Dos hombres en Manhattan, Jean-Pierrre Melville, 1959
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17.3.16
10.1.15
6.12.14
5.12.14
XIV. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Ghost Dog, Jim Jarmusch, 1999
En una escena de Deux hommes dans Manhattan los dos periodistas que la protagonizan acuden al camerino de una bailarina de variedades que mantuvo relaciones con el diplomático que están buscando. Pronto descubrimos que se trata de una mujer cínica y desencantada —como seguramente lo esté también el mismo Delmas—, una bailarina cuya carrera patentemente nada ha tenido que ver con ese sueño al que seguro un día aspirara, una mujer condenada a compartir su trabajo con el hecho de ser la protegida de un hombre poderoso. En un determinado momento, Melville muestra en un lado del plano, en primer término, una fotografía muy glamourosa de Elisabeth Taylor y en segundo plano la imagen reflejada en el espejo de la desengañada bailarina. Encontramos sintetizada en este fugaz plano la distancia entre los sueños y la realidad a ambos lados de la cámara, y además por partida triple: a aquel lado, la bailarina cuya vida no ha sido lo que ella soñaba, el reflejo desengañado de esa imagen glamourosa en que algún día cifrara sus sueños de éxito; detrás de ella, fuera de campo, el fotógrafo que no cesa de hacerle fotos y a cuya amargura probablemente no es ajeno todo lo que ha tenido que ver a través del objetivo de su cámara, un fotógrafo que poco después tratará de articular con sus fotografías un relato, intento vano, como comprobaremos al final, pues se trata de unas imágenes que solo llevan a un relato hueco, a uno que acaba en las alcantarillas; y, aún más allá, en nuestro fuera de campo, el propio director, que filma ese paisaje de desolación, y que en el momento de articular él también una historia se enfrentará a una frustración parangonable a la que probablemente acompaña a las aspiraciones de la bailarina que ahora tiene ante sus ojos, un cineasta que en esta película se acerca directamente por primera vez a unos EE.UU. en los que el modo de entender el cine que ha constituido su educación sentimental no puede sino constatarse como ya irrecuperable. Como de hecho la modernidad narrativa y formal de la propia película, su estilo errabundo y tono desencantado, que en realidad la acercan más a los filmes de la Escuela de Nueva York que por esas fechas están llegando a las pantallas —ese mismo año de 1959 John Cassavetes está rodando también en las calles de esta misma ciudad la seminal Shadows— que al cine que alimentó la pasión cinéfila de Melville, se encargaron de corroborar (...)
"Epílogo. Herencia Melville", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
4.12.14
XIII. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Círculo rojo, Jean-Pierre Melville, 1970
Acaso uno de los rasgos más característicos de nuestra época resida en el sentimiento de ahogo, en la asunción de la imposibilidad de cualquier huida; un sentimiento de enclaustramiento cada vez más interiorizado y por tanto cada vez más torturante. Las películas realizadas por Melville, como ocurre de forma tan intensa en pocos cineastas, supondrán diversas variaciones sobre este asunto.
Y es que una de las constantes más pertinaces de la obra de Melville la hallamos en el hecho de que el arranque de muchas de sus películas se encuentra en la liberación —con mucha frecuencia, literal— de sus protagonistas, para acabar al final del relato de nuevo apresados, después de un cerco paulatinamente asfixiante. Para concluir que no hay escapatoria posible.
Paralelamente, el origen primero, el de su más estricta materialidad, de las ficciones melvillianas parte de una similar situación de enclaustramiento creativo por parte de su autor —que, no en vano, se definía como "claustrofílico”—, un director que tenía la costumbre, como explica gráficamente y con soterrado sentido del humor en el documental Jean-Pierre Melville: portrait en neuf poses, de encerrarse en su despacho, durante la escritura del guion, protegido incluso de la luz del sol por contraventanas, aislado por completo del exterior.
