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13.1.20

RESEÑA DE "INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD)", Pablo Perera Velamazán, Shangrila 2018




Reseña del libro Incógnita tierra (De Sebald),
Pablo Perera Velamazán, Shangrila 2018,
en la revista Escritura e imagen, vol. 15 (2019)
Universidad Complutense de Madrid

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QUÉ HACER CON LA MUERTE
Tomás Z. Martínez Neri*




No sabemos qué hacer con la muerte. Simplemente, no sabemos que hacer con ella. Miramos a menudo en otras direcciones para encontrar respuestas, pero tampoco tengo claro que en otros lugares sepan muy bien cómo manejarse ante este acontecimiento; no estoy realmente seguro de que las prácticas del antiguo Egipto, con su libro específico de los muertos, o su hermana, la momificación en vida de los shokushinbutsu, por citar ejemplos extremos alejados de nuestro hacer cotidiano, sean modos que demuestren alguna habilidad definitiva con la muerte. Allí donde miro, sospecho que el problema es siempre el mismo y que, inevitablemente, nos arrastra a un enigma irresoluble. Pero cuando me fijo en nuestra cultura, en el modo en el que en Occidente damos cuenta de la muerte (en general, de la finitud), la sospecha se vuelve claramente afirmativa: no sabemos qué hacer con ella. Quizás viene de antiguo. No lo sé. Incógnita tierra trata precisamente de esto, de qué hacer con la muerte, que es, al fin y al cabo, tratar de la muerte misma. No nos llamemos a equívoco, no es un manual de prácticas de embalsamamiento ni un tratado de autoayuda gracias al cual podamos realizar un duelo saludable y correcto, siguiendo cierto algoritmo con sus tiempos medidos y sus estados consecutivos. No. Incógnita tierra trata de la muerte tal y como la muerte es, para empezar: cadáver, resto. Habla de muertos. Sus páginas muestran un catálogo impecable de cuerpos sin vida: en su tinta fallecen personas, fallecen familiares, fallecen filósofos clásicos y contemporáneos, fallecen animales. Pero también fallecen cosas y fallecen cosas sin cuerpo como ideas, pretextos, excusas; incluso el criterio ordinario de escritura fallece, mostrando una disposición de los caracteres y las palabras, de las frases y los párrafos que, en el levantamiento de acta de la escritura corriente, muestra, irónicamente, una escritura viva, físicamente activa, dinámica, gozo del lector no burgués, que diría Barthes, y pesadilla de los editores. Pero con lo dicho no hay que equivocarse, Incógnita tierra no es un mero conjunto de muertes yuxtapuestas expuestas refinadamente. Si así fuera habría salido mal, pues algo que si no sabíamos ya, y que Incógnita Tierra nos ayuda a comprender, es que cada muerte es única y en su yuxtaposición con otras muertes quedaría simplemente fuera de lugar. La muerte no se colecciona como los objetos de aquellos interiores que tanto interesaban a Benjamin (que, sea dicho de paso, también eran un modo de afrontar la muerte). No. En esta novela se realiza un recorrido, se dibuja un mapa, pero un mapa en cierta manera incompleto ya que es solo el pedazo, seleccionado conscientemente (arrancado, otra muerte más), de una obra más amplia que, por motivos de edición, aparece, por ahora, en este formato. Pero es un mapa, y lo es de una tierra ciertamente incógnita (el título es estrictamente literal), de modo que tampoco puede el lector esperar que ese mapa le permita recorrer el espacio de la defunción con cierta seguridad y soltura. Inevitablemente, si hablas de la muerte hablas también de lo imposible, y cuando una cartografía pretende roturar un terreno de imposibilidades, como es el caso, cualquier intento de recorrerlo sin mácula va a ser difícil de seguir. Quien quiera salir ileso de este recorrido debería no emprenderlo.


Incógnita tierra no es el título completo, cuenta con el subtítulo (de Sebald)nombre recurrente en la obra y nombre gracias al cual realizamos recorridos concretos, específicos, por carreteras, entre pueblos, pues también es este un libro de viajes, tanto metafórica como literalmente. Pero también se le podría añadir, jugando a ser miserablemente pedante, otro subtítulo: algo así como “experiencia de la conciencia ante la muerte”. Hay algo repugnantemente filosófico en ese subtítulo que propongo, y lo hago un poco a propósito como chascarrillo hacia un autor cuyo interés se mueve como pez en el agua entre aquellos desmontadores de la ficción hegeliana. Pero es que, a mí me parece que esta ficción que reseño es una radical fenomenología, una radical fenomenología de la muerte. ¿Por qué? Podría simplemente remitir a la lectura de Incógnita tierra, pero daré alguna pista. Para empezar, lo que se trata, de lo que se habla en este libro es del flujo interrumpido constantemente y vuelto a recobrar de una conciencia. Además, la muerte, o el qué hacer con ella, de que aquí se trata lo es en toda su magnitud, es decir, lo es en todo a lo que a su experiencia se refiere: como ya he señalado, se habla del cuerpo muerto, el desmembrado e incluso aplastado cuerpo de algunos organismos, de la muerte en su sentido más pedestre, que es el del cuerpo al que se le ha sustraído un cierto noséqué; de entidades que estuvieron vivas y que han dejado de estarlo. Sí, se habla de todo esto, pero lo que es mucho más importante, y la razón por la que esta obra es radicalmente fenomenológica, es por el hecho de que su examen alcanza a todo aquello que entra en juego en la experiencia del deceso, sin ser el cuerpo muerto, el cadáver el máximo protagonista, o el ser humano el que ocupa el lugar esencial en esta ficción narrada en primera persona, no. Son también los animales los que ocupan un lugar importante; los animales y, tanto su experiencia mortuoria como la nuestra con respecto a ellos. Pero hay más, porque también entran en juego los objetos, las pertenencias, aquello que estuvo y que sobrevive a la muerte pero que, inevitablemente, tal y como se narra en Incógnita tierra, no son meras cosas inertes indiferentes a dicho acontecimiento, sino que son también parte insoslayable en la danza macabra que es la existencia: una casa que hay que remodelar y vaciar de las pertenencias de aquella persona que la habitó, una carta que puede cambiar radicalmente la atmósfera y la intención de quienes la encuentran, una rotonda que es, a su vez, hogar y lugar de paso de animales humanos y no humanos, una valla en la carretera, una estatuilla de terracota, una cinta de video, un ordenador azul, la subida de unas escaleras, una mirada en un dvd, la espera antes de cruzar una puerta, unas flores con una nota,... pero es que aún hay más: el espacio y el tiempo mismos. Ese lugar y ese momento que anteceden y que preceden a una vida particular, el lugar mismo donde acontece una muerte y el momento mismo entre la vida y la muerte. Porque no solo se puede referir uno a la muerte en su sentido radical de pérdida definitiva de la vida. Precisamente, este relato comienza con la experiencia de un desmallo y una mancha de sangre en el suelo a raíz de la contusión. La experiencia de volver en sí, de volver tras la inconsciencia del impacto, de volver a un mundo que se dejó sin esperarlo y al que se llega totalmente transformado por esos segundos ausente de él. Porque probablemente la vivencia, si es que se puede denominar así, más cercana que podamos tener de la muerte sea precisamente la de perder la consciencia en un desmayo. ¿Qué ha sucedido en ese lapso de tiempo? ¿Qué ha sido el mundo en ese lapso de tiempo? No es una pregunta baladí ni menos aun fácil de responder. Yo soy la vida y el mundo, ¿qué les sucede cuando yo ya no estoy? ¿Qué les sucede antes de que yo estuviera y cuando yo ya no esté? Es uno de los interrogantes que Incógnita tierra pone en juego a partir de una experiencia tan ordinaria como la de desmayarse o como la de ver el mundo en imágenes que anuncian tu llegada a una vida que aún no habitas pero que ya, inevitablemente, habitarás. Y es que, atender a lo que sucede desde una mirada sincera imposibilita toda respuesta pronta y dada por supuesta. Hasta el punto de que, tal y como se afirma en la obra, la vida misma es sobrenatural cuando se la reconoce a la luz de los momentos que la recortan, que la limitan, que la hacen ser lo que es: ese puente tendido entre dos nadas que en absoluto son nada y que en absoluto son la misma clase de nada. Puente que también tiembla, también reverbera su saber de la muerte. Eso nos señala la mirada sincera de esta novela: el modo en que no sabemos realmente que hacer inmersos en esa vida que, muy barrocamente, está, aunque no seamos conscientes, tocada constantemente por la muerte.

