25.3.25
25.11.24
PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "LA PASIÓN DE LO VISIBLE. FÉLIX GUATTARI Y EL FUTURO DEL CINE", Josep M. Català Domènech. Shangrila, 2024
13.11.24
II. "EL ÚLTIMO QUE APAGUE EL PROYECTOR", Miguel Ángel Montes Beltrán, Valencia: Shangrila, 2024
INTRODUCCIÓN
Me dijo en cierta ocasión un director de cine que cada película son tres películas: la que se escribe, la que se rueda y la que se monta. A esas tres habría que añadir otra que son muchas: la que ve cada espectador.
Sospecha uno que las historias, todas las historias sea cual sea su formato, las que contamos y –sobre todo– las que tanto nos gusta que nos cuenten, funcionan como amuletos o exorcismos para ordenar la existencia, explicarla y protegerse de ella. Porque –quién más, quién menos– cualquiera, a poco que cometa el error de pararse a pensarlo, puede percibir su propia existencia como una redacción caótica en la que el sujeto no acaba de encontrar su lugar como tal, asediado como está por predicados más casuales que causales, extravagantes o abiertamente hostiles, sin el consuelo de poder cohesionar el conjunto auxiliado por verbos inquietos y caprichosos cuyo significado entiende vagamente porque, además, carece del diccionario adecuado (que no existe). Poco importa el soporte, cine, literatura o simple relato oral, ficción o documental, ensayo o novela. Donde hay relato hay orden, hay estructura, con suerte hay el bendito planteamiento-nudo-desenlace que empaqueta tan bien la vida, reconcilia con la realidad y regala la tranquilizadora impresión de que por fin hemos entendido algo.
Como la crítica no deja de ser otro género literario, y por tanto cuenta historias, y por tanto es ficción, está sujeta al mismo principio que muy juiciosamente expresaba ese director, de suerte que cada ensayo crítico en realidad son tres: el que se piensa, el que se escribe y el que le da la gana publicar a algún otro. Más el que tiene a bien leer el lector, a su vez soporte y vehículo de otras historias parecidas o diferentes que contará o no y vuelta a empezar con el entretenido juego de espejos de la búsqueda de seguridad.
Pero volviendo al principio de esta introducción, el propósito de las páginas que siguen, si lo hay, sería contribuir a hacer emerger una quinta película: la resultante de ver el cine al trasluz de las experiencias de sus artífices, de las influencias, de contextos y pretextos y, en definitiva, de todo el entramado imaginable de historias que acaban tejiendo cada historia individual. Ampliar el campo de visión al hablar de las películas para restituirlas al relato más complejo y menos ordenado de donde proceden. Incluir el fuera de campo. Por eso no hemos respetado la voz singular del narrador y la hemos roto donde nos ha parecido a tajos de otras voces, reales y ficticias. La “coralidad” suele ser buen disolvente de la estulticia de uno solo.
Si estas páginas contribuyen a devolver al lector al magma originario del que surgen o en el que se hunden las historias, no será lo peor que le pueda pasar.
11.11.24
NOVEDAD: I. "EL ÚLTIMO QUE APAGUE EL PROYECTOR", Miguel Ángel Montes Beltrán, Valencia: Shangrila, 2024
La vida es esa película que escribimos mientras se proyecta,
sin posibilidad de segundas tomas ni cambios en el montaje.
(Malú Pantera, en La vida entre otras cosas, Shangrila, 2023)
La crítica cinematográfica es un género de ficción como otro.
La cosa funciona así: alguien concibe una historia que cuenta valiéndose de los medios expresivos propios de las películas, una historia cuyo origen se sitúa en otra parte, una novela, cuento, drama o la biografía (otro género de ficción) propia o ajena. Esa historia suscita otra en la mente del espectador-crítico, quien la cuenta usando los medios expresivos propios de la literatura y en el proceso superpone su propia historia a la primera suplantando la voz del narrador original.
Este libro procede no de la reflexión sino de la amistad. Ángel García del Val me pidió escribir una serie de textos que complementasen un proyecto que llevaba algún tiempo desarrollando bajo el título Fantasmas del cine, entrevistas ficticias con ectoplasmas de cineastas. Lo que me obligó a escuchar a los muertos.
Por eso cuando aquí se habla de Lo que el viento se llevó resuenan los ecos de Mitchell, Selznick y sus damnificados, el King Kong en lo alto del Empire State transparenta la conquista de la cumbre del espectáculo por dos aventureros que también venían de la selva, de las imágenes de La parada de los monstruos emerge el pecado de honestidad que tan caro pagó su director, tras La noche del cazador asoma la semblanza que de Laughton hizo von Sternberg después de intentar dirigirlo, a Psicosis se le superponen la polémica de Hitchcock con Chandler y la onda expansiva que la sombra del británico, amplificada por el horror de Vietnam, estampó en el cine de terror posterior, Raíces profundas se revela trasunto de las experiencias bélicas de Stevens, por La Puerta del Diablo entra el indio más carismático y menos indio de la historia de Hollywood o el fracaso de los héroes de El hombre que pudo reinar encuentra su correlato en las películas que Huston no pudo rodar.
Porque es el hombre, al fin, el ser humano y su variable circunstancia,
lo que ha de hallarse en esa encrucijada
del contarnos a nosotros mismos de muy distintas y variadas formas.
(José María Morera: Morera, y ya está, Shangrila, 2023)
MIGUEL ÁNGEL MONTES BELTRÁN
Valencia, 1958.
Escribió en Cartelera Turia, Contracampo y otras publicaciones.
Desertó del servicio militar, lo que le brindó la oportunidad de conocer por dentro una muestra representativa de las prisiones españolas, hasta ocho, en dos estancias interrumpidas por otras tantas fugas.
Perdió la inocencia de tanto mirar por el ojo de cerradura de tanta cámara de cine y vídeo, ya en la posición relativamente resguardada del operador (Cada ver es… [Ángel García del Val, 1980-81], La muerte de nadie (El enigma Heinz Ches) [Joan Dolç, 2003], La bicicleta [Sigfrid Monleón, 2005], Huella latente [José Ángel Montiel, 2006], Operación Kobra [Carles Palau, 2008], El artificio [José Enrique March, 2009], La caída [Joan Dolç, 2012], En el umbral de la consciencia [Carlos Pastor, 1991-2012] y un largo etcétera), ya en la más expuesta del director: Hibakusha (1985), Chapao: crónica de un reto (1996), Survivir (Retazos centroamericanos) (1998), …y la tierra era fértil y el aire sano (1999-2000, presentada fuera de concurso en el International Documentary Film Festival Amsterdam), El fin de la algarabía (2002, Premio Tirant lo Blanch), Escenas de la lucha de clases (2003), L’edat daurada (2004, Premio Tirant lo Blanch)…
El catálogo del II Mundial Cinema Film Fest se refiere a él como “cineasta de insólita y majestuosa trayectoria”.