En el ámbito del polar —sobre todo en los años 70, como por otro lado ocurre también, por ejemplo, en el thriller norteamericano— no serán pocas las películas que sigan también esta línea, sobre todo durante los años 70. Un camino que conduce con frecuencia hacia resonancias claramente hitchcockianas e incluso kafkianas. Probablemente las dos más destacadas de esta corriente del polar sean El silencioso (Le silencieux, 1973), dirigida por Claude Pinoteau —asistente de Melville en Les enfants terribles—, y Una mariposa en la espalda (Un Papillon Sur L’épaule, Jacques Deray, 1978), ambas interpretadas por Lino Ventura. En ellas se plasma un universo angustioso, sin salida, en que la huida es imposible, en el que unas fuerzas misteriosas u omnipotentes gobiernan el mundo y dejan a sus respectivos protagonistas absolutamente indefensos ante ellas. Sin embargo, la principal diferencia entre estas películas y las de Melville, respecto a lo que estamos tratando, radica en que en estas últimas el acoso y la huida discurren en paralelo a la persecución de un objetivo por parte de sus protagonistas —ya sea la rehabilitación de su honor, el cumplimiento de un código de conducta llevado hasta la muerte,…—, mientras en las películas de Deray y Pinoteau el único propósito es la huida —en el caso del filme de Deray, sin saber siquiera de qué se huye ni por qué—, la supervivencia en un mundo rayano con el absurdo: lo cierto es que en estos filmes se lleva aún más lejos, al menos en este aspecto, la tendencia a la abstracción del cine melvilliano.
Pues algo antes que estas películas, aunque de forma más discreta, las últimas obras de Melville suponen una elocuente plasmación de este sentimiento de claustrofobia, de angustia indefinida e invencible. Así, de forma paralela a la dinámica de profundo ensimismamiento que experimenta a lo largo de los años la carrera de Melville, sus criaturas viven un progresivo proceso de enclaustramiento, de íntimo aislamiento del mundo, una característica que no obstante encontramos desde el inicio mismo de su trayectoria creativa pero que se irá intensificando y adquiriendo con el tiempo perfiles muy notorios y significativos (...)
Y es que una de las constantes más pertinaces de la obra de Melville la hallamos en el hecho de que el arranque de muchas de sus películas se encuentra en la liberación —con mucha frecuencia, literal— de sus protagonistas, para acabar al final del relato de nuevo apresados, después de un cerco paulatinamente asfixiante. Para concluir que no hay escapatoria posible.
Paralelamente, el origen primero, el de su más estricta materialidad, de las ficciones melvillianas parte de una similar situación de enclaustramiento creativo por parte de su autor —que, no en vano, se definía como "claustrofílico”—, un director que tenía la costumbre, como explica gráficamente y con soterrado sentido del humor en el documental Jean-Pierre Melville: portrait en neuf poses, de encerrarse en su despacho, durante la escritura del guion, protegido incluso de la luz del sol por contraventanas, aislado por completo del exterior.
En el ámbito del polar —sobre todo en los años 70, como por otro lado ocurre también, por ejemplo, en el thriller norteamericano— no serán pocas las películas que sigan también esta línea, sobre todo durante los años 70. Un camino que conduce con frecuencia hacia resonancias claramente hitchcockianas e incluso kafkianas. Probablemente las dos más destacadas de esta corriente del polar sean El silencioso (Le silencieux, 1973), dirigida por Claude Pinoteau —asistente de Melville en Les enfants terribles—, y Una mariposa en la espalda (Un Papillon Sur L’épaule, Jacques Deray, 1978), ambas interpretadas por Lino Ventura. En ellas se plasma un universo angustioso, sin salida, en que la huida es imposible, en el que unas fuerzas misteriosas u omnipotentes gobiernan el mundo y dejan a sus respectivos protagonistas absolutamente indefensos ante ellas. Sin embargo, la principal diferencia entre estas películas y las de Melville, respecto a lo que estamos tratando, radica en que en estas últimas el acoso y la huida discurren en paralelo a la persecución de un objetivo por parte de sus protagonistas —ya sea la rehabilitación de su honor, el cumplimiento de un código de conducta llevado hasta la muerte,…—, mientras en las películas de Deray y Pinoteau el único propósito es la huida —en el caso del filme de Deray, sin saber siquiera de qué se huye ni por qué—, la supervivencia en un mundo rayano con el absurdo: lo cierto es que en estos filmes se lleva aún más lejos, al menos en este aspecto, la tendencia a la abstracción del cine melvilliano.
Pues algo antes que estas películas, aunque de forma más discreta, las últimas obras de Melville suponen una elocuente plasmación de este sentimiento de claustrofobia, de angustia indefinida e invencible. Así, de forma paralela a la dinámica de profundo ensimismamiento que experimenta a lo largo de los años la carrera de Melville, sus criaturas viven un progresivo proceso de enclaustramiento, de íntimo aislamiento del mundo, una característica que no obstante encontramos desde el inicio mismo de su trayectoria creativa pero que se irá intensificando y adquiriendo con el tiempo perfiles muy notorios y significativos (...)
