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10.10.21

COMENTARIO-RESEÑA DE "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021, por Fernando Castro Flórez











VI. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021



Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966)



[...] “No hay imágenes”, no pictures.

Si tuviera que quedarme con una respuesta en la magistral Blow-Up (1966), de Antonioni, sería la que tiene lugar en el curso de un intercambio entre Thomas, el fotógrafo de moda (David Hemmings), y un anciano que regentea una tienda de antigüedades cerca del parque donde se tomará la foto de un asesinato: 
 
¿Qué es lo que quieres? –Estoy mirando, eso es todo (just looking around). –No hay ningún buen negocio aquí, estás perdiendo el tiempo. –Bueno, echaré un vistazo. (I’ll just have a look). –¿Qué es lo que estás buscando? (what are you looking for?). –Imágenes (pictures). –No hay imágenes (no pictures). ¿Qué tipo de imágenes? (what kind of pictures?) –Paisajes. –No hay paisajes. Están vendidos. Todos vendidos. 
 
El anticuario es quien primero dirige la palabra a Thomas, que está echándole el ojo a los objetos en venta. No hay imágenes que comprar, dice en un tono a la vez molesto y perentorio a quien está allí para ver, no hay imágenes baratas para comprar, incluso no hay imágenes en absoluto. ¿Pero qué imágenes?, añade, contradiciéndose inmediatamente con una pregunta que es casi una oferta.  

Si esta respuesta singular insiste y persiste en mi recuerdo de la película es sin duda porque señala un motivo iconómico que la atraviesa de una forma tan discreta como constante. A Bill, el joven pintor abstracto que vive con su compañera Patricia al lado de la casa de Thomas, este le propone comprar una imagen, una pintura, una especie de Pollock puntillista. Poco después, mientras hace esperar a dos jóvenes modelos (una de ellas es Jane Birkin), Thomas juega largamente con una moneda entre los dedos. A Jane (Vanessa Redgrave), que quiere recuperar las fotos comprometedoras que le tomó con un hombre en el parque, Thomas le responde: “Yo cobro de más” (I overcharge). En resumen, como dice la muchacha que es la dueña de la tienda de antigüedades, “el dinero es siempre un problema” (money is always a problem). 

Sobre el fondo de este horizonte iconómico se dibuja la caza de imágenes que constituye la trama de la película. Pero no son solo las imágenes tomadas o capturadas por Thomas, el fotógrafo, las que se inscriben en una red de intercambios en la que tienden a adquirir una plusvalía por sobrefacturación. Es también, como veremos, la mirada misma la que interioriza el ritmo, la pulsación –el fraseo– de la circulación inherente al intercambio. Es en este sentido, sin duda, que debemos entender la respuesta del anticuario: no hay imágenes que ya no estén afectadas por una mirada que las destine al intercambio con otras imágenes. O mejor aún: que las endeude con respecto a las imágenes por venir.  
 
*
 
En La cámara lúcida, luego de haber mencionado Blow-Up como al pasar, Barthes insiste en lo que distingue al cine de la fotografía: 
 
La imagen fotográfica está llena, repleta: no hay espacio, no se puede añadir nada. En el cine, cuyo material es fotográfico, la foto no tiene sin embargo esta completitud (y eso es bueno para él). ¿Por qué? Porque la foto, capturada en un flujo, es empujada, traccionada sin cesar hacia otras vistas; en el cine, sin duda, siempre hay un referente fotográfico, pero este referente se desliza, no reivindica su realidad... (1)

1. STEYERL, Hito, “In Defense of the Poor Image”, revista e-flux,  n° 12, noviembre de 2009; retomado en The Wretched of the Screen, Londres: Sternberg Press, 2012, p.31 y ss. Los “condenados de la pantalla” a los que se alude en el título de la recopilación (jugando con el título del famoso libro de Frantz Fanon, Los condenados de la tierra) son imágenes de baja resolución, que Steyerl denomina imágenes “pobres” (p.32): “La imagen pobre (poor image) es una copia en movimiento. Su calidad es mala, su resolución está por debajo de las normas (substandard). A medida que la imagen se acelera, se deteriora. [...] Las imágenes pobres son los condenados de la pantalla de hoy, los escombros (debris) de la producción audiovisual, la basura (trash) que encalla en los márgenes de las economías digitales. Dan testimonio de la violenta dislocación, de las transferencias y del desplazamiento de las imágenes –su aceleración y su circulación en el seno de los círculos viciosos del capitalismo audiovisual”. Cuando Steyerl propone “redefinir el valor de la imagen” en función de otros criterios (p.41), no está claro, sin embargo, en qué podría consistir esa redefinición. En efecto, Steyerl escribe: “Aparte de la resolución y el valor de intercambio (apart from the resolution and exchange value), uno podría imaginar otra forma de valor definido por la velocidad, la intensidad y la propagación (another form of value defined by velocity, intensity, and spread). Las imágenes pobres son pobres porque están extremadamente comprimidas y viajan rápido”. Pero, ¿qué es la mencionada velocidad o propagación de una imagen sino, precisamente, su valor de cambio? En otras palabras, esa “otra forma de valor” que Steyerl quisiera definir no es básicamente otra cosa que lo que Walter Benjamin denominaba ya el “valor de exhibición” de una imagen. Un concepto del que por otra parte Steyerl hace un uso muy poco riguroso cuando afirma románticamente: “La imagen pobre es [...] un lumpenproletariado en la sociedad de clases de las apariencias [...]. Transforma la calidad en accesibilidad, el valor de exhibición en valor cultual (exhibition value into cult value) [...]”. Debería decirse exactamente lo contrario: en términos benjaminianos, la accesibilidad es el valor de exhibición, mientras que la calidad se vincularía más bien con el valor cultual de una imagen.
 
Podría suceder, no obstante, que Blow-Up hiciera vacilar esta distinción, no solo al mostrar que la imagen fotográfica también está condenada al desplazamiento y por lo tanto a los flujos del intercambio –aunque estos sean más lentos que los de las imágenes de cine– sino también al poner en escena la movilidad de la mirada que hace de toda imagen aquello que Bresson llamaría un valor de cambio. “No hay valor absoluto de una imagen”, decía en efecto Bresson, como recordamos, en sus Notas sobre el cinematógrafo. Y este enunciado lapidario bien podría valer, justamente, para el valor de las imágenes en general, ya sean fotográficas o cinematográficas. O pictóricas, de hecho (recuérdese el fresco bajo el fresco en Obsesión). 

Sigamos por un momento el argumento de Barthes, cuando hace del punctum el rasgo distintivo de la fotografía frente el cine. 

¿De qué se trata?