Autor de los libros La vida entre otras cosas (Shangrila, 2023), Morera, y ya está (Shangrila (2023) y ahora El último que apague el proyector.
6.11.24
II. "DISTOPÍA, CINE Y CAPITALISMO. VARIACIONES SOBRE EL FIN DEL MUNDO", Iván Gómez, Valencia: Shangrila, 2024
PRESENTACIÓN
La película más distópica estrenada en los últimos años, y una de las más inquietantes, es Misión imposible: Sentencia mortal – Parte 1 (Christopher McQuarrie, 2023). En el film, los agentes liderados por Ethan Hunt deben enfrentarse a la “entidad”, una especie de algoritmo autónomo capaz de cosas increíbles, como simular ataques inexistentes a submarinos, deshacerse de enemigos de toda condición o eludir, como si fuera una versión posmoderna de Hal 9000, a sus perseguidores humanos con cierta facilidad. A diferencia de lo que ocurría en el clásico de Kubrick, donde el objetivo era la desconexión de Hal, en Misión imposible todo el mundo quiere controlar esa entidad proteica y autónoma, sabedores unos y otros que su posesión y domesticación es una llave para dominar el mundo, o para destruirlo. Los terroristas a los que persigue el superagente Ethan Hunt piensan en el gesto nihilista final, la gran destrucción del mundo como la obra definitiva. Pretenden la consecución de la distopía, o ponerle fin con la destrucción de la humanidad, según se crea o no que ya vivimos en el peor de los mundos posibles.
La otra cinta que habla de la distopía sin ser una película de ciencia ficción ni aparentemente tener gran cosa que ver con ella, es la exitosa Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023). No es en sí la historia del invento nuclear lo que aquí interesa, algo muy explorado por todo tipo de distopías a partir de los años cincuenta. Lo interesante de Oppenheimer es la imagen sobre el fin del mundo que tiene en su mente el científico creador de la bomba atómica. Aunque sea una probabilidad remota, estadísticamente inapreciable, la imagen obsesiona a Robert Oppenheimer. Lo cierto es que el fin del mundo, del nuestro, nunca llega, pero para los habitantes de Hiroshima y Nagasaki sí lo hizo. Para ellos la distopía cayó del cielo, proporcionada por un avión de grandes dimensiones, una bomba tan letal como inteligentemente diseñada (de hecho, dos bombas con mecanismos de acción diferentes) y el beneplácito de quienes justificaron unas muertes por el ahorro de otras.
Estas dos historias plantean algunas conexiones interesantes. Se trata de dos relatos sobre el poder y el orden, la amenaza de la anarquía y el caos, la destrucción total y el fin del mundo. Todo es un problema de enfoque. Para los terroristas de Misión imposible conseguir el control de la “entidad” supondrá el fin del mundo, lo que supuestamente desean (hay que ver la segunda parte). Para Ethan es justo lo contrario, puesto que el orden solo podrá garantizarse mediante el control, o quizás la destrucción, de ese poderoso algoritmo informático. Para quienes financiaron al equipo de Oppenheimer el fin del mundo habría llegado si los alemanes hubiesen conseguido la bomba atómica antes que ellos. Para los japoneses el fin del mundo llegó en agosto de 1945, sin más. Se trata de enfoques de suma cero. Fantasías de destrucción total en las que se gana o se pierde todo, sin puntos medios ni soluciones de compromiso.
Este tipo de historias resulta atractivo para los espectadores. Hay riesgos, villanos de película, héroes con gran arrojo, antihéroes bien parecidos, objetivos muy altos y peligros que suenan muy auténticos, en particular al hablar del fin del mundo, del nuestro, se entiende. Pero también hay una serie de discursos, explícitos e implícitos, conscientes algunos y otros, en cambio, resultado, sin más, de la propia interacción de los elementos ficcionales, relacionados con la ciencia, la tecnología y la política que dan a este fenómeno tan omnipresente una fuerza cultural bastante inusitada. Tan amplia es la fuerza gravitacional del planeta distopía que acaba atrayendo a productos como los que abrían esta reflexión. No creo que las críticas de las películas de McQuarrie y Nolan las califiquen como distopías, porque no lo son. Pero sí contienen reflexiones sobre algo que podríamos llamar el impulso distópico, que puede manifestarse en unas ganas terribles por acabar con el mundo o bien por evitar semejante desastre (si hay que evitar el fin del mundo es que el riesgo existe).
La distopía se ha convertido en una forma cultural dominante en nuestro tiempo. Y lleva décadas siéndolo. Desde que en los años sesenta el número de distopías cinematográficas iniciara su crecimiento, han sido muchísimos los ejemplos, tendencias y modalidades de lo distópico en cine, televisión y literatura. Habrá que preguntarse por las causas, por supuesto, y por la evolución de este fenómeno ya longevo. También por las propuestas políticas que habitan tras estos productos, a veces polémicos, otras veces repetitivos y algo más inanes, pero casi siempre interesantes como objeto de estudio.
Antes de enunciar una serie de cuestiones preliminares, sí me gustaría hacer mías unas afortunadas palabras de Francisco Martorell Campos. En su ensayo Contra la distopía, este autor confiesa su devoción por el género, que ha consumido a lo largo de los años, para manifestar también un cierto hartazgo por la repetición de propuestas y, en parte, por la falta de horizonte político que se desprende de muchos de estos productos (ya volveremos sobre eso). Debo confesar que, al igual que Martorell Campos, llevo muchos años dándole vueltas a esta cuestión de las distopías. Con el paso de los años he creído pertinente elaborar la interpretación que el lector tiene entre manos, cimentando mi recorrido en las siguientes intuiciones que, con las páginas, pretenden convertirse en argumentaciones: a) las distopías son propuestas políticas orientadas hacia el futuro elaboradas a partir de las visiones desviadas sobre nuestro presente inmediato (por tanto, algo más que meros diagnósticos); b) las distopías plantean discursos sobre ciencia y tecnología que deben analizarse desde una perspectiva que comprenda y examine las implicaciones éticas y políticas de dichos discursos; c) la distopía ha constituido una respuesta desde el terreno de la ficción a la propia evolución del sistema capitalista, cuyas dinámicas han ido pautando y moldeando los mundos futuros que el género imaginaba; d) el género distópico es tan extenso e inabarcable que siempre encontraremos una excepción a cualquier intento de generalización que hagamos, lo que no debería invalidar nuestra definición de una tendencia o una línea de fuerza dentro de ese género tan dúctil y adaptable a diferentes escenarios históricos y políticos.
