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3.5.24

y XVII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



CODA
A BIGGER SPLASH
[fragmento inicial]

Olvido Marvao


David Hockney, A Bigger Splash, 1967




Se quitó la escafandra, 
porque esta vez era cuerpo a cuerpo. 
El casco de metal, el traje de goma, 
las botas lastradas con plomo, 
el gorro de lana debajo del casco.  
La culpa, la vergüenza, el pánico. 
La escafandra pesaba de tanto penar, 
de tanto peso anclado en la cabeza.  
Treparse a ese trampolín había sido 
la tarea de una vida entera. 
El cielo era turquesa como el agua, 
los dos estaban límpidos y quietos. 
El corazón se le salía del eje, 
de tanto viento en el corazón. 
El corazón latía a contracorriente. 
De ninguna mano se puede saltar, 
de ninguna sombra. 
Hay que soltarlas todas
para hacerse un lugar en esta tabla
que sale de abajo, bien de abajo,
que corta el paisaje en diagonal, 
como un acto de voluntad,
una bengala, una ceremonia de clausura. 
Los dos palmeras están tiesas, enfrente. 
La silla de exterior está vacía.
Enfrente la casa no se mueve, 
no se mueve el borde prolijísimo de césped. 
Enfrente nada cambia, todo es horizontal,
no se derrumba, no tiembla, no envejece.
Se miró los pies, como si no fueran suyos. 
El silencio era intenso y colosal, 
como si precediera un apocalipsis, 
una hecatombe o una invocación. 

[...]



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24.4.24

XI. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LO BELLO Y LO TRISTE
ACERCA DE LA NOCHE DEL CAZADOR (CHARLES LAUGHTON, 1955)
Y LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET (FRITZ LANG, 1955)
[fragmento inicial]

Mariel Manrique






Desconfiad de los falsos profetas que se cubren
con pieles de cordero pero que en su interior
son fieros como lobos. Por sus frutos los conoceréis.

Mateo, 7: 15-23
Versículo leído por Lillian Gish a un círculo de niños 
al inicio de La noche del cazador,
sobre el fondo de un cielo estrellado. 



Se supone que hay un momento de la vida en el que se produce el tránsito de la infancia a la adultez, el “coming of age” de los cuentos infantiles o las novelas de aventuras. El falso predicador Harry Powell tenía escrita, en los nudillos de su mano izquierda, la palabra HATE (“ODIO”). Un nudillo para cada letra. Y la palabra LOVE (“AMOR”) en los nudillos de la derecha. Entrelazaba los dedos y hacía combatir las manos como animales salvajes, para ilustrar la lucha entre esas dos pasiones en una especie de hipnótico número circense. Pero era un embaucador. A él solo lo animaba una de esas pasiones en combate: el mal, el mal absoluto. Cómo sobrevivir al mal absoluto siendo niño quizá sea el tema de La noche del cazador (1955), basada en la novela homónima de Davis Grubb (1953), única e inclasificable película del actor y dramaturgo Charles Laughton, su epifanía, su one-hit-wonder.

Powell mataba viudas para hacerse de su dinero (un fajo de dólares escondidos en un azucarero, por ejemplo) y entablaba conversaciones cínicas con Dios en las que le agradecía que siguiera dándole la oportunidad de acumular billetes para divulgar su prédica. “No te preocupa que mate”, le decía a Dios. “Tu libro está lleno de muertos”, remataba, mientras conducía un auto robado por una ruta de West Virginia, en plena Gran Depresión. Por el robo del auto fue tres meses a la cárcel de Moundsville, donde conoció a Ben Harper, condenado a la horca por asesinar a dos empleados de banco para hacerse de un botín que pusiera a sus hijos a salvo de la pobreza. 

“Estoy cansado de ver a los niños vagando por los bosques buscando qué comer, durmiendo en coches viejos y abandonados, ateridos de frío. Me prometí que los míos no pasarían por eso”, le contó Harper, hablando con las palabras que James Agee había imaginado en el guion, el mismo James Agee que con el fotógrafo Walker Evans había recorrido durante ocho semanas Alabama para la revista Life, en el verano de 1936, para dejar constancia de la extensión pavorosa de la indigencia americana bajo el título Let Us Now Praise Famous Men (1941). Powell asedió a Harper en la celda para que le revelara el escondite del “tesoro”, pero no consiguió arrancarle una palabra (Harper llegó a ponerse un calcetín en la boca para no hablar en sueños). Perseguido por la policía a la salida del banco, había entregado el dinero (diez mil dólares) a su hijo mayor, John, antes de que lo arrojaran al suelo, lo esposaran boca abajo y se lo llevaran para siempre. 

