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26.2.15

XVII. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




López Rubio, Stan Laurel, Eduardo Ugarte, Oliver Hardy y Edgar Neville


CONCLUSIONES y 2*




VANGUARDIA LOCAL

Sus singularidades como cineasta han motivado que el encaje de Edgar Neville dentro de la historia del cine español fuese, cuando menos, conflictiva. El individualismo del que siempre hizo gala y las avanzadas soluciones formales que ensaya en algunas de sus películas han impedido agruparle con otros cineastas de su generación, especialmente al estudiar el cine de la autarquía. Una circunstancia que en realidad denota su condición de vanguardia local, especialmente palpable en la década de 1940, en la que Neville realiza el grueso de su filmografía, completando 11 largometrajes, el cortometraje La Parrala, el mediometraje Verbena y su capítulo en la desaparecida El cerco del diablo.

Aún en tiempos de la autarquía, Neville mantiene el contacto con cineastas e intelectuales del extranjero, especialmente de Hollywood y Francia, y su conocimiento del lenguaje cinematográfico y de los mecanismos de producción le permiten además aprehender los hallazgos que percibe en producciones foráneas. Así, lejos de las formas abigarradas que imperaban en buena parte del cine de su época, ajeno a las imposiciones de la censura y descargado de la atención de los organismos oficiales tras purgar su pasado republicano, el cineasta madrileño puede explorar soluciones narrativas y formales que les están vetadas a otros directores españoles, aunque siempre tratando de integrarlas en su propia concepción cinematográfica.

Porque, como decíamos, quizás el gran talento de Neville era su capacidad integradora. Su obra no supone en ningún caso una ruptura con el pasado, aunque eso no le lleva a realizar, al menos en su etapa de madurez, un cine retardatario. De hecho, es difícil encajar su estilo aún dentro del cine de la II República, un momento en el que, frente al auge de los musicales, el madrileño opta por un cine más urbano, en la línea de Benito Perojo, con quien no en vano colaboró en 1935 realizando los diálogos de Rumbo al Cairo.

Pasada la Guerra Civil, su trayectoria se presenta como única, sin relación clara con ningún otro cineasta español por más que se puedan encontrar paralelismos, en películas concretas, con Jerónimo Mihura, Rafael Gil, Antonio Román o José Luis Sáenz de Heredia. Es en este momento cuando se evidencia la condición del madrileño como una especie de vanguardia local. Pero se trata de una vanguardia singular: no es que Neville se sitúe entre los más innovadores cineastas de su época, sino simplemente que está al día. En una industria subdesarrollada, marcada por la picaresca y que insiste en las formas propias del clasicismo hollywoodiense de la década anterior, el mero hecho de estar al tanto de lo que pasaba fuera y la conexión con cinematografías más evolucionadas, permitió a Neville un mayor desarrollo de su cine respecto al de buena parte de sus coetáneos.

Esta situación de privilegio le permitió además anticipar diferentes vías de evolución del cine español. La que más se ha propagado por la historiografía, pero también la menos consistente, es la introducción del neorrealismo en España con El último caballo: En realidad, Neville sólo explora una faceta del estilo italiano en esa película, como es el rodaje en exteriores; pero su concepción y su temática beben directamente de Chaplin y de Cervantes. Más consistentes, en cambio, son los hallazgos estructurales de películas como La vida en un hilo o El crimen de la calle de Bordadores, la experimentación formal que ensaya en Nada, las soluciones escénicas de Duende y misterio del flamenco o, incluso, la adaptación al lenguaje cinematográfico de su comedia teatral El baile.

En esta dinámica, también se puede atribuir al cineasta madrileño, aunque con cierta cautela, la anticipación del esperpento cinematográfico. Aunque no se han clarificado las cualidades que permitirían calificar así a una película determinada, podrían apuntarse las siguientes: deformación de la realidad, crítica social muy marcada, humor negro y tratamiento visual feísta. Unas cualidades que, salvo la de la crítica social, ya están presentes en El crimen de la calle de Bordadores, en la que además Neville incluye un elemento, el falso flash-back, que es en sí mismo un espejo deformante.

Más allá de estas precisiones, lo cierto es que esa posición avanzada de Edgar Neville dentro de la cinematografía nacional le permitió también influir de manera notable en otros cineastas. Primeramente, el madrileño dejó huella en dos de sus más estrechos colaboradores: Luis M. Delgado y Fernando Fernán-Gómez. Dos cineastas que no en vano colaboraron al inicio de su trayectoria como directores realizando, a cuatro manos, Manicomio (1953).

En el caso de Delgado, su rápida orientación hacia un cine eminentemente comercial diluyó esa influencia en favor de unas formas más convencionales. Pero Fernán-Gómez, autor a su vez de una obra de gran singularidad, asimila de manera decidida algunos de los elementos propios del cine de Edgar Neville, especialmente su integración del casticismo.

Además, la huella del cineasta madrileño también se deja notar en el cine de Luis García Berlanga, quien no dudó en sus inicios, Benito Perojo mediante, en rodar un argumento de Neville: Novio a la vista (1954). De hecho, su fascinación por alguna de las películas del madrileño, concretamente por El último caballo, es tan notoria que incluso trató de filmar un remake. Pero además, el valenciano homenajea de manera evidente a El baile en La escopeta nacional (1978), en concreto en la secuencia en la que el personaje al que interpreta Conchita Montes desciende vestida de gala por una escalera, recibiendo una ovación por parte de los asistentes a la velada en la finca de los marqueses de Leguineche.

La herencia de Neville en Berlanga se aprecia en su querencia por los personajes secundarios, en su humor corrosivo y desmitificador, y en su inclinación por las clases populares. En cambio, el valenciano renuncia a los flash-backs y limita la preponderancia de las elipsis, elementos siempre presentes en el cine de Neville, para articular su cine en torno al plano secuencia; y logra una coralidad que Neville únicamente concreta en El señor Esteve y Mi calle.

Una tarea en la que, de manera sistemática, Berlanga encuentra la complicidad del guionista Rafael Azcona, en cuya obra humorística y cinematográfica también puede rastrearse la huella de Neville. No en vano, Azcona pertenece a una generación posterior de la revista de humor La codorniz, en la que cogió el testigo del madrileño, y de su “Luisito Rodríguez”, que con el tiempo pasaría a apellidarse “Mínguez”, para narrar las peripecias de otro infante, aunque en un tono mucho más corrosivo que el del madrileño: “El repelente niño Vicente”. En lo referente a su obra cinematográfica, la influencia nevilliana en Azcona se percibe en esos diálogos atropellados, propios de una tertulia, en la querencia por los papeles episódicos y en el tratamiento del humor. Unas cualidades que se aprecian con mayor nitidez en sus trabajos con Berlanga, y se adivinan en ese guión coescrito de “Caronte”, con el que ambos pretendían adaptar El último caballo.