"Motivos y modulaciones", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
3.12.14
XII. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Le silence de la mer, Jean-Pierre Melville, 1949
La obra de Melville cuenta con siete adaptaciones literarias, la mitad de sus películas. Además, muchos de los proyectos que no pudo finalmente rodar iban a ser también adaptaciones literarias: la de Por el camino de Swann (1913), el primer volumen de En busca del tiempo perdido (1913-1927), de Marcel Proust, proyecto planteado en los inicios de su carrera, antes incluso de comenzar el rodaje de Le silence de la mer; la de Diario de un cura rural (1935-1936), de Georges Bernanos, proyecto que abandona cuando la adapta Robert Bresson en 1951, con El diario de un cura de campaña (Journal d’un curé de campagne); la de El burgués gentilhombre (1670), de Molière, que se propone realizar a principios de los 50; la de El yugo y las flechas, de Emmanuel Roblès, por esta misma época y a la que ya hemos hecho referencia; la de Tres habitaciones en Manhattan (1946), de Georges Simenon, que finalmente rueda Marcel Carné con escasa fortuna: Tres habitaciones en Manhattan (Trois chambres à Manhattan, 1965); la de Les âmes du Purgatoire, de Merimée, a principios de los 60, también mencionada ya; o, por último, la de Papillon (1969), según Henri Charrière, rodada finalmente por Franklin J. Schaffner en 1973.
Pero más allá de estos hechos, relativamente habituales, lo que en las siguientes páginas nos interesará analizar es cómo su cine —sobre todo en su primer período—, no solo está basado con significativa frecuencia en adaptaciones literarias, sino que hace del hecho mismo de la adaptación materia explícita de algunas de sus películas.
El director francés inicia su carrera —después del corto Vingt-quatre heures de la vie d`un clown— con dos adaptaciones de prestigio, la de Le silence de la mer, un cuento de Vercors, y la de Les enfants terribles, una novela de Jean Cocteau. Después de Quand tu liras cette lettre, Bob le flambeur y Deux hommes dans Manhattan, tres guiones originales, Melville acomete cinco adaptaciones seguidas —con el paréntesis de El silencio de un hombre, rodada a partir de un guion original—, y tan solo sus dos últimas películas están basadas de nuevo en sendos guiones originales.
A la hora de analizar la obra de un director como Melville resulta esencial, pues, considerar las novelas de que parten una buena parte de sus películas, ya que demasiado a menudo —lo hemos ido viendo en estas páginas— se atribuyen a directores ideas o inquietudes temáticas que en realidad son patrimonio de los novelistas que adaptan. Si esto constituye un defecto de numerosos textos de análisis cinematográfico, en un caso como el de Melville, “un héroe de la forma”, en feliz expresión de Jacques Fieschi, es especialmente grave, pues ofusca, en efecto, uno de los rasgos más esenciales de su obra, que el sentido último de la misma se halla en su tratamiento formal (...)
Pero más allá de estos hechos, relativamente habituales, lo que en las siguientes páginas nos interesará analizar es cómo su cine —sobre todo en su primer período—, no solo está basado con significativa frecuencia en adaptaciones literarias, sino que hace del hecho mismo de la adaptación materia explícita de algunas de sus películas.
El director francés inicia su carrera —después del corto Vingt-quatre heures de la vie d`un clown— con dos adaptaciones de prestigio, la de Le silence de la mer, un cuento de Vercors, y la de Les enfants terribles, una novela de Jean Cocteau. Después de Quand tu liras cette lettre, Bob le flambeur y Deux hommes dans Manhattan, tres guiones originales, Melville acomete cinco adaptaciones seguidas —con el paréntesis de El silencio de un hombre, rodada a partir de un guion original—, y tan solo sus dos últimas películas están basadas de nuevo en sendos guiones originales.
A la hora de analizar la obra de un director como Melville resulta esencial, pues, considerar las novelas de que parten una buena parte de sus películas, ya que demasiado a menudo —lo hemos ido viendo en estas páginas— se atribuyen a directores ideas o inquietudes temáticas que en realidad son patrimonio de los novelistas que adaptan. Si esto constituye un defecto de numerosos textos de análisis cinematográfico, en un caso como el de Melville, “un héroe de la forma”, en feliz expresión de Jacques Fieschi, es especialmente grave, pues ofusca, en efecto, uno de los rasgos más esenciales de su obra, que el sentido último de la misma se halla en su tratamiento formal (...)
