Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta Eugène Green. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Eugène Green. Mostrar todas las entradas

30.1.21

RESEÑA DE "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO", Eugène Green, Valencia: Shangrila 2020





Reseña del libro
Poética del cinematógrafo, de Eugène Green
Shangrila 2020, en Posdata. Suplemento cultural del diario Levante
Por Rafael Ballester Añón








5.7.20

EUGÈNE GREEN EN SHANGRILA...




Eugène Green





VI. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020



Correspondances (Eugène Green, 2009)


[...] Cuando se dice de un filme que es “demasiado literario” no es porque contiene demasiado texto sino porque cuenta una historia exactamente como se la contaría en un relato, de tal modo que la puesta en escena cinematográfica deviene absurda. El diálogo cinematográfico, por más desarrollado, por más “escrito” que esté, así como los textos dichos por una voz desencarnada, se justifican en la medida en la que liberan en el ser que los pronuncia una energía que se transforma en la energía de la imagen. La palabra que el cinematógrafo nos entrega no es la que escuchamos sino la que vemos. 

Si el actor de cine dice el texto intentando convencer al ser a quien se dirige, entregará en el mejor de los casos la realidad de su intelecto y, en el peor, hará teatro psicológico, que no posee nada de real, ya sea desde el punto de vista del teatro o de la psicología. Dar un texto cinematográfico es simplemente hacerlo resonar en sí. Por eso es legítimo pedir a los actores que no le hablen a los otros, sino a sí mismos. 

Es preciso que el actor respete siempre las entonaciones naturales de la lengua que habla. En francés, como en la mayoría de las lenguas indoeuropeas, el final de una frase o de una parte de la frase se marca con una cadencia decreciente. 

Las entonaciones de la declamación barroca son las de las lengua, pero todo está puesto bajo la lupa, porque la actuación barroca está basada en la retórica, y se busca convencer. En el cinematógrafo, hay que respetar las entonaciones naturales pero reproducirlas en una escala reducida, para captar la voz interior. El cineasta es quien utiliza la retórica. 

En la vida, la voz interior a menudo es inaudible. El cinematógrafo la da a escuchar, pero también a ver. 

Para ayudar al actor a encontrar la voz interior, el autor del filme puede darle una “máscara cinematográfica”, una imposición que lo desplaza ligeramente en relación con su propia identidad, para impedir que el intelecto comience a representarse. Por ejemplo, si el intérprete habla francés, el autor del filme puede pedirle que realice todas las conexiones [liaisons*]. La máscara cinematográfica hace caer todas las máscaras de la vida cotidiana, y se llena de la energía del ser. 

* [N. de T.]: En la lengua francesa, la acción de pronunciar la consonante final de una palabra unida a la vocal inicial de la palabra siguiente.

Quienes hablan de “voz blanca” en los filmes de Bresson deben ser sordos, y aparentemente jamás han visto colores. 

El nivel más intenso de la voz interior es el vacío. Cuando el actor que habla lo alcanza, su voz resuena en cada elemento del mundo. 

Si el cineasta triunfa en su acción mayéutica, el personaje que resulte de ello en el plano no será su criatura ni la del actor, ni la persona que el guion nos permite entrever. Como todos los niños, ese personaje será un milagro, que debe su realidad carnal a quienes lo han engendrado pero está colmado de un aliento que le es propio, y que es también el aliento del mundo [...]





SEGUIR LEYENDO:




4.7.20

V. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020



Le monde vivant (Eugène Green, 2003)



[...] La luz es una energía que nos permite aprehender visualmente la materia del mundo. En el cinematógrafo, la luz torna aprehensible, también, la energía que se desprende de la materia. Cuando el cineasta está en plena posesión de sus medios, la luz de la que se sirve nos permite comprender, a través de una experiencia sensorial, que materia y energía son la misma cosa. 

En la naturaleza, cuando decimos que la luz es “bella”, nos referimos en general al hecho de que nos permite ver –un paisaje, una arquitectura, la bóveda del cielo– y, por lo tanto, a su transparencia. Si llegamos a distinguir hasta su color, ese color se aprehende sobre aquello que su claridad hace visible. El cineasta solo debe contemplar la luz en relación con el contenido de su imagen; de lo contrario, solo produce “efectos” de luz, como en una discoteca.

