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22.11.24

V. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



EN DEFENSA DEL FUTURO
GOODBYE, DRAGON INN (TSAI MING-LIANG, 2003)
Aarón Rodríguez Serrano



Para Jesús Rodrigo y todo el equipo de Shangrila, 
en agradecimiento por los años vividos.


1
2003/2008

En diciembre de 2008, si no me falla la memoria, se editaba el número 8 de la revista Shangrila. Yo todavía no había defendido la tesis doctoral, y me estrenaba como colaborador con un texto sobre Lynch (bastante mejorable) y otro sobre la banalidad de la representación del Holocausto (que, leído hoy, no estaba mal del todo). Chequeando el índice de aquellos primeros números puedo comprobar que, de alguna manera, allí se aglutinó una extraña mixtura de generaciones, pasados y presentes de la teoría fílmica, viejos maestros y jóvenes kamikazes que, peor que mejor, hemos ido configurando el siempre efímero presente de nuestra disciplina.

Creo importante situar este pequeño dato autobiográfico en el frontispicio de este texto precisamente porque Goodbye, Dragon Inn se estrena en 2003, tres años antes de que surgiera el primer número de Shangrila y, de alguna manera, configura y prefigura todo lo que habría de pasar en los años posteriores. Después de todo, ambos proyectos (película, revista) emergen en la década que verá morir los rodajes en celuloide, la desaparición de las grandes salas, el surgimiento de la distribución online y de aquello que se llamó, aunque hoy casi nadie lo recuerde o lo tome en serio, la Nueva Cinefilia. De hecho, el cine de Tsai Ming-liang estaba ya en el centro de aquel movimiento, como lo estaba el de Abbas Kiarostami, el de Jafar Panahi, el de Edward Yang (que tuvo su propio dossier en nuestras páginas y que, por si fuera poco, le sirvió como excusa a mi querido Faustino Sánchez para esbozar un libro en el que, muy amablemente, me invitó a colaborar). 

Ahora bien, me permitirán que no me desplome en la llorera nostálgica. Le haría un flaco favor a la trayectoria del director malayo si volviera a sacar la brújula del tiempo perdido para decir lo que todo el mundo ha dicho ya sobre la película y queda sobradamente sintetizado en el monográfico que le dedicó Nick Pinkerton hace un par de años (2021): que es un homenaje a los viejos cines de su infancia, que es un réquiem por los años dorados del wuxia, que se trata de la enésima confirmación de la “muerte del cine”. Ciertamente, Goodbye, Dragon Inn es todo eso. 

Sin embargo, me voy a permitir el lujo de invertir la ecuación para leer, en paralelo, que esta obra puede ser una sincera, realista y emocionante invitación al futuro.


Rodar para las generaciones venideras

Algunas películas tienen una extraña naturaleza “liminal”. Parecen marcar una suerte de línea roja que escinde la filmografía del director o directora de turno, creando una huella, una marca, una especie de frontera o punto de no-retorno donde su estilo ha quedado tan depurado o ha alcanzado una rarefacción tan inusual que parece complicado seguir recorriendo el mismo camino, la misma escritura fílmica. Algunos de los grandes maestros llegan incluso a trazar varias de esas líneas rojas a lo largo de su recorrido: Persona (1966), Fanny öch Alexander (1982) y Saraband (2003) en el caso de Ingmar Bergman, por ejemplo. La dupla Caro Diario (1993)/Aprile (1998) en el caso de Nanni Moretti. La historia del cine se compone en gran parte gracias a esas películas extrañas, desquiciadas, esas escrituras absolutamente extremas que únicamente se aprecian con la distancia del tiempo y a partir del conjunto más o menos global de una búsqueda vital completa.

A esto hay que sumarle, además, que casi todo el cine de Tsai Ming-liang está levantado precisamente en una marcada aventura liminar, sobre la que ya han llamado la atención diferentes trabajos previos (Panozzo, 2004): su naturaleza transnacional que atraviesa Malasia, Taiwán o París, su evanescencia en lo sexual que combina posiciones y cuerpos en una ruleta de soledades, sus cortocircuitos entre ternura y soledad, amor romántico y sexualidad descarnada, incluso en el límite, sus fusiones entre un realismo sucio y exigente propio de la modernidad y una frivolidad disparatada que atraviesa sus números musicales. Cuando Michelle E. Bloom habla de su producción como de un “cine híbrido” (2016: 81), hay que leer dicha expresión en su máxima radicalidad: Ming-liang ha expandido el concepto de lo cinematográfico hasta incorporar intervenciones en museos, piezas de realidad virtual, mediometrajes atmosféricos y todo tipo de artefactos vinculados con la imagen en movimiento que hacen que las lecturas unilaterales de Goodbye, Dragon Inn deban ser, cuanto menos, puestas en cuarentena.

En efecto, hay una paradoja insoslayable en todo lo que podríamos llamar ese gigantesco “corpus Ming-liang”: saltando de un formato a otro, del teatro al museo, de la sala a las gafas 3D, sus fotogramas están tensionados entre el peso de un pasado que se extiende, y va contaminando progresivamente su obra, y la búsqueda de un futuro que se encarne en el soporte y en las condiciones de visionado.

