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15.1.24

RESEÑA DE "JOHN CASSAVETES. INTERIOR NOCHE, José Francisco Montero (coord.), Santander: Shangrila, 2018.



[Recuperamos una reseña de julio de 2023 que se nos había "escapado" sobre un libro que después de cinco años de su publicación sigue estando muy vivo.

Reseñas como esta demuestra que,
aunque parezca una perogrullada, quien la ha escrito se ha leído el libro
y, además, ha trabajado el texto de la propia reseña.]



Reseña de John Cassavetes. Interior noche,
José Francisco Montero (coord.), en la revista La Torre del Virrey, número 34.
 Por María Golfe Folgado









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25.11.21

XVIII. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




DEL EXTASIS AL GRITO
Derivas de la modernidad en El último tango en París,
Lo importante es amar y La gran comilona


JOSÉ FRANCISCO MONTERO
IGNACIO PABLO RICO





El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972)



I.

“¡Me cago en Dios!”, grita Paul nada más comenzar El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, Bernardo Bertolucci, 1972). El chirrido atronador de un tren, que atraviesa un feo paisaje vagamente industrial −no se trata de la codificada imagen romántica de lo parisino, precisamente −, desquicia a un individuo abrumado, como luego sabremos, por una tragedia indisoluble de la tristeza de la vida urbana. Un movimiento descendente −uno de tantos en el filme− acompaña su imprecación: de la máquina perfectamente funcional al ser profundamente quebrado; de Dios al hombre.

Hay en este gesto del hombre que blasfema mientras se tapa los oídos una negación de toda posibilidad de comunicación con el mundo, una rebelión desesperada contra la misma realidad, la asunción de las dificultades de habitarla y de comunicarnos con los otros. ¿Qué es lo que Paul se niega a escuchar, que simultáneamente quiere silenciar con el grito, aquello que provoca su arrebato de furia? Al final de la película, en su último viaje, guiado por el deseo, subirá atropelladamente unas escaleras que le conducirán a la muerte.

En estos últimos minutos, Paul cierra la persiana y con ello un capítulo −el postrero− en su existencia, un movimiento descendente que rima, en sentido inverso, con aquel otro que inicia el filme, y es continuado por uno si cabe aún más expresivo: la cámara que va desde la terraza hacia abajo, hacia la calle, mostrando el mundo exterior. Ese mundo que ha permanecido ajeno a sus encuentros con la muchacha en el piso: el gran teatro de lo social para Paul y de la codificación alienada de lo romántico para Jeanne. La emergencia final de aquello que ha permanecido en el contracampo existencial de las citas en el apartamento se ve y suena como la caída del telón cuando la obra ha terminado. Porque amarse, danzando ese tango sobre el filo de un cuchillo, también ha supuesto un esfuerzo performativo para el uno y para el otro: negar el mundo y sus imposturas implica, necesariamente, actuar contra el mismo. El sendero de la involución que han recorrido y que los devolverá a la animalidad, y el de la inmadurez que hará que se sientan como niños en un patio de recreo, implican liberarse de los sedimentos que la cultura ha depositado sobre generaciones de hombres y mujeres. Porque el conocimiento adquirido les asegura, de forma certera, que amarse del modo en que van a hacerlo acabará con ellos [...]





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29.4.20

XI. "PARA RONDAR CASTILLOS", José Luis Márquez Núñez (coord.), Shangrila 2020



Asedio a la fortaleza:
Suspense y A las nueve cada noche
José Francisco Montero



Suspense, Jack Clayton, 1961



La breve obra del cineasta británico Jack Clayton —siete largometrajes en treinta años— traza un recorrido ciertamente insólito. A pesar de realizar su formación profesional en los estudios de Alexander Korda ejerciendo como oscuro ayudante de dirección durante veinte años para directores como Michael Powell y Emeric Pressburger y de no pertenecer por tanto al círculo de los jóvenes y airados documentalistas que instauran en la cinematografía inglesa el Free Cinema, su primera película de larga duración, Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1958), basada en una novela de John Braine y realizada cuando Clayton contaba ya treinta y siete años, se ha considerado con frecuencia como el primer largometraje inscrito, aun con matices, en las coordenadas temáticas y formales de esta corriente de renovación —parcial: unas transformaciones que se produjeron más en los elementos semánticos que en los lingüísticos— del cine británico, al diseccionar los mecanismos del arribismo a través de un joven funcionario. No obstante, lo más preciso sería decir que, después de los cortometrajes documentales de Lindsay Anderson, Karel Reisz, Tony Richardson o Lorenza Mazetti, lo que de verdad inaugura el filme de Clayton es ante todo la integración industrial y por la vía de la ficción del movimiento.