"Escrito en celuloide", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
2.12.14
XI. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
La batalla del raíl, René Clement, 1946
Acaso uno de los elementos más definitorios de un país radique en cómo gestiona su pasado: la memoria remite al pasado, pero es el presente en realidad el que verdaderamente se revela, ese presente desde el que cualquier ejercicio memorístico, ineludiblemente, se pone en práctica. En la historia reciente de Francia, el período del Gobierno de Vichy (1940-1944) es, sin duda, y en términos generales, un motivo de vergüenza nacional. Un gobierno que colaboró, tras la derrota militar, con el régimen nazi, con la particularidad de que Francia fue el territorio ocupado en el que los alemanes dependían en mayor grado de la administración autóctona. Lo que provocó la situación aparentemente paradójica de que, por un lado, su implicación en la implementación efectiva de las exigencias nazis fue mayor que en otros países, pero a su vez estaba precisamente por ello en mejores condiciones para negociar con los alemanes, y evadir algunos de sus deseos. Así por ejemplo, en la política antisemita, después del fracaso de su oposición total a las deportaciones —es decir, al aniquilamiento de los judíos—, pudo, por un lado, evitar la “deportación” de los judíos de nacionalidad francesa —no así la de los judíos extranjeros— y, en sentido contrario, tomar medidas antisemitas al margen de las demandas nazis. No obstante, es cierto también que el resultado que obtuvo Adolph Eichmann —responsable nazi de las “deportaciones”— de las grandes redadas realizadas en territorio francés para capturar a los judíos que vivían en suelo francés fueron algo inferiores a lo previsto, y a lo conseguido en otros países, probablemente por la información facilitada por algunos de los policías franceses encargados de las detenciones acerca de la fecha de realización de estas redadas.
Ante la situación vivida durante los años de la Ocupación parece natural que la mitología de su reverso, la Resistencia —en la que realmente solo se centra, de las tres películas de Melville sobre esta época, El ejército de las sombras, siendo la oposición a la Ocupación mostrada en Le silence de la mer la de una resistencia pasiva y silenciosa, mientras en Léon Morin, prêtre la Resistencia tiene una presencia lejana e intrascendente en el relato—, satisfaga la función colectiva de lavar la autoimagen de todo un país mediante un sencillo proceso metonímico: la idealizada imagen del resistente sustituye a la mucho menos heroica del ciudadano francés común. Se impone así en la Francia de la posguerra el mito imperante durante años del resistencialismo. Si como afirmaba Roland Barthes la ideología es “el imaginario de una época, el cine de la sociedad”, la ideología del resistencialismo no podía dejar de reflejarse en la mayor parte del cine francés de la época.
Ante la situación vivida durante los años de la Ocupación parece natural que la mitología de su reverso, la Resistencia —en la que realmente solo se centra, de las tres películas de Melville sobre esta época, El ejército de las sombras, siendo la oposición a la Ocupación mostrada en Le silence de la mer la de una resistencia pasiva y silenciosa, mientras en Léon Morin, prêtre la Resistencia tiene una presencia lejana e intrascendente en el relato—, satisfaga la función colectiva de lavar la autoimagen de todo un país mediante un sencillo proceso metonímico: la idealizada imagen del resistente sustituye a la mucho menos heroica del ciudadano francés común. Se impone así en la Francia de la posguerra el mito imperante durante años del resistencialismo. Si como afirmaba Roland Barthes la ideología es “el imaginario de una época, el cine de la sociedad”, la ideología del resistencialismo no podía dejar de reflejarse en la mayor parte del cine francés de la época.
"Ocupación y Resistencia", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
1.12.14
X. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Hasta el último aliento, Jean-Pierre Melville, 1966
De los trece largometrajes dirigidos por Melville, ocho narran intrigas que se pueden adscribir al género policíaco, siempre admitiendo este término tan inadecuado aplicado a los filmes de Melville: tan solo en su última película, Crónica negra, adquiere protagonismo la figura de un policía, quedando relegados a papeles secundarios en el resto de sus filmes negros, de modo que el relato se centra en los personajes que están al otro lado de la ley —con la excepción parcial de Círculo rojo, donde el comisario Mattei comparte protagonismo con el trío de atracadores; en filmes como Hasta el último aliento o El silencio de un hombre el peso de los respectivos inspectores de policía es trascendental también, pero subsidiariamente al protagonismo de sendos personajes pertenecientes al mundo del hampa.
