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10.11.23

y XIV. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




Coda
AY, MARILYN
[Fragmento inicial]


Bert Stern, serie The Last Sitting, 1962 




Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes. 
Federico García Lorca, 
“Gacela del amor imprevisto”, Diván del Tamarit 



Parecía
que la hubiera mordido un perro.
Era evidente que la cicatriz 
estaba antes de estar.
Ahora se veía. Eso era todo.
Bajo las falsas rosas amarillas,
la cabeza que empuja el pasado,
los párpados que esperan la moneda,
el cuello expuesto al beso y al desgarro, 
las plegarias jamás atendidas, 
la lluvia en los cristales de los orfanatos.
Esa ternura no podía durar.
Hora de desertar, hora de irse. 
Parecía que los dientes
hubieran tironeado sin piedad,
hasta cumplir espléndidamente su tarea.



[...]




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XIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




FUNDIDO EN NEGRO
[Fragmento inicial]
Manuel Merino


Gunnar Smoliansky (Södermalm, Estocolmo. 1970)




A Jesús Rodrigo


Al despedirse, Sigmund Freud le entregó a Virginia Wolf un narciso amarillo. Algo que bien podría parecer un hermoso diagnóstico, una elegante forma de valorar su obra, un gesto más hermético que si ella le hubiera regalado un espejo. Aquello debió suceder poco antes de la última gran guerra y es imaginable la secuencia en que sus manos enguantadas en ante gris celeste recogen de aquella otra, las venas como sarmientos abultados, esas manchas que tanto se parecían a las de su padre en las que ella cuando niña imaginaba islas, mínimos continentes que alguna vez alcanzaría y aquel anillo con un ópalo turbio tan solemne, niebla atrapada en un cristal gastado, con un breve temor a rozarlo. 

Al despedirse, Freud pudo ver cómo ella, en silencio, agradecida, se lo acercaba con lentitud al rostro, no por olerlo sino por compartir su fría humedad de finales de primavera, difuminada en aquella luz vencida por la esfera implacable que les forzaba a regresar a su hogar. 

Como siempre sucede, quedaron en repetir la reunión, continuar la charla, verse de nuevo tras su inminente operación, ya no recordaba cuántas llevaba, tal vez la definitiva, un comentario que recibió encogiendo sus hombros con una mansedumbre gastada, quizás también para entonces la situación en el continente se habría calmado. Sería en Monk’s House, ya en primavera. El jardín estaría precioso para entonces. Leonard también se encarga de eso, es mi otro yo, le dijo antes de subirse al taxi, al verdadero todavía lo persigo. En ese momento Freud tuvo una revelación que nunca confirmó. Tampoco volverían a verse. 

De aquella tarde Virginia conservaba el ritmo entrecortado de esa voz tan ronca que se apagaría el otoño siguiente, su dicción oscura al comentar las quemas de libros o la calma con que le pidió permiso para cambiarse de lugar porque su oído derecho nada oía. También el gesto de inclinarse para arrancar aquella flor cortada que ignoraba haber muerto. Desde entonces había aguardado otros dos inviernos sobre la repisa de la chimenea de su cuarto. A veces ella reparaba en su forma, en su peso minúsculo y su color tan tenue, casi inexistente por contraste con aquel friso de azulejos donde Vanessa había dibujado un velero sobre un agitado mar azul cobalto ante la presencia adivinada de un faro sin linterna, apenas tres líneas que nada ceñían sobre un promontorio afilado.

En aquellos días eran continuos los ataques alemanes a objetivos navales en aguas del Canal y, a veces, despertaba por ruidos imaginados que solo podían ser explosiones trenzadas con voces que parecían llamarla, como esta mañana de lunes en que vuelve a acercarse al rostro aquella flor ya seca pero, como siempre sucede con los recuerdos o los espejos, que a fuerza de repasarlos se vacían, sin brusquedad ni pena la dejará caer sobre la brasa de un fuego vivo que apenas calentaba. 

Aquella otra ceremonia de despedida sucedió igualmente sin ensayo, la habitación todavía estaba a oscuras y ese rápido paso del destello sin ruido a la ceniza la condujo a otro tiempo. ¿Cómo era posible escuchar las voces de los muertos?, ¿con que fuerza podían recrearse en la imaginación con tanta fidelidad? Sabía que leer las palabras escritas de quienes ya no eran provocaba un sentimiento distinto, menos real incluso que aquella fantasía que acababa de sucederle otra vez, aunque también supusiera un umbral, otra salida hacia el encuentro más inevitable.

– No. Esto no sirve. Así no debe ser.


Bruno Ganz en El amigo americano (Wim Wenders, 1977)



Ahora su figura parece dormir, aunque hace tiempo que esa confortable huida también se le niega. Está inmóvil, eso sí, pero no descansa. Ya se ha acostumbrado a ese otro tipo de silencio poblado de palabras en una febril conversación consigo mismo en la que planifica todo lo que ya nunca sucederá. Es su forma de vida. Nada extraño para quien ha alcanzado la vejez. 

