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1.12.24

XIV. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



SABER (NO) DESPEDIRSE
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Vicente Carducho
La conversión de san Bruno ante el cadáver de Diocrès, 1626-1632



I
LA DESPEDIDA DE DIOCRÈS

Hay un lugar en la sierra de Guadarrama, del lado de Madrid, entre Peñalara y el vuelo del buitre negro, desde el que se contempla el valle del Lozoya. En el Mirador, encontramos una brújula de piedra cuyas agujas señalan las pequeñas cumbres de la zona. Al fondo, El Paular. En el claustro del monasterio, un cuadro de Vicente Carducho (Carduccio o Carducci), perteneciente a la serie sobre san Bruno y los cartujos, por la que se embolsó no menos de ciento treinta mil reales, encargo del prior Juan de Baeza, representa a Raymond Diocrès, quien murió en loor de santidad y, apenas muerto, despertó del sueño eterno, recién estrenado. A lo largo del funeral, preguntado por el oficiante sobre las iniquidades cometidas en vida, conforme a la retórica de la ceremonia fúnebre, para sorpresa de todos, el honorable cadáver responde tres veces: Iusto Dei iudicio accusatus sum. Iusto Dei iudicio iudicatus sum. Iusto Dei iudicio condamnatus sum. En resumen: “He sido acusado, juzgado y condenado por Dios”. 

Bruno de Colonia contempla la escena, azorado, con las palmas de las manos abiertas y tan lívido como el muerto. Si este hombre que pasaba por santo ha sido condenado, ¿qué será de él? El cadáver del maestro Raymond Diocrès, reverenciado en vida, fue arrojado a un muladar, ni siquiera recibió cristiana sepultura, y Bruno de Colonia, a la sazón san Bruno, fundó la silente orden contemplativa. Contemplación silenciosa: redundancia necesaria en estos tiempos nuestros, quizá en todos, en los que el asceta levanta la voz para mejor vender su mercancía espiritosa. 

Hasta aquí la historia conocida, que se interpreta religiosamente en sentido literal: el maestro Diocrès, venerado, erudito a más no poder y sumamente bondadoso, fuente de sabiduría de la que bebían príncipes y estudiantes (Bruno entre ellos), firme candidato a santo, arde eternamente en el infierno. Así lo cuentan los curas (se puede comprobar en algún vídeo de Internet, apuesto clérigo mediante, en el que se utiliza la historia como aviso para navegantes), pero… ¿Y si fue esta la última lección de un hombre verdaderamente santo: no querer serlo? 

Descartemos en este punto cualquier propósito historicista; no me interesa adivinar en el cadáver del profesor de París, cuya muerte aconteció en 1082, ningún amago preluterano contra la santidad, ni siquiera en la más sublime versión filosófica que han conocido los siglos, deshuesados en el sempiterno conflicto entre la voluntad y el deber, por obra pietista y gracia –aunque ilustrada– de Immanuel Kant. Me interesa esta forma de despedirse allende la despedida, que ni siquiera es la de un fantasma, sino la de un cadáver que pasa de ser agasajado –cuenta con todos los votos para ser canonizado– a ser arrojado a la primera gehena que encuentra la comitiva a su paso. ¿Qué necesidad tenías, maestro Diocrès, de responder con tan sincera frialdad, más fría que tu carne muerta, a la encuesta del obispo? 

Desde que contemplé por primera vez el cuadro, pronto se cumplirán tres lustros, una mañana contemplativa en los Montes Carpetanos, no he dejado de preguntármelo. No todos los días, claro; solo de vez en cuando. Me pregunto cuál es el límite tolerable de la humildad, traspasado el cual esta virtud (tan cristiana, en teoría; siempre tan poco prometeica) se convierte en negación de sí y, al menos como hipótesis, en soberbia afirmación de la Nada, que viene a ser como un infierno en liquidación, sin hornos ni calderas. Diocrès pone a Dios como testigo, fiscal y juez de sus pérdidas cuando, en la hora del adiós, todo iba a ser ganancia: fama, gloria, santidad, reputación. 

Cuando la fiesta conmemora las hazañas del yo (un tú que ya no puede molestar a nadie), el muerto se yergue y clama su condena ante los ojos empavorecidos de los presentes. ¿Obedecía órdenes de Dios? ¿No constituye su respuesta un acto suficientemente inesperado –más aún que la fugaz resurrección: el milagro de una confesión sin penitencia posible– como para volver a ganarse el cielo?

Allá por 1944, mucho antes de que se descubriera el Evangelio de Judas, cuyo códice en copto fue restaurado en 2006 por National Geographic, Jorge Luis Borges especulaba, con la guía de Nils Runeberg, teólogo de su invención (me refiero a las famosas “Tres versiones de Judas”), sobre la posibilidad de que el traidor, Iscariote, fuera el auténtico redentor y verdadero protagonista de la historia mesiánica. Sobre él y no sobre Jesús, a la postre y para siempre victorioso, recaen las culpas y pecados de la humanidad ignominiosa. Chivo expiatorio y representante de lo más humano –e inhumano– del hombre: “hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo”. Si este fuera el caso y lo fuera también de Diocrès –salvando las inmensas distancias, pero manteniendo la conciencia no declarada por parte del miserable que renuncia a la gloria, fiel cumplidor de un designio divino–, tendríamos entre manos una fórmula distinta a la que se percibe entre las palmas abiertas, crédulas y escandalizadas, de Bruno de Colonia. Una despedida que es el adiós y la renuncia, dicho también con Borges, a “la triste costumbre de ser alguien”.

Una ceremonia encubierta que no concluiría con la conversión del discípulo de París, nacido en Colonia, proveniente de Reims, con vocación eremítica y alpina (la belleza importa), o de la humanidad entera, oriunda del barro, sino en la reconsideración de la imagen a la que uno renuncia –Judas o Diocrès, o cada uno de nosotros– para, desde este acto de supremo alejamiento de la idea que sobre uno tienen los demás, incluido uno de sí mismo, sin recabar testigos del autosacrificio, dar cuenta de la imposibilidad de reconciliarse con semejante modelo. En este sentido, el juicio de Dios es el recurso que desbarata los juicios de los hombres. Del manido “¿quién te has creído que eres?” al desacostumbrado “¿quién me he creído que soy?”. 
A modo de epitafio nunca escrito:

Yo, Raymond Diocrès , luminaria del siglo, espíritu incandescente de Notre Dame, sin mácula ni joroba, sumido en la frialdad sin pulso de la parca, oráculo que pude ser de la futura Sorbona y de sus imitaciones todas en la faz del continente, yo que habría pasado a la historia cual santo y sabio, seña de la Cristiandad, trasladados mis restos desde la Capilla Negra a un cenizal: yo me despido de vosotros, amigos y aduladores, prelados y deudos, sin daros un ejemplo que seguir.
Me despido de mí. ¿Al infierno voy?

Diocrès, el contraejemplo postrero del ejemplo que fue.





Que el cadáver del sabio venerable fuera arrojado a un estercolero confirma la sentencia y lo rehabilita ante nuestros ojos. Su despedida fue el adiós de sí, de su imagen reverenciada. Acaso el infante en brazos lo vio mejor que el propio Carducho, que dio forma a la repulsión. (Carduccio o Carducci, pintor y erudito, pionero en la reivindicación de la figura del artista, que no se embolsó treinta monedas de plata, sino ciento treinta mil reales). Si nos fijamos bien, la repugnancia que manifiesta la expresión de la criatura, tirando a rolliza, tiene algo de diabólica. (Tómese esta advertencia con cautela: no soy Dan Brown, autor de El código Da Vinci, desafortunadamente para mi bolsillo, y no pienso comerme este marrón conspiranoico). Al diablo no dejan de venirle bien los santos confesos que, con su silencio cadavérico, aumentan el número de sus huestes venideras, almas condenadas por aferrarse a la imagen de una buena idea, la suya propia, aun si es por delegación, como si ello fuera posible sin caer en la egolatría. Y, sin embargo, ¿hay algo más ególatra que negar la propia imagen para salvar la de otros?

