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24.11.19

RESEÑA DEL LIBRO "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL / 1981-1986)", DE SERGE DANEY, SHANGRILA 2019




Reseña del libro CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL / 1981-1986),
de Serge Daney (Shangrila, 2019)
en la edición en papel de la revista Mercurio nº 211, nov-dic. 2019.

Por Alfonso Crespo





De los tres libros extraídos de la experiencia crítica de Serge Daney en el diario Libération, a cuya sección de medios audiovisuales llegara a principios de los ochenta tras cerrar el capítulo inaugural de su escritura-pensamiento al frente de los Cahiers du Cinéma, éste posiblemente sea el más suculento para el lector cinéfilo. Y esto es así porque en Cine-Diario, el careo entre cine y televisión (o entre antiguas y nuevas imágenes), aún se afronta con un leve optimismo, presente el recuerdo del legado de los teleastas avant la lettre (Rossellini, Renoir, Tati, Welles…) y perceptible, si bien ya se constata su paulatino borrado, el trazo delimitador del cine como objeto posible, donde una “función estética” todavía le mantenía el pulso a la “función (de regulación) social” de la pequeña pantalla.

Si, como da a entender el título de una de las piezas maestras del libro, Como todas las viejas parejas, el cine y la televisión han terminado por parecerse, no fue Daney alguien que se autoengañara, el crepúsculo del arte preferido y elegido —al que más tarde, en su última y prácticamente póstuma aventura, la revista Trafic, ya sólo pensaría en salvar desde una comunidad inconfesable— inspira en él un suplemento de clarividencia que añade pregnancia a su ya de por sí incisiva pluma. Daney, como con malicia le calificara un Godard herido de melancolía alrededor de sus Histoires, empezaría aquí a convertirse en el “abogado del cine”, un extraño y esquivo pedagogo de sus esencias demasiado inteligente para padecer una nostalgia paralizadora, demostrando, como pocos antes y casi nadie después, que la crítica podía aspirar a ser mucho más que una opinión o una sentencia, a ser, en definitiva, el cine por otros medios, una manera de responder a la “propuesta de mundo” de un cineasta igual que se acusa recibo de una carta que nos ha tocado la fibra o se resta una bola bien servida para continuar con una bella subida a la red (el tenis, al que dedicara notables artículos, fue una “reserva de metáforas” para el crítico).

Esta sensibilidad única de Daney, la sublime capacidad de observación y traducción de por qué las imágenes, en términos barthesianos, pueden punzar,
unida a su evolución personal y profesional —crítico en Cahiers en los sesenta y jefe de su redacción en los movidos, intelectualizados e ideologizados años setenta— propició a Gilles Deleuze, en el justamente famoso prólogo a Cine-Diario, la oportunidad de ponerlo en relación —auténtico montaje— con el historiador y crítico Alois Riegl, en cuyas definiciones sobre la triple finalidad del arte encuentra un iluminador paralelismo con el pensamiento daneyano, en tanto que heredero de una modernidad que sacudió los cimientos del sueño unitario del cine, aquel delirio totalizador de la séptima de las artes en estrecha connivencia con los esfuerzos bélicos de las sociedades industriales, y lo despertó, huérfano, en el desierto de una soledad reconquistada. Así Deleuze observa que Daney, como antes el austrohúngaro Riegl, discurre sobre el cine que quiso embellecer la naturaleza (aquel cine clásico que ya no podemos hacer “y por eso lo amamos”), espiritualizarla (el cine moderno y sus ásperas pedagogías de revelación y perforación de lo que yace oculto o enterrado) o rivalizar con ella (la creación ex nihilo de las herramientas virtuales, universo donde la imagen, y ya no el espectador, es la principal paciente de las transformaciones).

La mayoría de textos de entre 1981 y 1986 que aquí seleccionara este viajero incansable, este enamorado de postales y mapas que supo cartografiar todas las imágenes-mundo antes de que el audiovisual unificara la singularidad de las miradas sobre la realidad —hiriendo de muerte, de paso, a la sana curiosidad del que se aventuraba sin moverse de la butaca—, encajan en esta tríada. Y el brillo del despliegue de sus ideas cautiva tanto cuando eleva el veredicto sobre el cine que no le interesa —el academicismo, por ejemplo, de Radford en 1984, al que no duda en tachar de nihilista por su falta de creencia en la evolución de las formas— como cuando justifica, desde el celuloide más querido, la necesidad del mediador entre el filme (que merece la pena) y la audiencia, una manera de habitar el esfase entre quien crea una imagen y quien la mira que promueve la escritura como puente transitable; no muy lejos en esto del stalker que propusiera Tarkovski como ambiguo guía camino de esa Zona donde apagar la sed de símbolos sobre un exceso de materia.