Pero más allá de estas influencias, la obra de Edgar Neville se distingue por su propia condición unitaria y por su originalidad. Una filmografía que remarca su singularidad dentro del panorama nacional y que supone un nexo entre el cine de la posguerra y toda una tradición cultural de raigambre netamente española, al tiempo que anticipa la evolución hacia la modernidad cinematográfica.


*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.





24.2.15

XVI. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




El baile, Edgar Neville, 1959



CONCLUSIONES 1*




Una mañana soleada, en el ambiente vulgar de
una rada oriental, lo vi pasar: conmovedor,
relevante, envuelto entre sombras y absolutamente silencioso.
Como debe ser. Me correspondía a mí, con toda
la comprensión y afecto de los que fuese capaz, buscar
las palabras apropiadas para lo que él representaba.
Era “uno de los nuestros”.
Joseph Conrad, Lord Jim


Lejos de servirnos de acicate, de marcar el camino de la reivindicación de nuestro propio patrimonio cinematográfico, las reflexiones de John Hopewell en su crucial introducción a El cine español después de Franco han terminado por convertirse en una suerte de maldición, en la constatación del fracaso de las inciertas políticas culturales. Un cuarto de siglo después de que el hispanista escribiese aquel memorable texto, sus afirmaciones pueden ser trasplantadas a nuestra época sin mayor problema:

Lo que les falta a los cineastas españoles de 1989 es, entre otras cosas, el sentido de identidad. Ya dentro de la CEE, el cine español tiene que competir en iguales condiciones, en su propio terreno y en el extranjero con las películas de los demás países comunitarios. Durante los cuarenta años del franquismo, cada generación de cineastas y críticos rompió con los estilos cinematográficos imperantes en un intento casi neurótico y completamente comprensible de empezar de cero, para disociarse así de un pasado maldito y maldiciente. El cine italiano cuenta con la tradición del neorrealismo; un director francés nuevo puede recurrir a la nouvelle vague de los años 60, aunque sólo sea para trazar su posición en una tradición de cine nacional. El director español no tiene esta conciencia del patrimonio cinematográfico y, debido a ello, apenas posee etiquetas con qué marcar sus productos en el supermercado cultural del cine europeo.

Aunque la situación general del cine español es mejor que hace 25 años, las reflexiones de Hopewell se revelan sintomáticamente actuales. La industria cinematográfica española mantiene un escaso nivel de desarrollo, la cuota de pantalla es indicativa de las dificultades que tienen las películas nacionales para competir con las foráneas y la mayoría de nuestras producciones, independientemente de su valor artístico, carecen de esas cualidades distintivas respecto a los filmes procedentes de otras cinematografías que demandaba Hopewell. El cine español mantiene la misma dinámica que ha echado por tierra sus probabilidades de crecimiento desde la Guerra Civil: sigue yendo a remolque de ciertos aspectos coyunturales, como son las decisiones políticas y la normativa, que frecuentemente se acaban demostrando erróneos.

Frente a esto, sólo nos queda una salida: más historia. Aunque podamos apreciar cierta parálisis industrial y cultural, y ante el fracaso de la mayor parte de las políticas encaminadas a revitalizar al cine español, ha sido en las universidades, en las filmotecas y en los festivales donde se ha hecho una labor más importante por revalorizar nuestro patrimonio cinematográfico y, por extensión, nuestra industria fílmica. Unos años en los que hemos avanzado de manera notable en el conocimiento y la comprensión de la historia del cine español. Y sin embargo, aún queda mucho por hacer. Hay todavía demasiadas incógnitas por desvelar.

Queda por aclarar, entre otras cosas, el problema del concepto de cine nacional. Esa “etiqueta” de la que hablaba Hopewell, esa conciencia de tener un patrimonio propio. Ha habido intentos, por parte de la historiografía, de clarificarlo: el más evidente, quizá también el más relevante, ha sido la exploración sobre el concepto de “lo sainetesco”, completado en estos últimos años con el trazo de una línea evolutiva hacia un “esperpento cinematográfico”. Un intento, no obstante, que no puede considerarse un éxito, básicamente porque si bien los vínculos con el sainete se pueden cuantificar, merced al trabajo de Juan Antonio Ríos Carratalá, no sucede lo mismo con los rasgos esperpénticos atribuibles a un determinado cine español.

Pese al atractivo de estas teorías, la pregunta relativa a qué es el cine español (o, si se prefiere: ¿De qué hablamos cuando hablamos de cine español?) permanece en el aire. Y sólo obtendremos la respuesta profundizando en los estudios históricos, y aplicando en ellos todo el rigor científico.

En este ámbito, no obstante, la obra cinematográfica de Edgar Neville ofrece algunas pistas y permite extraer determinadas conclusiones. Porque en su extensa y hasta cierto punto heterogénea producción prevalece en todo momento un aroma inconfundible, una suerte de denominación de origen: aún en sus producciones foráneas, más allá de su interés por los géneros clásicos, el cine de Edgar Neville es, de manera clara y evidente, cine español.


ESTILO PROPIO Y DEFINIDO

Es difícil precisar el mecanismo por el cual es capaz Neville de integrar las distintas influencias que se citan en su cine y le dan forma. El estudio completo de su obra fílmica, no obstante, permite comprender que, estructuralmente, sus películas siguen las pautas del cine de Hollywood. Su enfoque narrativo, su interés por crear un universo habitable, complejo y verista, y la sumisión al happy end clásico revelan esa inclinación del cineasta. Pero además, su capacidad para integrar los hallazgos de otros directores, para evolucionar en paralelo a la industria norteamericana pese a estar al margen de ella, denotan un profundo conocimiento del lenguaje cinematográfico.

Este evidente vínculo con el cine norteamericano, cuya minusvaloración o incluso negación por parte de algunos estudiosos sólo puede interpretarse desde la óptica del prejuicio, se crea en su fructífera y relevante doble etapa en los Estados Unidos, entre 1928 y 1931. Sin duda, la convivencia con grandes nombres de la industria de Hollywood como Charles Chaplin y Douglas Fairbanks, su trabajo en la Metro-Goldwyn-Mayer y su colaboración con Harry d’Arrast y Ernst Lubitsch marcaron su visión del cine, que aún tres décadas después, en el crepúsculo de su trayectoria, seguía siendo heredera del cine clásico norteamericano, como revelaba en una entrevista, concedida a La Vanguardia Española, en enero de 1960:

- Tú has dicho que el mejor director de cine es el de aquella película en la que no se nota el director. ¿Quiere esto decir que no hay sello propio en la dirección?
-Quiere decir que el director tiene pudor y sabe que una de las condiciones esenciales del arte dramático es lo que se llama “no sacar de situación al espectador”; o sea, no mostrarle el engaño.

