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17.9.18

VI. "RAINER WERNER FASSBINDER. SOLO QUIERO QUE ME AMEN", Jesús Rodrigo García (coord.), Shangrila 2018





Describir (y descubrir) la explotación.
Sobre la esperanza y otras metafísicas en Fassbinder

Ignasi Mena



El amor es más frío que la muerte (1969)


Cada vez más se reivindica el papel pedagógico de las obras “menores” de los artistas. Lejos de formar el núcleo del canon, incluso se diría que olvidadas, enviadas a la “periferia” por los estudiosos, suelen mostrar el esqueleto de una tesis o de una sensibilidad que solo en sus piezas “mayores” aparece recubierto propiamente de carne. Que no se me malinterprete: el esqueleto no tiene por qué ser, necesariamente, una superestructura que sostenga un conjunto o deba “descubrirse”. Más bien el esqueleto se deja entrever cuando las costuras del relato son demasiado estridentes y por eso el misterio de la “poiesis” revela que, en sí, también es un relato. De la creación solemos fijarnos en sus dimensiones más conocidas (tema, estructura, estilo, antecedentes, influencias, etc.) pero además cuenta con un factor esencial que en las obras menores es tanto más evidente porque no ha “funcionado” como corresponde: para fabular es necesario fabular, que diría el Barthes de Sade, Loyola, Fourier. Lejos de ser inmediato, el acto de creación implica en sí mismo otro ritual oculto de crear la creación. Dicho proceso puede incluir, digamos, la perspectiva interna del pincel que da su primer trazo sobre el lienzo, pero también la comprensión global de una obra completa y una sensibilidad que no solo se reconoce sino que responde, reacciona, ante su propia carrera. En todo caso, para crear la creación uno debe ser silencioso, precavido. Y en las obras menores ese silencio jamás es total. No solo habla la obra, también habla aquello en lo que podría haberse convertido, o aquello que jamás se quiso que fuera. 

Siguiendo con el símil del esqueleto: algunas veces podemos imaginar el relato como un tejido dentro de otro tejido, ambos cosidos el uno en el otro, cuya superficie se deforma por la presencia oculta de una estructura invisible; son especiales las veces en las que el esqueleto consigue desgarrar el relato, abrirlo en alguna de sus costuras, y enseñar el color amarillento del hueso. Ese hueso tiene muchos nombres, tiene muchas voces, pero eso es de hecho lo que lo define: su multiplicidad y el ruido, mejor el griterío que lo acompaña.

Dos de las obras a mi parecer menores de Fassbinder comparten inicio, comparten premisa, y más importante aún, parecen compartir tesis. Me refiero a ¿Por qué le da un ataque de locura al señor R.? (Warum läuft Herr R. Amok?, 1970) y Solo quiero que me amen (Ich will doch nur, daß ihr mich liebt, 1976). Ambas tratan de un trabajador padre de familia que está deprimido tras ceñirse a la estructura familiar y laboral clásica; los personajes saben que no deberían estar deprimidos al tener una vida tan estándar, tan cliché, y sin embargo el espectador sabe que ese es el motivo de su desgracia (¿pero lo sabe de verdad? ¿O conoce más bien el discurso que le recuerda, aunque sea de lejos, que la desgracia de la alienación es la desgracia del capitalismo en general? Más en un momento). Presionados por sus familias, y principalmente por la imagen que tienen de sí mismos, o mejor incluso por la imagen que creen que los demás deberían tener de ellos, acaban encontrando una válvula de escape en la violencia brutal contra otra persona, y en el caso del señor R. también contra sí mismo [...]








   





22.2.17

VI. "ABEL FERRARA. EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS", Rubén Higueras Flores y Jesús Rodrigo García (coords.), Shangrila 2017



El asesino del taladro y Ángel de venganza



Abel Ferrara da comienzo a El asesino del taladro (The Driller Killer, 1979) con una advertencia: “This film should be played loud”. Se nos invita, antes de empezar la película, a fijarnos en su sonido ¿fuerte?, ¿perforante?, ¿taladrante? y a preguntarnos por la naturaleza de ese sonido, su importancia dentro del contexto del filme. El asesino del taladro es, para muchos espectadores, un simple ejercicio terrorífico de serie B; el hecho de que el director reconozca abiertamente que quiere atacar nuestros sentidos (la vista y el oído) es un gesto que puede resultar incómodo por lo artificial, lo provocador, lo pretencioso o lo ingenuo. Con todo no podemos precipitarnos, no sabemos cuál es la naturaleza de esta apuesta artística, si la podemos llamar así; tenemos que averiguar qué depende de esta advertencia, qué está arriesgando Ferrara, qué es lo que (se) perdería sin ella. De momento, “This film should be played loud” nos señala una de las líneas discursivas del filme; como espectadores, es nuestro deber seguirla hasta sus últimas consecuencias. Para Ferrara, en cambio, el éxito de la propuesta cinematográfica y su coherencia interna dependerán del buen funcionamiento de esta provocación o este truco (“gimmick”): el sonido debe ser tan relevante como se indica, y el volumen debe justificar por sí mismo el hecho de que se lo traiga a primer plano con esta intrusión del director.

De todos modos, nadie que haya seguido con regularidad la obra del cineasta considerará que el “sonido estridente” es una excepción en Ferrara. Sus películas son pródigas en balazos, gritos, peleas callejeras y accidentes, y la Nueva York que retrata en gran parte de su filmografía, la de los prostíbulos, los drogadictos, los vagabundos y los mafiosos, se presta ya desde el principio a un cine extremadamente ruidoso, explosivo, donde el sonido fuerte, el ruido, sería algo así como un cliché. Quizás podríamos preguntarnos, ¿por qué dar tanta importancia al volumen en esta película y no en otra? Más aún: ¿qué es en realidad el sonido, cuál es su papel en este filme en particular? Investigar estas cuestiones será posible sólo si tomamos en consideración, por un lado, la banda sonora, y por otro la trama, como partes inseparables de la misma obra. Desde una y desde la otra creemos poder llegar al núcleo común de la cuestión. Además, estamos hablando del sonido y el volumen pero al fin y al cabo de lo que se trata es de comprender el funcionamiento de una película en su forma y en su contenido; en última instancia, queremos situar El asesino del taladro en el corpus cinematográfico de Ferrara, y eso pasa por preguntarnos por el sonido como parte de la voz del director [...]


"Nueva York sin voz, o los crímenes de América.
Sobre El asesino del taladro (1979) y Ángel de venganza (1980)"
Ignasi Mena