No hay que confundir la “temperatura” de la luz con su energía esencial. En el etalonaje, podemos tornar más cálido el pálido tono de una iluminación eléctrica, pero nunca darle la energía específica que se desprende de una llama. 

El cinematógrafo alcanza su funcionamiento esencial cuando la energía interior de los seres, pero también la de objetos y materias, deviene aprehensible. La luz exterior, elegida o compuesta por el cineasta y su director de fotografía, permite al espectador captar esa claridad oculta. Pero cuando consuma ese milagro, se vuelve invisible.

La luz del cinematógrafo siempre debe ser una búsqueda. Se la busca, se la espera o se intenta crearla, pero es preciso que se lo haga siempre humildemente. La auténtica luz cinematográfica nunca se encuentra sin que antes un hombre haya hecho una pregunta, y sin embargo, incluso cuando el director de fotografía la fabrica con proyectores, nunca es puramente humana. 

La luz no existe sin las tinieblas. Al ajustar la luz de un plano, jamás hay que dejar de pensar en la sombra [...]





SEGUIR LEYENDO:




IV. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020



Le pont des Arts (Eugène Green, 2004)



[...] Platón dice que el amor es una especie de locura que nos permite ver las Ideas a través del deseo que sus sombras provocan en nosotros; por medio de los cuerpos, buscamos unirnos con el espíritu. El cineasta también es presa de una suerte de locura cuando comienza a capturar elementos del mundo. Pero este furor le permite tornar aprehensible la serenidad de la presencia real.

El deseo es la vía del amor, pero no el amor mismo: el deseo empuja a la posesión que, en sí misma, conduce a la aniquilación. El amor es renunciamiento y levitación. Cuando el amor alcanza el mayor distanciamiento, deviene caridad.

La caridad es la cualidad esencial de los santos. Hoy en día, la santidad es un estado mal visto, y vigorosamente combatido, por los padres, los educadores y los psicoanalistas. Por el contrario, todo ser, sin rebelarse contra esas murallas de la virtud, puede alcanzar por instantes la caridad. En el cineasta, es un deber profesional. 

“Todo aquello que no va a la caridad es figura”, dice Pascal. El cineasta hace ver la realidad bajo la figura, y consuma un acto de amor. 

El cineasta no puede revelar una presencia oculta que él mismo no ha adivinado gracias a su pasión. Esto quiere decir que el cineasta debe estar habitado por deseos muy fuertes. Pero no puede revelar una presencia sin haber renunciado a poseerla, porque de otro modo solo nos mostraría la cara visible que ha provocado su locura, y la sombra cuya irrealidad habrá demostrado la posesión. 

“Colócame como un sello en tu brazo”, dice el Cantar de los Cantares, “colócame como un sello sobre tu corazón, porque el amor es fuerte como la muerte”. El furor del deseo, buscar y posar sobre su objeto un signo de posesión; la luz del amor libera de la nada al amante y a aquello que ama. Filmar un ser es desearlo, y marcarlo con su sello; hacer ver su alma es un acto de caridad que marca la victoria de la vida sobre la certidumbre de la muerte [...]





SEGUIR LEYENDO:




3.7.20

III. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020






[...] Como la iconoclasia, la oposición entre el verbo y la luz es una manifestación de “puritanismo”: una intervención intelectual que excluye una parte de la aprehensión del mundo. Existían manifestaciones de puritanismo ya en el mundo antiguo, pero en la cultura europea esta tendencia siempre fue periférica. 

Dios no se le aparece directamente ni a Abraham ni a Isaac ni a Jacob: su voz les llega en visiones, en sueños, en la palabra de los ángeles, pero no lo revela. Por el contrario, Dios se le aparece a Moisés: en principio mediante la vista, en la luz de la zarza ardiente, luego  mediante el verbo, cuando su voz da el sentido de su nombre. 

El Zohar, texto central de la mística judía, redactado en la Europa cristiana en el S. XIII, retoma la tradición del poder creador de la palabra: de la luz surgida del infinito nacieron los diez nombres de Dios, a partir de los cuales se creó el universo. La fuente de lo visible alumbra la palabra, que, encarnada en la voz del Creador, da nacimiento a lo que puede verse en la tierra. 