Antes, a la edad de ese otro cuerpo satisfecho tan tardío y a destiempo, pero tan definitivo que le abraza y respira tranquilo a la deriva de un sueño que su quietud protege, se exigía el esfuerzo de encontrar el año y el día exacto de algún suceso que le revisitaba en esos ratos ciegos, pero ahora le conforta más la imprecisión por ser su única certeza, de forma que retoma la idea que acaba de llegarle y reescribe mentalmente el inicio de un poema. Quiere hablarle de su vida, acosada ahora por la enfermedad, evocar aquel tiempo feliz de los viajes y el amor que negaban la muerte, del preciso instante en que, sin entender cómo, se encontró ante aquel desordenado descubrimiento del cuerpo, pero solo puede repetir mentalmente una canción final muy corta con la imagen de unas flores de papel inflamadas en el centro del pecho. (1)

1. GIL DE BIEDMA, Jaime, “Canción final”, Poemas póstumos, Madrid: Poesía para todos, 1968.



[...]




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9.11.23

XII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



ALGALIA ENTRE ALGODONES. DEL AMOR DE DON QUIJOTE
UNA FORMA CONSTRUCTIVA DE DESERCIÓN
[Fragmento inicial]
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Don Quijote y Sancho Panza. Ilustración de Gustave Doré



1

Ningún recorrido por la historia de la educación sentimental conseguirá desatar el nudo gordiano del amor. Ironiza Georges Bataille, en un breve ensayo, sobre ese profesor feo (uno no puede dejar de pensar en Sartre) que se refería al amor como una invención francesa del siglo XVII. Pero los franceses, responde Bataille, no hicieron sino inventar un lenguaje y un conjunto de reglas para algo que exige silencio y ausencia de ley.

La reflexión de la que el amor es objeto es en principio la más decepcionante. Ocurre que, en la persona del ser amado, un amor auténtico brinda al espíritu muchos motivos de ceguera. A menudo, la reflexión a sangre fría sustituye con una muy pobre verdad a la visión de la fiebre (…). Así la reflexión profunda sobre el amor es ante todo desencanto. Todo amor inmoderado sería prueba de ingenuidad, y la lección de la sabiduría es el desprecio. (1)

1. Bataille, Georges, El amor de un ser mortal, en Obras Completas, v. VII, París: Gallimard, pp.497-503, traducción de Rodrigo del Busto.

Pascal Quignard, quien reconoce en Bataille a su gran maestro, compondrá sus más bellas páginas alrededor de esta pasión de pasiones, ya se trate de ese fogoso cuaderno de bitácora que es Vida secreta o de apólogos con vocación anacrónica (“En el año 1979 escribí que esperaba que se me leyese en 1640”) como La frontera. Ambos coinciden en su oposición al “principio de razón suficiente”, dogma –a su entender– de la metafísica. Nada sucede sin razón, todo lo que sucede obedece a una causa: dar cuenta de algo consiste –según el principio– en aportar la explicación causal que permita la reconstrucción del caso. Algo, cualquier cosa, lo-que-fuere es el caso a contar y, por tanto, a descontar de la lista de los misterios que han ocupado ancestralmente las noches de la humanidad. 

Hablar de una “serie” de fenómenos, hablar de “fenómenos” simplemente, supone la secuenciación de lo tomado como tal, la inclusión de lo-que-fuere en un orden previo de sentido. Difícilmente el mero hecho de hablar puede renunciar a esta cláusula en virtud de la cual lo-que-se-dice está ya encapsulado y sometido al control de una gramática profunda. Toda la polémica en torno a los llamados “universales”, toda la historia de la filosofía occidental –y aun del pensamiento universal– se concentra en este punto: el hecho de que cuando hablamos, para decir lo-que-fuere, estamos siempre ya suponiendo una constelación de sentidos que articulan y hacen posible la emisión y la comprensión de lo dicho. La palabra es el amén del mundo, el así del sea: el así-sea, el ser-así

Siendo sarcásticos a fuer de sinceros, puede afirmarse que la historia del pensamiento occidental es una pugna entre platónicos inteligentes (los que no confunden al filósofo con un profeta y lo han sabido leer entre líneas: inter-legere) y burdos platónicos convencidos de que la idea de caballo, aunque no relinche ni se ponga rijosa ante la yegua, ocupa su cuadra particular en un mundo preexistente de formas. Mas en lo que aquí interesa, que es hablar del amor y ver si es posible hacerlo sin que lo que se diga quede constreñido en una constelación anterior de sentidos, el burdo platonismo tiene quizá las de ganar. 

Al fin y al cabo nada más burdo que el amor, cuando se cree inteligente.

2

El amor no se dice. Querría el amor evitar las palabras que lo tergiversan y cortan las cuerdas irisadas que afinan la pasión. Cuando un hombre, cuando una mujer se enamora, todas las frases entonan la melodía que ese alumno del instituto Benjamenta (el Jakob von Gunten de Robert Walser) recita secretamente a su señorita. El lenguaje desborda la voz. Una fina lluvia irrumpe desde el suelo en dirección a las estrellas. No es que los objetos desaparezcan y una sola cosa elimine el fondo que posibilita cualquier distinción. Es cierto que “la cosa” se adelanta y permanece divinamente quieta sobre el campo de visión, a la manera del dios aristotélico que mueve el mundo sin despeinarse, pero también el campo se ensancha y las criaturas a las que no se prestaba la menor atención conforman, ahora, un coro irremplazable. 
Las cosas danzan, como si dijéramos, y las briznas de hierba recubren la antigua desolación de un monte quemado. Ya no se está a la espera de ocasiones propicias que pongan la vida a la altura de sus posibilidades. No ha lugar a la espera: el amor des-espera siempre.

