tardará en manifestarse en la crítica cinematográfica como un radical desapego, sino más bien abierto rechazo, a la llamada “ficción de izquierdas”, considerada la expresión cinematográfica de la susodicha izquierda. 

En este contexto, esbozado aquí de manera somera, es en el que Jean-Louis Comolli publica entre mayo-junio de 1971 (número 229) y diciembre de 1971 -enero-febrero de 1972 (número especial 234-235), una serie de artículos con el título Técnica e ideología [...]


Fragmento inicial de la reseña del libro: COMOLLI, Jean-Louis, Cine contra espectáculo. Técnica e ideología (1971-1972), Buenos Aires: Manantial, 2011, publicada en la revista Secuencias, número 33,
correspondiente al primer semestre de 2011.





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3.3.23

V. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023



DEVENIR FOTOGRÁFICO DE UN CINEASTA: JOHN WATERS
[Fragmento inicial]


John Waters


 
No es frecuente que un cineasta investigue la imagen fija a partir de la imagen en movimiento. Por lo general, el itinerario suele ser el inverso. Podrían citarse innumerables casos de fotógrafos que lo corroboran, entre ellos: Robert Frank, William Klein, Roger Vadim, Raymond Depardon; de ser fotógrafos devinieron directores de películas. Asimismo, ciertamente, son muchos los casos que han complementado, o ampliado, su actividad con el ejercicio de la fotografía: Leni Riefenstahl, Wim Wenders, Carlos Saura, Abbas Kiarostami, son solo unos ejemplos que acuden de inmediato a la memoria. Pero lo que estos hacen acostumbra a ser sobre todo una práctica extensiva de su propio cine, es decir, en sus fotos prolongan el universo visual contenido en sus películas, hasta el punto de que algunos fotogramas de estas podrían pasar, una vez aislados, por alguna de sus fotografías; siguiendo a Barthes, podría decirse que, en sus fotos, “el acontecimiento no se sobrepasa jamás para acceder a otra cosa, y en este sentido, remiten solo a lo que se ve, tienen algo de tautológico” (22), por lo que no rompen el estatuto del propio medio. Muy distinto es, sin embargo, el caso de John Waters, ya que su práctica fotográfica resulta respecto al cine decididamente intensiva; no es ajena a él, sino que lo toma por objeto; en realidad deviene fotógrafo sin dejar de ser cineasta, y una modalidad de cineasta que bien podría calificarse de crítico, ya que sus exploraciones no se ocupan sino del propio cine, de lo que las imágenes en movimiento, sea cual sea su soporte, contienen. Y, lo que es más importante, remiten a la diferencia que brota de la repetición. Así, lo que parece motivarle no es ausentarse del cine, sino ahondar más en él, estrechar su relación con las películas por otro medio, para suscitar su implosión fotogénica, su des(cons)trucción, viendo, mejor dicho: detectando las posibilidades que tal acción encierra. De este modo, con sus inmersiones perentorias en las imágenes de las películas vistas en el televisor, con una cámara fotográfica por ojo, obtiene la materia para sus composiciones. El resultado es un objeto nuevo, partícipe a la vez del cine y de la fotografía. Un objeto fronterizo, tan autónomo como dependiente. Y un objeto en el que prevalece su propia genealogía en oposición a su posible trascendentalidad.

22. BARTHES, Roland, La cámara lúcida, Barcelona: Paidós, 1992, pp.31-33.

A simple vista pareciera que minimizan el universo fílmico, o audiovisual si se prefiere. Miradas con más atención despliegan unos efectos que formalizan un discurso, un discurso que más que decir sugiere, y que más que significar revela y muestra. Constituyen por lo tanto, un espacio cuyas texturas exhiben no solo un referente sino multitud de huellas que nos atraen al tiempo que se nos resisten, que señalan un enfrentamiento entre un sujeto, llámese creador o productor, y la materia sobre la que se proyecta y trabaja, llámese cine o imágenes preexistentes. Y son esas huellas, cuyas técnicas para su inscripción poco importan, las que lo abren a la sensación, otorgándole un sabor que nos incita a la degustación. Ante su presencia nos sentimos invadidos a efectuar un reajuste que no es sino estético, es decir básicamente anclado es un orden hedónico situado más allá del orden del entendimiento y del orden de la producción.

