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29.11.24

XII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



TEXTURAS DEL ADIÓS
María Cecilia Salas Guerra (1)





Cuándo nos vamos nunca lo sabremos.
Cerramos –como en broma– la puerta  y el destino
-a nuestra espalda- echa el cerrojo.
No volvemos ya. (2)

Dickinson, 1523, 2006: 75


Página del herbario de
Emily Dickinson (Houghton Library, Harvard University)



La vida tejida de adioses que sólo después se sabrá que lo eran. Así acontecen la salida de la infancia y de la juventud, los quiebres del amor y de la amistad, la pérdida del lugar en el mundo que se daba por bien establecido, la declinación de las pasiones; y, sobre todo, la pérdida de los seres queridos. Adioses decisivos, de los que solo quedan imágenes, palabras y gestos: frágiles texturas más o menos difusas que revolotean como pavesas de lo que un día fue, como jirones de presencias vitales que divagan, insisten o se olvidan incluso, hasta que, por algún azar, se hacen diáfanas, indudablemente reales, como el sol de mediodía, bajo el cual se disuelven los fantasmas. Es a posteriori que esas texturas, sutiles e invaluables, se posan como presencias inigualables en los rincones más discretos del alma del que que se queda, del sobreviviente, del que ha padecido esta o aquella transformación gracias al adiós… 

1. Profesora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
2. We never know we go when we are going –
We jest and shut the Door –
Fate – following – behind us bolts it –
And we accost no more –. 

(Dickinson, 2015, vol. III: 276)

El adiós, como el derrumbe y la ruina que suelen precederlo, sucede en el des-tiempo, en el fuera de foco. De repente, como un gran caer en la cuenta, nos vemos separados de una vez para siempre de la presencia física, del lugar habitado, de la convivencia, de la voz y de la mirada del ser amado. Y entonces, se hace efectivo el adiós como vacío, cuyo índice –por fin enunciado– será una imagen tenue, una palabra casi inaudible, un ademán etéreo. El derrumbe y el adiós esconden un trabajo silencioso e implacable de desgaste, metamorfosis y deslizamiento de la fuerza vital, en todo caso:
 
Es primero una tela de araña sobre el alma,
una cutícula de polvo,
un gastarse del eje,
un moho elemental. (3)

(Dickinson, 997, 1994: 108)

3. Tis first a Cobweb on the Soul
A Cuticle of Dust
A Borer in the Axis
An Elemental Rust –

(Dickinson, 2015, vol. II: 428)

*

Campo verde sin mancha, sin interferencia de otro color, como si la tierra también fuese verde. La brisa leve mece la hierba alta y homogénea. ¿De dónde viene esa brisa?, ¿acaso es la respiración vegetal? Se mece sutilmente, como el cultivo de alforfón, pacientemente esperado por Tarkovski para rodar las memorables escenas de El espejo; como el campo de centeno donde Lol V. Stein intenta recuperar su memoria mientras mira alucinada las siluetas que aparecen y desaparecen de la habitación en penumbra del hotel de enfrente; como los pastizales alegremente recorridos en la infancia, jugando a las escondidas o jugando a imprimir con exactitud la forma del propio cuerpo sobre el suave tapiz, imitando el gesto del perro adormecido en el seno de la creación. Campo verde, impecable, aire fresco, luz diáfana. Un mundo por estrenar. Muy cerca de sus pies, que hoy no se atreven a perturbar aquel orden, fluye un límpido arroyo que somete la grácil hierba al único vicio del agua: el peso. Nada pueden las espigadas hierbas ante la gravedad silenciosa del agua: incontenible, crea un surco cristalino sobre un lecho sin accidentes, sin rocas que formen remolinos, sin desniveles que provoquen saltos. Entregada al suave y tenaz camino de agua, se desliza imperturbable el cuerpo de la madre: es llevada sin ofrecer resistencia, rostro apacible a salvo del miedo. Su cuerpo va, incontenible, como un pez que no espera que lo salven del agua porque el agua es su elemento. Así la ve pasar, más serena que Ofelia.

Diáfana, así es como la ha visto muchas veces en sueños. Deslizándose sobre el espejo líquido, que rotura sin violencia ni borrasca el dócil campo verde. Diáfana en su lecho de muerte, con la conquista de su gesto último, en el que no se adivinan ya los tormentos sin nombre de la enfermedad ni la espera y la preocupación infértiles que socavaron su existencia. Diáfana y leve, como las cenizas en un cofre beige. 

El sueño, como la muerte, restan gravedad, sustraen peso, algunos hablan de una ínfima cifra: 21 gramos. El sueño y la muerte, o la vida en su condición de imagen. Sueño-muerte, imagen que transparenta palabras. 

¿Pero no son
Todos los Hechos
Sueños
Tan pronto como los
Hemos superado? (4)

(Dickinson, 843 [sobre] 2018: 70)

4. But are not
all Facts Dreams
as soon as
we put
them behind
us –

(Dickinson, 2018: 114)

*

Dolor del cuerpo. Abismo del alma. Final inminente. Sin embargo, no se le vio llorar en ningún momento, durante los ínfimos o eternos –según cómo se los vea– veinticinco días que duró el final. Era más fuerte la determinación de entregarse a lo que había. Era más fuerte la convicción silenciosa de que “todo estaba ya donde debía estar”. 