Cristo es la encarnación del Verbo en su unidad, y la materia del Verbo es luz. “En el principio fue el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios... Todo fue por él, y sin él nada fue... y la luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido vencerla”.

La conversión de san Pablo: expresión de lo visible como emanación del verbo. Envuelto en una luz que lo sumerge en las tinieblas, Saúl, que jamás ha visto a Cristo, escucha su voz. 

El verbo es la palabra en su concepción más activa, más creativa: fuente del mundo, elemento mágico que del animal bípedo hace el hombre, espacio en el que nuestra especie encuentra lo sagrado, vínculo que vincula entre ellos a los hombres. Pero en el mundo moderno, la palabra, envuelta en tinieblas, está oculta. El cinematógrafo, construido a partir de fragmentos de ese mismo mundo, torna visible la palabra y la restituye a la humanidad. El cine es la palabra hecha imagen. 

La presencia del verbo en un elemento del mundo es siempre real: un árbol, un peñasco, un río, llevan consigo la realidad de su origen; lo mismo sucede con un ser humano, que además posee la palabra. La lengua vasca, testimonio viviente del nacimiento del hombre, dice: euskaraz hizt egiten dut  –“por medio del vasco hago la palabra”, para decir “hablo vasco”. Pero hoy podríamos decir: zinematografaz hizt egiten dut– “por medio del cinematógrafo hago la palabra”, al hacerla visible. 

Vulgarmente, se considera la vista algo material, y el oído, una operación fuera de la materia; de ahí la idea de una mayor “realidad” en aquello que nos dan a conocer los ojos. Pero el verbo encarnado en una voz tiene la realidad de un cuerpo y un aliento humanos; la luz que hace visible el mundo es un misterio incorpóreo que nuestra tradición torna aprehensible al asociarlo al verbo. El cinematógrafo utiliza la luz para hacernos escuchar, en fragmentos del mundo, el Nombre que nos hace ver [...]





SEGUIR LEYENDO:




2.7.20

II. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020





Cuando descubrimos una carta importante en la que encontramos un sentido claro, y donde se dice sin embargo que el sentido está oculto y velado, que está escondido de tal modo que veremos esa carta sin verla y que la escucharemos sin escucharla, ¿qué debemos pensar sino que es una cifra de doble sentido?

Blaise Pascal




SEGUIR LEYENDO:




1.7.20

NOVEDAD: I. "POÉTICA DEL CINEMATÓGRAFO. NOTAS", Eugène Green, Valencia: Shangrila, 2020





Eugène Green escribió este libro como un libro de horas. Para contar cómo se cuenta el cine si uno quiere que le devuelva la mirada. Fuera del cine, te miro pero no te veo. Miro tu superficie, palpo tu contorno, rozo la forma de una exterioridad. Fuera del cine miro lo visible, como un ciego que ausculta el mundo material, recorre un tiempo cronológico, se desplaza en espacios mensurables. Fuera del cine gobierna la razón, se encienden todavía las viejas luces del Siglo de las Luces, el intelecto gobierna y administra los días y las noches, los códigos fulminan los misterios y el oído se aturde en la ciudad, o se despeña en un silencio sin vacío. Eugène Green adora caer en el vacío del sagrado presente continuo. Ese vacío que muestra el revés de todas las cosas de este mundo: árboles y rostros, peñascos y cascadas, piedras y pies. Pura disolución del cálculo, desvanecimiento de la geometría. Lugar donde caer hasta ver por fin y disolverse en ese espacio donde todo es Uno, singular y semejante, donde criaturas y cosas tiemblan atravesadas por el hilo de la misma energía espiritual. 

El asno Balthazar filmado por Bresson es la criatura perfecta de esta poética de la exhumación y de la epifanía: no intenta colaborar, no se esfuerza en actuar, carece de estrategias. Se entrega porque es, su mera existencia es un acto de entrega. Balthazar con su corona de flores silvestres, como espinas; Balthazar con sus ojos inocentes, como remansos y termómetros de la fragilidad. Green recorre el espinel del cine, desde que la película es idea hasta que se proyecta en la pantalla, y despliega sus máximas, que son las mínimas pistas de quien ve-a-través, como quien abre una caja de herramientas. Pañuelos y palomas, varitas y naipes de un juego de magia. 