He podido escuchar que este libro debería estar prohibido. Se apela a la dureza y crudeza de su tema principal: cómo va a poder leer la experiencia de la muerte una sociedad que, directamente, no sabe enfrentarla, una sociedad que la repele. Es un tema tabú, no se puede debería permitir. Pero la verdad es que no estoy de acuerdo con este diagnóstico. Esta obra no tiene ese peligro. Pero esto no significa que Incógnita tierra esté libre de culpa, de sospecha. Porque, lo que sí es sospechoso en ella, sospecha que aún no he conseguido clarificar, es el por qué, precisamente, un texto como este se deja leer. Por qué me he encontrado mecido en su lectura, acomodado, resguardado. Esa es la extraña sutileza que señalaría a cualquiera que se acerque a estas letras: te vas a encontrar bien.... rodeado de muerte. Es cierto que la lectura resulta en cierta medida exigente a nivel intelectual, dadas sus referencias y el lenguaje selecto, a veces técnico, que usa. Pero el núcleo sobre el que pivota el texto, la trama, el hilo rojo, invisible, que te permite dejarte caer en sus páginas, sí me parece que está al alcance de cualquiera que simplemente esté dispuesto a realizar una lectura activa; un lector que permita al libro ser él mismo, ya que esta suerte de tratado fenomenológico sobre la muerte está contradictoriamente vivo, no va a permitir caer en manos de un lector cualquiera. Y esto es así no solo por lo que hace a la cuestión de su manera de exposición, como he señalado anteriormente, sino porque esta obra además exige sus tiempos, sus momentos, su propio ritmo y su propio lugar. No se deja leer en cualquier parte ni en cualquier momento.

En definitiva, ese es el misterio que acompaña a esta novela, una novela que se sigue escribiendo en cada lector que ha tenido, que continúa su escritura, que reverbera en tu propia experiencia y que, inevitablemente, trastoca el escenario en el que habitas, encontrándote sus letras a la vuelta de cada esquina. Quizás la respuesta es que es legible en tanto que es escritura, pero escritura de verdad, que nos señala a una cuestión tan inquietante como relajante: que no es fácil sostenerse en un gesto para un mundo que ya no va a suceder más, que ya no es más que su segura extinción. Pero, infatigablemente, lo intentamos.


* Tomás Z. Martínez Neira (puroarte@gmail.com), Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid.







5.9.19

SOBRE "INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD)"




SOBRE INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD),
DE PABLO PERERA VELAMAZÁN

Por Miguel Ángel Hernández Saavedra





“Ha habido un accidente en…” o “X ha sufrido un accidente” o “Z tuvo un accidente”. Haber, sufrir, tener. No es lo mismo, ciertamente. El accidente habido y el accidente sufrido no dan mucho que pensar. Al menos desde la perspectiva habitual: un accidente es, por definición, un imprevisto. No porque no se pueda prever su posibilidad. En realidad, lo único que se puede prever del accidente es su posibilidad. La posibilidad se tiene. La cautela es, entonces, la actitud adecuada. Esa posibilidad siempre permanece como tal: no es posible eliminar la posibilidad de tener un accidente. Eliminarla sería realizarla, por lo que dejaría de ser “un accidente”. Acabar con esa posibilidad implicaría convertirla en necesidad. Como si alguien dijera: “he decidido tener un accidente”, “voy a provocar un accidente”, “este accidente va a salir muy bien”. Renunciamos a esos usos del lenguaje. De inmediato nos damos cuenta de que, en esos casos, ya no se trata de un accidente, sino de una acción premeditada. La planificación de un crimen, por ejemplo, puede consistir en que su realización parezca accidental, lo mismo que un suicidio o un encuentro amoroso. La planificación refuta lo accidental del accidente. Un accidente es lo que de ninguna manera puede ser previsto, excepto en su posibilidad. Así y todo, los accidentes responden a una lógica que va más allá de la pura posibilidad o de la mera previsibilidad lógica. Es la lógica de un mundo atravesado por contingencias. Desde este punto de vista, los accidentes son necesarios (la vida es necesariamente contingente), aunque nunca se quiere (sufrir) un accidente. Esta es la razón por la que no llamamos “accidente” a la buena suerte. Deseamos tener suerte, pero no deseamos tener un accidente.

