Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta Clint Eastwood. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Clint Eastwood. Mostrar todas las entradas

1.3.15

EL FANTASCOPIO: "EL FRANCOTIRADOR" ("AMERICAN SNIPER", CLINT EASTWOOD, 2014)



EL FRANCOTIRADOR 
(AMERICAN SNIPER, CLINT EASTWOOD, 2014)

EL FRANCOTIRADOR EN EL CENTENO


POR MARIEL MANRIQUE



Hay un instante epifánico en The Catcher in the Rye (la novela publicada en 1951 que J. D. Salinger regaló a Holden Caulfield), en el que Holden sabe lo que quisiera hacer durante el resto de su vida: ser un catcher in the rye, esto es, un atrapa-niños que, oculto en un campo de centeno al borde de un precipicio, sale en auxilio de los niños que se acercan al borde y los recoge para impedir que caigan, como el catcher que se lanza a correr para atrapar la pelota en un partido de béisbol. En el estadio del mundo, Holden no quiere ser un pitcher (un bateador, el héroe a la vista de la multitud que lanza las pelotas) sino un modesto catcher atento en su guarida. Del otro lado del precipicio se alza el mundo adulto, como una máquina impiadosa que abre sus fauces mecánicas y se come a los niños y devuelve a la superficie esa cosa insoportable que son los mayores. “Phony”, todo allí es tan “phony” en la vida de los que han crecido, repite Holden una y otra vez, con una furia indeclinable que es en realidad una tristeza que no tiene cura; tan hipócrita, tan falso, tan ridículamente mentiroso.

Ninguna traducción al español puede hacer justicia al título del libro que Salinger ofrendó a Holden, esa definición perfecta de la vocación imposible de un adolescente en tránsito hacia un mundo en el que no debiera caer, si tan solo hubiera un catcher oculto en el centeno que pudiera atraparlo en el aire y ponerlo a salvo. Un catcher no es un cazador ni es un guardián: es un deportista profesional entrenado en el arte de recoger pelotas, que en la visión epifánica de Holden se lanza a correr y rescata niños. Los rescata del martirio de una vida “phony”.

American Sniper, la película que Clint Eastwood regaló a Christopher Scott Kyle, el legendario Navy Seal que en cuatro incursiones a Irak rompió el récord de bajas enemigas en calidad de francotirador, bien podría llamarse The Sniper in the Rye. Chris Kyle, un niño nacido y criado en Texas, que va de cowboy a marine sin escalas, tiene un don y una tarea auto-impuesta, conforme la ética paterna simplista e irrefutable que divide el mundo en lobos, corderos y perros pastores. El don es su infalible puntería de niño cazador que derrumba un alce sin que le tiemble el pulso. La tarea (que asume el rango de misión y coloca a Chris en la senda del héroe americano) es ser un perro pastor que protege a sus corderos. El credo Seal exige que ningún compañero sea dejado atrás y, para cubrir la espalda de sus compañeros, Chris carga su rifle, su don, como una cruz. Están tendidas ya las líneas de la narración clásica, que conduce al héroe investido de su misión y en ejercicio de su don al sacrificio, en un círculo cerrado y resuelto de antemano por los dioses.

La guerra, que obsesionó a Salinger aunque nunca la nombrara y es el bajo continuo de toda su obra (especialmente, la saga de la familia Glass), es el campo de centeno de Chris Kyle, un campo de entrenamiento y de combate que es la prolongación natural de su don y su misión protectora de perro pastor de sus soldados. En un mundo en guerra, un mundo donde se ha perdido la inocencia y el campo de centeno se tiñó de sangre, la epifanía irrealizable del catcher que soñó para sí mismo Holden Caulfield muta en la trayectoria organizada del sniper en el que se convierte Chris Kyle, perpetuamente condenado (como el catcher de Holden) a la soledad de su posición horizontal de sigilo. Que en la película de Eastwood es un Bradley Cooper un poco excedido de peso y bastante corto de palabras que nunca daría el look de héroe de póster, un redneck a los tumbos en la doma de potros y un desperdicio de talento en los rodeos y los ranchos, que toma cerveza y se enamora de la chica lista del bar hasta que el 11-S hace que don y misión se imbriquen y otorguen, a su vida, un sentido, estabilizado, cristalizado y llevado al límite por la disciplina militar: es el sentido trágico de la existencia del héroe clásico, que Eastwood ha declinado sin cesar en toda su filmografía. 


