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27.10.19

XXI. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





A modo de epílogo



Sharon Olds



Jugábamos a las muñecas en esa casa en la que Papá se tambaleaba con el 
cuchillo del Día de Acción de Gracias, en la que Mamá lloraba a mediodía 
ante el único pedazo de queso fresco y rezaba para tener fuerzas y no 
matarse. Nos arrodillábamos ante los
cuerpos de goma, los bañábamos
con cuidado, refregábamos sus
manitos anaranjadas, los arropábamos bien fuerte,
les dábamos las buenas noches, nunca hablábamos de
la mujer que, como una herida abierta,
lloraba en la escalera, ni del hombre como un
búfalo atascado, perplejo, aturdido, que se arrastraba
con flechas en su costado. Como si hubiéramos hecho
un pacto de silencio y de seguridad, nos arrodillábamos y
vestíamos aquellos torsos diminutos de
elegantes ombligos y agujeros minúsculos
para orinar y toda esa
oscuridad en sus bocas abiertas, por eso
no he sido capaz de perdonarte que entregaras
a tu hija, que la dejaras ir a los 
ocho como si tomaras a Molly Ann o a
Tiny Tears y le sostuvieras la cabeza
bajo el agua en la bañera de juguete 
hasta que ya no subieran las burbujas, o arrojaras
su cuerpo rosado al fuego que
ardía en esa casa en la que tú y yo,
hermana, sobrevivimos apenas, en la que
juramos proteger.



Sharon Olds (San Francisco, 1942) 
The Pact [“El Pacto”], The Dead and the Living
Nueva York: Alfred A. Knopf, 2009, p.45 









   



XX. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El juego más hermoso

Manuel Merino


Idea Vilariño © Michel Sima



Está el espejo cuarteado como un abismo inmenso duplicando la cama y un lavabo sin lustre. El perchero, la toalla tan áspera y su olor a lejía, la persiana entornada y, en la mesilla, junto a la caja negra de los otros juguetes, una lamparita con pantalla de seda embozada por un pañuelo rojo, que pinta con un tono rosado la piel de los que juegan y sus sombras latentes sobre los inevitables desconchones del techo. Tortas curvas de pura cal quebrada que son pétalos, corolas blancas bostezantes de las que asoma un cáliz más sombrío, reliquia de una pintura previa o fruto maduro de una humedad constante, aunque sin fuerza. A veces me entretengo y encuentro entre las otras manchas que caen por las esquinas rostros perfilados que me vigilan y condenan, mapas borrosos de continentes nuevos, territorios extraños por los que me abandono al ritmo que me imponen quienes por aquí pasan.
También está la permanente magulladura del hombro, siempre el mismo por la desolada constancia de lija de barbas sucesivas de colores distintos, nerviosas, fugaces o violentas, a veces incipientes, siempre temerosas, raramente densas o sin zonas por cubrir, con olores robados de otras casas y cuerpos y oficios diferentes, mal afeitadas todas. Hay más cosas, aunque a fuerza de tenerlas tan presentes las siento muy alejadas de este momento inmóvil que no cesa, como fuera del tiempo y de esta habitación en la que permanezco quieta sobre la cama, en atenta espera contra los almohadones, las piernas separadas, los labios expectantes de un rojo lava frío, levemente alzados en una mueca triste, firmes pero brillantes, mudos, sin rastro de pereza o de haber conocido alguna vez el pudor, el pecado y la inocencia. Tercos conocedores del guion que se ajusta al progreso del clímax ajeno, tan hábiles como definitivos, aunque incapaces de entregarse a otros labios con afecto que, al suspirar, dejan ver unos dientecitos párvulos, muy blancos, negados a su oficio.

