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12.12.16

y XVIII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016






El poeta es exacto. La poesía es exactitud.
Desde Baudelaire se ha ido comprendiendo
poco a poco que la poesía era uno de los medios
más insolentes de decir la verdad.

Soy una mentira que dice la verdad.

Jean Cocteau








   



XVII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Jean Cocteau


Me dicen los doctores: "no bebas", mas yo bebo.
Y sorbo y sorbo apuro, cumpliendo mi deber.
 
Heinrich Heine - Cocteau







   



XVI. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016





Jean Cocteau



[...] En sus momentos bajos, Cocteau se vio a sí mismo como el más odiado y perseguido artista de Francia, pero fue un pilar de la modernidad, un creador fecundo y coherente y, más tarde, un ejemplo cuya luz perduró y sigue iluminándonos y transmitiendo los frutos de su talento y de su amistad y sus relaciones con lo más florido de la inteligencia y el arte de su época en distintas vertientes, desde el cine o la poesía hasta la moda. Invirtió mucho de sí mismo, lo cual le cargó con grandes responsabilidades (Williams, 2008: 215), no siempre bien valoradas.

No es buena mezcla la de la mala salud, el opio y el incesante y diverso trabajo, y Cocteau conoció sus enervantes resultados. Él fue su obra y su obra le dio vida a él, al Jean Cocteau de la estrella y la llaga parlante. Tuvo un intenso deseo de plenitud y reconocimiento. Fue moderno en el arte y también en infinitos aspectos de su vida social y personal, heredero del espíritu de Apollinaire, y con un proyecto de vida en tensión y contradicción permanentes. “Uno debe ser un hombre vivo y un artista póstumo”, escribió y, a modo de epitafio: “Je reste parmi vous”.







   



11.12.16

XV. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




La Bella y la Bestia, Jean Cocteau, 1946







   



XIV. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Transformación de Jean Marais para La Bella y la Bestia, Jean Cocteau, 1946



¿No es justo que mi rostro se desfigure
cuando yo mismo estoy cubriendo
el de Marais con un caparazón tan doloroso?
 
Jean Cocteau






   



XIII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Orfeo, Jean Cocteau, 1950



Los amores que pueblan las obras de Cocteau nada tienen que ver con el amor burgués sentimental y romántico, y cuando lo hacen el resultado es negativo. Cerca del amor siempre ronda la fatalidad y, a menudo, el final de la obra cocteauniana es la muerte doble de los amantes —Los niños terribles, El águila de dos cabezas (L’Aigle à deux têtes, Jean Cocteau, 1948), El eterno retorno, Thomas el impostor—. El amor homosexual aparece solo de soslayo en algunas obras y explícitamente en el texto y las ilustraciones de El libro blanco o en los dibujos eróticos, en una escalada que va desde la ternura de Radiguet o de Desbordes dormidos, hasta los de carácter más abiertamente sexual y fálico, como los que ilustran Querelle de Brest de Jean Genet.

 
La Bella y la Bestia, Jean Cocteau, 1946



A Cocteau le interesa la relación entre la vida y su negación. Eros y Thánatos. Su Orfeo ama a Eurídice con un amor casero y vulgar; pero en realidad está enamorado de la enigmática Princesa, que es a su vez su propia Muerte, fría y ardiente, la que debe quitarle la vida, aunque al final lo devuelva a ella arrostrando un terrible castigo. El suyo es un amor imposible, que da la vida al difunto y castiga a la muerte. Al final, paradójico como tantas veces en Cocteau, Orfeo vuelve a casa con Eurídice, que no se ha enterado de nada, ni de la gran aventura pasional de su marido con la Princesa ni de la suya propia con el dulce Heurtebise ni de sus intervalos. Espera un niño y parece feliz y enamorada. “Había que devolverlos a su agua sucia” —comenta Heurtebise a la Princesa. Con “el agua sucia”, o “charca”, se refiere a la vida, la cotidianidad, el amor conyugal, la familia burguesa. Ellos dos, habitantes de un mundo donde el amor humano está prohibido, se disponen a recibir el castigo por sus andanzas y sus aventuras amorosas con los vivos [...]






   



10.12.16

XII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Los niños terribles, Jean-Pierre Melville, 1950.
Guión de Jean Cocteau, adaptación de su novela homónima.