El Holden Caulfield de Salinger no tiene ningún talento en especial excepto una hipersensibilidad que le permite ver más allá de lo evidente y hacerse preguntas que no tienen respuesta; sabe que su ambición de catcher es una “locura” irrealizable y su historia se abre y se cierra en lo que presumimos es una clínica psiquiátrica. Chris Kyle tiene un talento hiperentrenado en una institución que al darle un sentido le está dando respuestas, pero perturba y desajusta progresivamente su sensibilidad, hasta sembrar un infierno en su cabeza. “Fuimos los sacrificados”, podrían decir ambos, parafraseando el título de aquel filme de John Ford. Pocas veces se han visto en esta vida dos chicos americanos tan pero tan tristes. La tristeza de Holden me invadía por oleadas mientras lo leía; la de Chris es una operación alquímica que Bradley Cooper derrama en sus ojos; claros, límpidos y tomados, irreversiblemente, por la conciencia dolorosa de lo que está haciendo, de lo que no puede negarse a hacer.  

Esa conciencia del personaje, bajo la forma de un ojo pegado a la mira telescópica de un rifle, con el cuerpo tendido boca abajo, es el núcleo del filme. Kyle no es un adicto a la adrenalina del disparo, sino un soldado voluntariamente sometido a una responsabilidad que lo destroza, lo aliena y lo secuestra de su mundo “doméstico”. Él no inicia la guerra; cuando la guerra estalla, alguien tiene que proteger a los corderos (el cordero es el resto de su regimiento y, por extensión, la patria). Alguien tiene que hacer esa tarea. He aquí la desesperante ambivalencia del cine de Eastwood, que no es oda patriótica ni panfleto antibélico, o es esas dos cosas al mismo tiempo.

Eastwood lidia de entrada con la enormidad monstruosa de la tarea del sniper: implica la eliminación de todo objetivo peligroso, incluidos niños que porten, por ejemplo, granadas anti-tanques. Un sniper no solo no recoge y salva niños del mundo adulto (como el catcher de Salinger); los liquida y les proscribe para siempre ese mundo, según la lógica bélica de su especialidad, anclada (como cualquier estrategia de guerra) en un “nosotros” y “ellos” en conflicto: “te disparo desde mi guarida, para que no dispares a quienes debo proteger”. Ya en la secuencia inicial, Chris está en el último círculo del infierno. Para contar cómo llegó hasta allí, a Eastwood le basta un falso raccord y un flashback con la tragedia in nuce: el niño cazador sometido en la mesa y en la iglesia al mandato del Padre: “cuidarás a tu hermano menor” (y honrarás la tradición de Texas). En minutos, Eastwood recorre y disecciona bibliotecas enteras consagradas a la construcción psicológica y social del individuo. Si las escuelas sirven para algo, en todas las escuelas debiera haber películas.




¿Para qué sirve una película?, me pregunto, además de para ahorrarse horas de pedagogía impresa. ¿Qué suma la ficción al registro documental de lo real? ¿Para qué filma Eastwood la biografía de Chris Kyle, que el propio Chris ya había dejado (inconclusa) por escrito? Para sumar, a mi punto de vista, su propio punto de vista y el punto de mira del rifle de Chris Kyle (un personaje no mira jamás completamente hacia donde el director decide que mire -algo se rebela, se resiste, se escapa), mientras mi propia mirada lee y decodifica, atravesada por mi experiencia personal, esas dos miradas simultáneas. Para aguzar y concentrar mi mirada en la gesta de un único hombre, desplazando al fuera de campo el ajedrez geopolítico y el marketing y el comercio de la guerra. Veo a Chris Kyle sin los hilos de los titiriteros, por quienes es usado y abusado (pero eso no es materia de este filme, sino del díptico de Eastwood sobre la batalla de Iwo Jima). Comprendo entonces que, en un marco general podrido desde el minuto cero, alguien puede darle un sentido, individual, a sus acciones (sostener la cabeza del compañero agonizante, pedirle que respire, asegurarle que no morirá). Asumo que comprender me hace más libre y que la libertad debiera consistir en el rechazo de todo tipo de control (léase: de liderazgo, de magisterio, de creencia que me obligue a obedecer). Precio de la aventura (vulgarmente conocida como “emancipación humana”): una aterradora soledad, un vértigo, una necesidad intermitente de cerrar los ojos. Precio de ver: que lo visto sea insoportable (importancia, en términos de supervivencia y en dosis estratégicas, del denominado “cine de evasión”).


