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3.9.20

NOTAS DE LECTURA / RESEÑA DE "LA FORMA DE UNA CIUDAD", JULIEN GRACQ, SHANGRILA 2020





Notas de lectura / Reseña del libro
La forma de una ciudad
Julien Gracq, Shangrila 2020,
en el blog Je dis ce que j'en sens

Por Joan Flores Constans

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RESEÑA DE "JULIEN GRAQ, DE JEAN-LOUIS LEUTRAT Y "LA FORMA DE UNA CIUDAD", DE JULIEN GRACQ, SHANGRILA 2020






Reseña de los libros
Julien Gracq, de Jean-Louis Leutrat
La forma de una ciudad, de Julien Gracq
Shangrila 2020, en Kaosenlared

Por Iñaki Urdanibia

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29.6.20

VI. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020



Nantes



[...] ni por el sortilegio de sus nombres, ni por las instantáneas que ella ha dejado grabadas en la memoria, se deja la ciudad reconquistar. Allí he vivido más con la imaginación que en la realidad: ella ha seguido siendo para mí lo que puede ser una primera guarnición para un subteniente que sueñe con mandar algún día un ejército. Todo allí se hace signo, presentimiento, símbolo; todas las barreras son incitaciones al espíritu para saltar; todo allí toma vida al tiempo que exige desarrollarse. Una ciudad que nos ha servido de cobijo deja que toda ella se evapore si el recuerdo no nos restituye lo que ella significó en tanto que algo momentáneamente irremplazable: una presencia incubadora, un calor envolvente e informe. Yo reúno los trozos de un huevo roto, de un capullo de gusano agujereado. Nada puede ya devolverme el empuje ciego que condenaba todo lo que me rodeaba a estallar, para aprender a existir de otra manera. Nada tampoco puede hacer presente la ductilidad, la plasticidad de un alma todavía vaga, en la cual toda impresión se marcaba como una huella, o más bien, en sentido goethiano, forma huella, destinada a desarrollarse viviendo.

Quizá sea mejor que Nantes vuelva a tomar forma en mí a través de la sola conjunción azarosa de restos unas veces imaginarios, otras reales, que remiten todos a un mismo núcleo despedazado. Allí vendrían a reunirse en desorden, sin ningún tipo de organización, el ómnibus onírico de Cero en conducta (100), que devuelve el colegial a su internado. El olor a hulla fría y a niebla que descendía compacto sobre la ciudad débilmente constelada por sus luces, con el crepúsculo de invierno. El decorado de cerámica modern-style que hace todavía hoy que La Cigale parezca un Lipp (101) provinciano reducido al formato de una bombonera. El empedrado irregular, las casitas claustrales del antiguo pasaje Russeil, más silencioso que un beaterio tras sus rejas y bajo sus magnolias. La calle en forma de cornisa de Garennes, dominando desde lo alto el Loira de Trentemoult, y que vuelve a unirse en mí con el panorama de Saint-Augustine en Florida, tal y como lo mostraba la edición de Hetzel de Norte contra Sur. El pequeño puesto de la plaza del Comercio, cuya curva rascaba, hasta hacer rechinar los dientes, la cantarela de los tranvías amarillos; domicilio nocturno de un vagabundo-poeta del que un verso, al menos, ha permanecido sin ser olvidado: 



¡Salve, rosas que florecéis sobre la nieve!


100. Película de Jean Vigo del año 1933.
101. La Cigale, restaurante muy conocido de Nantes. El Lipp, por su parte es una brasserie del bulevar Saint-Germain que existe en París desde finales del siglo XIX.