Uno de los más potentes conglomerados o constelaciones de personajes que pueblan el mundo de Jean Cocteau es la familia burguesa y su reverso, la familia “bohemia”, que protagonizan dos de las grandes obras literarias y películas cocteaunianas —Los niños terribles, Los padres terribles—. Tenemos que mencionar una tercera, Las damas del bosque de Bolonia (Les Dames du bois de Boulogne, de Robert Bresson, 1945), sobre el relato de Diderot Jacques le fataliste et son mâitre. En este caso, la autoría de Cocteau se limita al brillante diálogo, que contribuye a convertirla en una obra maestra de elegancia y cinismo, y a hacer de María Casares una auténtica hechicera, a la altura de las mayores divas del cine de los años cuarenta. 

Será bueno, antes de pinchar la burbuja de la familia concebida como entidad monstruosa, comenzar diciendo que Cocteau no solo no confiaba en el psicoanálisis, sino que Freud no le agradaba y que sentía una especie de desprecio hacia las interpretaciones freudianas de algunos de sus críticos —como por otra parte le ocurre a la mayoría de los artistas—. Eso no invalida los estudios psicoanalíticos, sobre todo los de Milorad; al contrario, en su caso, suelen ser muy pertinentes y, desde luego, es inútil volver la cabeza ante el apego de Cocteau a la madre y ante el hecho de que su padre se suicidara siendo él un niño. Este acontecimiento tiñe de sangre su producción y se replica una y otra vez en su primera película, La sangre de un poeta [...]







   



XI. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016






Uno de los empeños más largos y cuajados de Jean Cocteau en el cine es la llamada por él mismo Trilogía Órfica, conjunto de tres películas que componen un universo autónomo, a la vez libre y compacto, habitado por el poeta, o sus dobles, y sus ángeles. La primera película, La sangre de un poeta (1931), es a su vez el primer largometraje dirigido por él y pertenece a lo que podemos denominar orígenes, vanguardia, tiempo de la invención; la segunda, Orfeo (1950), data de su edad madura, cuando ya dominaba el lenguaje del cine clásico, podía transgredirlo y emprender su renovación; y la tercera, El testamento de Orfeo (1960), el último filme dirigido por él, da la vuelta hacia el mundo surrealista de su ópera prima. Este retorno tiene lugar saltando por encima Orfeo, en un giro misterioso que une sus dos películas poéticas —la primera y la última—, dejando en el centro su segunda obra órfica, narrativa aunque también enigmática.




Toda una vida creativa y poética se desenvuelve en estos tres tramos, separados por largos espacios de tiempo, que en total suman treinta años. Dialogan entre sí y en ellos se hallan contenidas, a veces latentes, las principales claves del universo creativo de Cocteau, especialmente las pertenecientes a su mundo poético. Cada uno de estos filmes tiene autonomía de sentido, estilo y construcción propios, y aunque los separan muchos años, los tres constituyen un ramillete de flores espléndidas, que se complementan y ponen ante nosotros la epopeya del Poeta —llamado Orfeo para que tenga un nombre— y una historia mítica. En realidad, el protagonista es siempre un doble del creador, sobre todo en su última película, no solo dirigida sino también interpretada por él y por los actores del filme anterior, especialmente su hijo adoptivo Édouard Dermit
[...]



 







   



9.12.16

X. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Jean Cocteau en el rodaje de La Bella y la Bestia (1946)



Pese a su producción prolífica y de calidad excepcional en otras artes, como la poesía y el teatro, Jean Cocteau es conocido especialmente por su cine y, dentro de él, por las películas de las que fue creador absoluto, tanto de su historia —novela, tragedia—, como de su guion y su dirección. Separadas por largos espacios de tiempo, presentan grandes diferencias entre sí en cuanto al estilo visual, pero la unidad de los mundos que ponen en pie hace que sean, sin lugar a dudas, obras de un mismo creador, de un mismo poeta y de un mismo espíritu. Estaba este último vertido hacia la magia de lo real, gracias al dominio de la puesta en escena y a la amistad fecunda con la Décima Musa, como el llamaba a la hija más joven de Apolo: a la diosa del cine.

