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28.11.21

y XXI. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




DEVOCIÓN


PASIÓN RIVIÈRE


¿Qué es el vértigo sino el deseo de caer, de dejarse llevar por la caída, de dejarse ir hacia otra parte? ¿Qué espera en esa otra parte sino el objeto de nuestra devoción? La devoción sostiene y da sentido; por devoción se pierde el equilibrio y la razón. Solo los devotos accederán al Paraíso. Porque su exvoto es su vida entera. 


I. Anna, dañada


Juliette Binoche como Anna en Herida, Louis Malle, 1992


Eras un mal amor. Que es como decir: eras un mal sueño, eras un mal viaje. El sueño avanza hacia la pesadilla y en el viaje se estrella el avión. El mal amor consume lo que toca, como un fuego. Que es como decir: un fuego anticipado. Yo fui hacia tu mal amor, deslumbrado y rendido, como quien acaba de nacer. Tu mal amor vino a buscarme, consciente de su trauma y su poder. Tu mal amor salió de cacería, a derramar su influjo en mi azar controlado, a repetir su método enfermizo. Se partió el reloj, se astilló el espejo, todos los animales afilaron sus uñas en las jaulas. Galvanismo, maniobra exacta de resucitación o potencia salvaje de los partos. Nada es igual, después. Iniciación por electrocución a una vida verdadera. Que es como decir: verdadera por inapelable, inaplazable por irresistible, extraordinaria por su afinación artesanal de los sentidos. Cataclismo en el roce, sismo por la mirada, perfume del aliento que marea las brújulas, música en tus silencios de país distante [...]


II. Anna, posesa


Isabelle Adjani como Anna en Posesión, Andrzej Zulawski, 1981


[...] Mordisco de Lucifer, exceso del ritual de cortejo, marca de posesión, identificación del que ha cedido. Estigma del que cayendo supo que nada sería igual y el horror lo cubrió y mientras tanto algo habrá que hacer, me aliso el vestido y salgo. A veces, a distancia, él posa un tentáculo sobre mi cabeza. La hace girar. Qué delicia abyecta no tener que empujar y que él haga por mí. Me imagino que me dice que me quiere, que no me dejará sola. Me digo palabras tiernas que él jamás dirá, porque no le importo. Solo quiere la leche y los huevos. Esos que le llevo yo, su elegida. Sonrío mientras me caen las lágrimas. Me río. Mi monstruo es tan sabio que también me enseñó a reír. La risa desquiciada del que cae y sabe que abajo lo espera una red, muy segura. La sostienen ocho extremidades. He accedido a un grado superior del dolor. Se llama posesión y no se acaba. 






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27.11.21

XX. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




CAÍDA LIBRE


IGNACIO CASTRO REY






[...] Se nos sigue llenando la boca con las palabras interdependencia, diálogo, reconocimiento, globalidad, cobertura, información y nuevas tecnologías. Bajo esta espuma cultural, en inconfesables momentos cruciales seguimos estando tan solos como hace mil años. Incluso más, pues hemos perdido potencia muscular e intelectual para los conflictos primarios. Las facilidades nos despistan, desarmándonos gradualmente. Las dificultades nos entrenan en la aspereza, una senda escarpada que tarde o temprano tendremos que afrontar. Al menos nuestros antepasados no se hacían ilusiones en cuanto a la salvación que podía provenir de una sociedad hoy divinizada. Nosotros nos pasamos la vida mirando hacia lo político, lo estatal y tecnológico, como si todo eso encarnase un nuevo dios que puede hacerse cargo de nuestros temores más íntimos. Cuando estos llegan, con toda su crudeza arcaica, apenas tenemos armas para afrontarlos. De ahí que sea vital volver sobre algunas sabidurías que han sido un depósito medicinal para emergencias, para sobrevivir con instrumentos tan primarios que apenas tienen reconocimiento en el espectáculo del progreso.

También habría que preguntarse qué clase de sociedad necesita a un Handke, a un Walser, a un Hrabal. Qué tipo de dureza de vuelta, de inversión, encierra una literatura donde hemos depositado una capacidad muscular para la violencia que el resto de la sociedad ha decidido ignorar. De géneros muy distintos, desde la narración breve y el ensayo a la poesía, sería muy útil repasar unos pocos libros que siguen encerrando un enorme potencial para armarnos en una vida que, digan lo que digan los nuevos mandarines, seguirá siendo peligrosa.

¿Queda algo de una épica, una violencia que todavía podría salvarnos de esta interminable serie de salvadores que nos maltrata con una protección obligada? Necesitamos algo tóxico, de otro modo entramos en una vía de positividad letal. Es clave otra vez un arte de las dosis, lograr un veneno mezclado con los bienes. No podemos compensar la usura del control, que envuelve como un líquido amniótico nuestros entornos gentrificados, con el suicidio del descontrol, una caída que no ha abrazado antes su centro de gravedad. Si no hay más que armas, es urgente que cada quién busque las suyas, para poder luchar contra una neurosis de seguridad y salud intrínsecamente impotentes.