Mi pelo es natural, de color variable y raya en medio. Una espesa melena suavemente ondulada que a veces forma en su caída dos lánguidos tirabuzones viejos, cortinas que enmarcan la simetría perfecta e imposible de las cejas, finas como un trazo de lápiz duplicado, o rozan las pestañas, diminutas garras móviles siempre en alerta, protegiendo esas pupilas que todos desearían celestes, aunque, cuando me tumban, sucede siempre lo esperado, porque los párpados se cierran muy despacio con un ruidito de contrapesos de plomo que chocan contra la porcelana fina de mis pómulos maquillados, dejando en su lugar dos bruscas sombras de un azul muy eléctrico que parecen saciarlos. En ocasiones especiales mi cuello articulado luce un corto y doble collarcito de perlas siempre frías, que alguna vez resbala entre mis dientes, como parte del juego que me imponen, y en otras ocasiones reposa sobre el mármol de la mesilla, cuando el cliente exige no distraerse en nada [...] 



Juan Carlos Onetti © Dolly Onetti



Yo te veré morir, escucho decir a su mujer ahora con un tono vencido, acaso deseando ser otra, mientras piensa en un tiempo que ya no podrá ser y se afana en arreglar la casa, ventilarle la alcoba, ordenar lo imposible y entregarse a la ausente tarea de pasar la gamuza por unos vasos chatos, tallados con vértices y espumas o sacar la botella que acaba de subir del colmado. También a ella le gustaría entender por qué lo hace. Si pudiera cantar para volverse puente o látigo o naufragio, pero ya ni ella misma atiende su voz ni sus lamentos. En cambio yo utilizo palabras repetidas, solo por si, pero tampoco. Por pura piedad. Como quien calla. Palabras ciertas que provocan reacciones contrarias en un tono tan bajo, paladeadas tan despacio, que únicamente estas sábanas sucias pueden ser su futuro y, la eternidad de la memoria, su consuelo y venganza. Digo, por ejemplo, mi amor, y nada digo; repito, porque mi condena es la suya, nunca te olvidaré y no lo pienses más, sin que la voz me tiemble, o siempre estaré esperándote, porque hasta ellos saben que es mentira. La madurez y la derrota otorgan estas dulces licencias. Vos sabés. Tal vez también ellos escuchen otras preguntas en voces diferentes, eternamente detenidas entre el reproche y el agradecimiento. Por eso a veces, con mi mano y sus lágrimas, escribo palabras como fuentes abiertas en la almohada, inútiles verdades que prefieren callar. Me gustaría poder enamorarme de ti. Aunque quien dice esto ahora es la mujer del piso de al lado que vigila el reloj de la cocina o acaso quien no puede olvidarlo es la otra, la elegante y en apariencia fría, que ya llega al portal, consumida por una necesidad que la confunde, arrastrando un guiñapo goteante entre las manos que bien pudiera ser aquel, llámalo amor, por no perder el tiempo buscando otra palabra, que a ellos dos evitó hace bastante, para ser poco más que una sed inaudita, un ancla, un ahogado de piel perfecta y sonrisa bellísima o esta ingobernable maldición que condena a quien busca su luz, y ella o él o yo misma también fuésemos un personaje escrito por sus manos a quien siempre le tocara perder [...]











   



XIX. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Eva, muñeca de la Nación

Mariel Manrique







[...] Mi patria es terrible. Por eso tiene su muñeca. 
Yo no tengo patria pero muñeca, sí. 
De melodrama y de radioteatro, de musical de Broadway. 
Los aviones de línea cruzaban el mar.
Para traerte vaporosos vestidos de París. 
Los aviones de guerra cruzaron el cielo.
Para bombardear la plaza.
El plato que les diste, el nervio que tocaste. 
No la clase de nervio. El nervio de clase.
Figura yacente, por fin. 
Del tabú al fetiche con poderes sobrenaturales. 
Santa de los altares pobres, Puta de las mesas bien servidas. 
Muñeca ambivalente con falo imaginario. 
Un animal, un “eso”.
Estampitas y ultraje, adoración y espanto. 
Hubieran querido enterrarte parada, como un macho. 
Te lavan, te visten, te trasladan. 
Te embala, te ama, el embalsamador. 
Consumida y colgada de un techo sindical, con los brazos en cruz. [...] 