Cocteau decía de sí mismo que no era cineasta, sino que se servía del cine como un instrumento para su poesía. Exageraba, quizá por esa coquetería narcisista que nunca le abandonó, ni siquiera cuando dejó atrás su imagen de Jean Chic maquillado con polvos malva. Solo un cineasta que conoce a fondo su oficio, aunque no se entregue a él como única actividad, es capaz de influir en la marcha de la historia del cine con novedades tan contundentes como las contenidas en La Bella y la Bestia, Los padres terribles u Orfeo, sus tres obras maestras de las que es completamente autor. Pues en sus películas se hace realidad el concepto de cine de autor en el sentido no solo de metteur en scène sino de creador de la obra en su totalidad, su inventor y su hacedor.

La película es obra de equipo, como la pintura de taller o el gran mural, donde el maestro traza las líneas generales, diseña, crea, da vida al conjunto, pone los puntos del splendor y firma, pero no sin la ayuda de una legión de oficiales, ayudantes y trabajadores que montan los bastidores, fabrican los soportes y los colores, pintan fondos y manchas, y se afanan para que al final contemplemos la obra sola e impoluta, bajo una luz adecuada, e incluso con un sentimiento congruente con ella, de contempladores piadosos o de simples espectadores. Cocteau no será, como él mismo dice, un cineasta; pero es un artista que se sirve de la cámara y del equipo, como de la pluma cuando dibuja o de los arneses cuando trabaja con sus propias manos en los decorados de una obra teatral, en el fresco de una iglesia o en el cartón de un tapiz. Nosotros no diremos que es un poeta o un artista sino, una y otra vez, un creador. En Orfeo, cuando el protagonista se encuentra ante el Tribunal del Hades, este le pregunta “¿Qué es poeta? ¿Un escritor?” “Un escritor que no escribe”—responde Orfeo. Esto es, un autor; en algunos casos, un dios [...]







   



8.12.16

IX. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Jean Cocteau por Philippe Halsman



Me da miedo lo mullido de las costumbres.
Quiero estar libre de técnicas, de experiencia,
quiero estar torpe. Y eso es ser veleidoso,
traidor, acróbata, fantasioso.
Y, en caso de elogio: mago.
Jean Cocteau


¿Quién fue Jean Cocteau? No lo sabemos. Él mismo pugnaba por averiguarlo. Hay huellas preciosas de su manía autorretratística. En su película El testamento de Orfeo se cruza con su atildado y elegante doble, del que dice: “Le odio.” “Le odio y voy a matarle”. En esa secuencia se visualizan dos Cocteau: el creador secreto y solitario, que recorre la Zona con su compañero angélico, Cégeste, y el hombre de mundo, frívolo y dandy, que florece en sociedad. Ambos se odian porque sienten que se perjudican mutuamente y se hacen sombra [...]






   



7.12.16

VIII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Cocteau fumando opio, Cecil Beaton, ca.1938



Biografía y cronología
 
[...] 1918, muerte de Apollinaire. Cocteau funda con Blaise Cendras la editorial La Sirène. Crea el Grupo de los Seis, con quien será el compositor de sus películas, Georges Auric. El Grupo estaba en contra de la música impresionista y del wagnerianismo y participaba en las noches de jazz en el bar Gaya. Cocteau presenta Le Coq et l’Arlequin, manifiesto de las nuevas tendencias musicales, pictóricas y poéticas, y toma partido en las polémicas entre modernistas, dadaístas, cubistas y clasicistas de posguerra. Stravinski ve en uno de los textos ciertas críticas a su arte, a su wagnerianismo y a su misticismo ruso, por lo que se distancian temporalmente.
 
En 1919 se produce el encuentro de Cocteau con uno de los grandes amores de su vida, el jovencísimo y excepcional Raymond Radiguet, por intermedio de Max Jacob [...]
 
En 1923, a los veinte años, muere repentinamente Radiguet de fiebres tifoideas tras comer unas ostras en mal estado, lo que se complica por su prematuro alcoholismo. Esta pérdida, personal e intelectual, que en cierto modo representa un abandono de la famosa juventud prodigiosa de Cocteau, le sume en una profunda depresión, que trata de aliviar con opio, aconsejado por el musicólogo Louis Laloy, secretario general de la Ópera de París y autor de un clásico sobre esta droga, Le Livre de la fumée (1913). Cocteau no la desconocía, pero aumenta su uso, lo cual le provoca adicción. Durante mucho tiempo, unas siete veces, estará entrando y saliendo de clínicas de desintoxicación, alentado por sus amigos, entre ellos Jean Marais. También de 1923 data la alocución en el Colegio de Francia de Un ordre consideré comme una anarchie, donde expresa una idea que comparte con Radiguet: hay que ir incluso más allá de la vanguardia en pos de una libertad de creación total. Está dejando de ser el famoso poeta de vanguardia de los años veinte y se encamina hacia una nueva e importante etapa de su vida artística [...]