Este libro hubiera podido llamarse “Cómo se hace una película”, es decir, cómo se filman, según un puñado de teorías, la tradición del género y los instrumentos disponibles, ciertos fragmentos del mundo, ciertos movimientos de los cuerpos. Pero se llama “Poética del cinematógrafo”. Lo que equivale a decir: cómo extraer, de cada uno de esos fragmentos de materia, esa presencia real que es la expresión del alma, la manifestación de la gracia en una modestísima cinta de celuloide.  


Más información:




18.2.19

RESEÑA DEL LIBRO "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", de Eugène Green (Shangrila 2018)



Reseña en 'Posdata', suplemento cultural del diario Levante (Valencia), del libro "Presencias. Ensayo sobre la naturaleza del cine", de Eugène Green (Shangrila 2018). Por Rafael Ballester Añón.



"Click" en la imagen para leer



9.12.18

y XIV. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Praga nevada / Eugène Green



[...] El hombre racional moderno, surgido de la cultura del S. XVIII, piensa que es un “uno” al aprehenderse, y piensa ver “lo uno” al contemplar el mundo: me veo, luego existo, y soy lo que veo; veo el mundo, entonces existe, y es lo que veo. Sin embargo, en mi experiencia, el ser, dada su condición humana, es múltiple, y también lo es el mundo en el que vive. Pero mi intuición, como la de todos los hombres que precedieron al hombre racional moderno, es que lo Uno existe, y que la finalidad de cada ser es encontrar su propia unidad para poder disolverse en lo Uno. 

En esa ciudad cuyo nombre significa el umbral 3, lo que en otra parte era solo pensamiento se convirtió en experiencia. En la blancura material de la nieve, pude encontrar la presencia sonora de mi propio fantasma; al haber alcanzado, frente al río, durante un instante eterno, el conocimiento del presente, de lo Uno, del que me había sido dada una intuición directa en mi infancia temprana, esa misma blancura hizo visible la experiencia, borrando las huellas del cuerpo que, durante ese instante, había dejado de ser. Al mismo tiempo, la blancura reconstituida de la nieve intacta era el signo de la vía a seguir para regresar del reino que yo había encontrado, y para reanudar mi camino. 

“Saber y reconocer que se tiene un saber y un conocimiento de Dios” quiere decir, en relación con el destino, que tengo la sensación de vivir, y transmitir ese saber y ese conocimiento a los otros, bajo una forma que deviene un ser de mi ser, pero independiente de mí, de tal modo que, convertido en mi propio fantasma, soy yo mismo quien regresaría al espíritu del mundo, dejando lo que de mí devino uno, conocimiento de lo Uno, y que permanecería en la eternidad del presente. 

Por eso escribo, por eso intenté hacer teatro, pero la forma más adecuada de esta transmisión es el cine. 

El hombre solo puede “buscar ese uno en sí mismo y en lo Uno” a través de la Naturaleza, es decir, a través de la experiencia, en su totalidad, del mundo del que forma parte. Ahora bien, el hombre racional moderno, cuya huella lleva cada europeo desde hace tres siglos, y cuya influencia se siente, hoy en día, hasta en lo más profundo de Papúa, existe mediante una filtración sistemática que excluye una parte del mundo natural, de manera que, desde la época barroca, el hombre busca su realidad en la representación del mundo. El teatro construye su realidad a partir del engaño absoluto. Ese engaño es la fuente de su potencia y, al mismo tiempo, frente al hombre racional moderno, es su debilidad, porque cuando el hombre logra destruirlo, transforma el teatro en una máquina que no va a ninguna parte. Entonces ese arte mil veces milenario, basado en la idea del sacrificio, y de la vida que nace de la muerte, expresa solamente el credo: me veo, luego existo, y soy lo que veo. El cine, en cambio, construye la representación del mundo a partir del mundo mismo. La naturaleza captada por el cine es aquella en la que el hombre racional moderno cree verse al identificar sus límites, pero también aquella que muestra su misterio. Es el presente en su totalidad, con todos los fantasmas que buscan todavía el fin de su destino, y la paz nacida de la desaparición experimentada por aquellos que ya lo han encontrado. 