Del impacto que produjeron las primeras películas de John Waters todavía permanecen sus ecos. Como es sabido su iniciación en el cine se produjo a mediados de la década de los sesenta. Si algo se celebraba por aquellas fechas no era solo la irrupción euforizante de la cultura psicodélica, el movimiento hippy y la música rock, sino también la libertad con la que podían hacerse las películas. Innecesario es decir que nunca el cine se ha mostrado tan libre como fue entre los finales de los cincuenta y mediados de los setenta. Durante esos años florecieron los más diversos “nuevos cines” en los más variados países, alcanzando su máximo apogeo el movimiento conocido como New American Cinema. Este movimiento contenía, grosso modo, dos grandes vertientes: una narrativa, en la que destacaron John Cassavettes, Robert Frank, Shirley Clarke, Paul Morrisey, Robert Kramer; otra, radicalmente experimental, conocida comúnmente bajo el epígrafe de underground, cuyas estrellas más rutilantes de la constelación que componían fueron Keneth Anger, Harry Smith, Stan Brakhage, Paul Sharits, Michel Snow, los hermanos Mekas y, muy particularmente, Andy Warhol. Entre una y otra vertiente mediaba la revista Film Culture, fundada por Jonas Mekas, que junto a las críticas que este mismo escribía en The Village Voice contribuyeron a generar una peculiarísima efervescencia en torno al cine más libre y antagónico al producido por Hollywood; efervescencia e interés que captó la atención de los jóvenes de la época, uno de los cuales era John Waters. Pero este, llegado el momento de su debut en la realización, lejos de optar por el experimentalismo extremista, lo hizo ya en sus cortos y mediometrajes por un cine narrativo, en el que toda clase de convenciones se veían burladas gracias al recurso a unos referentes hasta entonces silenciados y una formalización tan desabrida como desaliñada. De este modo, con mucho humor y mayor desfachatez, haciendo gala de una sagaz acracia, consiguió pasar por enfant terrible capaz de alumbrar una estética de la impudicia que o consagró. Títulos como Mondo Trasho (1969), Multiple Maniacs (1970), y muy espacialmente, Pink Flamingos (1972), Female Trouble (1974) o Polyester (1981), atestiguan fehacientemente ese cine provocador, hedónico, socarrón y vitalista, con el que John Waters dio carta de ciudadanía fílmica a un grupo de personajes hasta entonces orillados, negados, escamoteados, incluso por las ficciones más pretendidamente contraculturales. El éxito internacional cosechado, unido a la muerte del más fenomenal de estos personajes, el incomparable Divine, y sin duda también al agotamiento de las euforias de la época, propiciaron el coqueteo voluntarioso de John Waters con Hollywood. Pero los resultados obtenidos en Cry-Baby (1990), Los asesinos de mamá (Serial Mon, 1994), o Pecker (1998), así como en Cecil B. Demente (Cecil B. Demented, 2000), no sobrepasan la medianía de las producciones fabricadas para el mercado, carentes por completo de aquel aliento rompedor e impúdico que lo catapultó a liderar el llamado cine independiente de los años setenta y ochenta. El declive de la libertad en la producción cinematográfica de E.E. U.U. en los años noventa es notable, qué duda cabe. No es una conjetura ni una soflama ideológica: el propio Waters certifica en su última película la defunción del cine underground, o, como él lo llama, “sin ley”; lo hace según el registro propio de la comedia, pretendiendo salvar su imagen de director libérrimo, pero sin lograr ir más allá de perfilar una burda parodia carente de interés y gracia.

Así las cosas, acaso John Waters haya empezado a explorar las potencialidades contenidas en la imagen fija a modo de compensación a las restricciones que impone la industria cinematográfica en Hollywood. No en vano es una práctica iniciada a principios de los noventa, justamente cuando su filmografía pierde el vigor impúdico que la singularizaba y adopta maneras más trilladas. Pero sea como fuere, lo cierto es que con sus composiciones fotográficas logra perseverar en una estética que lo individualiza, dejando la dirección de películas como actividad puramente alimenticia y lucrativa.

Fotografías, pues, que contienen imágenes de imágenes, ofrecidas por lo generan en serie, aunque también por unidades, y que invariablemente aluden al cine como objeto de múltiple potencialidad, capaz de contener a la vez lo estático y el movimiento, la crítica y el reconocimiento, lo evidente y lo oculto, lo propio y lo ajeno. Fotografías, en fin, que congelan instantes y cristalizan en Figuras (23) concretas la pluralidad de imágenes que pueden desprenderse de las películas, del cine en general. Estas Figuras son de índole muy distinta, de autoría y de star-system, del cuerpo y la carnalidad, del horror y del goce. Figuras que a veces son microrrelatos. Y que siempre, antes que nada, hacen retornar imágenes del pasado y preservan lo que en cualquier película solo es efímero.

23. Nos servimos aquí del término “Figuras” a partir de Deleuze, en tanto que forma sensible referida a la sensación, y que deriva de la noción figural, de Lyotard, con la que aludía a determinados objetos artísticos que no son mera representación de un original sino más bien una transgresión.


RE-DIRECCIÓN / MONTAJE

John Waters considera que su trabajo como fotógrafo equivale a “re-dirigir” no solo sus propias películas sino también las de otros. Lo que requiere esta “re-dirección” es básicamente la agudeza y la precisión del montador, mucho más que la sensibilidad y la técnica del fotógrafo. Controlar el montaje, ser quien escoge la toma y decide el fotograma exacto en el que efectuar el corte; de entre los variados movimientos que deben conjugarse en el cine –el de los actores y objetos móviles, el de las luces, el encuadre y el foco, además del de las palabras y la música– es el trabajo del montaje el más decisivo para el director que quiere ser dueño artístico de su obra. En el cine clásico americano, durante la época de los estudios, pocos directores detentaban el privilegio de su control. El montaje: he ahí el auténtico crisol en el que se forja la individualización de todo cineasta. No es extraño que John Waters fotógrafo le tenga querencia; está en su esencia de cineasta [...]