Lejos de ser casual, esta reflexión entronca con los principios mismos del clasicismo, con esa intención de lograr un espacio habitable, que sea transparente para el espectador, y de desarrollar una trama marcada con la pertinente clausura, a fin de no revelar su condición ficcional.

Pero más que sus palabras, lo que clarifica de manera evidente el vínculo consciente que Neville tiene con el cine norteamericano es un hecho documentado: su interés por rodar en Hollywood una versión en inglés de La vida en un hilo. La existencia del guión de “Life”, su hallazgo en los archivos personales de George Cukor y la constatación de que los cambios de índole técnica e iconográfica que presenta respecto al original español son menores, sitúan de manera inequívoca su concepción cinematográfica (y por extensión su propia filmografía, al menos en lo referente a sus aspectos formales y en sus estructuras narrativas) en la órbita del cine americano.

Esto no quiere decir, no obstante, que Neville realizase películas de estética hollywoodiense en España. Su formación en los Estados Unidos, las nociones fílmicas que allí aprendió, le sirven al madrileño como base para concretar un cine muy personal y netamente español. El clasicismo norteamericano supone para él una manera de estructurar su obra, la argamasa que le permite unir y cohesionar las otras influencias que confluyen en su filmografía.

Porque en el cine de Neville también percuten elementos que emanan de otras fuentes igualmente relevantes en la formación de su estilo como cineasta, pero además de raíz netamente hispana. Unos estilemas que proceden, en primer término, de su fecundo contacto con las vanguardias literarias y artísticas, bajo la tutela de Ramón Gómez de la Serna, y encauzado a través del influjo generacional que marca su pertenencia a “la otra generación del 27”.

Así, en toda la obra del madrileño, también en su cine, se constata una orientación vanguardista, especialmente en su humorismo basado en el lenguaje, en el ánimo desmitificador con el que aborda las relaciones sociales, y en la actitud inconformista y hasta cierto punto rebelde de algunos de sus personajes, principalmente los protagónicos. Unas cualidades que afina en su obra literaria, en su continuada participación en las tertulias madrileñas y en sus frecuentes colaboraciones con las revistas humorísticas, tanto antes como después de la Guerra Civil.

Además, Neville integra en su obra una segunda vía de influencia de origen igualmente nacional: un casticismo asentado en la más arraigada herencia cultural española. Un patrimonio al que el madrileño accede primeramente merced a su privilegiada educación, aunque no será hasta que entre en contacto con José Ortega y Gasset que el futuro cineasta comprenda la potencia de esta herencia cultural y profundice en ella hasta el punto de convertirla en base primordial de toda su producción.

Porque el impacto de esta herencia cultural en la obra de Neville es global. No en vano, el cineasta no se limita a coger elementos propios de las artes escénicas, ya sea el sainete o el teatro del “Siglo de Oro”, sino que aglutina además recursos procedentes de la literatura y la pintura, no limitándose además a una determinada época o estilo artístico. Una disposición que lleva a Neville a asumir, quizá sin ser del todo consciente de ello, una serie de estilemas precisos que son trasplantables de un ámbito artístico a otro y de una era a otra. Unos invariantes de raíz inequívocamente española, que dotan a su obra de un marcado carácter nacional.

Esto lleva al madrileño a integrar en su cine a los personajes arquetípicos propios del teatro popular, a dotar a sus películas de una ambientación netamente costumbrista e incluso a reflexionar en torno a los límites de la representación, tal cual se hacía en el teatro y la pintura barrocas. Pero también a asumir una entonación marcadamente nostálgica, en la línea de los noventayochistas, que va tomando cuerpo paulatinamente en su obra y haciéndose cada vez más patente en sus películas a medida que los años van causando estragos en su físico y, en definitiva, en su propia trayectoria vital.

Precisamente aquí reside la singularidad de Neville: en su capacidad para integrar dos vías en apariencia contrapuestas de la cultura española y darles una forma definida y coherente dentro de su cine. Se trata, evidentemente, del casticismo y la vanguardia, del 98 y el 27, de la reivindicación nacional y el europeísmo, de Unamuno y Ortega.

Todo ello se funde en un cine personal, único, marcado a fuego por el carácter de su creador y cuya maduración se nutre de las experiencias del madrileño primero en Hollywood, luego en la España republicana, más tarde en plena Guerra Civil, y finalmente en la industria fascista italiana. Un estilo, en definitiva, que no se muestra en plenitud hasta 1941, año en el que Neville realiza el mediometraje Verbena.

La dilatada maduración de su estilo, en todo caso, también viene marcada por la propia dinámica de la industria cinematográfica. En sus producciones previas, el madrileño siempre había estado a expensas de las decisiones de terceras personas, ya fuesen productores o autoridades, militares o civiles. Sólo en dos de sus perdidos cortometrajes republicanos, en concreto Falso noticiario y Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, parece el cineasta haber tenido la libertad suficiente para rodar a su antojo. Pero en sus largometrajes del período, Neville optó por adaptar autores de renombre, primero Wenceslao Fernández Flórez y luego Carlos Arniches, para asegurar cierto éxito.

Ya en plena Guerra Civil, los intereses del madrileño eran otros. La necesidad de purgar un pasado republicano le llevaron a trabajar una vía propagandística que marcó toda su producción, cinematográfica y literaria, entre 1936 y 1941, incluida su etapa italiana. Pero terminada la contienda, Neville pudo retomar la evolución de su propio estilo cinematográfico, y asumir los postulados estéticos que realmente le motivaban.

El propio carácter paródico de Verbena, envés humorístico de La Parrala tal y como se percibe en la canción de la mujer barbuda, denota esa libertad creativa con la que encaró el rodaje del mediometraje. Una película en la que ya se dan cita todos esos elementos vanguardistas y castizos, en una estructura que evidencia su vínculo con el cine de Hollywood.

Este filme, en todo caso, ha recibido una escasa atención por parte de la historiografía. Su condición de mediometraje y su difícil acceso parecen haber jugado en contra de Verbena a la hora de valorar su importancia dentro de la obra de Neville. Como tampoco ayudó, seguramente, el que el madrileño se decantase por explorar una línea menos castiza, con un peso predominante de los estilemas heredados de Hollywood, en sus dos siguientes películas: Correo de Indias y Café de París.

La definitiva revelación de su identidad se produjo a mitad de la década. La célebre La torre de los siete jorobados, sin duda la película más conocida de Neville, marcó la pauta, aunque no tanto por sus cualidades fílmicas como por las tribulaciones que rodearon a su rodaje. Con un guión ajeno y una producción austera, el madrileño hubo de tirar de ingenio y desparpajo para lograr concesiones de la temida censura. Las obtuvo, pero entre medias se quedó sin salario. Y ambas circunstancias fueron claves en el devenir de su cine.