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26.11.21

XIX. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




CRASH (1996)
Las tres miradas de David Cronenberg


IVÁN GÓMEZ




Crash (David Cronenberg, 1996)



Ser es clasificar, es actuar, lo que a su vez 
significa desechar información. Así, el simple
acto de saber exige ignorancia.

Stuart Kauffman

Creo en la inexistencia del pasado, en la 
muerte del futuro y en las infinitas 
posibilidades del presente.

J.G.Ballard, Credo, 1984 



I. Un mundo sin futuro o el retrovisor de la historia

James Dean murió en un accidente de coche el 30 de septiembre de 1955. Un destino similar sufrieron otros personajes famosos: Grace Kelly, Roland Barthes, Albert Camus o T. E. Lawrence. Las variaciones sobre el tema son muchas: atropellados, accidentados mientras viajaban en moto o estrellados con potentes coches. J.F. Kennedy iba en un coche descubierto cuando le asesinaron. Algunos han vivido pegados a la mítica imagen de Zapruder, obsesionados con cada fotograma, rebobinando sin descanso a la búsqueda de la clave del enigma. Cineastas de principios del siglo XX utilizaron los automóviles de entonces para construir sencillas y divertidas películas en donde ocurrían todo tipo de accidentes. Los atropellados eran incluso capaces de quedar completamente aplastados y reducidos al grosor de un cartón para luego rehacerse impunemente. Ya se sabía que los coches estaban llamados a atropellar a las personas. 

En “La canción del automóvil” (1908), el futurista Marinetti describía la belleza de esos caballos de acero que se lanzaban hacia un infinito liberador. El metal chocaba contra el pasado. Y en “Los cantos de Maldoror” (1868-1869), Isidore Ducasse, Lautréamont para la posteridad, consideraba el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser como algo bello y digno de ser admirado. En realidad, Lautréamont miraba hacia el futuro y veía un mundo sin Dios ni tutelas, en donde la voluntad lo era todo. Maldoror es un ser sobrehumano, un ángel caído, un asesino que lucha contra Dios y contra la idea de lo sagrado. El placer, la violencia y el asesinato forman parte de una nueva filosofía vitalista que pretende sustituir siglos de servidumbre voluntaria por un nuevo yo, siempre sediento de poder y conocimiento.

Y éste es el mundo que vislumbra J.G. Ballard en Crash (1973) y que adapta Cronenberg en su película de 1996. De un lado, tenemos la destrucción y el daño provocado por los accidentes de automóvil. Y de otro, la presencia de Maldoror-Vaughan, el profeta de un Apocalipsis que llegará en forma de gran impacto. En el prólogo de su novela, Ballard argumenta que la catástrofe ya ha ocurrido, que el desastre no es algo remoto propio del mañana sino nuestro irremediable presente. Sólo tenemos que saber mirar para encontrar las pruebas. El concepto capital del siglo XX, según Ballard, es la ruptura de los límites. Es un predicado de la ciencia y la tecnología, que aspiran a todo y han impuesto una moratoria al pasado. El pasado está muerto y enterrado, no hay nada en el retrovisor. Vivimos, según Ballard, el tiempo de la “filosofía del asiento eyectable [que] une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la píldora”.

Lo que se ve en el retrovisor del coche es un conjunto de fragmentos de ese pasado. Son piezas sueltas, que díficilmente constituyen un todo coherente. Para Ballard ese pasado resurge en forma de fragmentos de memoria y restos de tecnología low-tech sin que podamos extraer de ellos más que un tenue reflejo de lo que fuimos. Los personajes de Crash viven un presente acelerado porque no tienen más remedio. Con todo, el pasado sí tiene algún papel en la obra de Ballard. El personaje de Vaughan aspira a morir en un choque frontal con un automóvil en el que viaje Elizabeth Taylor. La gran actriz es el vestigio del pasado, el fragmento que atesora la memoria de un tiempo que ya no podemos entender ni recuperar pero con el que podemos chocar frontalmente. 

El futuro distópico que dibuja Crash es reconocible y se parece sospechosamente a nuestro inmediato presente. La novela de Ballard es enigmática, desangelada, dibuja un Londres gris y apático en el que habitan subculturas enfermizas. Sólo era cuestión de tiempo que Ballard se encontrara con David Cronenberg [...]





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25.11.21

XVIII. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




DEL EXTASIS AL GRITO
Derivas de la modernidad en El último tango en París,
Lo importante es amar y La gran comilona


JOSÉ FRANCISCO MONTERO
IGNACIO PABLO RICO





El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972)



I.

“¡Me cago en Dios!”, grita Paul nada más comenzar El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, Bernardo Bertolucci, 1972). El chirrido atronador de un tren, que atraviesa un feo paisaje vagamente industrial −no se trata de la codificada imagen romántica de lo parisino, precisamente −, desquicia a un individuo abrumado, como luego sabremos, por una tragedia indisoluble de la tristeza de la vida urbana. Un movimiento descendente −uno de tantos en el filme− acompaña su imprecación: de la máquina perfectamente funcional al ser profundamente quebrado; de Dios al hombre.