Fragmento inicial de un texto publicado con el título Fotografía y cine: un viaje de ida y vuelta, en la revista de fotografía EXIT, número 3, de agosto de 2001, Madrid. Recupero aquí mi título original: Devenir fotográfico de un cineasta: John Waters. Así lo titulé, para bien y para mal.





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2.3.23

IV. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023



PARÍS NO NOS PERTENECE
[Fragmento inicial]




1
¿La Nouvelle Vague aquí, entre nosotros? En los años de su nacimiento e implantación, las circunstancias del país no eran las más propicias para que ni los cineastas, ni la crítica más perspicaz y atenta, ni el aficionado incipiente, pudieran sentirse influidos por nada de lo que acontecía en el cine al otro lado de los Pirineos. Por aquel entonces, el cine para los españoles era más un abigarrado conjunto de precarias informaciones a la sombra de una espesa censura, que realidad palpitante, puesta al día, en la que poder sumergirse libre y atentamente. No había mucho donde escoger. La oferta cinematográfica estaba, en el mejor de los casos, mutilada o deformada. Ni la exhibición comercial, ni los Cine Clubs, abundaban en novedades. Menos mal que era frecuentes las películas de los grandes maestros americanos que todavía proseguían en activo; ellos nos hicieron más liviana tanta penuria y nos ayudaron a sobrellevar tiempos tan descomunalmente yertos. Constatémoslo una vez más: nuestra percepción de los desarrollos culturales ajenos estaba imperativamente obligada a ser mostrenca, desordenada y hasta perversa.

En tales condiciones, ¿Qué grado de ósmosis, de relación, de diálogo, ha existido entre nuestro cine y la Nouvelle Vague? La hipótesis es tan concreta como vasta.

Cada vez que nos formulamos una pregunta de carácter general acerca de la situación del cine español en un momento determinado, sobre sus características o su línea de desarrollo, aparecen, en primer lugar y a nuestro pesar, las cuentas de un rosario de carencias. Carencias cuyas causas primeras son bien conocidas y no merece la pena reiterar, pero que son ineludibles cuando se trata de mirar atrás.


2
En aquella España del “nunca pasa nada”, la Nouvelle Vague empezó siendo un eco, un eco más bien lejano, uno de tantos, tal vez de los más ruidosos. Antes que nada nos llegó a lo sumo en forma de epidemia verbal, sufrida primero por los asiduos a festivales y extendida después, por natural contagio, a otras personas que, por muchas que fueran, no dejaron de ser jamás un grupo aislado. Para los que por aquella época despertábamos a todas las cosas a través del cine supuso algo así como el acné de la adolescencia.

Poco, muy poco más que un repertorio de nombres de directores, de títulos de películas, a los que se le atribuía carácter de movimiento y una particularísima importancia, más de oídas que por experiencia, corroboración y decisión propias.

Con ella, el cine, en vez de algo mítico, sumamente lejano, extremadamente inasequible, nos empezó a parecer algo más próximo, incluso posible. Ya no pertenecía solo a los grandes monstruos de Hollywood, sino que también lo manejaban con gran éxito unos jovenzuelos de París totalmente desconocidos. Con el tiempo descubriríamos que esa era una aportación que le deberíamos siempre a la Nouvelle Vague, aunque de hecho no facilitase mucho las cosas a la hora de la verdad, y que los de la Nouvelle Vague se la debían al Neorrealismo italiano.


3
Aquí no se pudo escribir mucho sobre ella. Las noticias nos llegaban más o menos puntualmente a través de los comentarios periodísticos, pero no germinó un discurso específico en torno al movimiento en su conjunto hasta pasado algún tiempo. La mayoría de las opiniones especializadas en el cine por aquellos años, salvo honrosas excepciones y méritos ocasionales, hoy pueden verse como un continuo lamento, una comprensible impostura o una reconocida imposibilidad.

No podía ser de otra manera. Las películas tardaron en llegar, y cuando llegaron solo lo hicieron unas pocas, las más aplaudidas internacionalmente.

Las ediciones Rialp, S.A. publicó, en 1962, la traducción del libro de Jacques Siclier La Nouvelle Vague? que, curiosamente, apareció sin la interrogación de su título original. Y tres años más tarde, en 1965, cuando ya había perdido su impronta febril, había dejado de ser una realidad para muchos de sus miembros y, desde luego, la efervescente “etapa fundacional” era ya pequeña historia de Francia. La Filmoteca Nacional, dirigida a la sazón por el conspicuo Carlos Fernández Cuenca, publicó un opúsculo titulado Testimonios de la Nouvelle Vague, en el que se recogían sumariamente datos cronológicos, bibliografía y fichas técnicas seguidas de su correspondiente argumento, de las cinco películas que habían configurado un minúsculo ciclo de presentación bajo el epígrafe “cinco obras representativas”: A doublé tour, A bout de soufflé, Lola, Zazie dans le metro y Jules et Jim, de Chabrol, Godard, Demy, Malle y Truffaut respectivamente. En líneas generales, junto a notas de prensa y opiniones críticas al socaire de títulos concretos, estos dos pequeños volúmenes, si la memoria no me traiciona, agotan el acercamiento informativo a un fenómeno cuya significación e influencia se había extendido a todo el mundo, y muy particularmente a los países de la Europa Central.

