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5.12.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
MARTES 10 DICIEMBRE 2024 / 20h.




SANTOS ZUNZUNEGUI estará acompañado por
ASIER ARANZUBIA
(Universidad Carlos III, Madrid)
y MARTÍN LLADE
(Radio Clásica-RNE)

A continuación se proyectará:
Irreconciliables (1965 - 55')
¡Lorena! (1994 - 20')
Francia contra los robots (2020 - 10')
Jean-Marie Straub y Danièle Huillet



Calle Santa Isabel, 3, Cine Doré (sala 1)
Madrid




9.11.24

En SABZIAN: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO. ESOS ENCUENTROS CON ELLOS", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024



La muy interesante web, https://sabzian.be, recoge la publicación del libro Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. La reinvención del cinematógrafo. Esos encuentros con ellos, de Santos Zunzunegui:

"[...] After all the critical attention devoted to the cinema of Danièle Huillet and Jean-Marie Straub last year, a new Spanish-language study of the filmmaker couple was released last June. Film historian Santos Zunzunegui, whose previous volume Jean-Marie & Danièle Huillet: In the Crater of the Volcano was featured in our winter 2024 overview, has published Jean-Marie Straub y Danièle Huillet. La reinvención del cinematógrafo. Esos encuentros con ellos. The reader will be confronted with a book that does not follow the Straubs’ creative adventures chronologically, but rather takes the form of a dictionary or, to use Umberto Eco’s words, an “encyclopaedia” – largely made up of the knowledge Zunzunegui accumulated about the Straubs over the years – trying to make evident the intricate network of relationships that are interwoven in their singular work".

Sabzian






23.6.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
JUEVES 27 JUNIO 2024 / 17:30h.




SANTOS ZUNZUNEGUI estará acompañado por
ENRIQUE BOLADO
(Programador y fundador de la Filmoteca de Cantabria)
y JOSÉ LUIS TRESPALACIOS
(Director y programador del Cine-Club Santander)




Librería Gil
Calle Hernán Cortés, 23 , Santander




15.6.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
JUEVES 20 JUNIO 2024 / 19:30h.




SANTOS ZUNZUNEGUI estará acompañado por
NATALIA RUIZ
(Profesora Asociada Universidad Complutense Madrid)
y MANUEL ASÍN
(Programador del Círculo de Bellas Artes)

A continuación se proyectará la película
Kommunisten (Jean-Marie Straub, 2014)

Kommunisten




Cine Estudio del Círculo de Bellas Artes
Madrid




8.5.24

II. "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO. ESOS ENCUENTROS CON ELLOS", Santos Zunzunegui, Valencia: Shangrila, 2024

 


INTRODUCCIÓN


Este libro está escrito para pagar una deuda contraída hace más de cincuenta años. En concreto el 6 de septiembre de 1969 en el que un joven cinéfilo de 22 años descubre, de improviso, en un modesto ciclo de cine alemán que pasaba en aquellos días por la segunda cadena de TVE una película llamada Chronik der Anna Magdalena Bach. Película que se presentaba como un “documental” sobre la obra de Johann Sebastian Bach. Es verdad que el joven cinéfilo tenía noticias de la existencia del filme que circulaba ya en aquellos días por los cines de Europa, porque los avatares de su producción desde el rechazo a su financiación por el Kuratorium Junger Deustcher Film hasta alguna de sus peculiaridades estéticas habían sido divulgadas por la revista de la que era suscriptor, Cahiers du cinéma, que ya había sostenido y publicitado las dos obras iniciales de sus autores: la pareja formada por los cineastas franceses, entonces exiliados en Alemania Federal, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet.

Para ir directamente al grano diré que ese joven cinéfilo todavía no se ha repuesto del impacto que el filme le produjo y que las páginas que siguen no son sino el intento de saldar una deuda arrastrada a través de los años y que ha marcado mi visión del cine a la altura de la que me causaron la frecuentación de las obras de John Ford, Ernst Lubitsch, Yazujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Robert Bresson, Roberto Rossellini y otros que prolongarían demasiado esta lista.

Desde entonces he acompañado como fiel espectador el periplo creativo de los que creo con convicción son dos de los más grandes cineastas que han transitado los caminos cada vez más difíciles de recorrer del cinematógrafo. Nunca he dejado de seguir su trabajo y ha sido en los últimos años cuando, por fin, he encontrado las condiciones para escribir el libro que el lector tiene ahora en sus manos.

Debo prevenirle. Este volumen se parece poco a la inmensa mayoría de los libros sobre cine que se publican entre nosotros. Deja de lado cualquier intento impresionista y huye como de la peste de los lugares comunes que actualmente contaminan la reflexión cinematográfica. Pretende dar cuenta de un trabajo único sin perder de vista la perspectiva global en la que se inscribe pero incidiendo en la dimensión material del cine de ese autor recubierto por el nombre dual de Straub-Huillet aún a riesgo de tener que profundizar en los aspectos más particulares de las películas que lo forman.

Tampoco sobrará hacer alguna advertencia sobre la presentación de los materiales que lo componen. Siendo como es la tercera monografía que dedico a un cineasta —aunque en este caso se trate de una pareja de cineastas— es bien diferente de la que dediqué en primer lugar a Robert Bresson, mediante el seguimiento cronológico de su cine estudiando una a una las películas y haciendo muy limitadas referencias al tan traído y llevado contexto de producción de las mismas. Bien distinta fue la manera que elegí para acercarme a Orson Welles y su cine, al pensar que sus películas ganaban si se consideraban agrupadas por afinidades más o menos obvias y además se las ponía en relación con determinadas hipótesis sobre cuáles podían ser los elementos sustantivos que las hacían más que interesantes y que les conferían su arrolladora personalidad. En este tercer caso he añadido a las técnicas de análisis puestas en juego en los dos casos anteriores una decisión importante: tomarme en serio lo que los cineastas dicen sobre su arte (palabra, que por cierto, no les gustaba demasiado). 

No se me escapa que Straub repitió de forma incansable que si pudiera haría desaparecer todas las entrevistas que habían concedido a lo largo de su carrera, pero no siempre los interesados son los mejores jueces a la hora de evaluar su propio trabajo. Al contrario, pienso que pocos cineastas a lo largo de la historia del cine han sido tan conscientes de lo que tenían entre manos y he decidido servirme sin prejuicios de lo que han declarado por activa y por pasiva. Por supuesto, para confrontarlo con su práctica estrictamente fílmica que es, nunca lo he olvidado, el objetivo final de mi trabajo: esclarecer sus formas de hacer, revisar, en unos casos para abandonar, en otros para ir un poco más allá de la afirmación lapidaria de juicios que aunque a veces sean certeros suelen repetirse sin explicación aclaratoria para lectores no iniciados, en los menos para añadir algún modesto elemento adicional. Para, en fin, excavar en las capas geológicas que forman cada una de sus obras y mostrar de qué manera se éstas entrelazan entre sí y poner de manifiesto la profunda coherencia de un trabajo incansable.  