Dos años han transcurrido y apenas hoy se da cuenta de ese matiz: la ausencia de lágrimas, pese al diagnóstico. Ante el abismo, la madre no deja lugar para el llanto, estaba de más. En su lugar, se aplicó al trabajo último de su vida: replegarse, recoger su aliento, guardar sus palabras, suspender la queja, cancelar las ilusiones, espantar los temores. Ante la cita inminente, prefirió el silencio, soltó las amarras, se desprendió del peso de vivir, declinó la pre-ocupación por los otros que siempre la consumía. ¿Como si dijera: cuídense, ahora son libres o estarán solos, se suspende ya la función y el lugar de hijos? Imposible saberlo. “El abismo carece de Biógrafo. Si lo tuviera, no sería ya ningún Abismo” (Dickinson, 2018: 76).

*

Pequeño sombrero rojo. Camisa de cuadros azules y blancos, pantalón azul, zapatos de campo. De pie, contempla serenamente el horizonte, como si bordara cada detalle, como si aprendiera de memoria el contorno del mundo que se extiende ante ella, en el que reposan apacibles algunos animales, se mecen con el suave viento la hierba y las ramas de los árboles, se desplazan pequeñitas nubes, se extienden tenues colinas a lo lejos surcadas por zigzagueantes caminos. Realmente, parece que mira en lontananza, no enfoca nada en particular, mira lo que no es evidente, mirada ausente que lo cubre todo. Prolegómeno de su ausencia. Es solo que nadie, absolutamente nadie lo sabe ni ella misma, o tal vez lo sabe, pero no sabe que lo sabe. ¿Y en qué pensaba quien tomó la postrera fotografía, qué le llamó la atención en este cuadro vivo?

Viene. Es la ineluctable criatura
Ahora llega a la calle, ya a la puerta.
Escoge un picaporte entre los otros.
Se cuela preguntando: ¿“Me conoces”?
Saludo simple, reconocimiento
cierto. Si breve, amiga. Si insolente, enemiga.
Y viste cada casa de crespón y carámbanos
y escoge uno para llevarlo a Dios. (5)
(Dickinson, 390, 1994: 381) 

5. It’s coming  –the postponeless Creature –
It gains the Block – and now – it gains the Door –
Chooses its latch, from all the other fastenings –
Enters – with a “You know Me – Sir”?

Simple Salute – and certain Recognition –
Bold – were it Enemy – Brief – were it friend –
Dresses each House in Crape, and Icicle –
And carries one – out of it – to God.

(Dickinson, 2015, vol. I: 476-8)


[...]



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16.4.24

V. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



SUPERVIVENCIA Y TRÁNSITO DE LA NINFA
[fragmento inicial]

María Cecilia Salas Guerra



A veces me parece como si, en mi papel de psico-historiador, 
intentase diagnosticar la esquizofrenia de la civilización occidental  a partir de las imágenes en un reflejo autobiográfico.  La “Ninfa” extática (maníaca) por un lado 
y el afligido dios fluvial (depresivo) por el otro... 

(Warburg, cita Gombrich, 1992: 280)


En un solo gesto existe muchísima más antigüedad que la que puede existir en los libros. En esto insisten, de diversas maneras, Rilke y Proust, Warburg y Freud. El gesto superviviente “plantea una pregunta antropológica, antes de someterse a las referencias de una cultura artística históricamente transmitida de unas obras a otras (…) ¿De dónde procede (…) esa antigüedad?” (Didi-Huberman, 2017, 123). El temprano interés de Aby Warburg por el movimiento páthico –en las obras de Masolino y Masaccio, y especialmente en las de Sandro Botticelli– le lleva a formular la hipótesis de la supervivencia de la expresión gestual de la Antigüedad. Hasta en los detalles más insospechados, descubre la reaparición o vida póstuma (Nachleben) de las formas antiguas de presentar el pathos, que siguen siendo eficaces para el arte de épocas posteriores. Lo que interesa a Warburg es el pathos estético que atraviesa las épocas y los contextos culturales más diversos.

La hipótesis de Warburg sobre la supervivencia de la imagen da lugar a un campo de saber entendido como una cuestión de pathos, de patología, en el sentido de “ciencia arqueológica del pathos antiguo y de sus destinos en el Renacimiento italiano o nórdico” (Didi-Huberman, 2015, 122). Con su noción de fórmula patética (Pathosformel), Warburg restituye al Renacimiento “su violencia patética original”, con su “carácter esencialmente híbrido”. ¿Cómo no verlo en las raudas “ménades cristianas” que atraviesan las obras de Donatello y Agostino di Duccio? (Didi-Huberman, 2015, 12). ¿Cómo no reconocerlo en el poema Stanze per la giostra, de Angelo Poliziano, del cual Boticelli tomará elementos importantes para restaurar la vida de las ninfas? ¿O en el de Afrodita anadyomena, donde Poliziano recuerda que sin el horror de la castración de Urano no sería posible la belleza de Venus? 