   



26.10.19

XVIII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





La máscara de la efigie
La lente del ojo en  su repetición de la imagen

Ruth Llana


Wanda Wulz, Io + gatto, 1932



[...] La fotografía es un acto de amor y, como tal, un acto cruel en la medida en que reproduce un momento detenido en el tiempo, sus posibilidades infinitas, lo que pasó; pero también sus imposibilidades, lo que pudo pasar, cómo podría haber pasado, lo que nos persigue como la sombra de las horas que no existieron. La fotografía supone la creación de un fantasma y de sus variaciones, la transfiguración de un rostro como en el caso de Io + gatto, la fotografía de Wanda Wulz. 

Wanda superpone su rostro con el de su gato y Wanda deja de ser “Wanda”, así como el gato deja de ser “gato”. La repetición aquí no ocurre sin distorsión. El reflejo de Wanda y del gato no es una imagen exacta y, a su vez, es todo lo exacta que puede ser esta conspiración de la lente. Quizás esta imagen de Wanda es más Wanda que la propia Wanda, porque quizás la existencia de Wanda exige la existencia del gato: la una necesaria para la supervivencia del otro y viceversa. Así, la lente no estaría recogiendo una distorsión sino una efigie de quién es realmente Wanda, porque Wanda no puede representarse a sí misma; es decir, Wanda no puede ser la repetición. Pero la lente sí puede repetir a Wanda, o en su defecto, los ojos del gato pueden repetir a Wanda. El gato puede crear la efigie de Wanda en sus ojos y congelarla para siempre en una instantánea imperfecta que cambiará con el paso del tiempo diluida en la memoria. Queda fuera de la cuestión tanto si esa imperfección es exacta en su representación de quiénes son Wanda y el gato como si no lo es. En toda imperfección hay una exactitud que se escapa y otra que se recupera, como en el caso de las efigies. En el proceso de transfiguración, se asume una parte que se pierde y otra parte totalmente nueva que se gana. Al mirar (en sus infinitas maneras) este autorretrato de Wanda Wulz, es posible ver, o intuir, a tres entidades diferentes. Por un lado, a la mujer y al gato por separado; por otro, a la mujer + el gato, indivisibles, un ente único. Al intentar separarlos hay una parte de Wanda que se pierde, así como también desaparece una parte del gato cuando se intenta concretar su forma. Esas dos mitades son necesarias para poder ver Io + gatto, la parte nueva que no responde a un término exacto, a una silueta marcada: es el reflejo del reflejo al fondo del espejo.

Acerca de la transfiguración, Hervé Guibert escribe en su álbum fotográfico Suzanne et Louise:

“Ce qui passe au moment de la photo sur le visage de Louise, n’est-ce pas en vérité la transfiguration? Quand je lui montre les dernierès photos où elle apparaît les cheveux défaits, le visage détendu, extraordinariement belle, et ayant perdu son âge tout à coup, Louise ne se reconnaît pas, elle croit d’abord voir sa soeur: ‘ce n’est pas moi’” (Suzanne et Louise, sin número de página)

[Eso que sucede en el momento de la foto en la mirada de Louise, ¿no es en verdad la transfiguración? Cuando le muestro las últimas fotos donde ella aparece con el pelo suelto, el rostro relajado, extraordinariamente hermosa, habiendo perdido sus años de súbito, Louise no se reconoce, cree, en un primer momento, haber visto a su hermana: “esa no soy yo” (Suzanne et Louise; sin indicación de página –la traducción me pertenece)]. 

A través de la lente, Louise no se reconoce a sí misma porque ha pasado por un proceso de transformación. [...] 