De ahí que el lector se enfrente a un libro que renuncia al seguimiento cronológico de las peripecias creativas de los Straub sino que adopta la forma de un diccionario o, mejor dicho siguiendo a Umberto Eco, de una “enciclopedia” —en buena parte formada por el saber acumulado sobre los Straub en estos años— en la que en torno a unas nociones centrales se despliega, desde puntos de vista complementarios, un abordaje que pretende volver evidente la intrincada red de relaciones que se anudan en una obra tan singular pese al riesgo, que a veces es rentable, de una cierta redundancia. Para ello no solo he tenido que batirme el cobre con la abundante bibliografía sobre su cine, sino hacer algo que ha preocupado a veces a sus glosadores menos de lo razonable: investigar el por qué de sus elecciones, algo esencial en autores que siempre toman como punto de partida obras ajenas. Y en este caso debo decir que no basta con recurrir a lo que los Straub nos hacen saber sino que es esencial acudir, de primera mano, a conocer a fondo ese material —literario, dramático, poético, pictórico, musical— que funciona como detonante de su trabajo. 

Finalmente, debe tomarse este libro como lo que es. La reivindicación de un cine que, lejos de abismarse en la reproductibilidad técnica, se piensa a sí mismo como un arte profundamente artesanal. En un momento en que el cine parece agonizar es bueno poder pensar que queda un espacio para los que lo practican como auténticos amateurs, en el sentido estricto de la palabra. Es en lo que David Oubiña ha llamado el “tratamiento manual de la imagen que se opone por igual al espectáculo de la industria y a la retórica academicista” donde reside el genio del cine de los Straub. De ahí que el “encuentro con ellos” haya sido y seguirá siendo decisivo para la reinvención necesaria del cinematógrafo.

Santos Zunzunegui
Bilbao, octubre 2023






6.5.24

NOVEDAD: I. "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO. ESOS ENCUENTROS CON ELLOS", Santos Zunzunegui, Valencia: Shangrila, 2024

 

744 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127663-9-4


Si algo han demostrado Danièle Huillet (1936-2006) y Jean-Marie Straub (1933-2022) desde sus primeras obras es que es posible hacer un cine exigente consigo mismo y respetuoso con un espectador al que se trata de igual a igual haciéndole ver aquello que sin esa mirada nunca hubiera podido ver. De hecho, todo su trabajo ha buscado intentar alejar el cinematógrafo de las limitaciones que lo mantienen encerrado en la prisión de alta seguridad forjada por los condicionantes del dinero y por la adhesión a los lugares comunes de una estética complaciente. Excavando en la realidad para desenterrar la verdad sepultada bajo el sedimento de la evidencia con el fin de hacer sentir que lo que se ve no es ni natural, ni inmutable, ni inevitable.

El resultado: un cine que se instala en el territorio de la artesanía, del cuidado exquisito con el que se trata en sus filmes la materialidad de la obra, al tiempo que se construye desde la absoluta modestia —ni uno solo de los casi cincuenta filmes que forman el dilatado corpus completo del artista que conocemos como “Los Straub” responde a una fabulación personal sino que se apoya siempre en obras ajenas—, entendiendo que los textos de la más variada procedencia que llevaban a la pantalla eran el espacio de un desafío radical y el lugar donde aplicar un método de trabajo capaz de hacer visible la idea de que todo lo individual es, en el fondo, colectivo.

Por eso conviene tomarse en serio las palabras de Jean-Marie Straub cuando reivindicaba las cualidades de su cine: “Pensamos que nuestro cine es un cine sencillo. Es indudable que para apreciar mejor nuestras películas hace falta tener determinados intereses: el cine, el arte, la literatura. Pero sobre todo hace falta tener ideas sobre el mundo. En todo esto no me parece que haya nada elitista. Nuestro cine es el único cine sencillo, son otros los que hacen películas retóricas en las que no se sabe de qué se está hablando”.

Hoc opus. Hic labor est.

Santos Zunzunegui



SANTOS ZUNZUNEGUI

(Bilbao, 1947)

Catedrático Emérito de Comunicación Audiovisual y Publicidad (Universidad del País Vasco). Doctor Honoris Causa por la Universidad Jaume I-Castellón. Semiólogo, analista e historiador cinematográfico. Ha sido profesor invitado en diversas universidades de Europa, EE. UU. y América del Sur.

Entre sus principales libros se cuentan: Mirar la imagen (1984); El cine el País Vasco (1985); Pensar la imagen (1989); La mirada cercana. Microanálisis fílmico (1996; nueva edición revisada y ampliada, Shangrila, 2016), Robert Bresson (2001); Historias de España. De qué hablamos cuando hablamos de cine español (2002, nueva edición revisada Shangrila, 2018),  Metamorfosis de la mirada. Museo y semiótica (2003; versión italiana Metamorfosi dello sguardo, 2011); Orson Welles (2005);  Las cosas de la vida. Lecciones de semiótica estructural (2005); La mirada plural (2008), ganadora del Premio Internacional de Ensayo “Francisco Ayala”. En 2013 ha publicado Lo viejo y lo nuevo (Cátedra) donde se recogen cinco años de su trabajo en Caimán. Cuadernos de Cine. En 2017 apareció Bajo el signo de la melancolía. Cine, desencanto y aflicción (Cátedra, 2017). Entre 2021 y 2023 han aparecido tres volúmenes de Mis historias de cine (Shangrila), fruto de sus cursos en la Escuela de Cine Elías Querejeta-Tabakalera.



21.2.24

II. "ANTONIO DROVE. TRAVESÍAS Y NAUFRAGIOS DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Miguel Zozaya Fernández

 

Prólogo

¿QUIÉN TEME AL DROVE FEROZ?

Santos Zunzunegui


Antonio Drove


Como comprobará de inmediato el lector, este libro pone sus cartas sobre la mesa cuando Miguel Zozaya decide iniciarlo con esta afirmación que puede calificarse de lapidaria: “Antonio Drove fue un cineasta español”. Le bastará a ese mismo lector empezar a recorrer el itinerario que el autor le propone por la carrera y personalidad intransferible de un hombre de cine singular, para caer en la cuenta que esa expresión resume, mejor que cualquier otra, sus avatares y sintetiza en el mínimo de palabras necesarias el sino bajo el que se movió. Tanto más cuanto que eligió, como forma de expresión y como profesión, desenvolverse en el interior de una industria cinematográfica que, en palabras contenidas en la muy bella oración fúnebre que le dedicó su amigo Víctor Erice, se mueve demasiado a menudo entre el “oportunismo y la vulgaridad”.