A determinada edad, casi todos hemos hecho esta experiencia de la renuncia, del adiós de sí, y casi nadie la ha llevado hasta sus últimas consecuencias. No me refiero a quitarse la vida, sino a reconciliarse con la muerte como si, siguiendo con vida, nada hubiera que esperar ni temer: fama, gloria, reputación, santidad. Ni siquiera la posibilidad de dejar un buen recuerdo en la memoria de una, dos o tres personas (que se daría por añadidura, pues la renuncia no significa operar obsesivamente en sentido contrario). Quizá el trasiego de la vida, o de la existencia indiferenciada, no lo permite. Semejante renuncia equivaldría a ejercer una modalidad de quietud –o inquietud, para el caso es lo mismo– incompatible con el concurso-oposición de las tareas cotidianas.

[...]



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29.4.24

XIV. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EL ÚLTIMO JEROGLÍFICO
[fragmento inicial]

Miguel Ángel Hernández Saavedra



Charles Gleyre, El diluvio, 1856



So atmen die Brände der Zeit.
Paul Celan



A los pies de las pestañas de una pirámide ciega, se reanudan los días, mientras la noche no termina de acampar. Los sacerdotes esperan a los ladrones, entonan salmos alrededor de las vísperas. El tiempo no pasa suficientemente deprisa ni se detiene ante la presencia del áspid durmiente. En la duna más alejada, cerrando el horizonte, una niña cuenta las estrellas muertas, borradas del cielo. Bajo la luz sofocante, ha puesto nombre a cien: ya no recuerda… La pirámide abre sus ojos ciegos. El silencio de la niña la ha despertado. El horizonte se balancea en la cuna del día que no acaba de nacer. La niña no percibe ninguna figura que le haga recordar otras cosas: las nubes son nubes y nada más. Dos de ellas chocan. Otras dos escapan. Llueve un poquito, el oasis se colma de sed y una palmera se desborda. Los ladrones llegan y nada encuentran dentro de la tumba sagrada, salvo los esqueletos de algunas palabras cuyo significado, apenas misteriosamente, dejó de importar. Un sacerdote regaña a la niña, que echa a correr más allá del horizonte. Un escriba la persigue… Un simún borra las huellas sobre la arena, y otra ráfaga de viento las recrea sobre la línea de una frontera aserrada. Cansado, el escriba se recuesta bajo la sombra de una palmera enferma. A lo lejos, los sacerdotes discuten con los ladrones el modo de repartirse la parte proporcional del botín obtenido por los reyes. Exhausto, pero excitado, sin ganas de escribir, humedece la arena con tinta blanca y grumosa que la sombra del árbol protege. Se pone de nuevo en marcha. Encuentra dormida a la niña. La arroja fuera del desierto… “¿No es verdad que los años pasan más deprisa a medida que se acorta el futuro?”, piensa el escriba. “Crece el pasado, y el presente se escapa de las manos”, sigue pensando. Al otro lado del desierto, la niña despierta. Sin origen ni destino, contempla el tránsito de dos nubes huidizas y recuerda el nombre de la última estrella.

¿No es verdad que los años pasan veloces según se acorta el futuro? Crece el pasado, y el presente se escapa de las manos… Al niño se le hace eterna la hora que al viejo le pasa inadvertida. El niño inventa historias; el viejo hace recuento de las experiencias vividas. No son demasiadas las que le vienen al recuerdo. Para una vida corriente, la existencia se concentra en cuatro o cinco hitos que explican el devenir de las décadas. A partir de siete momentos más o menos decisivos, la vida pasa a ser una colección de tránsitos que no se concentran en nada extraordinario. Tener éxito en la vida no es nada fuera de lo común, salvo para el común de los triunfadores, hecho a imagen y semejanza de una representación ordinaria. En la corriente de la vida, extraordinario es todo y nada: depende de la medida que empleemos. El viejo hace recuento. Otras historias carecen de importancia; no entiende por qué asaltan su memoria con insistencia. ¿Tal vez, aun habiéndolas vivido, se las inventa? ¿A quién se las cuenta? ¿Qué clase de álbum es este? Pequeño atlas de la existencia, cartografía emocional; cosmografía de andar por casa, inconclusa, Atlas Miller de la vida que pasa. No hay mucho que contar; más que historias, son imágenes. Atmósferas. ¿Quién es el destinatario?, ¿a quién se las cuenta? Si introduce una narración, las traiciona. Y una descripción pura, ¿acaso no es una narración encubierta? Se convence: esas experiencias que ocupan su mente sin haber sido invitadas, como un golpe de alegría o un dulce arrebato de tristeza, no conducen a nada distinto de sí mismas. Como si carecieran de origen y les faltara un destino. No reconoce en ellas un objetivo, una trama subordinada a un fin, una estrategia, el colorido salvífico de un drama. Pobre viejo, que de tanta búsqueda ya no reconoce el valor de lo que no encuentra… El niño se eterniza en la hora que al viejo le pasa inadvertida. Instante retenido en el tiempo, al que desafía. Invocación del niño, evocación del viejo. La eternidad rompe con la cronología. Ruptura incardinada en la secuencia de las horas, de los años, de la vida. (No puede ser de otra manera; o sí, pero entonces da igual de qué manera se cuente). Imagen que nos asalta mucho tiempo después, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si hubiera pasado enteramente.

El escriba hace acopio de todo lo escrito acerca del mundo de los escribas, desde su origen babilónico hasta su culminación francesa. Le molesta añadir estos localizadores a lo que no deja de ser la línea recta, aunque aserrada –en definitiva, una línea abstracta–, que va de un tumulto a otro. Del caos inaugural, lleno de expectativas, al desastre final, que tampoco deja de revolverse en su propia tumba. Reconsidera el origen numérico de las letras, cuando se empezaron a contar esclavos, víveres, enseres, edificios, provisiones almacenadas y botines, producto de las razias. Imagina que otro escriba, allá por el inicio de la escritura, se enamoró de una joven cortesana y que ahí dio comienzo otra manera de contar la historia. Decide que el enamorado no consumó su deseo –para eso hay reyes, sacerdotes supremos y generales– y que se puso a escribir de otra forma. A través de estos giros, que dieron lugar a los géneros y al tedioso mundo de los prescriptores, rebosantes de escritura ajena, los sucesivos escribas enamorados (el primer escriba representa el conjunto de una serie) e insatisfechos, avergonzados, furiosamente reservados, alegres con cuentagotas, ebrios de formas inflexibles y esponjosas materias, medio locos, casi sabios, eruditos expulsados del trono de la sabiduría animal, por la que muchos no dejan de sentir nostalgia, los sucesivos soldaditos de tinta y fuego –así ejercitados (digo, decimos: decir es recuperar el hilo de una frase liosa, resolverla, desdecirla)– fueron convirtiéndose en poetas, filósofos y, a la sazón, escritores. Cada cual se expresaba del modo más ajustado a su incierta naturaleza. Algunos montaron en cólera y fundaron estrictos sistemas de obediencia. Despechados, cayeron en las alturas.