   



25.10.19

XVII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Súbitamente muerta, extensamente viva
Acerca de una fotografía de Enrique Metinides
y una atracción circense de P. T. Barnum

Mariel Manrique





[...] El 29 de abril de 1979, alrededor de las dos de la tarde, Adela Legarreta Rivas le ofrendó a Enrique Metinides el instante que había estado esperando durante toda su vida. Le dedicó su muñequización. Adela se hizo muñeca para que Metinides la fotografiara. Prensada contra un poste de semáforo en la intersección de Chapultepec y Monterrey, descoyuntada y soberbia, vuelta un memento mori urbano en medio del tráfico y el ruido del coqueto barrio de Colonia Roma, en plena Ciudad de México, Adela se quedó seca, tiesa y muda para siempre. Sus ojos abiertos eran un estrépito, lo más insoportable de la tarde. Por eso les cierran los ojos a los muertos. Porque ya no sirven para nada, porque nunca nos aterran tanto como cuando ya no sirven y se aferran a su función perdida. Como los ojos abiertos de los muertos, los de Metinides nunca quisieron ponerse a dormir. Como las muñecas, Adela ni siquiera pestañeaba. Entre ella y él había un hilo de plata, finísimo como el de la sangre que a ella le atravesaba la cara. Y una fosa invisible y radical [...]




¿Qué hubieran podido hacer con tu enormidad?
Medirla, burlarse, exhibirla, amarla. 
Esas fueron las cuatro fases de la luna en la breve vida de Anna Swan, nacida el 7 de agosto de 1848 en la costa oriental de Canadá, en el condado de Colchester (provincia de Nova Scotia), con una propensión genética al crecimiento. El tormento de la medición la acompañó hasta el fin, simplemente porque su estatura no se ajustaba a los parámetros de la normalidad. La normalidad es una cuestión de parámetros. A los cuatro años, Anna medía un metro con treinta y siete centímetros y, a los diez, un metro con ochenta y cinco. A los quince se inclinaba a mirar a sus padres y a sus doce hermanos de estatura “normal” desde sus dos metros con trece centímetros, como un faro o un baobab de naturaleza humana, pero no tanto. A los diecisiete, ya rozaba los dos metros treinta. Según las últimas mediciones de su época, alcanzó una altura máxima de dos metros cuarenta. En su edad adulta, un consejo de sabios la midió por primera vez con precisión científica, para certificar su condición de violadora serial de medianías. El gigantismo marcó toda su vida e hizo de ella una muñeca gigante, empecinada en vivir y por todo lo alto. El encanto habitual de una muñeca es su tamaño asequible, esa pertenencia a la nomenclatura oficial de pesos y medidas que la transforma en un objeto portátil y sumiso. Una muñeca se transporta, se sacude, se golpea, se abraza y se destripa; no se escapa y solo huye si la llevamos a cuestas. Una muñeca se lava y se peina, se para, se sienta y se levanta, anda desnuda o cubierta según nuestros designios. Una muñeca no disputa ningún espacio de poder, simbólico o real. Ni siquiera disputa un espacio, a secas. Básicamente, porque además de su tamaño “normal” (ay, esta palabra…), una muñeca es un objeto sobre el que ejercemos poder, y que no nos desafía jamás. Anna Swan se pasó su casi medio siglo de existencia desafiándolo todo, en un mundo en el que todo, para ella, era un desafío. La “normalidad” es una cuestión de parámetros, sí. Establecidos en base a mayorías. En pleno S. XIX, Anna no era ni siquiera una minoría sino un freak.