Pero ahora estoy a solas con Chris Kyle en el país de las tormentas de arena, donde le han puesto precio a su cabeza y es el diablo (el “al-Shaitan”) de Ramadí. La vida en colores se reduce, los colores se reducen aún en la vida en colores de los regresos temporarios a casa. Nunca se sale del todo del país de las tormentas de arena. A solas es un modo decir: a todos nos espera nuestra némesis. A Kyle le brota Mustafá, ex tirador del equipo olímpico sirio; su doppelgänger, el Kyle del enemigo. Es un cara a cara en el que jamás se verán las caras, porque continuamente se miden, de azotea a azotea, entre ropas tendidas en las cuerdas de casas derruidas, a distancias insólitas. La secuencia del enfrentamiento final entre esa moneda de dos caras separadas al máximo posible es un prodigio técnico en el que Eastwood traslada el duelo del western en las calles polvorientas del Far West al duelo de los tiradores invisibles en las terrazas de Irak. Todo retorna en el cine, empuja desde abajo y desde atrás, hace fisura y aflora, desarticula la periodización. 


Chris vuelve definitivamente a casa para ejercer su rol con blancos de metal y mutilados de guerra. Es una forma desplazada de apuntar, disparar y proteger a los veteranos que ya no pueden estar de pie. Es la continuidad del don y la misión, reformulada por recomendación psiquiátrica. “Yo había tenido mi guerra. Yo debería haber sido el que resultara herido. Yo debería haber sido quien quedara ciego”, escribe Chris en su biografía. “El recuerdo de perder a mis muchachos arde… Es una herida tan profunda y tan fresca como si las balas entrasen en mi carne en este momento”. En la película dirá frente al psiquiatra: “No me duelen aquellos que maté. Me duelen los que perdí porque no pude protegerlos”. Mientras tanto, escucha el ruido arrasador de los combates con el televisor apagado y convive con una pistola, sin haber podido siquiera empezar a convivir con su mujer y sus hijos (con la vitalidad y la frescura de Taya Kyle, que en el filme es la de Sienna Miller, con su runrún -¿su mudo ronroneo?- de inquietante lucidez).

La ficción pone en foco lo real y a veces lo real irrumpe para astillar ese foco y obligar a la ficción a un rápido reacomodamiento. Para ese desbaratamiento del rodaje que fue la muerte imprevista de Chris Kyle (en suelo patrio y a manos de un protegido, desquiciado por el acto de ver), Eastwood eligió la elipsis, el fundido a negro y el recurso al documental, con un montaje de imágenes de archivo de la despedida al héroe en el estadio de los Dallas Cowboys en Arlington, Texas. Esa salida y clausura de guion no podía ficcionalizarse, no porque la muerte sea irrepresentable ni porque Chris Kyle hubiera pasado brutalmente al fuera de campo literal, sino porque lo que importaba ahora era mostrar lo que quedaba. Lo que quedaba del don y la misión, el héroe y el sacrificio. Quedaban banderas y gente arremolinada al paso del ataúd y vítores y sollozos y más banderas. Es decir, nada. O todo (la ambivalencia de Eastwood, ya lo dije, es desesperante). Entiéndase “ambivalencia” como “riqueza”, o “complejidad”.  

Cada vez que volvía a casa, Chris Kyle viajaba entre ataúdes envueltos en banderas. Esa es una imagen de este mundo que Holden Caulfield no hubiera podido soportar. Ser un catcher in the rye era una locura, porque la concreción de esa epifanía era imposible. Ser un sniper in the rye es perfectamente realizable y da un sentido a la existencia.

Pero es un sentido con el que no se puede convivir. En el mundo del héroe, la muerte no solo llega más temprano: hasta que llega, es siempre más grande que la vida. 





22.7.12

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: DEL ANARQUISMO ENMASCARADO.

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER






ABRIL 2012
DEL ANARQUISMO ENMASCARADO


Se nos ha echado encima –a la fecha que escribimos– el tiempo de los premios y el panorama sigue siendo caótico: de la quema solo se salvan minifenómenos de temporada que la gente prefiere ver en sala por el impulso gregario de salir de casa, ver, emocionarse y hablarlo: el de este mes es Declaración de guerra (La guerre est declarée, Valérie Donzelli, 2011), caracterizada por esa hiperemotividad, muy parecida a la que aqueja y explica el éxito de The Artist (Michel Hazanavizius, 2011), que resulta de buen tono poner automáticamente en cuarentena. Pero quizás vaya siendo hora de reivindicar algo que hace tres décadas los discursos progresistas tenían meridianamente claro: que en el cine comercial y narrativo, de los grandes estudios y para el gran público, siempre ha habido y sigue habiendo margen para la creación inteligente. Eso es lo que procuran Criadas y señoras (The Help, Tate Taylor, 2011), el Caballo de batalla de Steven Spielberg (War Horse, 2011), la citada The Artist y, nos atravemos a añadir, pese a su etiqueta indie, Restless (Gus Van Sant, 2011) por su impecable canto a la alegría de la vida situando el punto de vista en la pulsión de muerte.