¿De dónde a dónde? ¿Tiene sentido aún preguntarse por el sujeto del cambio? Quizá no nos hemos preguntado muy seriamente por qué este asunto del cambio –del movimiento, del tránsito– perturbaba a esos griegos que nos legaron una forma de pensar de la que apenas conservamos el nombre. “Todo fluye”, afirma Heráclito. “Indestructible e ingenerado, el ser”, responde Parménides, abstraído en el rumor del río que no se escucha dos veces. So atmen die Brände der Zeit, reza el último verso de “Wir sehen dich” (“Te vemos”), el poema de Paul Celan: “Así respiran los incendios del tiempo” (traduce Reina Palazón). A medida que uno va viviendo, también acumula vidas, fuegos y cenizas. Y, sin embargo, esos restos siguen respirando si no caen en el completo olvido (“Así aumentas la eternidad”). Verso que podría contarse entre los aforismos del Oscuro de Éfeso: el fuego, la medida. Más tarde, como si al tiempo le importara el retraso, la tardanza, el tránsito de la llama al rescoldo y vuelta a empezar, el devenir se pliega a la atracción del dios que se piensa a sí mismo y, desde su eternidad, mueve el mundo sin ser movido. “¡Circulen!”, grita el policía que no puede sino poner orden, evitar la conformación del tumulto, disolver el entramado incipiente de la multitud, adelantarse al disturbio que empieza por uno mismo. ¿Y si el tránsito como tal no admite origen ni destino? Un tránsito puro, un puro trámite. Lo contrario de una transición o un procedimiento. ¿Nos imaginamos una manifestación multitudinaria en la que solamente se celebre el hecho de estar aún vivos? Esa sería una forma muy extraña de hacer política… Asomado a la ventana de la última planta de su vida, quién sabe, un viejo sonríe a un niño.

[...]



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9.11.23

XII. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO. REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



ALGALIA ENTRE ALGODONES. DEL AMOR DE DON QUIJOTE
UNA FORMA CONSTRUCTIVA DE DESERCIÓN
[Fragmento inicial]
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Don Quijote y Sancho Panza. Ilustración de Gustave Doré



1

Ningún recorrido por la historia de la educación sentimental conseguirá desatar el nudo gordiano del amor. Ironiza Georges Bataille, en un breve ensayo, sobre ese profesor feo (uno no puede dejar de pensar en Sartre) que se refería al amor como una invención francesa del siglo XVII. Pero los franceses, responde Bataille, no hicieron sino inventar un lenguaje y un conjunto de reglas para algo que exige silencio y ausencia de ley.

La reflexión de la que el amor es objeto es en principio la más decepcionante. Ocurre que, en la persona del ser amado, un amor auténtico brinda al espíritu muchos motivos de ceguera. A menudo, la reflexión a sangre fría sustituye con una muy pobre verdad a la visión de la fiebre (…). Así la reflexión profunda sobre el amor es ante todo desencanto. Todo amor inmoderado sería prueba de ingenuidad, y la lección de la sabiduría es el desprecio. (1)

1. Bataille, Georges, El amor de un ser mortal, en Obras Completas, v. VII, París: Gallimard, pp.497-503, traducción de Rodrigo del Busto.

Pascal Quignard, quien reconoce en Bataille a su gran maestro, compondrá sus más bellas páginas alrededor de esta pasión de pasiones, ya se trate de ese fogoso cuaderno de bitácora que es Vida secreta o de apólogos con vocación anacrónica (“En el año 1979 escribí que esperaba que se me leyese en 1640”) como La frontera. Ambos coinciden en su oposición al “principio de razón suficiente”, dogma –a su entender– de la metafísica. Nada sucede sin razón, todo lo que sucede obedece a una causa: dar cuenta de algo consiste –según el principio– en aportar la explicación causal que permita la reconstrucción del caso. Algo, cualquier cosa, lo-que-fuere es el caso a contar y, por tanto, a descontar de la lista de los misterios que han ocupado ancestralmente las noches de la humanidad. 

Hablar de una “serie” de fenómenos, hablar de “fenómenos” simplemente, supone la secuenciación de lo tomado como tal, la inclusión de lo-que-fuere en un orden previo de sentido. Difícilmente el mero hecho de hablar puede renunciar a esta cláusula en virtud de la cual lo-que-se-dice está ya encapsulado y sometido al control de una gramática profunda. Toda la polémica en torno a los llamados “universales”, toda la historia de la filosofía occidental –y aun del pensamiento universal– se concentra en este punto: el hecho de que cuando hablamos, para decir lo-que-fuere, estamos siempre ya suponiendo una constelación de sentidos que articulan y hacen posible la emisión y la comprensión de lo dicho. La palabra es el amén del mundo, el así del sea: el así-sea, el ser-así

Siendo sarcásticos a fuer de sinceros, puede afirmarse que la historia del pensamiento occidental es una pugna entre platónicos inteligentes (los que no confunden al filósofo con un profeta y lo han sabido leer entre líneas: inter-legere) y burdos platónicos convencidos de que la idea de caballo, aunque no relinche ni se ponga rijosa ante la yegua, ocupa su cuadra particular en un mundo preexistente de formas. Mas en lo que aquí interesa, que es hablar del amor y ver si es posible hacerlo sin que lo que se diga quede constreñido en una constelación anterior de sentidos, el burdo platonismo tiene quizá las de ganar. 

Al fin y al cabo nada más burdo que el amor, cuando se cree inteligente.

2

El amor no se dice. Querría el amor evitar las palabras que lo tergiversan y cortan las cuerdas irisadas que afinan la pasión. Cuando un hombre, cuando una mujer se enamora, todas las frases entonan la melodía que ese alumno del instituto Benjamenta (el Jakob von Gunten de Robert Walser) recita secretamente a su señorita. El lenguaje desborda la voz. Una fina lluvia irrumpe desde el suelo en dirección a las estrellas. No es que los objetos desaparezcan y una sola cosa elimine el fondo que posibilita cualquier distinción. Es cierto que “la cosa” se adelanta y permanece divinamente quieta sobre el campo de visión, a la manera del dios aristotélico que mueve el mundo sin despeinarse, pero también el campo se ensancha y las criaturas a las que no se prestaba la menor atención conforman, ahora, un coro irremplazable. 
Las cosas danzan, como si dijéramos, y las briznas de hierba recubren la antigua desolación de un monte quemado. Ya no se está a la espera de ocasiones propicias que pongan la vida a la altura de sus posibilidades. No ha lugar a la espera: el amor des-espera siempre.

El romanticismo tiene en esta desesperanza su motivo principal y su principio de razón insuficiente. A medio camino entre el drama y la tragedia, el espíritu romántico convierte la “des-espera” en desesperación. La perfecta inmanencia del campo de visión hace crisis en el coro; cada criatura incorpora una cláusula angustiosa. “Ante los mármoles Elgin por primera vez”, el espíritu de John Keats, aquel cuyo nombre fue escrito en el agua, se abruma con su peso de sueño no querido. Se desbarata así la alegría del instante y el poeta declama su pena en soledad.

Y cada imaginado pináculo y tormento divino 
me dicen que he de morir
como un águila enferma que mira hacia los cielos.

El romanticismo es la nostalgia de una perduración infinita, lo contrario de una eternidad vacía, la anticipación del fin desde el principio. El deletreo obsesivo de una sola palabra –a cada romántico, la suya– que no llega a completarse. En su acepción popular, el amor romántico incluye esta mezcla de infinitud deseada y ternura, cuya síntesis es la tristeza, tanto más pesarosa cuanto más dulce (quien asume el fin sin tristeza será cualquier cosa menos un romántico, una romántica). Lo nuestro acabará con la traición o con la muerte, que es la forma más fiel –nunca falla– de la traición. Mas no deja de ser un lujo que el amor genere, sin invasiones extrañas, sus propias enfermedades. El portentoso animal construye una jaula y dentro de ella viaja; emplea la fuerza de sus alas para elevarse y presentir desde lo alto (and each imagined pinnacle) la caída por venir. No llora, sino que prevé estupefacto lo que (like a sick eagle looking at the sky) habrá un día de contemplar: a shadow of a magnitude, una sombra de lo inmenso. Lira con las cuerdas rotas coronando una lápida romana, los restos de un joven poeta inglés. El poeta llorón, en cambio, construye metáforas donde basta una interjección. Si en las majestuosas alas del águila reposan nuestros peores presagios, al poeta llorón apenas nos cabe acompañarle en el sentimiento. 

 
3

Como toda manifestación sobrehumana e inútil, el amor combate la psicología. No hay nada de particular en el amor. No hay nada de general. El amor no se dice. 