El romanticismo tiene en esta desesperanza su motivo principal y su principio de razón insuficiente. A medio camino entre el drama y la tragedia, el espíritu romántico convierte la “des-espera” en desesperación. La perfecta inmanencia del campo de visión hace crisis en el coro; cada criatura incorpora una cláusula angustiosa. “Ante los mármoles Elgin por primera vez”, el espíritu de John Keats, aquel cuyo nombre fue escrito en el agua, se abruma con su peso de sueño no querido. Se desbarata así la alegría del instante y el poeta declama su pena en soledad.

Y cada imaginado pináculo y tormento divino 
me dicen que he de morir
como un águila enferma que mira hacia los cielos.

El romanticismo es la nostalgia de una perduración infinita, lo contrario de una eternidad vacía, la anticipación del fin desde el principio. El deletreo obsesivo de una sola palabra –a cada romántico, la suya– que no llega a completarse. En su acepción popular, el amor romántico incluye esta mezcla de infinitud deseada y ternura, cuya síntesis es la tristeza, tanto más pesarosa cuanto más dulce (quien asume el fin sin tristeza será cualquier cosa menos un romántico, una romántica). Lo nuestro acabará con la traición o con la muerte, que es la forma más fiel –nunca falla– de la traición. Mas no deja de ser un lujo que el amor genere, sin invasiones extrañas, sus propias enfermedades. El portentoso animal construye una jaula y dentro de ella viaja; emplea la fuerza de sus alas para elevarse y presentir desde lo alto (and each imagined pinnacle) la caída por venir. No llora, sino que prevé estupefacto lo que (like a sick eagle looking at the sky) habrá un día de contemplar: a shadow of a magnitude, una sombra de lo inmenso. Lira con las cuerdas rotas coronando una lápida romana, los restos de un joven poeta inglés. El poeta llorón, en cambio, construye metáforas donde basta una interjección. Si en las majestuosas alas del águila reposan nuestros peores presagios, al poeta llorón apenas nos cabe acompañarle en el sentimiento. 

 
3

Como toda manifestación sobrehumana e inútil, el amor combate la psicología. No hay nada de particular en el amor. No hay nada de general. El amor no se dice. 

Solo se dice, en particular, lo que puede ser objeto de una consideración general. El juicio singular del amor se niega a sí mismo. Es un telegrama sin contenido, puro stop sin frase. Cesura que separa los espacios blancos, se dice que el amor no encuentra palabras. No es cierto; las hay a raudales. Lo que el amor no encuentra es el sintagma correspondiente a su campo de visión. El amor tartamudea; le falla la sintaxis. Cualquier discurso sobre el amor está abocado al fracaso, más aún si el que escribe lo hace enamorado. La paradoja del amor consiste en que el enamorado no para de flirtear con las palabras. Compone odas y trata de verter su furia sobre una estructura que la contenga. Como si el silencio imposible, el verdadero silencio inaudito, le obligase a cavar su propia fosa, en la que otros hallarán el cofre de un tesoro universal.

No sabe Amor
Recitar el poema
Que lleva dentro



[...]




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XI. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



LA CARRERA DEL DESERTOR
TRAS LAS HUELLAS DE UNOS PASOS EN FALSO
[Fragmento inicial]
Ricardo Baduell



Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011)



Know, good mother, 
I had rather be their servant in my way 
than sway with them in theirs.
William Shakespeare, 
Coriolanus, Act II, Scene I



1
El lazo tendido


“Para mí, cualquier ortodoxia es un desvío”. Así podría hablar un taoísta o aspirante a serlo, al verse confrontado con las solicitudes, ofertas y demandas de una u otra militancia política, social o religiosa. Pero el taoísmo es un devenir y no se nace taoísta, sino a lo sumo con una inclinación hacia esa práctica. Sí se nace, en cambio, de una madre y, en general, dentro de una sociedad empeñada en educar de un modo u otro. El lazo social es ambiguo: cordón umbilical a la vez que cadena, provee al individuo de sentidos dados en potencial conflicto con su propia capacidad de inferir o producir otros. Matriz de discordia y motor del progreso, este disenso origina leyes y dramas, desequilibrios y fundamentos. El valor de un sujeto está determinado, para él así como para quienes se suponen sus semejantes, por su grado de representatividad y autonomía en un tablero que, según las circunstancias, favorece a uno u otro de estos polos, cuyo margen de influencia o predominio crece y se contrae de acuerdo con una medida tan difícil de definir como la que regulaba el fuego para Heráclito. 


2
La ilusión de escapar


“Madre”, dice Coriolano a la aristocrática patricia Volumnia, cuando debe solicitar su voto al pueblo para ser electo cónsul, “preferiría ser su sirviente a mi manera a dominar con ellos a la suya”. Este héroe shakesperiano desciende de la más rancia estirpe romana y se le nota. Hijo de la casa de Marcio, nieto a su vez de Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, fundador de la ciudad, en el trono de Roma, nada más alejado de su posición que la perspectiva o la experiencia de un esclavo. ¿Qué sirviente imagina cuando habla así? Porque se trata, con toda evidencia, de uno imaginario, surgido de su mente y no del pueblo llano al que desprecia por cobarde y voluble, no lo bastante romano, es decir, no lo bastante representativo de la patria y la virtud que se anudan en Roma. Y A mi manera, por otra parte, es una canción que reivindica al individuo y su singularidad, no una llamada al deber. Pero es este acuerdo consigo mismo, aparte de la sociedad que exige otros compromisos, a lo que el héroe del campo de batalla buscará aferrarse después de haber cedido en el terreno político. Es por esa unidad tan ilusoria como el hipotético rol en el que cree que encontraría refugio que se convertirá en desertor. Y esa deserción es posible en todas las épocas. Por eso existe un Coriolano contemporáneo con el rostro de Ralph Fiennes. 