Nuestro ensayo toma como punto de referencia para el análisis de la distopía las manifestaciones cinematográficas. Esto puede parecer, y es, una decisión operativa. Tratarlo todo es imposible y puede que tampoco sea deseable, aunque ese es otro debate. Pero la elección tiene un motivo: el cine y la distopía tienen casi la misma edad. El capitalismo moderno es más antiguo que el cine, peo se acelera mucho a lo largo del siglo XIX y muy especialmente a finales del mismo, justo cuando el invento de la imagen en movimiento inicia su andadura. El lector puede imaginar tres largas líneas (distopía, cine y capitalismo) que arrancan, para los propósitos de este ensayo, en 1895 y que se van entrecruzando e influyéndose mutuamente. Pero hay otro motivo para centrarnos tanto en las representaciones cinematográficas. Es precisamente el cine el que ha suministrado las imágenes más impactantes sobre esos futuros distópicos pensados por la literatura. Los lectores ponen sus propias imágenes a lo leído. El cine suministra la misma imagen para todo el colectivo de espectadores, millones de personas en ocasiones, que pueden igualmente hacer sus propias interpretaciones sobre lo que han visto, pero partiendo de un conjunto de imágenes ya fijadas.
Por supuesto que nos referiremos y estudiaremos distopías literarias, como también citaremos algunas series de televisión, cuestión que nos permitirá reconstruir mejor determinados contextos culturales. El objetivo principal será analizar qué debates activa el fenómeno distópico y cómo lo hace a través de una cronología y una evolución que puede entenderse mejor, creemos, tomando el cine como eje central. De ahí que insistamos a lo largo de las páginas en la expresión “pensamiento distópico”, que es una manera de designar un impulso que atraviesa la ciencia ficción a través de las décadas.
El pensamiento abstracto es, en ocasiones, un proceso de deambulación, de visitas repetidas, entradas y salidas en las mismas habitaciones en días distintos. Así está pensado este texto que, no obstante, pretende huir por completo de oscurantismos teóricos y filosóficos, y que buscará de manera recurrente un apoyo textual a las afirmaciones que contiene.
La primera vez que escribí un texto largo sobre las distopías era más joven, más imprudente, intelectualmente hablando, pero no necesariamente más entusiasta ni más curioso que ahora. Mi gusto por este género reside en la posibilidad de entrecruzar lecturas de muchos ámbitos para intentar arrojar algo de luz sobre el fenómeno o, mejor dicho, luces de colores algo diferentes a las provenientes de excelentes estudios y autores que han precedido mi esfuerzo. Afortunadamente puedo aprovechar mejor ahora ese legado que hace quince años. De ahí que este texto tenga un aparato de notas que no he querido en modo alguno aligerar ni resumir, para que así pueda, al menos, seguirse la historia intelectual que ha forjado el libro que el lector tiene entre manos. Que al menos pueda encontrarse en esta reflexión ese mérito, si otro no cupiera entre sus párrafos.
4.11.24
NOVEDAD: I. "DISTOPÍA, CINE Y CAPITALISMO. VARIACIONES SOBRE EL FIN DEL MUNDO", Iván Gómez, Valencia: Shangrila, 2024
Nadie puede predecir el futuro con exactitud. No sabemos si la ciencia y la tecnología lograrán solventar nuestros problemas para construir finalmente una utopía digital en donde vivir eternamente. Puede que suceda lo contrario y acabemos nuestros días en un mundo degradado y al borde de la total extinción. Las distopías han imaginado muchos futuros posibles, desde mundos postapocalípticos a sociedades dominadas por la tiranía del ciberespacio. Todos esos futuros distópicos comparten algo. No son buenos lugares para vivir. Pero es imposible saber qué ocurrirá el día de mañana, de ahí que imaginar escenarios posibles sea tan importante. En realidad, las ficciones distópicas están más preocupadas por nuestro presente inmediato que por lo que ocurrirá en el futuro. Diseccionan de manera despiadada los entornos políticos y sociales actuales y advierten sobre nuestro enorme potencial como especie agresiva y aniquiladora. El futuro está ligado a la tecnología, y ésta puede ser aterradora. De nosotros depende, en gran medida, llegar a un escenario u otro. Pero no faltan advertencias; las podemos encontrar en historias como Minority Report, Blade Runner 2049 o Civil War, o en sagas juveniles como El corredor del laberinto, Divergente o Los juegos del hambre. Algunas de las cosas que plantean estos relatos ya han ocurrido, pero otras todavía no. En nuestra mano está evitarlo.
IVÁN GÓMEZ
(Mataró, 1978) es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona, y doctor en Derecho y Ciencia Política por la Universidad de Barcelona. Es Profesor Titular de Nuevos Medios Audiovisuales en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universidad Ramon Llull), en donde imparte diferentes asignaturas tanto de grado como de máster. Es autor y coautor de diversos ensayos sobre cine y televisión, como Cine y Derecho en los EE.UU. (1930-2023) y Videodrome. La distopía según David Cronenberg, ambos publicados en Shangrila Textos Aparte (2023 y 2020), Bullitt. Un policía llamado Steve McQueen (Laertes, 2016), El sueño de la visión produce cronoendoscopias (Laertes, 2014), Ficciones Colaterales: Las huellas del 11-s en las series “made in USA” (UOC Press, 2011) y Adaptación (Trípodos, 2008). Ha dedicado diversos artículos en obras colectivas y revistas académicas a la ficción serial estadounidense, al cine fantástico español, la ciencia ficción y las distopías o el fenómeno de la autoficción, entre otros temas. Los artículos han aparecido en revistas como Pasavento, Rilce, Brumal, Letral, Cultura, lenguaje y representación, Fotocinema o Hispanic Cinemas. Colabora regularmente con la publicación Serielizados. Ha sido profesor visitante en la Universidad Católica Portuguesa (Lisboa). Es abogado e investigador de temas relacionados con los estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad.
30.10.24
II. "LA PASION DE LO VISIBLE. FÉLIX GUATTARI Y EL FUTURO DEL CINE", Josep M. Català Domènech, Valencia: Shangrila, 2024
REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
La mente filosofante nunca piensa simplemente acerca de un objeto, sino que, mientras piensa acerca de cualquier objeto, siempre piensa también acerca de su propio pensar en torno a ese objeto
R. G. Collingwood (The Idea of History)
Consideremos un mundo en el que causa y efecto sean erráticos. En ocasiones la primera precede al segundo, a veces es el segundo el que antecede a la primera. O quizá las causas se encuentran siempre en el pasado y los efectos en el futuro, pero un futuro y un pasado que se entrelazan
Alan Lightman (Einstein’s Dreams)
Puede parecer una paradoja, pero ver una imagen no es nada fácil. Si se considera que el cuerpo de la imagen es básicamente estético y la estética se circunscribe a lo sensible, la imagen queda automáticamente relegada a un segundo plano. Se puede llegar a pensar que la labor de una imagen, más que dar a ver, sería hacer sentir, provocar afectos, como afirma Deleuze. A la imagen, o bien la ocultan las sensaciones que produce o se oculta tras aquello que se supone que representa. Ocuparía esa estulta posición que denunciaba Confucio al afirmar que, cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo. Pero la imagen ha sido siempre ese dedo, metido en el ojo del sabio.