Aunque aquí también se hable de embellecedores (DeMille, Lang, Hitchcock, Mizoguchi, incluso de los de postrimerías, como Welles o Ray) y de ridículos demiurgos (Radford, Lelouch, Drach…), Cine-Diario, que significativamente contiene sus más inolvidables obituarios (a Buñuel, Tati, Rocha o a Eustache, para quien escribiera El hilo, nota imperecedera sobre uno de los callejones sin salida del tiempo posclásico), nos sigue mirando como el gran libro que inicia el duelo por los modernos. No es tarea de plañideras, sino de quien señala y explica, desde el vaticinio de un precario futuro de resistencia, el intríngulis de las poéticas, para que sintamos mejor el quehacer de los traperos del cine (Syberberg), los invocadores de vértigos (Ruiz), los que no se parecen a nadie (Paradjanov), los que continúan filmando el viento (Straub/Huillet), o tocando cine como se toca jazz (Van der Keuken), de los incansables inventores y ofensores (Godard); de los que, en definitiva, más allá de etiquetas, pusieron “una hoguera entre su filme y nosotros, para calentarnos, quizás quemarnos”.


Aquí la publicación originaria:




[Nos alegra que la revista Mercurio evite el cierre por parte de Planeta y vuelva a ser controlada por su equipo fundador. Agradecemos el interés que están demostrando por la labor que realiza Shangrila. Próximamente aparecerán nuevas reseñas de algunos de nuestros libros]




   




8.7.19

SERGE DANEY: "CINE-DIARIO", Reseña de Rafael Ballester Añón en el suplemento cultural 'Postdata? del Diario Levante, de Valencia.





HOMILÉTICA DE DANEY
Rafael Ballester Añón






El crítico de cine francés fue uno de los más influyentes de Europa, desde las páginas de Cahiers du Cinéma y Libération, con una mezcla de única de precisión y sensibilidad.


Hay quienes pertenecen a una generación que llenaba parroquias y salas de cine. Las primeras con textos sacros y homilías; las segundas, con películas clásicas y críticas de estreno; el párroco interpretaba los textos sacros; el crítico de cine efectuaba su tarea pastoral para un público devoto de imágenes y sonidos.

Serge Daney (Paris, 1944-Paris 1992) fue un distinguido e influyente cultivador de esa segunda homilética. Fue redactor-jefe de Cahiers du Cinéma, director de la sección de cine del diario Libération y fundador de la revista Trafic. Sus artículos fueron recopilados en volúmenes como Cine-Diario, Salario del zapeador, El ejercicio ha sido provechoso, Señor, entre otros. Algunos de ellos publicados en la editorial Shangrila. Daney evita el enfurruñamiento y la amable zalamería; y permanece escrupulosamente alejado de la insufrible prosa de la producción académica.

Cine-Diario es la compilación de algunas columnas de este gentilhombre de la crítica cinematográfica francesa, publicadas en el diario Libération, durante el periodo 1981-1986,y conforme a una selección realizada por él mismo. ¿De qué se ocupan esas columnas? De los cineastas insignes, de las relaciones entre cine y televisión, de los films admirables y abyectos, de la naturaleza promiscua de los festivales, etc. Veamos algunas de sus observaciones.

Sobre el cine de Glauber Rocha (eminencia del cine latinoamericano): "con obstinación, no cesó de formular una pregunta que, me temo, se ha vuelto obsoleta ¿qué sería de un cine que no debiese nada a los Estados Unidos?"

Sobre Jean Eustache: «cuando hizo la mejor película francesa de la década, La mamá y la puta (1973). Sin él, no tendríamos ningún rostro que ponerle al recuerdo de los niños perdidos del Mayo del 68. Perdidos y envejecidos ya, charlatanes y pasados de moda». Postula varias razones del escaso interés que el Mayo del 68 ha generado para el cine, y se pregunta. «¿Y si, justamente el Mayo del 68 no ofreciera material novelesco interesante y no planteara al cine ninguna cuestión estética? ¿Y si no hubiera allí más que un poco de socio-patología del militante, con ingenuidades siniestras, restos de infancia, discursos sonámbulos y desilusiones archiprevisibles? (€) Pocos muertos, no los suficientes mártires y demasiados perdedores ¿Nada de lo que nutre la necesidad de imágenes y el recurso a la 'gran ficción'?». En el uso de símiles a menudo trata de ser más descriptivo que lacerante, pero no siempre lo consigue: «salí del cine con la sensación de haber invertido tres horas en remontar a nado un rio de confituras. Grandes movimientos pegajosos, falsas vacilaciones del falso directo€», sobre una película de Lelouch.