Un protagonista el de Un lugar en la cumbre, pues, que trata de realizar el movimiento inverso al que ensaya el Free Cinema, que no es otro que el de descender a la realidad del proletariado, tradicionalmente desatendida por el cine inglés, salvo por algunos documentalistas como John Grierson y Humphrey Jennings unas décadas antes. Sin embargo, el resto de su ecléctica carrera discurre por derroteros bien distintos a los del Free Cinema, en ocasiones con la obra literaria de autores tan distintos como Penelope Mortimer, Francis Scott Fitzgerald o Ray Bradbury como punto de partida y alejado de los presupuestos “realistas” de su primera película, con la excepción muy relativa de Siempre estoy sola (The Pumpkin Eater, 1964).

Aunque es necesario precisar que esta última afirmación solo es mínimamente ajustada entendiendo el término “realismo” de forma muy superficial: veremos a continuación que su segundo largometraje, Suspense (The Innocents, 1961), apartándose de los signos más evidentes del realismo inglés —protagonistas de lo que se llamaba “clase trabajadora”, tramas dramáticas, crudeza de la narración y de la textura visual, compromiso con el presente de la sociedad inglesa…—, es también una lúcida y subterránea reflexión acerca de las posibilidades del realismo en el cine, a partir de una perspectiva más vasta y profunda en virtud de una noción que integra en el concepto no pocas ambigüedades: en la obra de Clayton la tensión entre lo visible y lo imaginario, entre las apariencias y lo fantasioso, articula no solo sus películas cercanas al fantástico sino también aquellas que podrían considerarse, en un sentido tradicional, más realistas.

Aunque, como ya se ha sugerido, la carrera de Clayton se resista con tenacidad a ser leída desde los presupuestos de la politique des auteurs, no por ello se dejan de encontrar en su obra intereses por algunos temas, tipos de personajes y escenarios. Entre estos últimos, Clayton parece sentir querencia por los espacios claustrofóbicos y las dos películas de las que nos ocupamos en este texto, Suspense y A las nueve cada noche (Our mother´s house, 1967), se desarrollan de forma casi completa en sendos castillos —el primero más o menos literal, el segundo metafórico: una casa de la que unos niños, cuya madre ha muerto recientemente, han hecho su castillo, una suerte de fortaleza frente al tiempo y la muerte—. La primera es la obra más conocida y prestigiosa del cineasta inglés, la segunda una de las más desconocidas. Ambas se sitúan, si bien desde posiciones idiosincrásicas, en el terreno del fantastique [...]



A las nueve cada noche, Jack Clayton, 1967





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Para rondar castillos







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29.11.19

RESEÑA DEL LIBRO "JOHN CASSAVETES. INTERIOR NOCHE", José Francisco Montero (coord.), Shangrila, 2018





Reseña del libro JOHN CASSAVETES. INTERIOR NOCHE,
José Francisco Montero (coord.), Shangrila, 2018
en el blog El bulevar de los capuchinos.

Por Francisco López Martín





Pocos son los cineastas pertenecientes al canon de la llamada modernidad cinematográfica cuya obra presenta aristas tan abruptas para el espectador como la del norteamericano John Cassavetes (1929-1989). Autor de películas excelentes como Shadows, Faces, Husbands, A Woman Under the Influence o The Killing of a Chinese Bookie (esta lista no pretende ser exhaustiva), su cine presenta una dificultad extrema a la hora de articular un discurso coherente sobre títulos que, considerados uno a uno, resultan sumamente poliédricos, y que, en su conjunto, forman una totalidad orgánica sui generis. Yo diría que, dentro de los grandes cineastas de su generación, sólo la obra de Jean-Luc Godard, tan opuesta desde un punto de vista temperamental, presenta dificultades similares para el espectador y para el analista.