El inicio de la calle Charles Moselet, y la esquina por la cual se articula con el bulevar Delorme, esquina donde se anuncia a lo lejos la forma tranquila del parque de Procé, donde se adormece la agitación en los barrios del centro tan repentinamente como si se penetrase en un sendero de jardín: lugar para mí de buen augurio, de vecindad fausta, igual que la perspectiva del bulevar Doulon me ha parecido siempre adecuada para ensombrecer una jornada. El anuncio, bajo su columnata, del programa lírico del teatro Graslin para toda la semana, tan parecido, por su formato y sus caracteres gráficos, bajo su enrejado protector, a los anuncios amarillo-paja de la Comedia Francesa. Estas imágenes desparejadas y por momentos irrisorias, a las que aparentemente nada las asemeja ni las religa, componen para mí como un escudo cuarteado, hecho jirones: la ciudad estallada recoge en ellas un signo más convincente que todas las vistas panorámicas que uno pueda de ella coleccionar, porque la clave se halla toda entera en la selección ejercida soberanamente, a partir del caos de lo dado, por una sensibilidad todavía sin guía y sin modelo, que seguía su sola inclinación y a la que nada se le imponía. Ciudad que ninguna señal ancla en mí, a través de esas imágenes emblemáticas, a una fecha fija del pasado, porque no ha dado lugar a ningún lugar, a ningún apego privado; nada más que a un impulso anexionista del yo casi abstracto, a la enorme bulimia adquisitiva y prospectiva que reina en una vida entre los 11 y los 18 años. Yo crecía y la ciudad cambiaba conmigo y se remodelaba, ahondaba sus límites, profundizaba sus perspectivas, y sobre este impulso –forma complaciente con todos los impulsos del porvenir, única manera que tiene de existir en mí y de ser verdaderamente ella misma– no termina de cambiar.





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27.6.20

V. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020





[...] deambulaba los días libres por las calles de Nantes codeándome, con total ingenuidad, con una masa endomingada, de la que me parecía que el ocio era su elemento natural, servida por las “criadas” agazapadas al fondo de las cocinas, alimentada y cuidada por manos diligentes que se afanaban en alguna parte, lejos de las miradas, en una clandestinidad de buena ley. Un amplio término medio social, que yo sentía vagamente que era el mío, que tocaba solo en un punto extremo con la riqueza, en otro con el trabajo servil, me parecía que poblaba la ciudad. Ninguna tensión era aparente, tampoco ninguna prisa: la actitud de cada paseante frente a los demás parecía más bien la de la benevolencia espontánea. Se veía entonces, mucho más que hoy en día, me parece, a los paseantes, desconocidos unos con otros, enredarse de pronto en una esquina de una acera en una de esas largas conversaciones exploratorias que una simple petición de información podía provocar, y en la que el estado civil respectivo, la edad, la profesión, la residencia, los lazos de familia, los servicios prestados en la guerra, las aficiones, los viajes, eran progresivamente comentados y puestos uno detrás de otro a desfilar. Esa masa humana resultaba ciertamente menos solitaria, menos fragmentada, menos negativamente orientada que hoy en día. Su tendencia natural era más a aglutinarse que a rechazar el contacto: una población de mini-rentistas eufóricos, disponibles, voluntariamente aptos para transformarse en curiosos. Sin embargo, dos veces al año –el martes de carnaval y el entierro de la sardina– yo percibía con intensidad, en la calle, la existencia de lo que la policía del Segundo Imperio llamaba clases peligrosas, a la vez inquietantes y sórdidamente atrayentes, singularizadas por sus maneras, sus canciones, y sobre todo por su lenguaje.

Una postal amarillenta, que representa el carnaval de 1923 en Nantes, me devuelve a la memoria las siluetas femeninas insólitas que, durante dos días, invadían entonces las calles, y cuyo encuentro desencadenaba en mí una poderosa turbación: toda la magia de la provocación femenina estaba allí latente. Y, asociada a una aprensión paralizadora, permaneció reprimida durante muchos años. En aquellos días, las obreras de Nantes, al menos las que no podían comprarse un disfraz completo (con mucho las más numerosas), se ponían por encima del antifaz negro sin velo, que cubría hasta la nariz, una peluca de grandes rizos como de oveja. El tiempo es frío, y a menudo agrio y lluvioso en Nantes, en esos días todavía cortos de febrero y de marzo: una gruesa prenda de lana moldeaba el busto, y generalmente un chal se anudaba alrededor del cuello. Prolongando, sin que verdaderamente conjuntase, esta protección de invierno, un corto y estrecho calzón negro ocultaba solo la parte alta de los muslos y parecía alargar la piernas enfundadas en seda negra, que calzaban botines de tacón alto, enlazados en el empeine. En la mano colgaba una pandereta cuyo cascabel apagado e insistente, sin auténtica alegría, mecánico como el del ganado que mueve de cuando en cuando el cuello, llenaba las calles hasta la noche. Flotaba alrededor de estas siluetas incongruentes, extrañamente cuneiformes, la sugestión de una desnudez galante que se hubiese detenido a mitad del cuerpo, y del que la palabra déjupé (74), que yo solo he visto utilizar a Klossowski (75) –aplicada a una época en que el pantalón largo era desconocido para las mujeres– desprende toda su insidiosa carga erótica. La pobreza, la miseria tal vez, totalmente olvidadas por un día en el anonimato del deseo desnudo, lanzaba a los caminantes un desafío embriagador, con todos esos ojos socarrones intensamente pintados de negro tras la máscara. Aquellos días, los paseos rituales del liceo evitaban, aun más que de costumbre, las calles atestadas del centro: sorteábamos a contracorriente, en los suburbios, los pequeños grupos enmascarados que poco a poco confluían, y que una corriente hacía derivar hacia el centro, a lo largo de las calles, como en una especie de rumor. El tamboril, que sonaba débilmente, que se despertaba más bien por sacudidas en las avenidas de la periferia, ya vacías, me parecía, con su bárbara percusión, la llamada de los iniciados a algún misterio del que yo nada sabía, cuyos preparativos, sin embargo, me hacían latir el corazón [...]