Lo diré todavía con mayor claridad: lo fascinante del cine de Ming-liang es que su diálogo a propósito de la melancolía únicamente tiene lugar en tanto la historia del cine sigue avanzando velozmente. Enunciado paradójico, pero que se demostrará de un plumazo con una simple evidencia: en el momento en el que el propio director decide abandonar el rodaje en formato fotoquímico, con sus inevitables límites de duración –un único plano queda limitado a la duración concreta de un rollo de celuloide–, todo su lenguaje audiovisual avanza sustancialmente hacia una rarefacción aún más extrema del tiempo que desemboca, por ejemplo, en los dos extraordinarios planos sostenidos (Fig. 1 y 2) que clausuran Stray Dogs (2013).  



Figuras 1 y 2. Stray Dogs (Tsai Ming-liang, 2013)


[...]




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22.4.24

IX. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



DE LA DIFICULTAD DEL TRÁNSITO
NEAR DEATH (FREDERICK WISEMAN, 1989)
[fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano




No puedo elegir el momento en el que inicio el viaje.
Deberé encontrar mi propio camino en lo oscuro.
Una sombra vaga bajo la luz de la luna:
Es mi compañera.

Wilhelm Müller, Winterreise.



Documentar el tránsito

En un artículo reciente que ha gozado de cierto predicamento en la esfera internacional, Eelco F. M. Wijdicks (2019) acuñaba el término “trilogía médica” para referirse a ese tríptico de películas dirigidas por Frederick Wiseman entre las que se incluirían Titicut Follies (1967), Hospital (1970) y la muy posterior Near Death (1989). La categoría no deja de ser resbaladiza y acepta infinitos matices, pero resulta parcialmente interesante en tanto apunta un buen maridaje entre el documental observacional y las instituciones que se encargan del cuerpo. Después de todo, y paradójicamente, el cine de Wiseman se puede entender como un trayecto vital a la inversa: de los cuerpos ancianos, enfermos y profundamente destrozados de su ópera prima hasta los cuerpos triunfantes que bailan, boxean o cocinan en su última etapa. Por momentos uno se sentiría tentado de sugerir que el cine de Wiseman ha sido, en muchos sentidos, un intento desesperado por ir incorporando paulatinamente la belleza a los encuadres, un responder cauto pero honesto a la fealdad del mundo a partir de breves chispazos de esperanza, creatividad y arte. 

El cuerpo sufriente, el cuerpo enfermo, forma parte del ADN del documentalista, y lo recorre desde lo más concreto de la enfermedad (1) hasta lo más explosivo de su exhibición. Desde el “defecto” de los cuerpos enfermos hasta el “exceso” de los cuerpos triunfales de Model (1981), Wiseman ha buceado con alegría y descaro en los extremos, combinando como suele ser habitual en su escritura la ironía más ácida con desarmantes fogonazos de piedad y empatía. 

1. Resulta curioso que Wijdicks deje de lado en su texto otra posible trilogía no muy lejana compuesta por Deaf (1986), Multi-Handicapped (1986) y Blind (1987).

En esta dirección, puede que Near Death sea una de las piezas más delicadas y complejas de toda su obra: habiendo transitado diferentes límites (la cordura, la ley, la guerra), de pronto su filmografía se enfrenta finalmente cara a cara con el problema mayúsculo, el problema de la desaparición absoluta de cada humano. Y no conviene engañarse: es un encuentro que Wiseman llevaba más de una década ensayando. Había acompañado a los soldados norteamericanos que se preparaban para la guerra de Vietnam en Basic Training (1971), había explorado las posibilidades de la espiritualidad en Essene (1972), había incluso rastreado a las instituciones que calentaban motores para un hipotético holocausto nuclear en la espeluznante Missile (1988). La muerte era convocada, película tras película, tratada al sesgo o sumergida en el fondo del discurso de las instituciones. Sin embargo, esa “cercanía” a la que hace referencia el propio título de la cinta se iría reduciendo hasta que en 1989, finalmente, se redujo al mínimo.

Atendamos, por lo tanto, al pórtico de la película.


Figuras 1 a 4


La película escribe su nombre con una sequedad absoluta, en un negro sobre gris (Fig. 1) que recuerda a otras producciones anteriores de la Zipporah, la productora de Wiseman. El detalle no es baladí: el director venía de experimentar durante más de un lustro con el color –como en The Store (1983) o en la propia Missile–, pero su decisión aquí tiene un tinte indudablemente ético: el tema parece exigir una cierta sobriedad, un comedimiento visual que lo hace en principio incompatible con las paletas que había manejado en sus propuestas anteriores. (2) Hay que volver al inicio. Sin duda era el blanco y negro el que le había permitido tratar con cierta distancia los vómitos, la sangre y los fluidos que punteaban diferentes momentos de Titicut Follies o de Hospital, los detalles físicos excesivos que allí quedaban de alguna manera distanciados, controlados, gélidos en su potencia matérica. La colorimetría jovial y casi chillona de Deaf o de Central Park (1989) no era compatible con una unidad de cuidados intensivos.

2. No es de extrañar, por lo demás, que durante la década de los ‘80 Wiseman oscile entre el blanco y negro y el color en una extraña danza. Curiosamente, muchas de sus películas de la época centradas en el cuerpo optan por la primera opción, mientras aquellas que parecen buscar temas externos se apoyan en una policromía intensa. 

En segundo lugar, la película comienza con dos interesantísimos planos que muestran una regata deslizándose por el Río Charles, situado en Boston. El primero (Fig. 2) está rodado marcando una potente línea horizontal, casi simulando una cierta frontalidad con los remeros. El segundo (Figuras 3 y 4) es una delicada oscilación en picado por el que la cámara “asciende” de la superficie del río hasta el horizonte de la ciudad. 