Barthes describe primero el mencionado punctum como una especie de picadura-acontecimiento que emerge desde la foto: “es ese azar que, de por sí, me golpea” (p. 49). De esa flecha que brota desde la foto como un detalle que me atraviesa, de esa saliente o saliencia de la imagen fotográfica, Barthes dice entonces que es un “suplemento”, una especie de añadido, aunque interno: “es lo que añado a la foto y sin embargo ya está ahí” (p.89). Sin embargo, de lo que el cine adolece es precisamente de la posibilidad de aquello que podría denominarse ese apoyo de la imagen (pp.89-90): 
 
¿Es que en el cine añado algo a la imagen? –No lo creo; no tengo tiempo: ante la pantalla, no soy libre de cerrar los ojos; de lo contrario, al abrirlos de nuevo, no encontraría la misma imagen; me veo obligado a una voracidad continua [...]. 
 
Esta misma glotonería icónica inherente al cine es la que también lo priva de punctum en el segundo sentido que Barthes confiere a esta palabra. Existe en efecto, más adelante en La cámara lúcida, aquello que Barthes denomina “otro punctum” (p.148); ya no el “detalle” por el cual la foto se hace punzante sino el “estigma” que la marca con un “lo que ha sido”, a saber, la puntualidad del acontecimiento pasado, de la que la foto da testimonio de un modo “inflexible”, porque “nunca puedo negar que la cosa ha estado allí”, frente al objetivo (p.120). Pero este segundo punctum –el de la puntuación referencial– es lo que le falta a la imagen fílmica, que, como hemos leído, no tiene la oportunidad de pronunciarse “en favor de su realidad” (p.140). 

En suma, si la fotografía difiere entonces del filme, es en la medida en la que este último no da a la mirada el tiempo de detenerse, de posarse en el fotograma. Pero entonces uno tiene derecho a formular a la distinción barthesiana entre la fotografía y el cine las preguntas que Blow-Up no cesa de poner en escena en todas sus formas, a saber: ¿qué es posar la mirada?, ¿quién podrá medir su duración o estabilidad? y ¿qué garantizará que cuando volvamos a abrir los ojos encontraremos, de nuevo, “la misma imagen”? 



Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966)


Blow-Up podría describirse como una serie de variaciones sobre el gesto fundamental de la captura o la toma fotográfica, a saber, la obturación. (2) Durante la célebre sesión de fotos con Veruschka (una conocida modelo de alta costura de la época, que hace de sí misma en el filme), son los saltos en el ángulo del plano, son los jump cuts los que integran, por así decirlo, la interrupción fotográfica en el flujo cinematográfico. Más tarde, durante otra sesión con un grupo de modelos de alta costura, Thomas les pide que cierren los ojos (close your eyes, les dice) mientras aprovecha para eclipsarse, como si les impusiera un guiño, un parpadeo o una obturación que durara más de lo esperado, que se fijara en la espera ciega (que podría ser infinita) de una suerte de juego de escondite [...]

2. STERNE, Jonathan, mp3. The Meaning of a Format, Durham: Duke University Press, 2012, pp.1-2 (la traducción me pertenece).


 
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9.10.21

V. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021



El último (F. W. Murnau, 1924)



[...] En el párrafo inmediatamente posterior a esta fórmula iconómica que hemos desplegado pacientemente, Deleuze retorna a una expresión sobre la que no deja de insistir ya en las primeras páginas de La imagen-movimiento. La toma prestada de Marx, que definía el dinero como un “equivalente general” (allgemeines Äquivalent). Pero es la cámara la que, en el caso de Deleuze, se describe iconómicamente como “un equivalente generalizado de los movimientos de traslación”. O incluso como su “intercambiador”, un término que aquí concebiremos en un sentido tanto monetario como vial. (38)

38. Cf. L’Image-mouvement, op. cit., pp.14 y 37; y L’Image-temps, op. cit., p.104. Marx habla del dinero como un “equivalente general” (o “universal”, según las traducciones), especialmente en el Libro I del Capital: “Desempeñar el papel de equivalente universal en el mundo de las mercancías se convierte en [el] papel social específico [del dinero]”, escribe (Werke, vol. 23, op. cit., p.83; traducción al francés bajo la responsabilidad de Jean-Pierre Lefebvre, op. cit., p.79). 

La cámara sería por lo tanto, la moneda y el dispositivo de cambio de dirección de los movimientos. 

¿Qué significa eso? 

Tras una breve descripción de los primeros minutos de El último, la película de Murnau de 1924, Deleuze propone pensar la cámara como el equivalente general “de todos los medios de locomoción que muestra o de los que se sirve (avión, coche, barco, bicicleta, marcha, metro...)”. En esta secuencia inicial, en la que los movimientos de cámara resultan inauditos para la época, la cámara construye su recorrido mediante la combinación de múltiples medios de transporte que se alternan y comprometen la mirada en una sucesión de trayectorias articuladas entre sí: 

[...] la cámara sobre la bicicleta, puesta primero en el ascensor, baja con él y captura el vestíbulo del gran hotel a través de los cristales, realizando incesantes descomposiciones y recomposiciones; después ‘vuela a través del vestíbulo y de los enormes batientes de la puerta giratoria en un único y perfecto travelling’. Aquí la cámara genera dos movimientos, dos móviles o dos vehículos, el ascensor y la bicicleta. (39)

39. L’Image-mouvement, op. cit., p.37. Deleuze cita las palabras de la historiadora de cine Lotte Eisner (“L’école expressionniste”, Cinéma 55, nº 1, p.22). Lotte Eisner recoge un valioso testimonio de la filmación de El último en su monografía sobre Murnau (F. W. Murnau, Ivry-sur-Seine: Le Terrain Vague, 1964, p.70). Robert Herlth, que trabajó como escenógrafo con Murnau y su camarógrafo Karl Freund, cuenta cómo liberaron la cámara de todo soporte estable y enlace fijo. En particular, recuerda cómo se hizo la secuencia de apertura, que conduce el punto de vista del espectador desde el ascensor que desciende hacia el vestíbulo hasta la puerta giratoria de la entrada del Grand Hotel Atlantic, en Berlín: “‘Ahora solo nosotros sabemos por qué ha construido un ascensor abierto’, me dice Murnau con una sonrisa. La cámara se posa sobre una bicicleta y desciende, se dirige hacia el vestíbulo del hotel, atraviesa el vestíbulo hasta el portero [...]”. El último es una de las primeras películas en las que la cámara se libera de sus restricciones para ganar una amplitud de movimiento sin precedentes; en alemán fue descrita literalmente como una “cámara desencadenada” (entfesselte Kamera).