En cuanto a la relación entre la televisión y el cine: «No estoy diciendo que el travelling, el fuera de campo o el decoupage (instrumentos del cine) son 'mejores' que el zoom, el campo único o el inserage(instrumentos de la tele). Sería estúpido. Las formas de nuestra percepción cambian, eso es todo. Y en ese cambio, la pareja cine-televisión tiene todavía, por ahora, un rol protagónico. Como todas las viejas parejas, han terminado por parecerse. Un poco demasiado, para mi gusto».

Sobre Demasiado temprano, demasiado tarde, una de las obras más radicales de Jean Marie Straub/Danièle Huillet (y eso es ya mucho decir): «Sin actores, sin personajes siquiera y sobre todo, sin figurantes. Si hay un actor en este film es el paisaje. Ese actor tiene un texto: la Historia (los campesinos que resisten, la tierra que permanece) de la que es testimonio viviente. Ese actor tiene un talento variable: la nube que pasa, una bandada de pájaros, un grupo de árboles mecidos por el viento, un claro del bosque, esta es la materia de la que está hecha la interpretación del paisaje. Esta manera de actuar es meteorológica. Hacía mucho tiempo que no veíamos algo así. Desde la época del cine mudo, exactamente».

Además de la cinematografía y el tenis, una de las grandes pasiones de Daney era viajar. En una visita a la casa-museo de Eisenstein, en Moscú, advirtió en que en la biblioteca «los libros (en contra de lo que pudiera parecer) no están ordenados al azar: para Eisenstein, lo que nosotros llamamos modestamente la ´dirección de actores´ pasaba por las recetas de los místicos, las técnicas de actor y la puesta en escena ´por instinto 'de las aves migratorias».

Sobre el film Gertrud (basílica de la historia del cine) de Carl Th. Dreyer, propone una hermosa y atinada interpretación: «En Gertrud, todo está dado en un solo gesto. La velocidad y la lentitud, por ejemplo. ¿Lenta, Gertrud? Pero una palabra, un carraspeo, una melodía, bastan para que se precipite uno, dos o tres destinos. ¿Rápida, Gertrud? Pero un sollozo, una palabra, una mirada, pueden tardar una eternidad en llegar o en posarse. Gabriel Lidman (el poeta laureado, y abandonado por su amante) que llora su suerte, ¿la llora con rapidez o lentitud? La llora de ambas formas, y eso es lo maravilloso». Serge Daney advierte que los malos cineastas no tienen ideas; los buenos, tienen demasiadas; los grandes, una. Una idea fija que les permite seguir su camino y hacerlo en medio de un paisaje siempre nuevo. El precio, un creciente grado de soledad. Observación que tal vez no es sólo aplicable a cineastas.


Rafael Ballester Añón
Suplemento cultural "Postdata" del Diario Levante, Valencia, 06/07/2019



3.6.19

BIBLIOTECA SERGE DANEY DE SHANGRILA





Hasta el momento, los libros publicados de
LA BIBLIOTECA SERGE DANEY DE SHANGRILA.

Seguiremos construyéndola y, como siempre,
desde ese espacio sellado al ruido que cada vez tenemos más claro que
debemos seguir estando: fuera de cuadro.






31.5.19

y XIV. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




Agnès Varda / Sin techo ni ley



El tiempo pasa, lo “social” también pasa para no volver, los plátanos están enfermos y la revuelta cambia de rostro. Al inventar a Mona, Agnès Varda hace trashumar viejas cuestiones hacia formulaciones nuevas. 


León de Oro en otoño y en invierno en las salas, el último filme de Agnès Varda (el primero que ha “cine-escrito”) comienza con un juego de palabras. Siempre pródiga en calambures, A.V. reemplazó “sin fe” [sans foi] por un “sin techo” [sans toit] que no protege ni del frío ni de esa ley que dice que, a la larga, el frío mata. Porque ha matado, encontramos en un foso el cuerpo rígido de una joven campista, nacida Simone Bergeron, que atravesará el filme bajo el nombre de Mona. ¿Quién fue Mona? Una sucesión de reconstrucciones, testimonios, indicios, sainetes y migajas no aporta gran cosa. Quien se inclinara sobre “el caso Mona” se alzaría con las manos vacías. No hay crimen ni culpa con la que cargar. Solo una de esas noticias del periódico que se archivan rápido. 