   



VII. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016





Me es difícil tomarme en serio las preocupaciones
de los dictadores y de toda persona sedienta de gloria.





   



6.12.16

VI. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Introducción
Pilar Pedraza
 
Jean Cocteau en el rodaje de La Bella y la Bestia, 1946



Lo maravilloso del cine es este perpetuo truco de cartas que se ejecuta delante del público sin que este se percate de su mecanismo.
Jean Cocteau

Un golpe con la varita mágica y ya están escritos los libros, ya rueda el cine, ya dibuja la pluma, ya interpreta el teatro. Es tan sencillo. Mago. Es una palabra que facilita las cosas. Es inútil estudiar nuestra obra. Todo se hizo solo.
Jean Cocteau


El destino más que la casualidad me facilitó la ocasión de escribir este librito. Estaba yo convaleciente de una enfermedad que me lo había disminuido todo menos las ganas de seguir imaginando y escribiendo, cuando alguien expresó a mi lado en voz alta la carencia de estudios originales españoles sobre cineastas europeos.

—¿Con cuál te atreverías tú, Pilar? —preguntó medio en broma.
Fue como si me atravesara un rayo. No lo pensé. Lo sentí. Dije:
—Cocteau.
Y enseguida oí o imaginé vívidamente una sola palabra, como si una voz la hubiera pronunciado:
—Adjudicado.

Los amigos circundantes me miraron con cierta sorpresa. Jean Cocteau era para todos un hueso duro de roer. Para mí, además, que lo había explicado muchas veces en mis clases de Vanguardia en la universidad, un reto pero también una maravillosa aventura. Así que me puse en marcha con ayuda de Luis Pérez Ochando, que es mi ángel Heurtebise, y me lancé a una de las más estimulantes aventuras de mi vida.

Con esta obra no me propongo —sería pecado de hybris— realizar una tersa monografía académica, sustentada por las más solventes metodologías que se usan en nuestra profesión. Mi propósito es a la vez más modesto y más alocado: acercarme al creador y a sus obras como un todo, compartir y hacer compartir su originalidad, su  anarquía y su incómoda libertad de “heterodoxo no iconoclasta”.4

Cocteau es una especie de galaxia compuesta por grandes estrellas que brillan como soles, planetas muertos y gran cantidad de polvo diamantino. Es sabido que cultivó todos los géneros del arte: literatura, teatro, cine, pintura; que fue vanguardista sin secta, y mago del espíritu. Dotado de una mala salud de hierro, derramó su sangre por nosotros en películas tan hermosas como La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, Jean Cocteau, 1946), cuyo rodaje constituyó un calvario en el que todo su cuerpo se rebeló. Como Wim Wenders en Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), Cocteau paseó con ángeles guardianes o letales, y disfrutó de una juventud eterna mientras vivió.

Se consideraba a sí mismo poeta —poeta del cine, de la poesía, del teatro—. Yo le considero creador. Sus manos de reptil son una metáfora, con la que tan pronto reconstruye una flor deshecha, como escribe en una pizarra de estudio cinematográfico los títulos de crédito de una película o llena de “tatuajes” la piel interior de una casa, como la de la villa Santo Sospir de Madame Weisweiller. Puede hacerlo todo, crearlo todo, a veces jugando, como con las migas de pan de una mesa, a veces planificando una obra monumental como el filme Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950).

Jean Cocteau, que consideraba a Orfeo como el poeta por excelencia y a sí mismo como un Orfeo moderno, fue un bricoleur genial. Artesano, ilusionista y poeta, exhibió los trucos más sorprendentes, que en su cine siempre son sencillos como los de Georges Méliès, y maravillosos montajes en su teatro y sus escritos —poesía, ensayo, novela—. Tocó todos los palos de la baraja del arte y, sin embargo, no fue un amateur sino un profesional en casi todo cuanto abordó con su creatividad desbordante. 