Pronto nos interesaremos particularmente por los ascensores que, cuando son abiertos o panorámicos, cuando permiten ver a través de ellos, descomponen y recomponen el movimiento piso por piso, como lo sugiere muy precisamente Deleuze: desde el ascensor se tiene la impresión de ver desfilar una película, de modo que un ascensor, tenga o no una cámara en su interior, es ya, en el fondo, cine. Es una cinematización de lo visible, como si cada piso fuera un fotograma en el interior de un desplazamiento continuo.

De lo que Deleuze no dice nada, en cambio, es de la puerta giratoria, que solo cita al pasar. Tendremos también la oportunidad de volver a hablar de las revolving doors, a las que inscribiremos, junto con los ascensores y otras escaleras mecánicas, en una genealogía de la red vial de la mirada, en la que la cámara sería, en cierto modo, el superintendente general de caminos. Pero antes de emprender esta arqueología de las redes e intercambiadores viales que estrían la visibilidad, permítanme señalar, brevemente, una notable aparición de la puerta giratoria en el artículo de Benjamin sobre el surrealismo. 

Al hablar del modo en el que las imágenes fotográficas de los lugares parisinos modulan Nadja, la narración autobiográfica que André Breton acababa de publicar el año anterior, Benjamin escribe: “[...] todos los lugares de París que aparecen aquí [en las reproducciones fotográficas que ritman el texto de Nadja] son lugares en los que lo que hay entre esos hombres [entre los personajes del relato] se mueve como una puerta giratoria”. (40) Imaginen qué sucedería si la puerta giratoria (Drehtür) empezara a girar a todo ritmo; por un instante, para aquellos que pasaran las hojas del libro a una gran velocidad, Nadja comenzaría a asemejarse a los folioescopios que prefiguran el nacimiento del cine. 

40. II, p.301; traducción francesa (modificada),  Œuvres, II, op. cit., p.122. 

Pero la figura de la puerta giratoria, que designa de este modo la rotación de esas imágenes que forman tantos espacios intersticiales entre las páginas del relato, es inmediata y literalmente transpuesta a la escala del mundo. Como si no hubiera ninguna solución de continuidad, Benjamin continúa: 

[...] todos los lugares de París que aparecen aquí son lugares en los que lo que hay entre esos hombres se mueve como una puerta giratoria. 
El París de los surrealistas es también un ‘pequeño mundo’. Es decir, vemos lo mismo en el grande, en el cosmos (in der grossen, im Kosmos, sieht es nicht anders aus). Allí también hay encrucijadas [carrefours, en francés en el texto] donde [...] analogías impensables e intricaciones de acontecimientos (unerdenkliche Analogien und Verschränkungen von Geschehnissen) están a la orden del día. 
 
La puerta giratoria, entonces, es el equivalente, en el pequeño mundo del libro de imágenes, de una encrucijada universal. O de lo que con Deleuze podríamos llamar un intercambio iconómico general

¿Se habrán cruzado Deleuze y Benjamin en algún lugar del vestíbulo de ese hotel Atlantic donde Murnau filmó El último? ¿Podrían haber entrado por la misma puerta giratoria, sin verse tal vez, canalizados como estaban en dos flujos diferentes? 

Sin embargo, el ascensor o la puerta giratoria, que movilizan la mirada y descomponen en fotogramas lo visible, producen una cinematización general. Pero lo hacen con una pesadez, con una gravedad mecánica que la fulminante inervación benjaminiana no tiene. Ciertamente, no estamos todavía en el espacio de imágenes con el que soñaban las últimas páginas del artículo sobre el surrealismo, si bien nos aproximamos a él. ¿Desaparecerán algún día los engranajes y los cables? La motricidad de la mirada, sus espasmos oculares, ¿se tornarán inmediatamente activos, es decir, también monetizables? [...]


 
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IV. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021



Los Soprano



[...] Dejamos una pregunta en suspenso [...] El cine, dijimos con Deleuze y algunos otros, es más que el cine: es el nombre del mundo. Y dedujimos de ello, al menos como hipótesis, que la iconomía fílmica tendería a generalizarse en un supermercado de lo visible que desborda la sala de cine por todas partes. En otras palabras: al metacine de Deleuze –a lo que yo llamaría la estructura archifílmica del mundo– respondería la iconomía general de un hipermercado. En otros términos, incluso: la estructura plegada de lo que analizamos, al final del episodio de Los Soprano, como la visión del dinero (en el doble sentido de un genitivo objetivo y subjetivo) bien podría ser la estructura de la visión, a secas.

[Anteriormente] esbozamos nuevamente ese movimiento hacia una iconomía general, antes de detenernos esta vez en las imágenes de otra serie, La Cuarta Dimensión. Y volvimos a dejar ese movimiento en suspenso, no sin antes sugerir de paso que, con la televisión, las implicaciones iconómicas comienzan a desbordar el cine para invadir toda clase de pantallas y quizá incluso para investir la visibilidad como tal. No es otra cosa lo que decía Deleuze, en el fondo, cuando retomaba la idea de Serge Daney de un “estadio” o un “estado” de la imagen que, bajo el nombre de televisión, transforma el mundo entero en cine: “es el mundo mismo el que se ha puesto a ‘hacer cine’, un cine cualquiera, y esto es lo que constituye la televisión, el momento en el que el mundo se pone a hacer un tipo de cine cualquiera”. (1)

1. DELEUZE, Gilles, “Lettre à Serge Daney: optimisme, pessimisme et voyage” (1986), Pourparlers, París: Minuit, 1990/ 2003, p.107 [trad. cast.: “Carta a Serge Daney: optimismo, pesimismo y viaje”, Conversaciones 1972-1990, traducción de José Luis Pardo, Valencia: Pre-Textos, 1995]. Cf. también p.110: “el mundo por cierto hace cine, no deja de hacerlo, [...] y eso es la televisión, el hacer-cine del mundo entero”. La “Carta” de Deleuze fue pensada como un prefacio al libro de Serge Daney Ciné Journal. 1981-1986, París: Cahiers du cinéma, 1986 [trad. cast.: “Optimismo, pesimismo y viaje. Carta a Serge Daney”, Cine-Diario. (Edición integral / 1981-1986), Valencia: Shangrila, 2019]. 