Morir de frío (en el cine, al menos) no es banal. El frío no es un tema banal. Sobre todo cuando se lo padece con paciencia, como la fatalidad de un frío “en sí”. El frío es un buen tema porque lo modifica todo, imperceptiblemente: la interpretación “blanca” de los actores helados, el comienzo avaro de las palabras, los cuerpos entumecidos y los discursos inútiles. Y el frío vardiano muerde tanto más cuanto que no se trata del Gran Nord sino del sur de Francia, con bestias en hibernación, plantas mustias, invernaderos de cristales empañados y pueblos desiertos. En el frío hay que reinventarlo todo, incluso el cine. Gracias al frío, Varda reinventó a Sandrine Bonnaire.

Si no fuera por ese frío, por el pan helado e incomible y otros gags penosos, por las casas tomadas como iglúes y los refugios encontrados al azar, por el sol que no calienta y la bella fotografía de Patrick Blossier, el filme de Varda tendría ya, si no un gran tema, al menos un verdadero “motivo”. Como si (aquí me anticipo) en el momento en el que la cineasta acepta no comprender a Mona, sin embargo el único objeto de su curiosidad, no le quedara más que concentrarse en el motivo. Como si la mirada de Varda, cáustica y sin compasión, hubiera decidido, ironizando sobre sí misma, poner el frío frente a la cámara y pasear por allí a Mona como la antorcha pálida que ilumina el paisaje antes de extinguirse. 

El deseo de comprender (todo) y el deseo de (solo) mostrar se disputan Sin techo ni ley. Al contar las últimas semanas de la vida de Mona, Varda pasa revista a todos los tratamientos posibles del tema y no se atreve a confesarse demasiado que son inadecuados, obsoletos e indignos de un personaje tan fuerte como Mona. No funciona, no funciona más, no funciona en absoluto; la investigación que explota, el retrato revelado poco a poco, el paso del espíritu de los tiempos, todo eso que Varda, justamente, sabía cocinar más o menos bien. Esta vez la investigación no aportaría nada y el caleidoscopio dejaría a Don/Doña Nadie como lo/la encontramos. En cuanto a la juventud marginal de mediados de los años ‘80, habita el filme en un plano de igualdad con los otros personajes, sin ataduras [attaches] pero sin que eso la vuelva, no obstante, entrañable [attachante].



Rodaje de Sin techo ni ley


Ahora bien, en los años ‘60, el personaje del “marginal” era un buen tema para un guion. Víctima de la sociedad, reanimador de utopías o revelador de contradicciones, el marginal tenía algo de antihéroe simpáticamente positivo. Bastaba seguirlo para arrojar una mirada al sesgo a la “sociedad” que su caída libre iluminaba como una estrella fugaz. Y luego he aquí a Mona-1985, que habla poco, no reivindica nada, no da nada y toma poco, no acusa a nadie y muere en un descampado. 

Lo que salta (con un ruido seco) es entonces la oposición cómoda entre el individuo (libre, aunque desdichado) y la sociedad (podrida, aunque confortable). En la constelación tristona de los personajes, todos secundarios, con los que se cruza Mona ya no hay, en definitiva, sino marginales. Para algunos, Mona pasa como una idea general, un emblema fugaz, un principio de imagen. Sin más. Pero de Yolande, la sirvientita ontológica, enamorada de un gamberro inútil y guardiana de una abuela postrada, al improbable hippie filósofo que, encolerizado, solo ve en la pereza de Mona un vulgar error, pasando por el amable tunecino que le enseña a podar la viña antes de pedirle que se largue o el squatter quejoso que sospecha que ella se quedó con él solo para fumar su hierba y robarle su radio, ya no hay, en ninguna parte, un gramo de generosidad. Una pequeñez generalizada devora “lo social” y lo fija en un desfile apenas extravagante de compañeros de un día. 

Sandrine Bonnaire debe haber necesitado un gran determinación para interpretar a Mona, una campista sucia y congelada, de indomesticable mal humor. Así como Agnès Varda necesitó la rabia de contar solo consigo misma para salir de ese purgatorio del cine francés del que nunca está muy lejos. En este sentido, la energía de la cineasta y la de su actriz son paralelas. Pero solo paralelas, ya que la honestidad de Varda consiste en decir que no se sabe todavía de qué esta hecha una “Mona”. O, dicho más sociológicamente, que eso que, tarde o temprano, llamamos en la vida “la nueva generación” tiene en principio el rostro de un enigma. Que hay que respetar. 