Ciertamente, podemos tomar estos dos planos como una más que interesante resonancia de lo que nos espera. Es cierto que Wiseman no es un director que admita fácilmente las lecturas simbólicas gratuitas. Antes bien, su cine se complace en una profunda reflexión sobre la materia concreta, un rozamiento buscado con la realidad del que únicamente en un movimiento posterior (y quizá siempre rozando la sobreinterpretación) podemos extraer algún tipo de lectura suplementaria. Pero ahí está el río, ahí el flujo del tiempo y el devenir, ahí los remeros que intentan atravesar la superficie de un lado a otro sin hundirse. La idea de vincular ese agua inicial con la muerte, con el estado comatoso, con el no-existir (“Mi marido existe, pero no está vivo”, dirá en algún momento una de las familiares que vagan por el hospital) es una tentación que se redobla por el hecho mismo de que la cámara de Wiseman se centre en pacientes con problemas respiratorios. Pacientes que, dicho bruscamente, se ahogan minuto tras minuto de metraje mientras la cámara retrata su agonía. 

Algo similar se puede decir de ese plano que asciende (Figuras 3 y 4), pero que en ningún momento se deja atrapar por el cielo. La línea compositiva siempre deja la mayor parte del peso visual en el agua, permitiendo que la vida cotidiana de los sujetos (los puentes, las avenidas, el tráfico) sea como una especie de delicado espacio liminar entre lo terrenal y lo etéreo, lo acuoso y lo celeste. Como su propio encuadre subraya, Wiseman no se dejará llevar nunca por la explicación teológica del sufrimiento ni por la justificación de una postura más o menos “divina” que pueda apoyar o impedir la desconexión de los enfermos que no tienen salvación posible. El mundo está presente, ocupa el encuadre, mientras que Dios simplemente se despliega al fondo, silencioso, gris, indescifrable. Los seres humanos, ciertamente, ya hacen mucho con no perecer ahogados en su tránsito.


Apuntes sobre el tiempo y la estructura

A partir de este río –que reaparecerá, por cierto, en el plano final de la película–, la cámara de Wiseman se irá introduciendo en la UCI del Hospital Beth Israel con todo cuidado...

[...]



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7.11.23

VIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



SOBRE LA DESERCIÓN DEL HIJO
A PARTIR DE ONE MORE TIME WITH FEELING
(ANDREW DOMINIK, 2016)
[Fragmento inicial]
Aarón Rodríguez Serrano


One more Time With Feeling (Andrew Dominik, 2016)



1.

Durante años me obsesionó la posibilidad de la muerte de un hijo. Creo que fue una idea que entró en mi cabeza, paradójicamente, mucho antes de que la paternidad misma se impusiera como una posibilidad real, probablemente alrededor de la primera lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral –libro sobre el que, peor que mejor, giraría ya siempre atrapada mi escritura. La muerte del hijo entró en mi mundo alrededor del año 1999 o 2000, así que pongamos que durante ya 23 años he venido intentando transitar una cierta posibilidad vital: que un hijo se muere, a veces antes de tiempo, dejándonos un mundo entero por delante. 

De ahí, por lo general, mi negativa personal a ver películas que fueran en esa dirección, especialmente –pienso en el nauseabundo Niño del pijama a rayas (The Boy in the Striped Pajamas, Mark Herman, 2008)– cuando la muerte del hijo solía ser una excusa para cerrar la ficción, clausurar de manera dramática la fabulilla moralizante, y en lo posible, endilgarnos un plano cenital de la madre sufridora con el cadáver en brazos. La composición es tan torpe que igual remite a la Pasión que permite al equipo de sonido martillear una pieza para cuerdas que ilustre el sufrimiento de turno. Muchas películas –algunas mejores, otras peores– muestran el proceso de la enfermedad durante todo el metraje y clausuran en el momento mismo de la muerte, porque nada cierra mejor que la muerte del hijo y lo que viene después es, por lo demás, infinitamente más difícil de contar. 

El tiempo del después es otra cosa bien diferente, el tiempo del duelo es ese inmenso vacío en el que las peripecias narrativas se desparraman o fluyen en una especie de magma sin causalidad posible, en el que la escritura del guion va girando una y otra vez en torno al vacío absoluto de sentido que se ha abierto en el mundo. En algunos casos, las películas giran en torno a la cuestión espacial para intentar topografiar como pueden ese espacio vacío: La habitación del hijo (La stanza del figlio, Nanni Moretti, 2001), En la habitación (In the Bedroom, Todd Field, 2001), Tres anuncios en las afueras (Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, Martin McDonagh, 2017). En otros, se impone más bien la herida temporal, como en La llegada (Arrival, Denis Villeneuve, 2016) o Alabama Monroe (The Broken Circle Breakdown, Felix van Groeningen, 2012). Las películas giran y giran sobre sí mismas, rompen sus estructuras temporales, se persiguen en un trapecio que oscila entre la vida no vivida y la vida ya imposible de vivir.


2.

El 14 de julio de 2015, Arthur Cave se desplomó desde un acantilado en Brighton. Tenía 15 años. El documental One More Time with Feeling se estrenó en Venecia el 5 de septiembre de 2016. Dos espacios, dos tiempos. Un vacío entre ambos.


3.

