3.5.25
PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila.
17.1.25
SEGUNDA EDICIÓN DE "LEYENDA DE PARADJANOV", Alberto Ruiz de Samaniego (coord.), Shangrila.
15.12.24
RESEÑA DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024
12.12.24
PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024
2.12.24
PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024
27.11.24
X. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024
22.10.24
II. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024
INTRODUCCIÓN
Este libro solo responde a lo que, con Louis Marin (Destruir la pintura), llamaremos el placer de hacer palabra la imagen: procurar, pues, del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.
El cineasta Raúl Ruiz sostenía que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método paranoico-crítico”, consistía sencillamente en ver en una imagen o sucesión de imágenes no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y figurativo de las imágenes y, en el caso de las películas, de los sonidos aislados del contexto. Además, una escena o un film secreto no aparecerá casi nunca en la primera visión; requiere, para su revelación, de una cierta rumia y extrañamiento.
Puede que, como las películas, también las imágenes conlleven escenas o cuadros clandestinos, gestos oblicuos y furtivos que esconden sensaciones y paisajes ignotos. Encontrarlos y perseguirlos puede llegar a ser una práctica, o una obsesión, apasionante. Tal vez ahí, en esa ronda un tanto noctámbula –y sonámbula–, radique una parte considerable de la emoción estética.
Por eso este libro es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Como señaló Barthes (La preparación de la novela), si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum –apuntaba Barthes– forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios.
Nada más lejano, entonces, en esta deliciosa derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto –placer barroco de las incidencias y las digresiones– que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo, dicho esto por recurrir a un término que remite a las viejas sesiones cinefílicas de antaño y que, como enseguida nos sugeriría el propio Barthes, está repleto de pesadas connotaciones lindantes con el tedio, y a veces con la pompa atroz de los circunstantes.
Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir –deseamos– el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada –y por tratar al menos en este caso de hacer una excepción a la normativa logocéntrica que nos conforma culturalmente– por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia, y, por qué no, también con aquellos viejos espectadores de la menesterosa cinefilia, los últimos hombres de las cavernas, al decir también de Raúl Ruiz.
Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.
Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo escritor-lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.
21.10.24
NOVEDAD: I. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024
Este libro solo responde al placer de convertir en palabra la pintura: procurar del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma, y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.
Por eso es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios.
Nada más lejano, entonces, en esta derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo.
Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia.
Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.
Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.
ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO
Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021), La musa inquietante (2022) y Hombres y Dios. Escenas de noche y misterio.
Es co-director del filme Pessoa / Lisboa.
13.3.24
II. "PREFERENCIAS", Julien Gracq, Valencia: Shangrila, 2024
Prólogo
UNA VOZ VENIDA DE OTRO MUNDO
Sobre Preferencias de Gracq
Alberto Ruiz de Samaniego
Entretanto es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de auténtica ternura. Y al llegar la aurora, armados de ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades.
Arthur Rimbaud, Una temporada en el infierno.
Preferencias tal vez sea el libro más áspero de Julien Gracq. Late en él un espíritu rimbaudiano —y lautréamontiano, que algunos bien pudieron confundir con ultramontano…— que no es otro que el de una intransigente rebeldía. Fiera y solitaria rebeldía —con tintes de orgullo romántico y luciferino— connatural a las exigencias de un adolescente. Voluntario y eterno soñador adolescente que no deja de enfrentarse al mundo y por ello tampoco puede consentir con las limitaciones, acomodos, enjuagues y fingimientos que el medio —ya sea el de la enseñanza, la crítica o el, así llamado, sistema literario— a menudo propone y, desgracia impeorable, impone como un directo al estómago.
Podría en este caso hablarse de eso que Benjamin tan certeramente definió como carácter destructivo, que, “joven y alegre” solo conoce una consigna: “hacer sitio; solo una actividad: despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre es más fuerte que todo odio”.
Gracq, por su parte, tratando precisamente de Rimbaud y otros como él, lo define como un “desprecio sofocante, un desdén sin medida (…) que constituye en los sujetos más dotados la reacción habitual al medio”. De modo que, llegará a afirmar, “El absurdo de la vida que se nos fabrica se aprende y se siente con una fuerza que nada igualará después (…), y es allí, en el descubrimiento de un divorcio escandaloso entre las condiciones de vida impuestas y las exigencias de un espíritu en el que nada todavía ha consentido a abdicar de sus exorbitantes poderes, donde se adquiere la sospecha desesperada de que «la vida está en otra parte»”.
Gracq, desde luego, nunca ha dejado de mostrar esta sospecha, diríase también que similar impaciencia y desespero. Podría condensarse en una suerte de aspiración a un absoluto de orden paradisiaco que, desde su admirado Novalis y el primer romanticismo alemán o el de Nerval, no ha dejado de manifestar, en palabras condenatorias de Gracq, “la tenaz nostalgia de una promesa destinada por nuestra culpa a no mantenerse”.