Lo que Deleuze sugiere no hace sino afinar nuestra pregunta. ¿Cómo, en efecto, puede afirmarse, por un lado, que el mundo es un cine y, por el otro, que en un cierto estadio o en un cierto estado de su devenir comienza a hacer cine (¿cómo se pasa así del mundo como cine al mundo hace cine)? Es más, ¿no es incluso más allá de la televisión que el mundo es o deviene cine, más allá de las pantallas con las que se recubre hasta en el entramado de su visibilidad? Lo que, para nosotros, equivale una vez más a preguntarnos: ¿asistimos a una creciente mercantilización de la mirada o vemos transparentarse, como nunca antes, la textura archi-iconómica de lo visible? Este es el nudo aporético del que no estoy seguro de que esta tercera y última conferencia logre finalmente liberarse: el supermercado de lo visible, ya siempre pero siempre más. 

Para intentar pensar esta generalización de la iconomía, cuyo nombre o anuncio serían el cine y luego la televisión, el trayecto que seguiré parte de Walter Benjamin (aunque nos cruzaremos también con Deleuze, de nuevo él, en alguna parte del camino). Ese trayecto nos conducirá desde los conceptos benjaminianos de medio e inervación hasta una arqueología de lo que ciertamente tendremos que denominar los caminos de la mirada, es decir, la red vial de lo visible, a saber, todas las formas en las que la mirada puede ser movilizada, canalizada, arrastrada sobre rieles que la involucran en los travellings de una circulación iconómica universal. Asistiremos entonces al despliegue planetario de auténticas infraestructuras viales de visibilidad (en particular, los ascensores y otras escaleras mecánicas), que hacen posible su iconomía mercantil. Y las veremos enseguida absorbidas, incorporadas gracias al cine en el seno de una mirada inervada desde entonces por el mercado que constituye su medio. (2) 

2. Según el Trésor de la langue française informatizado (terminado en 2002 y disponible en atilf.atilf.fr), la “inervación”, esa palabra que nos mantendrá ocupados durante mucho tiempo, apareció por primera vez en francés en 1824, en la cuarta edición del Diccionario de Medicina, Cirugía, Farmacia, Ciencias Auxiliares y Arte Veterinario de Pierre-Hubert Nyssen (publicado en París por J.-A. Brosson y J.-S. Chaudé). Leemos allí esta definición (p.429): “INERVACIÓN, s. f. innervatio, de in, en, y nervus, nervio. Designamos con esta palabra la influencia nerviosa necesaria para el mantenimiento de la vida y las funciones de los diversos órganos [...]”. Sin embargo, encontré al menos una aparición previa en la pluma del gramático Pierre Morel, en su Essai sur les voix de la langue française (París: Le Normant, 1804, p.17). La menciono por dos razones. Por una parte, como hará Benjamin en un pasaje que leeremos más adelante, el autor aproxima la inervación a la electricidad (p.17): “La palabra inervación [...] tendrá, como la palabra electricidad, la ventaja de representarnos la parte de materia que le sirve [...] de elemento conductor”. Y por otra parte, inscribe esta noción en una perspectiva económica (en el sentido en el que desde el S. XVII se hablaba de una “economía animal” para designar el estudio de los cuerpos de los animales y sus movimientos): “La inervación [...] ¿se extiende confusamente a toda la economía o está limitada a ciertos órganos que serían sus creadores, o al menos sus distribuidores?”. 

[...]


Esa mirada es la nuestra, la mirada de esos grandes deudores de imágenes en los que nos hemos convertido. 

*
 
Partamos pues con Benjamin de un problema preliminar, que podríamos formular así: ¿cómo llega un medio a ser inmediato? Es decir, según una lógica tan paradójica como rigurosa (es en el fondo la lógica misma del concepto de medio), ¿cómo se inmediatiza un medio para convertirse en el medio que es? De nuevo, en otras palabras: ¿cómo se fluidifica o se sutiliza un medio para actuar de inmediato al mismo tiempo que desaparece? 

Benjamin plantea este problema de forma explícita en un fragmento póstumo escrito probablemente hacia 1920. Traduzcámoslo tan literalmente como sea posible para explorar mejor todas sus resonancias: 
 
El medio (das Medium) en virtud del cual las obras de arte actúan (wirken) sobre las épocas posteriores es siempre diverso de aquel a través del cual actuaron en su época; y en esas épocas posteriores, ese medio continúa cambiando constantemente en relación con las obras antiguas (es wechselt auch in jenen spätern Zeiten den alten Werken gegenüber immer wieder). Pero ese medio es siempre relativamente más fino [más claro, más ligero o más sutil, incluso más líquido: dünner] que aquel por el cual, en la época que las vio nacer, estas obras actuaban sobre sus contemporáneos. [...] Para el creador (Schöpfer), el medio es tan denso en torno a su obra [tan espeso: so dicht] que sin duda no puede atravesarla [perforarla o penetrarla: durchdringen] poniéndola en relación con el enfoque [o la posición: Einstellung] que la obra exige de los hombres; solo puede hacerlo, por así decirlo, mediante el desvío de una relación indirecta. Tal vez el compositor vería su música, el pintor oiría su pintura y el poeta palparía (abtasten) su poema si intentara acercarse mucho a él. (3)

3. BENJAMIN, Walter, “Fragmente vermischten Inhalts. Zur Ästhetik”, Gesammelte Schriften, VI, Fráncfort: Suhrkamp Verlag, 1991, pp.126-127 (fragmento nº 96). A partir de este momento, para todas las citas de Benjamín indicaré el número del volumen de las obras completas (Gesammelte Schriften), seguido del número de la página respectiva. Me refiero aquí, con algunas modificaciones, a la traducción francesa de Christophe Jouanlanne y Jean-François Poirier: Walter Benjamin, Fragments, París: Presses universitaires de France, 2001, p.143. En una notable arqueología del concepto de medio en y más allá de Benjamin (“L’oggetto attualmente più importante dell’estetica”. Benjamin, il cinema come Apparat e il “Medium della percezione”, Fata morgana, n° 20, 2013, pp.117-146), Antonio Somaini propone una lectura muy rigurosa de este fragmento. 

¿Qué le sucede aquí al concepto de medio? 

En primer lugar, un medio, dice Benjamin, no se da como tal, invariable o inmutablemente; si el medio es aquello a través de lo cual la obra o, de forma más general, el artefacto sensible pasan para ser percibidos, si es lo que deben penetrar y perforar, ese pasaje se asemeja a una apertura en un entorno, en un elemento de densidad variable, más o menos denso o fluido. Esta apertura es la que Benjamin, en otros textos que leeremos detenidamente, bautizará con el nombre de inervación. En cualquier caso, el devenir-medio del medio –es decir, paradójicamente, su devenir-transparente o inmediato, su inmediación– lleva tiempo [...]


