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6.12.24

XVII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



CONSTELACIONES
Manuel Merino



Little fugitive 
(El pequeño fugitivo, Ray Ashley - Morris Engel - Ruth Orkin, 1953)




En la noche, las paredes parecen volverse de papel porque los oigo aunque no quiera. Si me esfuerzo, podría verlos sentados en su cama, desvelados como yo, mientras escupen insultos muy agrios al tiempo que las luces de los coches entran en la habitación como ideas y recuerdos que llegaran sin permiso. Como un puñetazo que todo lo quebranta. 

Afuera, el tráfico es muy poco, pero cuando pasa algún viajero extraviado, las ráfagas de sus focos entran y arañan la pared, iluminan el estante de los libros infantiles convertido en minúsculo altar con las medallas y premios deportivos de los chicos y los pósters de sus efímeros dioses del rock, hasta duplicar su presencia en el espejo del armario que estalla con un intenso fogonazo contra el techo de la habitación. Cuando regresa la oscuridad, dejándome todavía más confuso y desorientado, reaparecen los miedos y otras cosas peores y tengo que levantarme. Pero no me acostumbro a dormir con la persiana baja. Sería como hacerlo en un ataúd. Tampoco puedo vencer la incomodidad de pensar en mirarlos a la cara mañana, sabiendo que han discutido por mi culpa con palabras iguales a la sacudida que provoca el roce de una medusa.

—¿Hasta cuándo piensa quedarse?

En otro tiempo me salvaba contemplar las estrellas. La fantasía de que alguna de las que todavía me alumbraba estuviese apagada aunque siguiera recibiendo su luz. O antes, cuando en la cima de la pubertad, después de refugiarme en un alivio inmediato y culpable, la vida seguía. Pero nadie nos dijo nunca qué hacer cuando se acaba la supervivencia, ni cómo recuperar aquella inocencia, tanta blancura. Por eso me disuelvo en recuerdos. Tampoco puedo asegurar que las cosas sucedieran así, pero son mi verdad y revisarlas, la única forma que tengo de salvarme. La cabeza es caprichosa y hay situaciones vividas e incluso actos que nunca cumplí que se niegan a desaparecer e imponen con firme tozudez su poca importancia sobre otros más esenciales, hasta cegarlos. Por ejemplo, ahora mismo, una simple postal en blanco y negro que deja ver una costa todavía inmaculada sobre la que transita un sendero de tierra sombreado de olivos. Y al momento imagino el ruido de las pisadas, chicharras, brisa temprana, susurros agostados entre gestos muy lentos. Estoy allí.

Hay dos hombres también, una pensión barata frente a la playa en un pueblo cercano, una habitación simple pintada de añil con dos camas, un armario cerrado, un lavabo con su espejo pequeño entre dos ventanas volcadas sobre una plaza chica y una motocicleta que se aleja por el paseo del mar, mientras una mano labra en silencio un cabello ondulado que simula dormir. Como dos fugitivos, compartirán la suave penumbra de la última siesta, sintiendo inevitable la feroz indolencia de los cuerpos saciados hasta el rechazo. En un momento regresará, otro año más, la tristeza habitual al pensar que el verano termina y también que vivirían así de ser posible. Después, vencida ya la tarde, la ropa inmaculada y el paseo cotidiano hasta la ermita de la virgen donde exponer sus dudas, sus deseos, la silenciosa penitencia que no contempla enmienda o duelo y la misma orgullosa necesidad que despliegan en sus rezos como una sabana nupcial tendida al sol. Luego vendrá enfrentarse a la ceremonia cotidiana de responder con desgana la carta de la novia y adornarla con proyectos de boda, de familia que quizá les otorgue otro tipo de felicidad semejante a la de estas pocas semanas, su reino propio un mes al año. Tal vez podrían, piensan a veces, pero no pueden elegir, o quizá ya lo han hecho aunque sienten que solo cumplen con su obligación, lo que se espera de ellos, el deseo de otros, esa invulnerable voluntad ante la que solo es posible rendirse. No hablan mientras preparan sus maletas. Se dan la espalda para no mirarse. Alguno recuerda haber dicho un momento antes su última verdad, de un modo triste, vencido, sin tan siquiera esperar una respuesta que tampoco hubo. 

—Somos demasiado cobardes.

Nena, salgo mañana. No tengo nada nuevo que contarte, salvo que el tiempo está mejor y da gusto bañarse, pero por lo demás la vida pasa muy tranquila, sinceramente, si te tuviera a mi lado no me marcharía tan pronto. Y nuevamente la brusca sacudida del dolor, la luz casi vencida de la tarde, la mariposa blanca que sobrevuela la arena y se posa en su brazo, para alejarse un segundo después hacia los campos agostados y el camino de aquellos olivos tan viejos que olvidaron su edad, y que ahora garabatea sobre la cala solitaria entre orgullosas pitas en flor y chumberas goteantes de frutos, y el bosquete cerrado de pinos tan fragantes donde es fácil hundirse hasta desaparecer una última vez en una sola sombra.

Sorprende ver cómo la memoria se arma también con recuerdos ajenos que pesan mucho más que los propios. En cualquier caso, hace mucho que la vida pasó.


[...]



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30.4.24

XV. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EL SUICIDIO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
[fragmento inicial]