Conviene recordar que en el año 1965 se celebró por primera vez el festival de Pésaro; es el año en el que comienzan a vislumbrarse los primeros síntomas prestigiosos de un “nuevo cine alemán”; en Italia ruedan sus primeras películas Bertolucci y Bellochio, cuya conexión con la nouvelle vague admite pocas dudas; en Hungría, Miklos Jancso realizaba su segundo largometraje, el primero lo había realizado el año anterior; en Checoslovaquia… En fin, en toda Europa se buscaba afanosamente un cine distinto. Mientras en España, a pesar de que el llamado Nuevo Cine Español, estaba en marcha, las cosas iban más despacio.

Ni siquiera las revistas especializadas, ahora establecidas y con vida bastante intensa, podían abordar con garantías todas las implicaciones que suponían para el desarrollo del cine aquellas películas de las que tanto se oía hablar en el extranjero. Por esas fechas se empezó a escribir aquí con gran cautela, como si del faro lejano que se columbraba no llegase más que un indirecto y mediatizado destello de luz equívoca, a la vez vivaz y sombría, que más que alumbrar cegase [...]


Fragmento inicial de un texto para Els Quaderns de La Mostra, de Valencia, publicado en el número 3, de 1984. Se trata de un texto a modo de prólogo para un diccionario titulado Cien nombres para una Nueva Ola. Fueron dos textos los introductorios, uno de Pierre Kast: La Nueva Ola; y el segundo, el mío, titulado París no nos pertenece, que recupero aquí.




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1.3.23

III. "AL HILO DEL ORIGEN. CRÍTICAS, RESEÑAS, PRÓLOGOS... Y OTROS TEXTOS", Manuel Vidal Estévez, Valencia: Shangrila, 2023



FRANCISCO LLINÁS: IN MEMORIAM

Francisco Llinás



Supe de su muerte por el periódico. De golpe acudieron a mi memoria multitud de momentos pasados. 

 No queda ya nada, nada, de aquel tiempo. Francisco Llinás, Paco, y yo hablamos mucho entonces. Hablamos sobre todo de cine, muy especialmente de cine español, pero también de literatura, y, cómo no, de política. Soñábamos. No sin cierto pudor, por supuesto. Pero nos dejábamos ir tras las palabras. Era, al fin y al cabo, el único modo de mostrarnos nuestra alianza contra lo que detestábamos, y también de ponernos en continuidad con los que considerábamos nuestros referentes preferidos. Recuerdo, por ejemplo, nuestras charlas sobre los cineastas franceses de la Nouvelle Vague, a quienes veíamos como nuestros hermanos mayores. Ellos habían empezado primero hablando mucho de las películas que veían para escribir luego sobre ellas y por último asumir con libertad y alegría la realización de las suyas. Constatábamos una evidencia: aquí nos faltaba la libertad. Lo que nos impedía, claro, la alegría. Sabíamos que sin una y otra era mucho más difícil actuar, hacer lo que deseábamos hacer. Pero queríamos intentarlo. Pese a todo. Ellos, los franceses, además, habían señalado algunos de los cineastas americanos que a nosotros nos ocupaban de vez en cuando, al albur del estreno, por lo general a destiempo y en ocasiones deformadas por la censura, de alguna de sus películas. Maldecíamos nuestra circunstancia. Pero, pese a todo, queríamos salvarla. Soñábamos, ya digo.

Francisco Llinás, Paco, había nacido en Palma de Mallorca en 1945. Pero cuando nos conocimos, creo que fue en 1969, hacía ya tiempo que vivía en Madrid. Su debut como cineasta fue en 1970, con un desgarrado y sin embargo jocoso cortometraje, que no era sino un grito contra el franquismo: Abrir las puertas del mar, título suficientemente indicativo. Ese mismo año intervino como actor en El desastre de Annual, primer largometraje de Ricardo Franco, una de las películas inaugurales de un cine independiente español de perra gorda y abierta socarronería. 

Con anterioridad había ejercido la crítica cinematográfica. Tras su iniciación en el Diario de Mallorca, sus colaboraciones en Nuestro cine comenzaron, si no me equivoco, en 1968. En esta, sus escritos prolongaban, por supuesto, las coordenadas más valiosas de la publicación. Pero al mismo tiempo cuestionaba sin ambages aquellas meteduras de pata en las que la susodicha revista había incurrido. Por ejemplo, distaba mucho de considerar fascistas a cineastas como John Ford o Samuel Fuller. Comprendía que la circunstancia cegase, pero no hasta ese punto. 