Escamado por el fiasco contable, y habiendo conocido de primera mano las dinámicas de la industria, Neville optó entonces por convertirse en productor. Una decisión que marcó su cine posterior, ya que le permitió trabajar con mayor libertad. Para ello, el madrileño se valió además de las singularidades de la estructura normativa del cine español: consciente de que una película no precisaba de tener éxito en taquilla para ser rentable, el nuevo productor realizó sus películas sin más cortapisas creativas que las impuestas por una necesaria austeridad económica. Su pericia como guionista y director le permitía eludir las imposiciones de la censura, y la política de permisos de importación y doblaje le garantizaba sacar un rédito económico a sus producciones. Pero estas circunstancias, no obstante, no suponen que Neville realizase un cine a espaldas del público. Antes al contrario, su pretensión era la de hacer películas populares, para todos los públicos, pese a que en ocasiones sus inclinaciones le llevasen por otros derroteros.

Es en esta época cuando el estilo de Neville, latente desde Verbena, vuelve a emerger en todo su esplendor. Una circunstancia que llevó a algunos críticos a interpretar La torre de los siete jorobados y las siguientes Domingo de carnaval y El crimen de la calle de Bordadores como una suerte de serie estilística, de trilogía. Una interpretación que ha gozado de gran incidencia en la historiografía posterior, pero que deforma la evolución estilística del madrileño.

Para empezar, porque esta interpretación omite el hecho de que entre La torre de los siete jorobados y Domingo de carnaval, Neville produce, realiza y estrena una de sus películas más relevantes y singulares: La vida en un hilo. Filme que al igual que los otros es una muestra de su madurez como cineasta y de la consolidación de su estilo, aunque los rasgos castizos sean menos evidentes que en las otras tres películas. Asimismo, porque las circunstancias que rodearon a la producción de esos filmes fueron de lo más diversas, desde la llegada de Neville a una producción ya organizada en el caso de la primera hasta su pacto con Manuel del Castillo para hacer posible el rodaje de su revisión de los crímenes de Fuencarral, pasando por la condición de producción propia del recorrido solanesco por los carnavales de Madrid.

Pero además, la sumisión de estos tres filmes a la condición de trilogía omite las notables diferencias temáticas y genéricas entre ellos: Mientras La torre de los siete jorobados es una película fantástica, con toques de humor y estética expresionista; Domingo de carnaval se organiza en torno a un MacGuffin de corte policíaco para desarrollar una comedia ligera, muy ligada al sainete teatral; y El crimen de la calle de Bordadores supone una reinterpretación hispana del subgénero judicial del cine de Hollywood, adoptando además un tono dramático ausente en los otros dos filmes.

En cambio, si nos centramos en los puntos en común, en las similitudes entre estas películas, encontramos los mismos estilemas que ya habían aparecido en Verbena y que marcan el resto del cine del madrileño: Esa confluencia entre elementos vanguardistas y castizos, ese humor liberal y cargado de ironía, esa sumisión a las estructuras propias del cine de Hollywood.

En suma, la sucesión de esas películas, incluyendo entre ellas La vida en un hilo, es la constatación de que el estilo de Neville está maduro y asentado, pero no pueden considerarse ni el inicio de esa madurez ni la culminación de una producción que, en ese momento, atravesaba su ecuador. Otra cosa es la influencia que esas películas hayan tenido, su peso específico dentro de la obra del madrileño y del conjunto de la historia del cine español, que obviamente es considerable. Pero la mera reducción de su filmografía a este momento, a esta terna (o, en el mejor de los casos, cuarteto) de obras, supone una adulteración de su trayectoria y de sus aportaciones.

Porque además hay que tener en cuenta que, más allá de la importancia de determinadas películas, Neville se revela no sólo como un cineasta singular, sino también como la avanzadilla de un determinado cine español, y como un creador en contacto con las cinematografías foráneas y capaz de aprehender las aportaciones estilísticas que se van imponiendo en el panorama internacional.

*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.





23.2.15

XV. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




La torre de los siete jorobados, Edgar Neville, 1944



EL ESTILO CINEMATOGRÁFICO
DE EDGAR NEVILLE*



Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo.
Los que buscan bajo la superficie, lo hacen
a su propio riesgo. Los que intentan descifrar el
símbolo, lo hacen también a su propio riesgo.

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray


La condición de “autor” del cineasta Edgar Neville nunca ha sido puesta en entredicho. Durante la República, el madrileño gozó de un creciente prestigio, que le situaba como uno de los cineastas más prometedores de su generación. En la posguerra, en cambio, tanto la crítica como, sobre todo, los órganos censores tendían a infravalorar la componente formal de sus películas, aunque le reconocían como un sólido guionista y un brillante argumentista, y percibían en su obra cinematográfica ciertos elementos singulares.

Paradójicamente, fue en esos años en los que Neville alcanzó su madurez como cineasta. Tras el retorno de su segunda estancia en Italia, se aprecia en las películas del madrileño una fusión armónica de elementos aprehendidos en las distintas etapas de su formación, configurando un estilo propio, definible y cualificable, que se aprecia ya en el mediometraje Verbena. Un estilo que se antoja también inconquistable, toda vez que Neville fue capaz de realizar una serie de obras muy personales sin más cortapisas que las impuestas por los organismos censores, los cuales fueron, en cierta medida, los que permitieron al cineasta desarrollar sus proyectos sin someterse a la dictadura del éxito en taquilla.

Esta circunstancia no puede explicarse sin tener en cuenta la peculiar legislación de fomento y control del cine que implantó el estado franquista. Más interesado en domeñar un medio de expresión que podría minar sus frágiles bases ideológicas que en potenciar una disciplina artística que había devenido en espectáculo de masas, el régimen articuló toda una estructura normativa encaminada a encorsetar la creatividad y a dirigir la distribución y exhibición de las películas. Todo este entramado comenzaba y terminaba en los órganos censores, que no sólo debían dar el visto bueno al rodaje de las películas, sino que eran los encargados de calificar las obras una vez concluidas, permitiendo además a los productores, en virtud de que obtuviesen mejor o peor “nota”, hacerse con un número mayor o menor de permisos de importación, y a partir de 1947, de doblaje.

En realidad, estos permisos eran los que determinaban el beneficio económico de los productores. Con buena parte de las películas sufragadas gracias a los créditos sindicales, y ante el desolador panorama de un parque de pantallas virtualmente colonizado por Hollywood, por mor del doblaje obligatorio, la obtención de esos permisos se convirtió en la mayor parte de las ocasiones en el auténtico objetivo de las producciones españolas. En estas circunstancias, los órganos censores usurparon el papel destinado al público en los países democráticos: las películas no se hacían para sacar réditos en taquilla, sino para agradar a los poderes fácticos del régimen, representados por los distintos vocales que ejercían la censura, que eran quienes determinaban el éxito o el fracaso de una producción con su calificación.