Podríamos repetir el tópico que afirma que Drove formó parte de esa generación “perdida” o “bloqueada” que se asomó al balcón cinematográfico español en torno a finales de los años sesenta del pasado siglo. Si no fuera porque, una tras otra, todas las generaciones de cineastas españolas han sido “bloqueadas” bien por razones coyunturales (sociales, políticas) bien por la adscripción, de forma más o menos consciente, de una buena parte de sus integrantes a una manera de entender el cine que siempre acababa poniendo coto a su ímpetu creativo: el gusto por ese “naturalismo degradado”, por esa enfermedad que acecha a los creadores españoles en forma de neo-costumbrismo y que incluso en nuestros tiempos hipermodernos asoma la patita a través de la explotación inmisericorde e interesada de opciones temáticas à la page

Y bien que, como muestra de forma clara, ordenada y sensata Zozaya, Antonio Drove dio la batalla, en la medida de sus fuerzas, a ese cine que se nutre de formas domesticadas, practicando cuando le fue posible un “bandolerismo narrativo” (la expresión pertenece a Juan Cueto), la “experimentación sensitiva” (véase su gusto confesado por eso que solemos denominar con el eufemismo de “música contemporánea”) e incluso en tiempos de zozobra, esa “fontanería cualificada” (ahora el que habla es Miguel Marías) cuando se movía en lo que algunos calificaban como “tercera vía”, ese camino que, dicen, se aparta de la demagogia cutre sin caer en la indigesta vanguardia. De todo eso y más cosas el volumen que el lector tiene entre sus manos deja constancia evidente sin complacencia. Moviéndose con algo más que un punto de desgarro entre la consulta al I Ching y la querencia por el vitriolo brechtiano, Drove formó parte de una generación que tuvo que darse de bruces con el abrupto final del sueño y descubrir que sus navegaciones en lugar de llevarse a cabo por el mítico río Mississippi iban a transcurrir por ese “pequeño río Manzanares” que pese a su insignificancia ha servido de escenario a tantos tristes naufragios y está lleno de pecios desolados.

En el fondo, y este libro lo muestra sin levantar la voz pero hablando claro, Drove siempre se movió entre una dicotomía insalvable: hacer cine (como profesional) o ser un cineasta (como artista). Lo segundo es cuasi impracticable en un cine como el nuestro donde cualquier ambición creativa suele ser mirada por encima del hombro (“¡Nos ha jodido el Visconti este!”), salvo que se amolde a unos patrones que confunden estética con espectáculo, o lo que es aún peor, con la decoración y la moda. El problema es que, incluso adscribirse a la primera opción suele requerir una resistencia inhumana, que nosotros no fuimos tan felices como se pensaba y que, sobre todo, a un tiempo de vivir nunca le sigue uno de revivir. 

Cuando yo era adolescente mis padres me compraban dos tebeos editados en México que se organizaban, ad usum delphini, en dos series complementarias: Vidas ejemplares y Vidas ilustres. Ahora que cierro las páginas del libro que hace cuentas definitivas con el hombre y el cineasta que peleó con bravura de forma incansable para sobrevivir sin ceder un ápice en su pasión por el cine, me doy cuenta de que su lectura ha desplazado definitivamente la figura de Antonio Drove de la primera serie a la segunda. Si su “caso” puede ilustrar el drama de tantos y tantos artistas cuya obra es un remedo de la que pudo ser, no menos puede servir para hacer visible que lo que realmente nos enseña su ejemplo podría definirse (y de ahí su inclusión en el campo de los ilustres) con el título de uno de esos filmes que amó: murió con las botas puestas. 




28.11.23

II. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 

Prólogo

COINCIDENCIAS FATALES

Santos Zunzunegui


Alfred Hitchcock


No puedo iniciar este texto sin recordar que para las personas de mi generación el nacimiento de la cinefilia era algo que, casi siempre, llegaba mediante una serie de encuentros imprevistos. En mi caso concreto las primeras fechas que puedo traer a colación se sitúan, ambas, en la primavera de 1960 cuando un imberbe adolescente de provincias se topa con las primeras películas en las que es capaz de discernir, sin siquiera intuir los motivos, que en esas imágenes y sonidos hay algo que le concierne de manera profunda. Me acababa de dar de bruces, casi al unísono, de un lado con Misión de audaces (The Horse Soldiers, John Ford, 1959); de otro, con Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956). No lo sabía pero algo comenzó en ese momento.

Por eso no es extraño que tampoco haya podido olvidar que, justo un año después, ya embarcado en la caza y captura de películas de toda laya (no conocía todavía el anglicismo “film”) en la que pudiera satisfacer mi curiosidad por lo que cada vez más me resultaba obvio constituía un territorio que debía explorar a fondo, tuve que bregar con una de esas decepciones difíciles de sufrir para alguien tan impaciente como yo.

La propaganda que había precedido el estreno en mi ciudad de la película había sido poco convencional. Páginas enteras de aquellos cotidianos del franquismo que te manchaban tanto las manos como el alma, se dedicaban a publicitarla. Los anuncios buscaban la implicación del espectador potencial antes y después de que pasara por la sala oscura, mediante una combinación de “mano dura”, primero, y búsqueda de complicidad, después. Una advertencia imperativa: nadie podrá entrar en la sala una vez que la proyección haya comenzado. Algo insólito para el espectador acostumbrado en aquellos días a lo que se llamaba “sesión continua” por permitir el acceso a la sala en cualquier momento de la misma. La búsqueda de complicidad se ubicaba sobre un territorio que habría satisfecho a los actuales defensores de eso que se conoce entre los bulímicos consumidores de series televisivas como spoiler (cuando lo podemos llamar “destripe”, de forma más jugosa y menos hortera). Básicamente se rogaba a los espectadores que, por favor, no revelaran el final a sus amigos que aún no habían pasado por taquilla. Como decía, mirando fijamente al espectador desde los afiches con sus pícaros ojos, el director de la película: “No tenemos otro”. Ambas estrategias combinadas servían para conceder a la película una dimensión singular, convirtiéndola en un objeto cinematográfico no identificado. No hace falta que les diga que estoy hablando nada más y nada menos que de una de las películas más importantes de su autor, un orondo y simpático aunque inquietante inglés afincado para entonces hacía ya más de dos décadas en Hollywood, llamado Alfred Hitchcock: Psicosis (Psycho, 1960). 