“¡No! ¡No! ¡No!”, gritó John, que apenas tendría siete años, mientras se llevaban a su padre y él, azorado, se llevaba las manos al vientre. Dos cosas le había jurado a su padre cuando lo vio por última vez: que siempre cuidaría a Pearl, su hermana; y que nunca le diría a nadie adónde habían escondido su fortuna. En busca de un lugar imprevisible, Ben Harper había decidido que un buen sitio sería el interior del cuerpo de tela de la Srta. Jenny, la muñeca inseparable de Pearl, la hermanita menor de rizos desprolijos y ojos muy redondos. John cumpliría su juramento hasta el final, y en el proceso hasta ese final se haría hombre. Hombrecito. Huérfano y en la miseria, solo de toda soledad. 

El proceso fue el acercamiento progresivo e implacable del falso predicador hasta la casa de los niños; la seducción perversa de su madre, Willa Harper, empleada en la modesta heladería del matrimonio Spoon, a la que le colonizó la cabeza con sermones acerca de la corrupción del dinero y la culpa de gastarlo, en rituales de purificación en los que Willa terminó arengando en éxtasis al pueblo, antorcha en mano; la mentira acerca de que Ben Harper le había pedido que cuidara de ellos y le había contado que el dinero estaba en el fondo del río Ohio (y la lectura inmediata en el rostro purísimo de John de que por cierto el dinero nunca había estado allí); la boda con Willa y la negativa de Powell a consumar relaciones sexuales en nombre de un puritanismo exacerbado (y una sexualidad reprimida que sin embargo no le impedía la asistencia a espectáculos pueblerinos de striptease, mientras pensaba en cuánto odiaba a esas mujeres que se contoneaban, esas cosas perfumadas, perezosas y de cabellos ondulados, y retorcía en su bolsillo, hasta perforarlo, el cuchillo que llevaba siempre consigo, como un segundo falo); el inicio de un asedio despiadado a los hermanitos para que confesaran el escondite del tesoro; el asesinato de Willa al descubrir que ella finalmente se había dado cuenta de la cacería desplegada contra sus hijos; el ocultamiento del cadáver en el fondo del río, atado al asiento de un viejo Ford T; la nueva mentira, entre sollozos histéricos en la heladería de los Spoon, de que Willa los había abandonado en ese auto tras haber sido descubierta bebiendo aguardiente a escondidas en el sótano; y la fuga de los niños de la casa hacia donde decidiera llevarlos la averiada barca de su padre, reparada por un viejo, pobre y solitario pescador del pueblo, Uncle Birdie.

Cuando el anzuelo en el extremo de la caña de pescar golpeó una superficie metálica en la parte más profunda del río Ohio, Uncle Birdie se inclinó sobre el agua transparente y vio. Vio el cuerpo inmóvil de Willa atado al auto, sus cabellos sueltos y blandos flotando en esa nocturnidad como la hierba en la pradera, y el corte quirúrgico del cuchillo en la garganta, como una segunda boca. Se emborrachó y lloró desconsolado. Llevaba grabada en la existencia la máxima de que el hilo se corta por lo más delgado y asumió que lo culparían del crimen. 

John Harper había asistido al primer movimiento que lo expulsó de la infancia cuando arrestaron a su padre. No asistió a este segundo movimiento, a esta orfandad subacuática (Charles Laughton se lo ahorró y nos lo regaló desplegado como un naufragio en cámara lenta, en toda su tortuosa hermosura, solo a nosotros, sus espectadores, con Willa –Shelley Winters– convertida en una muñeca de cera, una bella durmiente definitiva), que bien puede considerarse una moneda de dos caras: en el reverso, Willa duerme en su descenso de muerte, acunada por la flora marina, ajena en su burbuja a los larguísimos juncos que flamean a su alrededor, como el velo vegetal de esa novia que no pudo ser; en su anverso, John se trepa a la barca junto a Pearl para huir del Mal, el falso predicador de traje, sombrero y alzacuello, con la apostura un tanto letárgica e increíblemente sexy de Robert Mitchum, que parece ya entrenando para ser Max Cady, el ex presidiario psicótico de Cape Fear (Cabo de Miedo, J. Lee Thompson, 1962). Mientras los niños ponen la barca en movimiento, Powell irrumpe y avanza, enorme y oscuro como un Frankenstein, y se queda gritando su impotencia como un poseso, con el traje puesto y el cuchillo en la mano, una suerte de boogeyman sumergido hasta el pecho en el agua bordeada de sauces. La barca emprende su viaje sin mapa con sus dos tripulantes y la muñeca a bordo, en una noche de cuento tachonada de estrellas.


[...]



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15.4.24

IV. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



GIACOMETTI, EN TRÁNSITO
ENTRE GENET Y ROTHKO
[fragmentos iniciales]


JEAN GENET TOCA UNA ESCULTURA DE GIACOMETTI
HERNÁN MARTURET





“Mamá, te lo voy a decir, mamá… mamá, no volveré a la escuela porque en la escuela me enseñan cosas que no sé”, afirma Ernesto en La lluvia de verano (Marguerite Duras, 1990). Duras dijo en una oportunidad que no comprendía la afirmación de su personaje, aunque creía que podría tratarse del rechazo de Ernesto hacia quienes pretenden imponer ciertos saberes que a uno no le interesan, minando de esa manera la curiosidad genuina. 