Sandro Botticcelli, Nacimiento de Venus, 1484-1486
Temple sobre lienzo, (278,5 cm x 172,5 cm), Florencia, Galería de los Uffizi


Tal violencia y patetismo se desplazan hacia los elementos accesorios agitados por el viento. Trabajo de disimulo, por tanto, de desplazamiento hacia componentes secundarios que condensan el pathos de la escena, como evidencia Warburg en su análisis del Nacimiento de Venus y de La Primavera, donde no solo se produce el encuentro indisociable de la belleza y la crueldad, el horror y el erotismo, sino también la simbiosis de la fuerza viva del paganismo con el ansia de vivir propia del mundo que habitan el artista, el comitente y el poeta mentor. 


Sandro Botticelli, Primavera (El reino de Venus), 1485-1487
Temple sobre tabla, 203 cm x 314 cm, Florencia, Galería de los Uffizi



Hacia un estilo ideal de creciente dinamismo

Desde su tesis doctoral “Sandro Botticelli, Nacimiento de Venus y Primavera” (1893), Warburg constata que a los hombres del Renacimiento les impresionaba el movimiento gracioso y pasional a la vez, omnipresente en las imágenes de la Antigüedad. En ambas obras, el pintor florentino evidencia la “inclinación a recurrir a obras de arte de la Antigüedad siempre que se tratara de encarnar la vida en su movimiento externo” (Warburg, 2005: 87). El pathos estético que se concreta en formas figurativas eficaces constituye el eje de la indagación de Warburg: la presencia de Céfiro que impulsa con fuerza la concha de mar sobre la que surge Venus con sus cabellos ondeantes; la imagen de Flora con su túnica y sus cabellos agitados recibiendo a Venus; la Ninfa Cloris en plena transformación metamórfica a causa del rapto del que es objeto por parte de Céfiro; las Tres Gracias entregadas a la danza onírica y sutil. 


[...]



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6.11.23

VI. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



LA FRATERNIDAD DE LAS COSAS MUDAS
[Fragmento inicial]
María Cecilia Salas Guerra





Para pintar bien un paisaje, 
debo descubrir en primer lugar las capas geológicas.
Cézanne, en Gasquet, 2005: 162

El mundo mudo es nuestra única patria. 
Ponge, 2000: 204



Las obras de Paul Cézanne y Francis Ponge constituyen formas de resistencia y deserción con respecto a las dinámicas de la pintura y la poesía de sus épocas. Cézanne, huraño y marginal al arte de la galería y el museo, rompe con los movimientos artísticos del momento, subvierte la hegemonía del dibujo y la perspectiva, privilegia la dimensión matérica del color y de la luz. Le interesa, en contra de la tradición, pintar la sensación coloreada. Gracias a su deserción de los cánones, la academia y los círculos artísticos del momento, que lo consideraban un tanto salvaje, prefigura claves para el arte del S. XX: la abstracción, el cubismo. Ponge, irónico e inclasificable, produce su obra en clara distancia no solo de la poesía lírica sino también de las vanguardias, en la medida en que asume que lo suyo no son las ideas sino las palabras, es decir, las cosas, y a ellas se consagra. Toma partido por las cosas.

Ni Cézanne ni Ponge emprenden la fuga mundi hacia los reinos de la locura o hacia el desierto, Alaska, el corazón de África o el Amazonas. Sus obras no brotan en medio del desamparo mental o geográfico, como es la condición de tantos espíritus creadores en la modernidad; sin embargo, ambos son desertores, incapaces de adherir a los ideales vigentes en pintura y en poesía, escépticos y extranjeros respecto a las comunidades y las concurrencias. ¿Serían ambos videntes, en la acepción que Arthur Rimbaud diera a este término en sus Cartas del vidente

Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme Vidente: ni va usted (1) a comprender nada, ni apenas si yo sabré expresárselo. Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. Los padecimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, hay que haber nacido poeta, y yo me he dado cuenta de que soy poeta. No es en modo alguno culpa mía. Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan. – Perdón por el juego de palabras.  
YO es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín, ¡y mofa contra los inconscientes, que pontifican sobre lo que ignoran por completo! (Rimbaud, 2016: 85) –el subrayado me pertenece. 

1. La cita pertenece a una carta dirigida a su profesor de retórica, Georges Izambard, el 13 de mayo de 1871.

Pintar la sensación y tomar partido por las cosas son actos de resistencia y evasión indudablemente fecundos, que implican asumir la videncia en la que yo es otro. Nos recuerdan que es preciso contar con el “hay previo de la experiencia sensible”, como bien supo indicar Maurice Merleau-Ponty al revisitar las obras del poeta y el pintor.



Paul Cézanne, Monte Sainte-Victoire, 1906


1. Cézanne y el fondo de naturaleza inhumana…


Lo que intento plasmarle es más misterioso, 
se enmaraña en las raíces mismas del ser, 
en la fuente impalpable de las sensaciones.
 Cézanne, en Gasquet: 2005: 160



“El pintor ve (y nos enseña) algo que lo (con)mueve profundamente, pero al mismo tiempo lo disecciona. ¿Cómo pueden combinarse esos dos momentos?” (Wenders, 2016: 199). Mediante trazos, el pintor da a ver un destello de la conmoción del ojo ante el impacto del mundo, no tanto del mundo hecho a la medida del hombre –el habitual, poblado de objetos fabricados– sino del mundo de lo que hay: prehumano y mudo, anterior a los conceptos y las ideas (esas coordenadas que dan confianza al hombre moderno). “Vivimos entre objetos construidos por los hombres y nos acostumbramos a pensar que todos ellos existen necesariamente y son inquebrantables. La pintura de Cézanne pone en suspenso estas costumbres y revela el fondo de naturaleza inhumana en el cual se instala el hombre”. (Merleau-Ponty, 1977: 250 s.n) 