74. Desfaldada. Se trata de un neologismo.
75. Pierre Klossowski, escritor y traductor francés (1905-2001), autor de ensayos y novelas que indagan en la condición erótica.





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25.6.20

IV. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020



Nantes, Puente en la calle de l'Arche Sèche, años '30



Quien repasa en su memoria una ciudad que ha visitado, ya sea como turista o como aficionado al arte, a menudo se vincula con ciertas señales, tan nítidamente distinguidas de la masa construida como lo son, para un marino, las marcas por las que se guía al aproximarse a un puerto, y estas señales son, casi todas, monumentos. Es curioso que se concentre de este modo –por un movimiento menos natural de lo que parece– el carácter y casi la esencia de una ciudad en algunas construcciones, consideradas generalmente emblemáticas; sin imaginar que la ciudad así representada, por delegación, tiende a perder para nosotros su densidad propia; y que, además, sustraemos de su presencia global y familiar todo el capital de ensueños, de simpatía, de exaltación, que acaba por fijarse en estos únicos puntos sensibilizados. En el límite, una sensibilización de este género, exacerbada y vuelta sistemática por la cultura de las guías turísticas que gana cada día más terreno en todo el mundo, acaba por convertir una ciudad clasificada como “artística” en algo, para el visitante, poco menos que exangüe. El turista que se detiene dos días en Venecia “para ver la ciudad”, no tiene la más mínima sospecha de la vida popular poco llamativa, pero espontánea y encantadora, que se esconde a lo largo de las calli, de los rii, y de las plazuelas pavimentadas. En ocasiones uno acaba por soñar, en esta nuestra época en que el must arquitectónico se impone al turista por adelantado a través de los media en cualquier ciudad que visite, otra forma de aproximación más funcional, más natural y menos supersticiosa, en la que solo se visitarían las catedrales porque uno va a misa, las viejas estancias porque en ellas moran amigos, y –ya que se trata de Venecia– el Puente de los Suspiros únicamente en calidad de inquilino de los Plomos o, por lo menos, como una manera de prolongar la lectura familiar, tantas veces retomada, de las Memorias de Casanova. (48)

48. Como es sabido, Casanova, que era veneciano, estuvo encerrado en la Cárcel de los Plomos. En sus memorias narra, con pormenor, su fuga, ya legendaria, de esa prisión.

Es más bien de esta segunda manera, más espontánea, más libre, como se me descubrió Nantes. Las condiciones en las que allí vivía hacían que, en mi caso, la ciudad no fuese ni verdadera ni familiarmente habitada, ni tampoco simplemente visitada. A los once años, no tenía ninguna idea de los monumentos más o menos destacables que ella pudiese contener. Nadie me había hablado de ellos, tampoco había leído nada a ese respecto. Los paseos culturales y pedagógicos por la ciudad eran desconocidos en la enseñanza de la época. La diferencia que, para exaltarlas, aísla de forma inmediata, artificialmente, las obras de arte de la materia viva de una ciudad que en ella han surgido y a las que ha alimentado, no existía para mí. Yo iba a la aventura, como un pequeño salvaje, por las calles de una ciudad no clasificada, no etiquetada, no catalogada; dejándome impregnar indistintamente por sus masas de piedra desiguales, por sus portales de luz, por sus corrientes de agua, por las zanjas sombrías de sus calles escalonadas, como uno se impregna de un paisaje sin la menor preocupación por situar los elementos por orden de excelencia, con el objeto de reverenciarlos jerárquicamente. Yo solo entraba donde tenía algo que hacer, y también allí donde era admitido (por supuesto, de forma gratuita), es decir, más o menos por ninguna parte. Es por eso que no visité la catedral, para ver allí la tumba de Francisco II, hasta que tuve veinticinco años, y el castillo de Nantes, admirado por Enrique IV, jamás (no sé si debo avergonzarme por una tal indiferencia a las tres estrellas del edificio). Como tantas costumbres, buenas o malas, adquiridas en esta ciudad de mi formación, tal pecado de incultura, tal repugnancia a visitar “los monumentos y objetos antiguos”, quedaron en mí para toda la vida. Las he superado algunas veces, por mala conciencia o por conformismo: no estoy seguro de haber sacado nunca gran provecho al hacerme esta violencia, ni de romper con esta contumacia inveterada de pasear por una ciudad como uno se pasea por un jardín. Soy más sensible a las estancias, al oleaje petrificado de las casas construidas sobre pilotes de la isla Feydeau o del Port-Communeau, que al censo de los forjados preciosos de los balcones, de los mascarones y de las pilastras de las antiguas mansiones de la calle Kervégan, y en general al olor, a la herrumbre, a la textura de una ciudad más que a las joyas de la que se enorgullece, tan aisladas de su sustancia que a veces dan la impresión de ser inamovibles.