En medio de este panorama legislativo y empresarial, Neville, recién llegado de Italia y una vez purgado su pasado como funcionario republicano merced a un proceso de depuración, trató en un primer momento de retomar su carrera profesional siguiendo la misma línea que le había permitido asentarse exitosamente en la industria cinematográfica de antes de la guerra, donde sus películas, que mimetizaban los modelos del cine de Hollywood, le habían granjeado una posición de privilegio.

Es en ese momento cuando el madrileño recibió la propuesta de Saturnino Ulargui para participar en la serie de cortometrajes Canciones, con la adaptación al cine de un argumento basado en La Parrala, de Xandro Valerio, León y Quiroga. Pero en el marco de este proyecto, Neville logró que Ulargui produjese además Verbena, un mediometraje basado en un relato propio, “Stella Matutina. Cabeza”, en el que se aprecia ya en todo su esplendor un estilo cinematográfico consolidado, y marcado por una fuerte personalidad.

En Verbena, una película que marca el punto de inicio de la etapa de madurez del autor, se aprecia ya la fusión de los distintos elementos que definen la obra cinematográfica de Neville. Unos fundamentos que el madrileño adquiere a través de tres vías de influencia diferenciadas, cada una de ellas bien definida en su biografía e incluso circunscribible a sendos espacios geográficos diferenciados: el costumbrismo de raíz popular con el que entra en contacto en el Madrid de su infancia y adolescencia, la vanguardia literaria y artística a la que se suma en ese otro Madrid urbano y cosmopolita del período de entreguerras, y el cine de Hollywood, donde reside durante dos largos períodos entre 1928 y 1931, llegando a trabajar como dialoguista.

Como se apuntaba, esas tres vías de influencia ya están presentes en Verbena, en la que Neville elude los elementos fantásticos del relato original para centrarse en la historia de amor entre dos artistas de circo. En ese marco, que desprende un innegable aroma a La parada de los monstruos (Freaks, Tod Browning 1932), el madrileño crea toda una serie de personajes revestidos con el hálito desmitificador propio de las vanguardias, como se percibe en su condición de farsantes y charlatanes, de “feriantes” en suma, en una trama marcada por un desarrollo cercano al sainete o el entremés, incluyendo los imprescindibles números musicales.

Pero este estilo no tuvo continuidad en los años posteriores. Su siguiente película fue un melodrama de ambientación histórica, Correo de Indias, con una marcada vinculación al cine norteamericano, especialmente a la obra de King Vidor (1894-1982), cuya influencia también se aprecia en el final original de Frente de Madrid. Y acto seguido, el madrileño escribió y dirigió Café de París, una comedia de influjo “Lubitschiano” y ambientada en la capital de Francia.

Entre medias, además, Neville tuvo un serio encontronazo con la censura, que ya le tenía en el punto de mira por el final de Frente de Madrid, debido a la publicación de “Fin”, un relato de 1931 que reeditó en el semanario Si, sin caer en la cuenta de que las fábulas sobre el fin del mundo que se podían plantear en el marco liberal de la II República estaban vetadas en la “Nueva España” de Franco. El resultado fue una importante multa económica y una sanción de varios meses para realizar cualquier tipo de actividad creativa que el madrileño sorteó con ayuda de José Martín.

Con sus antecedentes y en estas circunstancias, no resulta extraño que Neville se mantuviese dentro de las pautas marcadas por el Régimen y optase por un cine ligado estrechamente a los esquemas hollywoodienses. Pero fue curiosamente a raíz de su participación en un proyecto basado en un guión ajeno, algo poco usual en el conjunto de su filmografía, cuando Neville se decidió a desarrollar su estilo y hacer un cine más personal. Esa película fue La torre de los siete jorobados.

En este proyecto concurrieron dos circunstancias que permitieron a Neville reflexionar sobre el devenir de la industria cinematográfica y sobre sus propias relaciones con los organismos oficiales. Por un lado, el madrileño se encontró con un guión original de José Santugini que requería de una revisión para dotarlo de un ritmo más cinematográfico. Esto le dio pie a introducir elementos costumbristas en la trama, al abrigo de la firma de Santugini, y le obligó a mantener un diálogo inédito hasta la fecha con los organismos censores, lo que le permitió a la vez comprender los límites hasta los que podía llegar en sus guiones y argumentos. Por otro, Neville fue víctima de un impago por parte de la productora, lo que le decidió a asentarse como productor independiente.

A partir de ese momento, el madrileño retomó la línea insinuada con Verbena, usando su propia productora como plataforma para impulsar sus proyectos más personales, aunque en ocasiones, como sucedió con El crimen de la calle de Bordadores, hubiese de asociarse con otras casas para poder rodarlos. En todo caso, esa comprensión de los entresijos de los organismos de control le permitió sacar adelante sus películas sin mayores contratiempos y sin renunciar a un estilo muy personal, logrando además que fueran rentables, merced a una ajustada política de reducción de costes y a la especulación con los permisos de importación primero, y de doblaje después.

En otras palabras, Neville hacía el cine que quería hacer, a sabiendas de que sus películas dejarían beneficios sólo con recibir la aprobación por parte de los organismos censores. Para ello, el madrileño ajustaba los presupuestos, aprovechando su triple condición de productor, guionista y director, así como el hecho de que en buena parte de las producciones el papel principal lo interpretaba su amante, Conchita Montes. Asimismo, su preferencia por trabajar con un equipo muy definido que iba repitiendo de película en película, según el modelo de trabajo de las Majors norteamericanas, y su predilección por utilizar prioritariamente unos estudios determinados, los CEA de la Ciudad Lineal, facilitaban que el madrileño lograse, por norma general, reducir los plazos de sus rodajes, lo que también redundaba en un notable ahorro.

Este ajustado presupuesto, unido a las bondades de los créditos sindicales, y su pericia como cineasta, asentada además en su prestigio como escritor y dialoguista, permitía al madrileño realizar un cine de calidad a bajo coste, cuya rentabilidad dejó de depender del éxito de público, ya que únicamente necesitaba de la aprobación de los organismos censores, lo que le garantizaba uno o varios permisos de importación y/o doblaje.