La obra de Cézanne deja en claro que ese mundo de lo que hay es arduo, nada familiar, inquietante; es la dimensión del mundo que sigue sin pintarse y sin nombrarse (como el de las cuevas habitadas por los primeros hombres), que se oculta y se desoculta, que resiste a la doma de la teoría, a la ingenuidad del ideal. Mundo íntegro que se revela en las cosas, así como en el color, la luz, la línea, la mancha y la sombra, esos espectros huidizos sin los cuales esas cosas no existirían. Ante ese mundo mudo, Cézanne “quiere entender si acaso le incumbe el derecho de ver, de pintar, de mostrar de ese modo, y comprender cómo, finalmente, la montaña está ‘contenida’ y ‘atesorada’ en el papel y en la mirada del observador. Y así es como vuelve a ensamblar todas las partes que ha separado” (Wenders, 2016: 200). 

El ansia de alquimista le impide a Cézanne estar seguro del equilibrio entre la razón y la sensación, de modo que habita al borde del abismo, absorto en el motivo, fiel a su método que consiste en la atención intensa que le hace mirar como el cazador a su presa. Escarba el paisaje con tanta avidez como el mítico Frenhofer, con quien se identifica plenamente (2), o como Baudelaire en su poema “Una carroña”. La disolución, el devenir y la transformación de la vida se revelan en este poema que conmociona a Cézanne, porque constata en él cómo lo visible se realiza en lo legible. Esta lección aprendida del poeta acompañará al pintor hasta el final de su vida; de hecho, Cézanne solía recitar este poema de memoria, palabra por palabra. Se trata de la poesía y la imagen operando como una contra-metamorfosis, en la que se ponen en acto tanto el rigor y el ansia de la mirada como la necesidad urgente de construir la propia visión. Asistimos a la contemplación heroica y firme de lo impensable y de todo cuanto existe en la naturaleza (incluido lo grotesco y lo abyecto), que se aparece como digno de la atención del artista. 

2. Aludimos a Frenhofer, el protagonista de La obra maestra desconocida, la breve e influyente novela de Balzac escrita entre 1831-1837. Un libro “excelente que todos los pintores deberían releer una vez al año” (Cézanne, en Gasquet, 2005: 241). Véase también Ashton, 2001: 57-94.

En la carta sobre Cézanne del 19 de octubre de 1907, Rilke afirma: 

No pude evitar la idea de que sin ese poema toda la evolución hacia el decir objetivo que ahora creemos reconocer en Cézanne no habría podido comenzar; antes debía estar allí ese poema, implacable. La mirada artística tenía que haberse educado de tal modo que pudiera ver aún en lo terrible y en apariencia sólo repulsivo lo que es, y que también tiene importancia con el resto de lo existente. (Rilke, 1986: 49) 


[...]




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12.5.23

V. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EDMOND JABÈS Y JAMES TURRELL, POÉTICAS DEL DESIERTO
[Fragmento inicial]

María Cecilia Salas Guerra



El Gran Mar de Arena en el desierto egipcio



Lejos de excluirnos, el desierto nos envuelve. Nos volvemos
inmensidad de arena al igual que, escribiendo, somos libro.

Jabès, 2000: 36


Introducción: el desierto o la experiencia del lugar

El desierto, lugar privilegiado de una palabra que no tiene lugar, como la del escritor egipcio Edmond Jabès. Lugar privilegiado de la luz sin medida, como la que atesora desde hace décadas, el artista norteamericano James Turrell.

Ese no-lugar, al margen de su poder de captación poético y artístico, constituye para quienes lo frecuentan o lo habitan una ardua experiencia del tiempo y del espacio, de la corporalidad y de la conciencia de sí. El desierto es envolvente: baña con su luz cegadora y cruda; dispensa el color siempre igual y casi tangible; abraza con su vacío silencioso; muestra la vitalidad del viento; confronta, en un abismo de espejos, el peso del cielo y la sed de la tierra.

El desierto fascina y reclama una categoría que atañe a nuestra relación con el mundo y con los otros, pero que no suele ser de uso frecuente, la categoría de lugar, ese segmento espacial que “atrae y retiene nuestra atención”. El lugar “no es una simple representación del pensamiento, es una experiencia efectiva, en verdad, es la realidad misma, tal como la sentimos en nuestra existencia, pues esta se encuentra con el mundo en primera instancia en el seno de su lugar…” (Bonnefoy, 2003, 291).

Desde las sociedades más arcaicas nos llegan las referencias al lugar, por el hecho mismo de que toda impresión de lo sagrado –realidad intensa y eminente– está siempre ligada a un lugar: una hondonada, una roca, una montaña, una cueva, un recodo del camino... un segmento que impregna cuanto le rodea. “Lugares sagrados, lugares santos, lugares cimeros que deben a veces su ser a la epifanía de un signo, pero que no dejan de ser reconocibles y de estar activos, como un aquí, en oposición a un allá. El lugar es la desembocadura del espíritu en el ser” (Bonnefoy, 2003, 292 s.n).