 Declaración de guerra, Valérie Donzelli, 2011

Criadas y señoras, Tate Taylor, 2011 

Caballo de batalla, Steven Spielberg, 2011 

Restless, Gus Van Sant, 2011




Pues bien, en una defensa de una visión del cine gozosa pero crítica, ni alelada ni permanentemente ceñuda, estaremos nosotros. Desde tal posición, podemos reivindicar aspectos parciales en dos títulos que los Oscars de este año acreditarán sin duda; nos referimos a Albert Nobbs (Rodrigo García, 2011) y La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011), películas que se dejan ver con agrado, con una magnífica interpretación de sus estrellas femeninas, pero que siembran aspectos dignos de reflexión: el nunca suficientemente discutido género, en el primer caso, y la estructura discursiva, en el segundo (puesto que el retrato de la Thatcher es lo peor, por su ambigüedad).


 Albert Nobbs, Rodrigo García, 2011

La dama de hierro, Phyllida Lloyd, 2011




Algo también sucede en España cuando, una por una, se estrellan tanto en la taquilla como en el frente crítico las apuestas de todas las promesas de la generación con pretensiones de autoría de los noventa: así ha ocurrido con las cuatro primeras grandes esperanzas blancas del año, ya se trate de esa La chispa de la vida (2011) de la que lo mejor que se puede decir es que se trata de una película inconfundiblemente de Álex de la Iglesia: de veras fulgurante por momentos, y desaseada y grosera sin solución de continuidad; del Silencio en la nieve de Gerardo Herrero, escandalosamente infraproducida; de Katmandú. Un espejo en el cielo (Iciar Bollain, 2011), otra vez malograda por el ubicuo guionista Paul Laverty; Lo mejor de Eva (Mariano Barroso, 2012), bien por lo que respecta a la dirección de actores, como cabía esperar del firmante de Éxtasis (1996), pero floja como thriller y técnicamente indigente (¡por momentos, qué sonido!)… En un panorama de capa caída libre, los únicos títulos nacionales que a lo tonto colean son las apuestas menores pero que se demuestran de más largo alcance que aquéllas, como Medianeras (Gustavo Taretto, 2011) u Open 24H (Carles Torras, 2011), y, en su modestia (una animación muy mejorable y una comicidad más bien siesa), las Arrugas de Paco Roca en versión de Ignacio Ferreras aguantan los tirones de la calidad y de la taquilla con dignidad.


Medianeras, Gustavo Taretto, 2011 

 Open 24H, Carles Torras, 2011

Arrugas, Paco Roca, 2011




Puede que con estos vaivenes tenga bastante que ver la supuesta descomposición interna de la industria que ha provocado la piratería: hace tiempo que circulan, a través del incontrolable tráfico de archivos entre particulares, estimulantes rarezas como Boy Wonder (Michael Morrissey, 2010); marcianadas como Notre jour viendra (Romain Gavras, 2010), que perpetra el homenaje más coherente posible al Godard más gamberro, el de Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965); éxitos de festival indie como Declaración de guerra, Redención (Tyrannosaur, Paddy Considine, 2011) –por cierto, muy por encima de la sobrevalorada Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003), con la que una comparación podría arrojar bastante luz– o Take Shelter (Jeff Nichols, 2011); los últimos films de esos cineastas europeos más o menos consolidados pero desconectados del gran público por la cobardía de las grandes distribuidoras, como This Must Be the Place (2011) de Paolo Sorrentino o El monje (Le moine, 2011) de Dominik Moll o Tres (Three, 2012) de Tom Tykwer. Pero, como bien reza el dicho popular, en el pecado llevan la penitencia: por codicia, las grandes empresas han provocado una aceleración de la tecnología que ha calado en la población en forma de culto; y el becerro de oro ha acabado por cargarse la gallina –que ha puesto un huevo, sí: el de la serpiente. Así que, aparte de esos films despreciados por insignificantes, imposibles de rentabilizar, como Kosmos (Reha Erdem, 2010), Pure (Gillies MacKinnon, 2002), The Day He Arrives (Sang-soo Hong, 2011) o We Need to Talk About Kevin (Lynne Ramsay, 2011), el usuario puede acceder sin dificultad y a coste cero a los grandes estrenos de la temporada, como War Horse, con la que su director enarbola la bandera de un cine pobre pero honrao que no tiene nada ni de una cosa ni de la otra, con toda la sensiblería del mundo, sí, pero de auténtica delicatessen, que en cine también han existido siempre las clases; Los descendientes (The Descendants, Alexander Payne, 2011), valiosa pero un tanto sobrevalorada, como todo el cine de su director; Moneyball. Rompiendo las reglas (Moneyball, Bennet Miller, 2011), que tiene en el guión su principal fuerza, lo que no es de extrañar, pues es el resultado de la suma de los talentos de Steven Zaillian y Aaron Sorkin, y está muy en la línea con La red social (The Social Network, David Fincher, 2010), del segundo; Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011), nuevo intento de desvelar los sucios entresijos de la política americana; Young Adult (Jason Reitman, 2011), que agudiza hasta extremos insoportables el ritornello de la adultescencia… Y ésas sí que le suponen un quebranto a Hollywood, al que le duele el bolsillo tanto que ha habido que tomar cartas en el asunto y cerrar Megaupload (ya se sabe: cuando el dolor del bolsillo es del que detenta el poder económico, la ley se rinde a sus pies y le construye un camino dorado; el dolor del que sufre en sus carnes los embates de la crisis, no cuenta, salvo para extraerle un poco más de su jugo).