Cuando leemos, por ejemplo, su diario de rodaje de La Bella y la Bestia, encontramos a un cineasta no solo de gran inventiva, sino con un oficio sólido que él mismo sabe explicar y transmitir, y lo mismo ocurre con el teatro y la literatura. Sus notas, sus indicaciones, sus apreciaciones son las de un profesional de primera categoría, dotado además de un talento singular: la ligereza. Pero, como le dijo en una ocasión Picasso —y ambos lo sabían muy bien—, “el arte no es una cuestión de oficio.” En ellos no lo es: es una cuestión de creación. Cuando presenta el decorado de su obra teatral Orfeo (1927), lo describe con un fuerte sabor a espectáculo popular, de feria, pero con la volatilidad de la vanguardia: “Un salón en la casa de recreo de Orfeo. Es un curioso salón. Se parece un poco a los salones de los prestidigitadores. […] La decoración recordará a los aeroplanos o barcos ilusorios de los fotógrafos de feria” (Cocteau, 1966: 523). Hasta la muerte está emparentada para el joven Cocteau con el ilusionismo: “Acostumbrado desde mi infancia a ver a un prestidigitador hacer reaparecer en la chistera el reloj que me había escamoteado, ¡cómo podría yo hacerme a la idea de que habremos de desaparecer para siempre!” (Cocteau, 2013b: 274). Por eso hemos ideado el sobrenombre de El gran ilusionista para este trabajo. Tómese como un homenaje lleno de admiración y, tal vez, de una inocencia similar a aquella de la que hizo gala el mismo Cocteau. Fue también el funámbulo que tenía que mantenerse en equilibrio entre el cielo y la tierra. “A través de la imagen metafórica del acróbata —escribe Montserrat Morales (en Cocteau, 2013b: 428)—, se expresa también el sentimiento del peligro que anima al poeta, aquilibrista entre la vida y la muerte, entre el yo profundo y la conciencia, entre lo visible y lo invisible, entre la realidad y el misterio”.


Jean Cocteau



Jean Cocteau fue desde su primera juventud hasta su muerte un espíritu inquieto, con necesidad de expresarse no importaba por qué medio. Siendo siempre reconocible por su naturaleza poética libre, con un amplio componente vanguardista, no le llamaremos “poeta” como se ha hecho —y ha hecho él mismo al proclamarse autor de “poesía de cine, poesía gráfica, poesía crítica, poesía de novela y poesía de teatro”—, rebajando su altura, sino “creador”, en el sentido de hacedor de universos y de las normas por las que estos se rigen. No es pintor ni novelista, no es cineasta ni filósofo; es autor, como lo fueron los artistas del “disegno” del Renacimiento, pero en plena modernidad, en la era de la electricidad y el maquinismo, y en un momento único en el mundo: la primera mitad del siglo XX, denso en acontecimientos generales brillantes y dramáticos, sobre los que su espíritu flota como una pluma sin deterioro aparente, dando hasta el final una producción mágica, unas obras y unos textos transparentes, profundos y de una ligereza incomparable. 

Se puede estudiar por separado su producción textual y su producción espectacular o audiovisual, pero ¿dónde queda entonces una obra como El testamento de Orfeo (Le testament d’Orphée, Jean Cocteau, 1959)? ¿Dónde, el drama y la película Los padres terribles (Les parents terribles, Jean Cocteau, 1948)? Organizar en un esquema sencillo el enorme material que constituye la obra visible y accesible de Cocteau no es fácil, pero tampoco imposible. Mi punto de partida ha sido juntar todas las cartas sobre la mesa, sin atenerme a los palos, y jugarlas por lo que las une y no por lo que las separa. Así, en el epígrafe dedicado a Orfeo, estudio conjuntamente la obra de teatro y la película, su guion y El testamento de Orfeo, separados por muchos años pero unidos por un élan creativo único. He procurado ofrecer al lector la visión de cada una de las grandes obras, del Potomak al Testamento de Orfeo, recogiendo los aciertos que jalonan el trabajo del creador desde los años cincuenta hasta la actualidad, especialmente los que se refieren a tres cuestiones que ilustran y deslumbran: el intervalo, la Zona intermedia y el espejo.

Para una mejor comprensión de un universo tan trabado —y que yo quería vivo— como el de Cocteau, he dividido este estudio en dos partes. 