Este libro pretende, en principio, acercarse al cine a través del pensamiento de Félix Guattari, quien colaboró con Deleuze en una serie de estudios trascendentales, pero no elaboró, al contrario que su compañero, ninguna teoría cinematográfica concreta. Sin embargo, hizo algo que no hizo ni pretendió hacer nunca Deleuze: dedicarse al cine. Deleuze tiene una teoría fílmica, mientras que Guattari apunta a una práctica fílmica. Algo parecido sucede con respecto a otros medios, como la pintura, el teatro o la novela: Deleuze se interesó teórica o filosóficamente por ellos, a veces junto con Guattari, pero nunca se planteó cruzar la frontera que separa la teoría de la práctica y dedicarse al teatro, a pintar o a escribir una novela. En cambio, Guattari sí lo hizo. No solo estuvo siempre en contacto directo con creadores de estos medios, sino que, en ocasiones, se aventuró a colaborar directamente con ellos y también a producir sus propias obras, como ocurrió en los casos específicos del teatro, la literatura y el cine, con alguna incursión muy esporádica en la poesía. Si bien en estos campos nunca llegó a producir una obra consistente que permita situarlo de forma destacada en tales contextos, lo cierto es que, como indica Flore Garcin-Marrou, Guattari «se forjó a lo largo de muchos años un estilo poético y surrealista, dando vida a una prosa conectada con su propia corriente de conciencia, en la tradición de los poetas de la Generación Beat» (2012b: 137). En el ámbito de la producción artística, hizo lo que había hecho siempre en todas partes, moverse por la periferia. Tampoco su incursión en el cine fue muy notable, puesto que se limitó al esbozo de una serie de proyectos que nunca llegaron a realizarse, para finalmente completar un guion que no alcanzó a ser producido por mucho que el autor lo intentara en varias ocasiones, incluida una tentativa en Hollywood. Sin embargo, estos tanteos, que el filósofo emprendió con gran entusiasmo, adquieren relevancia cuando se los contempla a la luz de su particular pensamiento, cuya originalidad es indudable. Y sirven además para completar el perfil de su personalidad única.
Considero que, a partir de estos planteamientos, es posible repensar el cine y la imagen de manera que se ponga de manifiesto la existencia de una nueva imagen del pensamiento, hasta ahora solo esbozada en el entorno de las nuevas tecnologías de la imaginación y más actual que la que propuso Deleuze al estudiar en su momento el fenómeno fílmico. Concretamente, pensar el cine a través de Guattari implica la posibilidad de sobrepasar el campo de la filosofía en sí para contemplar las relaciones que, en la actualidad, establece el pensamiento con la imagen, la tecnología y la subjetividad, transitados todos ellos por la función crucial del movimiento. Es decir, todos aquellos elementos que Deleuze evitó pensar directamente, a pesar de que son determinantes para comprender las relaciones de la estética contemporánea con el pensamiento o, de forma más decisiva aún, del pensamiento con la imagen.
Si se trata de relacionar a Guattari con el cine, la referencia a las ideas de Deleuze es inevitable, no solo por la colaboración que ambos mantuvieron, sino porque Deleuze constituye ineludiblemente la puerta de entrada a los estudios fílmicos contemporáneos, si es que se quiere hacer justicia a su complejidad. Por estudios fílmicos debemos entender no solo los relativos al cine, sino también los relacionados con todos aquellos medios que se han derivado, a lo largo del siglo XX, del paradigma cinematográfico, incluyendo un interés por la forma en que este paradigma ha influido en otros ámbitos, sobre todo el artístico. Estos estudios fílmicos, que por su carácter expandido requerirían un apelativo distinto, giran por lo tanto en torno al eje que configuran las relaciones entre imagen, tecnología y pensamiento. Pero, antes que nada, es necesario comprender cuál es el origen de ese peculiar pensamiento cuando se refiere al cine. Si hacemos caso a Deleuze, parece como si en el cine desembocase gran parte de la filosofía occidental, como si él fuera el encargado de recoger, plasmar y corroborar las concepciones más relevantes de esta tradición. Sin embargo, si esto fuera así, habría que tener en cuenta que la tradición filosófica se encuentra en el terreno cinematográfico con una corriente que viene del lado opuesto y que está formada por la combinación de la tecnología con la tradición estética, una estética concretada ya en la noción de imagen. En estas circunstancias, resulta complicado seguir pensando solo “filosóficamente”.
La concepción que Deleuze tiene de las imágenes proviene de Bergson, para quien «las sensaciones (…) no son imágenes percibidas por nosotros fuera de nuestro cuerpo, sino más bien afecciones localizadas en nuestro mismo cuerpo» (2006: 66). Está claro que no hablamos del mismo tipo de imagen, lo que explica por qué Deleuze no ve la misma imagen que yo veo, ni siquiera la descubre en el cine cuando se dedica a estudiarlo profusamente. Solo ante la pintura de Bacon se detiene para contemplar la imagen visual, pero de inmediato la convierte en un cúmulo de afectos y perceptos que a partir de las formas pictóricas impactarían directamente en el cuerpo sensible de quien las percibe sin pasar por el cerebro, de manera parecida a cómo lo hace la música. Deleuze no explica qué sucede en el cuerpo del que las produce. O en su mente. Tampoco es muy proclive a averiguar qué sucede en el cuerpo mismo de la imagen, más allá de esa transitoriedad de las formas.
No deja de ser cierto, sin embargo, que ante una imagen sentimos una fuerza afectiva que nos conmueve. Esta fuerza tiende a superponerse a la visión, de modo que captamos su origen visual a través de ella, pero, en el acto, lo visible queda anulado por lo sensible y dejamos de ver para limitarnos a sentir. La obra de arte, afirman Deleuze y Guattari, «es un bloque de sensaciones, es decir un compuesto de perceptos y de afectos» (1997: 164). Desde este punto de vista, según el cual, «la obra de arte es un ser de sensación, y nada más: existe en sí», se anulan los procesos creativos y receptivos, de modo que la obra de arte existe como un elemento autónomo, compuesto por perceptos que no son percepciones y de afectos que no son sentimientos ni emociones, en el sentido estricto de todo ello. La obra de arte existiría así al margen del sujeto e incluso al margen de ella misma, de su materialidad. Sin embargo, no podemos olvidar que cada obra es en realidad un proyecto concreto que se distingue de otros proyectos artísticos y que ha desplegado unas estrategias estéticas o intelectuales determinadas, es decir, lo contrario de una abstracción. En última instancia, lo que se desconoce es que la obra de arte es también una imagen. Una imagen visual concreta que puede mantener relaciones con imágenes mentales o sonoras pero que es distinta de estas, como distinta es de las sensaciones que produce o de aquello que se supone que representa.