Incógnita tierra (De Sebald), el libro de Pablo Perera Velamazán (Valencia: Shangrila, 2018), es un accidente necesario y una buena suerte. Para entender qué es un accidente hay que vivirlo y, después, verlo. Esta suerte de contemplación, pues se ha sobrevivido, establece una diferencia irreductible respecto a cualquier concepción sustancialista de la vida. Contra cualquier lectura metafísica o providencialista. Un accidente es algo que no estaba escrito. Por tanto, algo sobre lo que se puede escribir.



***


Este libro es un tratado sedicioso (de “sedición epistemológica”, se dice en el capítulo 2). La sedición no consiste tanto en un levantamiento, cuanto en una mirada, la del autor, que desoye -tras escucharlas detenidamente- las advertencias de los filósofos clásicos. La referencia a un famoso pasaje del Libro IV de la República (“Leoncio, hijo de Aglayón, subía del Pireo bajo la parte externa del muro boreal, cuando percibió unos cadáveres que yacían junto al verdugo público…”) es un motivo conductor, de una conducción inversa al célebre lema platónico: aprender a morir. “Mirad, malditos, satisfaceos con tan bello espectáculo”, gritó Leoncio. A lo que se añade: “Este relato significa que a veces la cólera combate contra los deseos, mostrándose como dos cosas distintas (…) de modo que, como en una lucha entre dos facciones, la fogosidad se convierte en aliado de la razón de ese hombre” (República IV, 439e-440b). Pablo Perera Velamazán mira. ¿Se satisface? Su libro es una mirada a aquello que, dice Platón, no debe ser visto, contra lo que responde la cólera, la fogosidad del hombre racional, cuyo objetivo filosófico es aprender a morir, contener los deseos y así purificarse. (Dejamos a un lado la otra cuestión, que no concierne al asunto del libro: cuánto platonismo será impugnado por la propia obra de Platón).


Seamos claros, tan claros como el autor: a Pablo se le murió su padre. No le hizo falta matarlo a la manera como los epígonos del freudismo necesitan hacerlo para resucitarlo incontables veces y clavarle una estaca simbólica en el corazón. De la misma manera que los expertos aseguran que no debe legislarse en caliente, los filósofos desaconsejan escribir sobre la muerte por el hecho de que a uno se le haya muerto el padre. Pablo Perera Velamazán toma nota de la advertencia, la reconduce en sentido contrario, pero no por eso escribe en caliente ni es su prosa, la prosa de un hombre de razón (de la “razón común”, pensando en Heráclito), pasto de la fogosidad y esclava de la contención. No es un libro sentimental, emocional. No es agónico. No es angustioso. Tampoco es frío. A punto de alcanzar ese grado neutro sobre el que teorizaba Roland Barthes, sube o baja la temperatura. ¿Es posible mayor sedición? Las autoridades filosóficas deberían estar muy preocupadas: alguien ha escrito un libro a raíz de la muerte de su padre, entre otras raíces, rizomas, y no lo ha escrito en frío ni tampoco en caliente. Por si fuera poco, una editorial importante lo ha publicado. Solo la muerte incluye autoedición.



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La muerte nos sume en el (des)concierto. Sería un grave error considerar que este libro es algo así como una colección de muertes, empezando por la de Sebald. También lo sería considerar que estamos ante un escrito autobiográfico, sin más, cuya suerte depende de la forma como el autor nos hace partícipes de unas emociones universales, por así decirlo, o de unas reflexiones en las que puntualmente nos reconoceremos. No. Sebald, la perra Saskia, la dulce pérdida de conciencia en el cuarto de baño, el pequeñín, la esposa, los conejos de las rotondas… Tampoco se trata de una Enciclopedia china a la manera de Borges. El error más grave consistiría, sin embargo, en suponer que el autor esconde algo, de modo que nos corresponde a nosotros, lectores, auscultar entre líneas y extraer un mensaje oculto. Como si detrás de los accidentes, en la recámara del libro, se escondiera un tesoro que solamente una inteligencia necesaria descubrirá, convirtiendo la escritura en un jeroglífico sin dioses, expuesta a sus propios arcanos sustanciales o sustantivos, de acuerdo con la lógica de la redención, una redención literaria, acorde con los tiempos, y, por tanto, según una cierta idea de la felicidad de la que nunca hemos dejado de estar pendientes. Este sería el mayor malentendido. Ahora bien: “Debemos abrirnos a otra forma de felicidad” (página 39). Consciente del error que supondría interpretar así su libro (otra pirueta imaginativa, camino de la salvación: otra interpretación), por mucho que ese error pudiera favorecerle (psicológicamente: comercialmente), el autor niega. Afirma: “No, no se escribe con la imaginación”.



Las novelas se escriben combinando recuerdos. Que se dejan caer sobre la mesa, como un antropólogo deja caer los restos de una civilización perdida, uno tras otro, sin ningún orden preciso, a la espera de que, sobre esa misma mesa, una tabla ahora, se recompongan en un orden descriptible (página 96).

Consciente además de “las artimañas de las reminiscencias” (página 90), se entrega a “los perros negros de la prosa”, feliz expresión que se repite a lo largo del libro, para “Ser a la vez visión y pasión (…) Como cuando se acaricia la propia ternura con prudencia para evitar que el deseo y su desastre lo pierdan todo” (página 97).

No trato de exponer aquello de lo que el autor es plenamente consciente, como si mi conciencia -o la del lector en general- debiera sobreponerse a la suya: principio supremacista (supremacismo interpretativo) que pone bajo sospecha la amabilidad del hermeneuta. En todo caso, se trataría de confesar aquello de lo que el lector será consciente -o más consciente- después de haber leído el libro. El autor no se entrega, como acabo de decir, ni por tanto lo hace para… Aun confesándolo, aun desmintiéndose, es muy difícil escribir sobre un libro, un libro como este, sin manejarse con alguna clave finalista: lo hace porque, lo hace para. Empero, ni para ni porque. El libro sigue su curso como esa mujer del tercer piso (página 94): “ajena a cualquier tratado acerca de la verdad”.