3
El horizonte del soldado


“¡So perro! ¿Es que crees que vivirás para siempre?”. Con tales apócrifas palabras de aliento arengaba Federico de Prusia a un soldado que vacilaba en morir por él, cuyo cuerpo encarnaba a la nación alemana en su visión de déspota ilustrado. Dueño de la razón, ejercía un terrorismo como el que Hegel definiría en el siglo posterior: “la dictadura total del espíritu”. Que se ejerce, fatalmente, sobre la carne y la tierra, objeto desde la era del hielo hasta el calentamiento global actual de todo tipo de abusos y violencias, espontáneos y planificados. La razón de tal dictadura, a la vista de las cicatrices que ha dejado, más que puesta en duda es rechazada de plano tanto por las masas menos reflexivas como por los demócratas más consecuentes: todos los villanos son sádicos con proyectos de este tipo. A la vez, con sus soluciones pragmáticas y consignas simples, que no elaboran un discurso sino que canalizan conductas dentro de una ética sin juicio inadmisible para la conciencia, técnica y autoritarismo ganan adeptos. La crítica es desoída por estos ejercicios de poder, en lugar de prohibida como en el Antiguo Régimen. Los potenciales tiranos no se muestran como tales, sino como tribunos al asalto de un orden caduco. En todo caso, la brutalidad con rostro humano manifiesta en el insulto y la pregunta del rey guerrero ejerciendo su pleno derecho pertenece claramente a otro tiempo. Pacifismo y democracia han ido alcanzando tal grado de legitimidad en las conciencias a partir de la segunda mitad del S. XX que la condición de carne de cañón del reclutado previo resulta impensable para un ciudadano al que la sola idea colma de indignación y de horror. Sin embargo, quizás lo que ocurre en esta breve escena legendaria es que Federico hace un descubrimiento: efectivamente, lo que quiere el esclavo es vivir para siempre, al contrario que aquel que cifra su inmortalidad en la gloria, como Coriolano. La victoria que Hegel le augura está en esa supervivencia, una vez que cada amo haya conquistado su mausoleo. 


[...]




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8.11.23

X. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



EL EVANGELIO SEGÚN PAUL SCHRADER
ACERCA DE LA "TRILOGÍA DE LA REDENCIÓN"
[Fragmento inicial]
Mariel Manrique




El reverendo, El contador de cartas, El maestro jardinero (Paul Schrader, 217,2021, 2022)



En las películas de Bresson, como en la teología cristiana, 
la trascendencia es una huida de la prisión del cuerpo, 
una huida que hace que el hombre se sienta simultáneamente 
“libre de pecado” y “prisionero del Señor”. 
En consecuencia, la conciencia de lo Trascendente 
solo puede llegar después de un determinado grado de automortificación. 
La prisión es la metáfora dominante de Bresson, pero hay que entenderla 
como una de dos caras: sus personajes escapan 
de un tipo de prisión y se entregan a una prisión de otro tipo.
Paul Schrader
El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1971)




Ernst Toller, William Tillich y Narvel Roth quieren dejar de sufrir. La culpa no los deja dormir y sienten que lo que han hecho no tiene perdón. Han hecho el Mal. Hablamos de izquierda y de derecha, de alianzas, pactos y coaliciones. Pero del Mal no hablamos, del Mal así, con mayúscula inicial. Algo nos hizo mal, nos cayó mal, funcionó malamente. Pero el Mal no ingresa en la conversación, aunque seamos perfectamente capaces de infligirlo en ciertas condiciones. El Mal tiene escuelas, padres, tutores y encargados. Los adiestradores en el ejercicio del Mal están por todas partes. El Mal se hace, como una broma, una comida o un vestido. Hay técnicas, especializaciones, oportunidades. Hay grados, espectros, escalas y amortizaciones. El Mal rinde como una inversión. Organiza sus campos de acción, mide sus sutilezas, sus encarnizamientos. Se planifica y se calcula, tiene sus tablas de pesos y medidas. ¿Quién te enseñó a hacer doler, a calzar y ajustar coronas de espinas, a hundir clavos en la carne inerme? El Mal es motivo de fiesta desde la antigüedad. Cava y corroe, muerde sin soltar. Sin embargo, del Mal no se habla, como de ciertas enfermedades incurables, o vergüenzas privadas o recetas infalibles de venenos. Aunque se prodigue sin pudor, a conciencia. Del Mal, en general, nadie se hace cargo. El Mal tiene enciclopedias de justificaciones, de opciones convenientes en última instancia. Se hace el mal menor, se hace el mal como un medio para alcanzar el fin, en nombre de una causa superior o para evitar males mayores. El Mal no está en un huevo ni en un nido, no baja del cielo, no es un patrimonio particular. Ernst Toller, William Tillich y Narvel Roth son hiperconscientes del Mal que han causado.

Toller predica ante una feligresía menguante, en First Reformed (El reverendo, 2017); Tillich despliega en modestas dosis su don de contar cartas en los casinos, en The Card Counter (El contador de cartas, 2021); y Roth cuida un jardín centenario y exquisito, en Master Gardener (El maestro jardinero, 2022). Los tres salieron de la cabeza de Paul Schrader y protagonizan lo que ha dado en llamarse su “trilogía de la redención”, una síntesis afilada del cine de Schrader, alguien que está filmando siempre la misma película, que en el mejor de los casos es hacerse siempre la misma pregunta sin tener una respuesta. Por eso filma Schrader, porque duda. Porque no está seguro ni en paz. Por eso escriben sus diarios Toller, Tillich y Roth, mientras escuchamos sus voces en off, impasibles, narrar esa escritura. La escritura sujeta la angustia. Es como una plegaria sin misericordia, una forma personal de la oración. 