El lugar, chôra en clave platónica, en su condición matricial de la experiencia del hombre en el mundo, es más situante que situado. Es anclaje en la tierra e inminencia de lo que no se deja situar. Quizá por ello, es afín a los modos de decir propios del orden místico y del orden poético, así como del ámbito de la fábula, más que del logos.

Abordar la cuestión de la experiencia del lugar contribuye a pensar la historia de las sociedades, puesto que “el lugar posee la capacidad de acoger cuanto una sociedad percibe como divino, todas aquellas sociedades determinadas por la religión tienen que reconocerlo como el soporte de su experiencia y (…) la existencia del lugar como tal estará en el centro de la conciencia del mundo” (Bonnefoy, 2003, 292). Cada Dios tiene su lugar, de ahí la importancia del templo, la iglesia, los templums, o, incluso, el castillo medieval elevado casi siempre sobre una colina, convertido en el lugar del poder soberano.

Pero la modernidad, desde la Revolución Francesa,  sustituyó la servidumbre del lugar por el poder soberano de una ley abstracta, disociada del lugar, y entronizada en la realidad subjetiva. Y el arte mismo registra en lo pintoresco y en la ensoñación romántica el declive y la metamorfosis del estatuto del lugar. Este “ya no será sino una imagen (…) ya no es sino un pensamiento del artista, y pronto se convertirá, con los románticos, en una dimensión de la experiencia interior, madurada por el individuo, vivida en soledad, por cuanto ha dejado de ser una estructura que influye en la actividad social” (Bonnefoy, 2003, 298). (2)

2. De ese declive moderno del lugar da buena cuenta el Desierto de Retz, en las afueras de Paris, en la comuna de Chambourcy. A finales del S. XVIII, François Racine de Monville concibió y ordenó construir, en una explanada de su propiedad, una casa china, una columna ruinosa, una capilla gótica, una tienda tártara, una casa en forma de pirámide egipcia, entre otras edificaciones que evocan civilizaciones antiguas y que se levantan en plena contradicción, o en convivencia y anulación recíproca. En su conjunto, es un extraño monumento a la disociación del lugar y lo sagrado.

Sin embargo, lo que llama la atención, aún en la modernidad, es cómo el desierto –experiencia efectiva o dimensión metafórica– preserva el estatuto de lugar en la obra de poetas, artistas y pensadores. Como el mar, la selva, la montaña, el desierto es un paisaje alterno, allende ciertos marcos (asfixiantes) de la civilización.

Del desierto proviene la obra de Edmond Jabès y la de James Turrell, en las cuales pervive o se reivindica la sobriedad (nepsis), la ausencia de caminos y de garantías, la experiencia del pensamiento silencioso, el despojamiento de atributos. “El desierto nos restituye nuestros rasgos olvidados. El desierto es divino espejo pulverizado” (Jabès, 1984: 69).

En ambas obras se trata de la experiencia del lugar por excelencia, donde viene a reafirmarse el exilio constitutivo de la existencia; ese estar fuera de, haber salido de… ambulare, exulare: acción de quien sale definitivamente, exul. El desierto como el lugar de esa posibilidad positiva de la existencia que es el exilio: caída, alejamiento, partida y des-gracia indispensable para la realización del ser mismo. Reencuentro, entonces, de la existencia en cuanto textura y consistencia del exilio (Nancy, 2018:3). El ex de exilio y existencia es lo propio, extraña propiedad, propiedad de extrañamiento, de la cual se alimenta la poesía moderna, remontando al éxodo mismo, a la judeidad, a los místicos y a los padres del desierto. De donde cabe agregar que el exilio no es algo que sobreviene, sino que remite a la experiencia en la que se advierte el “ser sí mismo un exilio, el yo como exilio, como apertura y salida” (Nancy, 2018:3).  

Edmond Jabès, María Zambrano y Jean-Luc Nancy, entre otros pensadores, diferencian claramente el destierro, la expropiación, la deportación y el exterminio –abrasadores con su plena negatividad en el mundo contemporáneo– del exilio, en cuanto rasgo ineludible de la existencia. Por ello, no debe confundirse una obra como la de Jabès con una apología de la errancia y el vagabundeo, ya que se trata de una obra que nos llega como la exigente experiencia de asumir “lo propio como ese exilio”. Y dado que “lo propio es necesario (…) es necesario que la relación consigo mismo tenga lugar, que tenga su lugar, y ese lugar debe pensarse como exilio” (Nancy, 2018: 4). El exilio es el asilo que le es dado al ser hablante, a su cuerpo y a su estar con… El asunto, para Nancy, es qué nombre se puede dar a ese exilio como asilo… Para Jabès sería estado de escritura, de espera y de apertura. Para Turrell sería búsqueda indeclinable de la luz.
Se pregunta Zambrano, comentando el mito platónico de la caverna, donde los hombres no se plantean salir a la luz, temerosos de que, bajo la luz sin sombra, vida no haya:

¿La vida así sin sombra se aparecerá como una desposesión? La religión de la luz inspira, engendra el monacato anterior al cristianismo, la religión del desierto donde los solos se comunican sin palabras, sabiéndose en el mismo lugar físico y metafísico, un lugar donde el poder no es ni tan siquiera pensable (Zambrano, 2009: 77).