Quizá la frase de Ernesto pueda interpretarse como la reivindicación de lo que conoce y del hecho de que considere suficiente dicho conocimiento adquirido. Si esta interpretación es correcta, la frase tendría un significado mucho más radical, pues sería una respuesta al malestar que genera el proceso de secularización e intelectualización al que está sometido el hombre moderno. Si, como advirtió Max Weber, la dinámica del pensamiento moderno está motivada por la búsqueda sistemática de lo desconocido, es lógico que este dinamismo vaya acompañado de una profunda crisis de sentido: no existe un “fin último” para el pensamiento moderno; la verdad que se alcanza es siempre provisoria, contingente, hasta nuevo aviso.  

Además, aunque de manera indirecta, la frase de Ernesto podría referirse al rechazo a la institución escolar como reserva de saberes supuestamente dignos de saberse y a su pedagogía como mecanismo para alcanzarlos. Aquí también contamos con antecedentes críticos en la teoría social, como la crítica de Michel Foucault a los “micro-tribunales” en los que se transforman las instituciones educativas, al otorgar premios y castigos morales, y a los modos de aprendizaje de estas instituciones, basados en un modelo progresivo, ordenado y profundamente jerárquico entre el maestro y sus alumnos.

En El atelier de Alberto Giacometti (1979), Jean Genet describe su experiencia con las obras del artista. Nos dice que las esculturas de Giacometti no representan cosas que no sepamos y tampoco requieren de un manual de instrucciones para ser percibidas de una manera adecuada. 
Sus diosas y cabezas de hombre y mujer (cuyos modelos fueron su mujer Annette y, particularmente, su hermano Diego, modelo y ayudante durante 35 años) están solas allí, en su pedestal, sustraídas a la ley del accidente, equivalentes entre sí.

No hay “restos de tinte humanos” que deban interpretarse –tales como la delicadeza, la tensión o la crueldad–, pues cada obra adquiere su propia belleza por el solo hecho de ser irremplazable, única. “El arte de Giacometti no es entonces un arte social que establece entre los objetos un vínculo social –el hombre y sus secreciones; sino que sería más bien un arte de pordioseros superiores, y tan puros que el vínculo entre ellos sería el reconocimiento de la soledad de cada ser y de cada cosa. Estoy solo, parece decir el objeto, presa entonces de una necesidad contra la que nada puedo. Si no soy más que lo que soy, soy indestructible. Siendo lo que soy, sin reservas, mi soledad conoce la de todos ustedes”.

Según Genet, las esculturas de Giacometti nos colocan ante objetos aislados, en soledad. No sin esfuerzo, advierte, debemos intentar que nuestra mirada recorte ese objeto de su lugar en el mundo, de su función. Si, por ejemplo, logro recortar un rostro del mundo que lo circunda, “entonces esa soledad acudirá a abarrotar de sentido ese rostro, esa persona, ese ser, ese fenómeno. Quiero decir que el conocimiento de un rostro, si pretende ser estético, debe negarse a ser histórico”. Esto también es válido si quiero conocer un perro, o un gato. 

[...]


GIACOMETTI CONVIVE CON MARK ROTHKO
MARIEL MANRIQUE





Muchas tardes, voy hasta el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires y me siento un rato en el suelo frente a “mi” Rothko, el “Rojo claro sobre rojo oscuro” pintado entre 1955 y 1957, cuando Rothko ya estaba en pleno dominio de su etapa “clásica”, la de los enormes rectángulos verticales de colores pintados con la antigua técnica de la veladura, esos campos de color de bordes difusos que se expanden (brillantes, saturados, vivos) o se contraen (oscuros), o hacen las dos cosas al mismo tiempo, que parecen respirar, transpirar, coagular en ciertos puntos nodales, chorrear o llorar, sostenerse apenas. No voy a ver “mi” Rothko para que me enseñe ni me explique nada, voy solo para que me muestre lo que ya sé y, en ese conocimiento compartido, me haga compañía, en silencio, que es quizá la forma más alta y pura del amor: hacerse compañía sin pronunciar una palabra, como la compañía que nos hace un animal desde la sabiduría sin fondo de su reino. 

“Mi” Rothko es animal, se mueve lentamente. Apartaría el espacio vacante entre mis órganos perdidos hace tiempo y lo colocaría donde estuvo mi estómago y el aparato que se suele llamar “reproductivo”, hasta que las cicatrices de esa pintura coincidieran con las mías, porque nunca he sido tan bien radiografiada. He llegado a pensar que “mi” Rothko calzaría exactamente con mis vísceras, que si el óleo con su sangre dispar transmigrara a mi cuerpo la fusión sería casi perfecta. Casi, porque no hay líneas rectas ni ángulos incólumes en Rothko. No hay una forma pintada y velada y vuelta a velar de una vez y para siempre. No solo porque sus cuadros son enormes e invitan a entrar en ellos para desestabilizarlos, o desestabilizarse, no solo porque su propósito declarado es la intimidad y su superficie última está determinada por el pacto con los ojos de quien mira. Es sobre todo porque Rothko nunca está quieto, como si fuera un raro organismo nacido de los desgarros de la psiquis, porque zurce esa psiquis mientras se metamorfosea, porque late y babea y envuelve mis trepidaciones mentales como la veladura de su técnica, avanza sin moverse de su sitio e inevitablemente toma posesión. 