 
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8.10.21

III. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021



El dinero (Robert Bresson, 1983)



[...] La imagen y su reverso, la imagen y el dinero, la imagen y la deuda, la imagen y el tiempo: esto es lo que exige pensar la frase iconómica de Deleuze a la que tratamos de prestar atención. Releámosla en su enunciado completo: “El dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y edita al derecho, de modo que las películas sobre el dinero son ya, aunque implícitamente, películas dentro de la película o sobre la propia película”. 

En torno a estas palabras gravita, en La imagen-tiempo, una constelación de cineastas y películas que han tratado de poner en escena ese reverso de las imágenes fílmicas, de tematizar su reverso monetario: Wim Wenders, Marcel L’Herbier y, por supuesto, Robert Bresson, cuya última película, realizada en 1983 y titulada El dinero, tal vez nos permita ver la alegoría por excelencia de esa íntima parte fiduciaria que, al ocultarse detrás de cada imagen de cine, la haría posible. 

¿Qué sucede, en efecto, en el inicio de El dinero? La puerta de un cajero automático se cierra hasta convertirse en el fondo metálico, la pantalla negra sobre la que se proyecta una escritura de luz, en la que desfilan horizontalmente unas estelas luminiscentes (los reflejos de los faros de los coches que pasan por la calle) y aparecen las letras blancas de los títulos de crédito. Como si esa puerta abierta y luego cerrada fuera la condición de posibilidad de todas las imágenes futuras. Acto seguido, un primer plano muestra una puerta vidriada que forma un ángulo con otra. Un muchacho (Norbert) da un paso adelante, golpea contra el vidrio y abre la puerta. Estamos a comienzo de mes y viene a pedirle a su padre su dinero de bolsillo mensual. Los billetes se acumulan sobre la mesa del escritorio paterno, como si por un instante viéramos resurgir en la historia, es decir, en el espacio diegético, la moneda fiduciaria que el cierre inicial del cajero parecía querer confinar en lo extradiegético, fuera del filme y como si fuera aquello que lo hace posible. Pero cuando Norbert pide más dinero –porque debe pagar una deuda contraída en el instituto– su padre se niega. Y vemos cerrarse la puerta vidriada de la oficina, que repite así el gesto inaugural de la película. (19)

19. Hervé Aubron (“Bresson à l’heure du dépôt de bilan”, Vertigo, nº 44, otoño de 2012, pp.54-55) realizó un bello análisis de este gesto de apertura que es también, y de inmediato, un gesto de clausura: “El dinero se abre cerrándose. Al menos, se abre con un cierre: el de un cajero automático, en un plano corto, cuyo panel metálico se desliza para sellarlo como una losa. [...] En primer lugar, entonces, esta apertura fugaz del cajero que debe cerrarse rápidamente para que la película pueda arrancar. Al cerrar y sellar el panel se restablece un fondo liso, capaz de acoger figuras: en la placa de metal bien cepillada se reflejan los semáforos y se inscriben, sobre todo, los títulos de crédito iniciales [...] tal vez haya un cajero, simplemente oculto, detrás de cada fondo, de cada plano de la película que comienza”. ¿Pero por qué limitar históricamente esta relación entre la imagen de cine y su otra cara, el dinero? ¿Por qué dar una fecha concreta a esa cuestión? (subrayo: “¿cualquier plano de cine, en 1983, sería un billete falso?”). ¿Por qué hacer de ella la simple expresión de un espíritu de época? (subrayo nuevamente: “Bresson teme que ningún plano, en los años ‘80, pueda escapar al comercio de la imagen”)? ¿Por qué restringir así el alcance de la sobreimpresión inicial (el dinero escondido detrás de las imágenes) a una “década de implosión” –la de los años ‘80–, por más singular que sea? 

[...]

Habrá que esperar un largo tiempo para que la imagen de la puerta del cajero, para que esta imagen inicial de El dinero, sea realmente retomada e incluida en la historia que se nos cuenta, es decir, plenamente integrada y justificada en la diégesis. Solo después del juicio y el arresto de Yvon vemos a Lucien y sus dos acólitos librarse a un tráfico de tarjetas de crédito. De nuevo Bresson muestra el mismo panel metálico que se abre y se cierra deslizándose, y la máquina que se atasca, que se bloquea, comiéndose la tarjeta del cliente, luego de que Lucien se haya encargado de memorizar el código. Cuando, por medio de una pinza, Lucien recupera la tarjeta y la reintroduce en el cajero, la cámara insiste largamente en la salida de los billetes: cinco billetes de cien francos –llamados “Delacroix”, porque llevaban el autorretrato de Eugène Delacroix y un detalle de su Libertad guiando al pueblo impreso en su frente– son expulsados uno tras otro, como otras tantas imágenes que reintrodujeran, tanto en el anverso del filme como en el mundo de su narración, algo que hasta entonces había permanecido más bien oculto, en un trasfondo o un trasmundo.

El dinero, en El dinero de Bresson, aparece primero como el fondo de toda imagen fílmica posible. Después, al pasar de ese fondo trascendental al plano empírico del relato, el dinero se imprime, se corta y se distribuye en forma de billetes que son también, como tales, imágenes entre otras. (20)

20. Como señala Jonathan Beller (The Cinematic Mode of Production. Attention Economy and the Society of the Spectacle, New Hampshire: University Press of New England, 2006, p.58), “el precio, entonces, aparece como una proto-imagen” (price, then, appears as a proto-image). O también (p.77): “el precio, por lo tanto, es una proto-imagen, la imagen del valor de cambio del objeto” (price, therefore, is a proto-image, the image of the object’s exchange-value). En L’Œuvre d’art à l’époque de sa reproductibilité technique (op. cit., p.446; traducción francesa, pp.82-83), Walter Benjamin señalaba ya que “las monedas y la terracota eran las únicas obras de arte que ellos [los griegos] podían reproducir en serie”. En el notable fragmento póstumo titulado “El capitalismo como religión”, Benjamin proponía incluso una suerte de plan de estudios: “Comparación entre las imágenes de los santos (Heiligenbildern) de diferentes religiones y los billetes de diferentes estados. El espíritu que habla en la ornamentación (Ornamentik) de los billetes” (Gesammelte Schriften, VI, Fráncfort: Suhrkamp Verlag, 1991, p.102; Fragments, traducción francesa de Christophe Jouanlanne y Jean-François Poirier, París: Presses universitaires de France, 2001, p.112). 

*
 
Tratar de apoderarse de ese dinero que parece deslizarse entre las imágenes para pasar de la película a su exterior y viceversa: tal es la tarea imposible de Michel, el protagonista de la magistral Pickpocket de Bresson (1959), como podemos ver en la secuencia tan justamente celebrada del tren en la Gare de Lyon. 