Más de una vez en este libro el escritor francés achaca la responsabilidad de tan triste destino a lo que, no lejos de la razón instrumental analizada por Adorno y Horkheimer, él mismo denomina —por los mismos años, por cierto, en que ambos pensadores están elaborando sus teorías— “la férula racionalista”.
De ahí que no sea nada extraño que, como cualquier lector de Gracq ya conoce, su poética se halle transida, de parte a parte, por una clara voluntad de imaginación. Imaginación creadora similar a la defendida con denuedo por el voluntarioso optimismo del grupo de los románticos de Jena que aquí Gracq analiza, considerándolo justamente como la auroral promesa de una civilización que todavía está por cumplirse.
La imaginación —eso es evidente en los gustos literarios igual que en la escritura de Gracq— vendría a compensar con su rumor fabuloso la dureza impía de la pura razón cartesiana o la impávida y fáustica fascinación moderna por la técnica —que el Nouveau Roman, por ejemplo, encarna a ojos de Gracq—. Y a prolongar, por tanto, o ampliar las posibilidades de una vida que necesita de esos antiguos sortilegios que no cesan de murmurar, ya sea —como en Preferencias se hace manifiesto— en la obra admirada de Jünger, de un Poe exiliado en su Norteamérica fabril y natal o en las queridas reminiscencias celtas que se aprecian en la tradición artúrica o en alguna novela de ambiente bretón de Balzac. He ahí el sonido que interesa al escritor, el que solo desea escuchar y defender, el “maravilloso ruido, un ruido único como el que se escucha en una caracola de mar”.
Porque es el oído, en efecto, quien decide. Para un escritor tan apegado al lenguaje, a la materia y la sustancia de la escritura —el humus o el nutriente de las palabras, todo lo que en ellas adviene y es implícitamente sobrevenido—, el acto de leer constituye una auténtica ceremonia esencial: la posibilidad más alta de compartir el secreto de la vida, de fundirse en ese “numen invisible y sin embargo manifiesto” que el acto de lectura proporciona, un tanto enigmáticamente. Fusión que se da no solo entre dos mentes, el escritor y quien lee, sino, más aún, entre dos hombres, en un acontecimiento de turbadora rostridad —al modo en que habló de ello Lévinas—. Acto para el que Gracq, siempre tan comedido o pudoroso en las cuestiones del espíritu, no duda en usar expresiones que lo acercan de algún modo a una dimensión sacral: en la lectura “se trata de un hombre solo que se dirige a otro hombre solo: un cara a cara casi siempre, un cara a cara sin intérprete y sin traductor. Una voz me habla y —abstracción hecha de centenares de lecturas quizá simultáneas que mi exclusiva atención anula— es mi oído el que decide”. La literatura, como la vida, es una cuestión de respiración, de respiración y estilo. Al cabo, todo se resuelve en esto.
Casi diríamos, entonces, respondiendo al conocidísimo envite de Rimbaud, que Gracq nos indica, precisamente, dónde está la vida: está en la palabra, en la palabra literaria; se reanima y transforma o transfigura a través del libro, de un libro cuando alcanza su tono, y el lector y el autor se hacen señas a través del timbre de una voz; voz del todo singular, como venida de otro mundo.
La vida que no está en la parte de la vida habrá de hallarse, condensada y salvada, en las páginas del arte, pues —como aquí se afirma en el ensayo fundamental sobre Los acantilados de mármol— “el mundo del arte no es nuestro mundo. Este libro, que hace que nos sintamos del principio al fin, y por decirlo de algún modo, en terreno de conocimiento, no nos descubre nuestro tiempo. Nuestra época es la materia, pero la cohesión interna de estas páginas, porque todo ha sido transmutado en ellas, hasta la última partícula, en el mundo del arte, es más fuerte, se impone mejor que la del mundo vivido: sentimos incluso que esta referencia al mundo vivido ya no le es esencial: la tensión interna que liga sus diferentes elementos ahora le es suficiente. Y comprendemos nuestro malestar de hace un momento, cuando buscábamos en cada página aquello que el libro quería decir. El libro no quería decir: era, únicamente, y competía más bien, nos parecía, a lo real informarse de él. Porque la temperatura a la que cristaliza la obra de arte, adquiere su esencial cohesión —a prueba de bomba—, ha sido conseguida aquí. Sobre los acantilados de mármol nos trae a la memoria la verdad de la frase de Mallarmé. «El mundo está hecho para desembocar en un hermoso libro». Y no a la inversa”.
Una voz, pues, venida de otra parte. Esto es lo que la literatura transmite: una suerte de mundo otro que allí se levanta y que “la obra alimenta con su sangre. Se diría que la obra está preñada de reminiscencias, de presentimientos, de analogías” que hablan más que nada a una “larga memoria más allá del telón que acaba de levantarse” (Gracq, sobre la Pentesilea de Heinrich von Kleist).