Manuel Merino






Flotaba. La brisa húmeda del río, canalizada por los grandes edificios, modulaba su forma y lo hacía subir o descender en un vuelo que parecía inmóvil. Sin embargo, no podía ser cierta esa impresión primera que tuvo al descubrir aquel borrón blanco, cuando supuso que podría ser un pájaro, una paloma, una gaviota chica desmayada en caída libre hacia la calle, pues no encontró en su forma ningún alboroto de plumas; en caso de tener algún peso, tampoco podría mantenerse clavada en el aire tan arriba, a la altura de las últimas plantas del Empire, ni tampoco remontar como ahora hacía la cornisa del mirador donde una mancha difusa de gente se asomaba, una mancha cuyo volumen cambiante se inflaba en fuerte contraste con el azul del cielo tan luminoso y tan azul de aquel primer día de mayo. Un pañuelo. Solo podría ser eso. Un pañuelo de seda que el viento hubiera arrebatado en un descuido a alguna turista. Sabe bien que a esa altura se hacen más fuertes las corrientes de aire por simples leyes físicas que ignora y que acepta como todo lo irremediable, él mismo en otras ocasiones debió sujetarse la gorra allí para evitar perderla, se ve hacerlo con la misma claridad con la que recuerda haberse quedado inmóvil al ver caer aquella forma mientras dirigía el tráfico en la intersección de la Quinta Avenida con la 34. Sin embargo, ignora qué le hizo levantar tan alto la mirada, distraerse de su labor. Aquella era su zona de patrulla y, aunque ya no podría precisarlo, era previsible que a esa hora todavía no hubiera mucho tráfico. Cada vez que le piden que lo cuente repite que en ese instante toda su atención se concentró con tanta devoción en aquella forma que descendía en un desmayo tan lento, tan perfecto y hermoso, que el mundo entero pareció detenerse. Él mismo incluso, su gesto de indicar a los pocos vehículos que giraban a su espalda que aceleren porque el semáforo estaba ya en naranja, eso sí lo recuerda, y hasta el silbato sin duda rabiando entre sus labios que, como la ciudad entera, en ese mismo instante también enmudeció. Debió ser cosa de un segundo, asegura, lo que tarda en tomarse una decisión aplazada, el tiempo suficiente para que su cabeza calculase el lugar aproximado en donde aquella prenda alcanzaría la acera o el asfalto, e imaginar también que, cuando hasta allí llegara, con toda seguridad encontraría tiznajos de neumáticos ensuciando esa gasa que ya podía sentir impregnada de una breve fragancia juvenil. La memoria es cruel, por eso silencia que pensó en otras cosas. Aunque también esa gasa podría no caer, quedarse acomodada en cualquier cornisa, en uno de esos alféizares entreabiertos desde donde por cualquier otro golpe de aire ocasional remontaría su lento viaje hacia otras manos y el olvido, como siempre sucede. 

Entonces aquellas voces lo rescataron de su ausencia y propusieron levantar la cama al unísono, entre todos podrían, y así puedes escucharlos repetir una, dos y... Al escuchar tres, tu cuerpo entero se bambolea como un odre repleto. Un oleaje interior al que, como ese pañuelo perdido, decidirás abandonarte. Habrá después ruidos violentos de hierros por el somier que crujirá de nuevo y el brusco impacto de la vieja estructura metálica con todo tu peso encima, chocando contra el damero del suelo arañado de la alcoba. Maldiciones entonces, el calor de la fecha convertido en sudor que algunos hombres secan con pañuelos ya sucios. La sábana está vieja y se ha rasgado antes al intentar alzarlo. Ni la lona de un barco, sentenció alguno. Llamadas al respeto por la familia que atiende con curiosidad y estupor al desarrollo de aquella operación desde el umbral del cuarto, todas las luces encendidas pese a ser pleno día, el ventilador prendido en la mesilla que ayuda a disolver esa presencia oscura que ya impregna el poco aire limpio que apenas entra por la ventana abierta y entonces ese otro que propone ahorrarse el esfuerzo de arrastrar aquel imposible por la salita, apartando el piano y las fotos sobre el mantón de Manila tan ajado que lo cubre, llegar entonces hasta el recibidor atravesando el pasillo y bajar los pocos escalones de la entrada. Ni los Treinta y Tres Orientales podrían. Mejor será sacarlo por la ventana. Además, el pasillo imposible es tan angosto que ni por su propio pie. Resulta imposible imaginar el ansia o la necesidad con que este hombre, tan flaco en el retrato, ha debido entregarse a diario para deformar su cuerpo hasta hacerlo rebosar la cama doble por sus dos costados. Y sin duda es el mismo que en la foto adornada con un lazo muy negro preside la mesa de la sala y la bandeja con las tarjetas dobladas de quienes se acercaron a presentar sus condolencias. Pues habrá que retirar las hojas, y además esta puerta resulta más estrecha que el cabecero. Desmontarla, imposible. Trajo alguien un metro, ¿nadie?, y total, para qué. Cómo no pensarlo antes. Pero ya están sus manos aplicadas en revisar los anclajes de las venecianas para ver si es posible desatornillar las jambas. Hará falta retirar las dos y aún con todo ya veremos. Quizás ni con esas. Un metro. ¿De veras que no hay un metro en esta casa? Si al menos la cama tuviera rueditas, dice otro, y todos ríen entre dientes ante esa ocurrencia loca sin poder evitarlo. Lo intentamos. Esto tiene óxido del tiempo de Artigas. Capaz con un poco de aceite, dirá alguno, y allá va en su busca la mucama encogida, luto antiguo y ojos enrojecidos, se desvanecen sus pasitos en la casa callada mientras todos esperan sin mirarse, reparando en la cenefa de escayola cuarteada del techo, en la sombra de un pájaro que traspasa el jardín ante la ventana abierta, atentos a los ruidos al fondo del pasillo, a la voz que presagia su regreso y a aquellas manos secas presentando una alcuza con grasa vieja de freír sin saber si valdrá, preguntándolo, temiendo que no sirva por no gastar del nuevo. Bien seguro que sí. El de la camiseta de tirantes hunde dos de sus dedos en el líquido frío y embadurna los goznes como si bendijera de antemano aquella imposible desunión. Ahora todos, ordena, tras girar varias veces las bisagras hasta que no rechinan, hacia arriba. Sujetad por ahí. Golpea dos, tres veces con tino desigual y las palmas abiertas, más aceite, sentencia, y otra vez el esfuerzo conjunto, presente en gestos quietos, venas hinchadas en el cuello, labios que dejan ver dentaduras con huecos muy tensas, cuellos hinchados brillantes de sudor, hasta que sale una hoja temblona que apoyan satisfechos en el suelo del cuarto. Ahora sabes que harán lo mismo con la otra, notas el aire fresco que llega del jardín, los pocos ruidos de la calle, los últimos fulgores de la anacahuita entregando en la umbría sus flores desmayadas como paños de encaje y ese rumor centelleante de insectos laboriosos que las ronda continuo, aunque con su zumbido ya está otra vez tu personaje envuelto por el tráfico, un agente a quien dudas ponerle nombre propio, que tiene el puño clavado en su cintura mientras con la otra mano roza la visera brillante de su gorra, contempla aquella silenciosa coreografía de la seda y la brisa, e imaginas una nota de amor ya muy antigua abandonada a la quieta corriente de un arroyo. 