Michel sube a un vagón cuyo pasillo, situado entre dos filas paralelas de cristales que dan respectivamente al andén en el exterior y al interior de los compartimentos, se asemeja a una corredera para un desfile o un desplazamiento continuo. Roba la cartera de un primer pasajero y se la pasa a su cómplice (interpretado en la pantalla por un auténtico carterista, Henri Kassagi, que se convertirá más tarde en un conocido mago y prestidigitador). Un segundo cómplice toma el testigo y la cartera pasa así de mano en mano, circula a lo largo del eje del pasillo, mientras la imagen de los carteristas que trabajan en cadena se desdobla al reflejarse en los cristales de los compartimentos. 



Pickpocket (Robert Bresson, 1959)


Cuando una segunda víctima pasa por ese pasillo estrecho, los cuerpos parecen tener que someterse a un cierto aplanamiento para facilitar los intercambios y sus desencuentros (era el propio Bresson, por otra parte, quien recordaba con frecuencia su “manía de aplanar todas las imágenes”, “como con una plancha”, para facilitar las transacciones o transformaciones entre ellas). (21) Frontalmente filmados desde el interior de un compartimento, el torso que vemos de frente y el que vemos de espaldas se convierten en dos paneles deslizantes, como dos pasavistas que garantizaran el cambio de imagen en el seno de esa linterna mágica, en más de un sentido, que es el vagón acristalado. El pecho uniformado de la víctima parece aplastarse sobre el plano de la pantalla, de manera que el intersticio entre la parte de su chaqueta y su camisa se comprime hasta no ser más que el laminado de dos tiras entre las que podría deslizarse un fotograma o una diapositiva [...]

21. Cf. sus Notes sur le cinématographe, París: Gallimard, col. “Folio”, 1995, p.23: “Si una imagen, vista por separado, expresa claramente algo, si implica una interpretación, no se transformará al ponerse en contacto con otras imágenes. Las otras imágenes no tendrán poder sobre ella, y ella no tendrá poder sobre las otras imágenes. Ni acción ni reacción. Es definitiva e inutilizable en el sistema del cinematógrafo. [...] Aplanar mis imágenes (como con una plancha), sin atenuarlas” [trad. cast.: Notas sobre el cinematógrafo, Madrid: Ardora Expres, 2017]. Encontramos esta misma exigencia en varias entrevistas: “He observado que cuanto más plana es una imagen, menos expresa, más fácilmente se transforma al contacto con otras imágenes” (“Un film de mains, d’objets et de regards”, Arts, 17 de junio de 1959, incluido en Bresson por Bresson. Entretiens (1943-1983), París: Flammarion, 2013). O también: “No me gusta hablar mucho de técnica, porque no hay técnica, pero, digamos, tengo la costumbre de aplanar todas las imágenes por una buena razón: es porque creo, o mejor dicho, estoy seguro [...] de que si una imagen permanece como estaba, tomada aisladamente en la pantalla, y no cambia cuando la pones al lado de otra imagen, no hay transformación, no hay cinematógrafo” (“Trouver un truc pour arriver à la vie sans la copier”, Pour le plaisir, ORTF, 11 de mayo de 1966, igualmente incluido en Bresson par Bresson) [trad. cast.: “Un film de manos, objetos y miradas” y “Encontrar un truco para llegar a la vida sin copiarla”, respectivamente, Bresson por Bresson, Buenos Aires: El cuenco de plata, 2014].



 
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7.10.21

II. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021






Todo va bien (Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, 1972)



[...] Si [Marx] pudo escribir que es la música la que fabrica el oído, me pregunto qué habría dicho sobre la mirada y el filme, sobre ese cine que no tuvo tiempo de conocer (la primera proyección de los hermanos Lumière tuvo lugar doce años después de su muerte). 

En cuanto a nosotros, es la configuración cinematográfica de la vista y la visibilidad aquello que interrogaremos. Y es desde el cine que intentaremos pensar aquello que propongo llamar una iconomía. 

¿Qué significa esto? ¿Y por qué el cine? 

Aunque la palabra es obviamente un neologismo reciente, la idea de una iconomía viene de lejos, de mucho más lejos que el cine. Se remonta al menos a lo que Marie-José Mondzain pudo describir, desde el contexto de la crisis iconoclasta en Bizancio, como una “economía icónica”. (7) Heredada, en efecto, de Pablo, que la emplea en particular en la Epístola a los Efesios (1:10 y 3:9), la palabra oikonomia adquirió finalmente en la teología cristiana el significado de “encarnación”, ya que forma parte del programa de la Providencia, es decir, del gobierno o la gestión económica divina. Sin embargo, esta oikonomia se convertirá en el terreno mismo de una guerra de las imágenes: a los ojos de los iconoclastas, la hostia o “pan divino”, en tanto encarnación de Cristo, es el único icono “no-engañoso”, es decir, “la verdadera imagen de la economía carnal de Cristo nuestro Señor” (así lo decretó el Concilio de Hieria, convocado en 754 por el emperador Constantino V). A partir de entonces, como demuestra Mondzain rigurosamente, “todos los aspectos de la economía encarnada se encontrarán íntegramente en la economía icónica”, es decir, en “la distribución, la administración y la gestión de todas las visibilidades”. (8) Es desde este nudo genealógico, desde este punto nodal donde se cruzan los estemas respectivos de la imagen y la economía, que debe entenderse el concepto de iconomía.

7. Cf. Marie-José Mondzain, Image, icône, économie. Les sources byzantines de l’imaginaire contemporain, París: Seuil, 1996, p. 91 y ss. Al citar y comentar la obra de Marie-José Mondzain, Susan Buck-Morss, en “Visual Empire” (Diacritics, vol. 37, nº 2-3, verano-otoño de 2007) utiliza una vez la palabra iconomy y dos veces la palabra iconomics (pp.183 y 185). Davide Panagia (Impressions of Hume. Cinematic Thinking and the Politics of Discontinuity, Maryland: Rowman and Littlefield, 2013) propone el término iconomy para referirse a “un espacio de producción y circulación de imágenes” (“a space of image production and circulation, p.84), es decir, la “mente” (mind) según Hume. En su hermoso estudio sobre el “estado de excepción” de la imagen, Emmanuel Alloa habla por su parte de Ikonomia (“Oikonomia. Der Ausnahmezustand des Bildes und seine Byzantinische Begründung”, BildÖkonomie. Haushalten mit Sichbarkeiten, textos reunidos por Emmanuel Alloa y Francesca Falk, Munich: Wilhelm Fink Verlag, 2013, p.310). 