La imagen ha sido creada para provocar, efectivamente, percepciones y sensaciones, pero estas se mezclan con ideas, explícita o implícitamente. Considerar que, como obra de arte, es un bloque encerrado en sí mismo puede ser útil para someterla a una mirada científica, ajena a cualquier aleatoriedad. Se olvidan las estrategias concretas que recorren cada acto creativo y todo se reduce —o se eleva— a un plano ontológico al que sin duda el arte pertenece, pero en el que no se agota. De este modo el arte puede circunscribirse al producto de uno de los tres planos que, según Deleuze y Guattari, cortan sistemáticamente el caos: «plano de inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o de coordinación de la ciencia» (ibid.: 218). Podemos admitir sin problemas que el arte es, efectivamente, una fuerza de la realidad, un modo de pensarla y de actuar en ella, siempre que esto no nos haga olvidar que, a partir de esta abstracción, se producen acciones concretas capaces de asimilar otras funciones, incluidas las de la filosofía o la ciencia. Es cierto que la reflexión de Deleuze y Guattari se produce en el marco de una pregunta específica, la referida a qué es la filosofía y, por consiguiente, la respuesta es necesariamente filosófica. Pero el alcance de esta respuesta excede lo filosófico, puesto que responde a un determinado estilo de pensamiento, como puede comprobarse en las reflexiones que Deleuze dedica al cine. La clave, en última instancia, se encuentra en el concepto de automatismo como antídoto de la función del sujeto, un aspecto que creo que concierne más al pensamiento de Deleuze que al de Guattari, a pesar de que lo compartan en determinadas circunstancias. Según la teoría de los tres planos ontológicos, el pensamiento sería el producto automático de cualquiera de ellos: solo se podría pensar a partir de ellos o acerca de ellos, es decir, haciendo que el pensamiento regrese sobre sí mismo. Pero todo esto, a pesar de su relevancia, no es más que el último esfuerzo para evitar la incómoda presencia del sujeto.
La obra de arte entendida como imagen desbarata el apolíneo andamiaje de este planteamiento. La imagen va más allá del arte, pero al mismo tiempo posee del arte la capacidad de reinventarse constantemente, incluso cuando aparece estandarizada. Como el pensamiento, puede estar sujeta a reglas, pero es altamente capaz de superar estas reglas. El arte, la imagen y el pensamiento forman un conjunto de elementos que son inicialmente diversos, pero que a la vez están interconectados por energías comunes que circulan entre ellos gracias a esa interrelación. Los vincula también el hecho de que, aislados o conjuntamente, los elementos que conforman ese entramado virtual se sitúan al margen tanto de la filosofía como de la ciencia, entendidas estas como formas esencialmente dogmáticas del pensamiento. El arte, la imagen y el pensamiento muestran, cada cual a su manera, o de sus respectivas maneras yuxtapuestas en el fenómeno concreto de la imagen, cómo actúa el pensador privado opuesto al pensador público: «el profesor (pensador público) remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombre-animal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho por su cuenta (yo pienso)» (Deleuze y Guattari, 1997: 63). Lo que es importante destacar aquí es la relación que el arte y la imagen mantienen con el pensamiento. Para ello lo mejor es considerar al arte como imagen, lo que conlleva que las imágenes pueden ser entendidas también como arte. Con ello se llega a la misma conclusión que plantean Deleuze y Guattari, a saber, que el pensamiento es creación, que «la primera característica de la imagen moderna del pensamiento tal vez sea la de renunciar completamente a esta relación (con la verdad), para considerar que la verdad es únicamente lo que crea el pensamiento» (ibid.: 57). En este punto, cabe preguntarse cómo solventar la aparente contradicción que existe en el pensamiento de Deleuze y Guattari, puesto que, por un lado, propugnan la validez de un pensamiento libre y creativo —un pensar en movimiento y del movimiento—, mientras que, por el otro, parecen empeñados en regular la forma en que este tipo de pensamiento es posible.
[...]
28.10.24
NOVEDAD: I. "LA PASION DE LO VISIBLE. FÉLIX GUATTARI Y EL FUTURO DEL CINE", Josep M. Català Domènech, Valencia: Shangrila, 2024
Félix Guattari, después de haber colaborado con Gilles Deleuze en una serie de libros cruciales para el pensamiento contemporáneo, se enfrascó en un proyecto inusitado, la confección de un guion cinematográfico de ciencia-ficción con el que pretendía culminar unas aspiraciones creativas que siempre habían permanecido agazapadas tras su labor como pensador y psicoanalista heterodoxo. Si Gilles Deleuze, durante la misma época, elaboró una teoría del cine profundamente original sin pretender nunca dirigir una película, Guattari, por el contrario, no produjo ninguna teoría fílmica, pero quiso dedicarse, sin éxito, al cine. Con este fracaso se abre, sin embargo, la posibilidad de ahondar en las propuestas fílmicas de Deleuze por un camino inesperadamente trazado por Guattari. Entre ambos se establece una postrera colaboración virtual, pero no solo porque se cubren así los aspectos, generalmente antitéticos, de la teoría y la práctica, sino también porque se demuestra que Guattari, injustamente relegado a un segundo término en el trabajo conjunto, era quien había aportado las ideas más revolucionarias en el trabajo colaborativo.
A través de este particular ensamblaje, se exploran las relaciones entre la imagen, la tecnología y el pensamiento, ofreciendo la posibilidad de una teoría fílmica posdeleuziana que fundamente la estética cinematográfica del futuro inmediato. Los indicios de este cine del futuro se detectan ya en el ecosistema del post-cine, compuesto por la realidad virtual, los documentales interactivos, los metaversos y otras tecnologías de la imaginación como la Inteligencia Artificial aplicada a la imagen, de las que se extrae una nueva imagen del pensamiento, alimentada más por las ideas de Guattari que por las de Deleuze.
JOSEP M. CATALÀ DOMÈNECH
Catedrático emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona. Doctor en Ciencias de la comunicación por la UAB. Licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la Universitat de Barcelona. Master of Arts in Film Theory por la San Francisco State University. Premio Fundesco de ensayo. Premio de ensayo del XXVII Certamen Literario de la ciudad de Irún. Premio de la Asociación Española de Historiadores de Cine. Es autor de diversos libros sobre estudios visuales, cine y documental, entre ellos La violación de la mirada, La puesta en imágenes, Estética del ensayo, La imagen interfaz, El murmullo de las imágenes, La imagen compleja, La forma de lo real, Viaje al centro de las imágenes, Posdocumental. La condición imaginaria del cine documental y Complejidad y Barroco. Además, ha publicado también La gran espiral. Capitalismo y esquizofrenia, Visionarias, Anatomía de lo real. Imagen, signo y pensamiento (con Juan Diego Parra) y La era de la incertidumbre. Ha sido decano de la facultad de Ciencias de la comunicación de la UAB y director académico del Máster de Documental Creativo de esta misma universidad.