Pero el madrileño, en vez de aprovechar la coyuntura para lucrarse económicamente, que también, utilizó el sistema para ahondar en una filmografía de una marcada personalidad, con películas que, sin renunciar a su condición de espectáculo popular, no necesitaban del éxito de público para que el cineasta pudiese insistir en sus pretensiones creativas. En palabras del propio Neville: 

Estados Unidos y algunas naciones de la Europa occidental gozan de unas minorías tan numerosas que respaldan todo movimiento artístico no dirigido a lo que se conoce por “las masas”. Si De Mille [sic] tiene su público, también lo tiene Wilder, Stahl, Capra y Cukor.
Pero el “cine” es una industria cara, y, si no a “la masa”, ha de ser destinado a un gran público, a una minoría sólo si es muy numerosa, y esto en España es difícil. Esa minoría para la que se trabaja con gusto tiene cierta importancia en las más grandes capitales, pero va perdiendo vigor rápidamente, conforme se va acercando al campo, y es frecuente que no alcance su suma el gran desembolso de una película. 
Esto lo han visto bien los más certeros productores españoles, y por eso, después de tantos preliminares, se han lanzado a hacer un “cine” mucho más aparatoso, en tono mayor y con gran lujo, pues es el que ha dado verdaderamente un magnífico resultado económico. Se puede decir que las únicas películas españolas que han producido mucho dinero son aquellas que costaron varios millones. Sería equivocado creer que es fácil hacer este “cine”; no lo es, ni mucho menos; aparte de sus dificultades técnicas, precisan un temperamento especial en todos los que lo realizan, y por eso no está al alcance de todos, ni mucho menos.
El problema planteado no es, pues, sencillo. Por un lado queremos hacer el “cine” de nuestra época, sabemos que hay muchísima gente que lo espera y que lo prefiere, para muchos artistas de todos los órdenes españoles este es el “cine” que proyecta su temperamento, su paladar, su sensibilidad, y, sin embargo, hoy por hoy el camino de la fortuna es el otro. ¿Por cuál iremos? Mi opinión es que seguiremos los dos, el temperamento de cada cual le indicará su ruta y, al final, le aguardará más o menos gente, pero esperemos que en cualquiera de los casos sea la suficiente para compensar con su gratitud el esfuerzo del viaje.

Así, Edgar Neville logró realizar, especialmente a partir de 1945, un cine marcadamente personal, ajeno a los imperativos económicos propios de industrias cinematográficas más desarrolladas e independiente del gusto del público mayoritario, pese a su vocación eminentemente popular y a su pretendida españolidad. Un cine, por otro lado, perfectamente cualificable si se bucea en las fuentes que definen el estilo de su autor, ya apuntadas anteriormente: el gusto por el costumbrismo ligado a las enseñanzas de Ortega, el contacto con las vanguardias y la formación en el seno de la industria de Hollywood.

Vayamos por partes (...)




*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.





18.2.15

XIV. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




Charles Chaplin y Edgar Neville en una escena descartada de Luces de la ciudad, 1931



BIOGRAFÍA DE EDGAR NEVILLE*



Bartleby fue uno de esos seres de los que
nada puede asegurarse, como no sea
consultando las fuentes originales, que
en su caso son muy reducidas

Herman Melville, Bartleby, el escribiente


La biografía de Edgar Neville (1899-1967) presenta curiosas coincidencias con el protagonista del relato Bartleby, el escribiente, de Herman Melville. Como Bartleby, Neville no destacó por ser un funcionario ejemplar, más bien todo lo contrario. Y de igual modo, la biografía del cineasta madrileño presenta ciertos puntos oscuros, ciertos enigmas que no pueden disiparse sino acudiendo a las fuentes originales. Aunque en su caso, no son tan escasas como en un primer momento pudiera parecer.

Porque incluso en la etapa quizás menos conocida de su trayectoria vital, su juventud y los años previos al inicio de su producción como escritor y cineasta, fue dejando el madrileño diversas señales, numerosos rastros, que permiten reconstruir su biografía y calibrar las diversas influencias que marcaron su crecimiento personal y que motivaron su inclinación por esas actividades.

Para empezar, conviene precisar que Neville era hijo de su tiempo. Nacido en ese singular período de entresiglos, en un momento en el que ser noble aún significaba algo, el madrileño disfrutaba de los beneficios de un “rancio abolengo”, incluyendo una sólida educación. Pero además, de su hasta ahora ignoto padre inglés heredaría una posición económica desahogada, que le permitiría dedicarse a esas actividades creativas. Y es que el padre del futuro cineasta no era, cómo el propio Neville afirmaría ya en el ocaso de su vida, en concreto en una serie de entrevistas concedidas a Marino Gómez Santos y publicadas en el diario
Pueblo en 1962, un simple “ingeniero inglés que que vino a Madrid a finales del siglo pasado y que aquí comenzó a trabajar en cuestiones eléctricas con los motores Crosley, que era una de sus representaciones”. En realidad, tal y como se verá a continuación, el padre de Neville era el heredero de un lucrativo emporio comercial.

Conviene, pues, alejarse de ese camino de baldosas amarillas marcado por el propio Neville para poder reconstruir de manera fidedigna y adecuada su biografía, pero sin perder de vista, en todo caso, los testimonios que el madrileño fue dejando, respecto a esos años, a lo largo de su vida. Porque si bien Neville no contaba toda la verdad, o la contaba a su manera, sí que dejó clara, tanto en esos testimonios como en su propia obra, una singular querencia por aquellos tiempos de la Restauración borbónica. Una
Belle Époque a la que el madrileño siempre querría retornar.

Además, esa condición de “madrileño” del cineasta resulta capital en su formación. Porque el crecimiento de Neville se produjo en paralelo al de la ciudad que le vio nacer. Un fenómeno del que fue testigo directo y que marcó su evolución como creador y su propio carácter.

Pero si esa necesidad de acudir a las fuentes originales resulta crucial en la juventud de Neville, no es menos perentoria al analizar el resto de su trayectoria vital, especialmente dos momentos muy concretos: su doble estancia en Hollywood entre 1928 y 1931, una etapa absolutamente decisiva para analizar su estilo como cineasta y cuyo estudio se ha reducido por norma general, y siguiendo nuevamente la pauta marcada por el madrileño, a una recopilación de postales y anécdotas de sus amistades en California; y sus controvertidas actuaciones durante la Guerra Civil, un terreno que sólo de unos años a esta parte ha comenzado a ser adecuadamente desbrozado.


*Se han suprimido en la publicación on-line de la Introducción las notas que sí aparecen a pie de página del libro.





13.2.15

XIII. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




Edgar Neville y Douglas Fairbanks en Hollywood



INTRODUCCIÓN y 3*


Así pues, la incidencia de la teoría sainetesca sobre el conocimiento de la obra cinematográfica de Neville ha sido realmente paradójica. Por un lado, el cine del madrileño se ha revalorizado de manera exponencial, situándole como uno de los autores más relevantes de su generación y rescatándole de ese amnésico olvido al que se aludía en el texto de Hopewell. Por otro, esa presunta condición de “cineasta sainetesco” ha impedido ahondar en otras vertientes del estilo del director, al tiempo que esa terna de películas minoraban el conocimiento del resto de su filmografía. 