Los tres cargan con su tormento, que es interno y externo a la vez. Su propia capacidad de dañar y la capacidad de América de hacerles un daño irreparable desde sus propias organizaciones de defensa. El trauma es personal y político. Toller, antiguo capellán del ejército, entregó un hijo a la guerra de Irak, en estricto cumplimiento de la tradición patriótica familiar y con la muerte de su hijo y la disolución de su matrimonio como resultado; Tillich fue entrenado para torturar presos islámicos en esa guerra, en la prisión de Abu Ghraib; Roth fue un supremacista blanco abandonado por su mujer y sus dos hijas, que ahora integra un programa de protección de testigos. Todo lo que fueron es también lo que son. El Mal, como toda experiencia radical pero con su mortífero bonus track de culpa, se conjuga en presente continuo. El cuerpo recuerda, por eso los tres están tatuados o se martirizan. Un Toller atormentado desiste de inmolarse, se quita el chaleco suicida de activista ambiental, se desnuda, se clava en el torso un alambre de púas. “Confío mi vida a la Providencia. Confío mi espíritu a la Gracia”, se lee en la espalda de Tillich, inclinado sobre su diario en un cuarto anónimo de hotel. El cuerpo de Roth está cubierto de símbolos nazis, ocultos bajo su uniforme de jardinero. In God We Trust. God Bless America. Los tres malviven en su exilio. Son desertores del Bien, lanzados por decisión propia a una segunda deserción, una segunda cárcel: expiar sus culpas en islas personales, donde el tiempo está suspendido como en un limbo y el espacio es sinónimo de confinamiento. Una vieja parroquia protestante devenida en la práctica tienda de souvenirs; los casinos como no-lugares; un jardín que huele a pasado de plantación esclavista. La trilogía de Schrader construye una deserción en dos movimientos, con el amor como posible vía de salida. Solo posible, porque el final es un misterio. Un gran signo de interrogación.

Existe el Mal y existe el Amor. Del Amor, también con mayúscula inicial, se habla poco. Se habla de autoestima, de toxicidad, del amor como tiranía. Y menos del Amor como redención, como un camino de purificación del alma. Schrader cree en lo trascendente y ya eso bastaría hoy para que su cine fuera revolucionario. Al cine “trascendental” de Dreyer, Ozu y Bresson le dedicó un libro y a ese tipo de cine, su filmografía. Austeridad de recursos, relatos secos y concisos, cierto laconismo y obsesiones espirituales. Aroma a cine europeo de los ‘50 y los ‘60, conjugado con los destellos de violencia de la Nueva Ola Estadounidense de los ‘70. Religión y baños de sangre. El papá calvinista de Schrader lo azotaba con el cable de la afeitadora eléctrica. Schrader no pisó un cine (esa “tentación diabólica”, como la televisión o el rock) hasta los dieciocho años. Schrader no tiene recuerdos de infancia del cine, lo que podría asignarle un doble mérito al cine que hace. La infancia se romantiza y tiende a embellecerlo todo. Schrader ve lo monstruoso, de adentro y de afuera, con claridad. Pasó esa infancia sin películas entre citas bíblicas. Es un experto en el Mal reversible y el Amor como última chance de los condenados, cifrado en la irrupción de alguien que podría salvarnos, si lo cuidamos, si esta vez lo hacemos bien. 

Mary, con su reminiscencia virginal, para Toller; La Linda, manager de apostadores, para Tillich; Maya, una chica mestiza, para Roth. Las tres disparan un ansia desconocida, con perfume a milagro. Con ellas se levita hasta alcanzar un cosmos tachonado de estrellas, se pasea en un jardín botánico iluminado con lamparitas de colores, se recorre una ruta que florece en la oscuridad, rasgada por los haces de luz de un automóvil. Son fugas oníricas, de happy end improbable. Toller acaba de prepararse un trago letal con un líquido destapador de cañerías, Tillich está en la cárcel tras haberse vengado de su jefe en Abu Ghraib, Roth acaba de ser expulsado del jardín del Edén. No sabemos si Toller bebió o no bebió su trago, si el beso del final con Mary, con su brusco corte a negro, es una visión de moribundo o una experiencia real. Los dedos de Tillich y La Linda que se buscan y evocan La Creación de Miguel Ángel chocan con el vidrio blindado del área de visitas de la cárcel, pese a que se obstinan en unirse, lentamente, como si respiraran por fin, aun cuando corren los créditos finales (la imagen no se fija, no se congela, no se funde a negro). Roth y Maya bailan abrazados en el porche de la cabaña de Roth en Gracewood Gardens, vandalizada con cruces esvásticas, de la que deberán salir porque la dueña de la propiedad (amante -¿y ama?- decadente de Roth, excitada con sus tatuajes y heredera de una Luger paterna) ya no los quiere en su territorio. 



[...]