Precisamente, a partir de estos cineastas, nosotros evocábamos no solo a otros directores que nos interesaban, sino también los clamorosos debates que se habían producido años atrás en Francia. No hacía mucho que habíamos podido ver en el cine Callao una mítica película, Ciudadano Kane, estrenada en nuestro país veintitantos años más tarde de lo debido. Y nos recreábamos en recordar lo que André Bazin había dicho contra Jean-Paul Sartre. Anhelábamos viajar a París para encontrar los textos originales de la polémica de la que aquí apenas si teníamos ecos. Lo mismo nos sucedía con el caso de Samuel Fuller. Aprendices de casi todo nos burlábamos de Georges Sadoul, su recalcitrante estalinismo y su aún mayor sectarismo crítico. Lo mismo nos sucedía al calibrar los ecos que nos llegaban de un artículo titulado A bas Ford ¡vive Wyler!, publicado en L´Écran français, una revista de la que apenas habíamos oído hablar pero que sabíamos controlada férreamente por el PC francés. Pese a ignorar casi todo a este respecto, intuíamos que lo que allí estaba en juego era la tensión entre la forma y el fondo, como se decía entonces. Nosotros apreciábamos la forma, claro, pero en nuestras circunstancias concretas nos parecía que el fondo era también importante, además de necesario. Menos mal que en 1966 se había publicado en nuestro país el libro ¿Qué es el cine?, de André Bazin. Podíamos, por lo tanto, no solo comprender sino también compartir lo que Bazin decía de William Wyler. Pero de ahí a descalificar a Ford o a Fuller, había un trecho absolutamente insalvable. Recuerdo asimismo una entrevista con Roberto Rossellini en la que Francisco Llinás, Paco, junto con Miguel Marías y, si la memoria no me traiciona, Antonio Drove y Jos Oliver, hablaban no solo de las películas del maestro italiano sino también de la Nouvelle Vague, de Pier Paolo Pasolini y del marxismo. Le interesaba, y mucho, lo que se ha dado en llamar “modernidad cinematográfica”.

Francisco Llinás, Paco, no pudo desplegar su actividad como cineasta en otros logros. Sin duda por carecer de la voluntad por imponerse, algo bastante común, a saber por qué, entre los miembros de nuestra generación. No se negó nunca, sin embargo, a colaborar como actor cuantas veces se lo propusieron. En 1973 intervino en El espanto que surge de la tumba, de Carlos Aured. Y poco tiempo después, Luciano Berriatúa nos reunió en la más recóndita de las películas filmadas en 16 mm., por aquel entonces: El ojo de la noche; una historia medieval que Luciano rodó con insólita energía, en la que participamos buena parte de los cinéfilos madrileños del momento, y cuyas imágenes, curiosamente, ninguno hemos conseguido ver proyectadas sobre una pantalla. Recuerdo a Francisco Llinás, Paco, vestido con el hábito de monje, haciendo de portero de un convento al que yo, felón de la historia, llegaba en compañía de un ricachón, aquejado de una úlcera de estómago, y su bella esposa, a la que, claro, quería beneficiarme, por lo que aplazaba continuamente el encuentro con el médico que afanosamente requería el enfermo. Tiempo después, Francisco Llinás, Paco, intervendría en otros títulos, tales como Tú estás loco Briones (1980), de Javier Maqua, y Nacional III (1982), de Luis García Berlanga. 

 Pero lo que realmente le interesaba a Francisco Llinás, Paco, y en lo que puso todo su empeño, fue en la escritura sobre cine. Al fin y al cabo, sabía, sabíamos, que Godard había dicho que escribir sobre cine era también una forma de hacerlo. Y después de todo, no era una mala manera de salvar nuestra menesterosa circunstancia. 

Entre 1973 y 1976 Francisco Llinás, Paco, formó parte del colectivo Marta Hernández. Con cuya firma publicó textos en muy diferentes publicaciones: Cambio 16, Destino, Doblón, Posible, Ciudadano, y alguna más. Eran, por lo general, semanarios surgidos al calor de las euforias democráticas y que acogían, a veces no sin reticencias y salvaguardas, unas intervenciones que, cuando menos, interpelaban de hoz y coz al trapacero funcionamiento del cine español. Nadie medianamente informado de los avatares de la crítica cinematográfica en nuestro país ignorará los que supuso la irrupción de Marta Hernández en el yermo y pusilánime panorama teorético-político de la época. Ni tampoco ignorará las conclusiones que se pueden obtener de su pronta desaparición. Francisco Llinás, Paco, participó tanto de sus propósitos como de sus coordenadas políticas; también de sus tensiones y miserias. A mi regreso de París, en donde vivía yo desde 1972, supe de todo ello en mis conversaciones con Paco y otros miembros fundadores del colectivo. La memoria tiene ciertas resistencias a evocar un pasado que se quiso a sí mismo embrión de futuro y solo produjo, ahora se hace palmario, melancolía. Me parece que por aquellas fechas empezamos a sospechar que el futuro no iba a ser ni mucho menos lo que pocos años atrás soñábamos.

