Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta Ricardo Baduell. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Ricardo Baduell. Mostrar todas las entradas

30.11.24

XIII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



LOS DESENLACES
Ricardo Baduell



Christian Boltanski




Tutto il mio teatro comincia dall’“addio”. 
C’e prima un addio, e poi la non-Storia, il non-evento, 
che coincide con quanto accade, fino al sonno di scena. 
L’addio è una necessità prima della premessa. 
Senza l’“addio” non si dà un cominciamento.

Carmelo Bene, Sono apparso alla Madonna



I
CORTAR POR LO VANO

Ambigüedad del adiós: el desgarro y la costura en el mismo movimiento, el gesto acompasado y duplicado por la división. Separarse unidos: así en Las dos inglesas (Les deux Anglaises et le continent, François Truffaut, 1971), cuando Anne y Claude regresan de su encuentro remando en la misma dirección, al mismo ritmo tan suave como el discurrir de las aguas, pero divergiendo, cada uno solo en un bote distinto hacia un punto distante del otro en la costa. Y así también en su revuelto interior de entonces, desgarrado por el espacio abierto sobre el atravesado río en que veía reflejada su propia situación, cosido por el hilo del reconocimiento anudado a la ilusión de la imagen que se conserva. How many roads must a man walk down? No es ésta la primera vez ni lo era aquella, cuya sensación recupera a causa del nuevo corte, el nuevo y no querido, pero irresistible, como una tentación, viraje brusco: desembocadura en el abismo que tiene ahora la impresión de cruzar, suspendido sobre la llanura que va pasando sin accidentes por la ventana del tren. Escenario despejado o despojado, según el hemisferio cerebral que se haga oír: lo que queda después de los tumultuosos adioses masivos que todo lo enredan, el tríptico de Boccioni con sus figuras difíciles de distinguir unas de otras, los que se van, los que se quedan, en la arbitraria lluvia de pinceladas oscuras que rayan los cuadros. En la ventana, en cambio, mate, lisa, ni lluvia ni sol. Traqueteo regular que aplana, si es posible, más aún el paisaje que aparece sin relieve ni detalles a la mirada abstraída del que sólo es capaz de proyectar su mundo en él. He travels after a winter sun, urging the cattle along a cold red road, evoca ante el neutro vacío, trayendo al presente lo que fue un punto de partida, Joyce desgajado de otro bosque, otro árbol. “De nuevo forzado a hacer de mí un compañero”, piensa con palabras ajenas, extraídas del archivo cultivado durante los largos y profundos períodos de soledad por los que este nuevo estado le resulta familiar. Should I stay or should I go? Pregunta no menos recurrente que el tenaz estribillo, cuya aceleración promediando el tema quizás libere al oyente pero no resuelve la cuestión. Él ha vuelto a elegir la partida, pero tampoco esta vez eso hace de su respuesta la correcta. Como en cualquier división, el cociente y el resto encajan perfectamente y sólo ulteriores operaciones independientes por cada una de las partes pueden dejar atrás la suma original. ¿Por eso, en aquel lapso, el rechazo a acometerlas? “No quiero más abrazos que aquél al que aspiro / y muera el canto del gallo”. Ahora el gallo canta a sus espaldas, despertador de remordimientos, y las sombras se infiltran en el día alumbrado. We’ll meet again? Dice Borges que en la promesa hay algo inmortal y en el adiós, aun seguido de un portazo, hay la promesa de un reencuentro, aun si sólo se da en sueños, malos o buenos. El reconocimiento, la negación del olvido, está grabado, al menos en un espíritu no indiferente: puede o no entender, puede o no dar fe, pero el signo, aun ambiguo, ha sido hecho. El fin confirma el principio y los reanuda, restaurando la unidad imaginaria. Así, la primera y la última palabra de la boca en el centro de la red, pronunciada en la entrada a un cine alternativo y repetida una década después, ruptura mediante, en la entrada a otro, son la misma: “Hola”. 


II
RÍO ARRIBA


En el lugar de las separaciones
me empantané. Resbalé en el umbral
de las orillas firmes. Donde el río
da vueltas caí, improvisado isleño
temeroso de las inundaciones.
Pero donde enraicé sigo creciendo,
detenido como un lento crepúsculo
que viste aún la cáscara del alba.
Sigue el muelle creciendo mar adentro,
donde hay entre los barcos la misma
distancia que entre las islas y abajo, 
donde nada valen ojos ni oídos,
duerme el viento que las costas recelan,
pero la tierra donde estoy plantado
no cede un grano del polvo que aprieta.
Crece el lugar de las separaciones
con el tiempo que lleva hacia lo alto
y las costas por las que derrapé
se desvanecen, pero lejos veo
al oeste el humo de los cargueros,
al este los pulmones de los juncos,
y del arco que tensan los extremos,
clavado así al corazón desnortado,
tomo latiendo la flecha imantada.



III
LONGITUDINAL

Decide, reconstituido tras el abandono a la nostalgia, que en el centro de su biografía está el rechazo de la formación, entendida ésta como proceso de mutua asimilación entre el sujeto y su entorno, dador de membrecía a cambio de su singularización en un individuo. Tal operación, aun en los momentos de arrepentimiento o duda que propiciaron ocasionales intentos de reforma, con sus propósitos de convertir lo obtuso en recto, siempre se vio frustrada por una resistencia más fuerte, irreductiblemente activa bajo todos los esfuerzos de la conciencia. Pari, sempre pari con l’inespresso, all’origine di quello che io sono. Reconoce que es vanidoso reclamar esos versos para sí, pero advierte la cálida luz opuesta a la aridez subjetiva del paisaje que deslizan en su interior y no se resiste. Doradas monedas del tesoro adquirido en compensación por el exilio resultante de su negativa. Forzado por ella a una educación del todo sentimental y estética. Del todo, es decir, insuficiente. Comprender lo ocurrido y no dicho en la abrupta despedida es sólo un comienzo, que sobra en relación con la historia empeñada en continuar. La tristeza de la pérdida de un mundo lo ha alcanzado en la inmovilidad del largo viaje, rodeado por la indiferencia de las tierras que se suceden sin corte en la ventana.