Hay en este gesto del hombre que blasfema mientras se tapa los oídos una negación de toda posibilidad de comunicación con el mundo, una rebelión desesperada contra la misma realidad, la asunción de las dificultades de habitarla y de comunicarnos con los otros. ¿Qué es lo que Paul se niega a escuchar, que simultáneamente quiere silenciar con el grito, aquello que provoca su arrebato de furia? Al final de la película, en su último viaje, guiado por el deseo, subirá atropelladamente unas escaleras que le conducirán a la muerte.

En estos últimos minutos, Paul cierra la persiana y con ello un capítulo −el postrero− en su existencia, un movimiento descendente que rima, en sentido inverso, con aquel otro que inicia el filme, y es continuado por uno si cabe aún más expresivo: la cámara que va desde la terraza hacia abajo, hacia la calle, mostrando el mundo exterior. Ese mundo que ha permanecido ajeno a sus encuentros con la muchacha en el piso: el gran teatro de lo social para Paul y de la codificación alienada de lo romántico para Jeanne. La emergencia final de aquello que ha permanecido en el contracampo existencial de las citas en el apartamento se ve y suena como la caída del telón cuando la obra ha terminado. Porque amarse, danzando ese tango sobre el filo de un cuchillo, también ha supuesto un esfuerzo performativo para el uno y para el otro: negar el mundo y sus imposturas implica, necesariamente, actuar contra el mismo. El sendero de la involución que han recorrido y que los devolverá a la animalidad, y el de la inmadurez que hará que se sientan como niños en un patio de recreo, implican liberarse de los sedimentos que la cultura ha depositado sobre generaciones de hombres y mujeres. Porque el conocimiento adquirido les asegura, de forma certera, que amarse del modo en que van a hacerlo acabará con ellos [...]





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24.11.21

XVII. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




EROS Y MASACRE
Paseo por el amor y la muerte en
algunas películas del cine japonés de los '60 y '70


FRAN BENAVENTE Y GLÒRIA SALVADÓ



El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976)



¿Qué lazos establece usted entre la pasión física, el gozo
que produce el placer sexual y la muerte?

Un lazo indisoluble. ¿Acaso en el éxtasis del amor
no se grita: “me muero…”? (1)


Deseamos situarnos justo ahí, en el filo de la navaja como veremos, y explorar este lazo indisoluble −el de sexo, amor y muerte− desde ese límite extremo que supuso, y todavía supone, El imperio de los sentidos (Ai no corrida, 1976) de Nagisa Oshima. Indagar un poco en algunas figuras y motivos que anudan ese lazo tal como aparece en algunas películas del cine japonés, especialmente de los ‘60 y ‘70, que conjugan esos términos alrededor de una política de las imágenes y un deseo de intervención política. Nos referiremos a ciertas películas de cineastas unidos por relaciones personales y de trabajo −Nagisa Oshima, Koji Wakamatsu, Masao Adachi− o bien por sincronía generacional y quizás espiritual con estos otros −Yoshishige Yoshida. 

1. Nagisa Oshima (1932-2013), “Oshima habla de su película”; enero 20, 2013, La Mecánica Celeste: https://lamecanicaceleste.wordpress.com/2013/01/20/nagisa-oshima-1932-2013-oshima-habla-de-su-pelicula/.

Como ocurre siempre que se habla de cine japonés debemos afirmar una perspectiva subjetiva, en absoluto objetivadora ni totalizante, que parte del encuentro de un espectador occidental y algunas imágenes de ese cine oriental, pero considerado como materia para el pensamiento desde la tensión que supone esa distancia cultural y geográfica. Valgan estas prevenciones para tratar de sortear las olas del “orientalismo fascinado” que Go Hirasawa y Alberto Toscano detectan cuando el espectador occidental se enfrenta al sexo y la violencia en el cine japonés. (2) Intentaremos evitar los clichés de la estética sadeana común o las acusaciones de misoginia gratuita que habitualmente dan forma a este fantasma orientalista.

2. TOSCANO, Alberto; HIRASAWA, Go, “Walls of Flesh: The Films of Koji Wakamatsu (1965–1972)”, Film Quarterly 66(4):41-4, junio 2013.


El filo de la navaja

Desde ahí, entonces, desde el lugar del límite. Más precisamente desde la última imagen de El Imperio de los sentidos, aquel plano picado que filma a los amantes tendidos tras el éxtasis: Abe Sada y Kichi; ella serena, vestida con el kimono rosa, tendida junto al cadáver de él, con el pene y los testículos seccionados en una mano, atesorados como una posesión valiosa. El plano picado deja ver el cadáver de Kichi con las heridas del corte abiertas, sangrantes; el rosa del kimono y el rojo de la sangre con la que Sada ha escrito sobre el cuerpo del amante: “Kichi y Sada juntos para siempre”. El lazo irrompible. Ambos han experimentado, y experimentan, la pasión “real”, el goce extremo llevado al límite del orgasmo como muerte por asfixia, primero, y luego por el corte de los órganos sexuales de él. Se trata de la imagen misma del placer, del deseo sexual llevado a esa dimensión “real” generalmente evacuada, pospuesta o diferida en la propia relación sexual.