Todo lo anterior viene a justificar que otro de los momentos fundadores de mi cinefilia tiene una severa componente negativa. Me veo a mí mismo en el vestíbulo de mi casa esperando con impaciencia el retorno del cine de mis padres que, con puntualidad religiosa para evitar ser rechazados en la entrada, habían salido de casa con tiempo más que suficiente. Cuando llegaron de vuelta cumplieron escrupulosamente con la segunda condición, no sin antes indicarme que la película era muy impactante y sorprendente y añadieron de su cosecha que estaba bien que se vetase el acceso a las salas en las que se proyectaba a jóvenes como yo (de hecho, estaba rigurosamente prohibida para menores de 18 años) dado lo morboso del tema.

Tardé años en ver Psicosis por vez primera. Desde entonces la he visto innumerables veces siempre con la conciencia de ver una obra maestra y sin dejar de ser para mí una película que, además de cambiar en de forma radical las reglas de juego del cine de terror, acababa situándose más cerca de la vanguardia que de las adocenadas formas narrativas que cultivaba el cine americano de aquellos días. No en vano, forma parte de las cuatro películas que pueden hacer de ese annus mirabilis de 1959-1960 uno de los más significativos en la evolución de la estética cinematográfica: L’avventura (Michelangelo Antonioni), Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard), Shadows (John Cassavetes) y, por supuesto, Psicosis.

*

Todo lo anterior viene a cuento porque en el libro que tienes entre manos y en el que con mi intromisión de prologuista estoy retrasando tu entrada, querido lector, muchos de sus caminos conducen a Psicosis. Lo que no sería poco si no fuera porque el tránsito global por sus capítulos puede calificarse con una sola palabra: apasionante. En la medida en se ocupa en profundidad, cubriendo todos los niveles de su geología creativa y moviéndose con soltura poco habitual entre una mirada global y una mirada próxima. Miradas que, al combinarse, hacen buena la idea de que toda obra artística solo puede explicarse en un contexto “pertinente” del que se nutre y le otorga su sentido. 

Vayamos por tanto al tema. ¿Un libro más sobre Alfred Hitchcock? Para responder a esta pregunta me permitiré señalar que en estos días puede afirmarse, sin despertar ya escepticismo alguno entre los guardianes de la (inexistente, por otra parte) ortodoxia cinematográfica, que la batalla en defensa del genio cinematográfico del cineasta está definitivamente ganada hace ya tiempo. Sobre todo después de esa magna exposición que se celebró sucesivamente en Montréal y en París en el año 2001 titulada Hitchcock y el arte: Coincidencias fatales, comisariada por Dominique Païni y Guy Gogeval. Exposición que iba varios pasos más allá del acotado territorio cinematográfico en el que se mueve la casposa cinefilia de andar por casa para colocar el foco en el papel central que la obra de Hitchcock tenía en el marco del arte moderno y contemporáneo, en donde nuestro hombre dialogaba sin desdoro no solo con nombres como René Magritte, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico o Edward Hopper (hasta aquí nada inesperado para un ojo medianamente familiarizado con su trabajo), sino con otros menos previsibles como George Rouault, Odilon Redon, Dante Gabriel Rosetti, Robert Delaunay, Ernst Braque, Maurice Vlaminck o tantos otros. 

Terminaba así la batalla iniciada a partir de la primera mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado por los “jóvenes turcos” de Cahiers du cinéma, bajo la mirada mitad apreciativa, mitad escéptica de André Bazin para imponer la evidencia del genio, como le gustaba decir a Jacques Rivette, de un cineasta único. Batalla librada que conoció victorias importantes en la década siguiente con motivo de la publicación de tres textos fundamentales: el libro (1965) dedicado al cineasta firmado por Robin Wood y la inclusión de Hitchcock en el “panteón” de grandes cineastas americanos conformado por Andrew Sarris (1968), por supuesto. Pero, sobre todo, gracias a la aparición en 1966 de ese volumen decisivo que contiene el largo diálogo a calzón quitado que el Maestro mantuvo con François Truffaut acerca de los secretos de su arte, titulado de forma tan simple como justa El cine según Hitchcock. No estamos lejos de un auténtico evangelio cinematográfico que, afortunadamente, no propone al lector verdades que compartir sino métodos que admirar y tomas de postura ética y estética que comprender.

*

En este “evangelio” recogido por Truffaut, los trabajos televisivos de Hitchcock casi brillan por su ausencia más allá de alusiones poco desarrolladas. No se me ocurre otra razón que pensar que, quizás, Truffaut no los conocía suficientemente a fondo para poder entrar a debatirlos. En cualquier caso el libro que ahora tiene el lector en sus manos se ocupa de cubrir todas las dimensiones y facetas de la incursión televisiva de Hitchcock que, como es bien sabido, se concentra de forma fundamental en una década: de 1955 a 1965 y se despliega básicamente en dos programas el primero, Alfred Hitchcock Presents (siete temporadas; 1955-1962), y el segundo The Alfred Hitchcock Hour (tres temporadas; 1962-1966). Destaquemos que una veintena de telefilmes fueron dirigidos personalmente por el maestro (a un ritmo de 3 por año entre 1955 y 1959; 2 en 1960 y 1961 y 1 en 1962).

Si nos fijamos, por un momento, en los años en que se concentra la incursión televisiva de Hitchcock, veremos que coincide de lleno con la época en que su aportación a la gran pantalla alcanza las mayores cotas de audacia artística. Entre 1956 y 1964, el cineasta británico rodará Falso culpable (1956), De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), Psicosis (1960), Los pájaros (The Birds, 1963) y Marnie, la ladrona (Marnie, 1964). Si traigo esto a colación es para señalar que la “dedicación televisiva” del artista, que siempre se mostró irónico con respecto a las posibles virtudes artísticas de los telefilmes (aunque nunca perdiera de vista lo que contribuían a popularizar su nombre), no afectó en nada a su creatividad cinematográfica propiamente dicha. Las razones de que esto fuera así están analizadas de forma excelente en el capítulo que Castro de Paz dedica a la creación de Shamley Productions, su organización empresarial y, de manera especial, sus métodos de trabajo. Desatado este nudo es difícil aceptar la manera de ver las cosas que Joyce W. Gun, colaboradora de los Cahiers en Nueva York proponía a los lectores franceses en 1956, cuando al hablar de sus programas televisivos sostenía que “no se puede considerar que se trate exactamente de obras de Hitchcock: se limitan a generalizar una concepción superficial del autor, limitada al touch”.