Tampoco la adscripción de estas ocho películas de Melville al género negro parece totalmente pertinente, por razones más generales: es muy controvertido el estatuto de género del cine negro, habida cuenta de la heterogeneidad de sus manifestaciones, de modo que lo que conocemos como tal está formado por una abigarrada serie de subgéneros, o corrientes, o incluso de películas individuales, con notables diferencias entre ellas, prefiriendo numerosos autores, como consecuencia, la denominación de “movimiento” o “estilo”. No careciendo esta decisión de argumentos, es preciso señalar asimismo que en cualquier caso, más allá del cine negro, el concepto de género es extremadamente difuso y permeable. Más un instrumento analítico que una realidad factual claramente delimitable, una abstracción de utilidad esencialmente hermenéutica, e incluso industrial y espectatorial, si bien es cierto que esto se revela aún más en un cine tan resistente a las clasificaciones como es el negro.
Son sin duda las películas que se pueden adscribir, aun con reservas, a este género las que han dado mayor popularidad a su autor, y simultáneamente las que le han proporcionado mayor prestigio e influencia en cineastas posteriores, si bien no convendría olvidar que filmes como Le silence de la mer o El ejército de las sombras —ambientados en la época de la Ocupación de Francia por la Alemania nazi— se cuentan también entre sus mayores logros. Ni que entre sus filmes policíacos y los que conforman el resto de su filmografía existen profundas afinidades —sobre todo en el caso de El ejército de las sombras, como ya hemos apuntado.
No obstante, si el cine policíaco de Melville remite obsesivamente a la iconografía creada por el cine negro de los años 30, 40 y 50 realizado en Hollywood, parece pertinente preguntarse qué parentesco, qué vinculación profunda, qué afinidades y divergencias derivadas de esta recurrencia a una determinada iconografía, tiene el cine policíaco de Melville con su más evidente fuente nutricia (...)
"El cine negro chez Melville", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
30.11.14
IX. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
LAS PELÍCULAS DE JEAN-PIERRE MELVILLE
Vingt-quatre heures de la vie d`un clown, 1946
Le silence de la mer, 1949
Les enfants terribles, 1950
Quand tu liras cette lettre.../Labbra proibite, 1953
Bob le flambeur, 1956
Deux hommes dans Manhattan, 1959
Léon Morin, prêtre, 1961
El confidente, 1962
El guardaespaldas, 1962
Hasta el último aliento, 1966
El silencio de un hombre, 1967
El ejercito de las sombras, 1969
Cículo rojo, 1970
Crónica negra, 1972
28.11.14
VIII. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Jean-Pierre Melville y sus dos hermanos mayores, Jacques y Janine
Cortesía de Laurent Grousset
Cortesía de Laurent Grousset
¿En qué medida el conocer, con mayor o menor profundidad, las circunstancias vitales de un autor nos ilumina acerca de su obra? ¿Habla esta por sí sola de forma suficientemente elocuente? Aunque estas preguntas no tienen una respuesta sencilla, desde luego, lo que parece evidente es que si la biografía de cualquier artista puede guiar la lectura de la realidad tangible de una obra, esta última orienta igualmente la lectura de la invención que es una vida reconstruida retrospectivamente, de cualquier muestra de ese género de ficción que es la biografía. Aún más, la biografía no deja de ser siempre la ficción de otra ficción, pues al fin y al cabo, como escribe Ernst Mach, fiel a David Hume, y aun más atrás a Heráclito, también “los conceptos de cosa y Yo son ficciones provisorias que no existen en forma aislada. Lo que llamamos yo no es sino un complejo de sensaciones”.
Como pensaba Hans Vaihinger, lo que no es experiencia es ficción y la biografía es la ficción de la experiencia de una vida. Es en este sentido que, para el estudioso, las circunstancias vitales a que se dirige su examen no dejan de ser, en definitiva, un texto más, y probablemente el más difuso. Si Borges decía que Kafka creó a sus precursores, del mismo modo podemos decir nosotros que cualquier creador, con la obra que deja tras de sí, y contando con la inveterada necesidad narrativa del ser humano, crea su propia biografía artística, el relato vital de los antecedentes que llevan a la materialización de su obra: el Quijote como autor de Cervantes; la biografía como teleología.