Bagaje inmemorial, trasmundo que se comunica de hombre a hombre, cara a cara, para alojarse, resplandor inolvidable, en lo más profundo de la psique humana, en lo que podemos llamar la in-memoria. Y que Gracq, de nuevo analizando la novela de Jünger, describe, con matices claramente sombríos, sepulcrales— de un tono que se nos antoja blanchotiano —como “las estancias selladas de la memoria en las que están grabadas imágenes imborrables, pero en las que ha tenido lugar una enigmática transmutación: esas estancias nos parece estar reabriéndolas como se reabrieron las tumbas de Egipto, en las que una dura corteza, resplandeciente, de pedrerías, de esmaltes, de láminas de oro, había inmovilizado la vida tras la rigidez de las máscaras funerarias, y dispuesto para siempre un mundo sepultado bajo el incomparable resplandor de la muerte”.
Puede que nunca haya sido Gracq tan explícito: el resplandor es inolvidable, e incomparable, por provenir precisamente de los dominios de la muerte. Es de ahí, y no de ningún otro lugar, de donde procede la fuerza que, rechazando las formas inmediatas de la vida, obsesiona “como ninguna otra” la imaginación.
Ahora entonces ya podemos entender la nostalgia de aquella edad de oro, por ejemplo, que fue el romanticismo alemán, mundo de Novalis o de Nerval que no era ajeno a la tragedia, “pero en el que al menos el hombre se encontraba constantemente sumergido en sus aguas profundas, mágicamente en armonía con las fuerzas de la tierra, irrigado por todas las corrientes nutritivas que necesita tanto como el pan”.
Sumergido, enterrado como el cuerpo muerto en la pirámide, aguarda el lector/autor la ceremonia adventicia de las potencias salvadoras, liberadoras: la venida, la vocación o el acuerdo, el pacto, la concordancia y el timbre de la voz que, como la aurora, por fin lo reanimará.
Resulta innegable que, cuando Julien Gracq nos comunica sus desacuerdos y preferencias, en el fondo está dándonos preciosas pistas sobre sí mismo y su escritura. Toda aquella información ante la que, precisamente, siempre se mostró tan cauto y hasta reacio.
Porque los pactos secretos o sagrados, como las tumbas, nunca se han de profanar.
26.2.24
RESEÑA DE "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Aberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2023.
18.2.24
RESEÑA DE "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Aberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2023.
28.1.24
RESEÑA DE "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Aberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2023.
27.1.24
RESEÑA DE "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Aberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2023.
30.11.23
NOVEDAD: "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2023.
Los cuatros ensayos de este libro recorren la emoción de ser un sujeto al borde de sí mismo; en vísperas, como quien dice, del absoluto. En el apartamiento de la noche retirada, se abrirá al goce de ser expuesto al contacto con la aparición.
En la pintura de Georges de La Tour nos hallamos, por ejemplo, en lo más profundo de la revelación. De manera que ese viaje pictórico no es otro que el de la transparencia. La transparencia sola de la luz, abriéndose paso en el corazón de la noche. Los protagonistas de sus cuadros se muestran como figuras imponentes, sumergidas en profunda oscuridad, al modo extático de una alucinación. Cuerpos esclarecidos al calor de la llama, transfigurados bajo la luz del fuego.
Si la experiencia de los esclarecidos de La Tour es la del despojamiento donde el hombre se pone –al desnudo, en el abandono y la fragilidad– de cara al dios, otros ensayos nos presentan esta situación desde diferentes perspectivas: la de San Pedro, traicionando a su dios, la de Dios mismo como un cadáver escandaloso, la del durmiente que visita en éxtasis la eternidad.
Existe una condición fraternal entre las aguas, el fuego y el sueño; dimensiones todas de licuefacción de las formas trascendentales de la sensación, el espacio y el tiempo. Lágrimas o fuego como signos del suspenso, del intervalo. La visión del cuerpo muerto del dios representa, sin duda, la crisis más angustiosa del sentido. Como en el dios muerto o en el cuerpo del dormido, en la ensoñación del santo abandonado, la claridad triste del agua de lágrima inunda propiamente esa imposibilidad que es una transición, ese momento en medio del pasaje en el que todo está oscuro o perdido. Desde ese radical desvalimiento se abre la existencia.
La soledad supone la verdadera prueba de fuego: es sin duda equiparable a la experiencia del desierto, el lugar poético por excelencia. Lo que los protagonistas de estos ensayos manifiestan, al cabo, es que solo donde el mundo y la compañía han sido desalojados y la tierra ya no da sostén, habrá de imponerse el permanecer poético en su mayor fuerza. La promesa o el don no pueden ser entendidos sin su preparación catastrófica.
ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO
Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021) o La musa inquietante (2022).
Es co-director del filme Pessoa / Lisboa.
14.11.23
II. "LA ORILLA DE LAS SIRTES", Julien Gracq, Valencia: Shangrila, 2023
Prólogo
PASAR AL ACTO
Alberto Ruiz de Samaniego
La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.
Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones
Sostenía Ricardo Piglia que los narradores son los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir. Esa misma capacidad de captación de los movimientos secretos del acontecimiento posee, y en grado sumo, Julien Gracq. Su prosa, tan precisa y exuberante, es como una sonda que penetra lentamente —y con pasos de paloma— hasta lo más arcano de las líneas de fuerza en que se juega el destino del mundo. Envuelta en una tensión irresistible, como en la inminencia de una revelación por fin decisiva, su escritura va cercando el territorio donde eso secreto anida y se transforma: se descompone o corrompe, crece en variaciones incesantes y acaba por fermentar, de forma un tanto larval y oscura; rodeado, como las corrientes eléctricas que avisan de una tormenta, de señales y presagios cargados de entera ambigüedad.
La palabra de Gracq se acerca a lo mágico o maravilloso —en el sentido teorizado por Breton— porque en esa ambigüedad que se extiende como jirones de niebla sobre el campo de lo real todo se afantasma, y entonces los límites entre la aparición, la realidad tangible y la propia alucinación se vuelven porosos. Lo maravilloso no se halla tampoco lejos de lo inquietante, o de lo tenebroso, en la medida en que esas figuras de la alteración o la descomposición se resuelven en una dimensión como de masa indeterminada, una ciénaga en la cual es necesario perderse para alcanzar su profundo conocimiento.
En la magia —ha notado Blanchot escribiendo precisamente sobre Gracq— las cosas buscan existir a la manera de la conciencia, y la conciencia se aproxima a la existencia de las cosas. Por un lado, entidades como la fortaleza, el lago, los acantilados o —ejemplo eximio— el volcán Tängri de esta novela, semejan contener una intención y esconder una disponibilidad enigmática. Por otro, los hombres pierden su autonomía y libertad, caminan como sonámbulos a pleno día, o se confunden con los elementos del paisaje, como si se hallase adherida su existencia a una suerte de pegamento cósmico; cuerpos apesadumbrados y cautivos en medio de una disolución brumosa. De ahí la importancia de las apariciones y los espíritus, que son menos espíritus que cosas, sustancias en proceso: conciencias que se diría fundidas o semienterradas en un telúrico entorno natural.
Existe en Gracq una clara atracción hacia procesos de hundimiento y desintegración; al colapso de las formas estables tal como lo manifiestan las ruinas, aquí encarnadas en esa ciudad decrépita que es Sagra. Las ruinas, en efecto, dramatizan con evidencia el desplome en una organicidad turbia y desarreglada: el mundo como un ilimitado cuerpo sin órganos en continua (de)formación donde los objetos pierden, en medio de la inestabilidad general, sus líneas o fronteras precisas; para dar lugar a los puros elementos o las fuerzas tectónicas que impulsan en cada momento el azar histórico. Figuras de un tiempo anacrónico, del todo inactuales, las ruinas —extraña presencia de un pasado sin presente que fue sin embargo presente en algún otro momento— dibujan esas zonas de mutabilidad que interesan a Gracq, estratificaciones en que dejó su marca severa el destino. Delante de ellas, el contemplador se sitúa ante las evidencias del tiempo mismo: como quien dice, de cara a él, tomando conciencia de la historicidad en tanto que destino, siempre trágico. Y del apoderamiento que las fuerzas de la naturaleza y el olvido efectúan sobre los afanes del hombre.
Se diría que la intensa prospección que el narrador de La orilla de las Sirtes realiza en relación con ese campo informe o inconstante, tan dudoso cuanto problemático, no puede más que conducir a una escritura envolvente —plena y gloriosamente barroca— que se halla en perpetua lucha con el equívoco o el espejismo. Los párrafos largos y preciosos, las descripciones sumamente demoradas y sinestésicas quieren dar cuenta de todas las vicisitudes, las alternativas de logros o de fracasos, de luces y sombras que van a ir conformando la comprobación de la cadena infinita de metamorfosis: la sustancia fluida en que las fuerzas del mundo se desenvuelven, se ocultan y muestran. Pues sabemos ya, al menos desde Heráclito, que el hacer pródigo y gratuito de la physis es inseparable de su deshacer: la naturaleza gusta de esconderse y encriptarse (kruptesthai).
El imaginario de Gracq procura moverse, por ello, en la más profunda intimidad del lenguaje. Desde luego, si hay algo evidente en esta escritura es la relación con la lengua, que en su caso es del todo abierta: se vuelve decididamente perceptiva; en el sentido de que la palabra deja de ser el instrumento que uno usa cotidianamente y se convierte en otra cosa, una invocación, un sutil engendramiento, o un conjuro. Y por eso, también, y tal como hacía Flaubert con sus textos, la prosa pletórica de La orilla de las Sirtes debería paladearse en voz alta, masticarse palabra a palabra como quien prueba un fruto precioso y muy raro, verdaderamente singular.