Por eso hay que volver al frío. ¿En qué se distingue Mona de los demás (incluidos todos los otros marginales)? En que, con la mochila a la espalda, acampa en pleno invierno, en un momento en el que incluso los campistas no acampan. En este sentido, lanza un desafío al frío, ignorando soberbiamente que puede ser mortal. Como si las cuentas con “lo social” estuvieran saldadas y de ahora en adelante hubiera que luchar, y contar, con el paisaje. 

Por lo tanto, no resulta tan indiferente que Mona encuentre en su camino a otra mujer que, ella también, ajusta cuentas con la naturaleza y con esa parte de la naturaleza que se llama plátano. En el rol de alma buena platanóloga y universitaria madura, Macha Méril es más que creíble y el trecho de camino durante el que acompaña a Mona quizá no sea insignificante. Porque el único deseo que Mona manifiesta en el curso del filme no tiene nada que ver con la crítica o la destrucción sino con la conservación. Mona quisiera cuidar algo: niños, casas vacías. La platanóloga, por su parte, quisiera conservar a los plátanos con vida (pero un mal secreto los carcome, también a ellos).



Sin techo ni ley


Si agregamos que Agnès Varda quisiera conservar ella también una oportunidad de hacer cine (el suyo) y que su incansable curiosidad la aleja regularmente de los guiones de cemento y las historias que se cuentan solas, habremos cerrado el círculo de lo que le sucede al cine de autor cuando del atronador “derecho a la creación” se pasa a un extraño “déjenlos vivir”. Ecológica, la cadena tiene sus eslabones. Antes de filmar plátanos, hay que mirarlos, y antes de mirarlos, hay que saber que pueden, ellos también, estar enfermos (por lo tanto, ser cuidados). Y como no se trata de hacer un documental sobre los plátanos, hay que buscar al personaje que, en un momento de su deriva, los encuentre de otro modo que al volante de su coche. 

Se habla mucho de la deserción del público (de las salas) y no lo suficiente de la desertificación del paisaje fílmico. Se trata sin embargo de un mismo y único fenómeno. Tanner está orgulloso de haber captado un hato de vacas en reposo, a Wenders lo entristece que no se pueda mirar un tren japonés con tanta emoción como Ozu. Problemas de pintores, de contemplativos, se dirá. Problemas superados, agregará alguien, ya que el cine ha llegado por fin a contemplarse a sí mismo y contentarse con ello. Pero me gusta pensar que Mona, la campista, más allá de las décadas de “reivindicaciones sociales”, ha sido librada por Varda al movimiento rabioso e instintivo de la que “vela” por el paisaje como por un vago tesoro. A destiempo. 



Agnès Varda






  



27.5.19

XIII. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019


Alain Tanner



[...] Miraba [...] Tierra de nadie con esa sensación de las cosas ya vistas y queridas. Me preparaba para cumplir con mi deber: evaluar, comparar, proponer al lector uno o dos bocadillos para que haga el viaje del filme. Decirle, por ejemplo, que este opus 10 de Tanner es menos inspirado que el 9 (En la ciudad blanca) pero más sólido que los opus 7 y 8 (Messidor, A años luz). Decir que las películas de Tanner están casi siempre muy bien y decidir si esa constancia tranquiliza o irrita. Sin embargo, una sensación nueva, casi inconfesable, parasitaba mis buenas intenciones. Tenía la impresión de que todas las cosas con las que, gracias a Tanner y otros cineastas suizos (Reusser, Soutter, Murer), había aprendido a familiarizarme, todo ese cine-suizo un poco clean, un poco siniestro, un poco bello, con sus vacas y sus pasadores de frontera, sus lentitudes calculadas y sus veleidades de ficción, podía desaparecer. 