No se ajustaba a nada. Ni a las camas ni a las puertas ni a las mesas ni a las ventanas. Sus verbos eran tropezar y golpear, y sobresalir, contra y entre todas las cosas de la modestísima casa de la infancia. Anna fue la delicia y el galimatías de los carpinteros de su pueblo, convocados para ensanchar marcos a niveles de asombro y construir muebles a medida de un cuerpo interminable. Al verla jugar con sus hermanos, los vecinos del pueblo la consideraban una retardada. Mamá Swan decidió que se educara en el ámbito doméstico, para evitar la tortura de la escuela y la exposición pública. Entre muros, Anna leyó la Biblia y aprendió a coser, muerta de aburrimiento. Los vecinos espiaban tras los muros, pegándose codazos y con la boca abierta. El portento de su estatura, que bien podría haber ocupado la primera plana de la crónica sensacionalista, llegó a oídos de Phineas Taylor Barnum, el famoso empresario especializado en la caza de rarezas que construiría un imperio basado en la excepción, que culminó en la fundación del Barnum Circus. Como todos los reclutados por Barnum, Anna era una gran (una grandísima) inadaptada. Y, como bonus track, era mujer en una tierra que solo había conocido, en materia de gigantismo, a los gigantes de la mitología, el relato bíblico y la literatura [...] 











   



24.10.19

XVI. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





El síndrome del túnel carpiano
Muñecas: sentidos, historias, formas

Erika M. Jaramillo


Conjunto de matrioskas



[...] en 1885, Savva Mamontov, empresario ferroviario y filántropo, fundó la Ópera Privada de Moscú. Se dice que en diciembre del año siguiente, Savva Mamontov asistió a una exposición de objetos japoneses que se realizó en San Petersburgo; y que entre los objetos expuestos observó una figura que correspondía a la representación iconográfica de uno de los Shichifukujin, la cual contenía en su interior otra figura. Estos objetos despertaron su interés. Las dos figuras representaban a Fukurokuju (chino: 福祿壽), el dios de la felicidad, la riqueza y la longevidad que suele ir acompañado por una grulla y una tortuga. La figura de mayor tamaño lo representaba en parte como suele ser descrito, con cabeza y bigotes alargados, calvo, sosteniendo un bastón y un rollo; y la de menor tamaño lo hacía de igual manera, pero más joven, con cabello y barba. Se dice también que estas figuras provenían de la isla de Honshu, principal archipiélago japonés, y que las primeras figuras de este tipo realizadas allí fueron obra de un monje peregrino ruso. (20) En 1870, Savva Mamontov había fundado una colonia de artistas que tenía entre sus miembros a la mayoría de los mejores artistas rusos de principios del siglo XX, uno de cuyos objetivos era recuperar la calidad y el espíritu del arte medieval ruso e impulsar los temas de la tradición rusa. Cuentan que el interés que generaron en Savva Mamontov las figuras antes descritas le impulsaron a encargar al pintor y diseñador de juguetes Sergei Maliutin y al tallador Vasiliy Zcezdochkin la realización de un objeto similar, con la salvedad de que adaptaran o modificaran las formas y colores para que se ajustaran a las formas femeninas y a los elementos tradicionales y culturales rusos. El resultado fue un conjunto de ocho figuras, realizadas en 1890. La de mayor tamaño era la representación de una campesina vestida con una camisa bordada, un vestido de verano, un delantal y una bufanda con motivos florales, que sostenía un gallo negro entre las manos. Las figuras alternaban consecutivamente entre niño y niña hasta llegar a la de menor tamaño, que representaba a un bebé. El nombre para este conjunto de figuras fue elegido a partir del nombre Матрёна (nombre femenino ruso, de origen latino), que significa “dama honorable”, “madre”, “madre de la familia” o “señora”. Era uno de los nombres femeninos más populares en ese momento (sus significados tenían relación con la idea de familia o descendencia) y tiene entre sus formas diminutivas “Матрёха” (“Matrekha”). Ese conjunto de figuras se consideran las primeras matrioskas (21) de la historia: las muñecas rusas de anidación, esos conjuntos de muñecas de madera de tamaños decrecientes, que se colocan unas dentro de otras y que desde entonces se han hecho muy populares en todo el mundo.