25.9.24
II. "LA INTERFAZ DEL SENTIDO. LA PANTALLA FÍLMICA ENTRE LAS DEMÁS PANTALLAS", José Antonio Palao Errando, Valencia: Shangrila, 2024.
Introducción
EL CINE FRENTE A LAS DEMÁS PANTALLAS
El cine en la cultura digital: el desfile de los monstruos, el making of y el tableau
Walter Benjamin (2005) mostró en múltiples textos cómo la fotografía hubo de encontrar su lugar en la cultura de masas –su público, sus usos, su prestigio social y su rango institucional– en competencia con la pintura. Y Marshall McLuhan señaló lo propio para el caso de los medios electrónicos (McLuhan, 1996). En efecto, cada nuevo canal de comunicación, cada nueva tecnología inventada con ese fin, debe encontrar su lugar en el ecosistema mediático que le precede, pero también en pugna con aquellos medios cuya aparición es posterior a la propia. (1) En esta tesitura se vio el cine desde su nacimiento, necesitado de disputar su espacio con los demás medios visuales, artísticos y de entretenimiento: en sus orígenes las artes burguesas y las diversiones populares; desde siempre, con las industrias culturales, analógicas antes y digitales ahora.
1. Al estudio de esta condición puede llamársele también ecología del los medios (Scolari, 2015), pero esta expresión puede resultar confusa dado que en el ámbito anglosajón se aplica también al estudio del impacto ambiental de las tecnologías, fundamentalmente digitales.
Poltergeist (Tob Hooper, 1982): en una metáfora de la mediatización a la que estaban sometidas las familias occidentales, vemos que la hija pequeña, atrapada por las fuerzas del más allá se comunica –solo es atendida y sintonizada– por medio de la televisión.
Gremlins (Joe Dante, 1984), nos narra la historia de unos simpáticos animalitos a los que la televisión brutaliza. En efecto, una de las cosas que no pueden hacer estos simpáticos animalitos es comer después de medianoche. Si lo hacen, es precisamente por quedarse viendo la televisión.
En Gremlins 2: The new batch (Joe Dante, 1990): el personaje mafioso y especulador se comunica con el pobre anciano chino al que van a desahuciar por medio de una televisión que hace le lleven hasta su casa.
El proceso culmina en visiones similares a la de Héroe por accidente (Hero, Stephen Frears, 1992) o El mañana nunca muere (Tomorrow never dies, Roger Spottiswoode, 1997) donde la televisión es denunciada como falseadora y maquinadora de imposturas de manera completamente explícita.
Ahora bien, en los años 90 del siglo XX, esa dinámica se transforma debido a un giro trascendental en la episteme tardo-moderna (3): la cibernética entra por primera vez en la cultura masiva y deja de ser patrimonio exclusivo del Estado y de las grandes corporaciones, a los que algunos avezados hackers –todo lo más– inquietan levemente, y la computadora se convierte en un enser cotidiano más. Ya en la década anterior, Apple había comercializado el primer ordenador personal, el McIntosh, y había encargado el mensaje comercial que debía publicitarlo nada menos que a Ridley Scott, el director de ficción ciberpunk más aclamado hasta el momento, con películas como Alien (1979) y Blade runner (1982) (4), que se insertan además en pleno discurso distópico, aún en el seno de la Guerra Fría. Pero lo que estableció la inserción particular y cotidiana de la informática en la esfera privada fue el nacimiento de la World Wide Web en 1989 (Berners-Lee & Fischetti, 2000), que puso Internet al alcance de la gran mayoría y la insertó en la cultura de masas. Ese fue, cabalmente, el inicio de la llamada cultura digital, que convirtió a la pantalla del ordenador personal en una ventana abierta al mundo más (Alberti, 1996; Hendrix & Carman, 2010) en el curso de la extensa genealogía (Palao-Errando, 2004) de la imagen moderna.
3. Intentaremos evitar en la medida de lo posible el uso mecánico del término posmodernidad, que hoy está completamente desvirtuado y nos obligarían a explicitar las correlaciones del concepto más allá de lo que nos es dado incluir en estas páginas.
4. Vid. Apple:1984 (https://youtu.be/VtvjbmoDx-I); abordamos un análisis de este spot, que es un auténtico hito dentro de la Historia tanto del dicurso fílmco, como del publicitario y de la cultura digital en (Palao Errando & García Catalán, 2014).
En el ámbito del audiovisual propiamente dicho, las consecuencias han sido variadas. Paradójicamente, la llegada de la cultura digital –hipertextual e interactiva y, con el tiempo, tendencialmente reticular– en los años 90 propicia una nueva época dorada de la televisión, pero ahora la protagonista ya no es la narrativa de ficción (Cascajosa Virino, 2016; Jimenez Losantos & Sánchez Biosca, 1989), que ha quedado desplazada por el espectáculo informativo. Sí, es la época de nacimiento del reality show, del infotaiment, del late show procaz, del talk show grosero, etc. (Boltanski, 1999; Dovey, 1998; Illouz, 2003; Imbert, 2010b, 2010ª; Palao-Errando, 2001; 2004, 2009b; Thussu, 2007).
Ello supone un vuelco en la agenda de la ficción audiovisual, en consonancia con la idea de que todo saber es reductible a información (facts = datos/hechos), centro de la episteme digital e informacional. Una consecuencia directa es que la teoría de la conspiración se convierte en el eje vertebrador de la opinión pública y pasa a ser principio explicativo de cualquier fenómeno cuya causa nos es desconocida: si todo saber es información, no hay misterio, enigma, ni complejidad estructural posible tras la pantalla fenoménica, pues toda falta de saber es imputable a una mala voluntad que oculta los hechos. “La verdad está ahí fuera”, esto es, presente y apropiable bajo forma de información, consuelo imprescindible para los que “quieren creer” pero ya no cuentan con un Gran Relato (estable, fordista, disciplinario, fiable (Deleuze, 2006; Foucault, 2002b; Lazzarato, 2019; Lyotard, 1987ª; Virno, 2003ª)) que anude sus creencias a un todo. Evidentemente, la serie que nos puede parecer más emblemática de la década es X Files vid. Apéndice 1 de este libro): el grupo de hackers que ayuda de tanto en tanto a Fox Mulder se llama, nada menos, que El tirador solitario, nombre que proviene de la, para ellos, muy sospechosa conclusión a la que llegó la investigación de la Comisión Warren en el asesinato de JFK (Palao-Errando, 2004: 409-433).