Por lo demás, pocas ciudades comunican tan poderosamente como Nantes el sentimiento de una mínima distancia entre los edificios pomposos y la apariencia común de las fachadas cuyo friso se despliega al azar de las calles. La banalidad de la arquitectura, el carácter ingrato del material de la mayoría de las iglesias, las acerca a las capillas de campo del país nantés, reconstruidas en su mayor parte durante el siglo pasado sin el menor cuidado de estilo. Las mansiones construidas por los negreros del siglo XVIII, incómodas, abandonadas poco a poco por sus ocupantes, o divididas y mezquinamente rehabilitadas como lo son en Richelieu (49) las mansiones Louis XVIII, se inclinan hoy en día como la torre de Pisa, y, decrépitas, desconchadas a la manera de los palacios venecianos sobre sus pilotes, regresan a la grisalla anónima del deterioro. Siempre me pareció que todo aquello que ya no se reanima, que no se renueva día tras día por el movimiento de la vida cotidiana, ostenta aquí, más rápidamente que en ninguna otro lugar, la marca del abandono [...]

49. Situada en el departamento del Loira, Richelieu es una localidad creada por el cardenal, y está considerada una obra maestra del urbanismo del siglo XVII.



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22.6.20

"LA FORMA DE UNA CIUDAD" EN "AYUDANTE DE VILNIUS"





El blog de Enrique Vila-Matas, Ayudante de Vilnius, recoge el prólogo escrito por Alberto Ruiz de Samaniego (también traductor del libro) para nuestra edición de La forma de una ciudad, de Julien Gracq.



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III. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020



Nantes



La forma de una ciudad cambia más rápido, es sabido, que el corazón de un mortal. Pero, antes de dejarlo tras ella preso de sus recuerdos –atrapada como se halla, como lo están todas las ciudades, por el vértigo de metamorfosis que es la marca de la segunda mitad de nuestro siglo– sucede también, sucede más de una vez, que, ese corazón, ella lo haya cambiado a su manera, nada más que sometiéndolo todo nuevo a su clima y a su paisaje, imponiéndole, tanto a sus perspectivas íntimas como a sus ensueños, el esbozo de sus calles, de sus bulevares y de sus parques. No es necesario, es incluso sin duda poco importante, que uno haya vivido verdaderamente en ella. Con mayor fuerza, tal vez de forma más duradera, ella actuará sobre nosotros si se ha mantenido, en parte, secreta; si uno ha vivido allí, por alguna condición singular, sin tener verdadero acceso a su intimidad familiar, sin que nuestro deambular a lo largo de sus calles haya participado jamás de la libertad, de la maleable soltura del callejeo. Por haberse prestado sin facilidad, por no haberse jamás entregado del todo, quizás la ciudad, como una mujer, haya ceñido más prieto el hilo de nuestra ensoñación; quizás haya señalado mejor con sus colores los caminos del deseo.

Habitar una ciudad es tejer a través de sus  idas y venidas diarias una red de recorridos generalmente articulados alrededor de algunos ejes conductores. Si uno deja de lado los desplazamientos relacionados con el ritmo de trabajo, los movimientos de ida y vuelta que conducen de la periferia al centro, luego del centro a la periferia, está claro que el hilo de Ariadna,  idealmente desplegado tras sus pasos por el verdadero ciudadano, adquiere en sus circunvoluciones el carácter de una madeja irregular. Todo un complejo central de calles y de plazas se encuentra allí  atrapado en una red de idas y venidas en forma de tupidas mallas. Las peregrinaciones excéntricas, los extremos situados fuera de este  perímetro familiarmente encantado, son relativamente poco frecuentes.