20. Según algunas versiones, fue M. A. Mamontova, esposa de Savva Mamontov, quien trajo las figuras (juguete Daruma japonés) de la isla de Honshu.

21. En ruso, Маtрёшка (también llamada en español muñeca rusa, mamushka o babushka).

(Así como los objetos de anidación son conjuntos de cosas que se hallan unas dentro de las otras, este texto es un conjunto de historias que se hallan unas dentro de las otras. Su escritura podría describirse como un jugar literariamente con las matrioskas y buscar lo que hay en su historia, en el conjunto de sus ascendientes. Una suma de alusiones, analepsis o écfrasis…) [...] 











   



23.10.19

XV. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Venecia sin ti
La danza en Il Casanova di Federico Fellini
(Federico Fellini, 1976)

Mariel Manrique



Casanova



Querido Giacomo: 

Venecia está enferma.

Papá no te quería. Lo aburrías hasta la náusea. 

Primero se comprometió a filmar tu vida y después leyó dos veces los doce volúmenes de tus Mémoires, un interminable “océano de papel” que no veía la hora de terminar, un “árido registro de hechos amasados con rigor estadístico, de inventario meticuloso, escrupuloso, irascible, ni siquiera demasiado mentiroso”. “Ni siquiera demasiado mentiroso”, ¿te das cuenta? Te creías el rey del exceso y papá comparaba tu inventario de hazañas con un listado telefónico y lamentaba tu falta de exageración, a él que le gustaba tanto. No le parecías suficiente, pese a la furia de la Inquisición, tu memorable fuga de la cárcel y tu larguísimo exilio. Decía que habías vagado por el mundo y era como si nunca hubieras salido de la cama. Que habías vivido bajo hielo. Que tu vida era una “anti-vida”. Salió en tu búsqueda a esos lugares que le parecían más confiables que un libro de memorias o una investigación histórica de época. Fue a ver al mago y vidente Gustavo Rol, su médium personal, a su casa de Turín. Dicen que lo contactaste, que le dijiste “Sr. Carlo Goldoni” (era lógico, hablabas a tres siglos de distancia) y que le dejaste una tarjeta de visita en el bolsillo, con un par de consejos sexuales: “Nunca de pie. Nunca después de comer”. En fin. A papá, además de la hipérbole, le encantaban ciertos intermediarios. 

Papá te despreciaba. Eras un hombre que no había nacido todavía, sepultado en el vientre materno, imaginándose una vida que nunca vivió. Te filmó como a “un zombi, una marioneta fúnebre”, sin ideales ni puntos de vista, rodeado de “formas que se configuran en volúmenes, perspectivas escandidas con sobrecogedora repetición hipnótica. Formas vacías que se articulan y se desarticulan” (como yo), “una fascinación de acuario, un olvido de profundidad marina, donde todo es completamente plano y desconocido”. Aunque nos moviéramos, los dos estábamos en punto muerto. Teníamos la lujuria de un casquete polar. “No hay personajes ni situaciones, no hay premisas, desarrollos ni catarsis”, dijo, inspirado, papá. Solo “un ballet mecánico, frenético y sin finalidad, de museo de cera electrizado”. “Casanova-Pinocho”, agregó, airado. Qué suerte que ya no estás para contradecirlo. Hablaba de tu “mirada vítrea” que resbalaba en la realidad y la anulaba sin intervenir. De tu corazón de liquen, seco.
Cuenta Hollis Alpert que papá te dio el rostro de Donald Sutherland porque le parecía el de un nonato que todavía flotaba en su placenta. Y que te dio su cuerpo porque te quería alto y erguido, como una erección andante. Papá no adulaba a sus actores. Para contar tu historia, se apoyó en el “vértigo al vacío”, al vacío total de tu vida inexistente. 

Venecia está helada. Venecia está grave.