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Hay otro libro del autor sobre el que el tiempo no ha hecho aún la debida justicia. Me refiero a Fuga animal. Atlas zoopolítico (Madrid: Dykinson, 2012). Tratándose de tiempos, nos las vemos siempre con espacios. Con tránsitos:

No deja de ser evidente, en última instancia, que el tránsito de una idea de un campo discursivo a otro no pueda ser medido ni desde un trascendente fuera de campo ni desde el juego económico entre los diferentes campos. Si fuera así, el tránsito mismo de la idea que no muere resultaría inapreciable en cuanto tal. Solo un puro acto de brujería, que (…) no deja de ser nunca un fenómeno anómico dentro del campo del saber, puede hacer patente ese tránsito. Y por ello ya no bajo la forma misma del saber donde el sujeto del enunciado está liberado del peso del sujeto de la enunciación, sino bajo la forma de un relato donde el sujeto de la enunciación resulta comprometido y transformado por el sujeto del enunciado. Solo, tal vez, esa transformación hace patente la inmortalidad de las ideas (op. cit., páginas 95-96).

Incógnita tierra (De Sebald), después de recorrida, es “un puro acto de brujería”. Si usted, lector, forma parte de la Santa Inquisición Académica, no tendrá más remedio que transformarse o condenarla: esa tierra, esta incógnita, como un accidente necesario que cambia la faz de las cosas. El tremendo capítulo 4 (“De la carne incomprensible”) coadyuvará a tomar la decisión: batiente inferior, batiente superior.

O la vida, que resbala.


***


Hemos superado la mitad del libro, sin apenas tocarlo, y en este punto deberíamos callar. La incitación ya es un hecho: para ninguna otra cosa vale un comentario. Apuntaremos algo más… Tras la abrumadora descripción del sacrificio de un ternero, el autor recupera lo que nunca se perdió, que se ha mantenido latente hasta ese momento, el hilo conductor de un libro que es, a la vez, una madeja de libros, de acuerdo con el proyecto en que se inserta y del que es una parte (una parte que es un todo, leído como tal): Crónicas de supervivencia. En la segunda mitad del capítulo mentado, retornan Sebald y el accidente que abre el libro (esa escena doméstica intrascendente), comparecen Rembrandt y el doctor Tulp, el “buey carneado”, y los recién operados, de la mano de Deleuze. La mirada del convaleciente. ¿Cuánto dura una mirada?

Desdichadamente, dura lo que dura la entrega inicial de los recién operados a su cuerpo maltrecho. Como cuando Sebald se abandona a las voces cantadas de sus enfermeras. Se olvida en la necesidad urgente de recuperarnos en el hábito de uno mismo. Si no fuera así, si los operados, los anestesiados, los accidentados, los abandonados por su conciencia, no olvidaran, serían personas maravillosas. El mundo estaría lleno de gente buena, tendríamos la sensación de que todos, o casi todos, han comprendido algo. Pero no se puede ser maravilloso todo el tiempo, sí buena persona (página 124).



***

¿Qué es eso que ha devenido incomprensible? Lo incomprensible es una modalidad -decirlo así es una traición por respeto al orden- de lo inteligente, de lo inteligible. De nuevo, de la mano de Deleuze:

Es su carne, en ellos, su cuerpo ha devenido inteligente, su cuerpo conserva como un resto propio de lo que ellos tan rápido olvidan. Habría, hay, una generosidad que emana de ellos, una bondad sin matices (…). En la medida que la muerte se vuelve visible, el enemigo deviene el amigo, ella misma, la muerte, deviene al mismo tiempo algo distinto a la muerte (ibid.).

Y así las ideas, que no son platónicas, las descripciones, que no responden a ningún prurito realista, las interferencias, que no corresponden a ningún canon postmoderno, y, en fin, algo así como la tesis (sin tesis) del libro se encuentran, se reencuentran en forma de tránsito, según se dice en Fuga animal, de acto de brujería o de transformación, sin que nada tire de nada, ni por abajo ni desde arriba, sin ningún trascendente, o dejándose tirar, acaso, por “los perros negros de la prosa”:

Y en todas estas crónicas que se suceden en los libros de Sebald lo que se pone en evidencia es que cada uno de nosotros, como ellos, morirá de una manera propia. Cada uno muere a su manera, y esto es lo único que la muerte nos da a conocer de sí. Algo tan poco general, aunque en este mismo instante mueran cientos de personas, algo tan prolífico pero silencioso, que se deshace cualquier compromiso intelectual o moral que se pretenda extraer de nuestra finitud. Más bien al contrario, cualquier generalidad, cualquier ensayo acerca del buen morir, o del mal morir, solo pretende, en última instancia, neutralizar la singular especificidad de la propia muerte de cada uno, el hecho mismo del morir. Siempre nos sentimos mejor acompañados de una teoría. O de la proposición irrenunciable de la gloria (página 126).

Un párrafo glorioso que renuncia a la gloria, una teoría que reprueba -o mejor: simplemente comprende- el efecto apotropaico de la teoría. Entonces, ¿este es un libro ateórico? En absoluto. No porque lo diga él -el libro, el autor-, sino porque, comprendido desde sus tránsitos, en lo más íntimo del afuera discursivo, este libro es, como su propia tesis-no-tesis (su tesis atética), lo que queda tras el abandono de la conciencia, tras el abandono de la teoría. De una cierta idea de la conciencia, de una cierta idea de la teoría. Este libro es, lo diré así, el manual de la teoría convaleciente, que comparece y convalece a la vez, como un recién operado. No solo es eso, es eso también.



***

A partir del capítulo 5, con la aparición en escena de Nabokov, el libro transita hacia “una nueva forma de felicidad” que nadie tiene derecho a adelantar. La escena magistralmente recreada por el autor (la cuna en la que Nabokov adivina su ataúd) nos advierte además del devenir, o del haber devenido, de una cierta estructura epocal relativa a la vida y a la muerte. Estructura que no afecta solamente a una época (no es un dispositivo historiográfico que nos permita distinguir “edades” o “epistemes”), sino que determina nuestra propia relación, y nuestra relación más impropia, por ende, con dos sucesos ya casi indisponibles: el nacimiento y la muerte. Hacia el final del libro -pero este es un texto sin final, del que no se sabe dónde nace y dónde habrá de parar (o se sabe, pero no se explica certificadamente: es la vida)-, el autor condensa esta idea según su delicada costumbre, incluyendo párrafos convencionalmente explicativos entre las fenomenales descripciones que componen su escritura.