El verdadero cine, el cinematógrafo, es un resurgimiento absoluto, terrible, del ritual que es la base del teatro. La víctima sacrificada es el propio cineasta, que al renunciar a ser un hombre racional moderno (el único modelo que, en nuestra sociedad, tiene derecho a vivir sin restricciones) y mostrar a sus semejantes la Naturaleza entera, donde lo visible hace ver las presencias ocultas, deviene el hombre noble que, tras haber adquirido un reino en un país lejano y regresado para dar testimonio del mismo, da a sus hermanos el pan de la vida, y desaparece en la dicha eterna del presente.







   



XIII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Café de Flore, Saint-Germain-des-prés



Una experiencia anecdótica vivida a mediados de los años ‘90, cuando terminaba el guion de Toutes les nuits, se abre a un elemento esencial del cinematógrafo. 

Habitante desde hace casi treinta años del barrio de Saint-Germain-des-prés, conocí su último instante de vida, en los años ‘70,  y asisto desde entonces a su larga agonía. Uno de los acontecimientos más memorables de esta declinación fue la desaparición de la librería Le Divan. Desde mi llegada a París, ese comercio casi centenario había sido la librería en la que me había procurado una gran parte de mis libros, y a la que iba a informarme acerca de las obras disponibles o donde compraba regalos. La no-existencia de ese lugar era tan inconcebible como la de la catedral de Notre-Dame o el jardín de Luxemburgo. Y sin embargo, había que rendirse a la evidencia: primero desaparecieron los libros de los escaparates, luego las estanterías en el interior y al final podía verse, a través de los vidrios, a los obreros que rompían todo para preparar la transformación de la librería en boutique de moda. Ese espectáculo me resultaba tan doloroso que rápidamente adopté la costumbre, al bordear las dos fachadas del negocio, de no mirar más nada.

Pero un día en el que caminaba por la calle Bonaparte, justo antes de pasar de largo por la antigua librería, algo llamó mi atención, a mi pesar. En el espacio absolutamente vacío detrás del escaparate, en la oscuridad de la boutique donde había cesado momentáneamente toda actividad, los obreros que trabajaban en la obra habían abandonado una botella vacía, sobre la que se habían fijado algunas gotas de vino tinto. El objeto, en el centro del espacio desnudo, era lo suficientemente singular como para obligarme a observarlo, pero cuando lo miré de frente, me sorprendió todavía más por el nombre del vino. Exactamente debajo de las perlas rojas sobre la superficie blanca del papel de la etiqueta, vi escrito en mayúscula: CÔTES DE DURAS

Confieso que no siempre he tenido una admiración sin límites por la autora de Su nombre de Venecia en Calcuta desierta, ya fuera la escritora, la cineasta o el personaje público. Sin embargo, ante la ausencia presente de aquella que había simbolizado la última gran época del barrio, de aquella que había visto reinar en medio de su corte en el Café de Flore, de aquella cuya casa se encontraba a pasos de la librería, y que ahora, entre las ruinas de ese lugar mítico que simbolizaba el barrio, se revelaba bajo la forma de un signo, con las costillas atravesadas y el costado sangrante, fui presa de una profunda emoción. 

Tan incongruente como pueda parecer, este ejemplo ilustra bien la naturaleza del signo, uno de los recursos más esenciales del arte cinematográfico [...] 

[...] El signo cinematográfico se basa en la captura, en la materia, de una energía, la de la presencia oculta, y en su fijación en la materia de la película, en la que esa presencia deviene aprehensible para el espectador. Por eso, la revelación del signo, como la expresión cinematográfica en general, es incompatible con el video, porque el video está desprovisto de materia y no capta energía alguna. En el mejor de los casos, bajo una fuerte luz natural, el video tiene la calidad de una fotografía publicitaria. En otros casos, el resultado es todavía peor: una luz que sigue siendo una indicación de la luz, una abstracción intelectual de la imagen que resulta en paisajes aplanados de tarjetas postales, personajes-ectoplasmas que se separan de su contexto como un sujeto que posa ante una tela pintada en una foto antigua, y una homogeneización de la materia, de modo que una mesa no se distingue para nada de la piedra de un muro, por no hablar del sonido “natural” que acompaña a esta técnica y que da la sensación de sustancias pegajosas que fluyen en todas direcciones, como los huevos que los pueblos bárbaros consumen con frenesí poco después del amanecer. Si alguna vez la evolución técnica del video permitiera captar toda la energía que la película argéntica permite captar actualmente, tornándolo capaz de hacer un signo de un elemento del mundo, es evidente que las facilidades de rodaje ofrecidas por el video harían de este el soporte más corriente, de la misma manera que el montaje virtual ha reemplazado largamente el sistema tradicional de montaje. Pero si, en su estado actual, en nombre de no sé qué virtud, el video se impusiera como norma, eso significaría la desaparición del signo, y la muerte del cine en tanto expresión artística [...] 