Porque Tanner sabe todavía, con astucia, obtener dinero de ambos lados para filmar en el suyo historias de pasadores. Sabe evitar los cantos de sirenas (enronquecidas) del “guion de cemento” para entrelazar pacientemente una multitud de pequeños acontecimientos fuertes que cuentan, apenas, una historia. Está también el deseo de arrancar un poco de historia(s) a los paisajes suizos. Pero el porvenir del cine suizo (y, de una manera general, de todo cine local) no es lo suficientemente radiante como para no hacerse ya la pregunta fatídica: ¿en qué momento Suiza ya no será en absoluto una tierra fértil para la ficción? ¿En qué momento será solo un terreno para documentalistas? Con esta pregunta en mente, uno tiene menos ganas de “criticar” a Tanner que de agradecerle que filme, todavía, vacas. Vacas de verdad que miran pasar la ficción y que uno mira súbitamente con una emoción multiplicada porque está claro que en un cine reducido a los efectos especiales y al mito del policial, la pobre bestia está condenada al espacio en off. En resumen, a partir de ahora hay una dimensión ecológica en la crítica de cine. 




Como esta idea me parecía demasiado melancólica (y un poquito desmotivadora), me sinceré al respecto con el propio Tanner, que pasaba por París para una promoción rápida de su película. Descubrí, sin gran sorpresa, que él también estaba melancólico y que creía que el “paisaje suizo” había sido totalmente agotado por un “cine suizo” ya casi exhausto. Ese día, Tanner hablaba como un pintor, y un poco como un místico. Cada vez más, su problema es “la materia cinematográfica”. Es el gozo ante la idea de que “las cosas están allí” y exigen, en silencio, ser vistas, registradas, filmadas, y la angustia ante la idea de que ya no hay un camino colectivo que conduzca a ellas (la ficción es eso, un camino colectivo) sino solo itinerarios individuales y pasajes secretos. 






Estamos lejos del optimismo un tanto forzado de Jonás (1976), esa película que Tanner tiene razón en considerar “demodé”. Ya no es por amor, amistad, solidaridad, ganas de cambiar el mundo o la manera de vivir en él que los personajes se “juntan”; es porque ya no son lo bastante fuertes individualmente [...]






  



22.5.19

XII. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019



París-Texas / En un lugar solitario



[...] Wenders tiene el privilegio de interesar a las gente de cuarenta años y de seducir a los de veinte. Como si el primero de la clase revisara por nosotros un agobiante programa de historia y geografía (del cine) por el que recordamos haber pasado. Como si le pidiéramos que nos sorprenda con cada película, pero no demasiado, porque ya no seríamos los testigos de sus progresos. Los de un barquero que navegaría a tientas hacia una continuación (sin embargo) posible del cine. 

De ahí la emoción. Porque para continuar, hay que saber qué o a quiénes se continúa. Por diversas razones, y entre otros, John Ford, Allan Dwan, Yasujiro Ozu y Nicholas Ray fueron importantes para Wenders. Contemplativos. Cineastas de la emoción, justamente. Es a ellos a quienes continúa, continúa esa emoción que hoy ya casi nadie sabe hacer nacer de una sucesión de imágenes y que yo llamaría, a falta de una expresión mejor, “la emoción en plano general”.

¿Qué quiero decir ? A riesgo de recordar mal una película ya vieja (pero ¿acaso no está el cine hecho también de todo aquello que hemos alucinado?), tomaré un ejemplo de una película de Nick Ray. En En un lugar solitario, la pareja Humphrey Bogart-Gloria Grahame pela pomelos (¿eran pomelos?) en su cocina. No pasa nada, y Bogart dice de pronto algo así como: “Si alguien nos viera, ahora, ¿adivinaría que somos felices?”. Y el espectador, enseguida, se dice que sí, tal vez, pero que él mismo, un segundo antes, no pensaba en eso. 

Emoción ante la precariedad del instante y la belleza frágil del cine, capaz de hacernos sentir “cerca” de una escena sin que se necesite, sin embargo, “acercar” la cámara. Sin la efracción de un primer plano o la indiscreción de un zoom multiuso. Lo que podemos llamar “emoción” es el movimiento de cámara al revés, el que sucede en el cuerpo del espectador. Proviene de aquello que, súbitamente, adivinamos. Pero, ¿cuál es la palabra más importante aquí, “adivinamos” o “súbitamente”? Ambas. “Adivinamos” porque estuvimos a punto de dejar pasar el momento. Entonces, aceptamos quedarnos en la puerta de la cocina de En un lugar solitario y ya es con otros ojos que advertimos que Ray es un gran escenógrafo. Tomé mi ejemplo de él, pero podría haber citado cientos, del mismo tipo, extraídos de París, Texas [...] 

Los contemplativos quieren merecer el paisaje, no poseerlo. Deslizarse en él furtivamente, no hacerse notar. Modificarlo, no rehacerlo. ¿Qué quiere Travis, el hombre que (Wenders dixit) “regresa de entre los muertos”? Lo mismo que Wenders cuando “regresa” del mito de la Muerte del Cine [...]