8. Image, icône, économie, op. cit., pp.49 y 52. En relación con la “regla” (horos) decretada por el Consejo de Hieria, me remito a la excelente presentación y traducción de Marie-José Mondzain en “L’image mensongère”, Rue Descartes, nº 8-9, noviembre de 1993, p.20. Sobre la economía como encarnación, véanse también las observaciones de Giorgio Agamben en Le Règne et la gloire. Pour une généalogie théologique de l’économie et du gouvernement. Homo Sacer, II, 2, traducción francesa de Joël Gayraud y Martin Rueff, París: Seuil, 2008, en especial las pp.68-69 [trad. cast.: El reino y la gloria. Por una genealogía teológica de la economía y del gobierno. Homo Sacer II, 2, Valencia: Pre-Textos, 2009].

Sin embargo, el lugar donde el nudo se estrecha y comienza a configurar estrictamente los contornos del concepto es la numismática, a la que Mondzain dedica unas cuantas páginas apasionantes. En efecto, la historia de la acuñación de las monedas refleja –uno quisiera decir encarna– los conflictos iconológicos que acabamos de evocar. Por un lado, están aquellos que imprimen la imagen de Cristo en sus monedas, como lo hizo en primer lugar el emperador Justiniano II durante su primer reinado (de 685 a 695); por el otro, aquellos que, como los iconoclastas León III y su hijo Constantino V, renuncian a toda representación crística, y llegan incluso a hacer desaparecer la cruz. Estas prácticas numismáticas, escribe Mondzain, “muestran claramente la asociación de la iconografía con los signos fundacionales de la vida económica y de las instituciones políticas, en objetos cuya esencia es la circulación misma” (p.196). Vemos desde entonces asomar el concepto de iconomía en el sentido en el que lo entenderemos cuando Mondzain no duda en escribir que “la imagen está en la misma situación que la moneda”, que se parece a “los signos fiduciarios que encarnan [...] los efectos de la fe y del crédito” (p.197). Lo que se afirma así es lo que podríamos llamar la doble equivalencia iconómica: no solo la moneda es como la imagen sino que la imagen, a su vez, es como la moneda. 

Si es verdad, como dice Mondzain (p.189), que “todavía hoy somos los herederos y propagadores de este imperio icónico” al que dio nacimiento la fe católica en la economía carnal, habrán sido necesarios relevos, pasajes que no se trata de reconstruir aquí (podríamos, por ejemplo, detenernos largamente en las transformaciones de esa encarnación de Cristo que es la hostia, la única imagen verdadera según los iconoclastas: desde mediados del S. XI, comenzó a fabricarse, a prensarse in modum denarii, “como una moneda”). (9) Pero era importante dejar entrever al menos el espesor estratificado de la historia en el que se arraiga nuestro enfoque iconográfico. 

9. Cf. el notable artículo de Aden Kumler, “The Multiplication of the Species. Eucharistic Morphology in the Middle Ages”, RES. Anthropology and Aesthetics, n° 59-60, 2011, pp.187-188. La expresión latina in modum denarii se encuentra, por ejemplo, en el Eucharistion de Honorius Augustodunensis (S. XII) y el Rationale Divinorum Officiorum de Guillaume Durand (c. 1286). 

Diremos, entonces, que el paso de la iconoclasia bizantina a los fotogramas del cine es un salto sagrado. Y nos preguntaremos, tal vez: ¿por qué restringir al cine nuestra investigación de la iconomía? Parece, en efecto, que esto implicara limitar su alcance a un invento tardío (reciente) y a imágenes de un género muy determinado. ¿Pero estamos tan seguros, estoy tentado de responder, de que realmente hay allí una restricción o una limitación? ¿O no es el filme, al contrario, la expresión de una generalización sin límites de la equivalencia iconómica entre la imagen y el dinero? 

Es lo que sugiere de manera sorprendente una frase de Gilles Deleuze en La imagen-tiempo, una frase que no dejaremos de leer y releer: “El dinero”, escribe Deleuze (y lo subrayo), “es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y edita al derecho”. (10) Prestaremos atención a las resonancias de esta frase, a su contexto, a sus ramificaciones. La auscultaremos y la desplegaremos de todas las maneras posibles. Pero de ahora en adelante ya podemos decir, siguiendo a Deleuze, que son, en efecto, todas las imágenes las que, con el cine, se han convertido en el anverso de un reverso monetario que llevan estructuralmente inscrito en sus espaldas. 

10. L’Image-temps, París: Minuit, 1985, p.104 [trad. cast.: La imagen-tiempo, Estudios sobre Cine 2, traducción de Irene Agoff, Barcelona: Paidós, 1986]. 

Todas las imágenes, sí, porque el cine es para Deleuze mucho más que el nombre del dispositivo técnico desarrollado a partir de las proyecciones de los hermanos Lumière en 1895. Es, ni más ni menos, el nombre del mundo (“el universo”, escribe Deleuze leyendo a Bergson, “como cine en sí mismo, un metacine”). (11) Y desde entonces, una serie de preguntas abismales promete abrirse paso en el curso de nuestro aproximación fílmica a la iconomía. En la fórmula deleuziana que afirma que el dinero conforma el reverso de todas las imágenes cinematográficas, ¿qué debe entenderse por “cine”? ¿Qué alcance debemos dar a esta fórmula que parece destinada a oscilar, a debatirse entre un significado que nos gustaría confinar a la iconomía restringida del filme y un significado hiperbólico que nos conduciría hasta una iconomía general a escala del universo? 

11. L’Image-mouvement, París: Minuit, 1983, p. 88 [trad. cast.: La imagen-movimiento, Estudios sobre cine 1, traducción de Irene Agoff, Barcelona: Paidós, 1986]. Como atinadamente afirma Jacques Rancière (“D’une image à l’autre? Deleuze et les âges du cinema”, La Fable cinématographique, París: Seuil, 2001, p.148: “[...] el cine no es el nombre de un arte. Es el nombre del mundo” [trad. cast.: “¿De una imagen a otra? Deleuze y las edades del cine”, La fábula cinematográfica - Reflexiones sobre la ficción en el cine, traducción de Carles Rocha, Barcelona: Paidós, 2005]. Se podría encontrar en Jean-Luc Nancy (“Cinéfile et cinémonde”, Trafic, n° 50, mayo de 2004) una versión un poco más restringida de la misma afirmación, a saber, que el cine sería un “existencial”, es decir, “una condición de posibilidad de la existencia”. Yo mismo propuse, en L’Apocalypse-cinéma (París: Capricci, 2012, p.142), retomar y desviar una famosa (demasiado famosa) frase de Derrida –“no hay fuera de texto”– para describir la estructura archi-fílmica del mundo y de la experiencia del mundo. No hay off-film, decía yo entonces, porque lo real a lo que uno desearía oponer el cine ya tiene, él también, la propia estructura del cine. En La Technique et le temps, III, Le temps du cinéma et la question du mal-être (París: Galilée, 2001), Bernard Stiegler utiliza el término “archi-cine” para designar “el cine de la conciencia”, es decir, la conciencia como cine (p.24) [trad. cast.: La técnica y el tiempo, I, “El pecado de Epimeteo”, traducción de Beatriz Morales Bastos, Hondarriba: Hiru Editorial, 2004]. 