Christian Boltanski


IV
LA PAREJA ABSTRACTA

Al principio no había nada entre ellos. En el gran trazado urbano daba lo mismo una calle que otra, uno que otro edificio, y las esquinas se confundían entre sí. Por más que se repitiera, todo pasaba inadvertido. Fue necesario, para concertar una cita, imaginar un espacio: localizar un punto fijo y atenerse a él como lugar de encuentro, o punto de partida de los círculos concéntricos que, a partir de ese contacto, irían distribuyendo alrededor de ambas partes y a pesar de la distancia variable entre una y otra las referencias concretas de aquel plano irregular. El impulso nómade y la determinación sedentaria negocian entre esas marcas móviles y arraigadas, buscando un paso o una situación en la creciente maraña que de parque evoluciona a laberinto. Mesas, bancos, ventanas, árboles, glorietas, escaleras, faroles, hoteles, flores destacadas y momentos estampados se enredan en el carrusel continuo que ahonda su permanencia bajo el ir y venir de suelas y tacos. El tren y la estación, la unidad constituida a partir del dúo, lo individual dividido por cada movimiento. Las dos vertientes de la ley: todo lo que digas podrá ser usado en tu contra, tus palabras se las llevará el viento. Fijar la frase, cortar el discurso para agarrarse a una palabra; colmar el silencio que llama con una respuesta intraducible. La exacta correspondencia entre parte y parte excluye al mundo: sólo existe, a través del otro, lo que le gusta a cada uno y es reafirmado, confirmado, por quien ocupa el lugar de lo vivo. Lo rechazado no existe. Cuando no hay acuerdo entre sus inclinaciones, fisura o desgarro que se apresuran a cubrir. ¿Es ésa la puerta del paraíso, decorada con sus figuras, de la delicia al horror lanzadas y del abismo sin cesar recuperadas, en el vaivén que el brillo del relieve procura conjurar? Alrededor la jungla de detalles ha crecido: camas y sillas, pétalos y páginas, entradas de cine y boletos de tren, fragmentos multiplicados, superpuestos, raíces y lianas para tropezar y quedar presos, horas y jornadas reservadas al margen del día sin tregua de la especie. Contemplado en la palma de la mano de la reflexión, el infinitamente prolífico jardín de todo lo nombrado dejaba sólo una salida: separarse.



[...]



Seguir leyendo el texto en




25.4.24

XII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LA OBRA MAESTRA INCONCLUSA
UN PASEO ENTRE RUINAS, TALLERES Y MUSEOS
[fragmento inicial]

Ricardo Baduell




El mito es la nada que lo es todo.
Fernando Pessoa, Ulises

La una era la otra
y las dos eran ninguna.
Federico García Lorca, 
Casida de las palomas oscuras

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.
Fernando Pessoa, Lisbon revisited (1923) 



El genio de la materia

Marcel Duchamp no reparó el Gran Vidrio. Hecha la rajadura, no volvió atrás. Jamás intentó restituir la obra al origen ideal representado por su forma acabada ni al estado prístino y completo de lo recién dado a luz. Nunca borró la huella accidental. Esa grieta inesperada, en adelante inseparable del cuerpo así arrojado de su idea matriz y situado para siempre más allá de ésta, permaneció desde entonces atravesada en el cristal, como una huella de la muerte o de la destrucción posible en la idealmente inmortal ilusión del arte. Una firma del devenir, incorporado justo allí donde todo suele armarse en su contra: en lo fijo de la imagen elaborada a conciencia hasta su versión definitiva, refractaria de lo casual, aunque una obra que permite ver a través de su materia lo que no forma parte de ella ya parece abierta a las perturbaciones de la contingencia.


Piedad Rondadini, 1564, Castello Sforzesco, Milán
Obra inacabada en la que Miguel Ángel estuvo trabajando
hasta seis días antes de morir



Pero el accidente puede anticiparse a la conclusión del trabajo artístico e incluso ser decisivo en éste, y hasta volverse su motor generador. Es un rasgo característico del arte moderno, aleatorio y materialista, en oposición al clásico, cuyo modelo, platónico, respondería a una concepción ideal y completa que se materializa a través de la materia dominada. Queda en suspenso el misterio de lo inacabado en Miguel Ángel, sin mencionar el valor acordado a los esbozos de Leonardo, por ejemplo, pero cabe destacar una diferencia por la que esta falta de remate se nos aparece hoy como una posible expresión en plenitud, cargada de poder sugestivo, en lugar de como una fase interrumpida hacia otro estado presumiblemente superior al ser el definitivo. La percepción, en retrospectiva, de un fenómeno separado del observador por siglos de experiencia tan ajena al objeto en cuestión como al sujeto convocado difumina el tiempo transcurrido, así como su cadena de causas y consecuencias, y aporta a esa obra preservada el aire de un acontecimiento fatal e incorregible. Los brazos de la Venus de Milo no le faltan al helenista contemporáneo y estar al tanto de la policromía original de estatuas semejantes no borra la impresión de la palidez del mármol. La idea original detrás de cualquier forma deliberadamente creada, si no se extravió o cambió sustancialmente durante el proceso creativo, difícilmente sobreviva ilesa a su exposición a los azares del mundo. ¿Pero era tan clara esa fuente de la que manó? ¿En qué medida era atribuible a una conciencia hecha, en caso de que lo haya sido, a imagen y semejanza de la que todo lo conoce sin error? ¿Existe ese modelo o, si resulta tan incierta su presencia como la adecuación de la figura a su representación, es porque uno y otra son imaginarios? 