¿Por qué la película se titula One More Time with Feeling? En primer lugar, es una expresión propia del argot musical anglosajón que se utiliza para repetir una toma, una interpretación, a la que por la razón que sea le ha faltado vida, sangre, energía. Duende, quién sabe. Algo ha quedado encorsetado, falso, desabrido, y exige una repetición, un retorno. En la historia del cine hay pocas escenas tan terroríficas como ese fragmento en Husbands (John Cassavetes, 1970) en el que, durante una inmensa borrachera, uno de los protagonistas increpa a una mujer anciana para que repita hasta la náusea una canción tradicional. Repetir con más sentimiento, desde el interior, hacia la verdad, las veces que sea necesario.

En segundo lugar, One More Time with Feeling es un verso de la extraordinaria canción Magneto, incorporada en el disco Skeleton Tree que Nick Cave y el resto de los Bad Seeds grabaron en paralelo a la muerte de Arthur, y que la película de Dominick pretende documentar –si bien, como veremos, tal cosa no es del todo exacta. Su posición es la siguiente:

In love, in love, in love you laugh/In love you move, I move and one more time with feeling/For love, you love, I laugh, you love/Saw you in heart and the stars are splashed across the ceiling.

En el amor, en el amor, en el amor ríes/En el amor te mueves, me muevo y allá vamos otra vez/por el amor, amas, río, amas/Vi tu corazón y las estrellas se esparcen por el techo.

Eso que nosotros hemos traducido como allá vamos otra vez implica un gesto amatorio, un encuentro difuso en el que las emociones se desbordan y la propia canción se niega a ofrecer un significado claro: ¿son risas celebrativas? ¿Son risas sardónicas, de dolor? ¿Qué es lo que se reinicia, y por qué la violencia del verbo splash vinculada a las estrellas, que recuerda quizá a un disparo o a una caída, o a la sangre derramada?

En la película es todavía más complejo trazar el posible significado de la expresión, ya que el crédito se introduce casi al principio (Fig. 1). 


Figura 1



Cave está en la habitación de su hotel, fingiendo prepararse para acudir al plató en el que van a grabarse las canciones. Por un lado escuchamos el sonido ambiente y, por otro, en uno de los mecanismos enunciativos más interesantes de la película, una voz en off del propio intérprete que comenta las imágenes que está contemplando. Se queja amargamente de los mecanismos de escritura: tener que repetir una salida por la derecha, tener que vestirse, tener que someterse a los dictados de una “estúpida cámara en 3D en blanco y negro”.
Imagen estereoscópica, entonces. ¿Por qué Dominick rueda en tres dimensiones precisamente aquello que falta, la dimensión del duelo, de lo no presente, el cuerpo que no puede comparecer de ninguna manera frente al visor? En buena lógica, la toma hubiera debido ser desechada en el montaje: lo que llega hasta nosotros son precisamente los planos desechados, el detritus, lo que no vale, lo que ha fallado, lo que debe ser repetido one more time with feeling. La incrustación del propio título es, además, voluntariamente confusa: los créditos se despliegan sobre una cortina gris a la derecha de plano, haciendo difícil su lectura. Parece, por lo tanto, que la película se empeñará en hacernos mirar lo que queda al margen, lo que se estropeó, lo que no acepta una lectura cómoda y direccional. 

¿Qué es, por cierto, lo que hace que la toma deba repetirse? Pues bien, nada menos que la presencia de pronto descubierta de un espejo que hace que Nick Cave aparezca escindido, demediado.


[...]




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17.5.23

VIII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




CINCO LOBITOS (ALAUDA RUIZ DE AZÚA, 2022):
DE LA OSCURIDAD, DE LA BRECHA
[Fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano


Cinco lobitos



“Papá, la casa huele a mamá
y la vida siempre pasa la factura”.

Quique González, La casa de mis padres.


1. De la oscuridad

 “Cinco lobitos” es, como es bien sabido, una nana. Esto es, una canción popular que los padres cantan por la noche para tranquilizar los ataques de pánico que atraviesan a sus hijos. Deberíamos leer el título, entonces, en su literalidad y sugerir que lo que Ruiz de Azúa ha rodado es precisamente eso: una tonadilla que se quiere popular y que pretende ofrecer un abrazo y una narración en el territorio mismo en el que el miedo se despliega.

Deleuze y Guattari, como también es bien sabido, le dieron la vuelta al concepto cuando inventaron aquello del ritornello, la canción que el propio niño había aprendido a cantar por su cuenta y a la que se aferraba cuando la soledad de las primeras pesadillas y los primeros miedos se filtraba por debajo de la puerta cerrada de su dormitorio. Y es que, convendrán conmigo: una cosa son las canciones de nuestros padres, y otra muy distinta, las que nosotros mismos elegimos para protegernos a este otro lado de la noche. De hecho –y la película lo enuncia claramente– si uno no aprende su propia canción, si no inventa su propia nana y se genera una máscara bien diferente para moverse entre las sombras, comienzan los problemas. 

Los padres, por definición, trazan (trazamos) una huella en la piel de nuestros hijos, un camino a seguir, una promesa. Promesa idiota, por lo demás: si sigues mi consejo, si caminas tras mis pasos y te identificas acríticamente con lo que yo quiero para ti, es probable que consigas entender un poco mejor el mundo.

Por mucho que cualquier padre quiera considerarse moderno, no intrusivo, acabará siempre moldeando el rostro del recién nacido con –suponemos– la mejor de las intenciones. Quizá para eso se inventó el psicoanálisis, para aflojar la tensión insoportable de las identificaciones y los fantasmas, los espacios de goce en los que la nana siempre vuelve, convertida en otra cosa hasta astillarnos la lengua y dejarnos sin lenguaje –o con el lenguaje de otros– atrapada entre el paladar y la garganta.