Mientras que la población del mundo se multiplica incesantemente, el número de muertos disminuye, dándose lugar a una batalla inesperadamente desigual, como nunca ha sido. Su importancia disminuye visiblemente. No se puede hablar ya de recuerdo eterno y venerable de nuestros ancestros (…) ¿Quién encuentra una tumba nueva donde enterrarse en ciudades pobladas por decenas de millones de personas, como muchas hay en el mundo? ¿Y quién se acuerda de ellos, quién se acuerda en absoluto? El recuerdo solo tiene cabida en las culturas donde la preservación y la conservación rigen su relación con los objetos. En las sociedades urbanas de finales del siglo XX, donde la relación con los objetos se consume bajo un principio de obsolescencia, el recuerdo, como arte de la memoria, ya no tiene ni cabida ni sentido. El pasado se disipa en una masa informe, indistinta y muda. De ahí la obsesión, durante este siglo que nos antecede, por el recuerdo y la memoria, como objetos de investigación filosófica y trabajo artístico. Porque empiezan a dejar de ser posibles en cuanto tales (páginas 193-194).

Llegar al final de esta Incógnita tierra es tocar el final de una vida que coincide con su principio (no en el orden del tiempo), con su inminencia (no en el orden de la esencia), con una toma desinteresada de conciencia. De una conciencia que ya no es el santo y seña de sí misma (esa “cólera” instrumental del “hombre racional”, según la directriz platónica), sin por ello -aunque siempre cabe la tentación- apelmazarse en esa gelatina de la que hablaba Theodor Adorno al referirse al inconsciente. Una suerte de resurrección (“mortal de necesidad”) que descarta los registros del espíritu. No la muerte: “No se trata de vencer el miedo a la muerte”. ¿La muerte NO? A continuación, tras la sangría con que el autor evita los puntos y aparte (nada que ver con una arbitrariedad tipográfica): “De la muerte, nadie sabe” (página 216). No es la muerte. Es LO MUERTO. ¿Y esto qué significa? ¿Alguna vez dejaremos de preguntarnos: “¿esto qué significa?”?

No voy a decir (significar) nada sobre el “Epílogo (Un beso frío)” con que culmina este libro o este capítulo, este fractal, dentro de la que será la obra magna del autor, tal vez: Crónicas de supervivencia. Y no lo haré por dos razones. En primer lugar, porque es un epílogo demasiado bueno -como “el Bien imposible”- para hablar a la ligera de él o sumar a esa última razón una palabra que siempre estará de más. Un texto que merece, que exige ya, estar a la altura de cualquier otro escrito memorable. En segundo lugar, porque alguna muerte que recorre el libro me resulta familiar. Y eso merece el respeto del silencio. Esa muerte, esas muertes, ya no pueden ser escritas de otra manera.



***


INCISO. Quintín Racionero Carmona (Madrid: 1948-2012) fue un filósofo vital, del buen vivir y del vivir aprendiendo, un erudito y un conversador genial. A él le dedica Pablo Perera Velamazán bellas páginas, sin nombrarle, en la segunda mitad de su libro. Yo, que me siento concernido, le agradezco la ocasión de poder situar en su contexto, que también es el mío, ciertos afectos, conceptos y situaciones. Como se indica en la semblanza biográfica de la solapa, Pablo fundó el seminario de investigación PÓLEMOS junto a Quintín, por entonces catedrático de la UNED. Otros nos sumamos a la coordinación del seminario, aún jóvenes amigos, casi todos profesores de enseñanza secundaria. Nos movía un solo afán, cuando menos al principio: pensar. Hacerlo en voz alta. Quintín llegó a considerarnos sus “iguales” para después honrarnos con ser sus “rivales”. Al parecer, no los encontraba entre sus pares. Nada extraño para quienes hemos conocido por dentro la universidad. Recuerdo aquel cementerio que era y seguirá siendo la Facultad de Humanidades de la UNED. Pablo describe como solo él puede hacerlo el despacho de Quintín, la ventana que daba a la sierra. Dicen que los “cátedros”, habitantes del pasillo al que ponía fin el despacho de nuestro mentor, se quejaban de que el ruido alterase el silencio de la Facultad. El ruido lo producía nuestra pasión, como si de repente se levantara un pequeño París del siglo XIII en los arrabales intelectuales de Madrid: polémicas, disputas, inquisiciones. Era, para ellos, esa universidad “a distancia” una manera de silenciar cualquier querella intelectual. Por allí, por nuestro seminario pasaron, entre otros, Eugenio Trías, Agustín García Calvo o Gianni Vattimo. No es que se murieran inmediatamente después, excepto el italiano, pero casi. Recuerdo que una vez, en el comedor de la Facultad, ya disuelto el seminario, Quintín nos expuso los percentiles en los que clasificaba a sus homólogos: un 90% no sabe escribir, dijo, y no perdona al 10% que sabe. ¡Algunos éramos tomados por escritores! Alguno que no sabía escribir -o sea: no demasiado bien- se consideraba, sin embargo, muy filósofo. Es más: hacía de esa ineptitud su coartada. Nosotros, o algunos de nosotros, escribíamos. Escribimos. Algunos seguimos batallando sin cuartel contra los marcadores discursivos, esa enfermedad del filósofo. Varios libros salieron de allí. Después de tres o cuatro años en la semiclandestinidad, PÓLEMOS murió por causas naturales, esto es, de forma violenta. El curso dedicado a Jacques Derrida, que contaba con la presencia apalabrada del filósofo (quien no pudo asistir finalmente por razones de causa mayor, y es que ¡también se murió!), celebrado en las antiguas Escuelas Pías de Madrid, en Lavapiés (frente al locutorio en el que, dicen, se cocinaron los atentados de Atocha), generó una afluencia de público verdaderamente inusual. Eso despertó a los dinosaurios dormidos, que siempre están ahí, dispuestos a cabalgar a lomos de una hormiga, como había sido hasta entonces, en términos institucionales, nuestro grupo de investigación. La cosa fue degenerando hasta convertirse en una cosa. En una cosa más, envuelta en el halo administrativo del aparato universitario, en un halo sin aura, diluida en los tejemanejes de los que no saben hacer otra cosa, con la cosa, que dorarse mutuamente la píldora o al revés: tirarse los mezquinos trastos de la vanidad, absolutamente infundada, a la cabeza. Por supuesto, algo tuvo que ver Quintín en ello: la vida es la vida, para bien y para mal. Aparecieron los candidatos, los mentecatos, los aquí-estoy-yo, los rebuznadores, los demediados de una pieza, los aprovechadísimos, los muy desaprovechados y los pelotas. O tal vez ni siquiera aparecieron, me lo invento, y POLEMÓS se murió sin hacer ruido, dando la nota contraria a lo que había sido su partitura, que tanto alteraba a los directores de orquesta sin orquesta ni público. Murió de éxito, que no es necesariamente la mejor forma de hacerlo. Poco después, fue Quintín quien se murió. Los pasillos de la Facultad de Humanidades recobraron su calma mortecina. Ya no se escuchaban voces insolentes, filosóficamente activas, ni rumores barrocos provenientes del despacho del filósofo vividor, muerto antes de tiempo. ¿Antes de qué? En el preciso momento en que se murió. Siempre antes de lo que uno querría. Nació, pensó y murió, dijo Heidegger de Aristóteles. En la biografía del filósofo de la calle Libertad, en el barrio de Chueca, habría que añadir: vivió. Algunos se lo reprocharon incluso de cuerpo presente, el día de su funeral. Eso no se hace, hombre: ¡vivir así! ¡Cuánta filosofía perdida! ¡Cuánto genio desaprovechado! ¿Y ahora qué hacemos? Así nació y así murió PÓLEMOS.