Tampoco yo necesito moverme para que me invada, solo tengo que mirarlo, como si lo digiriera o lo gestara, esa primera actividad en la que me reeduqué para ralentizar mi masticación como un rumiante y esa segunda actividad que aprendí a expandir y a reconocer en ciertos campos, en los que me olvido de mí misma y me mareo, me disocio y me voy a otra parte. A Rothko me lo como en cámara lenta, voy pariéndolo en horas de transmutación. Mientras lo miro, me entrego y no ofrezco resistencia. No tengo que tocarlo, tampoco, y no solo porque en los museos esté prohibido. Practico con “mi” Rothko un ritual tántrico en el que desde el primer momento aspiro a disolverme. No voy a verlo para sufrir. Voy para cesar, para dejar de existir, para ser un rojo claro sobre un rojo oscuro, algo así como un exaltación o un pulso vital derramado sobre un carro fúnebre, que persiste en emitir sus últimos destellos. Porque Rothko jamás se oscurece del todo. Nunca se evade o se retira a una noche infranqueable, no se amuralla ni se alisa hasta endurecerse y volverse rígido y opaco. De este lado, que es la pura superficie de Rothko porque ni en él ni en nadie más ni en el mundo entero hay otra cosa que no sea pura superficie, de este lado Rothko sobrevive, deshecho en el óleo que eligió para transfigurarse. 

Mientras lo miro no sueño con serpientes ni con Atlántidas ni con revoluciones. Me dejo ir, me dejo llevar y espero que el puerto de arribo, que el proceso mismo, sea la nada. Es como si flotara hacia Rothko, boca abajo, exhausta. Como si algo en el cuadro tirara de mí, o su respiración fuera un susurro, un canto de sirenas. Soy un manojo de arterias y tendones, un puñado de huesos gastados, una mujer sin himno ni banderas, sin hijos y sin nombre, un cuerpo anónimo que fue a mirarse a un Rothko que es su espejo de rojos sobre rojos. Si pudiera descomponerme en estos óleos, en sus pigmentos y su trementina, impregnarlos, penetrar el soporte, apoyar la cabeza en sus radiaciones apenas perceptibles. Recostarme y deshacerme. No vengo a traficar, a exigir una respuesta, a abismarme para encontrar tesoros. No hay tesoros abajo, no hay abajo. Vengo a reconocerme más allá del jardín del bien y del mal,  a lamerme los huecos de las bombas, como un perro, a deponer toda noción de control o de soberanía. No soy nada, nunca seré nada y no tengo ni quiero tener en mí ninguno de los sueños del mundo. Simplemente quisiera dormir, entrar en el sueño como se entra al agua, como quien entra a un color, un rojo-Rothko.


[...]



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4.12.23

NOVEDAD: "ALGUNAS PERSONAS SON HERMOSAS. ENSAYOS SOBRE ARTE Y LITERATURA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023

 


380 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-9-4


Stefano Maderno y su Cecilia de Roma, Bernini y su Santa Teresa en éxtasis, las cosas que tenía en su cabeza Camille Claudel; las chicas pintadas por Modigliani, el gabinete de curiosidades de Remedios Varo, los colores según Yves Klein; un avión extenuado de Anselm Kiefer, Bas Jan Ader (cayendo), los catorce perritos de Peggy Guggenheim, una silla Panton y el reflejo en una foto de Atget; la crónica roja de Enrique Metinides, una giganta en el Circo Barnum, el búho blanco de Webb y el príncipe feliz de Wilde; los microcristales de Bentley, el país de nieve en Kawabata, el amor secreto de Wyeth.

Las cartas de Charlotte Corday y Feliciano Centurión, los temblores de Sarah Kane y Kurt Cobain; el agua en una tumba de Paestum y en las termas modernas que Zumthor diseñó; el cine según Pasión Rivière; una huella animal en un Rothko doméstico, Andersen y su sirenita descarriada; San Petersburgo y los niños en Dostoievski; Dostoievski según Coetzee; la escritura de Duras y la de Fleur Jaeggy, el amor según Alfred Hayes; Cortázar y una máquina de hacer recuerdos; la gente sencilla de Sherwood Anderson; y una carta de Giovanna Tornabuoni a Cindy Sherman, para que cuente cómo fue. Obreras en la fábrica, migrantes y enfermeros. 

Algunas personas son hermosas. Persisten en su gesto de alumbrar hermosura, esa flor rara que hace la vida soportable. Ejecutan el gesto contra viento y marea. A veces sin saberlo. Célebres y anónimos, frágiles y desesperados. Como un niño sentado en la hierba, con su tapadito negro y su gorro de piel de cazador, miran hacia quién sabe dónde. Solo el que lea sabrá. Porque la hermosura es finalmente de quien lee. Y de lo que ha perdido.     