La misma tensión descriptiva —Gracq es un maestro de ese género clásico que fue la ecfrasis— promueve la elaboración de una suerte de compleja y continua mirada topográfica, lo cual no es nada extraño en un profesor de Geografía como lo fue Gracq a lo largo de su vida, amante además de fatigar los mapas, como él mismo ha recordado. Las escenas favoritas del autor están llenas de muros, fortalezas, criptas y descensos a cavernas, fisuras y fallas del terreno, islas y abismos. Todo colabora entonces a desdibujar la lógica simple de las fronteras, el aquí y el allá, lo alto frente a lo bajo: el espacio, anfractuoso y laberíntico, se llena de umbrales, desvíos, rupturas, interrupciones, recónditos e íntimos recovecos, como le sucede majestuosamente a la prosa misma de Gracq.
Con toda lógica, pues, lo que la novela va a ir destilando será la vocación —no del todo consciente— del protagonista por pasar al otro lado, cruzar en un acto decisivo el límite, la frontera que una tradición inmemorial y descuidada alguna vez impuso: zafarse del interdicto que impide o prohíbe el paso, y con él de la opacidad turbia, monótona: repetitiva de la vida cotidiana. De la decrepitud y vacío que encarna la ciudad de donde él procede, Orsenna: “ciudad intacta y carcomida” cuyo letargo como de momia o muerto-vivo la mantiene en una dimensión meramente retórica, en el peor sentido del término: vaciado todo gesto de su sentido vital, haciendo “que para todo el mundo conservase autoridad el signo, que sobreviviese a la cosa significada”.
Aldo, el protagonista y narrador, es un joven patricio militar perteneciente a una de las familias más antiguas de Orsenna. Cansado de la deriva mundana y banal de los bailes y reuniones de sociedad típicos de su rango, decide romper con la vida fácil y los placeres urbanos al ser enviado al frente sur de las Sirtes, como observador, es decir: como espía oficial de la Señoría, el poder que gobierna hace mucho tiempo en Orsennna. El viaje lo conducirá a un mundo de fuerzas elementales: praderas, estepas, juncos, lagunas y “altas hierbas de emboscada”.
Las Sirtes ha de verse como un reino sombrío y espectral, un finisterre dominado por una especie de genius loci o viejo dios cansado, Poseidón con su mano en forma de tridente, el capitán Marino:
Los ojos, ensombrecidos por la visera muy baja, eran de un gris frío de mar; a la mano curtida que seguía prolongando deliberadamente el apretón le faltaban dos dedos. El capitán Marino salía literalmente de la bruma, y algo me decía que ya no habría manera de devolverlo allí tan fácilmente. Un lugar curioso, aquel Almirantazgo así surgido de las brumas espectrales de aquel desierto de hierbas a orillas de un mar vacío.
La fortaleza de las Sirtes, territorio del confín, es un ámbito en letargo: “Yo abría mi ventana a la noche salada: todo reposaba en cincuenta leguas de costa, el farol del rompeolas sobre el agua durmiente ardía tan inútil como una lamparilla de noche olvidada en el fondo de una cripta”. Un espacio anegado por canales y terrenos lacustres, azotado por los vientos y las brumas: la avanzadilla bélica de un ancestral poder ahora por completo arrumbado:
Ante nosotros, más allá de un pedazo de landa comida por los cardos y flanqueada por varias casas largas y bajas, la niebla agrandaba los contornos de una especie de fortaleza ruinosa. Tras los fosos medio rellenos por el tiempo aparecía como una poderosa y pesada masa gris de muros lisos solo perforados por algunas aspilleras y la ocasional tronera para los cañones. La lluvia acorazaba sus losas relucientes. El silencio era el de un pecio abandonado; en los adarves embarrados no se oía el paso de un solo centinela; marañas de hierbas perladas agrietaban aquí y allá los parapetos de liquen gris; en las avalanchas de escombros que resbalaban hasta los fosos se mezclaba chatarra retorcida y restos de vasijas. La poterna de entrada revelaba el grosor formidable de las murallas: las buenas épocas de Orsenna no habían escatimado en gastos en aquella bóvedas bajas y enormes por donde circulaba un aire de moho y antiguo poderío.
Sin embargo, todo en La orilla de las Sirtes conduce a un ambiente de revelación, de iniciación y bautismo en esas aguas lustrales, terminales. Cada ocasión o jornada parece gestar una relación otra con las apariencias de las cosas:
Arrastrado —escribe Aldo— en aquella carrera exaltante hasta la más absoluta oscuridad, me bañé por primera vez como en unas aguas iniciáticas en aquellas noches del sur desconocidas en Orsenna. Algo se me había prometido, algo se me estaba desvelando; entraba sin luz alguna en una intimidad casi angustiosa, esperaba a la mañana, entregado a la ceguera ya como quien se adelanta con los ojos vendados hacia el lugar de la revelación.
En la estela de un libro que marcó profundamente a Gracq: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, Aldo se confronta en las Sirtes con la pasión de un vitalismo que se contrapone al abatimiento espiritual y completo de una civilización — ya hace mucho mortecina— en la que ha crecido. Podría suceder que Aldo, tal vez sin saberlo, fuese un nietzscheano: “En definitiva, encontraba en Orsenna un pueblo al que nada había preparado para pensar trágicamente. Colocada ante un problema tan alejado de su óptica habitual, y en el que las incógnitas quedaban arrasadas por los datos, Orsenna reaccionaba con la miopía testaruda de la extrema decrepitud”. Su viaje iniciático a las Sirtes ha desatado en él lo que podemos denominar “la pasión bárbara”: la cuestión de «lo otro», que lo llama y lo seduce, de una forma por completo irracional, exaltada, ciego como en un arrebato de amor.