Toda clase de accidentes se interponen entre obra y público, pero no sólo cumplen ese papel de muro o espejo deformante sino también, y no a menudo tan sólo sino incluso continuamente, median entre una y otro. El encuentro del aficionado con el objeto de su afición, especialmente cuando es descubrimiento y más aún si es el inicio del culto a una firma, aun propiciado por comentarios y referencias, suele deber muchísimo a la casualidad, a la coincidencia afortunada entre una exhibición y su propia presencia. De pronto, un roce hace chispa y el fuego prende; su brasa puede durar toda una vida. Pero lo mismo ocurre antes entre creador y creación, entre esa potencia manifiesta de improviso a la luz de una idea original y el acto progresivamente consumado que da a luz en la forma final de la materia trabajada. Se conoce el caso de Coleridge, quien compuso en sueños, durante un trance onírico debido al opio, su poema Kubla Khan (1797) y empezó a transcribirlo en cuanto despertó, pero fue interrumpido por una visita tras la cual jamás logró recordar cómo seguía, viéndose forzado de este modo a un desenlace abreviado. La anécdota testimonia la fe en la inspiración por parte de los admiradores de este poema y de los creyentes en su excelencia, pero hay en esa presunción de certeza, cuya prueba sería lo irrecuperable en la vigilia de lo que fue dado en sueños, una apuesta por lo intangible que tiene bastante de religioso, al menos mientras se deje en supersticioso suspenso la respuesta a la pregunta sobre el origen de la voz que oyó Coleridge o la visión que tuvo. Dejar de hacerlo tampoco garantiza el desvelamiento de una verdad o la confirmación de hipótesis alguna, pero eso no impide formularlas. ¿Qué veía Coleridge en su sueño y a quién pertenecía la voz que compuso el poema mientras tanto? De lo primero se puede suponer que se trataba de una elaboración inconsciente de la lectura que precedió a su sueño, donde se describía aquel palacio soñado a su vez por Kubla Khan, que el poeta jamás había visto. De lo segundo cabe deducir algo parecido: un producto de la lengua formada en Coleridge por sus lecturas, su oído, su época y su escritura previa. Joseph Brodsky afirma en un ensayo que la musa es el lenguaje, en su caso la lengua rusa. Fernando Pessoa, disfrazado de Álvaro de Campos, escribió: “Los antiguos invocaban a las musas. / Nosotros nos invocamos a nosotros mismos”. Si es así, responda o no, aparezca o no, sean o no decepcionantes la aparición o la respuesta, lo divino cede a lo humano y lo esencial a lo circunstancial en la práctica artística, destilación de una esencia sin existencia previa a partir del encuentro entre un médium sin más allá y unos materiales reunidos más por azar que por destino. Es lo que Baudelaire parece señalar en El pintor de la vida moderna: el deslizamiento colectivo hacia un gusto atraído por la inspiración de lo casual, contingente en lugar de necesario, mortal en vez de divino, del cual Godard parece hacerse eco cuando al comienzo de su carrera declaraba, declinándolo como tanto otro artista de los principios baudelaireanos, “lo que yo busco es lo eterno en su apariencia más frágil”. Sin embargo, esa aparente ligereza liberada del peso de los dioses lleva una carga explosiva que, ajena a lo decorativo, excede la complaciente inocuidad de lo pasajero y deja en cambio, suspendida en el aire, la potencia de una catástrofe que puede estallar en cualquier momento.


[...]



        Seguir leyendo el texto:




9.11.23

XI. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



LA CARRERA DEL DESERTOR
TRAS LAS HUELLAS DE UNOS PASOS EN FALSO
[Fragmento inicial]
Ricardo Baduell



Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011)



Know, good mother, 
I had rather be their servant in my way 
than sway with them in theirs.
William Shakespeare, 
Coriolanus, Act II, Scene I



1
El lazo tendido


“Para mí, cualquier ortodoxia es un desvío”. Así podría hablar un taoísta o aspirante a serlo, al verse confrontado con las solicitudes, ofertas y demandas de una u otra militancia política, social o religiosa. Pero el taoísmo es un devenir y no se nace taoísta, sino a lo sumo con una inclinación hacia esa práctica. Sí se nace, en cambio, de una madre y, en general, dentro de una sociedad empeñada en educar de un modo u otro. El lazo social es ambiguo: cordón umbilical a la vez que cadena, provee al individuo de sentidos dados en potencial conflicto con su propia capacidad de inferir o producir otros. Matriz de discordia y motor del progreso, este disenso origina leyes y dramas, desequilibrios y fundamentos. El valor de un sujeto está determinado, para él así como para quienes se suponen sus semejantes, por su grado de representatividad y autonomía en un tablero que, según las circunstancias, favorece a uno u otro de estos polos, cuyo margen de influencia o predominio crece y se contrae de acuerdo con una medida tan difícil de definir como la que regulaba el fuego para Heráclito. 