 

MARIEL MANRIQUE

(Buenos Aires, 1968). Estudió leyes e historia del arte. Ejerció la docencia universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito ensayos sobre literatura y artes audiovisuales, publicados en diversos medios de América Latina y España. Integra el equipo de redacción de la revista española Shangrila y codirige, para Shangrila Ediciones, la colección Contracampo, en la que ha traducido a diversos autores. Publicó los poemarios La constelación de Andrómeda (Crack-Up, 2008), Descartes en Holanda (Paradiso, 2010), Cómo nadar estilo mariposa (Paradiso, 2011), Flores en la boca (Paradiso, 2012), Rehenes (Crack-Up, 2020; Shangrila, 2020) y Hospital Alemán (Shangrila, 2023), el ensayo Magdalena Montezuma. Musa, máscara y muñeca (Shangrila, 2016), y las recopilaciones de textos sobre cine Un proyector en Finisterre. Cine y demolición (Shangrila, 2020) e Invernadero. Cine y resistencia (Shangrila, 2023). 

Este volumen reúne ensayos sobre arte y literatura publicados en distintas colecciones de Shangrila, y material inédito



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10.11.23

y XIV. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




Coda
AY, MARILYN
[Fragmento inicial]


Bert Stern, serie The Last Sitting, 1962 




Nadie sabía que martirizabas
un colibrí de amor entre los dientes. 
Federico García Lorca, 
“Gacela del amor imprevisto”, Diván del Tamarit 



Parecía
que la hubiera mordido un perro.
Era evidente que la cicatriz 
estaba antes de estar.
Ahora se veía. Eso era todo.
Bajo las falsas rosas amarillas,
la cabeza que empuja el pasado,
los párpados que esperan la moneda,
el cuello expuesto al beso y al desgarro, 
las plegarias jamás atendidas, 
la lluvia en los cristales de los orfanatos.
Esa ternura no podía durar.
Hora de desertar, hora de irse. 
Parecía que los dientes
hubieran tironeado sin piedad,
hasta cumplir espléndidamente su tarea.



[...]




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XIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




FUNDIDO EN NEGRO
[Fragmento inicial]
Manuel Merino


Gunnar Smoliansky (Södermalm, Estocolmo. 1970)




A Jesús Rodrigo


Al despedirse, Sigmund Freud le entregó a Virginia Wolf un narciso amarillo. Algo que bien podría parecer un hermoso diagnóstico, una elegante forma de valorar su obra, un gesto más hermético que si ella le hubiera regalado un espejo. Aquello debió suceder poco antes de la última gran guerra y es imaginable la secuencia en que sus manos enguantadas en ante gris celeste recogen de aquella otra, las venas como sarmientos abultados, esas manchas que tanto se parecían a las de su padre en las que ella cuando niña imaginaba islas, mínimos continentes que alguna vez alcanzaría y aquel anillo con un ópalo turbio tan solemne, niebla atrapada en un cristal gastado, con un breve temor a rozarlo. 

Al despedirse, Freud pudo ver cómo ella, en silencio, agradecida, se lo acercaba con lentitud al rostro, no por olerlo sino por compartir su fría humedad de finales de primavera, difuminada en aquella luz vencida por la esfera implacable que les forzaba a regresar a su hogar. 

Como siempre sucede, quedaron en repetir la reunión, continuar la charla, verse de nuevo tras su inminente operación, ya no recordaba cuántas llevaba, tal vez la definitiva, un comentario que recibió encogiendo sus hombros con una mansedumbre gastada, quizás también para entonces la situación en el continente se habría calmado. Sería en Monk’s House, ya en primavera. El jardín estaría precioso para entonces. Leonard también se encarga de eso, es mi otro yo, le dijo antes de subirse al taxi, al verdadero todavía lo persigo. En ese momento Freud tuvo una revelación que nunca confirmó. Tampoco volverían a verse. 

De aquella tarde Virginia conservaba el ritmo entrecortado de esa voz tan ronca que se apagaría el otoño siguiente, su dicción oscura al comentar las quemas de libros o la calma con que le pidió permiso para cambiarse de lugar porque su oído derecho nada oía. También el gesto de inclinarse para arrancar aquella flor cortada que ignoraba haber muerto. Desde entonces había aguardado otros dos inviernos sobre la repisa de la chimenea de su cuarto. A veces ella reparaba en su forma, en su peso minúsculo y su color tan tenue, casi inexistente por contraste con aquel friso de azulejos donde Vanessa había dibujado un velero sobre un agitado mar azul cobalto ante la presencia adivinada de un faro sin linterna, apenas tres líneas que nada ceñían sobre un promontorio afilado.