Tanto más cuanto que una mirada atenta a los episodios dirigidos personalmente por Hitchcock —y aquí brilla la sagacidad de Castro de Paz para pegarse a la materialidad de los telefilmes yendo de lo general abstracto a lo concreto material para sacar a la luz las opciones estilísticas del artista— permite que ver que en multitud de facetas la actitud del cineasta con relación a sus trabajos se parecía más —su estatuto en Hollywood se lo podía permitir— a la de un productor tipo Selznick que a la de un mero funcionario de un estudio limitado a cubrir meras tareas de puesta en escena. No por azar los dos cineastas elegidos por Cahiers como punta de lanza de su reivindicación del cine americano —el otro por supuesto es Howard Hawks— gozaban de una consideración similar ante los mandamases del mundo de los estudios. Lo importante es entender que, en un contexto distinto al de las grandes producciones cinematográficas, Hitchcock sabía rodearse de un equipo que le permitía moverse con soltura en las aguas pantanosas de los presupuestos estrictos y los rodajes rápidos. 

Desde el punto de vista crítico la aproximación de Castro de Paz a la obra televisiva de Hitchcock devuelve toda su enjundia a la gestión de un conjunto de piezas de un rompecabezas en las que tan importante (o mucho más) que la tarea de puesta en escena propiamente dicha reside en tareas de concepción, control y gestión y, por supuesto, contacto directo con el público. Lo que nos pone delante, pero esta es otra historia, de una posible necesidad de revisar la misma noción de “autoría” para verla desde un ángulo más abierto que el que suele ofrecer el de la tan traída y llevada “puesta en escena”. En un momento del libro se resume de forma adecuada y sintética dónde residía una de las virtudes primordiales del artista, lo que ahí se denomina “la forma singular del arte hitchcockiano”: “una tensión en el interior del plano, que atrapa la mirada en tanto hecho visual, creadora de su propio verosímil, anterior al significado consciente, densificando textualmente el telefilme [me permito añadir, y cualquiera de sus filmes], más allá de la irónica, macabra y/o espectacular originalidad de tal o cual anécdota narrativa”.

El genio multifacético de Hitchcock, y aquí entro en la consideración de uno de los hallazgos esenciales del libro, puede sintetizarse, en el caso que nos ocupa, en su capacidad para hacernos comprender cómo el cineasta no se limita a ofrecer al público un ejercicio de “miniaturización” y “naturalización” de sus principales virtudes cinematográficas (que también) sino que lo combina con la utilización de esos telefilmes como banco de pruebas de algunos de sus más arriesgados estilemas. Aludiré rápidamente apenas a unos pocos casos para evitar redundar en cosas que Castro de Paz explica in extenso y con más solvencia que la mía: los casos de obras como Venganza (Revenge, 1955) que no solo le sirvió para presentar a su nueva estrella Vera Miles sino para poner a prueba una forma puramente cinematográfica de hacer visible el tema principal de la historieta que relata; o el hallazgo visual que reaparecerá en Los pájaros años después, experimentado primero en A las cuatro en punto (1957). Por supuesto, y retorno al comienzo de este prólogo, es preciso aludir al conjunto de motivos que hace que todos los caminos conduzcan a Psicosis (1960), en la medida en que el cineasta “ante la negativa acogida al atípico y oscuro proyecto por parte de los directivos de Paramount, (…) propuso financiarlo el mismo por medio de Shamley Productions, realizando el filme en blanco y negro y con la rapidez, el equipo técnico y los modestos medios de Alfred Hitchcock Presents” (Castro de Paz en su capítulo significativamente denominado “Grafismo, forma económica, adecuación y utilidad del estilo” desarrolla este tema trascendental). 

Solo me queda añadir que la noción de “forma económica” que se supone tiene que acompañar a cualquier ejercicio narrativo televisivo tiene siempre dos significados complementarios si queremos referirla a un artista como Hitchcock que nunca da puntada sin hilo: uno que no hace falta explicar tiene que ver con aquello que le convierte en uno de los artistas cinematográficos a los que el éxito económico siempre le vino de cara y que esta aventura televisiva confirmó una vez más; otra, patente en un filme como Psicosis que enhebra, primero, todo un conjunto de elementos “ensayados” en otros lugares, los despliega luego como en un abanico a medida que avanza su relato y se confirman con un imprevisto twist cuando el filme se clausura. 

A Hitchcock le gustaba decir que él ponía en escena al espectador (y a los críticos, podríamos añadir). Hacer esto mediante un pequeño filme que nace de multitud de cosas “aprendidas” mientras se movía en el terreno minado de la emergente televisión; que, se presenta travestido de filme de terror (que, además, modifica los códigos vigentes en aquel momento) cuando es, eso sí de manera encubierta, un filme de vanguardia, da idea de lo que el talento de Hitchcock era capaz. Además de corroborar que para nuestro autor su trabajo como hombre de imagen consistía en tender puentes entre los distintos avatares tecnológicos, sociales y estéticos que las imágenes iban adoptando en su desarrollo.  

Si ahora contemplamos con una mirada globalizadora los logros conjuntos —cinematográficos, televisivos— de su carrera entre los años 1955 a 1966, no nos costará nada hacer nuestro el juicio con el que los Cahiers hacían balance de su relación con el cine americano en enero de 1964 antes de emprender un viaje en una nueva dirección. Juicio sobre Alfred Hitchcock que no me resisto a utilizar como colofón (la escueta nota venía firmada por André S. Labarthe) de este ya demasiado largo prólogo:

La figura central del cine americano y de nuestras mayores certidumbres críticas. Hitch es un maestro; incluso sus detractores lo reconocen. La prueba de su grandeza podría buscarse en la multitud de las interpretaciones que florecen alrededor de cada una de sus películas. Nosotros no tenemos necesidad de esto. Nos basta seguir su carrera filme tras filme y constatar, una vez más, que Hitchcock es el único que sabe cada vez: 1º sorprendernos; 2º ofrecernos un manojo de llaves; 3º retirarnos esas llaves una a una, para dejarnos delante de esta evidencia: una puerta siempre batiente en el umbral mismo del misterio. 




23.2.23

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "DERIVAS. MIS HISTORIAS DE CINE III", de Santos Zunzunegui en la Librería La Central del Museo Reina Sofía, Madrid

 

PRESENTACIÓN

LUNES 27 FEBRERO / 19:00h.