***


Quizá la cibernética (“la metafísica de nuestro tiempo”, decía Heidegger, otro de “los Filósofos” empeñados en saber morir) nos libre del nacimiento y de la muerte. Quién sabe. El libro de Pablo Perera Velamazán se destina a lo contrario: “desaprehender el morir, si es que puede decirse así” (página 207). No se me escapa que el recorrido internáutico (“si es que puede decirse así”) por la carretera en la que murió Sebald, hasta alcanzar su tumba, tiene mucho de gesto convaleciente en el sentido anteriormente apuntado. Parece que el autor ha salido de la mesa de operaciones. El nacimiento, la muerte: ¿pasaron a la historia? Acaso la teoría ha pasado. LA TEORÍA. Se desplaza con el cursor. El lector lo imagina desplazándose de noche. Se imagina al autor. Ha cerrado un libro y se ha conectado. El autor, el lector. GOOGLE sincroniza todos los espacios. No hay mayor delicadeza que hacérnoslo saber de este modo: olvida tu nacimiento, olvida tu muerte. Por supuesto, son inolvidables. Nadie se vio nacer, nadie percibe su muerte un segundo después.

¿O sí? Este libro es, también, un tratado sobre el poder y la impotencia de las imágenes. Nosotros, lectores de Incógnita tierra, dormiremos alguna vez en Kotka, en Norfolk, en una rotonda. Acaso Pablo Perera Velamazán ha dado forma a uno de los últimos maridajes posibles, pero eso nunca se sabe (es como tener un accidente), entre imágenes y palabras, lo que, desde Platón, es un motivo explícito para escribir, para salvaguardar la escritura (y lo que ella guarda), y para no escribir, renunciando alguna vez a “los perros negros de la prosa”. Pero nunca a la perra Saskia, jamás al recuerdo cada vez más volátil (¡porque también hay que hacerse el vivo!) de aquella fuga animal en la que comparece singularmente, insospechado padre nuestro, algo así como un hombre.


O como una niña, en el beso frío de la noche. 













2.4.19

RESEÑA DE "INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD)"




Reseña de Incógnita tierra (De Sebald),
de Pablo Perera Velamazán (Shangrila, 2018)



A pesar del aburrimiento programado en serie, vivimos rodeados de seísmos ocultos. No solo un mar embravecido rodea la rutina inconsciente de las ciudades, también un océano se agita todavía en cada ser humano. La ciudad nos defiende del volcán que somos, pero este prohibicionismo civil no garantiza más que un aplazamiento, desarmando la hora inevitable de volver a una penumbra natal. No es fácil viajar con un muerto en vida, de acuerdo. Con alguien que, además, sobrevive a su desaparición. Pero no hacerlo así no sería viajar, pues la desnuda cuantificación diurna nos aparta del espectro que habita en la magia de los lugares.

Así pues, bendita sea la barbarie de unos cuerpos que jamás sabrán de sí mismos. Están poseídos, incluso en sus rutinas, por una lejanía que no pueden gobernar. Un accidente en el baño. Una huella ensangrentada de la mejilla en las baldosas blancas. Cualquier accidente sirve para que comience una historia, la narración que suspenda el sentido. Sin un dolor imprevisto, rayano en lo intolerable, no habría mucho que contar. Aunque comenzásemos con una ficticia acción, de cuya organización serial estamos ahítos, la interrupción de la acción ha sido el origen secreto de toda novela.

Comenzamos entonces con una herida abierta por donde la vida mana, “anterior a toda conciencia”. Con frases así, este es uno de esos libros que te hacen sentir menos solo. Si el lector busca facilidades es mejor que repase la lista de éxitos, ese cofre de secretitos privados que debe hacer soportable la infamia pública y entretener el tiempo muerto del transporte. Al margen del adoctrinamiento, Incógnita tierra pertenece a esa estirpe de libros que nos libera de las medias tintas, de la liquidación social de cualquier aventura, la humillación diaria del trabajo y la cobardía que nos contiene. Precisamente porque, en principio, nos hace la vida más difícil. Donde la escritura -dice Perera- parece renunciar a sus poderes de ficción para hacerse cargo de una impotencia más elemental. No se escribe una novela con la imaginación, tampoco leyendo o navegando en una selecta intertextualidad. Se escribe a golpe de exterior, con impactos reales que no tienen más cura que buscar la palabra de su trauma. Se escribe con la tinta de momentos clandestinos donde no ocurre nada y a la vez todo: “El furor de la mañana se ha agazapado en una calma tensa” (p. 51).

Un accidente cualquiera, una detención silenciosa de la velocidad que nos protege es el umbral que permite estar a la altura de la muerte que nos precede. La de un padre al cabo desconocido, indisponible al duelo. Nunca nos recuperaremos del desconcierto de haber sido concebidos, dice Quignard, un escritor que le importa a Pablo Perera. Quizás el único modo de “recuperarnos” sea concebir nosotros lo inconcebible. Dar a luz a nuestra propia muerte, emparejarse con ella (en vez de con nuestra adorada magen) y convertirla en nacimiento. Hacer nuestro lo que se aleja infinitamente de cualquier propiedad acaso sea el único modo de permanecer junto a los padres dormidos. Nuestro primer padre. Y los otros, ese reguero balbuceante de sombras hermanas: Sebald, Pasolini, Nabokov, Deleuze… Hacerse el vivo ante sus cuerpos muertos. Y así poder decir, con otra silueta del pasado siglo: “Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí”.