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IX. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



EL SUICIDIO, UNA OPCIÓN DE VIDA. BUENAS NOCHES, MADRE:
SOBRE LA AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD
[Fragmento inicial]
Irene de Lucas


Buenas noches, madre (Tom Moore, 1986)



En 1983, Sissy Spacek se encontraba en el punto álgido de su meteórica carrera interpretativa. Apenas cinco años después de darse a conocer al gran público con un papel protagonista en Malas Tierras (Badlands, Terrence Malick, 1971), Spacek alcanzaba el estrellato y su primera nominación al Oscar como mejor actriz de la mano de Brian de Palma, con Carrie (1976), la adaptación cinematográfica del relato de Stephen King. Cinco años más tarde, obtenía dicha estatuilla por su encarnación de la cantante country Loretta Lynn en Quiero ser libre (The Coal Miner’s Daughter, Michael Apted, 1981), y al año siguiente –1983– conseguía una tercera nominación por su interpretación, junto a un magnífico –y también nominado– Jack Lemmon, en el drama biográfico sobre la desaparición forzosa de Charlie Horman dirigido por Costa Gavras, Desaparecido (Missing, 1982), película que se llevaría a su vez la Palma de Oro en Cannes y un Oscar al mejor guion adaptado. 

En 1983, Sissy Spacek podía permitirse elegir su siguiente proyecto cinematográfico. A la actriz le llovían las ofertas de Hollywood, pero encontró en los escenarios de Broadway el papel que deseaba interpretar. El 31 de marzo de 1983, el John Golden Theater estrenaba ‘Night Mother (1), una pieza teatral dramática en un acto, articulada a partir de una larga conversación entre sus dos –y únicos– personajes femeninos protagónicos: una madre y su hija, interpretadas por Anne Pitoniak –la madre, Thelma o Mama– y Kathy Bates (2) –la hija, Jessie. El duelo interpretativo entre ambas se cimentaba en un potente conflicto narrativo inherente al principio argumental y planteado desde los primeros minutos de la historia: la hija comunica a la madre su resolución inexorable de suicidarse esa misma noche y Thelma, inmersa en una carrera a contrarreloj de apenas dos horas, asume el reto de disuadirla a toda costa.

1. Se especula que el título podría ser una alusión a la última línea de diálogo del tercer acto de Hamlet, cuando el personaje protagonista de Shakespeare, de tendencias suicidas, se despide de su madre con la misma frase: “Buenas noches, Madre”.

2. Curiosamente, siete años después, Bates también ganaría un Oscar por su soberbia interpretación de otro personaje de Stephen King en Misery (Rob Reiner, 1990).

Spacek fue una de los miles de espectadores que ocuparon una butaca en una de las trescientas ochenta representaciones de la obra durante el año de su estreno, un éxito considerable para una modesta producción, que se alzó en 1984 con cuatro nominaciones a los premios Tony (mejor pieza teatral, mejor director y mejores actrices, tanto Pitoniak como Bates) y el Premio Pulitzer a la mejor obra teatral de 1983 para la dramaturga Marsha Norman. Inicialmente, ésta no tenía intención alguna de adaptar su obra al cine. Sin embargo, el empeño y entusiasmo de Sissy Spacek por llevarla a la pantalla fueron un factor decisivo, tanto para convencerla de participar en el proyecto como para afrontar su difícil financiación. (3)

3. HARMETZ, Aljean, “Faith and Charity Make a Movie Of a Hit Play”, The New York Times, 10 de agosto de 1986, sección 2, p.1.

Norman adaptó su obra original a un guion sin contrato remunerativo asegurado y en mayo de 1984 convenció al director de su obra en Broadway, Tom Moore, para que dirigiera también el filme –su ópera prima–, pues no podía concebir trabajar con otra persona que no estuviera familiarizada con el texto. A pesar de que Sissy Spacek ya estaba vinculada al proyecto, sus coproductores ejecutivos, Dann Byck –el marido de Norman– y David Lancaster, tardaron dos años en encontrar inversores. Lancaster estima que contactaron a un centenar de personas entre todas las grandes y pequeñas productoras de cine independiente, recibiendo sólo una oferta de financiación de una empresa neoyorquina por un presupuesto de 1,2 millones de dólares si ambos productores cedían el control del proyecto. 

Finalmente, el veterano productor televisivo Aaron Spelling (al día de hoy el más prolífico de la televisión norteamericana, aunque por entonces sólo contaba con cuatro producciones cinematográficas) y Alan Greisman (con cinco títulos previos como productor de cine) cerraron un trato con Byck y Lancaster para financiar el filme por tres millones de dólares. El papel de la madre sería interpretado por una reputada Anne Bancroft, quien, antes del rotundo éxito de El Graduado (The Graduate, Mike Nichols, 1967) –su tercera nominación al Oscar–, ya había recibido un Tony y un Oscar por su interpretación del papel protagónico de otra obra teatral adaptada al cine (El milagro de Ana SullivanThe Miracle Worker, Arthur Penn, 1962) y que nuevamente, en 1986, obtendría su quinta nominación por otra pieza teatral adaptada a la pantalla: Agnes de Dios (Agnes of God, Norman Jewison, 1985).

El rodaje de Buenas noches, madre (‘Night Mother, Tom Moore, 1986) empezó el 20 de enero de 1986 en el estudio 19 de The Burbank Studios en Los Ángeles (4) y duró treinta y cinco días (5), con sólo un día programado de tomas exteriores, completándose la filmación a principios de abril. (6) El rodaje no habría sido posible sin la reducción salarial que aceptaron sus dos intérpretes principales, prueba del interés personal de ambas actrices en el proyecto: Spacek acordó un salario inferior a trescientos mil dólares y Bancroft trabajó por un tercio de su salario habitual. Asimismo, Moore se conformó con el salario mínimo sindical para un director (por debajo de los cien mil dólares) y Spelling y Greisman aplazaron sus retribuciones; de hecho, todos los participantes en la producción acordaron repartirse los beneficios en función de la recaudación del filme en taquilla. 