1. Edmond Jabès: comparecer ante la palabra

¿Quién osaría, en medio de las arenas, hacer uso
de la palabra? El desierto no responde sino al grito,
al último, envuelto ya en el silencio de donde saldrá el signo, porque siempre se escribe en los confines imprecisos del ser. 

Jabès, 1989: 45


Escritura nómada es la de Edmond Jabès, inclasificable y escurridiza para la crítica. Puesta en acto de la no-pertenencia y la ruptura, de la disponibilidad y la apertura, del exilio y el desfase. Extranjero en Egipto (su país de nacimiento), pero sin saber que lo era hasta ser desterrado; extranjero en Francia (país de su lengua materna y de sus afinidades literarias), pero sin saberlo hasta pisar suelo francés; extranjero en Italia (de donde tiene la nacionalidad primera), pero sin haber vivido allí. Hombre del desierto (sin pertenecer a tribu alguna, sin profesar la fe de los anacoretas) cuya patria es la escritura, el libro. Trasiega entre el blanco de la arena, el blanco de la página y el blanco entre las palabras.

[...]




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12.5.22

III. "MARGUERITE DURAS. ESCRIBIR LA PARTE DE SOMBRA", María Cecilia Salas Guerra, Valencia: Shangrila 2022, colección Swann



INTRODUCCIÓN



Marguerite Duras
 


La escritura de Marguerite Duras es fuerza desnuda. Inasible. Móvil. Lisa. Presencia huidiza que desobra al lector. Su escritura escapa como sus personajes, que fluyen y seducen: la madre, Lol, la mendiga, Anne-Marie Stretter, el vicecónsul, entre otros. Es imposible conocerlos. Apenas se les puede ver deambulando sin norte definido: aparecen y desaparecen, portadores de una extrañeza que interpela a quienes se miran en ellos. Se puede decir, con Michel Foucault y Hélène Cixous, que ese efecto de lo escrito es también efecto del arte de la pobreza y de la memoria sin recuerdo que Marguerite Duras inventa y recrea en cada una de sus obras, en las que el lector asiste al abandono y al despojo inexorable no solo de riquezas y monumentos sino de la juventud y la infancia, de los ideales y las promesas. Como la caída en picada de la propia familia en Indochina, por donde divaga la madre viuda, estafada y enloquecida con la idea de la plantación y los diques, adentrándose en el desierto de sal y en la no espera, hasta convertirse ella misma en una inmensa llanura desolada y desconocida para sus hijos. 

¿Cómo es que la madre enloquece sin conocer el placer? ¿Cómo es que, paralelamente a la caída de la madre, los hijos también caen: el mayor en la maldad, el menor en el miedo y la del medio, en el deseo, en lo prohibido, hasta el final de la idea, con calma y determinación? 

Cuestiones como estas conducen a Marguerite Duras a tener que escribir. Imposible para ella sustraerse al ritual de la evocación, en el que los personajes, las situaciones y el espacio tienen igual importancia a la hora de revelar la vida y el mundo como sucesión de pérdidas, de las cuales solo a posteriori se puede medio-decir algo. Así, la madre no enloquece en el momento en el que se ve arruinada por el poder colonial –potenciado a su vez por la fuerza incontenible del mar y por el trabajo incansable de los cangrejos enanos que corroen los diques–, sino que algo en ella, desde muy joven, ya era oscuro e imposible de traducir en la luz del día. Obedecía a evidencias que nadie más podía vislumbrar, hablaba con fantasmas. Lol V. Stein, igualmente, no enloquece la noche en la que Michael Richardson se ve raptado por otra mujer y la abandona a ella en el salón de baile, detrás de las plantas verdes al lado del bar, donde permanece como sembrada, sin noción del tiempo y privada por completo de una palabra que era necesario decir pero no existe. Es que a Lol, desde niña, le falta algo para estar, su corazón es tan inacabado como su primer nombre, al que le ha sustraído una letra, mientras que el segundo nombre es una letra apenas. Lol habita el vacío a fuerza de nada, se convierte en mancha gris en el campo de centeno. Y la joven mendiga, antes de su definitivo exilio geográfico y mental –que le hace andar miles de kilómetros hasta llegar a Calcuta sin saber que ha llegado–, ya estaba exiliada de antemano, abandonada por su propia madre: fue privada del hogar y del terruño, arrojada en busca de una “indicación para perderse”. La mendiga es desierto creciente donde se resecan sus palabras, hasta quedar prendada de una sola, que grita sin saber, como queriendo hacer existir su lugar de origen. Ella es hambre, es grito indolente: Ba-ttam-bang

Escritura o arte de la pobreza, de la memoria sin recuerdo, del dolor sin sufrimiento. Ritual de la evocación en torno a la ausencia y la pérdida. En ello reside, quizá, el magnetismo de la obra de Duras, su poder de raptar al lector, de despojarlo de certezas e ideales sobre la familia, el deseo, la pertenencia a un lugar, la cordura misma.