EL AUTOR ESTARÁ ACOMPAÑADO POR:

Asier Aranzubia
(Profesor de la Universidad Carlos III de Madrid)
y Martín Llade
(Presentador del programa "Sinfonía de la mañana" de Radio Clásica)




La Central del Museo Reina Sofía
Ronda de Atocha, 2 - 28012 Madrid




22.2.23

y XIV. "DERIVAS. MIS HISTORIAS DE CINE III", Santos Zunzunegui, Valencia: Shangrila, 2023



13.
MALMKROG
(Cristi Puiu, 2020)

[Fragmento inicial]





¿Qué es el mal? ¿Solo un defecto de la naturaleza,
una imperfección que se desvanece al crecer el bien o,
por el contrario, una fuerza real que domina nuestro
mundo mediante sus seducciones, de forma que, para derrotarlo, es necesario tener un punto de apoyo en otro orden del ser?
V. Soloviev


Criticism may or may not begin with beauty,
but it certainly ends with a judgement on the value of its object.
A. Nehamas


Siempre tan perezosa, la crítica cinematográfica (no solo) española no ha encontrado mejor fórmula para enmarcar la emergencia creativa durante la primera década del nuevo siglo de una cinematografía europea hasta ahora prácticamente ignorada que hablar de “Nuevo Cine rumano”. Con lo cual no solo volvía a poner en circulación una fórmula que ya había servido para dar cobertura a un movimiento que prácticamente se extendió a lo largo y ancho de todo el mundo durante los años sesenta del pasado siglo. Cualquiera que sea lo que se piense de este actual “nuevo cine rumano” lo primero que hay que resaltar es que nada tiene que ver con la noción que ya forma parte de la historiografía más convencional que se ha venido ocupando de levantar acta de las rupturas políticas y artísticas que cristalizaron en torno a 1968. Por eso debería evitar el uso indiscriminado de esas “palabras paraguas” que nada dicen sobre el contenido que recubren. La novedad es un fenómeno que se produce de maneras siempre diferentes por más que en sus últimos avatares podamos oír ecos de otros más antiguos.

En el caso del cine rumano esta reflexión es tanto más pertinente cuanto que el contexto (me repito, político, cinematográfico) en el que incuban esos movimientos no puede ser más diverso, ni sus repercusiones estéticas más diferentes. Creo que se puede afirmar que el cine rumano que formó parte de los “nuevos cines” del siglo pasado, englobado en las cinematografías que se movían con mayor o menor independencia tras los límites de lo que, entonces, algunos denominaban “Telón de acero”, si lo comparásemos con sus coetáneos cines polaco, yugoslavo, checoslovaco o húngaro apenas ocuparía una nota a pie de página, básicamente protagonizada por un más que interesante cineasta y director teatral llamado Lucian Pintilie (1933-2018), entre cuyas obras más destacadas podemos espigar dos filmes de aquellos días: Duminică la ora şase  (El Domingo, a las seis, 1965) y, sobre todo, Reconstituirea (La reconstrucción, 1968), probablemente la película más representativa de la cinematografía rumana hasta la eclosión de los cineastas del siglo XXI. (1)

1. Los planos iniciales del filme (las distintas tomas repetidas con claqueta incluida) ubican de forma fehaciente el filme en el panorama de los “nuevos cines” de la década. Por otra parte, Pintilie traza una línea de continuidad con el cineasta objeto primordial de nuestra atención. En 2003, Cristi Puiu y su colaborador habitual Razvan Radulescu escribieron el guion de uno de los últimos filmes de la carrera de Pintilie como director cinematográfico: Niki y Flo (Niki Ardelean, colonel în rezerva). Además, en los títulos de crédito de Malmkrog (2020) puede leerse el nombre de Lucian Pintilie en tanto que coproductor de la película, representando a la Sociedad de Creación Cinematográfica del Ministerio de Cultura rumano. Se cierra así un círculo.

Ha llegado el momento de recordar que Rumanía controlada en aquellos años por un régimen de extrema derecha se alineó durante la II Guerra Mundial junto a la Alemania nazi, cuando el dictador Antonescu decidió unirse a la aventura antisoviética de Hitler. Lo que llevó a que, terminada aquella, tras unos movimientos políticos que podrían pasar por una opereta si no hubieran tenido consecuencias trágicas, pasara a formar parte del bloque soviético, instalándose en 1947 con el respaldo ruso (sus tropas permanecieron en el país hasta 1958) la República Popular Rumana, hegemonizada por un Partido Comunista que manejó con mano de hierro los destinos del país. Cuando en 1965 Nicolás Ceuacescu fue elegido secretario general del Partido Comunista, pareció abrirse una pequeña ventana de libertad. Pese a que Ceaucescu gestionó con inteligencia sus “distancias” con la URSS (se negó a “ayudar” a los rusos en su intervención en Checoeslovaquia en 1968, no se prestó a boicotear los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984 y condenó, pocos años más tarde, la invasión de Afganistán por los soviéticos) que le facilitaron la “comprensión” durante un periodo de tiempo por parte de las democracias occidentales, su país fue sumergiéndose de forma progresiva en un infierno. Una pésima gestión económica, el nepotismo de la clase dirigente, la creciente y cada vez más brutal represión ejercida sobre los disidentes políticos y un campesinado sometido a una colectivización brutal, todo ello bajo el control de la temida policía secreta del Régimen (Securitate), condujeron a que cuando en noviembre de 1989 tras la “apertura” del Muro de Berlín, las piezas del dominó comunista en el este de Europa se derrumbaron una tras otra, Rumanía fuera el único de estos países que acompañó la caída del sistema con el juicio y ejecución en el día de Navidad de Nicolás Ceaucescu y su esposa Elena Petrescu. Mientras, en terrible contrapunto, en la televisión se emitían imágenes de sus apartamentos de lujo en las que podían verse balanzas de cocina de oro macizo y, en el dormitorio de Elena, hileras inacabables de zapatos tachonados de diamantes.   

Por una vez el cine pudo levantar acta de estos sucesos en dos memorables filmes de uno de esos autores a los que le tocó hacer de puente entre los “nuevos cineastas” y los “nuevos nuevos cineastas”, Andrei Ujică (1951). El primero (aunque fuera el realizado más tarde) es Autobiografía de Nicolás Ceaucescu (Autobiografia lui Nicolae Ceaușescu, 2010), en el que manejando más de mil horas de filmaciones originales extraídas de los Archivos Nacionales Rumanos, se “documentan” las andanzas políticas del Conducator (como le gustaba hacerse llamar a Ceaucescu) sin necesidad de ninguna voice over que nos explique el sentido de lo que estamos viendo. El cineasta, en este caso con la inestimable colaboración de Harun Farocki, había aplicado una estrategia similar en su primer filme, titulado Videogramas de una revolución (Videogramme einer Revolution, 1992), partiendo de la selección y montaje de ciento veinticinco horas de rodajes no profesionales, filmaciones de noticiarios varios así como materiales procedentes de la televisión de Bucarest que recogían los acontecimientos vividos en la capital de Rumanía durante los días 21 y 22 de diciembre de 1989 que condujeron en línea recta al fin del régimen comunista. (2)

2. Para una rápida y documentada visión de los avatares de Rumanía desde el comienzo del siglo XX hasta la caída de Ceaucescu, puede leerse el capítulo XVII “Hiroshima en Bucarest. Rumanía 1965”, del libro de ALTARES, Guillermo, Una lección olvidada: Viajes por la Historia de Europa, Barcelona: Tusquets, 2018.