2
La ilusión de escapar


“Madre”, dice Coriolano a la aristocrática patricia Volumnia, cuando debe solicitar su voto al pueblo para ser electo cónsul, “preferiría ser su sirviente a mi manera a dominar con ellos a la suya”. Este héroe shakesperiano desciende de la más rancia estirpe romana y se le nota. Hijo de la casa de Marcio, nieto a su vez de Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, fundador de la ciudad, en el trono de Roma, nada más alejado de su posición que la perspectiva o la experiencia de un esclavo. ¿Qué sirviente imagina cuando habla así? Porque se trata, con toda evidencia, de uno imaginario, surgido de su mente y no del pueblo llano al que desprecia por cobarde y voluble, no lo bastante romano, es decir, no lo bastante representativo de la patria y la virtud que se anudan en Roma. Y A mi manera, por otra parte, es una canción que reivindica al individuo y su singularidad, no una llamada al deber. Pero es este acuerdo consigo mismo, aparte de la sociedad que exige otros compromisos, a lo que el héroe del campo de batalla buscará aferrarse después de haber cedido en el terreno político. Es por esa unidad tan ilusoria como el hipotético rol en el que cree que encontraría refugio que se convertirá en desertor. Y esa deserción es posible en todas las épocas. Por eso existe un Coriolano contemporáneo con el rostro de Ralph Fiennes. 

3
El horizonte del soldado


“¡So perro! ¿Es que crees que vivirás para siempre?”. Con tales apócrifas palabras de aliento arengaba Federico de Prusia a un soldado que vacilaba en morir por él, cuyo cuerpo encarnaba a la nación alemana en su visión de déspota ilustrado. Dueño de la razón, ejercía un terrorismo como el que Hegel definiría en el siglo posterior: “la dictadura total del espíritu”. Que se ejerce, fatalmente, sobre la carne y la tierra, objeto desde la era del hielo hasta el calentamiento global actual de todo tipo de abusos y violencias, espontáneos y planificados. La razón de tal dictadura, a la vista de las cicatrices que ha dejado, más que puesta en duda es rechazada de plano tanto por las masas menos reflexivas como por los demócratas más consecuentes: todos los villanos son sádicos con proyectos de este tipo. A la vez, con sus soluciones pragmáticas y consignas simples, que no elaboran un discurso sino que canalizan conductas dentro de una ética sin juicio inadmisible para la conciencia, técnica y autoritarismo ganan adeptos. La crítica es desoída por estos ejercicios de poder, en lugar de prohibida como en el Antiguo Régimen. Los potenciales tiranos no se muestran como tales, sino como tribunos al asalto de un orden caduco. En todo caso, la brutalidad con rostro humano manifiesta en el insulto y la pregunta del rey guerrero ejerciendo su pleno derecho pertenece claramente a otro tiempo. Pacifismo y democracia han ido alcanzando tal grado de legitimidad en las conciencias a partir de la segunda mitad del S. XX que la condición de carne de cañón del reclutado previo resulta impensable para un ciudadano al que la sola idea colma de indignación y de horror. Sin embargo, quizás lo que ocurre en esta breve escena legendaria es que Federico hace un descubrimiento: efectivamente, lo que quiere el esclavo es vivir para siempre, al contrario que aquel que cifra su inmortalidad en la gloria, como Coriolano. La victoria que Hegel le augura está en esa supervivencia, una vez que cada amo haya conquistado su mausoleo. 


[...]




Seguir leyendo en:





8.11.22

IV. "PÁJAROS", Revista Shangrila nº 41, Pasión Rivière (coord.), Valencia: Shangrila, 2022




VOLAR Y CANTAR
Asociaciones a partir de dos tópicos
(Fragmento inicial)

Ricardo Baduell






Volar y cantar: atributos de los pájaros, deseos de la humanidad. Ambos verbos son también metáforas consagradas: el primero de la libertad, el segundo de la felicidad. Asociados uno al otro como las dos abstracciones que ilustran, a veces es difícil distinguirlos si sólo se tiene presente el sentido figurado. “Me pregunté si era feliz por sentirme libre o si era libre por sentirme feliz”, nos cuenta El soldadito de Godard. Pero no responde su pregunta, ni es seguro que lo haga la película; en todo caso, nos sugiere que en su consideración el ser es incluso más ilusorio y sujeto a engaño o error que el sentir. “La una era la otra y las dos eran ninguna”, según la Casida de las palomas oscuras de García Lorca. Libertad y felicidad, confundidas más allá de las acciones concretas y distintas que sus representaciones denotan, se desvanecen en el aire y nada dejan, ya que sólo en el presente existen y su evocación no las recrea, aunque recuerda que el deseo es posible. ¿Volar y cantar como los pájaros? ¿Conquistar la libertad y la felicidad que ellos, bien mirado, sólo pueden ilustrar? La imaginación se desata y coloca otras criaturas en el cielo, ya más allá de la mirada: ángeles, que libres del testimonio de nuestros sentidos pueden sostener eternamente canto y vuelo, confundidos por fin en la plenitud de esa luz tan radiante que nos cegaría si no se tratara de una iluminación espiritual. 