[...]



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10.11.23

XIII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023




FUNDIDO EN NEGRO
[Fragmento inicial]
Manuel Merino


Gunnar Smoliansky (Södermalm, Estocolmo. 1970)




A Jesús Rodrigo


Al despedirse, Sigmund Freud le entregó a Virginia Wolf un narciso amarillo. Algo que bien podría parecer un hermoso diagnóstico, una elegante forma de valorar su obra, un gesto más hermético que si ella le hubiera regalado un espejo. Aquello debió suceder poco antes de la última gran guerra y es imaginable la secuencia en que sus manos enguantadas en ante gris celeste recogen de aquella otra, las venas como sarmientos abultados, esas manchas que tanto se parecían a las de su padre en las que ella cuando niña imaginaba islas, mínimos continentes que alguna vez alcanzaría y aquel anillo con un ópalo turbio tan solemne, niebla atrapada en un cristal gastado, con un breve temor a rozarlo. 

Al despedirse, Freud pudo ver cómo ella, en silencio, agradecida, se lo acercaba con lentitud al rostro, no por olerlo sino por compartir su fría humedad de finales de primavera, difuminada en aquella luz vencida por la esfera implacable que les forzaba a regresar a su hogar. 

Como siempre sucede, quedaron en repetir la reunión, continuar la charla, verse de nuevo tras su inminente operación, ya no recordaba cuántas llevaba, tal vez la definitiva, un comentario que recibió encogiendo sus hombros con una mansedumbre gastada, quizás también para entonces la situación en el continente se habría calmado. Sería en Monk’s House, ya en primavera. El jardín estaría precioso para entonces. Leonard también se encarga de eso, es mi otro yo, le dijo antes de subirse al taxi, al verdadero todavía lo persigo. En ese momento Freud tuvo una revelación que nunca confirmó. Tampoco volverían a verse. 

De aquella tarde Virginia conservaba el ritmo entrecortado de esa voz tan ronca que se apagaría el otoño siguiente, su dicción oscura al comentar las quemas de libros o la calma con que le pidió permiso para cambiarse de lugar porque su oído derecho nada oía. También el gesto de inclinarse para arrancar aquella flor cortada que ignoraba haber muerto. Desde entonces había aguardado otros dos inviernos sobre la repisa de la chimenea de su cuarto. A veces ella reparaba en su forma, en su peso minúsculo y su color tan tenue, casi inexistente por contraste con aquel friso de azulejos donde Vanessa había dibujado un velero sobre un agitado mar azul cobalto ante la presencia adivinada de un faro sin linterna, apenas tres líneas que nada ceñían sobre un promontorio afilado.

En aquellos días eran continuos los ataques alemanes a objetivos navales en aguas del Canal y, a veces, despertaba por ruidos imaginados que solo podían ser explosiones trenzadas con voces que parecían llamarla, como esta mañana de lunes en que vuelve a acercarse al rostro aquella flor ya seca pero, como siempre sucede con los recuerdos o los espejos, que a fuerza de repasarlos se vacían, sin brusquedad ni pena la dejará caer sobre la brasa de un fuego vivo que apenas calentaba. 

Aquella otra ceremonia de despedida sucedió igualmente sin ensayo, la habitación todavía estaba a oscuras y ese rápido paso del destello sin ruido a la ceniza la condujo a otro tiempo. ¿Cómo era posible escuchar las voces de los muertos?, ¿con que fuerza podían recrearse en la imaginación con tanta fidelidad? Sabía que leer las palabras escritas de quienes ya no eran provocaba un sentimiento distinto, menos real incluso que aquella fantasía que acababa de sucederle otra vez, aunque también supusiera un umbral, otra salida hacia el encuentro más inevitable.

– No. Esto no sirve. Así no debe ser.


Bruno Ganz en El amigo americano (Wim Wenders, 1977)



Ahora su figura parece dormir, aunque hace tiempo que esa confortable huida también se le niega. Está inmóvil, eso sí, pero no descansa. Ya se ha acostumbrado a ese otro tipo de silencio poblado de palabras en una febril conversación consigo mismo en la que planifica todo lo que ya nunca sucederá. Es su forma de vida. Nada extraño para quien ha alcanzado la vejez. 

Antes, a la edad de ese otro cuerpo satisfecho tan tardío y a destiempo, pero tan definitivo que le abraza y respira tranquilo a la deriva de un sueño que su quietud protege, se exigía el esfuerzo de encontrar el año y el día exacto de algún suceso que le revisitaba en esos ratos ciegos, pero ahora le conforta más la imprecisión por ser su única certeza, de forma que retoma la idea que acaba de llegarle y reescribe mentalmente el inicio de un poema. Quiere hablarle de su vida, acosada ahora por la enfermedad, evocar aquel tiempo feliz de los viajes y el amor que negaban la muerte, del preciso instante en que, sin entender cómo, se encontró ante aquel desordenado descubrimiento del cuerpo, pero solo puede repetir mentalmente una canción final muy corta con la imagen de unas flores de papel inflamadas en el centro del pecho. (1)

1. GIL DE BIEDMA, Jaime, “Canción final”, Poemas póstumos, Madrid: Poesía para todos, 1968.



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30.5.23

XVII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EL CORAZÓN ES UN COFRE
QUE ENCIERRA TEMPESTADES
[Fragmento inicial]

Manuel Merino




 
 
…Y el oído es su ventana y nuestra voz su puerta, terminaba de sentenciar Eudora, con un soniquete escuchado diez mil veces y otras tantas repetido desde que se crearon mi tiempo y su memoria. 