En aquellos días eran continuos los ataques alemanes a objetivos navales en aguas del Canal y, a veces, despertaba por ruidos imaginados que solo podían ser explosiones trenzadas con voces que parecían llamarla, como esta mañana de lunes en que vuelve a acercarse al rostro aquella flor ya seca pero, como siempre sucede con los recuerdos o los espejos, que a fuerza de repasarlos se vacían, sin brusquedad ni pena la dejará caer sobre la brasa de un fuego vivo que apenas calentaba. 

Aquella otra ceremonia de despedida sucedió igualmente sin ensayo, la habitación todavía estaba a oscuras y ese rápido paso del destello sin ruido a la ceniza la condujo a otro tiempo. ¿Cómo era posible escuchar las voces de los muertos?, ¿con que fuerza podían recrearse en la imaginación con tanta fidelidad? Sabía que leer las palabras escritas de quienes ya no eran provocaba un sentimiento distinto, menos real incluso que aquella fantasía que acababa de sucederle otra vez, aunque también supusiera un umbral, otra salida hacia el encuentro más inevitable.

– No. Esto no sirve. Así no debe ser.


Bruno Ganz en El amigo americano (Wim Wenders, 1977)



Ahora su figura parece dormir, aunque hace tiempo que esa confortable huida también se le niega. Está inmóvil, eso sí, pero no descansa. Ya se ha acostumbrado a ese otro tipo de silencio poblado de palabras en una febril conversación consigo mismo en la que planifica todo lo que ya nunca sucederá. Es su forma de vida. Nada extraño para quien ha alcanzado la vejez. 

Antes, a la edad de ese otro cuerpo satisfecho tan tardío y a destiempo, pero tan definitivo que le abraza y respira tranquilo a la deriva de un sueño que su quietud protege, se exigía el esfuerzo de encontrar el año y el día exacto de algún suceso que le revisitaba en esos ratos ciegos, pero ahora le conforta más la imprecisión por ser su única certeza, de forma que retoma la idea que acaba de llegarle y reescribe mentalmente el inicio de un poema. Quiere hablarle de su vida, acosada ahora por la enfermedad, evocar aquel tiempo feliz de los viajes y el amor que negaban la muerte, del preciso instante en que, sin entender cómo, se encontró ante aquel desordenado descubrimiento del cuerpo, pero solo puede repetir mentalmente una canción final muy corta con la imagen de unas flores de papel inflamadas en el centro del pecho. (1)

1. GIL DE BIEDMA, Jaime, “Canción final”, Poemas póstumos, Madrid: Poesía para todos, 1968.



[...]




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9.11.23

XII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



ALGALIA ENTRE ALGODONES. DEL AMOR DE DON QUIJOTE
UNA FORMA CONSTRUCTIVA DE DESERCIÓN
[Fragmento inicial]
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Don Quijote y Sancho Panza. Ilustración de Gustave Doré



1

Ningún recorrido por la historia de la educación sentimental conseguirá desatar el nudo gordiano del amor. Ironiza Georges Bataille, en un breve ensayo, sobre ese profesor feo (uno no puede dejar de pensar en Sartre) que se refería al amor como una invención francesa del siglo XVII. Pero los franceses, responde Bataille, no hicieron sino inventar un lenguaje y un conjunto de reglas para algo que exige silencio y ausencia de ley.

La reflexión de la que el amor es objeto es en principio la más decepcionante. Ocurre que, en la persona del ser amado, un amor auténtico brinda al espíritu muchos motivos de ceguera. A menudo, la reflexión a sangre fría sustituye con una muy pobre verdad a la visión de la fiebre (…). Así la reflexión profunda sobre el amor es ante todo desencanto. Todo amor inmoderado sería prueba de ingenuidad, y la lección de la sabiduría es el desprecio. (1)

1. Bataille, Georges, El amor de un ser mortal, en Obras Completas, v. VII, París: Gallimard, pp.497-503, traducción de Rodrigo del Busto.

Pascal Quignard, quien reconoce en Bataille a su gran maestro, compondrá sus más bellas páginas alrededor de esta pasión de pasiones, ya se trate de ese fogoso cuaderno de bitácora que es Vida secreta o de apólogos con vocación anacrónica (“En el año 1979 escribí que esperaba que se me leyese en 1640”) como La frontera. Ambos coinciden en su oposición al “principio de razón suficiente”, dogma –a su entender– de la metafísica. Nada sucede sin razón, todo lo que sucede obedece a una causa: dar cuenta de algo consiste –según el principio– en aportar la explicación causal que permita la reconstrucción del caso. Algo, cualquier cosa, lo-que-fuere es el caso a contar y, por tanto, a descontar de la lista de los misterios que han ocupado ancestralmente las noches de la humanidad. 