En 1978 colaboró en tres de los cuatro números que se publicaron de una nueva revista, impulsada por Doménec Font: La mirada. Fue un primer intento para aglutinar a los miembros de una generación que, interesados por el cine, compartían idénticas inquietudes políticas, pero que carecían de un espacio abierto a sus búsquedas. Pese a su corta existencia, sus colaboraciones en La mirada permiten asegurar que a Francisco Llinás, Paco, le gustaba diferenciar entre hecho cinematográfico y hecho fílmico. Para él, la crítica cinematográfica no se reducía solo a la mera reseña o análisis de películas concretas, sino que abarcaba también al comentario sobre hechos cinematográficos más generales, lo que por aquel entonces se denominaba “aparato cinematográfico”. Asimismo creía que la crítica cinematográfica se enriquecía con la utilización de modelos teóricos originados en otras disciplinas. A su juicio, la lingüística, la sociología, la semiología, el psicoanálisis o a la economía política, propiciaban herramientas que permitían ahondar en el fenómeno cinematográfico. Pero creía, no obstante, que el hecho fílmico tenía en sí mismo suficiente consistencia estética como para que su estudio se desplegara mayormente a partir de sus propias características. El suelo sobre el que se alzaban sus cogitaciones lo componían André Bazin, Bela Balazs, Jean Mitry o Noël Burch. No tanto, ni muchísimo menos, Christiam Metz. Así lo confesó él mismo en sus respuestas a la encuesta a los críticos que se publicó en la Revista de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, en 1985. En La mirada, escribió acerca de la alternativa cinematográfica del PSOE, o sobre la necesaria Ley de cine, con la misma intensidad que sobre Made In Usa (1966), de Jean-Luc Godard.

Por esas fechas, más o menos, coincidimos en un micro grupúsculo en el que elaboramos un boletín llamado Asamblea. Con él intentamos intervenir específicamente en el sector del cine, pero sin olvidar hacerlo también sobre aquellos acontecimientos decisivos de la vida política de nuestro país. Editábamos el boletín con una vietnamita que guardaba en mi casa y atornillábamos en uno de los bordes de la mesa de mi habitación. Muy a menudo nos encontrábamos Francisco Llinás, Paco, y yo, junto con otros compañeros, allí, en la calle López de Hoyos donde yo vivía por entonces, para, sencillamente, charlar y comentar lo que nos apetecía. ¡¿Qué habrá sido de los ejemplares de Asamblea que yo guardé?¡ ¿En qué recóndito rincón de mi biblioteca estarán? ¿En qué polvorienta carpeta? No fueron más de cuatro números los que conseguimos editar, pero en ellos estarán algunas de las huellas que imprimimos al calor político de la famosa transición a la democracia, por decirlo con la fórmula acuñada. 

Francisco Llinás, Paco, no se arredraba nunca. Así que, perseveraba siempre con una tenacidad admirable en salvar la circunstancia. Con el escaso dinero que había recibido de una modesta herencia, decidió fundar una revista de cine. Especializada, claro, para más señas. Su nombre: Contracampo. Una revista que sin duda representa la experiencia más importante y decisiva que Francisco Llinás, Paco, acometió en su vida. Y con él todos los que colaboramos en ella. En Contracampo pudimos satisfacer algunas de aquellas fantasías que conjeturábamos tiempo atrás. Como es sabido, muchos de sus textos llevan la firma de Ignasi Bosch. Juntos, Ignasi Bosch, Paco, y yo, entrevistamos a Jean-Luc Godard, de quien tanto habíamos hablado con anterioridad, sin apenas haber podido ahondar en todas sus películas. Aquí, pese al tiempo ya transcurrido, la memoria se encabrita todavía contra quienes hicieron todo lo posible por negarla, asfixiarla y hacerla desaparecer. Porque en Contracampo se trataba de reivindicar algunas de las cosas que permanecían olvidadas por un discurso sobre el cine anclado todavía en el más recalcitrante impresionismo cuando no pura y simplemente en la más estéril inanidad. Quiero referirme por lo menos a dos de esas cosas o coordenadas. La primera, una reivindicación de algunas zonas del cine español que permanecían ensombrecidas por los tópicos dominantes, entre los que se contaba un, permítaseme el vocablo, “sadoulismo” de tres al cuarto, cuando no por una indiferencia aterradora. Y la segunda, desplegar, mal que bien, entre nosotros, como buenamente pudiéramos, los desarrollos teóricos que se habían alcanzado fuera de nuestras fronteras y que aquí pareciera que solo olían a azufre y era mejor ignorarlos. Recuerdo muy bien como Francisco Llinás, Paco, hacía uso de su socarronería contra quien había accedido al poder del cine en 1982 y le negaba cualquier ayuda sin ni siquiera atender a sus reiteradas llamadas telefónicas. Tales son los hechos, los hechos históricos. Hechos que no encontrará usted en un libro de Historia, pero historia indudable pese a todo. Por mucho que hiciéramos quienes arrimábamos el hombro para proseguir con el proyecto, no podíamos hacer más de lo que hacíamos. Las letras de cambio circulaban. Las energías flaqueaban. Las contradicciones se agudizaban. Las tensiones afloraban. Lo siniestro estallaba. Y Francisco Llinás, Paco, no tuvo más remedio que apagar las luces y echar el cierre. La ruina ya no daba más de sí. La experiencia lo desencantó. El futuro se oscurecía. De hecho, ya había dejado de existir. Corría el año 1987. Aunque, a decir verdad, ya desde 1984 era una revista distinta a la que había sido a partir de 1979. Los personalismos contribuyeron lo suyo a darle la puntilla. Antes de cambiar de tercio, Francisco Llinás, Paco, publicó una breve pero imprescindible antología: Cortometraje independiente español (1969-1975); probablemente el libro que mejor testimonia las búsquedas e inquietudes de toda una generación de cineastas que hicieron del corto de ficción una curiosa novedad.  