Desde mi punto de vista, si algo caracteriza la inmensa mayoría de las películas de John Cassavetes es la convivencia en su interior de direcciones, energías y materiales de signos muy opuesto, caracterizadas tanto por un estiramiento extremo de materiales que quizá no resultan demasiado brillantes o atractivos desde el punto de vista del desarrollo dramático o del retrato de los personajes (insistencias, reiteraciones, monotonías), como por la aparición súbita y repentina de unos momentos de una fuerza y una verdad extraordinarias, apabullantes, insólitas. Este “caos ordenado” nos recuerda mucho a las técnicas propias del free jazz, donde en muchas ocasiones se da esa misma contraposición en la ordenación de los materiales y en la experiencia subjetiva del receptor. E incluso podríamos dar un paso más allá e invocar el título de esa hermosa pieza de música de vanguardia de Pierre Boulez titulada ….explosante-fixe… para pensar, metafóricamente, en la apuesta estética del director estadounidense: momentos de fijeza, momentos de explosividad, alternancia de energías que resultan difíciles de predecir o a los que resulte sencillo acostumbrarse, por muchas veces que se haya escuchado la pieza. Desconozco si John Cassavetes conocía y apreciaba estos estilos musicales, pero si adoptamos la tesis de la existencia de un “espíritu de la época” aplicada al desarrollo de las artes, creo que estas comparaciones pueden ayudarnos a entender el funcionamiento de unas “máquinas significantes” para las que es difícil encontrar parangón dentro de la historia del propia cine.

John Cassavetes: Interior noche, publicado por Shangrila en 2018 y coordinado por José Francisco Montero, constituye a este respecto todo un acierto editorial. Son muy escasas las obras publicadas en español sobre un cineasta tan enigmático y, en sus mejores momentos, incandescente, por lo que tanto la idea misma del libro como la calidad de muchos de sus textos (en numerosos casos caracterizados por ese mismo carácter poliédrico propio de los largometrajes de su director) ponen en nuestras manos una herramienta magnífica para reflexionar sobre una obra tan heterodoxa como la del cineasta norteamericano. Textos complejos, como las propias películas, que dirigen el foco en múltiples direcciones y en muchos casos, igualmente como los filmes de Cassavetes, se benefician de una lectura repetida. Especialmente recomendables nos han parecido, aparte de los firmados por el propio Montero, los dos que se han traducido de Ray Carney y los de Josep Maria Catalá, Aarón Rodríguez Serrano y Diego Salgado, el único, por cierto, que propone un enfoque cronológico sobre su obra, y que, por ello mismo, nos atrevemos a recomendar, tras la meditada introducción de Montero, como puerta de acceso al libro y al universo fílmico de un director irrepetible.







   




19.9.18

VIII. "RAINER WERNER FASSBINDER. SOLO QUIERO QUE ME AMEN", Jesús Rodrigo García (coord.), Shangrila 2018





Cuatro planos para ver
El mercader de las cuatro estaciones (1971)

José Francisco Montero


El mercader de las cuatro estaciones



Hans y una mujer frente a frente, bajo el umbral de la casa de ella. Enmarcados triplemente, aprisionados en tres cuadros concéntricos. Uno, al fondo, delimitado por la puerta de la casa; un segundo que subsume al anterior, en virtud de la posición de la cámara detrás de un muro con una abertura en el centro; alrededor de ella la oscuridad, salvo por una lámpara de techo que perfila un tenue círculo de luz. Por último, rodeado por una oscuridad, ahora sí, total, por la invisibilidad que ve, el marco del encuadre. Todo ello conforma la mise en abyme que se confirmará como imagen anticipatoria del ávido Maelstrom que acabará devorando a Hans. 