No existe ninguna coincidencia entre el plano de una ciudad que  consultamos al desplegarlo y la imagen mental que de ella surge en nosotros al evocar su nombre, el sedimento depositado en la memoria por nuestros vagabundeos cotidianos. El París que yo viví de estudiante, el que he habitado en mi madurez, ocupa un cuadrilátero apoyado al norte en el Sena, y bordeado al sur casi en toda su longitud por el bulevar Montparnasse: todo alrededor de ese corazón, que mis devaneos reactivan día tras día,  unos anillos concéntricos cuya animación solo decrece para mí, son ganados, hacia la periferia, poco a poco, por la atonía, por una indiferenciación casi total. Son las moradas centrales del laberinto las que ejercen sobre el hombre de la ciudad su magnetismo; son estas las que él revisita indefinidamente, mientras que el contorno tiende únicamente a figurar una pantalla  protectora, una capa aislante cuya función es proteger el capullo habitado,  prohibir toda ósmosis entre las campiñas próximas y la vida puramente urbana encerrada en el reducto central.

No es así como yo he habitado Nantes [...]



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12.6.20

II. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020



PRÓLOGO

A PROPÓSITO DE NANTES.
ARS SUBTILIOR DE JULIEN GRACQ

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO

Julien Gracq

¡Tantas manos para transformar
el mundo y tan pocas miradas
para contemplarlo!
Julien Gracq


Se ha dicho a menudo que el paisaje y el tiempo son las dos grandes preocupaciones de Julien Gracq como escritor. Es cierto, siempre y cuando asumamos que ninguno de esos dos términos, tiempo y paisaje, se revelan, a ojos de Gracq, como entidades estables o definidas de antemano y para siempre. El universo de Gracq se halla siempre en metamorfosis, posee fronteras fluctuantes. A veces, tiene aires de sombras esquivas a lo Chirico, o de las tierras brumosas en lejanías de Delvaux, por citar a dos autores que aparecen en La forma de una ciudad. Y es que nunca lo ha dicho de forma tan clara como en este libro en buena medida autobiográfico y, a la vez, oblicua, sigilosamente autopoético. El escrito donde Gracq, siempre tan remiso a hablar de sí mismo, más nos deja traspasar de su propia existencia. Son siempre –ha señalado– los límites mal definidos, las presencias no del todo antes exploradas, lo que incita la curiosidad del escritor. Lo que impulsa la deriva misma, impredecible en su letanía prodigiosa, de la escritura.

 “Un libro –ha comentado– nace de una insatisfacción, de un vacío cuyos contornos no se precisan si no es durante el trabajo de escritura, que es el que puede llenarlo”. Gracq, lo ha dicho también aquí, asume que es el bosquejo –el hecho, diríamos, de entender la realidad y con ella la literatura misma como un bosquejo furtivo– lo que lo vuelve permeable más que ningún otro a la ficción. O, como sucede en este caso, al ejercicio de un recuerdo que florece a partir de un lugar, de una calle, de un río o una colina naturalmente, y luego crece, aumenta indefinidamente por y para la imaginación. Este libro es una memoria y es, a la vez, el producto de un ensueño. “Entraba en sexto curso –nos confiesa Gracq–: tenía 11 años. A medias conocida, a medias soñada, la ciudad, desde mi primer contacto con ella, no se ha desprendido jamás de esta impresión”.

La forma de una ciudad, un texto escrito por Gracq al final de su vida –fue publicado en Francia en 1985– está construido, de parte a parte, a partir de estos vacíos, de tales presencias furtivas que han de ser exploradas. Aun más, se diría que es la existencia de un vacío ontológico lo que permite la escritura, de la misma manera que la propia ciudad de Nantes –que es la protagonista, junto con el escritor , al mismo o mayor nivel que el propio escritor– se ha desarrollado, a lo largo del siglo XX, a partir de dramáticos y muy poderosos procesos de destrucción y derribo, de una reestructuración brutal, intensísima, de toda su circunstancia urbana, realizada a partir de unas tan severas transformaciones, que Gracq, por momentos, no puede ya reconocerla. De esta manera, la tensión que articula el texto se produce entre el Nantes de los años 20, al que llegó como pensionista del liceo de la ciudad el escritor con once años, y el ahora de la propia escritura, 60 años después. Por el medio, el vacío o el intervalo que la memoria habrá de recorrer y habitar, que ocupa también la transformación de toda una vida de un hombre, y, a la vez, una transformación brutal mayor aún quizás, como decimos, en la urbe que en el hombre. 