El secreto (a menudo banal) no es algo que la lengua pueda soltar, es el horizonte hueco de una curva asintótica. A fuerza de acercarnos, nos alejamos. A fuerza de acercarnos a Travis, el hombre surgido del desierto, no vimos que ya estaba alejándose de nuevo. La emoción-Wenders es un boomerang.








  



16.5.19

XI. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019



Ingmar Bergman



[...] Bergman habla poco con los periodistas, ya no necesita a los medios ni a sus cristales deformantes. Dicen que es caprichoso, lacónico, decididamente fóbico. También dicen que puede ser un monstruo de gentileza con el que llega hasta él. Debe tener un sexto sentido, un radar que le dice a cada instante dónde termina su mundo (su “isla”) y dónde empieza la amenaza del otro. Teleasta avant la lettre, ha filmado los rostros de sus actores desde muy cerca, porque un poco más lejos era ya demasiado lejos. Hombre de teatro, hizo de su vida una troupe que, en compensación, lo protegió. Hombre de imágenes, solo abandona el estudio para ir a mirar televisión a su casa. En vísperas del fin de semana, parte para su isla con cuatro o cinco videos bajo el brazo. 

Bergman viejo. Los ojos claros, las cejas encanecidas, el rostro demacrado en algunos lugares, hinchado en otros. Desparejo, dividido, encantador. La risa (un poco forzada) es la de una vieja dama que se sabe estrella, a pesar de todo. La mirada, la de un niño atento o un seductor al acecho. La elegancia es deliberadamente nórdica [...] 



Ingmar Bergman



–Cuando pasan uno de sus filmes por televisión, ¿cómo se imagina a su público? ¿Tiene eso alguna influencia en Ud.? 

–Lo he dicho a menudo: lo importante cuando se hace un filme para la televisión es pensar en los primeros planos. Es cien veces más importante en la televisión que en el cine. Porque el rostro y la mirada de un ser humano siempre pueden fascinar. Hay que ser muy consciente de eso. Por eso me gusta mucho trabajar para la televisión (pausa). Y luego me doy cuenta hasta qué punto es importante. Quizá menos en Francia, pero en Suecia, donde vivimos muy alejados unos de otros, el hecho de encender a la noche esta ventana mágica en la oscuridad, en la famosa oscuridad escandinava (risas), ¡es una comunicación enorme, fantástica! 

–¿Tiene Ud. la sensación de haber sido uno de los cineastas más rápidamente conscientes de los poderes de la televisión, al punto de habar hecho, en el cine, una TV mejor que la de la propia TV? 


–En ciertas películas, sí... [...]

–Hoy se dice con frecuencia que el cine tiende a encogerse. Esta más cultivado, es más conciente de esta cultura, pero ha perdido la amplitud que tuvo en sus inicios, en la época muda. ¿Qué piensa de esto? 


–Vea, yo hago películas desde hace más de cuarenta años y el cine se inventó en París en 1895, hace un poco más de ochenta años. Y ahora nos encontramos en medio de una gran revolución, en gran parte técnica: la electrónica. Y yo estoy contento. Porque si pensamos en ello, es muy curioso: hoy trabajamos exactamente de la misma manera que los hermanos Lumière, con las mismas máquinas. Es más sofisticado, pero el principio es el mismo. El color no aportó nada al arte; el sonido fue casi una catástrofe. Personalmente, ¡me siento tan fascinado por la vieja manera de hacer cine, con la cámara, el proyector y las sombras sobre una pantalla blanca! Ahora estoy feliz de dejar todo eso. Los jóvenes pueden continuar y hacer las investigaciones necesarias para mantener el cine en el camino del porvenir. Porque todo va a cambiar muy rápido, ¿no? 

–Sí, sí. Lo que me impacta es que cineastas como usted o Antonioni (a quien hice la misma pregunta) no parecen sentirse espantados ni nostálgicos. Los más jóvenes están más incómodos, se sienten atrapados entre dos épocas. 

–Entiéndame bien. Lo digo más allá de todo sentimentalismo. Lo que sucede no me hace sentirme desdichado [...] 