El signo cinematográfico constituye una expresión platónica ejemplar, porque aprehendemos a través de un solo elemento dos cosas que nuestros contemporáneos considerarían contradictorias: por un lado, lo que llaman la realidad del mundo; por el otro, las presencias invisibles, manifestaciones directas del mundo de las Ideas, que crean un misterio en lo que parecía transparente. Es precisamente porque el espectador siente que un elemento aparente tiene una relación oculta con la representación que está obligado a reconocer lo que el signo conlleva de presencia escondida, y a reconocer la realidad de esta última en su propia existencia. Este aspecto del signo, extendido al conjunto del concepto cinematográfico, hace del cine el arte metafísico por excelencia, porque conduce al espectador a una aprehensión del espíritu a partir de una captación de la materia. Al mostrarle elementos de un mundo cuya realidad es para él incontestable, el cine pone al espectador en presencia de otro mundo, y le hace descubrir que las fuerzas que han trazado un dibujo en la borra del café son las mismas que determinan su destino.







   



XII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Cuadros de Caravaggio en la iglesia San Luigi dei Francesi, Roma



[...] Cuando visité Roma por primera vez en abril de 1970, descubrí una ciudad con vestigios de más de dos mil años de civilización, con iglesias y palacios rebosantes de obras de arte, configuraciones urbanas sorprendentes, ruinas y una animación humana que no se parecía a nada de lo que yo había conocido: los barrios populares de Testaccio y Trastevere (que los Bárbaros todavía no habían comprado por completo), el barrio chic de la Piazza di Spagna (donde había todavía algo más que turistas), los restos de la dolce vita en Via Veneto (donde todavía había señoras que llevaban su pellicia en abril). Pero yo, que desde hacía dos años y gracias a los viajes por el norte de Italia había descubierto mis propios sentidos, y una nueva manera de aprehender el arte y la vida, la materia y el espíritu, me encontré en Roma, curiosamente, como ante un filme “digital” (aunque los filmes digitales no existían todavía y la civilización tenía entonces algunos progresos por hacer), una captura de cosas reales pero desprovistas de energía. Sin poder encontrar la palabra justa, tuve la sensación de que en esa ciudad, pese a toda su existencia en el tiempo, no había presencias

Breves estadías posteriores confirmaron esta sensación, que no se modificó hasta que tuve la oportunidad de pasar varias semanas en Roma a fines de 1976.



Toutes les nuits (Jules y Henri deciden partir a Roma)


Fue poco tiempo después de la muerte de Pasolini. Al contemplar por primera vez la capital italiana como un lugar de violencia y de muerte, partí con una cierta aprensión. Pero desde mi llegada experimenté una sensación de felicidad al pasearme por sus calles. Al cabo de unas pocas horas, en plena tarde, en medio de la multitud que hacía sus compras de Navidad, fui víctima de una agresión. Un grupo de jóvenes me golpeó y me humilló. Una vez superado el shock, reencontré de inmediato el placer de caminar por la ciudad, sabiendo al mismo tiempo que el peligro subsistía. A la tarde del día siguiente se repitió la misma escena, en otro barrio, con otra banda. Esta vez me arrojaron al piso, y la humillación fue mayor. Amigos romanos, que leyeron el incidente según la “matriz” aplicada entonces, me explicaron que había sido víctima de “bandas fascistas”, que me habían elegido como blanco porque llevaba el pelo largo. Pero yo había presentido esos dos ataques como algo inevitable, y la segunda vez, tan pronto como me levanté, supe que ya no corría peligro alguno. Entonces volví a recorrer las calles dichosamente, porque la Ciudad Eterna se había convertido en un lugar de presencias. 