El motivo de la jaula recorre toda la obra de Fassbinder, no pocas veces incluso de forma literal. Personajes enjaulados de una u otra manera, por supuesto; pero también las mismas imágenes como jaulas, como aquello que simultáneamente da a la contemplación y encierra. Conforme avanzamos en la carrera de Fassbinder este rasgo estilístico –del que la abundancia de monitores en no pocas de sus películas constituye su abismal reflejo en el interior del relato– se acendrará y la planificación combinada con el decorado tenderá a aprisionar en términos iconográficos a sus criaturas: más allá de las dinámicas de dominación que, como es sabido, determinan las relaciones entre sus personajes, es el propio dispositivo el que es revelado a la vez como un artificio y como un ejercicio de poder. Tal vez sea La ruleta china (Chinesisches Roulette, 1977) un caso muy ilustrativo, sobre todo en su parte final, la dedicada al “juego de la verdad”: toda esta larga escena muestra a personajes en incesante movimiento dentro del salón, como si pretendieran escapar, ya no de sus convencionalismos sociales o de las revelaciones del juego de la verdad o del escrutinio de los otros personajes y en especial de la mirada de la hija de los Christ –siniestro demiurgo que, al contrario que los otros, tiende al estatismo, a que sea su mirada y su voluntad las que se mueven y mueven a los demás–, sino del acoso de la cámara, del avance inexorable del drama hasta su consumación trágica. Pero cada movimiento de los protagonistas, en consonancia con el de la cámara y con los elementos del decorado, los revelará más indefectiblemente aprisionados.

A pesar de situarse en una etapa anterior –pudiéndose considerar, de hecho, el inicio de una segunda etapa en la trayectoria de su autor, después de una serie de películas primerizas que en su mayoría parten tanto de unos determinados marcos genéricos como de unas precisas referencias teatrales, ambos desbordados por la dramaturgia de Fassbinder–, El mercader de las cuatro estaciones adquiere una relevancia particular a este respecto debido a que la tragedia de Hans, su triste historia expuesta a nuestra mirada, será esculpida a su vez por una dinámica opresiva de la mirada, por la movilización a través de ella de los ejercicios de opresión tan caros a Fassbinder. Empezando, por supuesto, por el poder tiránico de la mirada del director, en una muestra de despiadada autorreflexividad que ya en la inmediatamente anterior Atención a esa prostituta tan querida (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1971) era explícita [...]








   





30.5.18

VI. "JOHN CASSAVETES. INTERIOR NOCHE", José Francisco Montero (coord.), Shangrila 2018




Escribir hasta desaparecer
José Francisco Montero


John Cassavetes


[...] A los múltiples azares y providencias, titubeos y convicciones, alegrías y decepciones… que acompañaron la trayectoria de John Cassavetes no podemos hoy sino darles –como a los de cualquier otro– la forma de una narración, la esforzada persecución de un sentido. “John Cassavetes es desde hace mucho tiempo un verdadero mito del cine moderno”, escribía Thierry Jousse al inicio del brillante libro que dedicó al cineasta a finales de los años ‘80. Si los mitos nos trasladan a los orígenes, el de Cassavetes se inscribe en el relato del nacimiento de una disidencia dentro del cine americano. No merece la pena detenerse en las imprecisiones e injusticias de esta leyenda –la fuerza de los mitos no reside precisamente en su veracidad–. El mismo Cassavetes reconoció en numerosas ocasiones el carácter pionero, e incluso la influencia ejercida sobre su obra, de cineastas como Lionel Rogosin, Shirley Clarke o Morris Engel. Aún más atrás, el relato de este otro cine americano también podría iniciarse –y de hecho no pocas veces se ha iniciado– con una película muy anterior a las de estos cineastas, Meshes of the Afternoon (Maya Deren, 1943), por no hablar de los numerosos precedentes más lejanos pero no menos contundentes situados en el interior de Hollywood, de los que la figura mayor y una de las más tempranas con toda seguridad sea la de Erich Von Stroheim. Pero es cierto que “el caso Cassavetes” ofrece algunos atractivos únicos que ayudan a explicar su posición privilegiada en estos relatos y la relevancia de su obra en la configuración del cine de las últimas décadas. 