Lo que no muestra el filme pero explica la voz over sobre esa misma imagen es lo que ocurre después y está en el origen de la película. Sada paseando durante cuatro días con los órganos sexuales de su amante, poseída por la felicidad y el entusiasmo, descubierta y convertida en mito popular. Así culmina su realización radical del deseo sexual y del acto amoroso. La radicalidad del film reside ahí, en el partido absoluto por el discurso sexual como tema y objeto único. Apunta Oshima: “El espacio elegido es exactamente el del amor y la muerte, y para mí cubre por completo el Japón”. (3) Hay aquí algo de sumo interés para proyectar en otras imágenes.

3. “Oshima habla de su película”, op. cit.

Debemos dejar a un lado, tal como se apuntó, la homofonía de Sada y Sade −tan señalada por los comentaristas contemporáneos del film. Como dijo el propio Oshima, era demasiado perezoso para haber releído a Artaud, Sade y Bataille antes de realizar el film [...]





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23.11.21

XVI. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




CONVULSIONES, SUSPENSE, MÁRTIRES Y FUGAS
Formas visuales de la huelga de hambre


ALBERT ELDUQUE




F.1. Resultados de la búsqueda de “hunger” en Google Images, 15 de julio de 2021. 


Podríamos aventurarnos a decir que el deseo de caer, el amor al vértigo, siempre tiene una dimensión política. En tanto configura un acto que rompe con la placidez de la autoconservación, cada vez que se produce genera, si no un cambio, sí una inestabilidad. En algunos casos, como los pilotos kamikazes o los atacantes suicidas, este componente político es explícito y se hermana con una lógica sacrificial. En un dossier de la revista Angelaki publicado en 2014, Costica Bradatan y Camil Ungureanu ofrecieron un panorama de las representaciones del sacrificio en el cine contemporáneo, atendiendo a títulos de vocación claramente trascendental, como El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011), y a otros en los que el sacrificio se ejecuta en clave política, caso de Caché (Michael Haneke, 2005). Como señalaba Bradatan en la introducción al dossier, hoy en día el concepto de sacrificio ha rebasado con creces su origen religioso y designa una ofrenda que no se dirige necesariamente a Dios, sino que puede dedicarse a los demás, a ciertas ideas o a ciertos proyectos. Hay quienes “pueden incluso sacrificar sus vidas por una causa, por su país, por su grupo étnico, o por cosas por las que consideran que merece la pena morir: libertad, dignidad, respeto. A veces llegan al punto de incendiarse o volarse por los aires, creyendo que de algún modo eso ayudará a sus comunidades”. (1)

1. BRADATAN, Costica, “’The joy of destruction is also the joy of creation’”, Angelaki, vol. 19, nº 4, 2014, p.2. A no ser que se especifique lo contrario, todas las traducciones del inglés son mías.

La huelga de hambre es uno de esos actos radicales, aunque en él la caída sea prolongada y el vértigo se expanda en el tiempo. No en vano, uno de los textos incluidos en el dossier de Bradatan y Ungureanu se centraba en Hunger (2008), de Steve McQueen, una de las películas que de forma más clara ha orbitado en torno a este tema, siempre resistente a la mostración y a la configuración narrativa. De hecho, de todas las formas de activismo político, la huelga de hambre es una de las más difíciles de representar. (2) Mucho más que, por ejemplo, los ataques con armas o explosivos, los mítines o las manifestaciones. Entre otras cosas, carece de objetos que por sí mismos la hagan reconocible, como pancartas, octavillas, fusiles o cócteles molotov, así como de gestos a los que asociarla automáticamente, como un puño en alto o un paso al frente. En cierto modo se asemeja a las explosiones de los hombres bomba, con las que comparte la lógica de la autoinmolación, la dimensión sacrificial y el origen religioso, pero su desarrollo es completamente distinto, así como su presentación visual. Es una forma de protesta todavía muy discutida, que genera divisiones y, como tal, resulta escurridiza a las formalizaciones propagandísticas y a las recreaciones ficcionales.

2. Algunas de las ideas presentes en este texto las discutí por primera vez con mis estudiantes de Evolución de los Lenguajes Visuales en la Universitat Pompeu Fabra, en el curso 2020-21, especialmente la sección relativa a las representaciones fotográficas del hambre. La forma en la que las ideas aparecen aquí es obviamente deudora de sus impresiones y comentarios. 

Sin embargo, está ahí. En las sufragistas británicas, en el Mahatma Gandhi, en Holger Meins, en Bobby Sands y, más recientemente, en los presos de Guantánamo o en Alexei Navalny. En este texto nos disponemos a pensar en la larga tradición de las huelgas de hambre y en sus representaciones a partir de algunos ejemplos, tanto en la ficción como fuera de ella. Queremos pensar cómo miramos a aquellos que deciden dejar de comer, aquellos que invocan una causa mayor que los alimenta, y así pensar en los modos de conceptualizar un tipo de lucha polémica e incómoda, que, desde la caída al vacío, desde la atracción por el vértigo, pone el cuerpo y los sentidos en el centro de la discusión política. 