El invierno es una época privilegiada para descubrir Roma. La luz es muy intensa y la noche, que cae a una hora de plena actividad, hace ver en las tinieblas lo que en otros momentos del año se presenta a plena luz. Así, [...] hacia las cinco de la tarde, entré en la iglesia de San Luigi dei Francesi. Afuera, la oscuridad engullía la ciudad, y en el interior del edificio solo algunas concentraciones de cirios creaban aberturas de luz. Llegué hasta la capilla San Marcos, donde no había nadie. La capilla estaba sumergida en la oscuridad. Busqué una moneda de cincuenta liras, la única manera de encender el proyector. Cuando logré encontrar una moneda aceptable, la introduje en la caja y se hizo la luz, una experiencia que Jules debía conocer en una de las secuencias romanas de Toutes les nuits. Entonces, en el medio de la ciudad, pero en el secreto de esa iglesia desierta y oscura, tuve una de las revelaciones más profundas de mi vida. 



Toutes les nuits (Émile en la iglesia San Julián el pobre)


Los tres cuadros de Caravaggio, salidos de las tinieblas, aparecieron ante mí. En un primer momento, mi mirada se paseó de uno a otro, realmente sin ver, o viendo solo lo suficiente como para hacerme comprender que jamás había visto algo tan bello. La luz se apagó pero logré, durante media hora, encontrar monedas italianas o francesas o caramelos aplastados que me permitieron volver a encender los proyectores. Así, en medio de las tinieblas, en secreto, a través del trabajo de un hombre nacido casi cuatrocientos años antes que yo, y que había florecido en esa ciudad, me reencontré con una experiencia indescriptible de mi niñez, llegada por fuera de toda cultura y todo tiempo, y lo hice gracias a una presencia viviente en esa capilla, en esos cuadros [...]







   



XI. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Venus ericina



[...] Empecé a aprender, de a pedacitos, la historia de la ciudad. El antiguo nombre “Erice” le fue restituido en 1934, bajo el fascismo. Hasta esa fecha, y al menos desde el S. XI, la ciudad se llamaba San Giuliano, y su patrono era San Julián el pobre –o el “hospitalario”. Conocí la historia de este santo en 1969, al visitar la iglesia que le está consagrada en París, e inmediatamente concebí la idea de hacer de este mito, portador de una emoción universal, una obra de teatro. Lo logré recién en 1987: es la obra más antigua cuya paternidad todavía reconozco. Ignoraba, en 1969, que esta leyenda era el tema de un cuento de Flaubert, y no hay relación alguna entre mi obra y este cuento, pero el hecho de que me haya conmovido esta historia añade un elemento más a la afinidad que siento con el autor de La educación sentimental

Durante un cierto tiempo imaginé que el patronazgo de San Julián el pobre era una casualidad, pero rápidamente me di cuenta de que Erice había conservado una unidad sorprendente, como centro religioso, a través de todas las civilizaciones que se sucedieron en ella. Porque el monte Eryx siempre había sido el lugar sagrado de una diosa, cuyo templo estaba sobre el promontorio ubicado al este y donde fue construida la fortaleza normanda. Esta divinidad (Astarté para los fenicios, Afrodita para los griegos y Venus ericina para los romanos) siguió siendo la misma, la de la energía sexual y el amor, cuya pasión por un adolescente acabó con la muerte del muchacho y luego con su resurrección. Cuando la ciudad se metamorfoseó en centro cristiano, había un gran coherencia (según la lógica de lo sagrado, no según la de los aticistas) en la decisión de consagrar a la Virgen la “iglesia madre” construida en el lado opuesto al antiguo templo, y de nombrar santo patrono de la ciudad a aquel que, luego de haber conocido una muerte espiritual por haber hundido su mano en la carne de su madre y de su padre, renace gracias a una unión simbólicamente carnal con Cristo. 

También aprendí otra cosa sobre la Ericina que me interesó al extremo. Como en el caso de Dioniso, dios mortal e inmortal, que sufría, moría y resucitaba, y cuya liturgia dio nacimiento al teatro, la presencia de la diosa estaba ligada al ciclo de la vegetación: arribaba a la montaña sagrada de Erice en primavera, en el momento del despertar de la naturaleza, y regresaba a África en otoño, cuando la vida dejaba de ser visible; en ambos casos, la Ericina era acompañada por palomas sagradas. Las que yo había visto dar la vuelta a la ciudad, como si estuvieran sostenidas por una fuerza que emanaba de la propia montaña, y –estábamos a principios de septiembre– como si hicieran una prueba para saber cuánto tiempo les quedaba antes de la partida [...]