Solo se dice, en particular, lo que puede ser objeto de una consideración general. El juicio singular del amor se niega a sí mismo. Es un telegrama sin contenido, puro stop sin frase. Cesura que separa los espacios blancos, se dice que el amor no encuentra palabras. No es cierto; las hay a raudales. Lo que el amor no encuentra es el sintagma correspondiente a su campo de visión. El amor tartamudea; le falla la sintaxis. Cualquier discurso sobre el amor está abocado al fracaso, más aún si el que escribe lo hace enamorado. La paradoja del amor consiste en que el enamorado no para de flirtear con las palabras. Compone odas y trata de verter su furia sobre una estructura que la contenga. Como si el silencio imposible, el verdadero silencio inaudito, le obligase a cavar su propia fosa, en la que otros hallarán el cofre de un tesoro universal.

No sabe Amor
Recitar el poema
Que lleva dentro



[...]




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29.5.23

XVI. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




... DEL MUNDO, UNÍOS.
SOBRE LA TRISTEZA PROLETARIA DE LOS DOMINGOS
[Fragmento inicial]

Miguel Ángel Hernández Saavedra


1984 (Michael Radford, 1984)

 

 
He interiorizado la pena de los domingos. Los trabajadores naturalizamos la tristeza de los domingos. Bueno, en realidad, ya no es así: solo en algunos casos, por muchos que sean. Son demasiados los que libran los miércoles. Hubo un tiempo en que los trabajadores –que se llamaban a sí mismos “obreros”– producían felicidad a destajo, también los domingos. Era una felicidad industrial, rutinaria, de cadena de montaje. Una felicidad desmontada, pero feliz al fin y al cabo. Una bienaventuranza de viandas en el campo, en las afueras de la urbe, casi más dentro que fuera. La felicidad del fútbol y cosas así. Yo la viví siendo niño. Una dicha estúpida o familiar, a la postre dichosa. 

Después, muchos años más tarde, cuarenta años después, lo cual es mucho más tarde, tal vez fueron treinta y seis, leí Los domingos de Jean Dézert. No voy a recordar esa historia. ¿De qué serviría a quien no la ha leído? Solo diré que su autor, Jean de La Ville de Mirmont, murió joven, demasiado joven para el futuro literario que le esperaba, aunque eso nunca se sabe: siempre hay un Rimbaud contra “un futuro”. Murió destrozado por un obús. Citaré lo siguiente:

Y Jean Dézert se va solo a contemplar a los aligátores que, en sus cubículos de cemento llenos de agua tibia, sueñan con las piernas relucientes de jóvenes negras, pasando el vado bajo el claro de luna.

¿Cómo se puede sobrevivir a estas líneas? Entiendo al obús.

En aquellos tiempos de transición entre la máquina y el robot, entre la inteligencia natural y el artificio calculador, entre el ritmo y el algoritmo, la melancolía iba perdiendo peso a medida que los asalariados engordaban. La melancolía vale su peso en plumas de oro, tejidas con el polvo de los ángeles estrellados. ¿De qué hablan los ángeles cuando Dios duerme y los hombres se desvelan? ¿Alguien conoce a algún ángel que escriba? ¡Demonios! En aquellos tiempos… La deslealtad y el cotilleo empezaron a considerarse necesidades expresivas. (INCISO. He poseído tres máquinas de escribir. Mi querida Olivetti Pluma 22, heredada de mi padre. Mi querida Olivetti Studio 46, mía y solo mía. Una estúpida máquina eléctrica, eslabón fallido, que no sé dónde está y… Ahora ya no sé escribir sin pantalla. Le escuché a un humanista decir –les doy una pista: o Harold Bloom o George Steiner– que, con los procesadores de textos, cualquier idiota piensa que está escribiendo un libro. Yo he publicado cuatro). Los trabajadores empezaron a preocuparse por el colesterol. ¿No es esa una señal de progreso incontestable? La vida se convirtió en una magnífica mercancía, empaquetada entre semana y adornada con el lazo azul del viernes, rojo del sábado –aunque los niños seguíamos siendo demasiado inocentes como para saber a qué obedecían los extraños ruidos de la habitación contigua, donde dormían papá y mamá– y gris del domingo. No obstante, los efluvios llegaban hasta la tarde del viernes; la coca en los mofletes de la semana que le permitía al trabajador, como en la canción del cuento (Heigh-Ho, Heigh-Ho), levantarse y acostarse con la serena convicción de que, siendo las cosas como son, la vida no está tan mal.

El gris dominical era una colección de grises, una gama de domingos: domingo marengo, domingo acero, domingo topo, domingo elefante, domingo violáceo, domingo lavanda, domingo pizarra, domingo antracita, domingo perla, domingo cemento, domingo visón, domingo ceniza. Es verdad que los domingos perla no abundaban, lo cual aumentaba la esperanza –no del todo ciega– de que hicieran acto de presencia como aquella vez, tres o cuatro veces a lo largo de años, en que fueron celebrados con el entusiasmo de una tarde de viernes. Después, muchos años más tarde, treinta y siete años más tarde, tal vez fueron treinta y tres, leí un sermón del Maestro Eckhart donde citaba a San Juan y decía:

Dios es una luz que brilla en las tinieblas.

¿Cómo se puede sobrevivir a esta línea? Entiendo que la luz viaje tan deprisa.

Hoy, los domingos son hojalata. De colores, pero hojalata. Yo no tengo nada en contra de la hojalata, a no ser que se trate de la hojalata del Hombre de Hojalata, que no supo conservar su corazón. (No hay malvadas brujas del este, solo aspirantes). Hoy, la hojalata abunda e inunda los corazones; la sangre se llena de virutas polícromas que no engañan al estómago, pero confunden al cerebro. Hoy nunca es hoy, sino ayer o mañana. ¡Emprende! ¡Sé positivo! (INCISO. Tengo polvo de tiza en los dedos. Dibujo en la pizarra secuencias lógicas que ningún genio maligno conseguirá desbaratar. Los adolescentes me observan con la cautela de un viejo desdentado. “¿Nos dirá la verdad?”, se preguntan silenciosos entre las sienes y el área de Broca, taladrada por consignas que encubren con la exactitud de una mentira perfecta la realidad de la época: el fin del trabajo asalariado, la precarización del conocimiento, las nuevas virtudes de la ética empresarial. Leo su pregunta no escrita, inscrita en las miradas, grabada a silencio lento entre las cejas de los jovencitos, de las niñas que han dejado de serlo, la pregunta muda, y me enternezco. Antaño, la escuela –se decía– reducía las distancias sociales; hogaño, las acentúa. Tengo polvo en los dedos, mas polvo ensimismado: siempre hay un Góngora para un Quevedo). Algunos años después de ver la luz, quince exactamente desde que nací, leí un libro que decía:

Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad.

Era el año 1984. Yo llevaba chapas en la chupa. En una de ellas, había una A dentro de un círculo. Algo había leído sobre un tal Bakunin; del príncipe Kropotkin no sabía aún nada. Me apoyaba en una ignorancia afable y expectante que, a falta de revoluciones, algunas circunvoluciones mágicas producía. La ignorancia y yo siempre nos hemos apoyado mutuamente. La profesora de latín le espetó a mi padre: “¿Por qué lleva esa chapa?, ¿sabe de qué va?, ¡no tiene ni idea!”. La profesora de latín, que además era mi tutora, llevaba gafas cuadradas. Se llamaba Nieves, pero la cumbre de su inteligencia permanecía pelada y, traspasado el umbral de la primavera, a falta de deshielo, de su boca salían desiertos satisfechos, autoengañados, convencidos de no ser eriales sino bosques germánicos bajo el poder de Marco Aurelio. Cómodamente, se daba el lujo de regalarnos latinajos cada cuarto de hora. A ella le debo, pese a sus pesares, haberme grabado esta sentencia en la memoria:

Que tu entendimiento, que juzga todo, te inspire una especie de culto.

[...]




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16.3.23

NOVEDAD: "LA ENDEMONIADA Y OTROS RELATOS", Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila, 2023.