La primera está dedicada a su biografía —a su vez considerando en ella tanto sus avatares personales como los creativos, sus amistades intelectuales y sus aventuras en una época tan viva como la de entreguerras—, y a los cimientos de su obra en todos los campos: ballets rusos y suecos, primeros escritos originales, estética de la representación, los actores y el tiempo y las artes figurativas. La segunda parte trata fundamentalmente del cine —desde La sangre de un poeta (Le Sang d’un poète, Jean Cocteau, 1932) hasta El testamento de Orfeo—, tanto del que le corresponde como autor total, como de aquel en el que interviene como escritor —El eterno retorno (L’Éternel Retour, Jean Delannoy, 1943) o Thomas el impostor (Thomas l’imposteur, Georges Franju, 1965), por ejemplo—. Por último, acompañan al texto los habituales instrumentos críticos: una sucinta filmografía, y una bibliografía que he procurado extensa, aunque en este caso es difícil porque los estudios sobre Cocteau, salvo los grandes clásicos, son variados y dispersos.

No quiero terminar estas palabras preliminares sin señalar la importancia que ha tenido para la creación de este libro mi amigo y fiel compañero de fatigas intelectuales el Dr. Luis Pérez Ochando. Siempre está a mi lado cuando le necesito, pero esta vez se ha pasado de generoso, y Jean Cocteau —esté donde esté— sabe mejor que nadie cuánto le debo y también lo agradecida que le estoy. Quiero creer que ambos —o los tres— hemos disfrutado con esta obra como con un juguete de los dioses. 

Valencia, 2016.






   



4.12.16

III. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Prólogo
La obra como vida, la vida como obra
Luis Pérez Ochando


Jean Cocteau por Pierre Jahan, 1947


Jean Cocteau no era un hombre sino dos, tal vez muchos más. Se confunden, se superponen. Es pensador y dramaturgo, novelista y pintor, cineasta y poeta, todo a un tiempo; sus películas pintan poemas, sus dibujos narran pensamientos. La suya es una obra enorme y compleja, de la que brota una enmarañada foresta de biógrafos, comentaristas y críticos diversos. Cuando Pilar Pedraza me contó que planeaba escribir un libro sobre él, me eché las manos a la cabeza y maldije a Rubén Higueras, que era quien le había propuesto escribir un monográfico para la colección “Trayectos” de Shangrila. Jean Cocteau es inmenso, no solo por su talento, sino por lo inabarcable de la suma de su producción y la bibliografía escrita sobre ella.

Sin embargo, el propio trayecto de la investigación y la escritura de la obra transcurrieron siempre bajo el sol. Fructificó y la cosecha fue abundante. Lo que parecía escarpado, fue allanado por el tesón y la dedicación de Pilar Pedraza y, también, por el placer que proporcionan los textos de Cocteau, que nos acogen como un viejo amigo y nos invitan siempre a seguir leyendo y comprendiendo al creador y todos sus espejos.
 
Sin embargo, este panorama de reflejos —propios y ajenos— que constituye la obra del autor no debe hacernos perder de vista que Cocteau no era un hombre sino dos, dos sombras que lo son la una de la otra, dos seres que se aman y se odian. Como el hermafrodita de sus obras, diverso en un solo cuerpo; como los hermanos de Los hijos terribles en el instante de la muerte. Esas dos sombras son la del hombre y la del creador, la de la vida y la obra, que en Cocteau se necesitan tanto como se odian. Una de las tensiones más constantes en su obra cinematográfica es, de hecho, la que confronta el estar en el mundo —propia del hombre afamado—  con la búsqueda de lo inefable y lo ultraterreno —propia del poeta—. El Orfeo laureado es enemigo del Orfeo que visita el Inframundo.

Y, sin embargo, el uno depende del otro, se detestan pero se buscan. La creación ansía el Parnaso y la Gloria, hastiada, desea volver a moldear el fango salvaje con sus manos. En La sangre del poeta (Le Sang d’un poète, Jean Cocteau, 1932), el creador se mata varias veces en pos de la inmortalidad, se juega el corazón mismo de su infancia muerta, y todo ¿para qué? ¿Para lograr un aplauso burgués? Alcanzar la gloria petrifica la vida; de los laureles cae un polvo de yeso que fosiliza las arterias; la única inmortalidad es la de las estatuas.