Dificultades de partida

El propio concepto de hambre es ya difícil de representar. ¿Qué imágenes le asociamos? Una búsqueda de la palabra “hunger” en Google Images da en los primeros resultados fotografías tomadas en África, con frecuencia con niños, cuerpos raquíticos y miradas que o bien se pierden fuera de campo o bien interpelan al espectador [F1]. Las manos se extienden pidiendo limosna, como si imploraran piedad, o bien se contraen en forma de bol, prestas a llenarse. Siempre hacia arriba, como si esperaran recibir un maná del cielo o de un país rico; nunca hacia abajo, un mundo de tierra improductiva. A veces vemos cuencos, pero están vacíos; o puñados de grano, pero sin cocinar. De los diez primeros resultados que Google da para “hunger”, solo dos muestran a personas caucásicas, y en ambos un objeto les tapa la boca. En uno, un niño inclina un cuenco vacío hacia nosotros: es el gesto inmovilizado en su imploración. En el otro, una niña sostiene un pedazo de cartón donde se ha escrito “I’m hungry”: cuando no se dispone del cuerpo del niño africano, sinónimo del hambre, se necesita un mensaje frontal y explícito para que la imagen nos diga algo [...]





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22.11.21

XV. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




LA DANZA DEL PRIMER OTOÑO
(Notas sobre el cine de Wong Kar-Wai)


AARÓN RODRÍGUEZ SERRANO



The Grandmaster (Wong Kar-Wai, 2013)


[...] Tantos hombres deseando amar, como si ese mismo acto fuera dotador de sentido por sí mismo y ofreciera un extraordinario pago al impedir que nos perdiéramos en el −siempre oscuro, siempre nocturno, siempre musgoso y aterrador− laberinto de la pasión. Como si se pudiera recibir a la muerte con el corazón tranquilo y sin arrepentimiento, como si dejarse caer no fuera un gesto al mismo tiempo político, sexual y biográfico.

De ahí que el cine de Kar-Wai, con esos hombres sufrientes y quebrados en millones de pedazos sean, ahora sí, la fotografía real de todo lo que el cine clásico había escondido bajo la alfombra. Eran monstruos terribles, posibles reflejos de un futuro paralizante que me esperaba a la salida del cine, heraldos de la soledad que traían con su sequedad, su rigidez y su gesto permanentemente torturado una topografía de un mundo en el que, digámoslo claro, no es suficiente con desear amar. No basta.

No bastaba con viajar al faro del fin del mundo ni con tranquilizarse pensando que todo era un ensayo. No bastaba con pedir a la mujer amada, con gran elegancia, que no me mirase. No era posible seguir aguantando los rayos afectuosos de Febe, como si la noche fuera simplemente un territorio para consumir ansiolíticos o para −digámoslo también− seguir esperando que el cine nos salvara la vida.

Y todavía debo decir algo más.

Los hombres de Wong Kar-Wai, especialmente en la segunda mitad de su filmografía, ya han perdido la mitad de su vida en esa telaraña de esperas y fantasmas, crucificados en el Gólgota de un tiempo inútil. Por un lado, el cine está infectado de dulces y jóvenes amantes que atraviesan los veranos de los primeros amores con la falsa seguridad de que el futuro habrá de pagar su fidelidad con la merecida placidez del vivieron felices para siempre. Los hombres de Wong Kar-Wai, al contrario, ya han atravesado el umbral del primer otoño. No les queda tiempo para reiniciar nada que no sea, a la vez, desesperado y definitivo. La caída, como ocurre en The Grandmaster, es inesperada pero evidente, demoledora pero deseada. En el amor se desdibujan las fronteras entre desplomarse, bailar y golpearse…


The Grandmaster (Wong Kar-Wai, 2013)


…pero es precisamente ahí, en el vacío, donde emerge la posibilidad misma del fluir, de flotar, y por lo tanto, de mirar −ahora sí−, precisamente donde no podían hacerlo los amantes de Deseando amar.

Mirar fijamente hacia el centro de los ojos del deseo, clavarse allí donde el cine deposita el reflejo de sus imágenes. Saber que no existe una luz más abrasadora que la de un proyector o la de un faro.

Únicamente en el caer se escribe la posibilidad de un futuro. Únicamente en el caer se pueden romper las raíces, los cimientos, las vigas maestras.

Hace muchos años, cuando todavía hacía teatro, recuerdo una conversación en la que un coreógrafo me confesó: “Lo más importante para saber bailar danza contemporánea no es mantener el equilibrio, sino saber cómo dejar caer el cuerpo” [...]