198 páginas - 14x20 cm. - Valencia: Shangrila, 2023



En La endemoniada y otros relatos confluyen la nuda descripción, el arabesco narrativo y un sustrato poético de sabor antiguo, más próximo a la memoria que a la imaginación. Algunos cuentos participan de un mal presentimiento: un sentido de la ruina, del trastorno, un presagio del fin de los tiempos. Varias historias orbitan alrededor de los astros del amor y el desamor. Las huestes morbosas del deseo hacen acto de presencia, así como el sentimiento de culpa y la desinhibición. Otras peripecias abundan en ironías: sobre la transmisión de saberes y afectos, en particular; y, en general, sobre la humana necesidad de producir chivos expiatorios, imágenes deshumanizadas de nosotros mismos. El relato que da título al libro constituye un exotismo literario: los vetustos autos de fe, con sus tribunales y llameantes parafernalias, conectan con los exorcismos contemporáneos, bajo el auspicio de lo políticamente correcto. 

Tras sus incursiones en los ámbitos de la poesía y del ensayo, estos cuentos de MAHS (acrónimo del autor) expresan un desasosiego teñido con frecuencia de humor. La alegría de las formas se sobrepone al fatalismo y se convierte en estilo: herramienta inadvertida, mientras se emplea, que tiene al lector como destinatario. Al héroe, al traidor, al renegado, al perseguido, al creyente, al indeciso, al erudito, al amante, al experto, al triunfador. 



MIGUEL ÁNGEL HERNÁNDEZ SAAVEDRA.
(Madrid, 1969). Doctor en filosofía y profesor. Autor del ensayo Ortega y Gasset: la obligación de seguir pensando (Dykinson, 2004), del poemario El misterio sinfónico de la nieve (Shangrila, 2020) y de Pequeñas teorías: miniaturas (a)filosóficas sobre alma, mundo y Dios (Shangrila, 2021). Entre otros escritos de menor extensión, también publicados por la editorial Shangrila, figuran los siguientes títulos: “Huellas, columpios y fantasmas”, “CCCParadjanov”, “Ni una palabra de verdad”, “Escribir según Clarice, con la gracia de Spinoza y Kafka”, “Tempus nivis” y “Los salvajes del Ponto”. En Frontera D (revista digital) están disponibles varios opúsculos: “Ahora y en la hora”, “La escritura del paraíso”, “Para una arqueología del vestigio”, “Baelo Claudia: apuntes de playa y terremoto”, “La ilusión de la escuela: sobre el futuro de una institución dominada por curas, pedagogos y tecnócratas” y “Desde el alma a los pies: cincuenta apotegmas entre lo clínico y lo ético”. Con La endemoniada y otros relatos, el autor se adentra en el mundo de los cuentos.


Más información:




18.11.22

XII. "PÁJAROS", Revista Shangrila nº 41, Pasión Rivière (coord.), Valencia: Shangrila, 2022




EL ÁGUILA ENFERMA
(Fragmento inicial)

Miguel Ángel Hernández Saavedra


Joseph Severn, John Keats (1821-1823)



My spirit is too weak –mortality
Weighs heavily on me like unwilling sleep,
And each imagined pinnacle and steep
Of godlike hardship tells me I must die
Like a sick eagle looking at the sky.


De entre las traducciones que conozco de “Al ver los mármoles de Elgin”, el famoso poema de John Keats, ninguna me seduce tanto como la que le escuche hace muchos años al filósofo Félix Duque en una conferencia impartida en El Escorial. Del tema no me acuerdo, pero quedaron grabados para siempre en mi memoria estos versos, que unifico adrede conformando un apotegma:

Y cada imaginado pináculo y tomento divino me dicen que he de morir, como un águila enferma que mira hacia los cielos.

Cotejando traducciones muy distintas entre sí, la más parecida –casi idéntica (probablemente es la que tenía Duque en mente, si bien yo la recuerdo como aparece arriba)– es esta de Alejandro Valero en Odas y sonetos (Hiperión, 1995). Los primeros versos dicen:

Mi ánimo está débil: la mortalidad carga
su peso sobre mí como un letargo impuesto,
y cada imaginado pináculo y abismo
de tormento divino dice que he de morir
como un águila enferma que mira hacia los cielos.

No encuentro fórmula más exacta que defina, en su indefinición esencial, lo que se conoce como “romanticismo”, término con el que los teóricos e historiadores de la literatura, los críticos y los profesores en general aluden –y eluden– al “águila enferma que mira hacia los cielos”. Tratándose de pájaros, podemos convenir que el águila es, en nuestro imaginario, el rey de los cielos, la reina de las nubes. De ahí la fuerza regia –el poder derrocado, que sin embargo no abdica– de los versos de Keats, al margen del contexto en que se desenvuelve el poema: la visión de los mármoles de Elgin, el esplendor griego transformado en sombra de su grandeza por mor “del ancho tiempo” que todo lo arruina y ahoga en un mar furioso, donde hasta los soles se apagan.

*

En su Diccionario de símbolos, Juan Eduardo Cirlot dedica una entrada considerable al “águila”. Copio únicamente las primeras líneas, antes de que el poeta sintetice en un ejercicio de erudición ejemplar las decantaciones culturales, según las distintas tradiciones antiguas, del glorioso animal:

Símbolo de la altura, del espíritu identificado con el sol, y del principio espiritual. La letra A del sistema jeroglífico egipcio se representa por la figura del águila, significando el calor vital, el origen, el día. El águila es ave cuya vida transcurre a pleno sol, por lo que se considera como esencialmente luminosa y participa de los elementos aire y fuego. Su opuesto es la lechuza, ave de las tinieblas y de la muerte. Como se identifica con el sol y la idea de la actividad masculina, fecundante de la naturaleza materna, el águila simboliza también el padre. El águila se caracteriza además por su vuelo intrépido, su rapidez y familiaridad con el trueno y el fuego. Posee, pues, el ritmo de la nobleza heroica. Desde el Extremo Oriente hasta el norte de Europa, el águila es el animal asociado a los dioses del poder y de la guerra. En los aires es el equivalente del león en la tierra, por lo cual lleva a veces el águila la cabeza de ese mamífero (excavaciones de Telo).

Reparemos en lo esencial de este imaginario, puesto en relación con el poema de Keats. ¿Qué simboliza el águila enferma? Sin duda, la conciencia abismada del poeta: el peso de la mortalidad. ¿Simboliza además algún aspecto menos romántico de lo que parece, la caída de un emblema cultural que las distintas tradiciones representan a su manera, conservando los rasgos fundamentales del símbolo: el sol, el aire y el fuego, lo masculino, el trueno, el poder y la guerra? ¿El padre?

De inmediato nos viene a la cabeza, o al subconsciente ahíto de elaboraciones secundarias, la interpretación freudiana de Santa Ana, con la Virgen y el Niño (Sant’Anna, la Madonna, il Bambino), el cuadro de Leonardo da Vinci en el que un buitre o un milano, según descubriera Oskar Pfister, supongamos que un águila, introduce su cola en la boca del Niño Jesús. De ese fondo gelatinoso de los recuerdos de la infancia (la gelatina psicoanalítica de la que habla Theodor Adorno), de acuerdo con las anotaciones del propio Leonardo, puede salir cualquier pastel. Si el pastelero es Segismundo, la escena colmará el teatro de los sueños. En otro sentido, más antropológico que psicológico, la caída del águila puede interpretarse, sin grandes esfuerzos ni talentos hermenéuticos, como la caída de la masculinidad, de la virilidad así entendida (“del poder y de la guerra”), del heteropatriarcado (“fecundante de la naturaleza materna”), como síntoma de la flacidez constitutiva del pene (que deja de ser falo), del fascismo (de la vida cotidiana) y hasta del crepúsculo de Occidente: “de la nobleza heroica” que vienen cantando sus nostálgicos enterradores desde el origen (alfabético) de los tiempos. 