Una obra poblada de personajes arrastrados por el desierto del deseo, exiliados geográficamente y mentalmente, a los cuales Duras consagra su mirada. Solo ella los mira de frente, los inscribe, levanta acta de sus periplos y caídas, de sus fugas y sus abdicaciones. Se convierte en su amanuense, sin caer en la tentación de juzgar a sus criaturas. Simplemente desentierra, excava y trasiega la llanura incógnita de su propia infancia y adolescencia, donde la desdicha y la locura de la madre ocupaban el lugar del sueño. Desentierra escribiendo, y así descubre el misterioso destino de cada uno, y como tal lo presenta, sin glorificarlo y sin compadecerlo. Por ello, más que diálogos, la autora promueve el habla y los intercambios, casi siempre a partir de la desesperación callada, alegre incluso, como en el caso paradójico no solo de los sonrientes mendigos y leprosos sino de los niños muertos de hambre, presas fáciles del cólera y en compañía casi siempre de famélicos perros. Todos divagan por las llanuras y los poblados de Indochina, donde impera una alegría casi salvaje. El amor mismo se presenta en su condición de intercambio a pesar de, sobre un fondo común de desgracia: límite donde la mirada se vuelve belleza. De ahí también el tono neutro, impersonal, del habla en los (no) diálogos y en los (des) encuentros durasianos.

Pero Duras no sabe lo que escribe. Habla desde la catástrofe, desde el alcohol, desde el agujero. Es la constatación implacable, libro tras libro, de que el sujeto es (crea, escribe, dice) donde no piensa y piensa donde no es: Duras no puede conocer a la madre, entonces la ve convertirse en escritura corriente. Tampoco puede conocer a Lol V. Stein, y en su lugar vive el duelo de no ser ella. No conoce a la mendiga ni al vicecónsul, solo ve la risa de ella y su canto de Battambang, y escucha los gritos de ese hombre imposible (de soportar) que dispara por las noches contra Lahore y contra la India en descomposición, porque no puede hacer otra cosa. Dispara para matar por matar. Amanuense de criaturas a las que no conoce, a las que toma por escrito y al pie de la letra, valiéndose para ello del tono impersonal, de la voz en off, y de la voz de otros que, como Jacques Hold, realiza la dura ley del deseo de Lol V. Stein, o Peter Morgan, que levanta acta de la pérdida de sí, de la mendiga y su poder callado de hacer resonar la parte de sombra de los otros. Escribir será, entonces, ritual de invocación, descenso a los infiernos del alma humana de donde Duras regresa con el eco o el murmullo placentario de la palabra: el grito, el canto, la ausencia de una palabra que contamina todas las demás, la (e)videncia imposible de compartir con otros… Por eso, cuando Duras empieza un libro no puede abandonarlo, arrojarlo o quemarlo; lo asume como la gestación de un hijo que debe nacer, solo y libre, precario y misterioso. Escribir es dar a luz, vaciarse, expulsar un hijo que ya no es más un asunto suyo, y por el cual no puede responder: debe respirar por sí solo, mientras Duras vuelve al agujero, se tapa la cara, tiene miedo al acostarse, bebe whisky. Sola, sin nada que escribir, sin nada que perder: ¿bebe o escribe, o las dos cosas, o una más que otra?

Según advierte Michel Foucault, en las frases “escribo”-“deliro” nos reconocerá una cultura venidera, pues la modernidad las aproximó tanto como en otras épocas al “estoy loco”, e intiman con “soy un dios”, o “soy una bestia”, o “una verdad”, o “un signo”. Así, Nietzsche, abismado en la locura, se autoproclama como una verdad: tan inteligente, tan sabio, tan buen escritor… una fatalidad. Louis Wolfson se traslada de su lengua materna hacia el francés y da a luz una neolengua, intraducible. Joyce nos introduce a través de mil páginas en los avatares de un día en la vida de Stephen Dedalus, de paso por Dublín. Raymond Roussel, próximo al suicidio, se asegura de heredarnos un detallado procedimiento donde locura y escritura son una misma cosa. Robert Walser, ¿enloquece y luego escribe o escribe y enloquece después? Ingrid Jonker es poesía de la disolución, de la ausencia total de amarras, en medio de lo cual solo le quedan sus dedos solitarios animando y espiando el fuego, porque una mano sola no puede rezar. Pero también Virginia Woolf, Antonin Artaud, Romain Gary, entre tantos otros, le muestran a la posteridad la peculiar relación de nuestro tiempo con aquello que esquiva y constituye su verdad sombría: la “relación del hombre con sus fantasmas, con su imposible, con su dolor sin cuerpo”. Seremos la cultura que se permitió asumir y reconocer la filiación entre lo que otrora fuera “temido como grito” y “esperado como canto”.

Antes de Mallarmé, escribir era inscribir o establecer la palabra dentro de una determinada lengua, con respecto a la cual se compartía una naturaleza –excepto las marcas y los signos descollantes de la retórica, los asuntos tratados y la riqueza de imágenes. Después de Mallarmé –y coincidiendo con la invención del psicoanálisis– escribir se convierte en el insensato juego de “una palabra que inscribe en ella su principio de desciframiento”; se trata de una escritura que detenta el poder de “modificar soberanamente los valores y las significaciones de la lengua a la que a pesar de todo (y de hecho) pertenecía; suspendía el reino de la lengua con un gesto actual de escritura” (Foucault, 2010: 243).