Tras las rejas de nuestra carne, prisioneros de la intermitencia de nuestra perspicacia, sumergidos en esta luz natural y discontinua, no podemos mientras tanto avanzar más que a saltos, obligados a movernos de casillero en casillero de la rayuela. Si la infelicidad del hombre, como repetimos desde Pascal, se basa en su ineptitud para quedarse quieto en una habitación, tal vez su sentido de la aventura pueda saciarse dominando el arte al que aspiraba, sin fe en su talento y por eso deseándolo como instinto infuso en el bípedo implume, un personaje de Arrabal. Decía Climando en El triciclo: “Mejor aún es saber volar de rama en rama sin caerse nunca”, poniéndolo por encima de “tener muchos billetes”, aunque quedando por debajo de “tener mil aviones”, lo que intentaba superar con “estar cantando todo el día subido en la copa de un árbol”, en discusión con su amiga Mita. Volar de rama en rama o cantar subido a un árbol: dos versiones de la feliz libertad o de la libre felicidad del pájaro más al alcance de la mano del hombre que el desplegar de las alas del águila sobre los picos nevados o el gozo expresado por los de las aves en la primera navidad. Bird in the horizon (Un pájaro en el horizonte) sittin’ on a fence (sentado sobre una cerca), he’s singin’ his song for me (está cantando su canción para mí) at his own expense (a sus propas expensas) and I’m just like that bird (y yo soy tal como ese pájaro) singin’ just for you (cantando sólo para ti), canta Dylan (en cursiva) imitando al volador cercano, identificándose con él e imaginándose a la distancia de aquella para quien canta que le permitiría oírlo. Cualquiera de nosotros puede hacerlo también, transportándose con la imaginación allí donde un ave lo haría con sus alas y se haría oír sin necesidad de palabras. La libertad y la felicidad no nos son dadas, pero el poder de imitar sí. Todo es cuestión de técnica. El desarrollo de la aeronáutica, de la mítica invención de Dédalo al traslado cotidiano de millones de turistas en la actualidad, tomó siglos pero elevó a los interesados a alturas inalcanzables para su modelo. El arte del canto, que dio frutos deliciosos mucho antes, fue aumentando inexorablemente el volumen de su caudal hasta cubrir, hoy en día, la práctica totalidad del tiempo y del espacio con la omnipresente producción de la contemporánea industria del entretenimiento. Reventada la bolsa de la naturaleza, las dos palomas oscuras perseguidas al comienzo parecen poder perderse en la confusión general sin mayor riesgo para la continuidad de sus enseñanzas. Desde que el Emperador de la China perdió el oído, también son vanas las aspiraciones de Juan Salvador Gaviota. Si el teatro de los pájaros ya dio todas sus lecciones, si ya han sido asimiladas hasta el punto de devenir unos hábitos adquiridos, si libertad y felicidad no requieren ya metáforas, tanto el vuelo como el canto animal pueden desprenderse de signos y letras adheridos para desplegar alas y voces regresadas a un cielo sin fondo ni marco, ajenos uno y otro a interpretaciones y lecturas que nada tienen que ver con su destino [...]

 



Seguir leyendo el texto en:




28.5.21

IX. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



LOS ÚLTIMOS DÍAS DE LA ETERNIDAD
VIAJE A KURAGE, LA ISLA DE IMAMURA:
EL DESEO PROFUNDO DE LOS DIOSES (1968) 
Ricardo Baduell
[Fragmento]




El deseo profundo de los dioses, Shohei Imamura, 1968



EL PARAÍSO DESIERTO

Mucha gente sueña con retirarse a una isla desierta. Es el tema de más de una ficción. Claro que “desierta” no significa, en estos casos, una aridez absoluta bajo un sol implacable, sino una tierra virgen, pura y felizmente aislada de todo lo que queda más allá del océano azul, es decir, alrededor de la encerrada cama en que se sueña. Una nube verde suspendida en el azul del océano, considerada desde una distancia que oculta los tiburones y desvanece el apretón de cables y rascacielos en que se ahoga el soñador. La ilusión de suspender la lucha por la vida y cambiar la muerte en ciernes por una recuperada pero inagotable vida prenatal, acunada por las olas de una tierra libre de civilizaciones y sociedades, resiste el paso de todas las estaciones y todos los cambios de la experiencia: ese poster no cae ni de las paredes de las ciudades demolidas, tanto como la caída de la especie desde un entorno semejante sigue siendo una torre de mármol en el imaginario humano. Irredimible la falta, inolvidable la infancia, el retorno al origen primigenio anterior al crimen y el castigo persiste en el horizonte común alimentándose, como el fénix de sus cenizas, del fracaso de las tentativas tanto de realización como de abandono. 

El 30 de diciembre de 1937, en Buenos Aires, Roberto Arlt estrenó en el Teatro del Pueblo su “burlería en un acto” titulada, justamente, La isla desierta. El resumen de la Wikipedia incluye todos los elementos pertinentes, así que lo copio. Dice así: La acción se centra en una oficina portuaria, en la que los oficinistas, agobiados por la labor rutinaria que desempeñan desde hace años comienzan a soñar con un futuro viaje a una isla desierta, donde creen que podrán liberarse de todas las penurias que sufren debido a su vida monótona de ciudad. Aparece un mulato, el cadete de la oficina, y les cuenta de los lugares ensoñadores que recorrió por el mundo y que logró conocer un lugar ideal que es la antítesis del mundo repetitivo de la ciudad. El entusiasmo por el viaje va creciendo poco a poco hasta llegar a un clima de furor, donde los oficinistas pierden noción de que están aún en la oficina y comienzan a danzar tribalmente. Toda la ensoñación es interrumpida por la aparición del jefe y del director en la oficina, quienes deciden echarlos a todos. 

Y agrega esta interpretación: La temática de la obra es la de “los sueños desatados”. Frente a un espacio opresor, que ha ido consumiendo a los hombres de la oficina, surge la necesidad de rebelarse y de buscar un lugar donde no haya jueces, ni cobradores de impuestos, ni divorcios, ni guardianes de plaza. Hay una búsqueda desesperada de libertad. Pero el sueño tiene un brusco despertar, marcado por la entrada del jefe y el director, que impiden la posibilidad de romper las estructuras establecidas. 

La obra de Arlt lleva por título el tema mismo y resulta paradigmática de esta imagen recurrente de la esperanza o desesperanza humana. A la pregunta de qué te llevarías a una isla desierta podría responderse que un barco, pero no hay salida de un espacio al que tampoco hay entrada. ¿O es que acaso existe de veras esa isla impar cuyo nombre se desconoce?