*

Si hago incapié en lo anterior es porque, de una manera u otra, el cine rumano de comienzos del siglo XXI es hijo de la implantación, avatares y caída de una variante específica del comunismo de impronta soviética. (3) Hasta el punto que la pervivencia de esos cuarenta años de historia iban a dejar una marca indeleble en la sociedad rumana poscomunista que se iba a asomar al siglo XXI. Como queda patente, sobre todo, porque pese a que en 2001 la Rumanía democrática se incorporó a la OTAN y consiguió su entrada en la Unión Europea en 2007, en los ya más de treinta años ocurridos desde la desaparición del comunismo, el país ha continuado sin poder dejar atrás del todo su ominoso pasado, teniendo que asistir al lavado de cara que ha convertido a una parte de las antiguas élites de la dictadura en los nuevos actores de su complejo presente democrático. De hecho, si algo distingue a los jóvenes cineastas rumanos es que su cine traza un retrato igual de implacable de la sociedad rumana comunista hegemonizada por los Ceaucescu como dibuja con trazo preciso el país que le sucedió en la década final del siglo XX y las dos primeras del XXI. (4)

3. Si atendemos a los principales nombres que están detrás de la eclosión creativa del cine rumano en los primeros años del siglo XXI, caeremos en la cuenta de que todos ellos son nacidos durante la primera década en la que se asienta el poder omnímodo de Ceaucescu y realizarán sus iniciales películas de largometraje durante los primeros años del nuevo siglo en la Rumanía poscomunista. Estos son los casos de Cristi Puiu (nacido en 1967; primer largometraje en 2001), Cristian Mungiu (1968 y 2002, respectivamente), Radu Muntean (1971 y 2002), Corneliu Poromboiu (1975 y 2005) o Radu Jude (1977 y 2009), entre otros. 

4. Una comparación entre el cine español actual y el paralelo cine rumano puede ser de utilidad. A diferencia de la práctica más común en nuestra adocenada cinematografía, una parte significativa del cine rumano (la que le ha colocado en el punto de mira de toda la crítica mundial) no solo mira con agudeza lo mismo al presente que al pasado de su país, sino que lo hace con una alta exigencia estética, presentando un panorama creativo de altos vuelos.

La emergencia a los ojos del público y la crítica internacionales de este cine se produce, de forma progresiva, en la primera década del siglo XXI. El primer aviso se produjo en el Festival de Cannes de 2001, cuando el primer largo de Cristi Puiu (Marfa și banii; que podríamos traducir como Bienes y dinero) fue admitido a competición en la Quincena de Realizadores del Festival. En el 2004, varios cortometrajes rumanos (entre ellos el titulado Un cartuş de Kent şi un pachet de cafea realizado también por Cristi Puiu) obtuvieron importantes galardones en los Festivales de Berlín, Venecia y Cannes. Pero la eclosión definitiva tuvo lugar en los tres años siguientes: en 2005, el nuevo filme de Puiu, La muerte del Señor Lazarescu (Moartea domnului Lăzărescu) es premiado en la sección “Un certain regard” del Festival de Cannes, además de obtener el Premio Especial del Jurado. En 2006, la película de Corneliu Porombuiu, 12:08 al este de Bucarest (A fost sau n-a fost?) obtendría la Caméra d’Or, también en Cannes. Por fin, en 2007, Cristian Mungiu se alzaría con la Palma de Oro del Festival con su Cuatro meses, tres semanas, dos días (4 luni, 3 săptămâni și 2 zile). Durante los quince años siguientes el cine rumano ha continuado dando muestras de una extraordinaria creatividad y diversidad estilística. (5)

5. Mientras escribo estas líneas recibo la noticia que el Festival de Berlín del 2021 acaba de conceder su Oso de Oro a Radu Jude (que ya había ganado con Aferim, el Oso de Plata en 2015) por su película Sexo desafortunado o porno loco (Babardeal cu bucluc sau porno balamuc (2021). 

Cualidades que se reflejan de una forma muy significativa y novedosa en el cineasta y el filme en el que vamos a centrar nuestra atención: Cristi Puiu y su largometraje Malmkrog realizado en 2020 que, en cierto sentido, es a un tiempo una continuación del cine rumano de las dos primeras décadas del siglo XXI y una superación del mismo. En el fondo en la película de Puiu coexisten la ruptura y la restauración. (6) Me explico: A diferencia de la mayoría de ese cine al que hemos hecho referencia hasta ahora (incluido el anterior del propio Puiu), esta obra sustituye la alusión directa a una realidad próxima tal y como ha sido vivida por las últimas generaciones de sus conciudanos por un un viaje a un pasado lejano y el abordaje de una serie de preocupaciones que desbordan ampliamente las preocupaciones de la dura cotidianeidad. Lo que sin duda es verdad a condición de no perder de vista que lo que el cineasta va a proponernos ahora es, primero, una inmersión en profundidad en unas opciones estilísticas radicales que hasta ahora no habían sido holladas con esa intensidad por ninguno de sus compañeros de generación. Elecciones estilísticas –entre las que se cuenta la renuncia al “feísmo” que su cine había cultivado sin reparos, o a la cámara llevada en mano– que pretenden poner sobre el tapete toda una serie de temas de fondo que habían sido aparcados por la urgencia de atender a la descripción inmediata de una sociedad lastrada por la traumática salida de la dictadura comunista. 

6. Más abajo me referiré a varios momentos de “ruptura” efectiva. Baste adelantar ahora dos sencillos de “continuidad”: en el filme inmediatamente anterior de Puiu (Sieranevada, 2016), también como Malmkrog de enigmático título (ver infra), la figura de la “casa familiar” se convertirá en privilegiado contenedor de debates, tensiones entre parientes y reflejo obvio de contextos sociales.

De ahí la necesidad de ir hasta el fondo de determinados problemas, de poner a debate temas muy complejos sin cuya adecuada comprensión (uno de ellos y no el menor es el que apunta hacia el hecho de que el “abismo del mal” se esconde tras la máscara engañosa que reviste “con el brillante velo del bien y la justicia el misterio de la absoluta iniquidad”) nuestra percepción del presente y el futuro se encuentra oscurecida. 