En fin, si siguiendo las tesis de Danto “en el mundo empírico todos sabemos que las causas preceden a los efectos, [pero en] el mundo de la historia no es seguro que las causas precedan a los efectos”, es necesario tener en cuenta, por tanto, esa necesidad —o esa condena— que persigue al historiador de reescribir el pasado —lo que no deja de parecerse mucho, en el género biográfico, a dar vida a un fantasma, pero a partir siempre de un simulacro ridículo del mismo, de un torpe imitador que solo restituye una caricatura—, esa obligación de seleccionar —acto eminentemente narrativo— en cualquier trayecto biográfico los datos considerados relevantes y marginar otros, tal vez más trascendentes, pues no es descartable que las “claves” de cualquier recorrido vital estén sobre todo en sus aspectos más recónditos, en las zonas oscuras y silenciosas del mismo. Y más en un cineasta como Melville —alguien que definió su oficio como el de “un maestro de ceremonias de las sombras, que trabaja en la oscuridad”—, de cuya obra una de las enseñanzas más trascendentales que podemos extraer reside en la constatación de que no siempre coinciden los datos más narrativos con los más relevantes, que con frecuencia lo que más ilumina sobre un personaje son los detalles que en primer término no significan nada, los tiempos vacíos de su existencia, sus silencios antes que sus palabras.
Ahora, la biografía de Melville —como la de cualquiera— es apenas una serie más o menos cuantiosa de datos que acaso solo tengan una relación incidental con la persona real “llamada” Jean-Pierre Melville (...)
"Entre la permeabilidad y el ensimismamiento.
Jean-Pierre Melville y su tiempo", Fragmento de
Jean-Pierre Melville y su tiempo", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
27.11.14
VII. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
Le silence de la mer, Jean-Pierre Melville, 1947
Los trece largometrajes más un cortometraje primerizo que Jean-Pierre Melville dirigió a lo largo de su carrera delimitan un trayecto creativo que importa un creciente aislamiento formal, un imparable proceso de ensimismamiento que llega casi a lo autárquico, una paulatina especialización y un repliegue de progresiva densidad en sus obsesiones. Todo ello determinó que el director francés anduviera, de distintos modos, y en función del período de que se trate, desde la marginalidad casi total, tanto en términos de producción como creativos, de su primer largometraje, Le silence de la mer, hasta la obra algo más integrada —aunque en el fondo igualmente independiente— en la industria cinematográfica de la época, pero aún más profundamente idiosincrásica en términos estilísticos, de la etapa final de su carrera, por unos derroteros bastante desmarcados del cine de su época, por una senda aparentemente independiente de movimientos y escuelas, apenas con relaciones creativas, más allá de las meramente superficiales, con otros directores de su época —a pesar de ser Melville un cineasta muy al corriente tanto del cine que le precedió como, incluso, del realizado en su época—. Acaso esto explique, también, que su lugar en la historiografía contemporánea sea, aunque conservando siempre el encanto de la extravagancia, un tanto orillado por analistas y estudiosos cinematográficos, como ha podido ocurrir también en los casos parecidamente extravagantes de Jacques Tati, Jacques Becker o Georges Franju, por citar otros directores coetáneos y compatriotas suyos.
Por mucho que en muy buena medida la obra de Melville discurriera afinando y ahondando un estilo muy exclusivo, parece conveniente precisar desde el principio que todos estos cineastas a que nos acabamos de referir, incluido por supuesto el protagonista de este libro, nunca han hecho su camino absolutamente al margen: los autores que transitan los senderos tangenciales no se abstraen de las inquietudes predominantes en su época, sino que las elaboran de forma más soterrada que la de otros cineastas, por lo que resultaría un error ver la obra de cada uno de ellos como producto exclusivo del genio de su creador, asépticamente libre de influencias exteriores. El carácter indudablemente idiosincrásico, por ejemplo, de los policíacos de Melville, la construcción narrativa y formal de un universo que parece alimentarse a sí mismo, en el que sus elementos referenciales, aunque tomados en préstamo de la construcción clásica del género, se integran en un sistema que pertenece en exclusiva a su autor, sin apenas anclajes tanto con la realidad como con sus antecedentes genéricos, más allá de esos aspectos más epidérmicos, y tampoco con el cine policíaco coetáneo, puede llevar a menospreciar los vasos comunicantes que la obra negra de Melville establece con otras muestras del género. Que Melville las reformule de manera tan sui generis no importa, desde luego, que no existan influencias y, en algunos casos, mayores afinidades de lo que pueda parecer en un principio.