Y allá seguirá para siempre en el recuerdo, con el brazo derecho en jarras y un trapo arrugado en su puño, mientras la otra mano permanece posada en la columna del porche, entretenida de forma inconsciente en levantar pequeñas costras de pintura con la uña, mientras espera que Miss Missy decida seguir su camino hacia la iglesia con todas las miserias de los habitantes del pueblo bullendo en el desdichado cofre de su corazón. Al final, siempre lo mismo, frases de cortesía y excusas repentinas porque llega tarde y solo entonces, la tía-abuela Eudora, se dará la vuelta cabeceando para avanzar despacio hasta dejarse caer sobre la silla de caña envuelta en una sonrisa que acaba siendo pura carcajada, entre exclamaciones repetidas en las que invoca sin hacerlo a un Señor que nunca pisaría aquel barrio.
Fue aquella tarde cuando comenzó el juego de las reencarnaciones. Era sencillo. Nuestra única defensa posible ante la muerte en aquel incierto valle de lágrimas. Una derivación natural de las creencias locales en la vida eterna, mezclada con ese imaginario que nos aportaron los cultivadores africanos sobre el más allá, o apenas esa necesidad universal de negarse al hecho de morir, aunque fuese defendiéndonos con armas tan primitivas, inocentes y eficaces como la superstición y la risa. Débil respuesta, inútil obstáculo a lo que habría de llegarnos con la lentitud agotadora de la vejez, o acaso de forma inminente y sin aviso en cualquier momento, como les sucedía en la parábola a las vírgenes necias. Pero, a la espera de ese instante misterioso y vacío de regreso y consuelo definitivo, proseguíamos con aquella fantasía descontrolada que a veces nos concedía grandes satisfacciones, estados casi eufóricos en los que los dos exponíamos atropellados comentarios, brillantes o solo mordaces y sin piedad alguna, hasta caer rendidos por la risa, como agitados en una bola de cristal donde una ventisca particular de confetis de plata provocaba nuestras lágrimas. 

– Miss Missy va a reencarnarse en mula. 

Aquella piadosa sierva del Señor, venerable profesora de lenguas clásicas retirada, que acababa de pararse un momento ante nuestro porche para cotillear, fue la primera que mereció una observación de ese tipo. Todavía puedo vernos sentados en aquellas ruinosas mecedoras del porche imaginando cosas; ella frotándose los ojos con el delantal y a mí mismo, aún niño, sorprendido por mi propia audacia, interrumpiéndonos con fabulas impropias y otras observaciones tan desmedidas como aquella, con las que se iba levantando el absurdo edificio privado que nos cobijaría desde entonces.

– Solo falta alguien detrás suyo que vaya echando paladas de serrín.

Y, nuevas carcajadas afiladas como machetes feroces que no podría oír aquella beata cotilla, que ya se alejaba como al trote, apuntalada por el taconeo incesante de un bastón primitivo y ligeramente escorada a la derecha, más apresurada ahora que se espaciaban hasta enmudecer los toques de campana de la Iglesia de los Primeros Cristianos convocando al último oficio del día, durante el que habría de seguir trenzando con detalles minúsculos malinterpretados el inmenso tapiz de una vida que solo narraba la oscura historia de sus convecinos.

Como entonces, secándose las lágrimas felices con el dorso de la mano, vuelvo a ver su sombra abrir con dificultad la puerta del templo y, una vez más, parece llegarme una lejana bocanada de incienso que lucha contra el hedor que cada atardecer impregna esa calle con la frescura del lodo del manso Sangamon, arrastrando un aire pegajoso preñado de zumbidos de mosquitos. Y con él también vuelven sus picaduras rabiosas y la confitura de ruibarbo, la jarra sudorosa de la limonada fría circundada de moscones azules y la sangre en las sábanas. Aquellos cercos oxidados eran el precio del verano. Porque todo tenía un precio, decía Eudora, soltando un manotazo estéril contra el aire de agosto ante su rostro arrugado. Un lado oscuro que contrarrestaba la felicidad inmediata de las pequeñas maravillas que la vida concedía a los vivos, añadiendo después que quizás también a los muertos, como la misma luz de cada día, y, al decirlo, elevaba su vaso que dejaba traslucir la luz del atardecer bendecida por la frescura de la limonada, para apurarla de un sorbo urgente. No podríamos saberlo hasta entonces. Eso aseguraba con una firmeza que nada podría hacer temblar, porque aquella anciana incapaz de mentir, flaca como un verso pero rotunda como un epitafio, tampoco podría equivocarse.

– Elude siempre los recuerdos –advertía quizás para no olvidarlo ella tampoco mientras clavaba esa amenaza sobre su pecho con un firme golpe de barbilla. 


Cementerio de Oak Hill, Lewiston, Illinois



Pero, ¿cómo rechazar tanta certeza? La tambaleante figura de Miss Missy en aquella tarde calurosa, sus gestos y andares equinos o la evidencia de que Cullers iba a reencarnarse en avefría, el venerable juez Rampton en una pitón, o Dan, pese a su apariencia inocente, modales domados, ojos esquivos y voz temblorosa, en una hiena. Cómo dudar de aquellos accesos de imaginación todavía vivos, más fértiles que las tierras que ceñía el fértil meandro donde ambos habían nacido, si con su visionaria capacidad transformadora, se habían perfilado como el eje de una infancia alejada del tiempo en la que, sin embargo, nunca nunca había podido resumirse bajo la fisonomía o costumbres de ningún animal porque nada se le desvelaba cuando estudiaba sus propios gestos fingidos ante el espejo de la entrada, ni tampoco cuando vigilaba la forma cambiante de su sombra resbalando entre las tumbas y aquellos cristos carcomidos o las flores ya mustias como aquella voz suya cada día más opaca y ausente que, tras la muerte de sus mayores, había elegido usar lo mínimo.


[...]




