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15.10.19

VII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El éxtasis de las muñecas
Ginoides, hologramas y muñecas anatómicas

Rubén Martín



En uno de los diálogos de Ghost in the Shell II: Innocence (Mamoru Oshii, 2004), un hacker llamado Kim que ha transferido su conciencia a diferentes cuerpos cibernéticos parafrasea el texto de Heinrich von Kleist en Sobre el teatro de marionetas:

“No puedo comprender a los que quieren introducir un alma dentro de una muñeca e imitar a un ser humano. Si existiera un muñeco perfecto, sería de carne y hueso pero carente de ‘espíritu’. Un cuerpo inquebrantable debatiéndose al borde del colapso. Los humanos son inferiores a las muñecas, en su belleza externa y en sus movimientos. No: incluso en su misma existencia. Las limitaciones de la percepción humana hacen que la realidad esté incompleta. La perfección reside en no tener conciencia o en alcanzar una conciencia infinita. En otras palabras, solo está al alcance de muñecos y de dioses”.

La trama policíaca del filme se desenvuelve a partir de una transgresión herética de esta filosofía. Las ginoides, muñecas robóticas destinadas al sexo con humanos –diseñadas con evidentes guiños a la Poupée de Hans Bellmer–, resultan atractivas a sus compradores porque hay un “alma” humana dentro de ellas: niñas secuestradas por la yakuza, cuyas conciencias son ilegalmente transferidas y atrapadas en cuerpos artificiales. Una práctica aberrante que lleva consigo el germen de su destrucción, pues provoca en última instancia la rebelión de las ginoides contra sus dueños, como un grito de auxilio de su interior humano. Desde el punto de vista del hacker, esta búsqueda de la muñeca perfecta estaba errada desde el principio. Contaminar la perfección de la muñeca con una conciencia humana sería una blasfemia. Añade Kim:

“Aún hay otra forma de existencia equiparable a muñecos y dioses: los animales. La alondra de Shelley está henchida de un goce profundo e inconsciente. Un goce que las criaturas con una fuerte autoconciencia, como nosotros, nunca experimentaremos. Para los herederos de los que comieron del fruto de la percepción, es algo aún más difícil que convertirse en Dios. No les queda otra opción que simular estar muertos transformándose en muñecos”. 

Las muñecas como ángeles terribles cuya mirada contempla el Absoluto y nos recuerda dolorosamente la pérdida de la inocencia edénica, las constricciones de nuestra vida consciente. Percibimos así que el “mundo interpretado” (gedeuteten Welt), como lo llamaba Rilke en su primera elegía, el mundo del lenguaje y la autoconciencia, ha mutilado la posibilidad de alcanzar aquel éxtasis. Su búsqueda se verá inevitablemente confundida con la búsqueda de la muerte, con la fulgurante destrucción del cuerpo y/o el intelecto. Un devenir-inanimado [...] 










   



7.12.15

XV. LA SUPERVIVENCIA. HERRAMIENTAS MÍNIMAS - REVISTA SHANGRILA Nº 25.




 Antoine d'Agata




(...) Aquel que detenga la mirada en una de las páginas de Anticorps [Antoine d'Agata], abierto este vasto volumen al azar, probablemente encontrará una imagen desenfocada, “movida”, de uno o más cuerpos desnudos cuyos límites se desintegran o confunden, el rostro borroso o distorsionado en una mueca animal (dientes que parecen prolongarse fuera de la mandíbula, facciones desencajadas o irrealmente relajadas), una tensión infártica tras la cual ni siquiera hay el contrapunto geométrico de las pinturas de Bacon sino una completa oscuridad, o acaso una mugrienta e indistinta habitación, interiores degradados, carentes de contexto reconocible, un no lugar cualquiera. Quizá los cuerpos se traben en un vértigo de piernas, brazos, sexos, como una araña monstruosa; quizá una aguja cuelgue de la piel que apenas contenga los huesos del costado, afilados o informes o elásticos; quizá una de esas figuras sea la del propio fotógrafo, aprisionado en el encuadre y penetrando con total explicitud anatómica a una mujer, o envuelto en el vapor del crack, o inyectándose heroína. La plasticidad y la precariedad del cuerpo, el cuerpo reblandecido, comerciado, degradado o sublimado, los cuerpos de la droga y el orgasmo, los instantes en los que el rostro desvela su animalidad, su mandíbula interior, su anonimato íntimo. Ante cada imagen las impresiones se agolpan con violencia en el espectador, sin mediación racional posible: repugnancia, asombro, enmudecimiento, tristeza, fascinación, repulsa moral, tal vez una culpable excitación sexual (...)


  "Sobrevivir (en) los márgenes",
Rubén Martín
en La supervivencia. Herramientas mínimas

Revista Shangrila nº 25





XIV. LA SUPERVIVENCIA. HERRAMIENTAS MÍNIMAS - REVISTA SHANGRILA Nº 25.





LadoniArtour Aristakisian, 1994



(...) Las imágenes, gastadas, rugosas, pertenecen a un suburbio de Kishinev, Moldavia. Un anciano se santigua con los dos muñones de sus manos; un hombre con la expresión desencajada intenta calar un cigarrillo recostado en el asfalto, entre espasmos; una anciana arrastra una caja, no sabemos adónde, su espalda está tan torcida que casi forma un ángulo recto con sus piernas; un niño bebe en un cuenco el agua de la lluvia, con ojos febriles que miran al objetivo. 
Los rostros enloquecidos de los mendigos, sus cuerpos derrengados, ocupan la pantalla con un silencio extático o un atareamiento incomprensible, como el de las formas de vida más primarias al ser contempladas al microscopio por un espectador profano. No hay sonido diegético: solo una voz en "off", cuyo monólogo nos guía por las terribles vidas de estos seres solo para extraviarnos aún más. Se adhiere al mutismo de las imágenes con una violencia moral e intelectual insólita: “Empezarás a hablar más tarde cuando la gente haya agotado todas las combinaciones de palabras, y consumido su propio lenguaje. Ese será el momento en el que hablarás (…). Mientras tanto, observar a la gente los hundirá en tu silencio. Llegará el tiempo en el que la gente extraerá nuevas palabras de tu silencio. Completamente nuevas” (...)


  "Sobrevivir (en) los márgenes",
Rubén Martín
en La supervivencia. Herramientas mínimas

Revista Shangrila nº 25