Este gradual ensimismamiento del que hablamos —aunque siempre parcial, insistimos— tiene como una de sus consecuencias más relevantes que la obra de Melville, y cada vez en mayor medida según avanzamos en su filmografía, no pueda ser leída pertinentemente sino desde el (...)
"Silencios y soledades", Fragmento de
Jean-Pierre Melville. Crónicas de un samurái
26.11.14
VI. "JEAN-PIERRE MELVILLE. CRÓNICAS DE UN SAMURÁI", José Francisco Montero, Trayectos libros 2, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.
El silencio de un hombre, Jean-Pierre Melville, 1967
INTRODUCCIÓN
El absurdo depende tanto del hombre como del mundo.
Albert Camus, El mito de Sísifo
Es una obviedad: el mundo es indiferente; nosotros, no. Todo el cine de Jean-Pierre Melville explora con particular intensidad ese pavoroso desencuentro. Ya sean sus célebres películas policíacas, ya sus películas sobre el período de la Ocupación, ya su adaptación de Jean Cocteau, Les enfants terribles (1950). Es decir, en todas ellas la muerte, momento que continuamente nos recuerda ese desencuentro, aunque su destino sea acabar con él, es una presencia sigilosa pero obstinada. Precisamente fue Cocteau quien definió el cine como la muerte trabajando. En pocas películas como en las del director que protagoniza este libro se tiene en tal grado la sensación, en efecto, de estar presenciando a la muerte trabajando.
En Le silence de la mer (1949), su opera prima, la muerte habita en un ominoso fuera de campo, como continua amenaza; en su siguiente filme, Les enfants terribles, su presentimiento ya es omnipresente, aunque continuamente eludida por sus dos protagonistas, hasta que se impone definitivamente también para ellos, siendo pues una película sobre el tiempo, sobre cómo la desesperada huida del mismo alimenta el relato, pero cómo este, construido en definitiva de tiempo, finalmente invoca a la muerte, y por tanto también a la suya propia: la historia muere con la muerte de sus dos protagonistas. En sus películas policiacas, en fin, así como en sus otras dos obras sobre la Ocupación —Léon Morin, prêtre (1961) y El ejército de las sombras (L`armée des ombres, 1969), sobre todo en esta última—, la muerte contamina todo el relato, de principio a fin, pero si en una película como Les enfants terribles era tenazmente esquivada hasta que su supremacía se imponía definitivamente, en las posteriores aquella progresivamente es mirada de frente, incluso anhelada en no pocas ocasiones.
Cuando este libro conoce la imprenta, hace poco más de cuarenta años que Jean-Pierre Melville murió, a los cincuenta y cinco años, en plena madurez creativa. Ubicado al principio de su carrera como una anomalía dentro del cine francés de la época, Melville se convirtió poco después en uno de los padres espirituales de los críticos de Cahiers du Cinéma que no tardarían en modificar trascendentalmente el panorama del cine de su país —o al menos la imagen más perdurable y la corriente más influyente del mismo—, y por extensión del europeo. Esto último, a principios de los 60, coincidió con el inicio de la etapa más depurada de la obra de Melville, caracterizada por un estilo inconfundible que se plasma en una serie de policíacos que, partiendo del cine negro norteamericano, y en combinación con los rasgos propios de la variante francesa del género, también de notable tradición, en realidad no se parecen a ningún otro. Desde su desaparición Jean-Pierre Melville ha seguido siendo fuente de inspiración de numerosos cineastas —o, sencillamente, un director con el que muchos de ellos han mostrado cuantiosas, y a veces soterradas, afinidades— y, simultáneamente, un creador algo marginado tanto por la historiografía como por buena parte de la memoria cinéfila.