4. Hollywood Reporter, 28 de enero de 1986.
5. Los Angeles Times, 23 de marzo de 1986, pp. 43 y 52.
6. Variety, 2 de abril de 1986.

Ninguno recuperaría lo invertido. La película se estrenó en septiembre de 1986 en el Festival Internacional de Toronto y consiguió la distribución de Universal Pictures. Sin embargo, tal vez debido a su polémico argumento, la estrategia de marketing limitó su estreno simultáneo en cartelera a treinta y cinco salas estadounidenses, y, con cifras de recaudación por debajo del medio millón de dólares en Estados Unidos y Canadá, fue un fracaso en taquilla. Las críticas, en su mayoría, tampoco fueron positivas. Tanto la adaptación de Norman como la dirección de un inexperto Moore –y de un adocenado Stephen M. Katz, que, como director de fotografía de películas como Granujas a todo ritmo (The Blues Brothers, John Landis, 1980), carecía de la sensibilidad necesaria para abordar un proyecto de semejante calibre dramático–, se ponían como “un ejemplo de libro de cómo no debe adaptarse una obra de Broadway a la pantalla”. (7)

7. ATTANASIO, Paul, “‘Night, Mother”, The Washington Post, 13 de octubre de 1986.

Dada esa incapacidad de trasladar al lenguaje cinematográfico un argumento inherentemente teatral en todos sus aspectos, y de explotar otras dimensiones narrativas de la historia mediante los recursos visuales que ofrecía el medio cinematográfico, la película se consideró un fracaso, salvo por la cruda y emotiva interpretación de sus dos protagonistas y los punzantes diálogos conservados de la obra original. Ese año, Bancroft recibió una nominación al Globo de Oro como mejor actriz dramática, mientras que Spacek ganó un Globo de Oro como mejor actriz cómica y una nominación al Oscar (8), pero por su trabajo junto a Diane Keaton y Jessica Lange en otra obra de teatro –también ganadora de un Pulitzer– adaptada al cine ese mismo año: Crímenes del corazón (Crimes of the Heart, Bruce Beresford, 1986).

8. Cuando un columnista de Hollywood le preguntó a Bancroft si le molestaba no haber sido nominada a un Oscar por esta interpretación, Bancroft respondió: “Debería haber recibido un Oscar sólo por haber memorizado todas esas líneas”.

Con todo, a pesar del fracaso comercial de ‘Night, Mother, en la que la factura visual más propia de un telefilme y la torpeza de su director no hacían justicia al potente caché y talento de sus actrices protagonistas, ni a los incisivos diálogos de la desgarradora obra original de Marsha Norman, esta película sigue siendo una de las más crudas y honestas reflexiones cinematográficas sobre el suicidio. No sobre la eutanasia, como medio de poner fin al sufrimiento de un paciente o a una degradación inasumible de sus condiciones físicas y vitales sin su consentimiento, ni sobre el suicidio como un epílogo indeseable, fruto de la depresión o de una enfermedad mental, sino sobre la puesta en práctica de nuestra autonomía de la voluntad para elegir hasta cuándo queremos seguir viviendo y la elección de la forma en que queremos morir. El suicidio como una manifestación de nuestro derecho a decidir sobre nuestra propia vida, en esta sociedad que no permite opciones.


Desertar de la existencia: sobre la obligación de vivir 

Buenas noches, madre se abre y se cierra con una sucesión ritmada de nueve planos. Nueve planos de diferente escala y desde distintos ángulos de la casa en la que habitan las dos protagonistas. Son dos secuencias visualmente parejas, pues comparten motivo, encuadres, ritmo y estructura de montaje, y son también las únicas a las que acompaña el delicado tema musical de David Shire (compositor de la banda sonora de Todos los hombres del presidenteAll the President’s men, A. J. Pakula, 1976– y de varios temas de Fiebre del sábado nocheSaturday Night Fever, John Badham, 1977). A su vez, estas secuencias de apertura y cierre, que contienen los únicos planos exteriores de todo el filme, funcionan como un reflejo, y es esa inversión de varios elementos lo que las contrapone a nivel simbólico y narrativo. 


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7.11.23

VIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



SOBRE LA DESERCIÓN DEL HIJO
A PARTIR DE ONE MORE TIME WITH FEELING
(ANDREW DOMINIK, 2016)
[Fragmento inicial]
Aarón Rodríguez Serrano


One more Time With Feeling (Andrew Dominik, 2016)



1.

Durante años me obsesionó la posibilidad de la muerte de un hijo. Creo que fue una idea que entró en mi cabeza, paradójicamente, mucho antes de que la paternidad misma se impusiera como una posibilidad real, probablemente alrededor de la primera lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral –libro sobre el que, peor que mejor, giraría ya siempre atrapada mi escritura. La muerte del hijo entró en mi mundo alrededor del año 1999 o 2000, así que pongamos que durante ya 23 años he venido intentando transitar una cierta posibilidad vital: que un hijo se muere, a veces antes de tiempo, dejándonos un mundo entero por delante. 