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21.11.21

XIV. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




EYES WIDE SHUT, LA NOCHE ENMASCARADA


MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ


Eyes White Shut (Stanley Kubrick, 1999)



La primera imagen de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) encuadra un plano lejano y fijo en el que vemos de espaldas el cuerpo perfecto de Nicole Kidman, mientras se desprende ante el espejo de un vestido bajo el que no lleva ropa interior. La película exhibe así intenciones metafóricas, aunque el sentido de sus metáforas sea esquivo y enigmático. 

Desde ese instante, sin contemplaciones ni distracción alguna, se nos sugiere que la película tratará de personajes que se obligan a contemplarse desnudos ante las imágenes, deformadoras en ocasiones, que los espejos les devuelven. 

Solo un rótulo de contundente tamaño, con el título de la película, separa ese plano fijo de otro en movimiento que acompaña al doctor Hardford (Tom Cruise) por las estancias de su confortable y elegante piso. También la primera vez que lo vemos a él es de espaldas. Mira por una de las ventanas, como si fisgoneara algo que ocurre en la calle, lo que nos adelanta el tortuoso camino que lo conducirá desde los protectores interiores neoyorquinos hasta las calles invernales, frías y desapacibles, en las que buscará experiencias novedosas para su moral pacata. La iluminación que se filtra del alumbrado exterior es azulada, gélida, impotente, aunque enmarcando el cuadrado de la ventana, como un convenido escenario doméstico, hay una cortina roja, recogida a los lados con alzapaños. Un momento antes hemos visto el cuerpo de su mujer acariciado por una luz rojiza. El cromatismo esencial sugiere las pulsiones respectivas de la pareja y la distancia simbólica de su relación. 

En esas primeras escenas, Kubrick dispone detalles en la puesta en escena que interrelacionan, que encadenan a los dos miembros del matrimonio. En el citado primer plano de la película, a los pies de la señora Harford, extrañamente colocadas para que las veamos aunque parezcan pasar desapercibidas, hay dos raquetas apoyadas en la pared, junto al espejo, con empuñaduras de distintos colores que nos hacen pensar en un mundo de aficiones compartidas, en el triunfo de una armonía doméstica. El doctor Harford, por su parte, busca su cartera en distintos muebles y le pregunta a ella, a voces: ¿puede su mujer darle lo que él necesita? Poco después, ambos comparten baño, vestidos de fiesta. Ella está sentada en el inodoro, limpiándose entre las piernas con papel higiénico, lo que introduce matices terrenales en su aprendida sofisticación de clase acomodada. 

Lo primero que hemos visto son los ritos del matrimonio. 

Y los dos, tras dejar a su hija a cargo de una niñera, abandonan juntos el apartamento, bellos y dominadores de la escena: un matrimonio perfecto dispuesto a deslumbrar en la fiesta de los Ziegler y a lucir su exitosa conexión conyugal. 

Eyes Wide Shut saqueará toda esa confianza mutua y dejará a sus personajes a la intemperie. Durante una profunda noche interior, el doctor Harford −modelo de frialdad profesional, que nunca confundiría el trato a sus pacientes con el deseo, aunque no tardamos en intuir que es igualmente gélido en su vida marital− recorrerá las calles de Nueva York y vivirá distintas situaciones sexuales, que él buscará sin llegar a quererlas, de las que se alejará siempre cuando por fin le son ofrecidos los placeres que conllevan, en un repetido rechazo de la tentación quimérica, del cáliz pecaminoso, porque la noche del doctor Harford no es oscura, del alma, sino un rito teatral con el que busca la voladura controlada de su matrimonio, la escenificación masculina de la acusación marital, el «tú lo has querido» y «los celos me llevaron hasta aquí». 

Sentimos un placer fáustico cuando se nos da la oportunidad de seguir de cerca a un personaje en un viaje nocturno. Que hunda su cuerpo en aguas fangosas y que siete plagas agujereen sus camisas de seda. Podemos asistir a su degradación sin que nada de la suciedad que a él lo ahoga llegue a provocar un mínimo temblor en nuestra respiración. 

Nos encanta acompañar la ruina [...]





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20.11.21

XIII. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




CUÁNTO DE LOCO PUEDE SER EL AMOR LOCO


PABLO PERERA VELAMAZÁN


Fragmento de papiro con un poema de Safo



Nosotros tratamos de extraer del amor todo tipo
de posesión, toda identificación, para devenir
capaces de amar. Tratamos de extraer de la locura
toda la vida que contiene, pero odiando al mismo
tiempo a todos los locos que no cesan de matar
esa vida, de volverla contra sí misma.