El hecho de que Keats se conmueva ante las ruinas del esplendor griego gracias al pillaje británico, en su versión museística, no deja de ser un indicio de ese juego de transacciones y espolios en que consiste la historia [...]





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6.3.22

RESEÑA DE "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS".

 




ERAN LAS PEQUEÑAS COSAS LAS QUE MÁS LE ATRAÍAN
(Reseña de Pequeñas Teorías, de Miguel Ángel Hernández Saavedra)


PABLO PERERA VELAMAZÁN



Vivir: he aquí una buena contrateoría.


“Eran las cosas pequeñas las que más le atraían”, recordaba Scholem acerca de su íntimo amigo Walter Benjamin. Juguetes, sellos, fotografías, postales, paisajes invernales contenidos dentro de un globo de vidrio donde nieva cuando se mece delante de la mirada. Llegar a escribir tan pequeño, que toda la escritura del mundo entrara en una servilleta de papel. Su pasión, recordaba, por miniaturizar todas nuestras complejas relaciones con el sentido. No es fácil, afirmó en su momento Enrique Vila-Matas, identificar qué se pone en juego en esta mirada microscópica. Seguro, y, antes que nada, en Benjamin sobre todo, “un dominio infatigable de las perspectivas teóricas”. E intentó identificar, sin ninguna pretensión sistemática, como no puede ser de otra manera, qué podría darse en esta voluntad de miniaturización. Miniaturizar es, antes que nada, hacer portátil, afirma en su Historia abreviada de la literatura portátil, que es la mejor forma de llevar sus cosas para un vagabundo o exiliado, como Benjamin lo acabó siendo. Hacerse en una obra que no fuera pesada y cupiera finalmente en un maletín. Se diría para aquellos tiempos en que las obras eran transportables y había que cargar con ellas, y no se podían contener, como ahora, en una nube virtual o en un pequeño dispositivo de bolsillo. Pero miniaturizar no tiene nada que ver con las dimensiones del archivo, sea real o no. Hay procesos de miniaturización que no caben entre las paredes de una gran casa. Se trata, al contrario, de una forma de tratarse con el sentido, “del dominio infatigable de las perspectivas teóricas”. Así, continua Vila-Matas, miniaturizar es también ocultar. Hacerse en una obra tan extremadamente pequeña, que, aun teniéndola a la mano, dispuesta en una mesita de noche, toda ahí entera, a la vista, sin embargo, no se pudiera acertar nunca a verla bien, a interpretarla adecuadamente, y no porque guarde para sí un sentido oculto, paraíso perdido de los hermeneutas con gafas de aumento, sino simplemente porque se tiene la vista cansada. En fin, miniaturizar sería también hacer inservible. Escribe Benjamin: “Lo que está reducido se halla en cierto modo liberado de significado. Su pequeñez es, al mismo tiempo, un todo y un fragmento. El amor a lo pequeño es una emoción infantil”. Sí, es la misma emoción de ver caer la nieve sobre ese pueblo cualquiera mientras se mece el globo de vidrio, una vez más, antes de ponernos a trabajar, aunque nos acabe de caer una gran nevada encima. O como cuando de niños, reuníamos a todos en un círculo alrededor nuestro y les decíamos espera, espera, esperar, mientras dejábamos caer nuestras canicas, como si ellas mismas compusieran un mundo entero, nuestro mundo, sobre el jersey que habíamos extendido sobre el suelo.

Miguel Angel Hernández Saavedra (a partir de ahora MAHS) en su reciente libro Pequeñas teorías (Shangrila, 2021) se ha empleado en una tarea análoga de miniaturización. Sus pequeñas teorías se presentan como un conjunto de miniaturas (a)filosóficas sobre alma, mundo y Dios. No podemos por menos interrogarnos acerca de la mirada microscópica, en parte estupefactos, que proyecta sobre esas ideas mayores de la razón donde la filosofía contemporánea no ha dejado de deshacerse. ¿En qué trabajo de miniaturización, que es siempre un trabajo de extrañamiento, se ha empleado MAHS? Vila-Matas acompaña a Benjamin de otro gran miniaturizador del siglo XX: Marcel Duchamp. Recuerda la fascinación de Duchamp por la maleta escritorio con la que Paul Morand recorría “en trenes de lujo la iluminada Europa nocturna” y su pretensión referirse a ella en su gran y principal obra: boîte-en-valise. Una caja-maleta que contenía reproducidas en miniatura todas sus obras, anagrama señalado de toda la literatura portátil. Las sumas rarezas de Duchamp siempre se expresaban en la forma de una banalidad extrema, como cuando atornilló una rueda de bicicleta a un taburete solo para sentarse frente a ella mientras giraba casi eternamente. Pero llegar con su maleta, con su boîte-en-valise, y sentarse delicadamente junto a la mesa, como si estuviera a punto de jugar una partida de ajedrez con una mujer explícitamente desnuda, y posar la maleta sobre la mesa y abrirla con cuidado, para dejar ver en su interior todas y cada una de sus obras, y luego sacarlas una a una y mostrarlas miniaturizadas como un vendedor ambulante, era su única y completa felicidad, su definitivamente incumplido trabajo como artista. Ciertamente, de Benjamin a Duchamp hay un paso que es un abismo, desde el exiliado al vendedor ambulante, abismo donde se precipita nuestro querido siglo XX, pero no podemos entrar en ello. Porque ahora queremos ver llegar a MAHS con su pequeña maleta, con su boîte-en-valise, y observar cómo se trata con sus miniaturas (a)filosóficas, donde está contenido el trabajo de toda una vida. Cómo se sentaría junto a la mesa, y somos nosotros los que en su lugar nos sentamos, como posaría el libro sobre ella, con esa pintura suprematista de Malevich en su portada, y somos nosotros quienes lo posamos, y cómo abriéndolo entre sus páginas, deja caer, o flotar entre nosotros, como la nieve en la esfera de vidrio que agitamos, todas esas innumerables teorías miniaturizadas donde su obra completa se desastra.

¿Por qué miniaturas sobre alma, mundo y Dios? ¿En qué sentido se quieren teorías portátiles? ¿por qué (a)filosóficas? ¿Qué tratan de ocultar, o, mejor, hacer invisible? ¿En qué sentido convocan el placer infantil de hacer uso de lo inservible? Hay algo de desvergüenza en todo ello, MAHS lo sabe bien, que es un buen kantiano de universidad. Como la hubo cuando Duchamp se negó a cambiar el vidrio que en forma de pantalla protegía y daba a ver su Mariée mise à nu par ses célibataires cuando se rompió en su traslado a Nueva York y fue recogiendo una a uno todos los fragmentos rotos para pegarlos juntos otra vez, minuciosamente, sin querer ocultar el accidente sucedido y que pasara a formar parte de la obra misma, a partir de esos momentos una obra-rota, que no deja de desobrarse. Las pequeñas teorías de MAHS, nada más dejarlas caer sobre la mesa, mientras nos imaginamos a su autor mostrándolas con una sonrisa infantil una a una, humildemente, como si no sirvieran para nada, como un vendedor a domicilio que sabe que nunca le van a comprar nada, se nos ofrecen llenas de accidentes parecidos, cada una un poco rota por el tránsito de la vida, la vida de MAHS, por supuesto, la vida también de cualquiera, como si él mismo, al modo de Duchamp, sobre el hilo de la ficción, que todo lo pega, hubiera acertado, a pesar de todo, a llevarlas a cabo. Si el artista al que jugaba ser Duchamp solo pudo entregarnos obras escacharradas, MAHS, jugando en la misma medida a ser “el hombre teórico”, “el hombre de pensamiento”, ese que intenta ponerse al margen para que una imagen del mundo tenga lugar, solo puede ofrecernos un espejo roto, con sus pedacitos recién pegados. Difícil y ardua tarea, además, porque toda empresa de miniaturización exige una minuciosidad extrema. Y no es fácil ser minucioso sin que te acaben temblando los dedos.