Notre jour viendra, Romain Gavras, 2010




¿Se frenará con esta medida la implosión? Con toda modestia, somos muy escépticos a ese respecto, porque para explicar algunas cosas la denostada fórmula de las “contradicciones del sistema” sigue siendo válida: el dilema nos atañe a todos, y en conciencia queremos hacer pública nuestra postura al respecto: abominamos del prohibicionismo que, en este caso, además, se revelará inútil; pero que una red activista se arrogue la facultad de hacer recaer “toda su ira” sobre quien disiente a propósito de las leyes del copyright hiela la sangre: si estamos de veras en contra del delito de opinión hemos de empezar nosotros por respetar al prójimo; y eso, a veces, claro, cuesta mucho. Pero si cada cual se lo salta a la torera cuando estima oportuno ya no vale, es solo palabrería que enmascara la misma intolerancia que la del fascismo. No ser respetados por quien tiene la sartén y el mango, no implica ni justifica que una ética del que se siente víctima de terrorismo de Estado se vengue vulnerando la intimidad de los individuos.


Como estimamos que los ecos de este caso, y las posibilidades y los peligros de las más heterodoxas puestas al día del ideario anarquista que se están haciendo con el concurso de las nuevas tecnologías, son una de las cuestiones sociopolíticas más relevantes que sobrevuelan el cine actual –y ahí está para demostrarlo esa El invitado (Safe House, Daniel Espinosa, 2011) que nada tiene que ver con el Guest de José Luis Guerin (2010), y en la que lo mejor es la descripción de Ryan Reynolds como un “varón blanco de complexión media” (¡!); el resto ya lo habíamos visto cien veces, ambiguo discurso con paralelismos con Wikileaks incluido–, nos hemos decantado este mes por una aproximación doble-doble: ambos autores hemos escrito sendos textos acerca de J. Edgar (Clint Eastwood, 2011) y Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres (Millenium 1. The Girl with the Dragon Tatoo, David Fincher, 2011), que tocan ese tema con maneras, posturas y perspectivas solo en apariencia antagónicas.




¿INSIDE JOBS, o INSIDE HOBBES?

Agustín Rubio Alcover


J. Edgar, Clint Eastwood, 2011

Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011



Tres pinceladas contextuales, para empezar: el exmagistrado Baltasar Garzón se convierte, a su pesar, en la última encarnación del cazador cazado, y suelta una perla que en boca de un (con perdón) inquisidor reo de prevaricación suena a guasa, en forma de cita por Immanuel Kant: “El tribunal de un hombre es su conciencia”. Steve Jobs es canonizado por el verdadero pensamiento único del mundo globalizado: una suerte de pseudoanarquismo pirata, heredero directo del individualismo estadounidense más acendrado (el antiestatalismo de David Thoreau), y que se ha pasado de un extremo al otro, o sea, del ludismo a hacerle la guerra al Sistema volviendo contra él las armas de su intervencionismo: la tecnología. Y, a la espera de juicio, Julian Assange se postula como modelo del mes… en la portada de Rolling Stone.

Aquí pasa algo, ¿no?