Además de esta sinergia entre la teoría de la conspiración y la cultura digital, los 90 trajeron también una sobrecarga de espectacularidad producto de las enormes posibilidades visuales de la tecnología digital, que, de algún modo, parecían hacer prescindible el montaje y, con él, las propias leyes de la sintaxis cinematográfica clásica. La presencia de texturas heterogéneas –tradicionalmente, el gran indicio del montaje como fraude a la continuidad ilusoria de la imagen en movimiento– podía ser suturada digitalmente y pareció –con el gore y las splatter movies a la cabeza (McCarty, 1990)– que el logro sumo a conseguir era mostrar la acción más espectacular posible sin cambio de plano. Esta fenomenología llevó a pensar en una reedición del Cine de Atracciones primitivo en el seno del cine postclásico (Company & Marzal Felici, 1999; Palao-Errando & Entraigües, 2000; Strauven, 2006).
Los efectos visuales basados en las tecnologías digitales fueron el foco de atracción de la época que alumbraron un formato audiovisual que, al igual que pasaba en la década anterior con el video-clip, se solía emitir en los intersticios de la programación televisiva bajo el epígrafe de “ajuste de programación”: el making of. Parece un mero apéndice subsidiario, pero el making of revela una cierta posición del espectador de imágenes, que quiere saber cómo, pero no entiende este cómo sino como un plus icónico. Para este, el making of es “lo que me fue vedado en las imágenes que me dejaron ver”.
El making of, de hecho, acabó en los packs de cintas VHS y posteriormente en el capítulo de extras de los DVDs. Matrix (The Matrix, Andy y Larry Wachowski, 1999) es, si no nos traiciona la memoria, el primer caso de inclusión del making of con el filme como objeto de consumo unificado, esto es, como mercancía (Crespo & Palao-Errando, 2005), al menos en el mercado español. Y es completamente lógico, puesto que Matrix es la culminación narrativa y conceptual de este proceso de espectacularidad visual que suplanta el mundo por un doble simulado (Vid. Cap. 12).
De ahí, también, un cierto revival del documental en los años 90, que volvió a las salas, tras años de estar sumido en el flujo televisivo en forma de reportaje científico o periodístico, y se convirtió en el modo de poder hacer cine para muchos cineastas o aspirantes, que se vieron ante la paradoja de que las tecnologías digitales iban abaratando los procedimientos de registro y postproducción, mientras que toda la parafernalia profílmica seguía siendo prohibitiva y estaba en manos de los estudios y las productoras. En buena medida, el documental cinematográfico renacido en los 90, se cobijará ahora en esta poética afín al making of: dado un evento del que conocemos una cierta faz mediática, ofrecemos lo que, siendo visible, no se ha dejado ver. De hecho, esta con-fusión del desvelamiento con la difusión actúa como trasfondo del discurso noticioso (Palao-Errando, 2009b).
Un ejemplo palmario fueron los aciagos acontecimientos en el Instituto Columbine (Colorado) dónde unos estudiantes tirotearon y masacraron a sus compañeros el 20 de abril de 1999. Al poner en pie su documental Bowling for Columbine (2002) Michael Moore no tuvo más remedio que acogerse, por decirlo así, a una poética de la autenticidad por cercanía, del heroísmo de la visión (Sontag, 2006), del haber estado allí y del testimonio pero que ha de conformarse con el campo vacío. (6) Por ello, Gus van Sant rodó la versión ficción de esta tragedia en su película Elephant (2004), mostrando una versión narrativa de estos hechos y completando así lo que el espectador había podido contemplar, que se reducía a sus consecuencias televisadas.
6. Es una especie de puesta en escena emparentada, evidentemente, con la de Claude Lanzmann en Shoa (1985).
Esta poética del making of está también en el origen de la proliferación del documental basado en el metraje encontrado (found footage), que se convierte en una de sus fórmulas predominantes, desde los años 90 hasta la actualidad. El documental se presenta a la vez como indagación de archivo y como trasfondo del discurso noticioso. Un inmejorable ejemplo de esta dupla making of (archivo + entrevistas) y retablo (ficción) es When we were kings, (Leon Gast, 1996), que entra de lleno en la ya aludida estrategia JFK (vid. Cap. 8), y su contrapágina en el filme Alí (Michael Mann, 2001), que nos cuenta el mismo periodo de la vida del boxeador Muhammad Ali, pero desde el lado de la intimidad inaccesible al espectador medio, puntuando su progreso narrativo con los hechos cuyas escenas el espectador ha podido ver en la televisión. (7) Pensemos que si Cuando éramos Reyes era el making of del evento mediático Rumble in the jungle –el combate entre Ali y Foreman de 1974 celebrado en Zaire que, acompañado de un gran festival musical, se convirtió en la gran exaltación mundial de la negritud y en un hito en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos–, de alguna manera la película Ali era trasfondo ficcionado del documental, que se había basado en el metraje encontrado y, por supuesto, entrevistas a testigos expertos. El cine ya andaba proponiéndose como el dispositivo capaz de dotar de sentido las imágenes desencadenadas, de dotar de trama, sintaxis y dimensión textual a lo simplemente registrado o emitido. Esta relación de lo fílmico con la emisión también será un tema repetido durante toda la década, subrayando la fe en la denuncia y la fe en que la neo-modernidad tecnológica (veremos si posmodernidad epistémica y cultural) podrá suturar y superar los errores del pasado.
7. En España, por supuesto, es ejemplar la obra de Joaquín Jordá en este período (De nens (2003), Veinte años no es nada (2005), que se hace explícita en Mones com la Becky (1999), en sí misma un making of de pleno derecho.
El siglo XXI comenzó reemplazando el viejo formato magnético del VHS por el DVD, un formato digital en el que el soporte material es aún relevante como componente de la mercancía. Pero en breve dará por amortizada esta tecnología (y las que le siguieron, como el Blue-Ray), que será sustituida por las plataformas de streaming. La concepción de Internet cambia sustancialmente con el nuevo siglo y la vieja etiqueta ciberespacio es sustituida por diversos términos con el adjetivo digital, o directamente por la nube. Podemos decir que el espacio virtual ya no se concibe como un espacio alternativo al físico material, sino que más bien se auto-atribuye la categoría de única pasarela hacia él. Asistimos al desarrollo de una tecnología cada vez más transparente, transitiva e intuitiva que conecta al sujeto con la materia. El siglo XXI, pues, vuelve a tamizar todas las experiencias a través de plataformas que filtran cualquier vivencia empírica y, de hecho, la experiencia pasa a ser otra mercancía más que se compra y se vende, como atestigua la terminología del marketing (Pine & Gilmore, 2019). Las experiencias audiovisuales, comenzando por Youtube y siguiendo por todas las plataformas de imagen, texto, sonido y movimiento, llegando de momento hasta Twitch o TikTok, realizan un periplo, que, si bien empezó en el interior del ciberespacio, ha conducido hasta los llamados medios ubicuos o pervasive media (Dovey & Fleuriot, 2011, 2012; Ekman, 2013) y a la internet de las cosas (Chaouchi, 2013; Sendler, 2017). La experiencia estética y la experiencia social quedan mediatizadas de raíz por las nuevas plataformas y, claro está, la experiencia fílmica, también, acogida fundamentalmente en las distribuidoras de streaming, que han propiciado una nueva edad de oro de la ficción televisiva entre los Big Data y los algoritmos, vías privilegiadas de acceso al yo. Las recomendaciones y la customización no son otra cosa que el intento de que el sujeto se satisfaga con la contemplación de la identidad que se le construye.