Gilles Deleuze



Eros dulce y amargo (1986). Así se titula el libro donde Anne Carson expone cómo en la poesía lírica arcaica griega el amor es una “experiencia disolvente”. El amante, al que Eros convierte en un trozo de cera, le hace vulnerable, se derrite en el contacto del otro amado, siempre intempestivo, siempre inesperado, después de todo, siempre no querido. Desde luego, este deshacerse en el contacto del otro, este no poder seguir siendo el que se es, el que se debe ser, se presenta también acompañado de una sensualidad que lleva al límite mismo de la vida, allí donde desde la muerte también se nace. Pero, por ello mismo, el arrebato del amor no deja de ser experimentado como una amenaza, eso sí, enternecedora. “Los poetas griegos también aprenden algo sobre su propio yo, limitado por el esfuerzo de resistir” a su disolución en la experiencia erótica, afirma Carson. Y recuerda las metáforas que acompañan la presencia de Eros en los restos que se conservan de esta poesía: metáforas de perforación, trituración, abrasión, mordedura, desmenuzamiento, escisión, envenenamiento o quemadura. Es en esta “crisis de contacto” con el amado donde el amante que se trama en el poema erótico aprende a valorar la entidad limitada del yo, al perderla. El “descubrimiento del espíritu” que se señala en estos poetas arcaicos no es comprensible al margen de una sensibilidad extremada hacia la vulnerabilidad que siempre nos acompaña ante la presencia del otro al que no tenemos más remedio que amar. Esta forma de aparecerse Eros, tan dulce y amargo a la vez, es la propia, y esta es una de las tesis principales de su obra, de una cultura ya alfabetizada donde la escritura ha revolucionado las técnicas de composición literaria en el estudio de momentos precisos de la vida cotidiana. El amor es uno de ellos, mientras que la vida pública se reconocía en las Polis. Las culturas alfabetizadas no perciben ni piensan ni se enamoran de la misma manera que las culturas orales que las preceden, afirma Carson. Y si el estado de alerta ante lo que sucede, el intercambio fluido con el medio ambiente de impresiones y respuestas sensoriales del cuerpo es determinante para la comunicación oral de nuestros estados, cuando un individuo lee o escribe debe aprender a controlar las respuestas del cuerpo e inhibir las aportaciones de los sentidos, para así concentrarse mejor en las palabras escritas. “La formación alfabética incrementa la conciencia de los límites físicos personales y el sentir estos límites como recipientes del yo”. Es por ello que el amor, para quienes se deciden por el autocontrol, esa emoción súbita y poderosa que invade el cuerpo del que ama, esa vulnerabilidad que expone absolutamente al otro, es la experiencia límite donde esta nueva poesía encuentra su registro más propio. Lo que el amante necesita en el poema es hacer frente al amado sin ser destruido por él.

De nuevo Eros que desata los miembros me hace estremecerme,
esa pequeña bestia dulce y amarga, contra la que
no hay quien se defienda.

(Safo, Fragmento 130)

Es en la misma escritura del poema donde esa dulzura amarga que Eros trae consigo puede ser experimentada sin que el sujeto acabe disuelto en ella. El poema como un antídoto contra su mordedura, contra su veneno, su abrasión, su quemadura, su escisión. ¿Qué es lo que desea el amante del amor?, es la pregunta donde el poeta lírico encuentra el sentido de su trabajo. Porque lo que tiene es evidente: una herida provocada por la irrupción catastrófica del amado, ese otro que nunca puede ser yo, donde toda postulación de identidad se deshace. Pero en este puro desangrarse de uno mismo en la alteridad que nos destituye, el poema debe escribirse, y debe escribirse, a través de la mediación misma de Eros, como el encuentro consigo mismo en medio de la disolución. Es en ese movimiento donde Eros se presenta también como el camino de retorno del amado, siempre tan inaccesible, siempre tan irrenunciable, al amante transformado, lo que se desea. Pero en ellos, en estos poetas arcaicos, este camino no se cumple, y no porque su conclusión sea la imposibilidad de no concluir, que no es así, sino porque solo dan testimonio de cómo el espíritu se desangra por las heridas infligidas por la negatividad del otro. Por eso son tan buenos sus poemas, dice Carson. Representan el primer arrebato literario que emanó del uso del alfabeto, todavía en el contexto del dispositivo oral, explorando en sus mismos poemas, y en relación con el amor, qué clase de cosas son escribir o leer, hacer un poema. Con la extensión de la alfabetización por toda la cultura griega, con la aparición de nuevos géneros como la novela o la filosofía, la cuestión se fue haciendo aparentemente más sencilla [...]





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19.11.21

XII. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




DEMASIADA' MUJER-ES
La femme feu en Ema (Pablo Larraín, 2019)

SHAILA GARCÍA CATALÁN


Ema (Pablo Larraín, 2019)



Hay fuego en casa. Mi padre ha acudido a mi alcoba
 a despertarme y está en pie al lado de mi cama. Me visto
a toda prisa. Mamá quiere poner aun a salvo el cofrecito
de sus joyas. Pero papá protesta: ‘no quiero que por causa
de su cofrecito ardamos los chicos y yo’. Bajamos corriendo.
Al salir a la calle despierto. 

Sigmund Freud, Fragmento de análisis
de un caso de histeria (caso Dora), 1905.



Si volvemos sobre la historia de nuestras imágenes podemos releerla con otros ojos y advertir, desde otra posible lectura, que los hombres caen o hacen caer y las mujeres arden o hacen arder, como si se invirtiera esa iconografía de los hombres belicosos y las mujeres caídas −desde la lánguida Ofelia de Millais (1852) hasta las histéricas de la Salpêtrière. ¿Acaso podemos olvidar ese cine en llamas de Malditos bastardos (Inglourious Bastards, Quentin Tarantino, 2009) con el que Shosanna trata de des-escribir el horror y el odio en la Historia? A lo largo de esta las mujeres se han situado en el lugar del objeto de intercambio, el objeto de deseo, el objeto de deshecho, el objeto perdido. 