Resulta, oh casualidad, que estas tres cosas coinciden con el estreno de J. Edgar y del Millenium de Stieg Larsson en versión de David Fincher: la primera, un biopic del fundador del FBI, Hoover, según Clint Eastwood; la segunda, una adaptación hollywoodiense que carga las tintas en un personaje, Lisbeth Salander, cuyo poder de fascinación más dice de por dónde van los tiros en este mundo nuestro: una hacker con síndrome de Asperger, anoréxica y bisexual.

Sobre el papel, Eastwood y Fincher, republicano el uno e hipermoderno y transgresor el otro, son polos opuestos, incluso en su actitud en el plató: el primero es famoso por rodar rápido y no repetir apenas planos; el otro, por someter a los actores a tomas y más tomas. Mas a ambos les gustan las lámparas de mesa, el mobiliario de madera, las luces tenues y los movimientos de cámara flotantes, vaporosos, aunque no le hacen ascos a la steady cam cuando las cosas se ponen movidas… Y, sobre todo, sus trayectorias son mucho más convergentes de lo que a primera vista parece: la maduración del mucho más joven, a ratos tan redicho como en la por lo demás genial El curioso caso de Benjamin Button (The Curious Case of Benjamin Button, 2008), demuestra que, en su calculada y exitosa estrategia de consagración, el trazado de varias retorcidas imposibles vueltas atrás han sido necesarias para que el hombre a quien conocemos por ese nombre haya acabado siendo David Fincher: alguien que mantiene una relación ambivalente con los padres del thriller moderno, y ahí está Zodiac (2007) para demostrarlo, en la que, por cierto, ajusta cuentas con la perniciosa ética mitificadora del vigilante en la escena en que los protagonistas asisten al estreno de Harry el sucio (Dirty Harry, Don Siegel, 1971), cuyo protagonista y cuyo caso principal se inspiran en la figura y la pesquisa de David Toschi (Mark Ruffalo) en pos del chapucero asesino en serie que da título a la cinta.

Pero es que el propio Eastwood no ha hecho, desde que se puso tras la cámara, otra cosa que deconstruir mitos, y el suyo propio para empezar; y un análisis mínimamente atento al repertorio de formas, temas y discursos del veterano cineasta revela que la atribución del calificativo de clásico no puede andar peor encaminada. Otro dato paratextual hermana a Fincher, tan postmoderno él, con el tan –presuntamente– clasicista o clasicón Eastwood: que yo recuerde, todas las películas –al menos, todas las de madurez– de ambos son crepusculares también en sentido literal: quiero decir que desde siempre se han estrenado, cuanto menos, en otoño; y últimamente y cada vez más en lo más crudo del crudo invierno. Contrariamente a lo que pueda parecer, no es un dato baladí: como se sabe, los estudios determinan las fechas de lanzamiento de la película en razón de sus géneros; y, al igual que los blockbusters son para el verano, los títulos que ruedan estos dos tipos, tanto si se trata de piezas de encargo como si son apuestas personales, se sitúan en los antípodas: para empezar, son carne potencialmente oscarizable, luego acceden a las pantallas poco antes de la temporada de premios; y, además, no tienen nada de frívolas: son densas, melancólicas y oscuras, idóneas para que se las consuma en las tardes largas de lluvia y frío, a resguardo, rodeados de esas almas gemelas anónimas que tanta compañía hacen y que constituyen lo que en la economía tradicional del cine es el bendito y respetable público.

La lectura que Fincher hace de Larsson no puede ser más congruente con el otro y consigo mismo, quizás por la tendencia natural a reafirmarse en los propios postulados que trae la madurez, o porque el eco de sus dos voces, tan próximas, hace de caja de resonancia: después de unos apabullantes créditos, en los que los espermatozoides y los latiguillos se homologan, Los hombres que no amaban a las mujeres hace una adaptación pulcra y expeditiva, cuya filosofía cristaliza en las escenas de cana, una de violación (con su correspondiente venganza), y otra de sexo consentido en la que no se sabe quién penetra a quién, si el macho a la hembra o al contrario. La película viene a decir que, si el hombre es un lobo para el hombre –entendido transgenéricamente, oséase, como una pauta de comportamiento dirigida contra el único verdadero género que hay: el humano–, es tan de justicia (y rigor) como de cajón que la mujer se conduzca como una…

Hay otro paralelismo entre el director de Se7en y su, digámoslo ya, hermano mayor o padre putativo: al principio del film, como en todas sus últimas películas, el viejo maestro reivindica su entronque con la tradición más noble de la Warner mostrando el logotipo antiguo, en blanco y negro; y luego muestra la trayectoria mitificadora, a cuál más falsa, con que la casa trató las figuras del gángster y del policía, primero haciendo irrisión de las fuerzas de la ley (El enemigo público, The Public Enemy, William A. Wellman, 1931) y luego tomando partido por ellas (G-Men, William Keighley, 1935) a cuyo estreno asiste Hoover, en una escena que incluye una confrontación del personaje real con su sosias en la gran pantalla y un encuentro con Shirley Temple en el vestíbulo que rima con la de Zodiac): del sensacionalismo al oportunismo.