Súmese a esto la gran competencia narrativa –en todos los sentidos de la palabra– que supone la proliferación de los videojuegos –cuyo valor cultural y estético no creemos que nadie con un cierto bagaje ponga en duda (Vid. Kennedy & Dovey, 2006; Martín-Núñez, 2023; Navarro Remesal, 2016)– que, como modalidad extendidísima del entretenimiento en la cultura de masas, ha emblematizado, junto a los social media, una cierta cultura de la adicción digital en el espectro de la hedonia depresiva de la que hablara Mark Fisher (Fisher, 2016). De hecho, en su vertiente más masiva muchos videojuegos se publicitan ostentado su alta capacidad de provocar adicción, y lo mismo las series en streaming, hasta el punto de que el término adictivo se ha convertido en parte esencial del discurso de la crítica en magazines especializados y prensa en general.
Hiperencuadre, Hiperrelato
En estas circunstancias ¿qué podemos entender ahora por “lo fílmico” (8)? Ya hemos visto que, en un primer momento, el cine se vio en condiciones de competir con el resto de las pantallas con las que se veía forzado a convivir, apostando por la esfera de los goces, de la experiencia pulsional y adrenalínica y de la máxima inmersión y efecto de real (Barthes, 1994ª; J. P. Oudart, 1976). Pero esta estrategia cambió: si algo caracteriza al discurso fílmico desde la primera década de este siglo, es la alteración en propia textura del relato. Pensamos que la explicación más plausible de este fenómeno es que el séptimo arte (el genio del sistema, como lo llamó André Bazin, vid. más abajo) toma conciencia de que una mayor espectacularidad no le va a ser suficiente con los medios digitales, como lo fue con la pantalla de televisión, pues el componente ergódico (Aarseth, 1997; vid. caps. 4 y 5 de este libro) e interactivo de las pantallas digitales era un plus con el que la televisión no contaba.
8. Evidentemente, el debate en torno al dispositivo cine es candente como testimonian los estudios desde el punto de vista de la arqueología cinematográfica (F. Albéra & Tortajada, 2010; Beltrame, Fidotta, & Mariani, 2014; Buckley, Campe, & Casetti, 2020; Elsaesser, 2016; Parikka, 2013; Tortajada & Albéra, 2015).
Es decir que, en tiempos postclásicos digitales, el cine deja de intentar mimetizarse y empieza a contraatacar a través de territorios formales inexplorados.
[...]
23.9.24
NOVEDAD: I. "LA INTERFAZ DEL SENTIDO. LA PANTALLA FÍLMICA ENTRE LAS DEMÁS PANTALLAS", José Antonio Palao Errando, Valencia: Shangrila, 2024.
Este libro indaga el modo en que se instala la pantalla fílmica respecto a las otras pantallas con las que compite en la cultura digital. La tesis que sostiene su recorrido es que, para proteger su valor diferencial, el cine viene a postularse como la pantalla que es capaz de albergar el sentido, entendido como encauzamiento del deseo (narrativo y enunciativo), frente a las pantallas que parecen poder ofrecer información (datos, herramientas, accesos) y goces (lúdicos, sociales, sexuales). Se parte, pues, de la premisa de que los principales cambios producidos en el discurso fílmico en los últimos veinticinco años tienen en su origen el contacto del cine con los medios digitales interactivos, sea como asimilación, acercamiento o reacción. En su lucha por adaptarse y competir con esas pantallas rivales, el discurso cinematográfico se ha hibridado con ellas y ha transformado su propia textura.
La primera parte del libro analiza estos cambios, tanto visuales (hiperencuadre) como narrativos (hiperrelato). En la segunda, se abordan casos más concretos como las llamadas narrativas fracturadas, la imagen que el discurso fílmico ofrece de su viejo competidor, el broadcasting televisivo (analizando, entre otros casos, la primera temporada de Black Mirror) y cómo el cine incide en la agenda política en tiempos de la llamada “guerra contra el terror”. La tercera parte está dedicada a escrutar de modo más concreto a dos contundentes escrituras fílmicas postclásicas: las últimas películas de Quentin Tarantino y Nacho Vigalondo. Una cuarta parte, que hemos titulado Los Gestos aborda dos filmes concretos extraordinariamente deconstructivos de la mirada mainstream: Roma (Alfonso Cuarón, 2019) y The Matrix Resurrections (Lana Wachowski, 2021).
La herramienta utilizada para todo ello es el análisis textual, entendiendo por tal una subclase del análisis del discurso que se orienta antes a la forma y sólo después al contenido, porque hablar del contenido al margen de la forma es ante todo un sin-sentido. Hemos supuesto, pues, que no hay tal contenido si no lo crea la forma, no hay significado si no lo acota el significante, que no hay relato sin trama, ni visualización sin puesta en escena.
JOSÉ ANTONIO PALAO ERRANDO
(Valencia, 1962) es licenciado en Filología Hispánica y licenciado y doctor Comunicación Audiovisual por la Universitat de València. Desde el año 2002 es profesor del Área de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universitat Jaume I de Castelló, donde actualmente es profesor titular del Departamento de Ciencias de la Comunicación, impartiendo las asignaturas Teoría de la Imagen y Narrativa Audiovisual en el Grado de Publicidad y RR. PP. Ha publicado, entre otros los libros La profecía de la Imagen-Mundo: para una genealogía del Paradigma Informativo (IVAC, Valencia, 2004) y Cuando la televisión lo podía todo: Quien Sabe Donde en la cumbre del Modelo Difusión (Madrid: Biblioteca Nueva, 2009), Guía para ver y analizar Matrix (Valencia: Octaedro / Nau Llibres, 2005 (en colaboración con Rebeca Crespo) y Mulholland Drive, la ética de lo siniestro (en esta misma editorial, en colaboración con Marcos Ferrer), así como artículos sobre cine, televisión e imagen en múltiples revistas y libros colectivos.