El protagonista de Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950) no es feliz en su fama, hasta los policías y las adolescentes le reconocen y se deshacen por un autógrafo. En cambio, los vanguardistas lo desprecian. Pero ¿su infelicidad procede de su fama o del hecho de no ser lo suficientemente reputado entre la juventud más trasgresora? ¿Busca más allá de la muerte una poesía más auténtica o, por el contrario, vampiriza los versos de un poeta muerto para ser idolatrado por los jóvenes? Sus intenciones y deseos son ambiguos: ¿El arte o la fama? ¿La esposa del hogar o la princesa del Hades? La gesta del Orfeo de Cocteau culmina, como Ulises, retornando a Ítaca, olvidando a Calipso en su exilio de Ogigia. El suyo es un relato de fracaso, una obra trágica porque en ella el amor burgués vence sobre aquel otro amor, arrebatado y terrible, de la poesía, de la Muerte y de los dioses; pero ¿acaso hubiera sido un éxito de haber seguido muerta Eurídice?

Las paradojas entre vida y arte —fama y poesía— se extendían a la propia vida de Jean Cocteau. Es en ellas donde hallamos el porqué de su ambivalencia frente al entorno de la Vanguardia o en su discurso de ingreso en la Real Academia Francesa. Respecto a la Vanguardia, le incomoda en la medida en que se torna movimiento y, por tanto, norma, uniformidad, compromiso, cumplimiento, un orden nuevo en el que, para volver a destacar, cree tener que volver a lo normal; respecto a la cultura oficial, sucede lo mismo, pero a la vez se desespera por ser reconocido como parte de ella.





Yukio Mishima expuso una disyuntiva similar: si pasas la vida escribiendo, depurarás tu estilo pero no tendrás nada que contar; si vives a fondo la vida, tu lenguaje será pobre y solo podrá arrojar una pálida sombra de tu experiencia. A menudo, la respuesta de Cocteau ante tal problema consiste en hacer de su propia persona una obra de arte andante y, al mismo tiempo, en crear una obra que contenga una verdad mayor que la vida. Así, emprende algunos momentos de su vida como auténticos actos creadores: se plantea rehabilitar al boxeador Panama Al Brown para que recupere el título mundial; cuando piensa que la vanguardia se ha vuelto dominante, se dedica a pintar iglesias. En sentido inverso, sus poemas, novelas, dramas y filmes tratan de aprehender esa vida oculta, interior, que rara vez sale a la luz.


El poeta desea una fama que desprecia; el hombre busca una vida plena aun a costa de sacrificarla ante el papel. No es extraño que la vida y la obra de Cocteau estén atravesadas por escisiones y grietas, pero es precisamente en estas heridas donde el autor encuentra la auténtica realidad del arte. El poeta tiene la capacidad de cruzar todos los umbrales, de transgredir la muerte, de crear la vida de las cenizas, de traspasar el tiempo, de moverse entre dos mundos. Orfeo (1950) está repleto de fronteras que se atraviesan, puertas, espejos, ventanas, agua, superficies que reflejan el mundo visible y ocultan lo que hay tras ellos. Como nos recuerda Sancho Rodríguez, el poeta intenta aprehender lo que llama «l’Inconnu», «algo que escapa al conocimiento humano y que, por lo tanto tampoco puede ser alcanzado por el lenguaje».

No es un camino fácil, tampoco exento de dolor o riesgo. Incluso, podemos apreciar cierto masoquismo en una poesía que, en ocasiones, se centra en un dolor que condena y salva, en el agon de la creación como sacrificio para el hombre y redención para el poeta, en la enfermedad como celebración de la corporalidad y la gloria inmortal como negación de la vida física. Pero también podemos rastrear esta búsqueda interior en otro concepto que fascina a Pilar Pedraza y que aparece a lo largo de toda la obra del creador: el intervalo.

El intervalo, en palabras de Pilar Pedraza, es “una brecha o grieta que, aparecida en la superficie reflectante del texto, deja ver o salir un contenido inesperado, oscuro, interior, o pone en relación dos mundos que se creían absolutamente separados, […] un tiempo de lo insólito, las tinieblas, el inconsciente, lo equivalente al reverso del espejo” (Pedraza; Pérez Ochando, 2016). En la fisura entre dos planos, sucede lo inefable; en el instante en que tarda en caer una carta en el buzón, tiene lugar un viaje a los infiernos; en el fuera de campo, la imagen se trastoca; más allá del margen de la página, vuelan los ángeles que transportan el poema. Cocteau elabora una poética de la creación que se desarrolla no solo a través de múltiples ensayos —de entre los que destaca La dificultad de ser—, sino a través de su obra de ficción.