A pesar de que Gracq, que se llama en realidad Louis Poirier, nació el 27 de julio de 1910 en Saint-Florent-le-Vieil, un pueblecito vecino al Nantes de su admirado Jules Verne, no deja de recordarnos a menudo que él no se ha sentido jamás plenamente integrado en la ciudad, y que es precisamente esta condición de habitante nunca plenamente integrado la que fermentará, al cabo, la articulación de una distancia, o una perspectiva, que permita darle aire y posibilidad a la escritura. A lo largo de ese texto prodigioso, suntuoso y giróvago como siempre acaba resultando la prosa de Gracq, el escritor se va a ir aferrando a estas perspectivas, para encontrar el camino sinuoso que conduzca, una vez tras otra, a la rememoración; que resultará también, a su vez y necesariamente, una revelación. Ese momento –verdaderamente emocionante y mágico: féerico, como le gusta decir al escritor– en que todo al fin se coagula en una penetrante inmovilidad. 

Si, en otros libros de Gracq la inmensidad mágica del fluir del mundo acostumbra a revelarse como esas imágenes en las que alguien borra las anécdotas y personajes de un cuadro para dejar que aparezca en su esplendor tornasolado el paisaje de fondo, ahora, en este escrito del final del camino de la vida, ese paisaje, la tierra de origen, la tierra nutricia que ha estado siempre como auténtico telón de fondo de una agudísima sensibilidad, se muestra en toda su presencia animada, al tiempo innegablemente vívida y real, y casi sobrenatural. Tan poderosa y plena de señales de vida autónoma e inquietante que se diría un tapiz boscoso, como las naturalezas pantanosas o costeras que va a describir majestuosamente en torno a la ciudad del Loira. Y, al tiempo, precisamente en lo que tiene de vida que se escapa o salta por encima de su propia naturalidad, va a devenir un magnífico escenario, casi operístico, wagneriano, si queremos seguir el gusto del escritor. Escenario de la historia del lugar, incluso, con todo el carácter teatral, no solo, como es evidente, en relación con el conocido pasaje Pommeraye de la ciudad o su propio y monumental teatro, con todas sus calles adyacentes plenas de vida y anécdotas, sino también la historia misma de la región, con sus vaivenes bélicos de antaño, sus revoluciones y sus contrarrevolucionarios (Charette, Cathelineau, los Chuanes de Balzac), sus fusilamientos y contiendas internas, su puerto de mercancías coloniales, los relatos variopintos que todo ello generó, alimentando la imaginación de Balzac a Stendhal, de Rimbaud a Breton o Jacques Vaché, del mismo Jules Verne, claro, tan presente a lo largo de todo este libro.

Lo que en otros textos de Gracq encarna la figura femenina, en La forma de una ciudad va a estar ocupado por la presencia, nunca del todo revelada plenamente, de la urbe llamada Nantes; y la procura reiterada, y probablemente fracasada, de una esencia que se escapa a toda nítida y definitiva manifestación. Como la mujer –musa inquietante herencia del surrealismo y de su admirado Breton–, la urbe del Loira pasa a funcionar como la encarnación de ese fondo de escritura que se revela y oculta, que es invocado como una inminencia pero se embosca y dilata una vez tras otra su aparición. Ella es, en realidad, el signo mismo del sentido, su promesa oscura.

Por lo demás, lo que sorprenderá al lector, si desconoce el estilo de Gracq –y aun si lo conoce– y se dedica a seguir las idas y venidas por la larga y sinuosa avenida de su prosa sutilísima y drapeada, es una inesperada, y difícil de precisar, impresión de elegancia. La forma de una ciudad está escrita, es cierto, con una prosa suntuosa, cuya seducción proviene de la creación de un tempo y una musicalidad inigualables y, más aún, de una infatigable voluntad metafórica que se eleva siempre sobre lo real haciéndolo, si acaso, levitar como una paulatina aparición. De ahí nacerán los milagros que proporciona la inmovilidad de la contemplación, la agudeza de una mirada que está hecha para el matiz y la sinestesia, para la reverberación y la creación de armónicos sensibles de muy diverso tipo. Ars subtilior.