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22.11.22

XVI. "PÁJAROS", Revista Shangrila nº 41, Pasión Rivière (coord.), Valencia: Shangrila, 2022




MURMURACIONES
(Fragmento inicial)

Manuel Merino



Søren Solkær, Black sun (2021)



O when will I sleep out the storm, dear love. [1]

Guardo un recuerdo muy nítido de algo que no ocurrió, pero es tan cierto, que no me asombra vernos allí parados en el antepecho de un balcón que seguirá volcado sobre el patio de manzana y el tejado del cine ahora cerrado, si es que la casa aún se mantiene y no dinamitaron sus cimientos, y aquel barrio periférico no se ha demolido o transformado en otro menos provinciano, ya sin cinematógrafo porque también eso pasó de moda, con casas más altas y valladas, iguales, con piscina y garajes y familias tan parecidas que todos sus miembros podrían intercambiarse con otros sin extrañeza o alteración alguna. Y sí, allí estábamos, y era abril y había pasado un mes exacto de la muerte cuando pudimos escuchar su voz que nos llamaba por nuestros nombres desde dentro de la casa ya oscura, mientras sobre nosotros giraban los vencejos, con aquel tono suyo tan de daño. Pronunció nuestros nombres seguidos con apenas unos segundos entre ambos y fue otra vez el miedo, aunque tintado por la pena porque esta vez en su tono había también una contagiosa interrogación. Era su voz, pero al tiempo la de alguien perdido, perdido y solo, irremediablemente solo y a oscuras. Apesadumbrado, como culpándose de una vida que escapó muy rápido y pudo ser otra. Lo oímos claramente y fue aún más extraño que ninguno respondiese ni girase sorprendida la cabeza, tampoco nos atrevimos jamás a compartir algún comentario sobre aquello como ahora hago, tanto tiempo después. Ella tampoco está aquí para confirmar estas palabras. En la imagen que conservo está quieta, de perfil, bonita todavía, el pelo suelto aquella tarde sobre la blusa oscura y la carne muy blanca, entonces pude oírla decir con voz ausente, sin tan siquiera escucharse ella misma, ya están aquí los vencejos…

1. LOWELL, Robert, “Dear Sorrow 4”, For Lizzie and Harriet, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1973.

Sí. Había pájaros. Tengo que apuntar esto. Me obligo a hacerlo ya, lo clavo en la memoria con palabras escritas para saberlo y no olvidarlo, porque la cabeza de a poco se va volviendo vaga, despreciativa de detalles, aceptadora de la inmutabilidad final de ese relato que nos repite que el cuerpo va completando sus traiciones con frío hasta desplomarse, alguno todavía con proyectos, la inmensa mayoría sin respuestas, y también que después lloverán lágrimas que acabarán borrándolo.

Y así pasó. El cuerpo tendido sin orden en un espacio de tránsito que de improviso se ha convertido en el último escenario. Daba igual que unos segundos antes sonriera recordando algo impreciso, un verso de otro poema que ya no escribirá, mientras afuera una Nueva York que ya no existe comenzaba su otoño. He visto fotos con luces aumentadas por las gotas de lluvia, he imaginado los ruidos de la calle enhebrados con los comentarios y bromas del taxista que se vuelve al no obtener respuesta porque algo los ha callado para siempre. En la radio suena la voz de una mujer morena que canta, en la acera otra levanta y baja su brazo al instante porque el taxi va sombríamente ocupado, atrás quedan sus labios entreabiertos como una insinuante promesa de comienzo, pero el cuerpo desplomado es ya un bulto con los ojos muy abiertos que se olvidó de todo. Parece adormecido, mientras el aire que entra por la ventanilla abierta despeina su figura en calma, recostada en desorden sobre el rojo brillante del asiento o junto a la esquina de la nevera, sobre los azulejos verdosos y blancos del suelo ahora más sucios por el charco creciente de orín, por las bolitas chicas como caca de conejo que han aparecido entre sus piernas que el pijama corto deja ver abandonadas y ya frías.
No sé bien por qué me fuerzo a escribir esto, algo tan viejo, casi olvidado, que con seguridad confundo, como si fuera posible detenerlo. Quizá lo haga solo por tratar de ver de otro modo las cosas sucedidas, para olvidarlo definitivamente o por seguir mintiéndome, quién sabe.

Decía Lowell que todo era real hasta que se publicaba [2], pero en su verso no aclara en qué se convierte un recuerdo imaginado al transcribirlo en un papel. ¿Reproche, victoria, ficción? También dejó escrito que solo el futuro responde a todas nuestras mentiras. [3] Por eso trato de recordar, no busco mentirme.

2. LOWELL, R., “Before hospital - Marriage”, The Dolphin, Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1973.

3. LOWELL, R., “Sick - Leaving America for England”, The Dolphin, op. cit.

El portero que ha salido a recibir el coche reconoce al pasajero y con un sobresalto de respeto le endereza las gafas caídas. A esta hora muy poco tráfico hasta la 15 con la 67, había pensado al recogerlo en Grand Central, viviendas caras, gente elegante, buena propina, pero ahora maldice golpeando el volante, deja la puerta abierta y se quita la gorra con violencia. Desde el río llega una brisa fresca, se presiente el otoño. Imagino la voz de desánimo que la distancia del teléfono aumenta, su queja por la mala suerte tan continua, la jornada perdida, la sorpresa al ver a esa ex-mujer abatida que acaba de bajar y entrecruza sus dedos sobre el pecho antes de acariciarle la cara mientras llora en silencio. Los de la ambulancia retirando con eficacia el cuerpo envuelto en una sábana sobre la que alguien deposita con respeto el sombrero que ha rodado al suelo. El tipo había ganado el Pulitzer, le dice a la mujer que repasa el asiento con una bayeta, el spray a limón silencia todo mientras la mano de uñas pintadas abanica el aire ante la boca cerrada, el tintineo de la pulserita dorada tan fina con algún colgante donde brilla una piedra morada, mientras en otra parte desabrochan de la muñeca un reloj convertido en recuerdo, quedan las cuatro puertas del taxi abiertas mientras vuelven en silencio a la casa muy callados. Ella, desatándose un delantal blanco y la cinta que arrastra por los tres escalones de la entrada y el ruido de metal y cristales de la puerta al cerrarse que ahora es el del linóleo del pasillo mientras se ahueca el pelo camino del baño. Es fin de semana y en sus planes tampoco entraba arruinarse la manicura con alcohol barato, pero así fue y no de otra manera [...]





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2.6.22

III. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




SCRIPTA MANENT
Manuel Merino


Manuscrito de Ulises, James Joyce



La trama de la historia es sencilla y comienza cuando un personaje siente la necesidad de contar algo. Estoy imaginándolo a medida que escribo, por lo que, de alguna manera y sin quererlo, me he convertido en el personaje, pero también soy el autor. En este ambivalente juego de espejos se desarrolla siempre todo. La realidad, también. 