Hablar de una “serie” de fenómenos, hablar de “fenómenos” simplemente, supone la secuenciación de lo tomado como tal, la inclusión de lo-que-fuere en un orden previo de sentido. Difícilmente el mero hecho de hablar puede renunciar a esta cláusula en virtud de la cual lo-que-se-dice está ya encapsulado y sometido al control de una gramática profunda. Toda la polémica en torno a los llamados “universales”, toda la historia de la filosofía occidental –y aun del pensamiento universal– se concentra en este punto: el hecho de que cuando hablamos, para decir lo-que-fuere, estamos siempre ya suponiendo una constelación de sentidos que articulan y hacen posible la emisión y la comprensión de lo dicho. La palabra es el amén del mundo, el así del sea: el así-sea, el ser-así

Siendo sarcásticos a fuer de sinceros, puede afirmarse que la historia del pensamiento occidental es una pugna entre platónicos inteligentes (los que no confunden al filósofo con un profeta y lo han sabido leer entre líneas: inter-legere) y burdos platónicos convencidos de que la idea de caballo, aunque no relinche ni se ponga rijosa ante la yegua, ocupa su cuadra particular en un mundo preexistente de formas. Mas en lo que aquí interesa, que es hablar del amor y ver si es posible hacerlo sin que lo que se diga quede constreñido en una constelación anterior de sentidos, el burdo platonismo tiene quizá las de ganar. 

Al fin y al cabo nada más burdo que el amor, cuando se cree inteligente.

2

El amor no se dice. Querría el amor evitar las palabras que lo tergiversan y cortan las cuerdas irisadas que afinan la pasión. Cuando un hombre, cuando una mujer se enamora, todas las frases entonan la melodía que ese alumno del instituto Benjamenta (el Jakob von Gunten de Robert Walser) recita secretamente a su señorita. El lenguaje desborda la voz. Una fina lluvia irrumpe desde el suelo en dirección a las estrellas. No es que los objetos desaparezcan y una sola cosa elimine el fondo que posibilita cualquier distinción. Es cierto que “la cosa” se adelanta y permanece divinamente quieta sobre el campo de visión, a la manera del dios aristotélico que mueve el mundo sin despeinarse, pero también el campo se ensancha y las criaturas a las que no se prestaba la menor atención conforman, ahora, un coro irremplazable. 
Las cosas danzan, como si dijéramos, y las briznas de hierba recubren la antigua desolación de un monte quemado. Ya no se está a la espera de ocasiones propicias que pongan la vida a la altura de sus posibilidades. No ha lugar a la espera: el amor des-espera siempre.

El romanticismo tiene en esta desesperanza su motivo principal y su principio de razón insuficiente. A medio camino entre el drama y la tragedia, el espíritu romántico convierte la “des-espera” en desesperación. La perfecta inmanencia del campo de visión hace crisis en el coro; cada criatura incorpora una cláusula angustiosa. “Ante los mármoles Elgin por primera vez”, el espíritu de John Keats, aquel cuyo nombre fue escrito en el agua, se abruma con su peso de sueño no querido. Se desbarata así la alegría del instante y el poeta declama su pena en soledad.

Y cada imaginado pináculo y tormento divino 
me dicen que he de morir
como un águila enferma que mira hacia los cielos.

El romanticismo es la nostalgia de una perduración infinita, lo contrario de una eternidad vacía, la anticipación del fin desde el principio. El deletreo obsesivo de una sola palabra –a cada romántico, la suya– que no llega a completarse. En su acepción popular, el amor romántico incluye esta mezcla de infinitud deseada y ternura, cuya síntesis es la tristeza, tanto más pesarosa cuanto más dulce (quien asume el fin sin tristeza será cualquier cosa menos un romántico, una romántica). Lo nuestro acabará con la traición o con la muerte, que es la forma más fiel –nunca falla– de la traición. Mas no deja de ser un lujo que el amor genere, sin invasiones extrañas, sus propias enfermedades. El portentoso animal construye una jaula y dentro de ella viaja; emplea la fuerza de sus alas para elevarse y presentir desde lo alto (and each imagined pinnacle) la caída por venir. No llora, sino que prevé estupefacto lo que (like a sick eagle looking at the sky) habrá un día de contemplar: a shadow of a magnitude, una sombra de lo inmenso. Lira con las cuerdas rotas coronando una lápida romana, los restos de un joven poeta inglés. El poeta llorón, en cambio, construye metáforas donde basta una interjección. Si en las majestuosas alas del águila reposan nuestros peores presagios, al poeta llorón apenas nos cabe acompañarle en el sentimiento. 

 
3

Como toda manifestación sobrehumana e inútil, el amor combate la psicología. No hay nada de particular en el amor. No hay nada de general. El amor no se dice. 

Solo se dice, en particular, lo que puede ser objeto de una consideración general. El juicio singular del amor se niega a sí mismo. Es un telegrama sin contenido, puro stop sin frase. Cesura que separa los espacios blancos, se dice que el amor no encuentra palabras. No es cierto; las hay a raudales. Lo que el amor no encuentra es el sintagma correspondiente a su campo de visión. El amor tartamudea; le falla la sintaxis. Cualquier discurso sobre el amor está abocado al fracaso, más aún si el que escribe lo hace enamorado. La paradoja del amor consiste en que el enamorado no para de flirtear con las palabras. Compone odas y trata de verter su furia sobre una estructura que la contenga. Como si el silencio imposible, el verdadero silencio inaudito, le obligase a cavar su propia fosa, en la que otros hallarán el cofre de un tesoro universal.