[...] Solo ahora comprendo la relación profunda que existe entre esta presencia y el cine. En Erice logré alcanzar, en mi presente, una presencia que estaba en el presente del mundo, y que había existido en el presente de los hombres, en ese lugar, desde que el hombre formaba parte de esa montaña. Esa presencia era real, tanto como la de todos los elementos, materiales y vivientes, que veía a mi alrededor, pero era invisible. No obstante, no logré conocer esa presencia al imaginar una representación, un símbolo, sino al contemplar el mundo visible y aprender a verlo.

Al tomar como material en bruto el mundo material, el cine puede tornar aprehensible esta presencia real en fragmentos filmados del mundo, allí donde el espectador, al ver esos mismos elementos en lo que considera su realidad, solo había distinguido materia. El viático de esta comunión es el cuerpo y el alma de un cineasta, que ya ha vivido esta epifanía y hace de ella un don susceptible de ser transmitido [...]







   



7.12.18

X. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018



Henry James



[...] ¿puede Otra vuelta de tuerca [de Henry James] ofrecer material para un verdadero filme? Contrariamente a lo que imaginaba conforme mi recuerdo de infancia, la respuesta es no, pero permite plantear preguntas fundamentales a propósito del cine. 

Otra vuelta de tuerca no es material cinematográfico porque lo que se cuenta allí no puede hacerse visible. Este problema ya aparece en el lenguaje. Mientras las palabras de Shakespeare, Donne y Joyce tienen una realidad material, las de James no tienen cuerpo; no son sino velos que sugieren la idea de algo, y si uno los corriera, no descubriría nada visible. La palabra de James no es una emanación del verbo, susceptible de ser encarnada y, por lo tanto, de hacerse cine, sino solo una presencia simbólica, una construcción del intelecto. 

Ahora bien, la imposibilidad de hacer cinematográfico este tema va todavía más lejos que una cuestión de lenguaje: es la esencia misma del relato la que está implicada, porque hace imposible cualquier idea de “transposición”.

En efecto, la Naturaleza que encontramos representada en el cine implica siempre una presencia real, que proviene de los elementos que sirven para constituir esa representación, y de su energía, que permanece en la imagen cinematográfica. Esto significa que la ambigüedad del relato de James no puede reproducirse en pantalla. [...] 

[...] me di cuenta, al [releer Otra vuelta de tuerca], por qué siento una hostilidad instintiva hacia lo que se denomina la “psicología” en la expresión artística, y en particular en el cine. La “psicología” representa siempre un análisis intelectual de elementos espirituales, mediante un código que los vuelve materiales, al situarlos en el tiempo y en el espacio. La mayor parte del relato de la institutriz consiste en un análisis de sus propias emociones, o del carácter moral de lo que ve, pero en ningún momento nos permite aprehender esas emociones o la realidad que ve bajo la forma una presencia. Cuando vemos El proceso de Juana de Arco, de Bresson, no percibimos nada de la “psicología” de la protagonista, ni en relación con el S. XV, época del proceso, ni en relación con los años ‘60 del S. XX, época en la que la película fue filmada. Pero aprehendemos sin cesar la realidad presente de un alma humana, de las fuerzas que la rodean y en las que se disuelve, hasta el momento extraordinario, al final, en el que aprehendemos esa presencia real también en la ausencia del cuerpo. 



El proceso de Juana de Arco

 La dolce vita


 El desierto rojo


Diario de un cura rural



Cuando, a los quince años, leí Otra vuelta de tuerca por primera vez, experimenté una sensación de terror, y creí encontrarme en presencia de una realidad oculta. Al releer este relato más de treinta y cinco años después, en busca de un tema cinematográfico, me decepcionó encontrarme ante una demostración de puritanismo en acción: la recuperación y racionalización de lo sagrado, la sustitución de la presencia real por la presencia simbólica. Pero si bien no encontré allí material cinematográfico, esa relectura volvió a sumergirme en las aventuras de mi adolescencia, y me condujo al momento en el que vi por primera vez La dolce vita y El desierto rojo, y Diario de un cura rural, tres películas sin fantasmas en las que aprehendí, sin poder todavía ponerlo en palabras, qué es una presencia real y cómo el cine puede tornarla comprensible [...]