La violencia como forma coercitiva de ejercicio de poder será siempre un signo de la impotencia para sostener una palabra verdadera. En el caso de la violencia ejercida contra las mujeres −ya sea por los hombres, por las instituciones, por los Estados o por otras mujeres−, esta impotencia es correlativa de la imposibilidad de escuchar la palabra del sujeto femenino, pero también de escuchar lo femenino que hay en cada sujeto. (2) 

2. BASSOLS, Miquel, Lo femenino, entre centro y ausencia, Buenos Aires: Gramma, 2017, p.147.

Si durante tantos siglos se ha intentado domesticar lo femenino es porque se presenta éxtimo tanto para hombres como para mujeres. La pluma de Pilar Pedraza lo desliza así: 

Siempre ha sido muy cariñoso conmigo, aun temiendo algo oscuro y profundo que hay en mí. Eso no le ha impedido amarme. […] Él nunca ha sabido lo que temía; yo, sí: mi feminidad. (3)

3. PEDRAZA, Pilar, La pequeña pasión, Valencia: Tusquets, 1990, p.65.

Las iracundas diosas y las monstruosidades mitológicas, la femme fatale, la bruja, la máquina y otras criaturas del fantástico son formas de condensar y dar forma a aquello extraño al goce femenino, unas veces para rechazarlo, condenarlo, pero muchas otras tratar de cernirlo y tratarlo. Lo femenino es lo que se ha querido extirpar, silenciar porque siempre parece en demasía. Decía Lacan: “creo en el goce de la mujer, en cuanto está de más”. (4) Lo que está de más, parece que sugiere lo que debería no estar, pero eso implica más bien que se experimenta en demasía, como un exceso, algo díscolo y deslocalizado, sin un borde claro, que, por tanto, angustia. En cualquier caso, esto no es óbice para dejar de escucharlo. 

4. LACAN, Jacques, Seminario 20. Aún (1972-1973), Buenos Aires: Paidós, 2006, p.92.


Corteza (1955) y Banda sin fin (1956), M. C. Escher



Precisamente Freud descubrió el inconsciente e inventó el psicoanálisis dando un lugar a los dichos de las histéricas cuando lo femenino había sido relegado hasta entonces a un lugar entre lo sagrado y lo demoníaco. Solo algunas podían ir sangrando sus verdades y bordando sus “heridas abiertas” (5) en los diarios íntimos que, como analiza Begoña Méndez, les permitía aceptarse como cuerpo extraño. Freud acabaría confesándole a Marie Bonaparte: “la gran cuestión que ha quedado sin respuesta y a la que yo mismo nunca pude responder, a pesar de mis treinta años de estudio del alma femenina […]: ¿qué quiere la mujer?”. (6) Seguimos explorando esa pregunta. En pleno auge de movimientos sociales feministas y la emergencia en el cine de voces femeninas –lo dice Pilar Palomero en Las niñas (2020), travesía desde un canto callado a un canto decidido–, C. Tangana lanza Demasiadas mujeres. Recuperando sonidos de otro tiempo y viejos tratos que aún persisten –“la forma que tengo de amarla tan mal, mi manera de huir, que no puedo parar”–, destaca la demasía que hay en la mujer sobre un fondo de ausencia –“No me puedo olvidar”, “No la’ he vuelto a encontrar”. La finísima ironía de El madrileño se alinea con aquel entre centro y ausencia que Lacan señaló para abordar lo femenino, tomando la expresión del poeta Henri Michaux. (7) M. C. Escher retrató a su mujer como Corteza (1955), imponente pero vacía. Pero quedó disconforme porque un cabo quedaba suelto y se incluyó para enlazarse dando lugar a una Banda sin fin (1956), figura topológica útil a la matemática, al psicoanálisis y al cine –especialmente el de David Lynch– para representar sin la tiranía del imaginario. Aún así, el cine insiste en captar ese goce que siempre está en demasía, y a la vez, se siente en otro lado y se escabulle a toda representación. En las siguientes páginas trataremos de desarrollar esto que precipitadamente hemos avanzado: mientras el goce masculino cae, y la mujer en su posición fálica (masculina) arde, el radical goce femenino ahoga o se ahoga. Como decía el tan recordado Oscar Masotta: “la mujer es más recóndita que el camino por donde en el agua pasa el pez”. (8)


Gotta light?

Apuntaba Eugenio Trías que “Scottie es el mismo cine andando” tras Madeleine en Vértigo: de entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958). Desde luego, ella moviliza el relato porque creemos que contiene un misterio último. Sin embargo, Scottie tampoco quiere saber qué quiere ella. La imagen de Madeleine es una imagen fascinante porque no habla, porque huye, porque [...]





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