La oscuridad de la habitación infantil retorna, y cuando lo hace, es necesario tener una película a mano que nos impida salir despedazados por los aires. De hecho, en uno de los planos más hermosos de la película, Amaia (Laia Costa) vuelve obligada a ocupar esa misma habitación, a convivir entre los pósters, las fotos, los rastros de aquella vida demolida en la que se pensó libre y sin ataduras, una vida que todavía guardaba la promesa de poder ser escogida, voluntariamente, salvo que el rostro de Begoña (Susi Sánchez), su madre, se proyecta como una sombra junto a ella.





Dos generaciones. Una de ellas en fuera de foco, demolida, desmesuradamente rota, un cuerpo que se cree fuerte, gélido e irrompible, pero que empieza a ser minuciosamente carcomido por el cáncer y por el peso desgarrador de la vida no vivida. Otra de ellas dulcemente acariciada por la luz de un ocaso inminente –qué bella es la fotografía de Jon D. Domínguez–, con la impotencia misma de saberse ya presa en la telaraña de los dioses, el jueguecillo sucio e infernal de la maternidad, la soledad, el cansancio. 

La vida adulta, quizá, pero qué vida de mierda.

No se nos contarán las historias de la Amaia adolescente en esa habitación, ni la manera primorosa y esforzada en la que aprendió todos esos otros lenguajes que hacen tan feliz a su madre. Nada sabremos de la niña díscola que quizá fue o de la crónica de sus amores, o de la sensación vertiginosa que sin duda un día le atravesó al creer que podía decir algo traduciendo las palabras de otros, los viajes de otros, las guías turísticas y las webs que prometen lo que ella, sin duda se prometía a sí misma: escapar, escaparse, escamotear el presente. “Como en los viejos tiempos”, le dirá su socia inglesa por teléfono, pero aunque parezca una verdad de perogrullo, lo único que sabemos de esos tiempos es, efectivamente, que ya son viejos. Que quizá, por lo demás, nunca existieron.

“A veces una es feliz y no lo sabe”, afirmará también Begoña más tarde.


2. De la identificación y la cocina
 
Amaia, queda dicho, es traductora. Cayó en la trampa de la maternidad, quién sabe si por amor o si por inconsciencia. Quizá sean lo mismo. En una de las mejores líneas de diálogo, le espeta a su pareja: “Tu dijiste que no se renuncia a nada por tener un bebé, que la gente sigue haciendo cosas, que la vida no cambia… ¡Mentira, mentiroso de mierda!”. En efecto, todos le han mentido, pero ante todo, Amaia se ha mentido salvajemente a sí misma. Se ha construido, como hacemos todos, a partir de las mentiras de los demás. Lo sabemos, por ejemplo, gracias a esa mirada de su madre junto al puesto de pescado, retratada por Ruiz de Azúa en un tremendo plano de perfil:






Amaia habla por el móvil en un inglés impecable. Begoña, custodiando el carrito, no sabe qué hacer con sus emociones: su hija es ya la profesional soñada, el fruto de sus sacrificios –recordará varias veces “lo que le han costado” sus clases de inglés–, la heredera de la que puede presumir frente a conocidas y familiares. Sin embargo, no es suficiente. Debería también ser una persona comprensiva, haberse casado, ocupar un rol femenino total: producir valor económico, demostrar su talento laboral, mantener un historial afectivo intachable y, por supuesto, ser madre amantísima. Las demandas de una madre son, por lo demás, siempre imposibles de satisfacer.


[...]




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28.4.23

IX. "JUGAR EL MALESTAR. LUDONARRATIVAS MÁS ALLÁ DE LA DIVERSIÓN", Marta Martín Núñez (coord.), Valencia: Shangrila, 2023.



LIMBO. EL VIDEO JUEGO COMO TEODICEA
Y DESAMPARO: ANÁLISIS DEL SENTIDO
[Fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano
Shaila García Catalán


Imagen 1. El niño protagonista de Limbo



Me dije que siempre que concluye un verano se nos muere un pedazo del niño que uno ha sido. Un verano cualquiera no quedan pedazos y es uno mismo el que se muere […] Siempre sucede igual y cuesta admitir que sea irremediable. Tarde o temprano se secan las lágrimas, se da media vuelta y se piensa en lo que habrá que hacer de cena. Nadie da de cenar a los muertos.

Lorenzo Silva, El lejano país de los estanques.



Jean Grondin afirmaba que “El principio de los principios de una hermenéutica metafísica es que el hombre es un ser de comprensiones y que lo que él trata de comprender es el sentido de las cosas” (2018: 14). Sucinta y amplia fórmula, sin duda, pero que puede ser interesante para encarar el estudio general de la ontología del videojuego (233) así como algunas de las preguntas recientes sobre la espinosa cuestión de los mundos virtuales y nuestra relación con la libertad (234), en la interactuación con los mismos. A lo largo de las siguientes páginas intentaremos proponer un ejercicio de hermenéutica metafísica a partir del videojuego Limbo (Playdead, 2010) (imagen 1).

233. FERNÁNDEZ GONZALO, Jorge, Pixelar a Platón, Murcia: Micromegas, 2015; PLANELLS DE LA MAZA, Antonio José, Videojuegos y mundos de ficción, Madrid: Cátedra, 2015; PORTILLO FERNÁNDEZ, Jesús, “Ontología, funciones y discurso en el videojuego” en Revista Humanidades, 7(1), 1-22, 2017.