En 1995, con motivo de las celebraciones que se acometieron en nuestro país acerca del Centenario del cine, Francisco Llinás, Paco, y yo, escribimos un guion para hacer un documental. Su título: Travesía. Una historia del cine español. Lo escribimos con no poca euforia. Pensábamos realizarlo al alimón. Siempre y cuando, claro, obtuviéramos el apoyo financiero del Ministerio de Cultura. No disponíamos de recursos para llevarlo a cabo por nuestra cuenta. Y, además, el Ministerio había instrumentado diferentes ayudas con motivo del internacional acontecimiento. Como de costumbre nos sobró optimismo. Y también lucidez. Intuíamos lo que bien podría suceder: que si nos habían negado el pan, también nos negarían la sal. En efecto, así fue. Nos negaron la subvención. He sacado el guion de la carpeta en la que lo conservo. Lo tengo ante mí. Lo miro. Lo hojeo. Me digo que casi mejor no haberlo realizado. Hacerlo nos habría impedido ver muchas películas que nos gustaban de verdad para volver a ver otras tantas que si bien respetábamos mucho no nos gustaban tanto. Ahora la memoria no produce melancolía, ni nada que se le parezca. Todo lo contrario. Se recrea en la grandeza mítica de la exclusión, o del fracaso si se prefiere. Sabíamos de sobra lo que Pierrot clamaba: “Nous sommes fait de rêves et les rêves son fait de nous”. Nos lo habíamos recordado infinidad de veces.

 Aún tuvimos otra ocasión de colaborar. En 1996, Francisco Llinás, Paco, recibió del director del Festival de Cine de San Sebastián el encargo de elaborar un libro sobre Eloy de la Iglesia, a quien el susodicho director del festival quería rendirle un homenaje. Independientemente de otras posibles colaboraciones, el cuerpo central del libro habría de consistir en una amplia entrevista elaborada entre dos personas. Así me lo contó por teléfono Francisco Llinás, Paco. Como también me contó que había pronunciado mi nombre para, junto con él, llevar a cabo la entrevista, y que el susodicho director del festival le había contestado ipso facto que ni hablar, que yo, ni hablar. “¿Qué le había hecho yo al susodicho director del festival? –me preguntó”. “¿¡Yo¡? –respondí– ¡¿Qué qué le he hecho yo al tal susodicho director?¡ ¿Tú que crees, querido Paco? ¿Crees que hace falta hacerle algo a ese alguien para que te vete? Sabes de sobra que yo no he hecho nada a nadie, y menos al tal individuo, con quien apenas he cruzado cuatro palabras desde finales de los sesenta, cuando él, como sabes, dirigía el cine-club Jaasa y yo colaboraba con el cine-club Silma. Así que, como suele decirse, tú mismo; tienes todos los datos y me conoces lo suficiente para inferir si yo he podido o no hacerle algo al tal susodicho director del festival. Te diré –añadí– que ya el año pasado, con motivo de la publicación del libro sobre Gregori La Cava, supe de la estratagema a la que se vio obligado su coordinador para burlar el veto que intuía se podría producir en mi caso, tal y como pudo comprobar cuando entregó los textos de los autores a los que había invitado a escribir. ¿Qué quieres, pues, que yo te diga? Pregúntale al susodicho director por sus razones. Al fin y al cabo eres de él mucho más amigo que yo”. “Muy bien –me respondió-, veré a ver qué me dice. Te vuelvo a llamar cuando lo sepa”. Francisco Llinás, Paco, me volvió a telefonear, en efecto, días más tarde. Acostumbraba a cumplir su palabra. Y me dijo que el susodicho director retiraba su veto y que podíamos preparar juntos la entrevista con Eloy de la Iglesia. Pero, entonces, fui yo quien dije que no, que yo no tenía interés en hacer lo que se le antojase al veleidoso susodicho director. Francisco Llinás, Paco, lo comprendió. Y nos despedimos tan amigos. El libro se publicó. La entrevista la firmó con Carlos Aguilar. Disfruté lo mío pasando de contribuir a la entrevista con Eloy de la Iglesia. Ahora, sin embargo, lamento no haberlo hecho. Pero solo porque habría sido una excelente huella testimonial de nuestra amistad. Lo siento, Paco. Nunca, por lo demás, se te escapó que sustraerme al cainismo de este país ha sido siempre una de las máximas para conducir mi comportamiento, una de las extensiones de, sin necesidad de ser kantiano, mi imperativo categórico.