  



13.5.19

X. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019



Toda una noche



[...] el amor se hace fuera de campo. Mucho sudor, no poca sensualidad; nada de sexo. Akerman filma el antes y el después. Solo que el después lleva las huellas del antes. Toda una noche se convierte imperceptiblemente en un documental sobre los modos de dormir, los rituales, las sábanas. Un bigotudo con un conjunto de slip-maillot blanco duerme mal en su diván (es un escritor, pero eso solo lo sabremos por la mañana). Una mujer que ya dejó de ser joven abandona en un impulso a su marido, que dormía con un pijama azul: va al hotel, cambia de idea y vuelve junto al pijama azul, treinta segundos antes de que suene el despertador matutino. Un muchacho despierta a su compañero, un soldado que se escapó del cuartel y que se desliza fuera de las sabanas de color malva. La noche es más larga que el deseo, la cámara es más paciente que la noche, la ciudad se despierta: Bruselas va a “bruselar” [...]

Esperábamos el amanecer. Ha llegado. Es la parte más bella del filme. Protagonistas dos veces oscuros, nuestros “personajes” hacen su entrada en el día. Vistos a medias, conocidos a medias. Sabemos suficientemente poco sobre ellos para verlos todavía tal como son, con restos de sueño sobre el rostro, los malos reflejos ante el café que hierve, el olvido. Entonces, la banda de sonido desencadenada los ciñe, como una isla de ficciones posibles en un mundo (bastante pequeño: Bélgica) sin ficción, algarabía inerte. Porque la ficción, la verdadera, la que iría de la A a la Z, de “había una vez” a “the end”, no es para esta película. En Toda una noche, Chantal Akerman se contenta con filmar de la A a la B. Mil veleidades de ficciones recortadas, sí; un gran relato, jamás. Si todo círculo no es idealmente sino una sucesión de líneas rectas colocadas una junto a otra, he aquí algunas líneas. Si toda línea no es sino una sucesión de puntos, he aquí algunos puntos. Si todo punto es, en el límite, un concepto inmaterial, he aquí un poco de inmateria [...]

Quiere que el espectador no duerma, sugiriéndole que “toda una noche” es un tiempo lo suficientemente largo como para que un cuerpo pase por todos los estados, incluidos los estados no posibles del deseo y los poco probables de la postura amorosa. Incluido su propio cuerpo. 







  



9.5.19

IX. "CINE-DIARIO (EDICIÓN INTEGRAL 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019



Stalker



[...] Cuando [Stalker] termina, cuando uno está un poco cansado de interpretar, cuando hemos comido todo lo que llevábamos, ¿qué es lo que queda? La propia película, exactamente. Las mismas imágenes insistentes. La misma Zona con la presencia del agua, su chapoteo siniestro, los metales oxidados, la vegetación voraz, la humedad. Como todas las películas que desencadenan en el espectador un furor interpretativo, Stalker es un filme que impresiona por la presencia física de sus elementos, su existencia tenaz, su manera de estar ahí. Incluso si no hubiera nadie para verlos, para acercarse a ellos o para filmarlos. Esto no es de ayer: ya en Andrei Rubliev había barro, ese punto cero de la forma. En Stalker hay una presencia orgánica de los elementos: el agua, el rocío, los charcos empapan la tierra y carcomen las ruinas. 

Una película se puede interpretar. Esta se presta a ello (incluso si en última instancia se sustrae a la interpretación). Pero no estamos obligados. Una película también se puede mirar. Podemos acechar en ella la aparición de cosas que nunca se habían visto en una película. El espectador que acecha ve cosas que el espectador-intérprete ya no sabe ver. El que acecha permanece en la superficie, porque no cree en el fondo. Me preguntaba al comienzo de este artículo dónde podían haber aprendido los personajes el stalk, esa marcha tortuosa de los que tienen miedo pero han olvidado de qué. ¿Y esos rostros prematuramente envejecidos, esas mini-Zonas donde los rictus se han convertido en arrugas? ¿Y la violencia servil de quien espera recibir golpes (¿o darlos? ¿también ha olvidado eso?). ¿Y la falsa calma del monomaníaco peligroso y las razonamientos extraviados del que está demasiado solo? 

Esto no procede solo de la imaginación demiúrgica de Tarkovski, esto no se inventa, viene de otra parte. ¿Pero de dónde? Stalker es una fábula metafísica, un curso de moral, una lección de fe, una reflexión sobre los fines últimos, una búsqueda, todo lo que se quiera. Stalker es también el filme en el que, por primera vez, cruzamos cuerpos y rostros que vienen de un lugar que solo conocíamos de oídas y de leídas. Un lugar del que pensábamos que el cine soviético no había conservado ninguna huella. Ese lugar es el Gulag. La Zona es también un archipiélago. Stalker es también un filme realista.