Pero, antes de nada, hay que desmentir un presupuesto. Miniaturizar no es hacer pequeño lo que es o podría haber sido grande. No es simplemente cambiar de escala respecto a un mundo que sigue siendo igual. La miniaturización es hacer patente de manera extrema, así, en la punta de los dedos, que no pueden dejar de temblar, la radical contingencia de nuestro encuentro con el mundo, que nos deja expuestos a la obligación de pensar en una realidad que puede darse al margen de nosotros. Cuando Duchamp miniaturizó todas sus obras para poder llevarlas de un lado a otro, como un vendedor ambulante, en su boîte-en-valise, no simplemente se ejercitó, con minuciosidad, en un cambio de escala con los dedos temblequeantes, sino que las dispuso a las manos de cualquiera como lo que evidentemente eran, una herramienta rota donde no deja de afirmarse esa intemperancia de las cosas que siempre antecede a la pretendida autonomía del arte, y que, en su caso, mientras las mostraba una a una, sacándolas de la maleta, en su magnífica inutilidad, se afirma como el bien de las cosas mismas. Así, igualmente, MAHS nos ofrece una obra que se deshoja en sus miniaturas (a)filosóficas. La obra de toda una vida, insistimos. Y cada una de sus pequeñas teorías, tan bien perfiladas, tan minuciosamente reconstruidas, no deja de presentarse como un cacharrito recién acabado de hacer que todavía huele a pegamento, y desde donde toda pretendida mirada teórica que quiera darse en una imagen del mundo que solo se muestra de un solo vistazo no es sino una componenda llena de cicatrices más o menos bien disimuladas. De ahí, tal vez, su condición (a)filosófica. De ahí, tal vez igualmente, el placer que traen consigo en cuanto desvirtúan, hasta la perversión, los usos de la teoría, un placer infantil, sin duda, que acaba insistiendo, o apuntando, a una realidad que persiste más allá de la necesaria correlación que nos vincula a un mundo dado por un principio de razón suficiente.

Es por esto que no podemos entrar ahora en el manejo de cada una de estas miniaturas (a)filosóficas. Pero sí, como si imitáramos de nuevo a MAHS en la figura de un vendedor ambulante, dejarlas caer un momento sobre este texto: teoría del pájaro, teoría del refugio, teoría del consenso, teoría del genio blanco, teoría del aburrimiento, teoría de las nubes, teoría de los órganos, teoría del sí mismo, teoría del timonel…, y así hasta varias decenas. Y hay que decir que, en su caída, una a una, no provocan un ruido estridente donde el mundo se agota como posibilidad en un estado dado de las cosas. Provocan, más bien, ese ruido tenue de la perplejidad, un leve tintineo, que provoca una realidad que solo es tal en cuanto se resiste o impone por su minuciosa complejidad. Teoría del refugio, teoría de la catástrofe, teoría del grito, teoría del sueño del sueño, teoría del desamor, teoría del despiste, teoría del mogollón, teoría de la seducción…, y así hasta varias decenas. Después de todo, en esta obra de MAHS se da una provocación de todo punto innecesaria, que son las únicas provocaciones que merecen la pena ser atendidas. Cuántas veces no habremos asistido a esa enumeración borgeana o perecquiana de títulos de obras que se podrían llevar a cabo, y que se extienden, innumerables, por varias páginas. Cuántas veces no habremos pensado lo que se podría esconder en cada una de ellas y que no se ha podido llevar a cabo. Y nos quedamos atrapados, seducidos, en modo alguno decepcionados, por ese extraño ruido que hace el lenguaje cuando se concreta en el acto del título de una obra, solo que desencadenado hasta un imposible infinito. Teoría de la fama de una escritura vacía, teoría del equilibrio inestable, teoría de las buenas yerbas, teoría de los camareros de Dios, teoría del horror al contagio, teoría de las butacas, teoría de la adopción…, y así hasta varias decenas. Porque nos deja perplejos, insistimos, entre todos estos títulos de las teorías contenidas en la boîte-en-valise de MAHS es que cada una de ellas no son solo entituladas, y volvemos a escuchar el leve crepitar que provocan en el lenguaje, sino que también son la extensión, a menudo alucinada, del pliegue contenido en él. Así, hasta decenas que no consiguen agotar el infinito. Teoría de la sinceridad literaria, teoría apocalíptica del escritor, teoría del arreglo, teoría de las clases de lucha, teoría del aprecio sincero, teoría de la infancia impensada, teoría del polvo…, y así hasta decenas. Pero esto solo es a costa de su miniaturización donde se pone de manifiesto la contingencia absuelta de cualquier determinación, que está en el origen de su decisión. Y ese vendedor ambulante que es MAHS, sentado en medio de nuestro salón, nos dice lo que no queremos saber, porque sus mini-teorías ni se compran ni se venden: es ese título el que lo desencadenó todo…, todos y cada uno de esos títulos, donde el lenguaje crepita como en un cementerio donde los nombres de los muertos pueden seguirse leyendo sobre las lápidas enmohecidas, mientras un gato hace equilibrios sobre la tapia. La perplejidad que sentimos cuando alcanzamos a tocar, en la forma de una intuición intelectual sacada de quicio, el medio de la contingencia absoluta donde el mundo se da. Teoría de la melancolía, teoría del remordimiento, teoría del como digo yo, miento, teoría de la distancia en el amor y en el odio, teoría de la orquesta de cámara, teoría del sonido, teoría del pozo elevado, teoría de los miedos vencidos, teoría del tiempo espacioso…, y así hasta decenas.

Cierto es que, después de releer varias veces el párrafo anterior, después de haber ordenado según el azar del encuentro, una cita no concertada, los títulos de las pequeñas teorías de MAHS en conjuntos sucesivos, sucede como si hubiéramos empezado a reescribir el libro de nuevo. Parecen querer decirse entre ellas, según este nuevo orden, de todo punto aleatorio, o tal vez no, en la forma de un nuevo libro. Sin embargo, como ya hemos indicado antes, MAHS ha observado cómo se agrupaban en tres conjuntos claramente indiferenciados, como si un imán humeano las atrajera formando conjuntos que se podrían identificar: alma, mundo y Dios. Y así se presenta su libro, Pequeñas teorías, como un conjunto formado a su vez por tres subconjuntos, alma, mundo y Dios, y cada uno de ellos integrado por una pequeña infinidad de teorías miniaturizadas, que, a su vez… Es bien sabido que no hay conjunto que pueda contener a otro conjunto sin deshacerse él mismo como conjunto que remitirá en siempre penúltima instancia a otro conjunto mayor. Y también que, siendo esto así, la contingencia se presenta como una característica implícita de toda perspectiva que se quiere global. Por ello, de ahí la poco menos que escandalosa posición del autor MAHS respecto a su libro es que se deshace en nuestras manos, como si no estuviera bien cosido, a pesar de que su intentio auctoris ha sido acotarlo como el buen kantiano que se pretende: ALMA, MUNDO, DIOS. Margarite Duras, ella misma tan pequeña, tan minuciosa, MAHS es tan grande como el oso en que se convertía Flaubert mientras escribía (según cuenta su sobrina), tan dada a crear miniaturas desde donde se desencadenaba un furor de sensualidad y placer, de amor y de dolor, se quejaba siempre de la falta de libertad de los libros. No son libres, decía. Están fabricados, organizados, reglamentados, conformes. Y el escritor se convierte en su propio policía en la búsqueda de la forma más correcta, más habitual, más clara, en definitiva, más inofensiva. Y las editoriales se encargan bien de ello, que son las que acaban cosiendo los libros. “Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: sin auténtico autor”, afirma Marguerite mientras escucha el ruido a leña húmeda que arde donde muere una mosca negra y azul. Esa reina. MAHS no es nada joven y parece un oso, eso es cierto. Los osos pueden ser bellos, como los maridos. Su libro se descose por todos los lados, reconozcámoslo, aunque la editorial y él mismo lo intenten hilvanar de nuevo una y mil veces. Vale. Pero hay algo de noche, y de silencio, en la emergencia de su intentio donde su función de autor hace crisis. No es un libro de día, de entretenimiento, de viaje, Marguerite. Es de esos libros que se te incrustan en el pensamiento, y que, como tú dices, “hablan del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento”.