De ahí, por lo general, mi negativa personal a ver películas que fueran en esa dirección, especialmente –pienso en el nauseabundo Niño del pijama a rayas (The Boy in the Striped Pajamas, Mark Herman, 2008)– cuando la muerte del hijo solía ser una excusa para cerrar la ficción, clausurar de manera dramática la fabulilla moralizante, y en lo posible, endilgarnos un plano cenital de la madre sufridora con el cadáver en brazos. La composición es tan torpe que igual remite a la Pasión que permite al equipo de sonido martillear una pieza para cuerdas que ilustre el sufrimiento de turno. Muchas películas –algunas mejores, otras peores– muestran el proceso de la enfermedad durante todo el metraje y clausuran en el momento mismo de la muerte, porque nada cierra mejor que la muerte del hijo y lo que viene después es, por lo demás, infinitamente más difícil de contar. 

El tiempo del después es otra cosa bien diferente, el tiempo del duelo es ese inmenso vacío en el que las peripecias narrativas se desparraman o fluyen en una especie de magma sin causalidad posible, en el que la escritura del guion va girando una y otra vez en torno al vacío absoluto de sentido que se ha abierto en el mundo. En algunos casos, las películas giran en torno a la cuestión espacial para intentar topografiar como pueden ese espacio vacío: La habitación del hijo (La stanza del figlio, Nanni Moretti, 2001), En la habitación (In the Bedroom, Todd Field, 2001), Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, 2017). En otros, se impone más bien la herida temporal, como en La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016) o Alabama Monroe (The Broken Circle Breakdown, Felix van Groeningen, 2012). Las películas giran y giran sobre sí mismas, rompen sus estructuras temporales, se persiguen en un trapecio que oscila entre la vida no vivida y la vida ya imposible de vivir.


2.

El 14 de julio de 2015, Arthur Cave se desplomó desde un acantilado en Brighton. Tenía 15 años. El documental One More Time with Feeling se estrenó en Venecia el 5 de septiembre de 2016. Dos espacios, dos tiempos. Un vacío entre ambos.


3.

¿Por qué la película se titula One More Time with Feeling? En primer lugar, es una expresión propia del argot musical anglosajón que se utiliza para repetir una toma, una interpretación, a la que por la razón que sea le ha faltado vida, sangre, energía. Duende, quién sabe. Algo ha quedado encorsetado, falso, desabrido, y exige una repetición, un retorno. En la historia del cine hay pocas escenas tan terroríficas como ese fragmento en Husbands (John Cassavetes, 1970) en el que, durante una inmensa borrachera, uno de los protagonistas increpa a una mujer anciana para que repita hasta la náusea una canción tradicional. Repetir con más sentimiento, desde el interior, hacia la verdad, las veces que sea necesario.

En segundo lugar, One More Time with Feeling es un verso de la extraordinaria canción Magneto, incorporada en el disco Skeleton Tree que Nick Cave y el resto de los Bad Seeds grabaron en paralelo a la muerte de Arthur, y que la película de Dominick pretende documentar –si bien, como veremos, tal cosa no es del todo exacta. Su posición es la siguiente:

In love, in love, in love you laugh/In love you move, I move and one more time with feeling/For love, you love, I laugh, you love/Saw you in heart and the stars are splashed across the ceiling.

En el amor, en el amor, en el amor ríes/En el amor te mueves, me muevo y allá vamos otra vez/por el amor, amas, río, amas/Vi tu corazón y las estrellas se esparcen por el techo.

Eso que nosotros hemos traducido como allá vamos otra vez implica un gesto amatorio, un encuentro difuso en el que las emociones se desbordan y la propia canción se niega a ofrecer un significado claro: ¿son risas celebrativas? ¿Son risas sardónicas, de dolor? ¿Qué es lo que se reinicia, y por qué la violencia del verbo splash vinculada a las estrellas, que recuerda quizá a un disparo o a una caída, o a la sangre derramada?

En la película es todavía más complejo trazar el posible significado de la expresión, ya que el crédito se introduce casi al principio (Fig. 1). 


Figura 1



Cave está en la habitación de su hotel, fingiendo prepararse para acudir al plató en el que van a grabarse las canciones. Por un lado escuchamos el sonido ambiente y, por otro, en uno de los mecanismos enunciativos más interesantes de la película, una voz en off del propio intérprete que comenta las imágenes que está contemplando. Se queja amargamente de los mecanismos de escritura: tener que repetir una salida por la derecha, tener que vestirse, tener que someterse a los dictados de una “estúpida cámara en 3D en blanco y negro”.
Imagen estereoscópica, entonces. ¿Por qué Dominick rueda en tres dimensiones precisamente aquello que falta, la dimensión del duelo, de lo no presente, el cuerpo que no puede comparecer de ninguna manera frente al visor? En buena lógica, la toma hubiera debido ser desechada en el montaje: lo que llega hasta nosotros son precisamente los planos desechados, el detritus, lo que no vale, lo que ha fallado, lo que debe ser repetido one more time with feeling. La incrustación del propio título es, además, voluntariamente confusa: los créditos se despliegan sobre una cortina gris a la derecha de plano, haciendo difícil su lectura. Parece, por lo tanto, que la película se empeñará en hacernos mirar lo que queda al margen, lo que se estropeó, lo que no acepta una lectura cómoda y direccional. 

¿Qué es, por cierto, lo que hace que la toma deba repetirse? Pues bien, nada menos que la presencia de pronto descubierta de un espejo que hace que Nick Cave aparezca escindido, demediado.


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