Las agencias de viajes ofrecen diversas encarnaciones del paraíso soñado, a la medida de toda clase de nostálgicos de ese limbo: un onírico escenario de brillantes colores, un aire libre al fin de las acosadoras voces del mercado, un sol atento a la temperatura adecuada de la parrilla sobre la que se doran sus hijos, unas aguas cristalinas y dispuestas a revelar con fluidez de pase mágico uno tras otro sus secretos, una abundante vegetación generosa en sombra y sabores, un cielo siempre sonriente bajo el cual la desnudez no es pecado y, sobre todo, un tiempo blindado a todo otro reloj que el del día y la noche sucediéndose en su giro gradual sin sobresaltos. La cadena de imágenes que evocan este El Dorado espiritual podría dar varias vueltas al mundo y crece con cada nuevo viajero que procura restaurar en plenitud, con las de su cámara o su móvil, las visiones que el contacto de su pie con la arena de la isla fatalmente habrá manchado. Luego o de inmediato, al irradiarlas, cada emisor en red se transformará virtualmente en isla: un puntito insignificante perdido en el océano, pero secreto manantial de las maravillas que a la vez distribuye y alberga en su nube.  


LA TRANSPARENCIA DEL MAR

De cualquiera de estos errantes mortales se reirían a carcajadas los dioses que contemplan Kurage, la isla de Imamura. Tal vez también se hayan reído de él, que llegó para un rodaje de seis meses y se quedó durante año y medio, al cabo del cual estrenó una obra maestra que jamás recuperó la inversión inicial y en cambio lo relegó durante diez años a la producción de documentales para la televisión que permanecen relativamente desconocidos, incluso invisibles, no obstante las palmas recibidas en Cannes por filmes posteriores y las puertas que estas abrieron a la antes esquiva financiación de nuevas realizaciones. El deseo profundo de los dioses (Kamigami no fukaki yokubō, Shohei Imamura, 1968), su primera película en color, fue uno de sus proyectos más ambiciosos, el mayor seguramente hasta la fecha en la que lo emprendió, y pudo haber sido también el último, de haberle faltado la capacidad de recuperación que es posible apreciar en tantos de sus personajes, como el Dr. Akagi o la mujer insecto de las películas homónimas. Como el ingeniero que en la ficción llega a Kurage para dinamizar los trabajos de la empresa azucarera de su suegro, posiblemente Imamura se vio absorbido por esa isla en la que había desembarcado con un guion y un plan de rodaje, y a punto estuvo de naufragar allí, entre la abundancia de la naturaleza y la variedad de las especies que lo impulsaron a quedarse tanto tiempo. Aun así, nada más lejos de su exploración que la quimera del turista en pos del paraíso tropical, y nada más distinto de la aspiración a una plenitud radiante propia de la estética compartida por las agencias turísticas y sus clientes que el paisaje del filme de Imamura, donde nadie está a salvo si no está muy despierto y cada plano es atravesado por una intención efímera y precisa [...]






Seguir leyendo:




14.10.20

XV. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




FUNDIDO A BLANCO
Ricardo Baduell



El gran éxtasis del tallador en madera Steiner, Werner Herzog, 1984



PISTA DE DESPEGUE

La mente en blanco ante la carta blanca. “No se me ocurre nada sobre H.”. Nada que poner sobre la nieve, que no distingue entre razas ni credos, a pesar de sus orientaciones geográficas, pero se ha tragado a muchos, y entre otros a varios cientos de los mandados por el genocida que no inspiraba al Criticón austrohúngaro. Mejor la nieve sola, sin comentario, sin testigos ni a corta ni a larga distancia. Como la página en la que el mismo instinto de conservación aconseja no aventurarse. Ni una huella: ni de bota, raqueta o trineo. Nada. Si acaso, algún bosque amenazante a lo lejos, cuyos imaginarios lobos completan el marco disuasorio de la ventana. Y sin embargo, pendiente, la invitación llama al aliento que, empañando el vidrio, delata la vida escondida. Apretado corazón en suspenso como el mundo sin límites allá afuera. ¿Trazar en el cristal unos signos que confiesen, sin exponerse al ácido del aire desnudo, la aptitud de la conciencia pasmada por la ausencia de pólvora en su recámara? Y sin fuego, sin el calor de una fricción entre memoria y quimera, experiencia y probabilidad, ¿cómo quemar las hojas que, muertas y abandonadas entre la tinta endurecida y la madera inútil, sostienen a toda hora su llamada al vacío?   

Llanura deshabitada, o mejor desahuciada, condenada entre el mariscal von Karibdissen y el general Escilov. La Polonia de las dos primeras películas de Zulawski, cubierta por una nieve capaz de acoger cualquier incendio. Un espacio negado entre dos potencias, cada una empeñada en su despliegue: el paréntesis que contiene las vidas en suspenso que, despojadas de su tierra, la sienten con la fantasmal intensidad del miembro arrancado, como la expuesta raíz. Espacio de nieve: mejor blanco, sin nadie, tal como el conquistador cree que lo quiere, de libre disposición, cuando sin resistencia no hay conquista ni victoria: sólo ya el abierto abismo de esa trampa, cerrada incluso antes de que la presa caiga. Nada contra la que estrellarse. ¿Con otro paso sería posible, quizás, abrirse camino hasta otro lado, al menos otra posición, que derrita el congelamiento? Nabokov, en Speak, memory, evoca los trineos de su rica infancia rusa con una nostalgia comparable a la del cuerpo por su parte amputada, en este caso el incomparable deslizarse de los abandonados esquíes sobre la derretida nieve bendecida por los zares. “I wish I had a river I could always skate away on”, famoso y muy coreado verso de Joni Mitchell. Si no intentas quebrar la resistencia, esta puede ser tu apoyo. Aunque no tolerará que te evadas. 