Te dio una muñeca al final de tus días. Se apiadó. Te dio una doble. Una doble-autómata que, en lugar de perturbar tu posición, la replicaría. La muñeca compañera de un Giacomo muñequizado. De un Pinocho. Ninguno de los dos tendría que morir para que el otro lo sobreviviera, como lo impone la lógica del doble. En el fondo, éramos iguales y podríamos vivir juntos. No te espantarías ante lo que descubrieras, en mí, de lo que eras tú. Éramos lo mismo. No te arrojarías, desesperado, a la laguna. A mí me diste un poco de pena, y también un poco de ternura. Porque sé lo que es no-vivir así [...] 











   



22.10.19

XIV. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





La mirada de la mujer artificial
Las muñecas en Rilke, Pritzel y Zürn

Laia López Manrique


Hans Bellmer, La Poupée, c. 1934



En París, frente a una de las salidas de los Jardines de Luxemburgo, existe un extraño e inquietante negocio: La Maison de la Poupée. Se trata de un establecimiento amplio, de fachada azul celeste, cuya entrada acristalada está custodiada por dos muñecas de papel que dirigen sus cuerpos inclinados y concéntricos hacia la puerta, invitando al incauto visitante a sumergirse en una atmósfera irreal y decadente. Muñecas antiguas de todos los tamaños, adornadas con tocados y suntuosos vestidos, caballitos, animales de compañía y grandes retales de tela ocre cubren el escaparate de esta singular tienda capaz de despertar las más agradables ensoñaciones de la infancia, y también, por supuesto, más de un escalofrío de pesadilla. Yo, lo confieso, tal vez por timidez, no me atreví a entrar; me quedé en el exterior contemplando aquel escenario a modo de paradójico y calculado cambalache, cuyos espacios vacíos insinuaban el hueco por donde pueden colarse el terror y el deslumbramiento. Me detuve, en especial, en los ojos de chinche de una estirada muñeca de pelo largo y castaño: dos ojos muy negros, como dos hendiduras sobre el rostro pálido, exiguo, sobre una nariz en forma de pellizco y una boca sin expresión. La muñeca estaba de pie y no tenía piernas: su pelvis debía de estar hincada en un palo de madera que descansaba sobre una plataforma circular. Junto a ella había un cofre y algo parecido a una vieja chimenea. ¿Qué significaba aquella mirada hundida en sí misma, incapaz de devolver a quien la observa un mínimo destello de emoción, sorpresa o ternura? ¿De qué pretendía ser mímesis ese medio cuerpo huraño, virginal pero violentamente clavado en la madera? El talle recto, la verticalidad rígida del cuerpo, me asustaban. Como un espejo desfondado que no nos mira, pero en el que hemos de superponer una imagen siempre insatisfactoria y menguada: así, las muñecas de la infancia, al ser revisitadas en la posteridad, producen casi una suerte de vértigo filosófico en quien las mira.

Cuando era niña jugué algunas veces con muñecas. No eran, he de decirlo, mis juegos preferidos: lo pasaba mejor inventando refugios y viajes en tren con animales, que eran una compañía bastante más grata. En las muñecas veía siempre dibujadas las facciones enrarecidas del deber ser, una suerte de programática para la vida adulta: maternidad, sexo, cuidados y, lo que era mucho peor, estatismo. Por ello, mis juegos con muñecas solían ser viscerales: les teñía el pelo con pinturas de colores, les pintaba las cejas, destrozaba algunas de las partes de su cuerpo articulado. No recuerdo haberlas mecido despacio ni hablarles con la voz suave y acaramelada que empleamos, como idiotas, para dirigirnos a los niños muy pequeños. Para mí no eran el emblema de lo infantil sino de algo bastante más oscuro, que tropezaba siniestramente con el deseo desde una inacción impávida. Las muñecas con aspecto adulto, idealmente formadas y sexuadas con sus pechos redondos aunque sin vagina, como Barbie, eran la hipóstasis más radical de todo lo que por aquel entonces parecía incomodarme. Con ellas compartí alguna vez con una amiga escenas de abierto masoquismo. Sus ojos azules, con las pestañas peinadas y aquella sonrisa que dejaba intuir una dentadura amalgamada y alcalina, provocaban en nosotras una mezcla de asombro, indefensión, pavor y rabia contenida que no podíamos disimular en el juego, e iba in crescendo a medida que la historia que habíamos inventado llegaba a su clímax. Es lo que se suele llamar la imaginación perversa de los niños: la recreábamos en aquella figurita delgada, rutilante, desnuda bajo sus ropas sintéticas, parodiando todo aquello que podía emanar de semejante representación de una mujer adulta [...] 