Parecerá despiadado, pero no hay otra piedad mayor. Tragado el absurdo de esa complicidad oculta entre muerte y vida, convertido lo irreal en carne, dentro de esta novela podemos entender la brutal asimetría de la muerte, absolviéndola de toda culpa: “El devenir del mundo mismo, su mundanización, si es que puede hablarse así, su contingencia absuelta de toda necesidad, absoluta” (p. 151). Pero no estamos ante un libro de filosofía. Con el solo hilo de un transitar anónimo, la narración sigue, a veces pegada a detalles mínimos. Una enorme elipsis permite aproximarse al rumor de lo más nimio, un sentido que se precipita en coágulos que no son de nadie. Una y otra vez, Incógnita tierra emprende mil rodeos del solipsismo -esa virtud tan cara a los judíos- para abrazar lo inmundo del mundo. Comas, espacios en blanco, frases rotas, fotografías, más comas. Entrecortar, aplazar el sentido para lograr precipitaciones inesperadas. Primacía significante de una escritura que, para dejarse caer a tierra, ha de desprenderse una y otra vez de la gramática. Una letra que se enreda en sí misma buscando el acontecimiento de ser. ¿Repetir para comprobar que nada se repite? Lo irrepetible se reitera a través de lo semejante.

Vivimos a la sombra de unos padres dormidos. Después de los rusos, no solo Sebald, Pasolini, Walser o Lispector tienen en su escritura asistemática el más acerado pensamiento para sobrevivir a la crueldad de nuestro siglo. Es que también Platón, Leibniz, Nietzsche o Deleuze han hecho la mejor literatura, el realismo extremo de una ficción que nos cambia porque enlaza con lo imposible de nuestras vidas. “Como si solo pudiera verla después de haberla visto”, leemos. Tal vez lo experimental es la única forma de acercarse a lo siempre dicho, enterrado bajo una sabiduría popular que -sobre todo hoy- no tiene testigos, pues trata con aquella alucinación real contra cuya potencia hemos pactado este ruidoso silencio.

Se escribe siempre desde una patología difícil, que debe rozar lo clínico. Como una psicosis infiltrada en el día, que nos cura de la neurosis con su guerra silenciosa, y se hace compatible con la inocencia del mundo. ¿Es otra cosa la literatura que esta cura, convirtiendo la enfermedad de vivir en estilo? Tampoco la vida puede ser sin más afirmada, a salvo del peligro de su pérdida irreparable. “Acababa de descender a una tierra incógnita, con su sombra aún pegada a mis pasos. Y sé también que Sebald se apeaba de los coches, de los trenes, para ponerse a caminar de esta misma manera”. Esperar una verdad que se confunda con la apariencia más trivial. Niños, tardes de tele, fútbol, croquetas, rutinas, cuerpos entrelazados por cariño. Si todavía queda una épica, debe partir de esta domesticación infraleve del mundo. Filtros y pantallas adelgazan el espesor del día. ¿Qué sabrán de la ebriedad de vivir nuestras estrellas, esos perfiles radiantes que viven de salvarnos de la noche? Debemos abrirnos a otra forma de felicidad, insiste esta novela. Por ejemplo, una que permita no pensar en ella. Al cabo, la felicidad consiste en ese muñequito de color que nos toca en la caja del detergente.

Conviene mientras tanto resistir agazapados en la preconciencia, a la espera. Con poco más que un cristal de aliento. Carne viva tejiendo la carne del mundo, nuestro cuerpo mental se debe a una tierra letárgica. Somos deudores de un fondo de murmullos y señales no elegidas. De ahí llueven recuerdos, rencores, emociones, afectos y remordimientos que nos tejen y destejen. Telas en manos de una Penélope que no conocemos, sentir y pensar ocurren porque el hombre no es rey de nada. Seas millonario o modesto funcionario, has de forjarte en una extenuante jornada de destrucción personal. Son las ordalías laicas de nuestra edad media, donde es la existencia la que debe probar su inocencia: en suma, que realmente no existe. Solo una buena relación con la muerte nos puede librar de este nuevo juicio de Dios. Es preciso levantar clandestinamente la mano contra sí mismo, como si la muerte accidental fuera una forma de suicidio, y el suicidio una muerte no menos accidental (p. 60). 

Si la amenaza que se cierne hoy es ser despedidos de la vida “por besar lo que queda de la muerte” (p. 223), esta novela es un antídoto contra la cruel inquisición contemporánea. Un imperio doblemente dañino por ser acéfalo, vale decir, consensuado en los diversos órganos de nuestro policial cuerpo colectivo. Perera explora una normalidad auscultada, y así deja entrar lo anómalo que configura su tejido. Como si solo viviera de su propia respiración. Los videntes son así, viven de su propio aliento. Los que creen en lo visible, la fe hoy más difícil y castigada, porque una y otra vez nos permite regresar a la desconocida raíz común, son así de solitarios. Entrando en los murmullos de la soledad común, Incógnita tierra nos hace compañía con fantasmas que no pueden morir.

En el mejor sentido de la palabra, estamos hablando de un libro impúdico. No obstante, el espesor inane de lo cotidiano y autobiográfico, que el autor aborda con una franqueza inusual, salva lo personal para algo impersonal que nos enlaza con otra cosa. Incluso bajo las mil reglas que nos separan. Es tal la organización minuciosa de la vida y del lenguaje, que jamás fue tan fácil esconderse en los pliegues del día. El escritor se hace el vivo para que nadie se dé cuenta: “Los niños jugando, mi mujer trajinando por toda la casa”. La épica resultante es la de lo cotidiano descontextualizado, arrancado de la interpretación incesante que lo desarma y amado en su violenta extrañeza. Perdón por el tópico, pero creo que hay en el libro de Perera una especie de teología negativa que nos devuelve a la intensidad de otro materialismo. Una mística de los restos del día, vista a través de leves grietas que se abren al borde de nuestros párpados.