A pesar de todas las dificultades, su trabajo tuvo una continuidad de la que no disfrutó la de la de la mayoría de cineastas coetáneos y asimismo situados en el extrarradio del cine americano –una excepción notoria lo constituiría la obra de Jonas Mekas–, o la del mismo Von Stroheim años atrás. Pero quizás más substancial es que la trayectoria de John Cassavetes, al contrario que la de muchos de sus colegas, facilitó la imagen de una transformación, la historia de una mutación singular pero reveladora. Empezando por lo más anecdótico: aunque Shadows (1957-1959) no está rodada de forma menos marginal que Little Fugitive (Morris Engel, Ruth Orkin y Ray Ashley, 1953), On the Bowery (Lionel Rogosin, 1956), Guns of the Trees (Jonas Mekas, 1961) o The Connection (Shirley Clarke, 1961), la imagen de Cassavetes es en ese momento la de una estrella emergente de la constelación del Hollywood de los ‘50, embarcado con su primer largometraje, sin embargo, en un proyecto creativo muy alejado de aquellos en los que trabaja como actor. Además, en los años sucesivos el director realizará algunas de sus películas dentro de las grandes productoras, no siempre con resultados exclusivamente frustrantes aunque nunca sin alguna fricción; y en sus películas intervendrán algunos intérpretes –como él mismo– reconocibles por “el gran público”. Pero lo más revelante de todo es que su misma obra, sin menoscabo de su audacia formal, casi insólita en el cine americano de esos años, mantendrá no pocas conexiones con la tradición cinematográfica de su país, con sus mitologías y sus géneros.

Todo ello conduce a reforzar la idea de que Cassavetes no propone tanto una imagen alternativa, ajena, cuanto una que fusiona la labor destructiva y la generativa, lo nuevo que aún mantiene lazos con la tradición, imagen que, limada de sus aristas más afiladas, se volverá muy familiar en el cine de su país unos años después de que se estrenen las primeras películas del director americano [...]





   



17.5.18

II. "JOHN CASSAVETES. INTERIOR NOCHE", José Francisco Montero (coord.), Shangrila 2018




Introducción a John Cassavetes en seis escenas

José Francisco Montero


Así habla el amor


[...] Es probable que Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, 1971) sea el filme más luminoso de un cineasta conocido por una crudeza a menudo desgarradora, pero también por una proximidad en la que la calidez es inseparable del dolor. 

Es la de John Cassavetes una obra en la que se delatan, aunque sea de una forma muy subterránea, todo tipo de estructuras que sojuzgan al individuo, que lo determinan inflexiblemente. Pero ello nunca se hace de forma maniquea o autocomplaciente: semejante labor de sometimiento siempre cuenta, en las películas de Cassavetes, con la complicidad de sus víctimas, que al cabo son el principal apuntalamiento de este férreo armazón. Aunque tampoco moralizante ni sermoneadora: a sus relatos les basta con mirar a los personajes con esa implacabilidad que solo puede proceder de la más íntima ternura.

Pero todo ello no es óbice para que el cine de Cassavetes también muestre en la propia existencia de sus películas y en su textura final, íntimamente contagiada de las circunstancias de su producción, los espacios abiertos para resistirse e incluso para obtener pequeñas victorias en esas estructuras que de manera global acaban prevaleciendo. La esperanza que impregna Así habla el amor –y en realidad la mayoría de los filmes de su autor– es también la que permitió la realización de toda su obra.

Tanto en términos de producción como creativos su carrera fue posible y se configuró formalmente en virtud de una irreprimible querencia –que por supuesto tampoco estuvo exenta de contradicciones– por poner las reglas en entredicho, disolver jerarquías –numerosas pero sobre todo indisociables: del sistema productivo, estéticas, narrativas…– y romper convenciones: tanto en la configuración de sus personajes como en la propia evolución de su obra es trascendental la certidumbre de que esas fuerzas que obstaculizan la expresión individual asumen en esencia la figura de los convencionalismos. La trayectoria de John Cassavetes –considerado en muchísimas ocasiones casi como el paradigma del cineasta desideologizado, con mucha probabilidad porque en su obra este aspecto no es nunca un efecto buscado y explícito sino verdaderamente estructurante– nos permite pensar que el director americano podría suscribir sin vacilaciones la afirmación de Roland Barthes acerca de que “el estereotipo es un hecho político, la figura mayor de la ideología” –una convicción que, es preciso añadir, en alguna ocasión se expresó de forma más explícita y superficial: baste recordar la escena de los “hombres mecánicos”, esos estereotipos que uno tiene que interpretar en la vida, de los que habla en un momento de la película un personaje de Faces (1968).