Ni que decir tiene que Francisco Llinás, Paco, no necesitaba a nadie, y menos a mí, para hacer un libro, con entrevista o sin ella, sobre Eloy de la Iglesia. Lo demuestran de sobra sus títulos publicados: El cadáver del tiempo (El collage como trasmisión narrativa / ideológica), escrito en 1976 junto a Javier Maqua, y con prólogo de Julio Pérez Perucha; José Antonio Nieves Conde. El oficio del cineasta; y Ladislao Vajda, el húngaro errante, editados ambos por la Semana Internacional de Cine de Valladolid de 1995 y 1997 respectivamente; así como todas sus colaboraciones en libros colectivos, ya fuesen coordinados por él, como Cuatro años de cine español (1983-86), editado por el Imagfic; Directores de fotografía del cine español (1990); Fernando Fernán-Gómez. El hombre que quiso ser Jackie Cooper (1993, este en colaboración con Jesús Angulo), o no, como Entre el documental y la ficción. El cine de Imanol Uribe (1994); así como sus textos incluidos en Contracampo. Ensayos sobre teoría e historia del cine, (2007), la antología que recoge algunos textos publicados en Contracampo, elaborada por Jenaro Talens y Santos Zunzunegui. Su manera de tratar el hecho fílmico se pone de manifiesto con bastante claridad además en textos como Cuestiones de economía, sobre una secuencia de The Big Combo (Agente especial, 1955), de Joseph H. Lewis, y publicado en El análisis cinematográfico, libro coordinado por Jesús G. Requena y editado por Editorial Complutense, S.A. A Francisco Llinás, Paco, le gustaban los planos secuencia, y algunos de los planos secuencia de esta película le fascinaban. A mí también. Me atrevo a afirmar que este era el tipo de cine que, de habérselo propuesto, habría realizado con gusto. Un cine sencillo, barato, apoyado en un excelente guion y con una puesta en escena muy estilizada. También en su texto Sistema de La golfa, sobre la película de Jean Renoir titulada La Chienne (1931) nos señala sus preferencias. Son solo un par de ejemplos, que bien podrían ampliarse.

   Por si todo ello fuera poco, Francisco Llinás, Paco, tuvo un día la idea de montar una pequeña empresa para publicar aquellos libros de cine que él quería ver publicados y no veía a nadie dispuesto a hacerlo. Creó, en 199O, la editorial Verdoux. Su finalidad no era publicarse a sí mismo, sino publicar a otros, haciendo hincapié en aspectos más o menos recónditos del cine de Hollywood, en estudios sobre cine latinoamericano, o en arduas investigaciones con muy pocas posibilidades de encontrar otro espacio que las acogiese. Dio a conocer así títulos tales como Diez años de nuevo cine latinoamericano, (1990), de Teresa Toledo; Sombras de Weimar (Contribución a la historia del cine alemán 1918-1933), (1990) de Vicente Sánchez Biosca; Hollywood: el sistema de estudios (1991), de Douglas Gomery, o El cine español en sus intérpretes (1901-1991), (1992) de Jaume Genover y Carlos Aguilar.

No es fácil, desde luego, dar cuenta cabal de las traducciones en las que Francisco Llinás, Paco, puso todo su empeño para prolongar su pasión por el cine y poder vivir sin renunciar ni un ápice a ella. Pero basta con citar un libro traducido por él para dar a entender cómo entendía la tarea del traductor y cuáles eran sus preferencias teóricas. Este libro no es otro que El tragaluz del infinito. Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico, de Noël Burch. Probablemente, si exceptuamos El cine según Hitchcock, de François Truffaut, no hay otro libro hoy en día más citado y solicitado por los estudiantes de cine. A él tenemos por lo menos que añadir la traducción para la editorial Fundamentos en 1974 de Jerry Lewis, una monografía escrita por Noël Simsolo. Basten estos dos ejemplos para recordar una tarea que le gustaba, y que procuraba hacer con el mismo rigor con el que escribía sobre las películas.

Francisco Llinás, Paco, es parte de mi pasado. Creo, quiero pensar, que lo es de todos los que hicimos Contracampo. La posibilidad de hacerlo se la debemos a él. Fue una gran apuesta. Me parece que tenemos que reconocérselo. Y tengo la impresión de que no supimos decírselo en vida. Acaso porque no comprendimos bien que hay que destruir ilusiones para cambiar las circunstancias que requieren de ilusiones. Francisco Llinás, Paco, murió el 21 de febrero de 2011. Lo supe por el periódico. Los demás esperamos nuestro turno. No seremos jóvenes nunca más. Lo sabemos de sobra. Él vio como otros morían. Nosotros hemos visto como él ha muerto. Habrá quienes vean cómo morimos nosotros. Así es la vida. El pasado, hoy, ya no es nada. El futuro tampoco. El porvenir no es ni mucho menos largo. Lo siento por Althusser. Lo sabemos de sobra: no hay porvenir. Solo hay por llegar. La muerte. Pero alguien me ha recordado lo que dijo el clásico: Nada es la muerte, en nada nos afecta. Cierto. La propia, va de suyo. La de los otros, sin embargo, siempre resulta incomprensible, absurda. ¡Cómo no, la de  Francisco Llinás, Paco! 


Texto publicado en la revista Secuencias, número 33, abril de 2011.





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