“Son los encadenamientos sonoros –escribe Gracq– los que dibujan sin duda de la forma más expresiva en nuestra pantalla interior la idea que nos hacemos, cuando estamos lejos de ella, de una ciudad.” Pero, aún más que un sonido o un sentido, la escritura de Julien Gracq es una presencia. El aire de una presencia. Una presencia que irradia o imantiza todos los acontecimientos y los lugares descritos, las escenas y los recuerdos traídos desde las capas soterradas del pasado. Escritura también, por decir así, vegetativa. Discurso que, como un río, persigue morosamente en su rumor acuático la maduración lenta de un acontecimiento crucial que puede finalmente producirse o no. Pero ese acontecimiento no es otro, a fin de cuentas, que aquello que impulsa y permite la consecución de la escritura misma,  su revelación como una forma admirable. La contemplación de su crecida al modo de un glaciar sin retorno que ha ido acumulando y amasando todo lo que encontraba a su paso. 

La escritura de Gracq tiene dos modos, que se complementan y co-responden. Por un lado, una contemplación de la naturaleza demorada, sutil, muy pormenorizada en su deslizamiento por estratos o planos de visión de profundidad gradual. Se abre, de esa forma, un mundo muy diverso, de diferentes escalas, tremendamente complejo, y hasta entonces solapado, en ese gesto de mirada cadenciosa que celebra, también, el espectáculo primordial de una vida libre, en comunión con la naturaleza.  Y luego,  a menudo,  como impulsada por el propio vuelo de esta poderosa inmersión visual, la palabra que se desata en una dimensión imaginaria en que la naturaleza misma se esclarece y transmuta en ensoñación, en símbolo, en tela fantástica y vaporosa como el resultado de los oscuros efluvios de una noche de fértil insomnio. 

De este modo la imaginación-rememoración se desliza por las palabras –como decimos– al modo de un barco lento que avanza por un riachuelo escondido en medio del boscaje. Es esta escena la que veremos bastantes veces repetida en La forma de una ciudad. La que ocupa, quizás, el acontecimiento central del libro, donde el niño Gracq experimenta una “fortísima impresión de fiesta absoluta, de fiesta tranquila y sin placeres violentos, pero tanto más penetrante cuanto que esa impresión la experimenté de principio a fin durante la jornada”. Encantamiento que no es otro que el de la vida abriéndose a lo inesperado de esta salida náutica, a la singularidad del río desconocido que iba ensanchándose hacia su nacimiento. Son este tipo de experiencias las que provocan en Gracq un destilado de situaciones semejantes, un armónico de presencias que se van a reunir en el fragmento de escritura y que permitirán sortear y superar el vacío o el intervalo entre los tiempos: “Volví a encontrar, a una escala algo mayor, en condiciones distintas, algunos de los placeres que me dispensó, de niño, el paseo del Evre en Saint-Flonent. Como el sentimiento de intimidad, cercano al que procura un paseo por un jardín que nace en el corazón de un valle abandonado por el ruido y las carreteras, cuando se sigue el hilo del agua: nadie penetra verdaderamente en el corazón de un paisaje, nadie coincide un momento en él, si no lo ha atravesado de principio a fin a lo largo de la corriente que lo drena

He aquí la experiencia que imanta o acerca la vida y la palabra. Tal como el propio Gracq no deja de evidenciar, al comparar esa feliz jornada con el relato de uno de sus escritores favoritos: Edgar Allan Poe. “Esto es lo que expresa –el derrame tranquilo de su esencia líquida– la intuición de genio de Edgar Poe, cuando procuró, en el Dominio de Arnheim, dar la idea de lo que podría ser la obra maestra del paisaje compuesto. Consiste, en mi opinión, en hacerle recorrer al visitante, no la extensión de un camino,  ni siquiera  en una embarcación de remos o a vela, sino en un esquife inerte confiado simplemente al hilo de la corriente. He aquí, también, la experiencia que sentimos al leer la prosa de Gracq.