He aquí el gran tema que La orilla de las Sirtes nos propone, bastante sigilosamente: la seducción de la barbarie. La vida elemental y, por fin, al parecer verdadera; el destino del sur representa antes que nada el término final que linda con el mundo de la auténtica pasión. No porque no haya pasiones intelectuales, sino porque del otro lado parece estar la experiencia pura, la Epifanía. Frente a esas pasiones elementales e inexorables encontramos, sin embargo, lo que representa Orsenna: el carácter ficcional de la política, la retórica vacía de unos signos periclitados: la vida gastada, enmohecida y parásita. O, último escalón de la degradación vital, Maremma: con su palacio veneciano sobre las aguas y sus escenas de fingimiento, prostitución y cortesía. Productos infectos —no está lejos Sodoma y Gomorra— de una irrealidad teatral que solo aspira a una existencia delegada, evasiva: parasitaria. Sometida al gozo y el abandono, el desorden, la confusión, el relajamiento de las costumbres y el exhibicionismo. La prueba es que Aldo, cuando habla de Orsenna, siempre pone en primer plano la intriga, la conspiración, el complot: los espejismos de la verdad. Y, en oposición a todo esto, el viejo espíritu guerrero y conquistador, la voluntad de poder de que hicieron gala los antepasados: la “facha austera de los viejos retratos de la época heroica colgados en los palacios de Orsenna”. He ahí también el valor de las imágenes, que incitan a pasar al acto. Sirven como recordatorio mortificante —para quien sepa o quiera interpretar tales señales— de que un pensar —y actuar— trágico quizás todavía sea posible.
De igual modo, la vaga existencia del Farghestán — la tierra enemiga más allá de la frontera— representa la gratuidad de lo caprichoso, inestable o impulsivo (como el propio volcán que domina su capital), el derroche tumultuoso de sentido y fábula, el azar y la vida nómada —sin nomos—, la cruel extensión del desierto: todo aquello que no se puede heredar, ni cultivar ni enseñar. En última instancia, se asocia con la poética seductora y pasional de lo salvaje, que también representa Vanessa, la amada de Aldo, último descendiente de una familia turbulenta y peligrosa que siempre ha conspirado contra el poder y la estabilidad embalsamada de la Señoría. Ella es como una musa inquietante de Chirico, o una sirena: una quimera simbolista. Su atracción es poderosa y fatal, del todo trastornante, desde luego peligrosa para cualquiera. Reina en un dominio ignoto, en cierto modo necrófilo, un más allá de amor y muerte:
Vanessa me acogía en su reino. Me acordaba del jardín Selvaggi y sabía qué me llamaba hasta aquel agujero de cienos enmohecidos. Maremma era la rampa de Orsenna, la visión final que paralizaba el corazón de la ciudad, la ostensión abominable de su sangre podrida y el gorgoteo obsceno de sus estertores. Un hechizo criminal curvaba a Vanessa sobre aquel cadáver como quien imagina al enemigo tendido ya en su ataúd. Su hedor era garantía y promesa. Con aquel mascarón de proa hecha mujer erguida a mi lado abriéndose paso, comprendí que Vanessa se había reunido en aquellas orillas perdidas con su visión predilecta.
El espíritu que Cavafis poetizó en su más famoso texto —Esperando a los bárbaros— ronda de este modo por todo el libro. Acaso, también, ese intervalo de tiempo que se dio en llamar Drôle de guerre, que comprende los meses —sombríos y sonámbulos— en que Francia, enemigo declarado ya del Tercer Reich, aguarda la invasión de su territorio, sin lanzar no obstante ataque alguno contra el enemigo:
Cuando pensaba en la orden que había recibido de Orsenna y en los ecos que me llegaban de allí favorables a los rumores que enardecían a la ciudad, me parecía que Orsenna se cansaba de su salud adormecida y, sin osar confesárselo, esperaba ávidamente sentirse vivir y despertarse con la angustia sorda que se apoderaba ahora de sus profundidades. Era como si la ciudad feliz, que se había dispersado por todos los confines del mar y había dejado irradiar durante tanto tiempo su corazón inagotable en tantas figuras enérgicas y en tantos espíritus aventureros reclamara ahora, en el fondo de su envejecimiento avaro, las malas noticias como una vibración más exquisita de todas sus fibras.