Seymour Cassel y Gena Rowlands


Pero fue el propio Barthes el que escribió, en este mismo libro, que “nueve veces sobre diez lo nuevo no es más que el estereotipo de la novedad”. La obra de Cassavetes no renuncia en absoluto al provechoso diálogo con la tradición, a reflejar incluso su papel determinante, de igual modo que lo hace en la vida y en la obra de cualquiera. Tanto en la pareja protagonista de Así habla el amor como en toda la carrera del director de lo que se trata, en definitiva, es de la posibilidad de casar una tradición y su profunda renovación: es revelador que Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence, 1974), su película quizás más lacerante pero también, junto a aquella, la más esperanzada, vuelve a hablar de la posibilidad de esta convivencia entre lo más normativo (Nick Longhetti) y una actitud muy extravagante y caracterizada por un lenguaje extremadamente personal (Mabel Longhetti). 

Desde el principio el cine de Cassavetes se distanció tanto de la abstracción formal y la vocación marginal de la escuela de Nueva York en la que en un primer momento fue enmarcado –no otro es el movimiento realizado entre la primera y la segunda versión de Shadows (1957-1959)– como de la “perfecta” causalidad y la pretendida transparencia del llamado cine clásico. Mejor que ningún cineasta de su generación, de forma más consecuente que los de la siguiente, y siempre sin renunciar a la radicalidad formal, Cassavetes encontró en una posición fronteriza –noción por lo demás esencial en toda su obra– su insólito lugar en la historia del cine norteamericano [...]





   



14.6.17

V. "PORNO: VEN Y MIRA", José Francisco Montero y Aarón Rodríguez Serrano (coords.), Shangrila 2017




VIDA Y MILAGROS
DEL CINE PORNOGRÁFICO  

José Francisco Montero




¿… y si lo que echaba de menos era el aspecto
puramente formal, que es lo que hace que
un chiste sea divertido, mucho más que su contenido,
de la misma manera que la sexualidad no es una
cuestión de contenido, sino de la manera
de tratar formalmente ese contenido?


Slavoj Žižek, Mis chistes, mi filosofía


En los márgenes, pero…

La historia del cine pornográfico ha discurrido desde siempre por vías paralelas. Subterráneas durante mucho tiempo, hasta finales de la década de los ‘60, limítrofes desde entonces, con entrecruzamientos poco significativos y en cualquier caso puntuales y efímeros con el resto de la producción cinematográfica. Así, durante los primeros setenta años de su existencia, la producción y distribución de cine pornográfico habita espacios clandestinos; a partir de su legalización pasó de la prohibición a la mera marginalidad. No tanto –y progresivamente menos– en su acepción social como en la meramente geométrica, esto es, en relación a un centro que ocuparía lo que, solo desde la perspectiva que ofrece esa posición marginal, se ha venido denominando como “cine convencional” –falsariamente: pocos “géneros”, por el contrario, sustentados en mayor medida en las convenciones que el porno; he ahí una de sus principales paradojas: el retrato del comportamiento “pasional” a través de una formalización particularmente rígida–. En suma, el cine pornográfico ha constituido permanentemente una suerte de gueto audiovisual, un islote en el vasto y joven –pero ya viejo– continente del cine.

Mas simultáneamente, las diferentes fases de la historia del cine pornográfico aparecen inextricablemente vinculadas a los diferentes contextos históricos en que ha evolucionado. Algo, pues, no muy diferente a lo que ha ocurrido con la evolución de cualquier género o de cualquier movimiento artístico, si bien en el caso del cine pornográfico es reseñable la docilidad con que se ha acomodado, sobre todo desde su legalización, a las demandas y maneras de su/s tiempo/s. Siguiendo los de sobra conocidos planteamientos de Foucault, lo cierto es que el tratamiento audiovisual del sexo ha discurrido en las últimas décadas de la ilegalidad a la conveniente canalización por parte del poder.

En resumen, siempre un trayecto en buena medida insular, mantenido de una forma u otra aparte, marcado con una “X” incluso en su época de mayor “consideración”, pero al unísono permeable en extremo, cuando no, más simplemente, profundamente conformista: desde estas posiciones esquinadas, oblicuamente, el cine porno se ha constituido siempre en una producción perfectamente integrada en los requerimientos ideológicos de las épocas que ha atravesado, empezando, desde luego y como es notorio, por los de una sociedad eminentemente patriarcal. Marginalidad y autarquía, por un lado, y secreta integración y sumisión, por otra, se combinan muy significativamente en la historia del cine pornográfico [...]