Esta modificación de la escritura tiene dos efectos: primero, cambia y complejiza el estatuto de ese lenguaje segundo denominado crítica, que en adelante formará parte, “en el corazón de la literatura, del vacío que instaura en su propio lenguaje”, de modo que se convierte en un movimiento necesario, pero siempre inconcluso, “por el que la palabra es reconducida a su lengua, y por el que la lengua es establecida sobre la palabra”. En suma, la crítica se convierte en trabajo y producción, en rodeo y ensayo, lejos ya de la función de juicio y mediación entre el enigma de la obra producida y el acto de lectura y consumo de la misma. Pero lo más llamativo es el segundo efecto: la “extraña vecindad de la locura y la literatura”, no porque se desvele un parentesco psicológico sino porque la locura se redescubre como “un lenguaje que calla en la superposición consigo misma”, y más que dar cuenta del nacimiento de una obra, esta singularidad del habla “designa la forma vacía de donde esa obra viene, es decir, el lugar en el que no deja de estar ausente, donde nunca se la encontrará (…) Allí, en esa pálida región, en ese escondite esencial, se revela la incompatibilidad gemela de la obra y la locura, el punto ciego de su respectiva posibilidad y de su mutua exclusión” (Foucault, 2010: 243).

En la obra de Duras, las frases “escribo”-“deliro” se potencian por lo específico del habla femenina que la determina, hasta tal punto que sus contemporáneos Blanchot, Foucault y Lacan, tan atentos a la locura (de escribir), reconocen que algo en los textos de Duras se les escapa, los rapta y los desposee.

Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida; se expone al no saber, al enigma de la existencia: pinta con palabras esa otra región, la parte de sombra, y lo hace sin saber cómo, sin método. Como en el relato de la muerte de una mosca, a la cual asiste inmóvil, con la mirada fija en esa agonía atroz. Sola con ella, con la detestada por todos, la espantable siempre, la fuente de la peste y el cólera. ¿De dónde surge esta muerte de la mosca: ¿del suelo, de la noche, de la nada, de la pared, del cielo? “Me dije: ‘Te estás volviendo loca’. (…) La precisión de la hora de la muerte remite a la coexistencia con el hombre, con los pueblos colonizados, con la fabulosa masa de desconocidos del mundo, la gente sola, la de la soledad universal. La vida está en todas partes. Desde la bacteria al elefante. Desde la tierra a los cielos divinos o ya muertos” (Duras, 2009: 42-44).




Leer




9.5.22

NOVEDAD: I. "MARGUERITE DURAS. ESCRIBIR LA PARTE DE SOMBRA", María Cecilia Salas Guerra, Valencia: Shangrila 2022, colección Swann



216 páginas - 14x20 cm. - Valencia: Shangrila 2022




Existe un triple movimiento susceptible de ejecución en el acto de lectura: la escucha, el montaje, la cartografía de la reverberación. En su modalidad más profunda, leer es sentarse a escuchar. Como quien lleva una caracola al oído, o posa esa caracola en la palma de su mano y se inclina a escuchar el susurro del texto. Adentrarse en el texto como en un mar, para explorar sus luminiscencias, sus temblores nocturnos, sus buques encallados fuera de foco, los restos de un naufragio dispersos como relicarios oxidados. Intoxicarse en la inmersión, pulir el óxido, asir los nervios del texto como algas marinas. Componer y montar imágenes, hacer del texto un cine sensorial, proyectarlo. Volver a la superficie con una red hecha de citas, elegidas con la precisión de un arquero y la dedicación de un artesano. Conversar con las citas del texto; esos nudos, esos núcleos, esos puntos de fuga. Esas imágenes montadas por la pupila y el cerebro. Finalmente, desplegar la red de imágenes y seguir la pista de sus reverberaciones. Llegar hasta poemas, hasta cuadros; descifrar la música secreta de las afinidades. El triple movimiento pone en juego todo lo que somos. Nuestra experiencia personal del dolor y la capacidad de asediar, hasta el último límite, lo que no puede decirse. Esa lepra del corazón, impronunciable.  

María Cecilia Salas Guerra ejecutó ese triple movimiento al leer la obra íntegra de Marguerite Duras: escuchó, montó su cine de visiones, trazó correspondencias entrañables. Este libro es el hijo de esos tres dones. Un lujo cincelado con constancia, con una disciplina del amor, con una bendita y rarísima delicadeza.  


Introducción
I. Escribir la infancia, inscribir la locura de la madre
II. Escribir la fisura entre la palabra y el gesto
III. Escribir la parte de sombra




María Cecilia Salas Guerra. Psicóloga y magíster en Ciencias Sociales con énfasis en Psicoanálisis de la Universidad de Antioquia. Doctora en Problemas del Pensar Filosófico por la Universidad Autónoma de Madrid. Profesora del Departamento de Estudios Filosóficos y Culturales de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín.

Es autora de La escritura del desasosiego, una poética del pesar en Fernando Pessoa (2009), y coautora de Del saber de la genealogía a la moral del poder (2008), El ensayo latinoamericano, revisiones, balances y proyecciones (2010), De la imagen y la literatura. Una comprensión estética (2013), Pensar el arte hoy, el cuerpo (2015), La omnipresencia de la imagen. Estudios interdisciplinares de la cultura visual (2017) y Arte, imagen y experiencia. Perspectivas estéticas (2021)
 


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