El contrasentido es palmario: en el momento en que más se conoce y se valora el cine de Neville, menos se entienden su estilo y los mecanismos internos que lo hacen funcionar. Pero una interpretación de su obra que eluda sus fuertes vínculos con las vanguardias artísticas y literarias y su intenso aprendizaje cinematográfico en Hollywood no puede considerarse completa, como ya percibía el propio Castro de Paz en su relevante Un cinema herido:

Su extraordinario talento y su rica y cosmopolita formación intelectual combinaban en efecto, en singular e intransferible armonía, la modernizante influencia de las vanguardias europeas proveniente de su maestro Ramón Gómez de la Serna con la visión regeneracionista de su también amigo Ortega y Gasset, a través del cual, sin renegar de lo anterior (aunque atenuándolo con el paso de los años), recurrirá al castizo mundo costumbrista del sainete, y todo ello sin olvidar su formación estrictamente cinematográfica en Hollywood, a comienzos del sonoro.
CASTRO DE PAZ, José Luis, Un cinema herido.
Los turbios años cuarenta en el cine español (1939-1950)


Estas influencias, sin embargo, no han sido soslayadas a la hora de analizar la fecunda producción literaria de Neville. El vínculo con las vanguardias, y especialmente con “la otra generación del 27”, fue precisamente la piedra angular de las investigaciones de María Luisa Burguera Nadal, que fructificaron en su tesis doctoral, “La obra literaria de Edgar Neville”, defendida en 1987 y que dio pie a numerosas publicaciones de esta autora, entre las que destacan Edgar Neville: entre el humorismo y la poesía, un sintético acercamiento a la producción escrita de Neville, y la biografía Edgar Neville, entre el humor y la nostalgia. Pero además, la influencia del aprendizaje en Hollywood, esa “formación estrictamente cinematográfica” a la que aludía Castro de Paz, también se ha estudiado como elemento decisivo para su producción teatral, en la que Stuart Green, en un reciente y decisivo ensayo, aprecia elementos heredados del cine americano, algunos de los cuales son comunes a otros miembros de su grupo generacional.

Llegados a este punto, es perentorio abordar un estudio global de la obra cinematográfica de Edgar Neville, a fin de precisar de manera diáfana las bases y los elementos que definen su estilo como director. Pero para ello hay que desbrozar previamente su compleja biografía, un escollo decisivo para que no se hayan completado más estudios globales sobre su faceta como cineasta.

De hecho, la trayectoria vital de Neville ha sido objeto de una “limpieza” consciente, iniciada por el propio interesado y continuada por familiares y allegados, para eludir algunos episodios controvertidos, singularmente su actuación durante la Guerra Civil. Así, la serie de entrevistas concedidas por el madrileño a Marino Gómez Santos, y publicadas por entregas en el diario Pueblo entre abril y mayo de 1962, han sido la fuente fundamental de la mayor parte de los estudios biográficos posteriores, empezando por los de la citada María Luisa Burguera Nadal, además de servir de base al documental El tiempo de Neville, dirigido por Pedro Carvajal y Javier Castro en 1990.

Para evitar relecturas incómodas de la biografía de Neville, tanto sus herederos como la perenne secretaria del cineasta, Isabel Vigiola, mantienen un silencio sólo roto ocasionalmente. Mas este hermetismo no ha impedido que comiencen a plantearse revisiones críticas de la trayectoria vital de Neville, un enfoque ya ensayado por David Erauskin en un relevante trabajo de investigación que permanece inédito, y que permitió a Juan Antonio Ríos Carratalá concretar un acercamiento incisivo y trascendental a las peripecias de Neville durante la Guerra Civil en su ensayo Una arrolladora simpatía.

Este enfoque crítico y profundo de la biografía del madrileño, prestando especial atención a su contexto sociocultural, a las decisiones profesionales y vitales que le llevaron primeramente a Estados Unidos y después a desertar del bando republicano para enrolarse del lado de los insurgentes, y a su asentamiento como director y productor de cine en la España de posguerra, será pues la base de este estudio. Una semblanza que se aborda desde una óptica positivista, privilegiando las fuentes primarias, singularmente la documentación de archivo, para tratar de eludir en la medida de lo posible toda contaminación interesada o lectura subjetiva.

En este sentido, resulta esencial “desconfiar” de las propias aseveraciones de Neville, del camino de baldosas amarillas que él mismo trazó en la serie de entrevistas con Marino Gómez Santos y que ha servido de base a la mayor parte de las biografías precedentes. Una óptica crítica similar a la que anima la recensión biográfica de Ríos Carratalá, pero tratando de ceñirnos a la incidencia de sus experiencias vitales en su evolución como cineasta.

Esta revisión de la biografía de Edgar Neville, que centra la primera parte del presente volumen, en combinación con el análisis de las películas en las que intervino  y prestando especial atención a las que dirigió, permitirá fijar las coordenadas estéticas del cine de Neville y desgranar las cualidades que definen su estilo como cineasta. Cuestiones estas que se abordan en la segunda parte del libro y que permiten precisar tanto la singularidad del estilo como cineasta de Edgar Neville como su lugar en la Historia del cine español. Todo ello, en esencia, con el objetivo de concretar las cualidades del singular “duende” de su obra cinematográfica, y aclarar los misterios de su azarosa peripecia vital.

*Se han suprimido en la publicación on-line de la Introducción las notas que sí aparecen a pie de página del libro.




12.2.15

XII. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




La torre de los siete jorobados, Edgar Neville, 1944


INTRODUCCIÓN 2*


(...) El objetivo, pues, del presente volumen no es otro que realizar un análisis completo del total de la producción de Edgar Neville, prestando especial atención a las películas dirigidas por él, aunque sin perder de vista sus trabajos como adaptador, guionista o dialoguista, así como su producción en otros ámbitos creativos, cuyos vínculos con su obra cinematográfica serán también estudiados. Todo ello siguiendo a un enfoque analítico, tratando de evitar caer en el terreno de la crítica subjetiva y eludiendo catalogar las películas y las aportaciones de Neville en función de una supuesta graduación cualitativa, distinguiendo entre películas “buenas” y “malas”, entre “obras mayores” y “obras menores”, en la conciencia de que ese enfoque sería contraproducente e incurriría, nuevamente, en los mismos vicios que han lastrado hasta la fecha el conocimiento de la obra del cineasta y, por extensión, buena parte de los estudios de Historia del cine español.