Por supuesto, no nos vamos a quedar aquí. Y no vamos a evitar complejidades, sino a costa de simplificarlas. Necesitamos interrogarnos acerca de esa noche, de ese silencio, de ese lugar común de todo pensamiento, como diría Marguerite. Kant trataba de identificar a través del término trieb, sin conseguirlo nunca plenamente claro está, la tensión inherente de la razón hacia lo incondicionado, es decir, a lo que no dependiendo de nada se impone absolutamente, pero que no puede constituirse en objeto de conocimiento. Trieb, querámoslo o no, se puede traducir por pulsión, y toda una familia semántica, como un cortejo inútil, se empeña en acompañarle: empuje, pulsación, impulsión, expulsión, compulsión, pulsar, pulso, empuje, pujanza… Es bien sabido también que esta tensión es la que produce esos pseudo-objetos de la metafísica, que pueden seguir siendo denominados mundo, alma y Dios, a los cuales, al cabo, hay que renunciar para sustituirlos por la tensión misma, puro deseo que no cabe bajo ninguna determinación. Y hay solo que dejarse arrastrar por él, querido Kant, tal y como se presenta, sin dejarse objetivar. Como libertad de iniciativa (de creación de fines), como deber universal (de tratar a cada uno como un fin) y como finalidad sin fin (de creación de formas por sí mismas), y encima todo a la vez. Es, sin duda, esta noche, este silencio, la que sostiene en última instancia, la obra deshilvanada de MAHS, o, al menos, así queremos que sea. Ese lugar común de todo pensamiento, como diría Marguerite. Pero es una noche donde se anuncia el día por venir, un silencio desde donde se escucha la música que llega. Si bien cada una de sus pequeñas teorías comienza por ese crepitar del lenguaje en forma de título donde se anuncia un innominado, si nos acercamos bien, cuando las sacamos de su recipiente portátil y las posamos sobre la mesa, la tensión hacia ese innominado se manifiesta en forma de empuje, pulsación, impulsión, expulsión, compulsión, de un pulsar, o pulso, o empuje, o pujanza. Que es donde cada una de estas pequeñas teorías queda arrebatada, a pesar de su aparente claridad expositiva. Se puede escuchar ese latido, sí. Es bien sabido también que, escapándose entre los dedos de cualquier voluntad de objetivación, esta pulsión, este lugar común del pensamiento, solo puede presentarse en la forma de un postulado o ficción reguladora. Pero con esto hay que tener mucho cuidado. A la mínima de cambio en estos postulados o ficciones el arrebato que siempre porta la pulsión del pensamiento se deshace de esa realidad innominada a la que apunta, que no es sino la contingencia absoluta, y se queda a solas consigo misma. Ahí Marguerite tiene razón: hay generaciones muertas de filósofos pudibundos encerrados en sus departamentos. Pero es el trabajo de miniaturización donde las pequeñas teorías de MAHS tienen lugar el que impide esta inercia tan propiamente filosófica. ¿De qué manera conservarse en el arrebato de esa pulsión que nos arrastra a lo incondicionado, hacia una experiencia de la realidad que solo sea nuestro declive como sujetos? MAHS responde con estas extrañas ficciones, por pequeñas y minuciosas, que no se regulan más que a sí mismas, donde la creación de fines se articula en la forma de un medio sin fin. Cada una de ellas como un paquetito apretado cuyas leyes de desenvolvimiento solo se pueden reconocer desenvolviéndolo. Siempre y cuando acertemos a distinguir ese empuje, o pulsación, o impulsión, o expulsión, o compulsión que está en su origen, donde se mantiene en vilo ese lugar común del pensamiento, que decía Marguerite. Esa noche oscura que siempre es víspera del nuevo día que llegará. Y todo ello inmerso en esos grandes conjuntos, mundo, alma y Dios, que por inconsistentes apuntan a una realidad donde nos deshacemos como sujetos. Son postulados portátiles, que nada tienen que ver con una moral provisoria, sino con el deber de mantenerse apegado a una fidelidad absoluta a esa pulsión donde nuestro pensamiento se singulariza.

Y no podíamos acabar así porque MAHS no acaba así. No, claro. Y buscamos en nuestra propia maleta, nuestra boîte-en-valise, repleta de estrategias para lo mínimo (donde Benjamin y Duchamp, conviven con Adorno y Quignard, por buscar alguna coincidencia), por dónde podemos ahora seguir. ¿Qué hacer con esa adenda que se titula El cobrador del ocaso, que se presenta al final de las pequeñas teorías? No queremos entrar en detalles, no, la adenda como cada una de las pequeñas teorías hay que leerla, y cada uno de estos textos por sí solo requeriría una pequeña reseña. De nuevo queremos atender a la creación de la forma. En realidad, es lo que más nos interesa, y puede que este sea nuestro gran defecto. Augusto Monterroso, ese guatemalteco amante de lo mínimo, nos dejó un título, otro más, cuya crepitación burlona nos puede servir para acabar: Obras completas (y otros cuentos). No hemos dejado de insistir en que en las Pequeñas teorías de MAHS está contenido el trabajo de toda una vida. Sin duda, hay una obra completa que se perfila entre todas esas mínimas teorías, y es por ello que pueden guardarse en una maleta y enseñarse una a una como si tuvieran algo que decir de mundo, alma y Dios. Pero siempre queda esa última decepción que persigue a estos vendedores ambulantes, que ni siquiera pueden reencontrarse consigo mismos en la apostura más significativa y tranquilizante de un exiliado, aunque sea del mundo, aunque sea de la vida misma. ¿Y esto es todo? Se les dirá, mirándoles a los ojos. Toqueteando impacientemente sus pequeñas teorías. Y no nos bastaría con que se nos dijera: “sí, pero todavía no he acabado”. No. Hay obras completas de jóvenes pudibundos, aunque estén ya entraditos en años, que se dan ya hechas en su primera obra sin más. No. Hay una inutilidad esencial en todas estas prácticas portátiles, ya lo dijimos. Una liberación de la determinación del significado, nos decía Benjamin. Un placer infantil. Un juego nuevo entre el fragmento y el todo. Y solo desde la perspectiva contraria nos podemos sentir decepcionados. Nunca podrán ser traducidas a un pragmático modo ni a una metafísica incierta de las costumbres. Es lo que habría que pedirles al menos a estos tahúres que siempre vienen del Sur, se dice, mientras se sigue toqueteando con impaciencia estas pequeñas teorías. Pero no. Toda obra completa debe portar consigo un paréntesis detrás, no unos puntos suspensivos, un paréntesis: (y otros cuentos). Estas pequeñas teorías de MAHS no son fragmentos que apunten a un todo desde donde todas pueden ocupar su lugar, o a un todo (mundo-alma-Dios) que se vaya haciendo-deshaciendo entre ellas. En cada pequeña teoría ese todo se deshace y apunta a esa contrateoría que es el vivir, pero este vivir mismo solo cabe ser experimentado y comprendido, como un hecho mismo del pensamiento, desde cada de estos conjuntos que se deshace entre las pequeñas teorías. Y es en el Epílogo, que se presenta como una teoría acerca de los camareros de Dios, donde MAHS confiesa haber visto a Dios reflejado en un charco cuando era un niño de siete años camino del colegio, simplemente porque miraba hacia abajo en vez de hacia arriba, o en la Adenda ya comentada donde a través de la figura de Antonio Saavedra, su abuelo materno, “que nunca habló de sí mismo como siendo algo distinto de lo que callaba”, ni esbozó él mismo su pequeña teoría a la salida del cine, donde esa pulsión que es el pensamiento en busca de lo incondicionado encuentra su aliento, ese lugar común donde todos nos perdemos para reencontrarnos distintos. Esos otros cuentos que no caben en ninguna obra completa.



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