No sabe Amor
Recitar el poema
Que lleva dentro



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XI. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



LA CARRERA DEL DESERTOR
TRAS LAS HUELLAS DE UNOS PASOS EN FALSO
[Fragmento inicial]
Ricardo Baduell



Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011)



Know, good mother, 
I had rather be their servant in my way 
than sway with them in theirs.
William Shakespeare, 
Coriolanus, Act II, Scene I



1
El lazo tendido


“Para mí, cualquier ortodoxia es un desvío”. Así podría hablar un taoísta o aspirante a serlo, al verse confrontado con las solicitudes, ofertas y demandas de una u otra militancia política, social o religiosa. Pero el taoísmo es un devenir y no se nace taoísta, sino a lo sumo con una inclinación hacia esa práctica. Sí se nace, en cambio, de una madre y, en general, dentro de una sociedad empeñada en educar de un modo u otro. El lazo social es ambiguo: cordón umbilical a la vez que cadena, provee al individuo de sentidos dados en potencial conflicto con su propia capacidad de inferir o producir otros. Matriz de discordia y motor del progreso, este disenso origina leyes y dramas, desequilibrios y fundamentos. El valor de un sujeto está determinado, para él así como para quienes se suponen sus semejantes, por su grado de representatividad y autonomía en un tablero que, según las circunstancias, favorece a uno u otro de estos polos, cuyo margen de influencia o predominio crece y se contrae de acuerdo con una medida tan difícil de definir como la que regulaba el fuego para Heráclito. 


2
La ilusión de escapar


“Madre”, dice Coriolano a la aristocrática patricia Volumnia, cuando debe solicitar su voto al pueblo para ser electo cónsul, “preferiría ser su sirviente a mi manera a dominar con ellos a la suya”. Este héroe shakesperiano desciende de la más rancia estirpe romana y se le nota. Hijo de la casa de Marcio, nieto a su vez de Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, fundador de la ciudad, en el trono de Roma, nada más alejado de su posición que la perspectiva o la experiencia de un esclavo. ¿Qué sirviente imagina cuando habla así? Porque se trata, con toda evidencia, de uno imaginario, surgido de su mente y no del pueblo llano al que desprecia por cobarde y voluble, no lo bastante romano, es decir, no lo bastante representativo de la patria y la virtud que se anudan en Roma. Y A mi manera, por otra parte, es una canción que reivindica al individuo y su singularidad, no una llamada al deber. Pero es este acuerdo consigo mismo, aparte de la sociedad que exige otros compromisos, a lo que el héroe del campo de batalla buscará aferrarse después de haber cedido en el terreno político. Es por esa unidad tan ilusoria como el hipotético rol en el que cree que encontraría refugio que se convertirá en desertor. Y esa deserción es posible en todas las épocas. Por eso existe un Coriolano contemporáneo con el rostro de Ralph Fiennes. 

3
El horizonte del soldado


“¡So perro! ¿Es que crees que vivirás para siempre?”. Con tales apócrifas palabras de aliento arengaba Federico de Prusia a un soldado que vacilaba en morir por él, cuyo cuerpo encarnaba a la nación alemana en su visión de déspota ilustrado. Dueño de la razón, ejercía un terrorismo como el que Hegel definiría en el siglo posterior: “la dictadura total del espíritu”. Que se ejerce, fatalmente, sobre la carne y la tierra, objeto desde la era del hielo hasta el calentamiento global actual de todo tipo de abusos y violencias, espontáneos y planificados. La razón de tal dictadura, a la vista de las cicatrices que ha dejado, más que puesta en duda es rechazada de plano tanto por las masas menos reflexivas como por los demócratas más consecuentes: todos los villanos son sádicos con proyectos de este tipo. A la vez, con sus soluciones pragmáticas y consignas simples, que no elaboran un discurso sino que canalizan conductas dentro de una ética sin juicio inadmisible para la conciencia, técnica y autoritarismo ganan adeptos. La crítica es desoída por estos ejercicios de poder, en lugar de prohibida como en el Antiguo Régimen. Los potenciales tiranos no se muestran como tales, sino como tribunos al asalto de un orden caduco. En todo caso, la brutalidad con rostro humano manifiesta en el insulto y la pregunta del rey guerrero ejerciendo su pleno derecho pertenece claramente a otro tiempo. Pacifismo y democracia han ido alcanzando tal grado de legitimidad en las conciencias a partir de la segunda mitad del S. XX que la condición de carne de cañón del reclutado previo resulta impensable para un ciudadano al que la sola idea colma de indignación y de horror. Sin embargo, quizás lo que ocurre en esta breve escena legendaria es que Federico hace un descubrimiento: efectivamente, lo que quiere el esclavo es vivir para siempre, al contrario que aquel que cifra su inmortalidad en la gloria, como Coriolano. La victoria que Hegel le augura está en esa supervivencia, una vez que cada amo haya conquistado su mausoleo. 


[...]




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