Seguir leyendo: Porno. Ven y mira




   



12.6.17

II. "PORNO: VEN Y MIRA", José Francisco Montero y Aarón Rodríguez Serrano (coords.), Shangrila 2017




UNA INTRODUCCIÓN
La mujer del reverendo Lovejoy

José Francisco Montero
Aarón Rodríguez Serrano






Mientras corregíamos, cotejábamos, pulíamos y dábamos esplendor a los textos que componen el presente volumen, volvió a estallar la polémica sobre el porno. La mostración de los placeres, o más precisamente, la de los actos que los aluden y los provocan, genera extraños compañeros de cama –y no, únicamente, delante del objetivo de la cámara–. En menos de siete días, dos periódicos nacionales –uno conservador en papel con noble sabor a guardarropía apolillada, otro progresista en digital con vocación de panfleto oficial del reino– movieron ficha y publicaron sendas columnas sobre el tema firmadas, además, por dos de sus más celebradas estrellas.

En la primera de ellas, un sapientísimo y nunca bien ponderado opinador oficial, célebre por su vinculación personal con la línea más extrema del catolicismo, venía a afirmar que todos los pornófilos éramos violadores en potencia, pederastas y váyase usted a saber qué otras categorías perniciosas para el bien público y para el sano control sacrosanto de la natalidad, la higiene nacional y el desarrollo espiritual de nuestro dolorido terruño. La segunda era una tuitstar con ínfulas de periodista e intelectual que, amparada en el anonimato y en el feminismo de la Dworkin y asociados, apuntalaba que los aficionados al porno éramos también cómplices del heteropatriarcado, explotadores de mujeres, y mala gente que gozábamos del sufrimiento ajeno enarbolando una tarjeta de crédito. En ambos casos, la conclusión era la misma: el porno era el enemigo. En ambos casos, la conducta recordaba sospechosamente a la mujer del reverendo Lovejoy de los Simpsons gritando una y otra vez: “¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?”.

Extraños compañeros de cama, queda dicho.

La única conclusión a la que podemos llegar es que el presente monográfico herirá algunas sensibilidades. El porno mismo lo ha hecho desde su nacimiento. En los marcos conservadores del cine clásico, tal vez a lo más que podía aspirar era a hacer algunos rasguños, heridas superficiales, pero lo cierto es que aun así y desde el principio el porno fue condenado a ese gran agujero negro que es la elipsis, ese espacio donde todo sucede pero nada se ve. Al espacio de lo imaginario, un imaginario sin imágenes. El sexo enseñaba la patita (o ni siquiera eso), se atisbaba el lejano rumor de sus pasos acercándose y, con presteza pero también con encantadora delicadeza, el fundido encadenado se encargaba del problema y en el imperceptible instante en que una imagen da paso a otra, en ese suave momento de difuminación y renacimiento, en ese suave parpadeo, en ese silencioso abracadabra, el sexo había desaparecido, y cuando volvíamos a abrir los ojos apenas ya se escuchaba el rumor de sus pasos en la lejanía, pero ya en el otro punto de la lejanía, en el del recuerdo de lo que ni siquiera hemos vivido. No es de extrañar, por cierto, que esas elipsis hayan fascinado a muchos de los teóricos posteriores, que han construido no pocas y excitantes interpretaciones sobre lecturas homosexuales, parafilias, desplazamientos del deseo.

Pero claro, nada desaparece. En ese desvío de la mirada, en ese salto mortal hacia delante y con los ojos vendados, lo que se dirime no es tanto la negación del sexo como el control de su imaginario. Así que cuando la Bestia compareció, cuando se hizo visible sin dejar de ser imaginaria, cuando ya ha sido imposible cerrar los ojos, mejor era enturbiarlos. Lo que no se puede negar, mejor es encauzarlo.