La escena de la Biblioteca del Congreso en J. Edgar, en que Hoover hace ostentación del sistema métrico decimal ante su futura secretaria, puede perfectamente verse como el germen de la esquizofrenia fincheriana a propósito de la letra escrita, de la palabra registrada, de la imagen: de hecho, Hoover sabe (y su voz over lo dice expresamente) que la información es poder, y de ahí a la paranoia de que siempre exista algo oculto más sórdido y comprometedor, para los otros y para los demás, hay un paso. La idea axial de J. Edgar es precisamente ésa: que el personaje simboliza la trastienda de la trastienda de América, o el proceso en virtud del cual los Estados Unidos dieron ese salto: Hoover, pues, como icono trágico: verdugo y víctima de un Estado que recurrió a la ilegalidad de manera irreversible; culpable sin darse cuenta de estar facultando y legitimando a cualquiera que viniera después (Nixon y sus escuchas a los periodistas; los hackers, hoy) a hacer lo propio.

Y es que Eastwood deja de contar en el punto en el que Fincher se reengancha a la historia: antes del Watergate. No es casualidad que el ocaso de Hoover, tan virtuoso que es un no fumador en una época en que todo hombre debe de hacerlo: hasta su madre le aconseja que lo haga para cultivar esa apariencia que tanto lo obsesiona (el mal que ahí anida: auténtico huevo de la serpiente de la contemporaneidad), sea cuando su maquiavelismo (alguien nuevo vendrá que bueno te hará) es ampliamente superado por el Presidente electo Trickie Dick Nixon. Todos los hombres del presidente (All the President´s Man, Alan J. Pakula, 1976) es una de las películas fetiche de Fincher, y el film que representa el vuelco antisistema en el uso de todos los medios, y de las nuevas tecnologías, contra el poder excesivo de un Estado que tiende a entrometerse demasiado, cada vez más, insoportablemente al fin.

Nota Bene: Jobs era un narcisista patológico de cuya paternidad sobre las patentes pesan más que dudas razonables; filtración de secretos aparte, Assange está acusado nada menos que de violación; a Garzón aquí cada cual lo ha ensalzado o machacado según el momento, pero acaba de ser condenado por prevaricación de manera unánime.

Pues eso.



EL HUEVO DE LA SERPIENTE

Francisco Javier Gómez Tarín


J. Edgar, Clint Eastwood, 2011

Millenium 1. Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011




Casi podría continuar a la línea la reflexión de Agustín Rubio: “un Estado que tiende a entrometerse demasiado, cada vez más, insoportablemente al fin”… Ese entrometimiento del que habla mi colega y amigo no es el de la influencia benéfica sobre la sociedad –la famosa “intervención” keynesiana, tan criticada por los “Chicago Boys” desde su palestra a favor de la liberalización a ultranza– sino la que establece hoy día en gran parte del mundo un sistema de control y gestión -y legislación, si se quiere- a favor de los mercados financieros, en los que el dinero se amasa a cambio de la destrucción de países y personas, donde se practica, digámoslo con claridad, el más rabioso terrorismo de Estado (al lanzar al paro a miles de familias, se está cometiendo un homicidio masivo). La intervención, pues, es en favor del poder económico, a cuyo favor se legisla (ahí está la famosa reforma laboral en nuestro país) y en cuyas aguas del beneficio económico, a costa del hundimiento de las capas populares, se regodean los más poderosos.

Pero todo esto tiene un principio y una orquestación en la que abundan los filmes que aquí abordamos en esta ocasión, que puede documentarse con mucha mayor información y concreción en el documental La doctrina del shock (The Shock Doctrine,  Michael Winterbottom y Mat Whitecross, 2009) según el libro de Naomi Klein, guionista del filme, The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism.