Jean-Pierre Melville comienza su carrera tan solo unos meses después del final de la Ocupación de Francia por las tropas alemanas, en un convulso período de la cinematografía francesa en que esta empieza a desembarazarse de las consecuencias sufridas durante los años en que la industria ha estado controlada por las fuerzas invasoras. O, tal vez, comienza a desembarazarse del ignominioso recuerdo, apenas asumido, de esa época, anegado en un anhelo de continuidad generalizado. En 1946, pues, Melville dirige el accidentado corto Vingt-quatre heures de la vie d`un clown, aunque su carrera alcanza su primer gran logro —de hecho, uno de los mayores de su obra— con su siguiente película, Le silence de la mer, que empieza a rodar en 1947, aunque solo puede estrenarla dos años después. Tras Les enfants terribles, según Jean Cocteau, y Quand tu liras cette lettre (1953), a partir de un guion de Jacques Deval, tal vez menos personales pero poseedoras de un extraordinario interés, Melville realiza su primer policíaco con Bob le flambeur (1955), género que le dará sus mayores éxitos e impondrá la imagen más perdurable de su obra, y que no abandonará hasta su última película, Crónica negra (Un flic), rodada en 1972, con la excepción de dos nuevas incursiones en el período de la Ocupación, Léon Morin, prêtre y El ejército de las sombras —si bien dos películas como Deux hommes dans Manhattan (1959) y El guardaespaldas (L`Aîné des Ferchaux, 1963) solo se acercan al género de forma muy tangencial.
Repasaremos en este libro las circunstancias históricas en que Melville realizó su obra, y, sobre todo, en el modo en que se posicionó ante ellas, así como la ascendencia de Melville sobre los cineastas de la siguiente generación, y en especial sobre los integrantes de la Nouvelle Vague que lo eligieron como uno de sus maestros. Posteriormente trataremos de las particularidades de cada uno de sus filmes y de su aportación a la evolución de una obra, en realidad, extraordinariamente cohesionada, de forma muy evidente en la segunda mitad de la misma, pero de una forma más soterrada durante toda ella. Algo que no es, desde luego, un aspecto novedoso de la obra de Melville ni de nuestro acercamiento a la misma pero que en su caso se hace realidad de forma particularmente intensa.
En coherencia, pues, con esta última convicción, en los siguientes apartados analizaremos la obra de Melville en función de su peculiar inscripción en el género negro —es decir, la mayoría de sus películas—, del hecho de ambientarse durante el período de la Ocupación o del de tratarse de adaptaciones literarias, pero sencillamente para confirmar de nuevo esa espesa cohesión interna de la obra melvilliana, más allá de los frecuentes solapamientos que se dan entre estas categorías —evidentemente, muchos de sus filmes noirs son adaptaciones literarias, así como sus tres películas ambientadas durante el Gobierno de Vichy, por ejemplo— e incluso, más importante, de las continuas hibridaciones genéricas que se hacen efectivas en sus películas —verbigracia, El ejército de las sombras, su visión definitiva del período de la Ocupación, muestra numerosísimas deudas con su cine policíaco, así como sus películas más cercanas al melodrama, esto es, Les enfants terribles y Quand tu liras cette lettre, manifiestan no pocas afinidades con sus filmes negros—. Proseguiremos, una vez más en congruencia con la intensa ligazón de la obra del cineasta de que nos ocupamos en este trabajo, analizando algunas de las claves que recorren la carrera de Melville prácticamente de principio a fin. Por último, un apartado que sirve como epílogo se propone rastrear las huellas de su obra en el cine de las últimas décadas, si bien está lejos de nuestra intención la pretensión de ofrecer un panorama general del cine de las últimas décadas —ambición que evidentemente desborda los objetivos de este trabajo—, sino más bien la de hacer dialogar a algunas películas de Melville con algunas posteriores que o bien muestran una deuda explícita con ellas, o bien unas afinidades y divergencias que son también muy significativas. Con la esperanza de que de ese diálogo extraeremos también una imagen de la presencia de Melville en el cine del último medio siglo, una presencia que en algunas ocasiones se ha plasmado en una obvia influencia directa, incluso materializada en la forma tan propia de nuestra época del homenaje, de la remisión no tanto a un pasado añorado como a uno en el que esa añoranza aún parecía tener sentido, matiz ilustrativo del paso de un tiempo melancólico a una época como la actual que está en buena medida marcada por la nostalgia de la melancolía; y que en otras ocasiones se tratará menos de influencias que de variaciones alrededor de similares preocupaciones, al margen de la cronología: de hecho, como ocurre con cualquier cineasta relevante, algunas películas posteriores a las de Melville han influido en cómo leemos hoy estas últimas.
Pero antes este libro se abre con dos nociones esenciales en la obra de Melville, y que probablemente son su mejor pórtico: la soledad y el silencio. Ambas están en el origen, realmente, de cualquier libro y ambas esperan pacientemente, tras un fugaz paréntesis, a su término. Lo mismo que expresa con emocionante lucidez cada una de las películas de Jean-Pierre Melville.
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