Volviendo a la “herencia amnésicamente olvidada” a la que aludía Hopewell, conviene precisar que en ese año de 1989 en el que se publicó El cine español después de Franco esa afirmación era más que pertinente, aunque ya había habido algunos intentos relevantes de recuperar la figura de Neville. De hecho, la primera iniciativa se situaba en los albores mismos de la democracia, más concretamente en 1977, cuando coincidiendo con el décimo aniversario de la muerte del cineasta la entonces denominada Filmoteca Nacional de España publicó el seminal “Edgar Neville en el cine”, un volumen de pequeñas dimensiones en el que se reproducían entrevistas con el propio director y su musa, la actriz Conchita Montes, además de una primera filmografía a cargo de Carlos Fernández Cuenca.

Apenas cinco años después, en 1982, y en el marco de la Semana Internacional de Cine de Valladolid, se presentaron diversas ponencias en torno a la figura del cineasta, al tiempo que el propio festival editaba la monografía El cinema de Edgar Neville, obra de Julio Pérez Perucha y trabajo de referencia sobre la obra cinematográfica del madrileño aún treinta años después. Influencia, de hecho, que determina en gran medida el enfoque sobre el cine de Neville de la práctica totalidad de la historiografía posterior.

No en vano, Pérez Perucha incluyó en su trabajo, además de una filmografía que sigue siendo la más documentada y mejor razonada de cuantas se han realizado sobre el cineasta, dos artículos de Neville, publicados ambos en la revista especializada Primer Plano, que a partir de ese momento se han interpretado de manera generalizada como una suerte de textos programáticos: se trata de “Defensa del sainete”, publicado originalmente en diciembre de 1944 en respuesta a un artículo previo en el que el crítico Luciano de Madrid descalificaba a Neville por unas declaraciones en un programa de radio en el que mostraba su preferencia por ese género popular y su desafección hacia el cine histórico cuya promoción solicitaban algunos sectores del régimen, y de “Defensa de mi cine”, texto de octubre de 1946, cuando el cineasta se encontraba en plena promoción de El crimen de la calle de Bordadores, estrenada ese mismo mes.

Sintomáticamente, Hopewell aludía al primero de estos artículos a la hora de trazar el vínculo entre Neville, el sainete y una actitud de oposición, más o menos enmascarada, al régimen de Franco:

¿Cuándo tuvo lugar el primer acto consciente de oposición cinematográfica a Franco? ¿De dónde arranca la larga y ardua liberalización del cine español que, mano a mano con su modernización, representa su más sostenida transición? De tener razón la disparatada crítica falangista de Primer Plano, tal hecho se produjo cuando Edgar Neville se empeñó en cultivar el sainete, en La torre de los siete jorobados (1944), Domingo de carnaval (1945) y El crimen de la calle de Bordadores (1946). Comparando el género histórico con el sainete, Luciano de Madrid vio “entre el uno y el otro, una línea, una frontera, que es la línea de fuego, alambrada y trincheras. El ‘ellos’ y ‘nosotros’”. Tal observación resulta muy pertinente. Si cabe afirmar que lo que distingue el cine republicano (de todos modos, normalmente conservador) es el énfasis en la jerga, los tipos y la cultura de la comunidad –ya sea ésta la fábrica de El bailarín y el trabajador (Luis Marquina, 1936), el barrio de La verbena de la paloma (Benito Perojo, 1935) o el pueblo de Nobleza baturra (Florián Rey, 1936)–, entonces tal cine sobrevivió durante el régimen de Franco en las películas de Neville y en algunas de las de Antonio del Amo, Arturo Ruiz Castillo, Ignacio F. Iquino, Luis Lucia e, incluso, José Luis Sáenz de Heredia.




HOPEWELL, John,
El cine español después de Franco, 1975-1988



Las reflexiones de Hopewell, tanto las relativas a Neville como las que englobaban al conjunto del cine español, anticiparon en gran medida la posterior evolución de la historiografía. En el ámbito global, la publicación en 1997 de Lo sainetesco en el cine español, de Juan Antonio Ríos Carratalá, abrió nuevas posibilidades interpretativas en torno a la evolución histórica del séptimo arte patrio, especialmente en los años del franquismo. En síntesis, la teoría desarrollada por el autor alicantino plantea la pervivencia de una serie de elementos, cuya procedencia sitúa en el sainete teatral, en buena parte de las películas españolas tanto de época republicana como de la posguerra. Una argumentación que, en definitiva, apunta a cierto continuismo temático y estético en el cine de antes y después de la Guerra Civil.

Esta propuesta, de hecho, germinó en el punto en que se trazó una vinculación evolutiva de esa vertiente sainetesca hacia el esperpento cinematográfico inaugurado por Marco Ferreri y Luis García Berlanga, con la complicidad capital del guionista Rafael Azcona, a finales de la década de 1950. El trabajo definitivo en la concreción de esa teoría, significativamente titulado Del sainete al esperpento y redactado a cuatro manos por los historiadores Josetxo Cerdán y José Luis Castro de Paz, no se publicó hasta 2011, aunque sintetizaba la obra de ambos historiadores durante toda la década anterior en una línea de investigación cuyo hito inicial sería Un cinema herido, la sugerente aproximación de Castro de Paz al cine de la década de 1940.

También para estos autores ocupa Neville un lugar destacado dentro del conjunto de la historia del cine español de posguerra. En esta teoría sainetesco-esperpéntica, el madrileño se sitúa como receptor de una tradición cinematográfica prebélica y, de algún modo, nexo de unión con los autores que, a decir de esos investigadores, habrán de traer la modernidad al séptimo arte hispano.

Más allá de su influencia en autores posteriores, esa supuesta condición sainetesca de la obra cinematográfica de Edgar Neville cuenta con un respaldo mayoritario entre la historiografía de los últimos quince años. Un rosario de estudios y ensayos, difundidos principalmente en forma de artículos o capítulos de obras de mayor calado, inciden precisamente en apreciar esta cualidad en su filmografía, aunque mayormente los análisis se centran únicamente en tres películas, precisamente las citadas por Hopewell en su introducción ensayística: La torre de los siete jorobados, Domingo de carnaval y El crimen de la calle de Bordadores. Una terna cuya presunta condición de “inconfesa trilogía de carácter liberal”, en palabras de Cerdán y Castro de Paz, quedó fijada en el estudio monográfico más relevante de los publicados sobre el cine de Neville desde que viera la luz el trabajo de Pérez Perucha: el libro Edgar Neville: tres sainetes criminales, de Santiago Aguilar. Un volumen en el que su autor, a partir del análisis de los guiones de estas películas, hace un recorrido por las fuentes creativas de su director (...)

*Se han suprimido en la publicación on-line de la Introducción las notas que sí aparecen a pie de página del libro.