Así como no es fácil separar su obra de su vida, tampoco resulta factible separar su pensamiento de su creación. Al Cocteau cineasta, por ejemplo, se le ha acusado de amateur, de aficionado sin técnica; pero, como demuestra Pilar Pedraza en este ensayo, conocía en profundidad la retórica cinematográfica y tenía sus propias ideas sobre cómo crear una película, ideas que perseguía con firmeza aun a pesar de la opinión del director de fotografía o del compositor de la banda sonora, que solo ante el resultado final entendían las razones de Cocteau. Estudiando sus ensayos, se comprende su puesta en escena; analizando su poesía, se revelan los saltos y silencios del montaje.






La obra de Cocteau puede abordarse desde múltiples enfoques: podemos recurrir a la mitología, al formalismo, a la ideología o al psicoanálisis —que a él personalmente tanto le disgustaba—; podemos preguntarle a Jacques Lacan, a Carl Jung o a Sigmund Freud, en cambio, Pilar Pedraza interroga a Jean Cocteau y lo busca en sus propios textos, en sus reflexiones, en sus películas, en sus creaciones originales. Revisar la bibliografía sobre el autor ha sido una tarea heroica, parangonable solo a la del establo de Augías; sin embargo, dado el carácter personal del universo cocteauniano, era preciso regresar a su persona o, por lo menos, a esa sombra que le iba siguiendo a través de sus escritos y cuadernos de dibujo. De ahí que, en esta obra, se preste más atención en releer a las fuentes que en desmenuzar la fragorosa hojarasca que ha ido creciendo desde su tumba —o incluso antes, desde su madurez—; de ahí, también, que se centre tanto en su vida como en todas sus facetas como creador, pues ni estas pueden entenderse desgajadas unas de otras ni, tampoco, de los avatares biográficos del poeta.

Como dijimos, Cocteau hizo de su vida personal una novela —una obra de arte, si se quiere— y la pluma de Pilar Pedraza planea sobre ella esbozando una vista general, pero también deteniéndose en las anécdotas y circunstancias que dan color a sus días. A través de ellos comprendemos el lugar que ocupaba Cocteau en la cultura de un París hormigueante de ideas, estéticas y movimientos, entre los que Cocteau funcionaba como vínculo y catalizador —solo con sus amistades, daría para escribir un libro entero—. De la vida de Cocteau, Pilar rescata rubíes, topacios, diamantes, sin perderse en la gravilla académica que empiedra parte de la literatura universitaria, enterrando el destello del genio.

Jean Cocteau. El gran ilusionista es un libro de cine y, sin embargo, no era posible comprender bien sus películas sin conocer también el resto de facetas del creador, que dialogan abiertamente con sus películas. En ocasiones, adapta sus propios dramas teatrales —Orfeo (1950), Los padres terribles (Les Parents terribles, Jean Cocteau, 1948)—; otras veces, cita su trabajo pictórico — La Villa Santo-Sospir (1952), El testamento de Orfeo (Le Testament d’Orphée, Jean Cocteau, 1959)—; pero siempre trabaja desde una filosofía de la creación coherente a lo largo de los diferentes medios de expresión. Pilar Pedraza entiende la obra de Cocteau como un todo global, por lo que su libro —pese a proporcionarnos una cartografía que facilita la navegación— aborda cada una de sus facetas y establece conexiones entre ellas.

Perseguir al fantasma doble de Cocteau supone internarse en una tierra de lo incierto —quizá en la Zona de Orfeo, al otro lado del espejo—. Damos un paso y nos hemos perdido, damos otro más y hemos pasado del cine a la poesía, de la novela al teatro. Los intervalos son traicioneros y Cocteau no siempre avisa de dónde se hallan escondidos. Por fortuna para el lector, Pilar Pedraza tiende en esta obra los senderos que permiten comprender a este personaje fascinante y demarcar una obra compleja, inabarcable, deslumbrante. Quizá algún lector creyera conocer ya a Jean Cocteau, pero ahora se percatará del resto de facetas que dan sentido completo al universo del creador. La empresa, como dijimos, parecía de lo más arduo, pero, al final, resultó un viaje placentero cuyo resultado es el libro que tiene el lector en las manos.

Atravesemos ahora el espejo. Una mano amiga nos guía, llegaremos al otro lado más sabios, más felices y, quizá, contagiados por la vitalidad de Pilar Pedraza y Jean Cocteau, más jóvenes incluso.