Puede que el personaje se cuestione por qué debería enfrentarse a esa tarea, que incluso lo comente con otro y que de esa conversación también imaginada surjan respuestas que le ayuden a sobrellevar, al autor, una tarea tan extraña, sin otra recompensa que el hecho de ocupar su tiempo en darle forma con palabras a algo borroso que quizá solo le interese a él mismo. Por eso, al poco de empezar, surge la pregunta “¿Por qué se escribe?”. A falta de una respuesta convincente, unívoca, el narrador supone que esa necesidad estará siempre condicionada por el alcance personal del tema, su implicación emocional en él. Una cuestión secundaria sería: “¿Desde dónde escribir, o qué voz o voces utilizaría?”. Esta vez será el azar, en busca de una mayor credibilidad, quien lo decida.

Entonces, la primera tarea que se impuso por sí sola en la narración fue definir el hecho de escribir. Para ello, el personaje, que se irá describiendo por sus actos, empezó a hacer una lista de posibles motivaciones o conclusiones variables, que después enviaría en forma de test, a modo de ejercicio o más bien juego, rogando a otro interlocutor imaginado que marcase con un aspa en una casilla previa la respuesta que entendiera más acertada. Entre las definiciones que le fueron llegando, descartó algunas y anotó las menos en su carta:

Se escribe para comprender nuestros errores. Aunque sigamos repitiéndolos para revisarlos mediante la escritura.

Se escribe para ser en otros, para volverse su memoria.

Pero también hubo otras posibles definiciones que se resistían a comprimirse en un enunciado de unas pocas palabras que guardó para él.

“Escribir es un intento fallido de eternidad y de venganza. Por eso mismo se otorgan y comparten los nombres de las cosas: pan, casa, mano, beso. En atención a esa condena, también se les impone un nombre a los hijos que completará su rostro siendo más eterno que su propio cuerpo cuando este desaparezca. Porque el nombre, la palabra, continuará más allá del tiempo. De esa forma incompleta, el cuerpo se condensa a través de un par de generaciones, cuarenta años es el límite, nunca más, en fragmentos de hechos recordados, fotos viejas, postales enviadas. Y lo hace gracias a la importancia de la palabra y de lo escrito. Por eso se numeran las manzanas, se cuentan los encuentros, se inventan y transmiten los nombres de las estrellas, se transcriben los ensueños de un futuro alcanzable que siempre habrá de ser mejor en nuestros labios”.

Volviendo al motor de esa necesidad, al autor le surgió una pregunta, pura aseveración, que volcó sobre el personaje haciéndole sentir molesto: a quién podrían dirigirse nuestras palabras sino a uno mismo, para demostrarnos la certeza de ser, de estar. De estar todavía. Entonces escribió: “Nos dirigimos a nuestro propio nombre recordado en la boca de otros, pasado mucho tiempo, cuando ya no estemos. Solo para decir, repetir, `estuvimos aquí´; para demostrarnos lo que ya no podremos comprobar: que en esas palabras siguen vivos nuestro aliento, nuestros miedos y experiencias, nuestro punto de vista, nuestro dolor también único, nuestro nombre vibrando alto en la propia voz finalmente callada, en descanso para uno mismo” [...]





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30.6.21

NOVEDAD NARRATIVA: "EL VIAJE EN INVIERNO", de Manuel Merino (Shangrila 2021)




242 páginas - 14x20cm - ISBN: 978-84-123523-4-4

 

“Viajar solo debería  hacerse al amparo de esas dos corrientes salvajes que nunca nos fue dado gobernar: curiosidad y memoria. Y hacerlo como un iceberg, frágil, invulnerable, solo atento a los quejidos de la propia estructura. A su roce tan pausado en el agua, a esos lamentos de sus placas quebradas al desplomarse sin aviso. También al azul de su interior, su triste corazón de luz, deriva y sueño. Sin programas ni horarios. Y que suceda cada día porque es inevitable ceder y abandonarse al camino y sus recodos, a los encuentros azarosos, esos suaves promontorios abiertos al paisaje de acogedoras sombras, donde merecerá la pena detenerse en silencio y sentir cómo el viento lo cruza y preña de olores y promesas distantes. Un dejarse ir en calma y al final, siempre supimos que sería así́, acabar diluidos en esas mismas aguas que nos arrastraron para ser en otros. Solo eso es viaje.“

Una reflexión sobre el hecho de viajar y la lectura, tal vez la misma cosa.

Un viaje interior sin rumbo fijo por un paisaje tan físico como emocional, en compañía de ficciones y libros; una divagación sobre la escritura y sus mitos, la memoria y la música entre besos y tumbas, cuyo destino no podría ser otro que llegar a encontrarse.
  

Manuel Merino. Periodista. Ha publicado en buena parte de la prensa española artículos, ilustraciones, cuentos y poemas. Colaborador habitual de Shangrila Ediciones, algunos de sus textos figuran en los números monográficos: Lágrimas. Paseo por el amor, el dolor y la muerte, vols. I y II; Unas sombras, un tren (dedicado a la película Tren de sombras de José́ Luis Guérin); Cuerpos, pulsión y muerte; Melancolía; Cartas, cuerpos, escritura; Muñecas. El tiempo de la belleza y el terror; Nieve. Postales desde el frío; Islas...  

También es autor de la novela La nieve sobre Tokio (Libro de las manos), colección Swann narrativa.

En El viaje en invierno, obra a medio camino entre el diario de viaje, la autobiografía, el ensayo y la ficción narrativa, el autor muestra con honestidad las afinidades, intereses y temores de un viajero que parece haber perdido algo más que su sombra, trenzando con ellos un verdadero homenaje a la amistad, la literatura y los viajes.
    

Más información:




31.5.21

y XV. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



NO DEJES ROSAS
Manuel Merino
[Fragmento]



Ibiza, Es Vedrá.  Postal enviada por Walter Benjamin en 1932. Foto: D. Viñets.



[…] der Regen folgt´ ihm […]
([…] la lluvia le seguía […])

Erinnerung an Frankreich (Recuerdo de Francia), 
Paul Celan, 1948.


… ahogados los deseos piadosos en las copas vacías, solo quedaba dejar atrás aquel silencio inagotable de miradas esquivas, pagar lo consumido y salir del local. Imposible saber qué confusa condena se agazapa en el paso siguiente. Una torpe caída con su constelación de efectos, una niebla de años, un espejo agotado que ya nada devuelve, una barca muy vieja con nombre de mujer.