Aun así, la invitación a la nieve descubre una mente en blanco. Una sola asociación significativa, pero ajena a lo visual o a los otros sentidos: sólo verbal. “Equivocar el camino es llegar a la nieve” (García Lorca, Poeta en Nueva York). ¿Partir entonces desde el extravío, de este lugar sin más referencias que los ecos de tambores muy lejanos? La invitación, la carta blanca, es el mapa de esa nieve que no ha cuajado en ningún sitio salvo este, sin alternativas: nada que elegir, todo por hacer. Nieve de máquina, sin naturaleza ni paisaje afín, sin un clima propicio ni la temperatura adecuada. Buscar la nieve en esta nieve, falsa como toda experiencia vicaria. “¿Dónde están las nieves de antaño?”. ¿Qué responderle a François Villon? Tal vez la metáfora ayude. La nieve bajo la nieve. Todo blanco de novia o novicia, sin evidencia de acto alguno y debajo, desde aquí, el ningún sitio alcanzado por una invitación, en retrospectiva, la inabordable dimensión borrada de la que aún crece, desaparecido su objeto, el remordimiento, o donde hunden sus raíces retorcidas y sucias el arrepentimiento y la nostalgia, lejos de la pureza virtual del destilado. La nieve recuperada ya no es blanca, ni mucho menos nueva. No cae del cielo, sino que sube de la tierra, con todas las ásperas propiedades del suelo, bajo y traicionero. Disuelto el manto que los acolchaba, resuenan los pasos dados y emerge, rompiendo el blanco perfecto de la amnesia, la incorregible huella de lo sucedido: en una nieve conservada con sus manchas, captada en pleno uso por las cámaras contratadas, el punto que da perspectiva al espacio de una probabilidad. Por donde pasa la línea vertical de una fatalidad en suspenso, cada vez que la ley de gravedad es puesta a prueba y desafiada. El gran éxtasis del tallador en madera Steiner (Die groβe Ekstase des Bildschnitzers Steiner, Werner Herzog, 1984) es un documental deportivo con un tema muy concreto pero también, como el mismo título sugiere, una hipótesis metafísica, apenas deslizada sobre los esquíes del protagonista, involuntario héroe de una fábula kafkiana insospechada por el público general que lo sigue o el canal de televisión que financia la película [...]






Seguir leyendo:




19.10.19

XI. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El cuerpo de Karen Carpenter
En torno a la muñeca rota en
Superstar: The Karen Carpenter Story
(Todd Haynes, 1998)

Ricardo Baduell


Superstar: The Karen Carpenter Story



[...] Long ago” –cada “o” es una nota prolongada, la primera elevándose, la segunda cayendo, aspiración y pérdida acompañadas por la orquesta– “and not so far away…” –la emoción se estabiliza tras el arranque, modulándose hasta el ataque del estribillo–, canta Karen Carpenter ya ausente, desde el disco, en off, mientras la cámara, en la ventana de un coche, recorre un suburbio californiano en un plano secuencia cuyo movimiento rectilíneo uniforme, siempre en avance, como el tiempo, aunque el plano sea lateral, hace desfilar una tras otra decenas de olvidables fachadas de viviendas, con sus americanas cercas, sus americanos porches y, delante, sus familiares coches aparcados que, quietos, van pasando hacia atrás, monotonía y melancolía aunadas como causa una de otra así como la toma nos aleja inexorablemente del pasado y a la vez nos devuelve a él. Este travelling volverá repetidas veces a lo largo de Superstar: The Story of Karen Carpenter, el mediometraje de Todd Haynes perseguido, desde su realización en 1987, por el hermano de Karen, Richard, ya para sugerir el agotamiento provocado por las inagotables giras, ya la depresiva repetición de las situaciones, ya la falta de un cuarto propio para la cantante en su propio hogar, el de sus padres, a la siempre, aunque en vano, tal como se verá, vigilante sombra de su madre. Lo que se logrará en esta primera aparición, desde que irrumpe la voz, mientras los títulos de la película se sobreimprimen al paisaje suburbano con la cuidada y reconocible tipografía de las cubiertas de los discos de los Carpenters, es clavar, más que fijar, el tono emotivo que atravesará el conjunto y le servirá de eje. “With joy and grief / My heart is torn” (“Alegría y tristeza / desgarran mi corazón”): en el medio exacto se ve situado el espectador de Superstar desde este preciso momento, después de haber sido tentado por el estilo “biografía no autorizada” del comienzo, cuando al hallazgo del cadáver de Karen sigue el renacimiento de su voz desde el tiempo recién perdido. Dividido entre la ironía hacia lo irrisorio señalado por la parodia implícita en cualquier imitación crítica y el glorioso abandono sentimental a la evocación de un pasado irrecuperable que vuelve en densos raudales lacrimosos legitimados por lo real de la muerte investigada; entre el toque dolorosamente agudo del tiro al corazón que da en el blanco y la inesperada alegría provocada por el súbito acierto estético en la convergencia de impulsos tan diversamente orientados. ¿Cuál es la distancia adecuada desde la que apreciar esta película? ¿No descalifica esta costura hecha en el justo medio del abanico emocional todo intento de recostarse en uno u otro extremo de la brechtiana polaridad entre identificación y distanciamiento? Pero, a la vez, ¿no obliga a revertir ambos extremos hacia ese centro donde comprobar, manifiesta en la mayor tensión, la inseparabilidad de ambos, comparable a la que existe entre las dos caras de una moneda, siempre la misma de un lado y otro? 