234. NAVARRO REMESAL, Víctor (2016). Libertad dirigida: Una gramática del análisis y diseño de videojuegos, Santander: Shangrila, 2016. 

Como ha quedado apuntado en otros lugares, la cuestión del sentido del videojuego únicamente puede ser teorizada en relación con el concepto de límite (235) o de muerte. (236) Sin regresar necesariamente a la vieja dimensión semiótica —greimasciana— del mundo natural (237), sí que parece sensato pensar que el mundo del videojuego narrativo, en tanto mundo legible y mediado por un cierto lenguaje (videolúdico) es, precisamente, susceptible de ser pensado en términos de sentido. Un sentido que es, a su vez, portador de una cierta verdad en tanto se dirige a cada videojugador, en tanto busca “la adhesión de la parte del destinatario a quien va dirigido, y busca ser leído como verdadero por parte de este”. (238) En efecto, como ha demostrado el ensayo en clave deleuziana de Colin Cremin (2016), el sentido del videojuego surge de la colaboración activa entre una instancia diseñadora —el equivalente al viejo meganarrador (Gómez Tarín, 2011) de los estudios semióticos— que dispone una suerte de lienzo (canvas, en el original) de posibilidades que deben ser recorridas por la videojugadora en su intento por re-construir no únicamente los mimbres temáticos de la Historia, sino más concretamente, la experiencia de la que emerge el sentido, y por lo tanto, la verdad del juego a partir del proceso de interacción con las mecánicas y sus límites. La instancia organizadora del juego, a la que Navarro Remesal y Bergillos han llamado el Invisible Gamemaster (IG), permite combinar el reglamento, el código y las operaciones de la máquina para poner en juego la partida y arbitrarla. (239) Como el meganarrador fílmico, o como un Game Master de un juego de rol analógico, “este IG es una autoridad que vigila nuestros movimientos, automatiza las reglas y se asegura de que se cumplan, además de evaluar nuestras acciones. Dicho de manera rápida: el juego es alguien con quien jugamos. Y este alguien utiliza estrategias narrativas para contarnos las operaciones de los sistemas en activo durante la partida”. (240)

235. GARCÍA CATALÁN, Shaila, RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, MARTÍN-NÚÑEZ, Marta, “Aprender de la caída, hacer con el desgarro: paradojas de la melancolía lúdica en Gris” en Artnodes. Revista de Arte, Ciencia y Tecnología, 27, 1-10, 2021.

236. RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, “Tiempo de jugar, tiempo de morir: Apuntes sobre Until Dawn y Man of Medan (Supermassive Games, 2015 y 2019)” en Miguel Hernández Communication Journal, 11, 163-180, 2020.

237. GREIMAS, Algirdas Julius, FONTANILLE, Jacques, Sémiotique des passions, París: Seuil, 1991, p.89.

238. GREIMAS, Algirdas Julius, FONTANILLE, Jacques, op. cit. pp.127-128.

239. NAVARRO-REMESAL, Víctor, BERGILLOS, Ignacio, “Press x to Recognize the Other’s Suffering: Compassion and Recognition in Games” en L. JOYCE y Víctor NAVARRO REMESAL (eds.), Culture at Play: How Video Games Influence and Replicate Our World (pp. 101-110). Leiden: Brill Rodopi, 2020, p.102. 

240. MARTÍN NÚÑEZ, Marta y NAVARRO REMESAL, Víctor, “La complejidad narrativa en el videojuego: un doble boomerang” en L´Atalante. Revista de estudios cinematográficos, 31, 7-31, 2021, p.11.

Es por ello que Limbo se nos antoja un caso absolutamente relevante en lo que toca a la cuestión de la hermenéutica de videojuego por su naturaleza liminar, netamente evanescente. El sentido de su mundo virtual, como veremos, se plantea como refractario, resbaladizo, apenas transitable. En muchos sentidos, una gran parte del videojuego contemporáneo parece dominado por marcos de sentido narratológicos previos de lo que podríamos denominar, adaptando algunas sugerencias de Zunzunegui y Zumalde (241), naturaleza veredictiva fuerte. Incluso en casos que aparentemente permiten una enorme libertad a la videojugadora —como The Witcher 3: Wild Hunt (CD Projekt, 2015) o Grand Theft Auto V (Rockstar, 2013)—, a poco que se analice su funcionamiento no dejan de aparecer evidentes marcas veredictivas que guían el desarrollo de la acción. Esto se da desde el aparataje estrictamente literario —sagas de reyes, eventos históricos legibles en bibliotecas sobre el pasado del mundo, usos específicos de un lenguaje que juega a ser arcaizante o a tomar los modismos del gueto— hasta funcionalidades premarcadas alrededor de los objetos —la necesidad de completar una cierta acción para poder acceder a un cierto uso. Y, por supuesto, en las grandes capas éticas y teológicas que se sugieren en los mecanismos de premio y castigo del propio videojuego: el mundo recompensa o sanciona a una acción determinada, marcando así una fundamentación ética que garantiza la existencia de un orden y un diseño videolúdico. El caso más extremo, el de los llamados God Games (242), no es sino la manifestación desmesurada de esa paradoja videolúdica: allí donde se promete a la videojugadora que ocupará el lugar de Dios —el lugar tradicionalmente reservado para la fundamentación del sentido—, lo que se percibe es una suerte de simulación de la omnipotencia que, en el fondo, no es sino una repetición mecánica de las viejas mecánicas de premio y castigo. Hasta un dios (videolúdico) debe preocuparse por cumplir unos objetivos, mantener una feligresía y garantizarse un culto frente a la rivalidad de los otros dioses. O, en el límite, frente a la propia ausencia de lógica del mundo sobre el que se garantiza nuestro reinado —por ejemplo, recuérdese cómo en SimCity (Maxis, 2013) un tornado o un terremoto podían poner en jaque todo nuestro esfuerzo teológico por crear una comunidad habitable, esto es, una comunidad con sentido capaz de crear un lazo social. 