Sacudirse después la ropa polvorienta y no conceder peso al tosco augurio de su sombra borrada por esas mismas nubes, ahora más compactas, que buscaron descargar con aburrida mansedumbre cuando el navío abandonó la rada.

Quedarán en el aire a su partida un par de temas caprichosos, muy obvios para él, pero que conviene resolver aquí aunque solo fuese por situar algo mejor al personaje. De esa forma aquel espacio físico solo podría ser un Mediterráneo inmemorial detenido en el tiempo, y un verano ya vencido también. Era su segundo viaje a esa costa en busca de un lugar barato donde poder vivir. Entre abril y julio del año anterior lo había intentado por primera vez y ahora acaba de saber que tampoco esta vez lo encontrará. 

Por eso mismo quizá resulte innecesario mencionar ese pensamiento que le pesa, cien veces rechazado por doloroso y cierto, de que quizá para él todo ha quedado definitivamente atrás. Que nunca sabrá cuándo sucedió. Que fue algo sin aviso, que ya solo queda esperar. A cambio, eso le salva todavía, mantiene como fe invulnerable la continua tarea de contarlo y el extraño valor de no atreverse a conocer cómo será ese día en que la capa de la fabulación no sirva. Cuando al desprenderse de ella siga siendo un mendigo y su perro le ladre. Pero por hoy le aguanta y ayuda a anotar en su libreta chica otro episodio antiguo, imposible saber qué fue lo cierto ni cuánto deseó lo imaginado, pero escudado en sus palabras vuelve a encontrar en ellas, fundida siempre en ese blanco sucio de memoria importuna, cada vez más cercana, la silueta de piedra donde juran que aún laten las cenizas de Homero. 

Cuando pasé, despacio, lo recuerdo ahora, como si aquel barco vacío pretendiese detener su ruta hacia ningún lugar, el paisaje, casi un espejo mineral, ardía sin árboles ni viñas ni campanas. Solo una ermita blanca como un fósil vacío que ya olvidó a sus dioses flotaba cercada en la calima por un lamento ciego de chicharras, carcomido por el sol insaciable. Era verano. Las olas gemían sus envites fingidos contra el borde afilado de la costa rojiza tan rota como aquel mismo día. Ni una nube ni un ala ni siquiera un vilano en el aire cobalto que cegaba. Pero a cambio hubo algo que atrapó mi mirada y que, hasta ahora, pasados tantos años, nunca supe qué fue. Llámalo voz. Apenas un rumor, una presencia, cierto aviso. Nada. Siempre es igual y atendiendo a esa ley sin cordura todo continuó como debía. El pelo revuelto por la brisa. La piel equivocada cada momento más ardiente. La sal en la saliva y los ojos empezando a olvidar hasta ahora mismo. La camiseta añil, que quizá flote todavía en otro cuerpo manchado de un olor diferente, golpeaba como una bandera de ninguna patria la carcomida barandilla de cubierta, las manos abiertas como redes, salpicadas de espuma, tan vacías. Habrá que volver, recuerdo que pensé, mientras todavía era el momento exacto de no marcharme nunca y atender a ese ruego de no seguir viaje. Y elegir ser una sombra de piedra tan igual a la ermita, tan perfecta en su ausencia, tan simplemente eterna, que alzara como un dios sumergido un brazo lento y el mar se detuviera por temor a quebrar su reflejo, despidiendo a aquel barco donde yo no estaría.

Renunciar al error es a veces el excesivo coste que exigen las alturas para entregarnos su verdad. Feliz pulso de coraje y locura que entretiene a los ángeles y empuja a la eternidad a las estatuas. Pero ahora que entre otros naufragios aquel ni se menciona, me ha sido concedido descifrar ese aviso superior que entonces no atendí: No habrá regreso. Nunca es tan tarde.


Tokio-Ga (Wim Wenders, 1985)


Como en cualquier manual de instrucciones donde es ley avanzar, antes del estadio siguiente se necesita un hecho, un nombre propio, un deseo aplazado, una certeza simple y tragar su veneno. Era septiembre y a su favor, llovía [...]






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10.10.20

XII. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




ES TAN DULCE LA MIEL DE LOS DIOSES
Manuel Merino




Fotografía de Oliver Maxwell Cooper publicada en
Autre ("The Great Search for Lady Day", 14 de enero de 2011)




¿Cómo pudo la noche convertirse en lamento?
E. Bishop


Siempre hay un momento impreciso en el que todo milagro se interrumpe para empezar a crecer como leyenda. La piedra que revienta el cristal transformando la plana transparencia en silencio; la liga que se desliza líquida por el muslo mientras vuelan los billetes que apresaba; el tazón de natillas con avena que en su caída ha salpicado todo; la misma muerte que interrumpe la cena mientras la radio continúa con su canción de amor, el corazón ya inútil como un himen quebrado. En algunos casos, saber con exactitud cuándo sucedió esa fractura es imposible. Pudo haber sido en el mismo instante en el que, para mostrar la desesperación como osadía, eligieron ese pedazo roto de ladrillo que ya vuela en el aire con toda su violencia, o aquel breve momento de vértigo y de duda al imaginar la tensión de un abrazo fingido. En su caso es posible pensar en dos instantes en apariencia tan diferentes como distanciados por años, aunque quizá ambos destellos fueran llamaradas feroces de un mismo infierno privado. Cuando su voz se abrió como una flor carnívora en una noche de calor profundamente espesa, o tras aquel primer vértigo de hielo incandescente que transformó una brizna de nieve en paraíso. 

De ninguno de ellos ha quedado registro pero, anterior a ellos, hay una fotografía que muestra esa misma niña que todavía se esconde tras sus párpados tintados esta noche de un malva pernicioso, casi grises, derrumbados. En la sien muestra una magnolia más grande que su rostro, todo ojos inmensos, expectantes; el cuerpo enfundado en un retal mal hilvanado de satén. Ella misma podría hablar de ese olor que la inunda como un latigazo cuando se entrega a su blancura: una sacudida implacable que la niega con la misma intensidad con que se entrega a la obligación de seguir hasta acabar con todo. También con ellos y su propio temor a sus ausencias, hasta limpiar de la memoria sus trajes de matones a sueldo, sus empastes de oro, su intensidad fingida y esos anillos tan pesados que ella paga donde les gusta concentrar su poder. Aunque a quien ya está muy lejos, fuera de toda norma o residencia, alguien como ella que ya se siente expulsada hasta de los espejos, por vocación o constancia, poco importa saberlo, nada de todo eso podría impresionarle. 