Desde Foucault, sabemos que nada le gusta más al poder que meterse en nuestro dormitorio o, peor aún, en la trastienda del deseo personal, decidiendo ya de paso lo que debe desearse y cómo debe desearse. El cuerpo, tomado en su brutalidad, en su pulsionalidad, siempre ha sido un enemigo para el poder, un elemento peligrosamente descontrolado. Y por tanto también, durante mucho tiempo, el espacio privilegiado para el sometimiento. Quizá hoy estemos jugado en otra liga: del  control y tormento del cuerpo hemos pasado a los de las imágenes del cuerpo; de lo físico a lo imaginario, de la represión a lo ilusorio.

De ahí que el porno resulte necesariamente problemático para tantísimos colectivos sociales y asimismo admita tantas lecturas. Simultáneamente víctima de los mecanismos del poder y espejismo de su subversión. De ahí, también, su oblicua pero potentísima capacidad para diagnosticar el estado de nuestra época, para ofrecer un retrato subterráneo pero extremadamente fidedigno de las sociedades de que emana. Relegar toda una experiencia estética en la que se anuda fantasía, puesta en escena, goce, política, deseo, sociología, perversión, sublimación o confesión a una simple categoría de lucha ideológica nos parece, en principio, limitar excesivamente la cuestión.

Por una parte, en 2017 ya podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que legiones de consumidores y consumidoras hemos crecido manteniendo una relación cotidiana con la pornografía y, contra los pronósticos apocalípticos, las sociedades occidentales no han enloquecido. Si miran ahí fuera, muy al contrario, observarán cómo el tapiz de ciudadanos y ciudadanas que habitan sus marcos familiares, personales o profesionales no ha quedado desgarrado por haber accedido a contenidos sexuales explícitos. Al tomar al consumidor audiovisual por un imbécil manipulable –error, por otro lado, que se deriva de las lecturas menos inspiradas y más simplistas de la escuela de Frankfurt, probablemente por parte de periodistas más o menos mesiánicos o comprometidos que no se han molestado en leer a Adorno ni aledaños–, se ha dado por sentado durante décadas que el consumidor de pornografía derivaría en una suerte de monstruo caníbal capaz de cometer los crímenes más espantosos en busca de un más difícil todavía, emocionalmente inútil, incapaz de amar, relacionarse con sus semejantes, acudir a las reuniones del AMPA, aprobar una oposición o, quién sabe, escribir columnas en los medios de moda.

Pero, queda demostrado, la vida está en otra parte. El deseo fluye, se escribe en los pequeños gestos, a veces se arrincona, a veces se disfruta, a veces se descubre y otras se reprime. Quizá por eso nuestra primera intención aquí era la de proponer un diálogo entre diferentes escuelas que nos permitiera reflexionar, de manera íntima pero rigurosa, sobre nuestra relación con la pornografía y con sus discursos.

Diálogo entre los cuerpos, primero. Diálogo de la pornografía con la filosofía, los videojuegos, las nuevas tecnologías, el psicoanálisis, el cine –convencionalmente llamado convencional–, después. 

Uno de los colaboradores de este libro, cuando entregó su texto por email, evitó escribir la palabra “porno” en el asunto del correo, temeroso de que fuera a parar al correo basura. Realmente, la pornografía ha sido siempre desplazada a territorios similares, prohibida su pertenencia a la bandeja de entrada, condenada a habitar el territorio abisal del correo spam. Pero desde esas regiones infernales el cine pornográfico se ha configurado como el género con unos rasgos lingüísticos más idiosincrásicos. Si como dice la célebre máxima, un filme es siempre el documental de su rodaje, el cine pornográfico, y cada vez de forma más expresa, lleva esta convicción al extremo, hace de ella la razón de su existencia. Sin embargo, nada más inaprensible que lo que mueve al cine porno, nada más escurridizo que el deseo. Aparente grado cero de la escritura cinematográfica, aparente transparencia perfecta, aparente visibilidad máxima la del cine porno, para dar cuenta, en el fondo, de lo invisible. Acaso no es otro el principal objeto del cine, sin más.

Desde ese estercolero al que siempre, de una forma u otra, ha sido expulsado, el cine pornográfico nos habla entre jadeos pero muy elocuentemente no solo del cine sino de nosotros mismos y de las sociedades que nos habitan. A indagar en ese diálogo íntimo y ardiente están dedicadas las siguientes páginas.






   



I. "PORNO: VEN Y MIRA", José Francisco Montero y Aarón Rodríguez Serrano (coords.), Shangrila 2017