241. ZUNZUNEGUI, Santos, ZUMALDE, Imanol, Ver para creer: Avatares de la verdad cinematográfica, Madrid: Cátedra, 2019.

242. GIL SOLDEVILLA, Samuel, RODRÍGUEZ SERRANO, Aarón, “Y seréis como Dios: la construcción de divinidades ludoficcionales en el contexto transhumanista” en Icono14, 15, 211-234, 2017; NAVARRO REMESAL, Víctor, “Ser todo, ser nada: La subjetividad en el videojuego más allá del avatar”. Tropelías, 31, 2019, pp.156-173.

Frente a esta situación, en los últimos años y generalmente en los márgenes del sistema mainstream de creación y distribución, una serie de propuestas han ido apostando por lo que, en contraposición, podríamos llamar juegos de sentido débil en tanto sus huellas veredictivas y su funcionamiento ontológico se ven profundamente erosionados o puestas en duda por su propia enunciación. Así, por ejemplo, The Beginner´s Guide (Everything Unlimited, 2015) partía de una serie de escenarios inacabados y sin más aparente conexión que la de haber sido programados precipitadamente por la misma persona. El juego de identidades entre el mundo natural y el mundo virtual se conectaba, precisamente, con la posibilidad de un retorno de la comunicación: el propio juego ofrecía una dirección de correo electrónico real al que dirigirse para compartir las teorías, interpretaciones y afecciones que la experiencia de The Beginner´s Guide había suscitado en la videojugadora.

Mucho más cerca de esta segunda corriente se sitúa Limbo, al que dedicamos las siguientes páginas. Se trata de una propuesta que, sin duda, ha hecho correr un interminable río de paratextos (243), y de todo tipo de juegos interpretativos. Lo que aquí nos convoca no es tanto lo que el juego podría significar —pregunta siempre de inútil formulación en mundos virtuales de sentido débil—, sino más bien, y de nuevo en la tradición semiótica, qué procesos de significación son los que hacen posible que el mundo ludoficcional de Limbo se despliegue y en cuáles de ellos se establece, ahora sí, el espejismo mismo del sentido. Esto nos lleva, directamente, al problema de la fundamentación del sentido del mundo en una dimensión estrictamente escatológica, a la que atenderemos a continuación.

243. GUINS, Raiford, Game After. A Cultural Study of Video Game Afterlife, Cambridge: MIT Press, 2014; LYNCH, Teresa, MARTINS, Nicole “Nothing to Fear? An Analysis of College Students’ Fear Experiences With Video Games” en Journal of Broadcasting and Electronic Media, 59(2), 2015, pp.298-317.


Limbo, teodicea o el imposible sentido liminar

Limbo apunta desde su propio arranque a una posible lectura en términos escatológicos. Eso queda literalmente escrito en el nombre de su productora: Playdead, juego de palabras que podría relacionarse con jugar con los muertos en una acepción literal, o más concretamente, con la expresión castellana hacerse el muerto. Fingirse en el morir, simular la propia muerte. En la misma dirección se sugiere el propio título del juego, Limbo, cuya primera referencia evidente remite a la formulación católica del Limbus Infantum o Limbus Puerorum, territorio intermedio entre el cielo y el infierno en el que descansaban las almas de los niños que habían muerto sin ser bautizados. Sin embargo, antes de llegar a él, es necesario recordar que el origen etimológico del término —el limbus latino— tenía al menos dos acepciones de gran interés para nuestro estudio (244): el corte textil —principalmente aplicado a la ropa o a los aderezos de las castas sacerdotales precristianas— y el corte cósmico —una suerte de línea imaginaria que dividía nuestro mundo de un hipotético más allá de las constelaciones zodiacales conocidas. Esta tensión entre dos piezas (de tela, de universo) sugiere inmediatamente la posibilidad de un puente, un pasadizo entre el aquí y el allá —tensión que el inglés recoge entre el here y el hereafter, por ejemplo—, que está en el centro de la obra de los grandes creadores místicos contemporáneos —y, muy especialmente, como la lectora quizá haya detectado, en las piezas de Bill Viola.

244. WOOD, Francis, “Greek and Latin Etymologies” en Classical Philology, 14(3), 245-272, 1919, p.260.


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7.6.22

VI. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




EL ARTE DE LA DESPEDIDA
LAS TRES ÚLTIMAS PELÍCULAS DE INGMAR BERGMAN

Aarón Rodríguez Serrano



La foto de Ingrid von Rosen en Saraband (Ingmar Bergman, 2003)





00. Una introducción, a modo de recuerdo

Todavía somos muchos los que recordamos a Doménec Font. 
Se nos permitirá que redactemos las siguientes páginas en honor a su memoria. En primer lugar, porque durante los años de redacción de la tesis, en los veranos de la Cátedra de Valladolid, cuando la buena salud y la inconsciencia nos permitían fumar mucho y dormir poco, uno manejó con mucho ahínco aquel libro, La última mirada: Testamentos fílmicos (Font, 2000), del que aquí pretendemos ofrecer una especie de ampliación, una nota a pie, un redondeo a propósito de lo que el propio Font escribió sobre Bergman. En segundo lugar, y no menos importante, porque nos parece sensato que en este celebrativo número 40 de nuestra revista Shangrila se recuerde también su buen hacer y, por qué no decirlo, la herencia recibida tanto de sus textos como de la propia Ediciones de la mirada.