En la película de Fincher, situada temporalmente en la actualidad, un hombre honrado es víctima de una trampa gestada desde la más despreciable corrupción. Se diría que Fincher pensaba en el Garzón de la memoria histórica (no “resbalemos” en otros derroteros más conflictivos), pero es pura casualidad porque Millenium apunta a una corrupción global, gestada en el pasado, en la que hay connivencia entre espionaje, corrupción económica y Estado. Por su parte, J. Edgar, a través de la sucesión de pinceladas aparentemente caóticas que configuran lo que desde luego no me atrevería a llamar un biopic, establece a partir de la megalomanía de un nefasto personaje en la historia los principios de esa intervención de que antes hablábamos: se trata de conseguir fichar a todos, tener la información de todos, poder chantajear a todos, ser una especie de dios en un mundo de hombres en el que solamente el superhombre tiene acceso a las llaves del poder. La política del terror en sus inicios: la información es poder.

Tanto Fincher como Eastwood siguen reafirmando el tono lúgubre de sus decorados y personajes, en consonancia con un mundo al que no puede dejarse de hacer referencia: el nuestro, el actual, para el que los tiempos de Hoover significaron la puesta de ese “huevo de la serpiente” que ahora ha tomado cuerpo en un desastre económico y social cuyas bases fueron previstas y predichas (Milton Friedman como cerebro gris de la operación). Si Fincher coloca sobre el tapete el estado de la cuestión, Eastwood desvela los orígenes (no es nada casual la llegada de Nixon a la Casa Blanca como punta de lanza del posterior liberalismo a ultranza, que ni siquiera el propio Nixon se atrevió a poner en vigor).

También Fincher insiste en los límites de la representación y de la narratividad, lo que recuerda con fuerza a Zodiac, aunque la segunda parte de Millenium se convierta en excesivamente explícita en cuanto a las resoluciones de tramas argumentales (¿imposiciones del estudio?) No podemos dejar de establecer una comparación entre este Millenium y el previo sueco; Fincher gana en brillantez, pero el sueco era más sugerente; en ambos podemos encontrar razones para una preferencia. Lo que es evidente es que el de Fincher no desentona con el resto de su cine, salvo por, como hemos dicho, la parte final, y, en cualquier caso, es un acierto situar en Suecia la acción, aspecto que lo hace todo más creíble.

Fincher nos muestra una sociedad descompuesta en la que el control de las tecnologías es lo único que posibilita un cierto grado de libertad individual, ya que es el camino para luchar contra los grandes conglomerados financieros (claro que es ficción, ya quisiéramos que esto se produjera en la realidad). Es una sociedad tan descompuesta que los más corruptos son en ella los administradores públicos (¡caramba, qué coincidencia con otras latitudes!).

Eastwood, por su parte, va perfilando, saltando en el tiempo hacia delante y hacia atrás, el proceso de autoedificación de un monstruo doble: Hoover y el FBI. Las patologías personales son recicladas hacia la sociedad, frente a los enemigos (reales y/o ilusorios) Uno se pregunta –y obtiene la respuesta– sobre cuál ha sido la utilización de los recursos del FBI después del 11S (e incluso quizás antes) y a partir de ese momento hasta el presente. En consecuencia, lo que parece un filme sobre el pasado nos da pistas sobre nuestro día a día y posibilita una actitud crítica sobre el mundo. ¿No debiera ser esta la esencia de todo discurso audiovisual?

Por otra parte, está el sexo, de fuerte presencia en ambos filmes y coincidente en el sentido de la ambigüedad. Otro elemento que nos remite a nuestro contexto social y la necesidad de entender las relaciones de una forma más abierta y libre. Hoover, con ese componente homosexual prácticamente explícito en el filme, supone el punto álgido de una doble moral, falsa, que caracteriza hoy más que nunca nuestras sociedades, pero, una vez más, que se estaba gestando en el pasado representado. En Millenium, por su parte, el sexo se convierte en una herramienta de poder en las manos del corrupto en tanto que es algo gozoso y liberador, sin trabas, para la visión abierta sobre el mundo.

La joven protagonista de Millenium es una hacker, una pirata informática que utiliza la información para desvelar los entresijos de una sociedad podrida. Quizás ahí es donde podríamos establecer el punto de llegada y de partida para aquellos grupos que, rechazando las normas absurdas de las grandes compañías y las leyes gestadas por sus lacayos, intentan evidenciar aspectos que a nadie le importan y que son del dominio personal. En esencia, para luchar contra la corrupción, hay que desvelarla; para luchar contra el capital y la desregulación, hay que informar. Dar datos personales no es útil ni rentable en ninguno de los aspectos, pero, desde luego y sobre todo, tampoco es ético.

Por encima de todas estas reflexiones, Millenium y J. Edgar son, y esto es importante, dos solventes obras cinematográficas que salen de los grandes estudios. Nos alegramos de encontrar esta contradicción insalvable en los tiempos que corren.


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón



Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 291, abril 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).