Para que este juego de reminiscencias en el intervalo sea posible, habrá de existir, piensa el escritor –de una manera un tanto platónica–, una suerte de figuras plenipotenciarias que encierren o condensen virtualmente los afectos, los perceptos –diríamos con Deleuze– que se captarán luego a lo largo de nuestra existencia en diferentes momentos separados y sin articulación entre sí: “¿Dónde radica el modelo de estos hallazgos, que se instalan de pronto en las encrucijadas de la memoria y de la imaginación, que toman ellos mismos los mandos del mecanismo con el que se dibuja, sobre un determinado recuerdo abstracto, sobre una determina lectura, una figura material a la que ellos no han llamado más que indirectamente? Tengo tendencia a creer que son, casi todos, figuras ejemplarmente, poderosamente sobredeterminadas, y por ello creadoras de un campo de fuerzas que magnetiza todo lo que se aproxima en torno a él”. No se halla lejos tampoco aquí Gracq de los escritores del romanticismo alemán, tan queridos, e incluso del romanticismo más gótico o más negro, en la medida en que esas figuras funcionarían, a juicio del escritor, como emblemas de un saber secreto, una ciencia clandestina, “que se superponen (…) a la malignidad pasiva propia del lugar cerrado, del castillo negro”. Aquí está todo Gracq, especialmente esa mirada que declara su gusto por lo decrépito, lo mohoso, la herrumbre y grisalla de palacio veneciano que tantas veces encuentra en sus caminatas por Nantes. 

Mirada que no ha abandonado jamás la bulimia de la infancia, pues “la infancia desarrolla espontáneamente las imágenes materiales hasta el máximo de lo que ellas dan, y es así coma la memoria afectiva, de una vez por todas, la registra”. Mirada salvaje, como la de los surrealistas, que no atiende a selecciones culturalmente organizadas, prestigiadas, jerarquizadas o institucionalizadas; en la medida, también declarada por Gracq de que “los lugares que uno prefiere en un cuerpo amigo no tienen relación con los cánones de la estética”.

Y es precisamente por eso, por lo que las relaciones de signos dentro del o de los intervalos se vuelven absolutamente libres e inesperadas; desde el momento en que esos años de anticipación exaltada que forjaron la libertad del niño establecen con los de hoy y mañana un diálogo libre. El pasado resucita, entonces; no está nunca del todo desaparecido, precisamente por su carácter esquivo, furtivo, por no haber jamás delimitado sus fronteras de manera estable: “Aquel pasado, con sus siete años más soñados que vividos, no duerme más que con un ojo cerrado. Lo que permanecía incumplido en una vida medio enclaustrada, continúa su camino subterráneo en un segundo plano de mi vida, a la manera de esos rizomas que revientan aquí y allá la tierra abonada con el resurgimiento inesperado de unos brotes verdes”. Entonces: “Una turbación, de la que nada apunta el sentido, marca más de una vez el encuentro con lo que debe contar  para uno; pero la aguja imantada  durante un largo rato oscila y enloquece antes de designar la masa metálica que la ha perturbado”. 

La exigente y feliz escritura de Gracq se propone apuntar, seguir, transcribir con la mayor justeza posible los saltos y oscilaciones de esa aguja, del mismo modo que una cardiografía transcribe los latidos del corazón.








11.6.20

NOVEDAD: I. "LA FORMA DE UNA CIUDAD", Julien Gracq, Valencia: Shangrila 2020







Este escrito es una memoria y, a la vez, un ensueño. “Entraba en sexto curso –nos confiesa Julien Gracq–: tenía 11 años. A medias conocida, a medias soñada, la ciudad, desde mi primer contacto con ella, no se ha desprendido jamás de esta impresión.” La forma de una ciudad, un texto escrito por Gracq al final de su vida, está construido a partir de estos vacíos, de tales presencias furtivas que han de ser exploradas. 

La tensión que articula el texto se produce entre el Nantes de los años ‘20, al que llegó Gracq, y el ahora de la propia escritura, sesenta años después. Se diría, incluso, que es la existencia de un vacío ontológico lo que permite la narración; de la misma manera que la ciudad de Nantes –que aquí es la protagonista– se ha desarrollado a partir de dramáticos y poderosos procesos de derribo y reestructuración de su circunstancia urbana. Por el medio, el intervalo que la memoria habrá de recorrer, que ocupa también la transformación de toda la vida de un hombre, y, a la vez, una transformación brutal mayor aún, quizás, en la urbe que en el hombre. 

A lo largo de este texto prodigioso, suntuoso y giróvago como siempre acaba resultando la prosa de Gracq, el escritor se va a ir aferrando a estas perspectivas, para encontrar el camino que conduzca, una vez tras otra, a la rememoración; que resultará también, a su vez y necesariamente, una revelación. Ese momento –verdaderamente emocionante y mágico: féerico, como le gusta decir al escritor– en que todo al fin se coagula en una penetrante inmovilidad.