Pero también creemos vislumbrar, como una suerte de ruido de fondo y gesto también inaugural, la decisión tajante de Rimbaud —el poeta favorito de Gracq— cuando, sujeto a la fantasía de la muerte de la literatura como única posibilidad de acceso a lo real mismo, culmina el acto de despedida de la cultura y la sociedad de Occidente. Decisión sin duda de orden sacrificial, con un claro componente mítico: “Mi jornada ha concluido; dejo Europa” —escribió—. “El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos”. Recorre entonces decidido los puertos del Mar Rojo y en 1880 se radica definitivamente en Adén. Esos puertos que el poeta visita —Djedda (Arabia), Suakin (Egipto), Massawa (Eritrea), Hodeida (Yemen), Adén…— bien podrían equipararse a los asentamientos del Farghestán con los que Aldo fantasea, a su vez, contemplando las cartas marítimas en la sala de los mapas de la fortaleza. Un mismo afán expiatorio, parecido ritual de segregación y vacío que el de Rimbaud adentrándose en el desierto, encontramos en las intenciones de Aldo:
Yo había deseado aquel exilio por una repentina necesidad de desapego: me aportaba un equilibrio. No echaba de menos los placeres perdidos de Orsenna. Casi nunca salía del Almirantazgo; asombraba a Fabrizio cuando rechazaba los placeres más accesibles y los amores de una hora que iba a buscar casi cada semana en Maremma. Yo no los necesitaba. Para mí, las privaciones apenas justificadas que iban ligadas a aquella vida perdida de las Sirtes y el sacrificio voluntario que implicaba a cambio de nada, encerraban la promesa de una oscura compensación. En su propia vacuidad, su despojamiento y sus normas severas, parecía reclamar y ameritar la recompensa de una emoción más profunda que toda la mediocridad y el refinamiento que la vida de fiestas de Orsenna me había ofrecido. Aquella vida austera se consagraba claramente, en la evidencia de su misma inutilidad, a algo que fuese digno por fin de tomarla; reclamaba un soporte a la altura de su impulso hacia el vacío desdeñosa de apoyos vulgares y como aventurada en precario equilibrio sobre un abismo.
La contemplación de las cartas marítimas constituye, desde luego, el primer signo de la transformación anímica del protagonista. La bóveda donde se guardan los registros cartográficos actúa como una copa alquímica donde se producirá la fermentación espiritual. En ese ámbito que recuerda a una cripta, lugar del secreto y de la conversión, Aldo será iniciado en el espíritu heroico de los antepasados:
Poco a poco, sin embargo, había empezado a colorearse para mí de un reflejo singular; el ocio de los primeros días tendía a organizarse a mi pesar alrededor de lo que no podía seguir dudando en reconocer como un misterioso centro de gravedad. Un secreto me ataba a aquella fortaleza, como ata a un niño un escondrijo descubierto entre unas ruinas. A primera hora de la tarde y mientras el sol ardía, quedaba vacío el Almirantazgo con la hora de la siesta; a través de los cardos recorría los fosos hasta la poterna sin ser visto. Un largo pasadizo abovedado con escalones separados y húmedos me conducía al reducto interior de la fortaleza: caía en capas sobre mis hombros el frescor sepulcral y entraba en la sala de los mapas.
Otros signos luego se sucederán: una noche, se avista la sombra de una vela, un navío misterioso que franquea la línea de las patrullas; en otra ocasión, en las ruinas de Sagra, Aldo encuentra un bajel que tal vez use el enemigo; posteriormente, la iglesia de San Dámaso, en Maremma, se agitará infestada de rumores, advocaciones y conjuros, signos pululantes y sulfurosos de una revuelta que aparentemente no deja de crecer…
Aldo —conviene tenerlo en cuenta— es un lector o intérprete un tanto neurótico, un perseguidor paranoico y obsesivo de todos esos indicios; ve detalles en los más leves signos: gestos etéreos o rastros mínimos que pone en relación, como se actúa precisamente en la interpretación de un mapa. Activa esos puntos aislados que ha entrevisto, tal si buscase una ruta perdida que le permita rasgar el velo de las apariencias, y alcanzar con ello una dimensión por fin nueva, desconocida. Mística del acceso (al) más allá.
Hay reminiscencias de Achab en Aldo, cuando lo vemos visitar con reiteración precisamente la sala de los mapas; trazando líneas, observando las rutas suplementarias de un espacio no recorrido hasta ahora. En este lugar se encierra —y enciende— el joven e impetuoso soñador para tratar de atrapar las líneas del destino. Entra en esa bóveda como quien se funde en la gruta donde la naturaleza ha encriptado su sino. Algo en ese su deseo febril y transgresor que se incuba en la sala de los mapas recuerda efectivamente a Achab, que remite también a Jonás en el vientre del Leviatán. Que a su vez remite a Noé y al diluvio. La cripta de los mapas, santuario que custodia los recuerdos del pasado guerrero de Orsenna y promete los designios futuros, es la cabina del Pequod y, a la vez, el arca de Noé: el arca antes de la catástrofe. Antes del sacrificio trágico.