   



21.10.19

XIII. NOVEDAD: "MUÑECAS. EL TIEMPO DE LA BELLEZA Y EL TERROR", Mariel Manrique (coord.), Shangrila 2019





Conjeturas
Acerca de Las Hortensias, de Felisberto Hernández

Olvido Marvao


Eugène Atget, Coiffeur, Boulevard de Strasbourg, París, 1912



Podría haber sido así. Un día de otoño, castigado de nuevo en el armario por su tía abuela Deolinda, a la que odiaba atentamente, Felisberto Hernández maquinó cómo quitarle a su hermana, también de nombre Deolinda, la muñeca que esa malvada le había regalado. En ese momento, sin él saberlo aún, Las Hortensias comenzaron a cuajar en su cabeza.

Hortensia era el nombre de su madre y el de aquella muñeca de largas pestañas, pelo negro y tez de polvos de arroz. Al principio sentiría arrepentimiento, pero al conocer las verdaderas dimensiones del disgusto de su tía abuela, brotó en él un regocijo inexplicable, pesándole solo la tristeza de su hermana. Desde ese mismo instante, las emociones por la muñeca se fueron mezclando con sus miedos, y se convirtieron en un amasijo de amor, pasión y desprecio por las muñecas. 

Hortensia se pasó muchos años guardada en un arcón del altillo en la casa de Montevideo, y la fijación de Felisberto por aquella culpa infantil desembocaría en la escritura de Las Hortensias, en París, en 1947. Fue por entonces cuando Felisberto conoció a la española María Luisa de las Heras, a quien dedicará el libro, casándose con ella un año después. Nunca llegó a saber que en realidad África de las Heras era una espía creadora de una gran red de la KGB en América del Sur. ¿O tal vez sí? Casualmente, en la página 58 de Las Hortensias, el protagonista pregunta a su criado ruso: 

–¿Qué opinas de esta?
–Es muy hermosa, señor, se parece mucho a una espía que conocí en la guerra.
–Eso me encanta, Alex. 

A lo largo de los años, misteriosas coincidencias de nombres familiares, falsedades e innumerables mujeres se fueron agarrando a la cabeza de Felisberto. Viéndose incapaz de gestionar aquella carga, sus dedos cedieron al principio a la sumisión de las teclas del piano, pero aquella afición que se convertiría en oficio no parecía ser suficiente para calmarlo, y de esos mismos dedos comenzaron a salir palabras. 

Fantaseaba con el cuerpecito redondeado y brillante de Hortensia, con aquella pálida piel de sus brazos y piernas en la que resaltaban los coloreados pómulos y una diminuta boca de un rojo tan denso como un corazón abierto. Podía ver las tupidas pestañas cerrarse cuando la tumbaba para guardarla una y otra vez en el arcón y, aun así no dejar de sentir cómo el tacto de su cabello largo, fino y pegajoso, se enroscaba en sus dedos apresando su voluntad.

En Las Hortensias la convirtió en amante de un extraño personaje llamado Horacio, al que casó con una mujer de nombre María Hortensia. Los encerró en una “casa oscura” en la que se escucha continuamente el ruido de fondo de una fábrica cercana, se bebe vino de Francia y se representan escenas en las que otras muñecas están encerradas en enormes vitrinas [...]