La conciencia es aquí algo que viene siempre de la noche. La vida volvía a manar “frente a mi conciencia recién recobrada”. Esta novela se ocupa de lo que surge, aquello que carece de derecho alguno a solicitar reconocimiento. Tampoco lo soportaría. Incógnita tierra es un tratado sobre lo minúsculo. Micrologías de Dios, de la inexistencia como tal. Acaso Dios y el Diablo subsistan hoy hermanados por la soledad a la que nos arroja este escenario despiadadamente iluminado. El hombre que hereda un pasado de ecos al que no puede renunciar se refugia en lo apenas fantasmal, sintiendo lo público con una vergüenza infinita. Puede que la literatura y la filosofía no sean más que una reflexión de y para lo ordinario, recogiendo el óxido que una rutina espectacular nos tapa. La convivencia de hombres en mangas de camisa y mujeres despeinadas, cuando empieza a despuntar el día, no deja de ser un motivo de asombro para que quien hoy, todavía, sabe de una noche que se cuela por las rendijas.

La impunidad del vidente proviene de su soledad, del hecho inconfesable de ser espía en un mundo adormecido. Su maldita bendición nació de estar desdoblado, manteniendo dos manos que se desconocen mutuamente. Mientras los demás, con vocación civil de ciudadanos, tienen un solo órgano, una sola vida, expandida en la gran superficie de lo visible. Moralmente, siempre habría que atender a aquellos “que vuelven al mundo desde la pausa de la noche” (p. 217). Pero la histérica normativa actual, un represivo pequeño relato que ha absolutizado lo histórico, los enviará al holocausto electrónico de una muerte tibia. No podemos esperar de lo político otra cosa, ninguna absolución para este pecado mortal de mantener un pacto con el diablo de vivir y la inocencia de la muerte. Nuestro totalitarismo disperso aplazará una condena que ya se ha producido. Por eso se escribe, para evitar ser víctimas o culpables del crimen. En este aspecto, se puede decir que el libro que nos ocupa es también un depósito de armas.

Por en medio, claro, esta necesidad vergonzante de seguir viviendo como si nada. Una ontología visceral une a los seres, de la garrapata al hombre. No extraña en esta novela cierta simpatía por las bestias que oscilan entre la calma y el pánico, a veces enloquecidos, al borde mismo de la extinción. Todos aquellos, en suma, que todavía mantengan algo así como sangre en las venas. Con una angustia apretada al aliento de la carrera, la sangre es la huella. Sin ella se borrarían los pasos. Con ella pulsamos el cursor, viajamos a unas sendas perdidas en Orfordness, el lugar de Inglaterra donde se estrelló el coche de Sebald. Google-Earth permite un misterio compatible con la vigilancia planetaria. Tomando la tecnología al asalto, en el secreto de una convalecencia nocturna, la ponemos al servicio del atraso irremediable de las cosas. Se logra así un mapa que se confunde con el laberinto de parajes apartados.

Tres de la madrugada en Kotka, Finlandia. Ni un coche cruza la carretera donde se graba el tiempo que pasa. Qué ocurre cuando no ocurre nada es una de nuestras obsesiones secretas, cargada de terror y de esperanzas. De ella brota eventualmente el afán de esconderse para observar el mundo. ¿Seré yo el obstáculo, el notario que impide que ocurra por fin algo? La verdad habita en los detalles escondidos de esta extraña tierra. De ahí la pasión moral y política, a la vez solitaria y comunista, de ser fraternal con los seres tocados por la desaparición. Las reliquias son la verdadera autobiografía (p. 130). Hasta lo grande, Sebald mismo, es pequeño. No solo ese conejito aplastado una y otra vez por los coches en una mancha parda sobre el asfalto.

¿Cómo estaréis sin mí, cómo sucede un mundo donde uno no está? Para algunos la certeza negativa de la desaparición corroe el mediodía más tangible. Un mediodía onírico, rayado por la medianoche de una mente que no cesa. Por eso uno nunca está del todo allí donde está. Siempre nos acompaña otro fantasma, igual que en esas narraciones polares donde el hambre, el agotamiento y el frío producen la alucinación de que hay otro en la cordada, alguien más de la cuenta.

Viendo una película familiar, Nabokov asiste al universo anterior a su nacimiento. Ante su madre en cinta, saludando a la cámara, no sabe si le recibe o le despide. El abismo prenatal, el abismo postmorten. En la reversibilidad del tiempo el hombre siente que sus propios huesos ya están desintegrados. Nuestra columna vertebral es esa nada, una pregunta muda. Interrogante, pero sin texto: difícilmente puede esperar respuesta. Se dijo que llegamos demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser. La extinción es el hueso de la vida, su tuétano. Y el regreso incesante de la infancia, en el temblor de cualquier edad, hace inevitable el murmullo de unos muertos que encarnan el futuro.

¿Otra vez la queja? No, ninguna. Hay que ser inculto, como un perfecto idiota, en el momento justo en que debe ocurrir algo. Percibir la nada, vuelta rostro en una escena cualquiera, exige ser nadie. Y no saber qué hacer después con esa sensación de regreso (p. 221). Lo importante es que se trace un camino de vuelta, librarnos de esta neutralización universal con modales participativos. Da igual los medios, sean vanguardistas o tradicionales. Lo importante es conseguir bajar a una incógnita tierra y volver a caminar con la sombra de los padres muertos, amando de paso la vida secreta de animales que se fugan.

La conciencia es un retorno, un despertar interminable de esta inducida duermevela diurna. Cuando nuestra vida, temerosa, anticipa su propia muerte para resucitar en ella (p. 19). Tratar con la eternidad temible de lo que es mortal, renacida en el agujero negro de cada momento. Lo de menos es que uno esté, con la familia dormida, a solas con el ronroneo del ordenador en una noche que solo habla para los elegidos. Solo hay derecho a considerarse así si se es capaz de descender a una nada cualquiera y ser nadie.

Nuestra conciencia no es más que una rendija de luz entre dos eternidades. Es la enormidad del instante donde se deciden las vidas, donde se precipita una neutralidad a salvo de cualquier calificación. También el alegre horror de la vida neutra que somos (p. 133). Una verdad es algo que nos parte, algo que hay que escalar desde la cueva en la que sesteamos. Entrar ahí otorga una suerte de permanencia redentora, composible con la más leve brevedad. Siendo mortales, aspiramos a una inmortalidad póstuma, próxima a los dioses. Lo inmortal, al menos según Cristo, es lo que ha pasado antes por el tormento de una finitud que nos abre el costado.


Ignacio Castro Rey
Madrid, 24 de marzo de 2019