01. Rodar después del amor y de la muerte

El 20 de mayo de 1995, tras una agonía que se había ido prolongando desde hacía varios meses (1), Ingrid von Rosen fallece en la habitación 310 de la clínica Sophiehammet, en Estocolmo. Esa misma noche, Ingmar Bergman escribe en su diario personal: “De lo que he podido ver, su rostro estaba sereno, hermoso, suave. Quizá un poco duro. La boca todavía levemente abierta. Lloro. La he llamado. La he acariciado y la he besado. Su cuerpo todavía estaba cálido. Parecía que respirase” (Bergman y von Rosen, 2004: 254).

1. Todas las anotaciones biográficas de este periodo están extraídas de los Tre Diari consignados en Bergman y von Rosen, 2004.

La obra del ultimísimo Bergman debe leerse obligatoriamente dirigida, marcada por ese suceso terrible. En muchos aspectos, Ingrid podría considerarse la gran compañera de su vida. (2) Quizá su relación no tuvo el impacto mediático ni creativo que implicó el encuentro con Käbi Laretei, por no hablar de la fundamental imbricación entre rostro, cuerpo y escritura fílmica que desplegó durante varias décadas junto a Liv Ullmann. Al contrario que los sonadísimos romances con Bibi Andersson, con Harriett Andersson o con Gun Grunt –por citar apenas unos pocos–, la figura de Ingrid von Rosen permanece siempre opacada, silenciosa, extrañamente secundaria en una tumultuosa biografía sentimental cuyo impacto cinematográfico todavía está por topografiar con cierta seriedad. Su historia con Ingrid von Rosen, al contrario, atraviesa varias décadas y todo tipo de tormentas afectivas: el comienzo de su romance clandestino el 12 de diciembre de 1957, el nacimiento de su hija no reconocida María von Rosen apenas dos años después (el 19 de abril de 1959), su matrimonio oficial en 1971 y, finalmente, el fallecimiento de ella en 1995. En términos filmográficos, la relación entre Ingrid e Ingmar –por más que hubiera, sin duda, muchas otras mujeres, maridos, hijos, matrimonios, romances y rupturas de por medio– atraviesa, literalmente, todos los títulos rodados por el director sueco desde En el umbral de la vida (Nära Livet, 1958) hasta El último grito (Sista skriket, 1995), cuyas últimas etapas de producción coincidieron con la enfermedad de ella. Únicamente por esto, cualquier historiador tendría que tomar sus últimas tres películas, en sí mismas, como una especie de anomalía: fueron, dicho claramente, las únicas películas que Bergman rodó en su vida sabiendo positivamente que no serían contempladas por la mujer amada.

2. Hemos desplegado ampliamente esta idea en el trabajo Lo que demasiados hombres nunca te dijeron: Ingmar Bergman/Ingrid von Rosen, que esperamos poder subir en los próximos meses a la plataforma audiovisual Youtube.

Sin embargo, no hay que confundir lo que sigue con una suerte de narración romántica ni con una de esas apresuradas biografías estomagantes que intentan encontrar la clave del autor en sus asuntos de alcoba. Antes bien, la pregunta que flotará en las siguientes páginas es, muy precisamente, cómo la concreción de la forma fílmica, la propia escritura cinematográfica, tiembla o evoluciona en torno a la experiencia del duelo.

Inmediatamente después de la muerte de Ingrid von Rosen, Bergman dirigió un pequeño cortometraje televisivo, Harald & Harald (1996). Se trata de una pieza cómica intranscendente, una de las habituales soflamas del sueco contra los críticos culturales, solucionada de manera precipitada con una planificación que fingía los planos frontales y ligeramente escorzados de la realización televisiva. Sería necesario esperar todavía un año para que Bergman acometiera un largometraje completo, y tras él, otras dos piezas mayores con las que cerraría su trayectoria: En presencia del payaso (Larmar och gör sig till, 1997), Creadores de imágenes (Bildmakarna, 2000) y, por supuesto, Saraband (2003). Sin duda, sería muy precipitado –y ciertamente pueril– señalar que la muerte es el hilo conductor que une las tres propuestas. Antes bien, las tres películas parecen funcionar como una suerte de resonador misterioso en el que diferentes operadores textuales que emergen del pasado de Bergman van hilvanándose en una especie de red rizomática de vías muertas: la música de Schubert en las dos primeras, el incesto en las dos últimas, la pregunta por la monstruosidad de los creadores en las tres, el retorno a los orígenes del cine, la nostalgia, el suicidio… a poco que uno cometa la imprudencia de dejarse caer en ellas, las tres películas funcionan como una suerte de salvaje centrifugadora de toda la obra bergmaniana en la que, como en ningún otro lugar, acaba siendo palpable ese agujero central, ese vacío sobre el que siempre se asienta todo discurso. Una falta [...]






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