La novela está imbuida, ciertamente, de un ambiente apocalíptico. Funestos presagios vaticinan una conflagración dramática, el fin de una pasividad o una apatía un tanto bufonesca amén de insignificante: “más que a una nueva erupción, recordaba a las lluvias de sangre, al sudor de las estatuas, a una señal negra izada en lo alto de aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o de un diluvio”. Un fin de mundo se va gestando envuelto en aires de profecía y oscuras premoniciones. Todo ello traduce la fascinación, entre angustiada e histérica, de una población —con Aldo a la cabeza— que irá cediendo al vértigo de la acción inexorable, la que habrá de provocar tal vez el enfrentamiento final y acaso la caída de la entera civilización, y con ello todo lo que Orsenna representa:
una ciudad amenazada, una corteza carcomida hundiéndose a trozos bajo un peso excesivo en aquellos pantanos de los que había sido flor suprema. Como el rostro de una mujer aún hermosa y sin embargo irremediablemente envejecida que la luz fúnebre de la madrugada hace de pronto desmoronarse, el rostro de Orsenna me confesaba su cansancio; un soplo de anunciación remoto dentro de mí me avisaba de que la ciudad había vivido demasiado y que le había llegado su hora, y entonces, arremetiendo yo mismo contra ella malignamente desafiante en esa hora turbia en que se declaran los tránsfugas, sentía que las fuerzas que hasta entonces la habían sostenido cambiaban de bando.
Luego, las monsergas religiosas que circulan por la iglesia de San Dámaso —señales y visiones de desastres y nacimientos, de catástrofe y de fuegos purgativos: ese santo lugar es como una gran reserva de energía indómita— redoblarán las impresiones y las interpretaciones impulsivas que han ido fermentando en el corazón aventurero —jüngeriano, sin duda— del ardiente Aldo, implementadas morbosamente por su propio deseo transgresor, enfebrecido además por las sugerencias y los ímpetus carnales de Vanessa y la familia Aldobrandi.
Profético, herético, apocalíptico, el volcán Tängri del Farghestán se erigirá al fin como la criatura en la que concurren todos los signos de la pesadilla largo tiempo anhelada: el fin de un mundo y la erupción incierta de un orden nuevo que habrá de nacer necesariamente de la muerte misma:
muy alto, muy por encima de aquel vacío negro, erguido con una verticalidad que se cernía sobre nuestras nucas y pegado al cielo con una ventosa obscena y voraz, emergía de una espuma de nada una especie de signo de final de los tiempos, un cuerno azulado, de una materia lechosa y ligeramente rielante que parecía flotar, inmóvil y definitivamente ajeno, final, como una extraña concreción del aire. Angustiaba el oído, el silencio alrededor de aquella aparición que invitaba al grito, como si el aire se hubiese vuelto opaco a la transmisión del sonido, y frente a aquella pared constelada, evocaba el final flácido y nauseante de las pesadillas sobre las que oscila el mundo, y donde ya no nos llega el grito de una boca incansablemente abierta sobre nosotros.
El volcán surge como un intensísimo lugar de imantación. En “aquella aproximación nocturna a la cosa desconocida todo el barco se cargaba de una electricidad sutil”, reconoce Aldo: “Un hechizo nos tenía ya atados a aquella montaña magnética. Una espera extraordinaria, iluminada, la certeza de que iba a caer el último velo mantenía en vilo aquellos minutos estragados”.
El volcán Tängri, negra boca sagrada de sombra que expulsa fuego y muerte, es la cosa misma —en puro sentido lacaniano—: el oscuro corazón negro de lo real, atractor fascinante y tremendo que consume, hasta la fatalidad, a quien allí se aproxime, como una mariposa es atraída por el fuego.
Por eso, el narrador nos habla —no puede ser de otra manera— desde la pérdida y la derrota: escritura después del diluvio. Amor fati nietzscheano. Ha dicho sí a la vida hasta su dimensión más trágica; ha tocado el vórtice o el secreto mismo del universo: las fuerzas que disponen sus elementos y los alteran, los engendran y los disipan. Y el velo de lo real finalmente se ha rasgado:
Cuando el recuerdo me lleva —apartando por un momento el velo de pesadilla que sube del rescoldo de mi patria destruida— a aquella noche en la que tantas cosas quedaron en suspenso, sigue fascinándome la asombrosa, la embriagadora velocidad mental que parecía quemar los segundos y los minutos, y por un momento tengo el convencimiento siempre singular de que se me dispensó la gracia —o más bien su grotesca caricatura— de penetrar el secreto de los instantes que se revelan a sí mismos a los grandes inspirados.
Voluntad y pasión funesta, compulsión de muerte que va fatalmente ligada a la suprema afirmación trágica de la existencia. Melancolía, prueba atroz y sabiduría del desengaño, al cabo. La escritura constituye también la expiación de quien ha tenido el valor, o la demencia, de cruzar la frontera, y pasar al acto:
yo no contaba con las palabras para decirle lo que Marino o una mujer enamorada habrían entendido con una mirada. Lo que yo quería no tenía nombre en ningún idioma. Estar más cerca. No seguir separado. Consumirme en aquella luz. Tocar. Abrasarme en aquella luz surgida del mar.