*

Como ya hemos señalado antes, Puiu nace en Bucarest en 1967. Interesado inicialmente por la pintura –las lecciones aprendidas en esta práctica jugarán un rol no despreciable en Malmkrog, como veremos más adelante– estudia entre 1992 y 1999 en la École Supérieure des Arts Visuels (ESAV) de Ginebra, primero artes plásticas y luego cine y video, diplomándose finalmente en la sección de Puesta en escena. De hecho Puiu, que no solo ejerce como guionista y director sino también como productor, a través de la compañía La Mandrágora que comparte con su esposa Anca y Alex Munteanu y, por si fuera poco, actor (véase su más que notable prestación como protagonista de su Aurora, segundo de una serie de particulares “cuentos morales”, que pensaba recoger bajo el título “Seis historias de las afueras de Bucarest” en homenaje a Eric Rohmer). Entre 2001 y 2020, realizará cinco largometrajes ampliamente premiados en diversos festivales: Marfa și banii [2001] (en Tesalónica y Angers), La muerte del Señor Lazarescu (en Cannes, Namur o Lisboa), Aurora, un asesino muy común [Aurora, 2010] (Karlovy Vary), Sieranevada [2016] (Chicago) y la misma Malmkrog (Berlín). (7) Aunque cada uno de estos filmes merecerían una atención específica (entre otras razones por ser muy diferentes entre sí) me detendré en el último filme en la medida en que, ya lo he insinuado, estamos ante una obra escatológica, sobre el fin de los tiempos, destinada a poner en entredicho nuestras convicciones y sacudir nuestras certezas. (8)

7. Existe otro largometraje realizado por Puiu en 2013 con motivo de dos seminarios de interpretación dictados por el cineasta en Toulouse, invisible por el momento, titulado Trois exercises d’interpretation. Como explica el propio autor en una entrevista, como material de trabajo para esta película utilizó la misma base literaria que luego iba a dar lugar a la realización de Malmkrog (https://filmmakermagazine.com/109297-people-tend-to-push-the-film-away-cristi-puiu-on-malmkrog/#.YO1TxOgzZPY). Algunos de los actores que participaron en esos seminarios también participaron, luego, en el rodaje de Malmkrog.

8. Puiu no se engaña sobre las dificultades que su trabajo presenta para amplios sectores de los espectadores cinematográficos actuales: “Cada decisión [artística] acaba teniendo unos efectos. Luego no nos sorprendamos de vivir en una cultura consumista, que solo produce fast food. Es cierto que, para los nacidos después de los noventa, es casi imposible ver mi película, un filme de 200 minutos sobre la guerra, la religión y la filosofía. Sucede lo mismo con los libros, que también dan miedo. No es una evolución natural, en ningún caso, sino el resultado de una serie de imposiciones” (El País, Babelia 02/10/2021).

Lo primero que hay que señalar es que el filme llamado Malmkrog es, como señala el texto colocado por sus autores al inicio del mismo, “una adaptación en pantalla de un texto de Vladimir Soloviev”. Una afirmación que necesita varias precisiones: la primera, ¿quién es Vladimir Soloviev?; respondida esta, podremos pasar a una segunda, ¿qué tipo de “texto” es ese que se dice adaptar?

De manera extremadamente esquemática (dejo al lector el realizar una ulterior indagación en el personaje, si lo tiene a bien) diré que Vladimir Soloviev (1853-1900) fue un filósofo y teólogo ruso de amplia formación literaria, histórica, filosófica y científica. Enfrentado a las posturas nacionalistas eslavófilas y fuertemente involucrado en la búsqueda de un acercamiento entre las diversas iglesias cristianas, su texto más célebre publicado en sus últimos días de vida es el titulado Los tres diálogos sobre la guerra, el progreso y el fin de la Historia universal, con un breve relato sobre el Anticristo (1899-1900). En él presenta a un tiempo una severa refutación del progresismo tolstoiano, un rechazo de cualquier optimismo humanitario y una crítica acerba de la creencia en la inmanencia del progreso. Precisamente el texto aludido es el que sirve de punto de partida para el filme que nos ocupa. (9)

9. Existe una excelente edición castellana del texto de Soloviev (que cualquiera interesado en el filme debería leer con atención) traducida y prologada por Jorge Soley Climent (Madrid: El Buey Mudo, 2016). Precisamente esta es una de las instrucciones implícitas que la película imparte al espectador para una mejor comprensión de lo que está en juego. La práctica totalidad del texto que los actores “recitan” en la película proviene del libro de Soloviev, sin otras alteraciones que la recolocación de algunos de sus fragmentos y la escisión de partes que prolongarían innecesariamente una obra que, por otra parte, supera con holgura los doscientos minutos de duración. 

Puiu ha dejado constancia de su encuentro con las páginas de la obra más conocida de Soloviev:

Su lectura fue para mí una revelación. Tenía entonces veinticinco o veintiséis años y los temas que pone sobre la mesa no me preocupaban nada. Estábamos felices por el derrumbe del comunismo y me dedicaba a pintar, a expresarme a mí mismo como artista, bla, bla, bla… Basura. Fui educado en un pensamiento cartesiano, crecí en un estado ateo y todo eso. Mis abuelos eran creyentes y yo me reía de ellos. Con diecisiete años leí el libro de Bertrand Russell –por supuesto los comunistas lo difundían– Por qué no soy cristiano y en él encontré argumentos para discutir con mi abuela, cosas como que descendíamos del mono y temas parecidos. Pero más adelante, tras el colapso del comunismo, se publicaron los testimonios de los que habían sobrevivido al Gulag rumano –gente que había sido encarcelada durante quince, veinte años. Campos comunistas, campos de exterminio. No nos atrevíamos a hablar de esas cosas. Entonces alguien lo hizo. Gente como Solzhenitsyn y Shalámov. (10) Les prestamos poca atención, no queríamos entrar en ese tema y reconocer hasta qué punto el sistema fue… maléfico. Leí esos testimonios y escuché a la gente que hablaba sobre ello, Dios mío…, pensé: “algo va mal. Existe un error en la matriz. No puede ser verdad. Muchos de los que sobrevivieron a aquello ¿creían en Dios?”. Yo no he vivido una experiencia de esa magnitud. Ni sabía, ni sé nada de estas cosas. Y comencé a prestarlas atención. El libro de Soloviev me llegó en el momento preciso, cuando estaba sumergido en esos testimonios. (11)

10. Los dos gigantes literarios que dedicaron parte sustancial de sus escritos a poner en negro sobre blanco los horrores del universo concentracionario soviético conocido por el acrónimo GULAG, Dirección General de los Campos de Trabajo, rama del NKVD que dirigía el sistema de campos de trabajo forzado en la Unión Soviética. Aleksandr Solzhenitsyn (1918-2008), premio Nobel de literatura 1970, autor de Un día en la vida de Iván Denisovich (1962; versión española en Tusquets) y Archipiélago GULAG (1973, 1975 y 1978; edición española en Tusquets); Varlam Shalámov (1907-1982), autor de los Relatos de Kolimá (1954-1973; edición española en siete volúmenes en Minúscula).



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