Otros tantos interrogantes que regresarán también para preguntarnos, en la resonancia de nuestro breve recorrido por los Manuscritos de 1844 de Marx: ¿habría un mercado de lo visible que precedería, que desbordaría el comercio de imágenes en el sentido supuestamente estricto de la palabra? ¿Habría un mercado más grande, una archi-economía de las imágenes, en otras palabras, un super- o hipermercado de la visibilidad que sería la viva imagen (el “reverso”) de ese metacine que es el mundo para Deleuze? 
 
*
 
Dejemos estas preguntas a un lado y finjamos creer, por un momento, que Deleuze habla del cine en el sentido corriente cuando escribe (lo leeremos una y otra vez): “El dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y edita al derecho”. 

¿Cómo entender esta frase? 

Uno está tentado, por supuesto, de ver en ella una declaración que se hace eco de lo que muchas de las películas de Godard declaran explícitamente, esto es, que la tarea del cine es dar cuenta de sus propias condiciones de producción. O mejor dicho: rendir cuentas (es decir, también ser responsable) de sí mismo. 

 Así, inmediatamente después de los títulos de crédito de Todo va bien (“una película dirigida por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin”, 1972), inmediatamente después de ese minuto y medio puntuado por el sonido de una claqueta y por voces que enumeran las tomas (“Todo va bien, 3B segunda toma”), escuchamos la voz en off masculina que dice: “Quiero hacer una película”. La voz femenina responde: “Para hacer una película se necesita dinero”. Y la película muestra entonces los gastos que la hacen posible: cada director (Godard, Gorin) obtiene un cheque, extendido conforme a porcentajes (“once y medio por ciento para la puesta en escena”), luego “siete mil francos” para el “guion”, “sesenta y seis mil francos” para la “fotografía”, “veintitrés mil novecientos francos” para el “sonido”, “treinta y ocho mil ochocientos francos” para los “asistentes”, etc. Se incluyen todos los roles, hasta los “roles menores” (“ciento treinta mil trescientos francos”) y los “figurantes” (“sesenta y cuatro mil ciento dos francos”), para concluir con las “cargas sociales” (“ciento noventa y tres mil ochocientos veintidós francos”) y las “contingencias” (“diez por ciento”). En cada ocasión, un pulgar y un índice toman el cheque en el ángulo superior derecho de la pantalla y lo separan de la chequera, en una lenta y monótona maniobra. Una especie de flipbook o folioscopio que haría coincidir la película con el acto de arrancar los cheques de la chequera [...]




 
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6.10.21

NOVEDAD: I. "EL SUPERMERCADO DE LO VISIBLE. HACIA UNA ECONOMÍA GENERAL DE IMÁGENES", de Peter Szendy, Valencia: Shangrila 2021




178 páginas - 16x23cm - ISBN: 978-84-123523-7-5

 

“Intento analizar, auscultar aquí aquello que, ya en 1929, Walter Benjamin describía como un espacio cargado ciento por ciento de imágenes. O dicho de otra forma, esa visibilidad saturada que hoy nos llega desde todas partes, que nos rodea y nos atraviesa. Un espacio icónico es el producto de una historia: la de la puesta en circulación y mercantilización general de las imágenes. Había que esbozar su genealogía, desde los primeros ascensores o escaleras mecánicas (esos travellings avant la lettre) hasta las técnicas contemporáneas de oculometría, que pesquisan incluso nuestros menores espasmos oculares, pasando por el cine, ese gran director de orquesta de las miradas. 

Sin embargo, en forma subyacente a esta inervación de lo visible, existe una economía propia de las imágenes, lo que intentamos llamar su ‘iconomía’. Deleuze la había vislumbrado al escribir, en páginas inspiradas por Marx: ‘el dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y monta al derecho’. Una frase cuyo alcance ontológico solo comprenderemos al recordar que ‘cine’ quiere decir también, en este caso, ‘el universo’. 

Por eso, bajo la guía de secuencias de Hitchcock, Bresson, Antonioni, De Palma o Los Soprano, estas páginas quisieran abrir la vía que conduce de una iconomía restringida a lo que podríamos denominar, con Bataille, una iconomía general”.

Peter Szendy


(Tu mirada no descansa, tampoco la imagen. Las imágenes se persiguen, se cazan y se sustituyen unas a otras. El mundo es una sucesión de imágenes que ya son recuerdos al nacer. El intercambio es una ficción capitalista; su corazón negro es la plusvalía, la asimetría radical. Así también tus ojos, siempre en deuda, van detrás de una imagen fantasmal que se disolverá en cuanto otra se apodere de ella. Nunca la tendrás del todo, nunca saldarás tu deuda. Tu deuda es infinita y solo se cancela con la muerte, a ojos cerrados, bajo el sol que cae a plomo sobre el duelo de un western. En el supermercado total de lo visible, no das tu tiempo por dinero: das tu tiempo, tu exiguo tiempo fascinado, por imágenes que circulan de pupila en pupila, como monedas fugaces, como acreedores hipnóticos que nunca te dejarán en paz).    
 

Peter Szendy. París, 1966. Filosófo y musicólogo, Profesor de literatura comparada en la Universidad de Brown y asesor de los programas de concierto de la Filarmónica de París.

Ha publicado, entre otras obras, Musica pratica. Arrangements et phonographies de Monteverdi à James Brown (L’Harmattan, 1997); Écoute. Une histoire de nos oreilles (Minuit, 2001); Membres fantômes. Des corps musiciens (Minuit, 2002); Sur écoute. Esthétique de l’espionnage (Minuit, 2007); Tubes. La Philosophie dans le juke-box (Minuit, 2008); Kant chez les extraterrestres. Philosofictions cosmopolitiques (Minuit, 2011); L’Apocalypse cinéma. 2012 et autres fins du monde (Capricci, 2012); A coups de points. La Ponctuation comme expérience (Minuit, 2013).

Con El supermercado de lo visible, Shangrila Ediciones apuesta a la publicación en español de tres conferencias y un capítulo adicional de “contenido extra” que constituyen, entrelazados, uno de los textos más lúcidos y profundos acerca de esa pregunta que jamás dejará de asediarnos: ¿qué es una imagen?
 
 
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