Ella necesita muy poco. Sin otro adorno que su propia leyenda y unos céntimos como todo ahorro, las caderas de la dama nunca echaron en falta acomodarse contra aquel piano blanco, porque sabían dejar bien claro su mensaje a cada paso. Por eso aún conservaba la costumbre de entrar a los locales por la puerta trasera. Ya quedó atrás aquel tiempo de hoteles de primera donde todavía la esperaban ramos de rosas con tarjetas dobladas de Welles, de Lester, de Sinatra; estuches con broches caros, brazaletes brillantes que son serpientes caprichosas, bombones con forma de corazón sobre almohadas de pluma  [...]





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27.10.19

XX. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El juego más hermoso

Manuel Merino


Idea Vilariño © Michel Sima



Está el espejo cuarteado como un abismo inmenso duplicando la cama y un lavabo sin lustre. El perchero, la toalla tan áspera y su olor a lejía, la persiana entornada y, en la mesilla, junto a la caja negra de los otros juguetes, una lamparita con pantalla de seda embozada por un pañuelo rojo, que pinta con un tono rosado la piel de los que juegan y sus sombras latentes sobre los inevitables desconchones del techo. Tortas curvas de pura cal quebrada que son pétalos, corolas blancas bostezantes de las que asoma un cáliz más sombrío, reliquia de una pintura previa o fruto maduro de una humedad constante, aunque sin fuerza. A veces me entretengo y encuentro entre las otras manchas que caen por las esquinas rostros perfilados que me vigilan y condenan, mapas borrosos de continentes nuevos, territorios extraños por los que me abandono al ritmo que me imponen quienes por aquí pasan.
También está la permanente magulladura del hombro, siempre el mismo por la desolada constancia de lija de barbas sucesivas de colores distintos, nerviosas, fugaces o violentas, a veces incipientes, siempre temerosas, raramente densas o sin zonas por cubrir, con olores robados de otras casas y cuerpos y oficios diferentes, mal afeitadas todas. Hay más cosas, aunque a fuerza de tenerlas tan presentes las siento muy alejadas de este momento inmóvil que no cesa, como fuera del tiempo y de esta habitación en la que permanezco quieta sobre la cama, en atenta espera contra los almohadones, las piernas separadas, los labios expectantes de un rojo lava frío, levemente alzados en una mueca triste, firmes pero brillantes, mudos, sin rastro de pereza o de haber conocido alguna vez el pudor, el pecado y la inocencia. Tercos conocedores del guion que se ajusta al progreso del clímax ajeno, tan hábiles como definitivos, aunque incapaces de entregarse a otros labios con afecto que, al suspirar, dejan ver unos dientecitos párvulos, muy blancos, negados a su oficio.

Mi pelo es natural, de color variable y raya en medio. Una espesa melena suavemente ondulada que a veces forma en su caída dos lánguidos tirabuzones viejos, cortinas que enmarcan la simetría perfecta e imposible de las cejas, finas como un trazo de lápiz duplicado, o rozan las pestañas, diminutas garras móviles siempre en alerta, protegiendo esas pupilas que todos desearían celestes, aunque, cuando me tumban, sucede siempre lo esperado, porque los párpados se cierran muy despacio con un ruidito de contrapesos de plomo que chocan contra la porcelana fina de mis pómulos maquillados, dejando en su lugar dos bruscas sombras de un azul muy eléctrico que parecen saciarlos. En ocasiones especiales mi cuello articulado luce un corto y doble collarcito de perlas siempre frías, que alguna vez resbala entre mis dientes, como parte del juego que me imponen, y en otras ocasiones reposa sobre el mármol de la mesilla, cuando el cliente exige no distraerse en nada [...] 



Juan Carlos Onetti © Dolly Onetti



Yo te veré morir, escucho decir a su mujer ahora con un tono vencido, acaso deseando ser otra, mientras piensa en un tiempo que ya no podrá ser y se afana en arreglar la casa, ventilarle la alcoba, ordenar lo imposible y entregarse a la ausente tarea de pasar la gamuza por unos vasos chatos, tallados con vértices y espumas o sacar la botella que acaba de subir del colmado. También a ella le gustaría entender por qué lo hace. Si pudiera cantar para volverse puente o látigo o naufragio, pero ya ni ella misma atiende su voz ni sus lamentos. En cambio yo utilizo palabras repetidas, solo por si, pero tampoco. Por pura piedad. Como quien calla. Palabras ciertas que provocan reacciones contrarias en un tono tan bajo, paladeadas tan despacio, que únicamente estas sábanas sucias pueden ser su futuro y, la eternidad de la memoria, su consuelo y venganza. Digo, por ejemplo, mi amor, y nada digo; repito, porque mi condena es la suya, nunca te olvidaré y no lo pienses más, sin que la voz me tiemble, o siempre estaré esperándote, porque hasta ellos saben que es mentira. La madurez y la derrota otorgan estas dulces licencias. Vos sabés. Tal vez también ellos escuchen otras preguntas en voces diferentes, eternamente detenidas entre el reproche y el agradecimiento. Por eso a veces, con mi mano y sus lágrimas, escribo palabras como fuentes abiertas en la almohada, inútiles verdades que prefieren callar. Me gustaría poder enamorarme de ti. Aunque quien dice esto ahora es la mujer del piso de al lado que vigila el reloj de la cocina o acaso quien no puede olvidarlo es la otra, la elegante y en apariencia fría, que ya llega al portal, consumida por una necesidad que la confunde, arrastrando un guiñapo goteante entre las manos que bien pudiera ser aquel, llámalo amor, por no perder el tiempo buscando otra palabra, que a ellos dos evitó hace bastante, para ser poco más que una sed inaudita, un ancla, un ahogado de piel perfecta y sonrisa bellísima o esta ingobernable maldición que condena a quien busca su luz, y ella o él o yo misma también fuésemos un personaje escrito por sus manos a quien siempre le tocara perder [...]