Costura: como las del viejo monstruo de Frankenstein, entre los varios registros empleados por Haynes y los fragmentos narrativos de su recreación hay siempre un hilo que tira y duele, que fija la duda justo allí donde no puede resolverse. ¿Impiedad hacia los muertos, como acusaba el supersticioso pueblo al viejo doctor? ¿Burla, falta de respeto en este devolver al escenario de los vivos a quien no puede resistirse a ser objeto, al menos en efigie, del pase de magia invertido del hada de Pinocho? ¿O es el recurso a la marioneta, ya empleado por civilizaciones muy arcaicas, el modo más adecuado, o el más riguroso, puesto que conserva el rigor mortis, de representar a los muertos en la arena de la vida sin negar su condición? Ninguna respuesta que se me ocurra da la talla de la que obtiene, físicamente, del espectador al que consigue tocar, con su entramado instantáneo de estímulos y sostenida modulación de esa urdimbre, esta apertura de una película de menos de una hora, hecha con medios muy humildes, cuya difusión, más de treinta años después de realizada, sigue siendo clandestina [...] 










   



5.11.18

XVIII. "CARTAS, CUERPOS, ESCRITURA", Revista Shangrila nº 32, Shangrila 2018




LA CARTA BORRADA.
CORRESPONDENCIA ENTRE DESIGUALES

Ricardo Baduell

Paul-Emile Becat
Ilustración para Las relaciones peligrosas (Pierre Choderlos de Laclos)



Aunque posterior al objeto de nuestro estudio (Las relaciones peligrosas, Pierre Choderlos de Laclos, 1782, y sus trasposiciones a cargo de Heiner Müller, Stephen Frears y Milos Forman, realizadas en los años ‘80 del siglo pasado), La carta robada, de Edgar Allan Poe (1845), condensa en unas veinte páginas y en el retirado espacio de un discreto salón aristocrático –en al menos dos sentidos, como veremos– los rasgos esenciales del sistema epistolar y conforma por medio de esta concisión desprovista de peripecias un modelo irónico ejemplar no sólo para el relato policíaco –respecto al cual no se ha subrayado tanto el carácter humorístico como la vocación intelectual, estrechamente dependiente de aquél–, sino también para la interpretación de las relaciones sociales, tarea emprendida por lo común desde un punto de vista muy contrario. Tres versiones de Laclos, como tres diosas a París, se ofrecen a nuestro juicio: el juego consistirá no ya en elegir la favorita, pues eso ocurre, como le ocurrió a París, aun antes de empezar a discurrir, sino en situar las diferencias entre las tres puestas en escena traídas a concurso sobre las tablas de un teatro a la vez social, estético, político y vital. El ojo del contemporáneo requerirá un ajuste. 

¿Quién escribía en los tiempos de Laclos? ¿Entre quienes circulaban las cartas? ¿Hasta qué punto esa sociedad no sigue siendo el modelo de la empleada por Poe en su relato ambientado en un París puramente imaginario, un París intelectual, cuando lo escribe más de sesenta años después? Aunque el lector reconozca, tras las intrigas a las que aluden Dupin, al narrador y al prefecto de policía, al mundo de la monarquía de Luis Felipe, el carácter comprometedor de una carta dirigida a la reina remite a un universo, o a un régimen, más antiguo: sin ir más lejos, al de Los tres mosqueteros. Es un régimen cuya restauración postbonapartista no ha logrado relegitimar plenamente y en consecuencia se sobrevive a sí mismo, a solo tres años de las jornadas de Julio. Los caballeros reunidos en la “biblioteca o gabinete de estudios” de Dupin, donde se apersona el tan “divertido” como “despreciable” prefecto de policía en busca de auxilio, pertenecen también al viejo orden y es desde su privilegiada condición que tanto narrador como protagonista consideran al esforzado y corrupto funcionario, cabal representante de los tiempos modernos y sus modos de gestión [...]




   



24.9.18

XII. "RAINER WERNER FASSBINDER. SOLO QUIERO QUE ME AMEN", Jesús Rodrigo García (coord.), Shangrila 2018





Los soñadores y los transnochados.
De La Chinoise (1967) a La tercera generación (1979)

Ricardo Baduell



La Chinoise / La tercera generación



Oh, desdichada generación,
llorarás, pero con lágrimas sin vida
porque acaso no sepas ni siquiera volver
a aquello que, no habiéndolo tenido, ni siquiera perdiste.
Pier Paolo Pasolini, La poesía de la tradición



El entierro prematuro

Fassbinder fue precoz. Y envejeció igual de rápido. Su cuerpo, según la autopsia, a los treinta y siete años parecía el de un cincuentón. En el rodaje de Querelle (1992), sobre todo con gafas, se ve mayor. Sin embargo, aunque cansada, su mirada seguía siendo la de un joven: contestatario en política –con la tendencia reactiva de toda contestación–, sexualmente indefinido –a pesar de la variedad de experiencias– y profesionalmente inmaduro –incluso con más de cuarenta películas a la espalda–, aunque más no sea por la compulsiva necesidad de hacer del trabajo un juego, apostando y probándose a sí mismo en lugar de asumir la seriedad de la labor remunerada y el destino de la producción comercial. De hecho, le quedaban menos de un año y medio de vida y tan sólo cinco películas –llegó a hacer siete en un año– por delante cuando declaró, al terminar Berlin Alexanderplatz (1979), que por fin se sentía seguro de su oficio de director. Tomándole la palabra, es posible decir que La tercera generación (Die Dritte Generation, 1979), realizada justo antes de emprender el prolongado rodaje de la mencionada miniserie, financiada en gran parte mediante el recurso de prometer a sus colaboradores trabajo en tal magna adaptación de la novela de Alfred Döblin, fue su última obra de formación, aun si las demostraciones de habilidad y maestría ya dadas entonces no desmerecen de las que daría después [...]