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13.1.22

SOBRE "CASA DE FIERAS. RETRATOS CON ANIMAL DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila 2021

 


Por Ignacio Castro Rey


Es necesario cuestionar la suposición de un espacio neutro, un espacio político al margen de la naturaleza, donde nuestra especie se singularice. "En el animal, en cuanto fenómeno natural, se da una relación necesaria entre lo velado y lo desvelado, entre lo visible y lo invisible; es el acaecer de una visibilidad que no abandona nunca la invisible" (Pablo Perera Velamazán, Casa de fieras. Shangrila, Madrid, 2021). ¿Estamos ante otra contribución a expandir los derechos del universo animal? Perera toma más bien otra senda, no muy transitada: estudiar una forma de espíritu emparentada con lo que se retrae, con los seres borrosos que se fugan de la expresión articulada, de una universalidad disponible. Este libro atiende a la fraternidad con los seres que no tienen nombre, anteriores a ese momento adánico por el que el hombre se enseñorea de "la creación". Este nuevo atlas zoopolítico no plantea proteger a los animales con el habitual paternalismo humanista. Al contrario, quiere convocarlos para que su sombra nos proteja, salvándonos de la trituradora antropocéntrica. Las múltiples referencias del autor a la crueldad de nuestros mataderos, incluso en su analogía con los hornos donde eliminamos a los humanos que consideramos inferiores, tienen la función de evocar la caja negra que encierra los gritos que deja tras sí una cultura despiadada.  Ante ella se quiere "reconstruir nuestro espacio político de una manera diferente, donde la naturaleza no humana no esté excluida de principio".

La pandemia nos dejó calles suspendidas en un eterno amanecer. Más tarde, esta nueva normalidad plagada de seres absortos, embozados. Entre ellos vimos tránsitos inesperados de animales desorientados, como un flâneur que no quiere ser dueño de sus pasos. Pero nuestros peces siempre acaban muriendo, ahogados en medio de una armonía flotante. Si es cierto que el pensamiento ecológico trata de protegernos de una relación destructiva con la naturaleza, "también lo es que proyecta sobre ella un orden que le es ajeno y que acaba por ser indiscernible del orden doméstico en el que supuestamente vivimos". Perera cita a Emanuel Coccia y su crítica de los tópicos de la biología evolucionista y la antropología filosófica. La relación entre las especies no es nunca puramente natural o física, analizable desde una perspectiva determinista, sino que es más bien de orden técnico, artificial, en el sentido en que toda especie "encuentra su espíritu, su inteligencia, su facultad de pensar siempre y exclusivamente en su relación con otras especies". Siguiendo a Coccia, se trata en este libro de comprender la naturaleza como una comunidad interespecífica atravesada por un proceso metamórfico que le es inmanente, "donde sus partenaires necesarios, los animales que le acompañan en el retrato de su pensamiento no son nuestros semejantes más cercanos, los mamíferos, sobre los que no dejamos de proyectar nuestra comprensión exclusiva de lo que significa portarnos en un mundo, sino que son unos animales tan ajenos como los insectos y su orden delirante". La crisálida que el mundo es, según Perera y Coccia, tiene sus principales artífices en los insectos, los grandes demiurgos de la transformación.

Habría pues que reconsiderar la naturaleza no desde la perspectiva tradicional de la muerte, condición para la disecación biológica de especies e individuos en urnas bien selladas, sino desde la perspectiva del nacimiento, donde el proceso de individuación lo comparten un gato, un champiñón o una bacteria. "La naturaleza no encuentra su análogo en un espacio doméstico donde cada ser vivo ocupa su lugar según determinaciones funcionales. No cabe ecología posible. El mundo en su totalidad deviene de esta manera una suerte de realidad relacional, interespecífica, donde cada especie es ella misma un territorio abierto o una metamorfosis zootécnica". Podemos leer entonces en la palabra animal una metáfora del doble que siempre ha estado cerca, en duermevela, cuando se ha intentado pensar el hombre en los márgenes del prejuicio racionalista o logocéntrico. Es posible que vuelvan a estar presentes en este libro momentos de una vieja sabiduría, nunca del todo olvidadas, según las cuales el hombre obtiene su salud cuando dialoga con el peligro, con la enfermedad que le acosa desde lo más íntimo de su condición. Podemos olvidar muchos dioses, no el dios omnisciente del dolor.

Más que una variante de la cultura de los derechos, con este impresionante volumen podríamos hablar de una reivindicación de otra cultura de los sentidos, de la intimidad con una naturaleza que jamás ha sido naturalista. Recorreremos de la mano de Perera una fenomenología del espíritu propio del instinto: tal vez los animales callan porque tendrían demasiado que decir acerca de nosotros. Se trata en Casa de fieras de acariciar un "universal" homo que ahora ha de hacerse cargo, para no dejar fuera un resto sacrificable, del ser mudo que nos acompaña. De hecho, la inmensa mayoría de una humanidad atrasada que se confunde con el color de su territorio, se asemeja a esa presencia oscura del animal, nunca domesticado en su extraño lenguaje de gestos. No existe lo "salvaje", leemos, pues todo está cultivado, aunque dentro de un orden difícil de discernir de lo que, por miedo, llamamos habitualmente caos. Como lo hacen las sombras de cada sala, el animal doméstico prolonga en lo familiar los reflejos de lo extraño. Así pues, Perera se propone atender a un torpor que forma parte del espíritu de la especie, de este ser peculiar que tiene "la esencia en su existencia", al decir de Heidegger. En realidad los humanos no seríamos tan peculiares, puesto que transitamos acompañados de la noche indesvelable que acompaña a cualquier otro ser. No es tan extraño que el pensador del Eterno Retorno reconozca que le asalta por vez primera su pensamiento abismal ante una enorme y silenciosa roca en el recodo de un camino italiano de Zoagli. ¿Estamos rodeados entonces de seres que callan en nuestra presencia pero que, en cualquiera de los tres reinos, no dejan de conspirar a favor de otra humanidad? Esta podría ser una de las hipótesis de Pablo Perera en la preciosa edición de este libro.

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Se trataría de atender a un compromiso moral con lo impersonal, un compromiso con lo inhumano sin el que este mundo nuestro no se salvará, tampoco de la legión militar de salvadores empeñados en desarraigar al llamado "primer mundo" de la presencia cruda de lo terrenal. Atender a lo que hay entre los hombres, más aún, entre la identidad civil de cada ser humano y su existencia. Si leemos la mítica Monadología de Leibniz entenderemos algo de esa interrelación profunda entre los seres, una zona ártica que Casa de fieras quiere rescatar para una vida humana menos cruenta. Se trata de un acto de piedad bastante insólito, dado que reivindica un alma insondable para cada humano, al margen de la cultura o condición social a la que se pertenezca. Pero esto no podría hacerse sin rescatar otra relación con nuestra animalidad latente. ¿Zoopolítica significa entonces una política por fin común, inserta en una noción no antropocéntrica de la naturaleza, libre por tanto de la conciencia que controla el tráfico de lo social?

Casa de fieras habla de lo inclasificable del encuentro entre seres que siempre se desconocen, a sí mismos y al otro. De una otredad de sí mismo, que hace imposible que cada uno de nosotros no se encuentre con posibilidades y personajes imprevistos. Perera habla también del animal -consciente e inconsciente a la vez- como ocasión para rehacernos, para descender al "uno a uno" de una existencia que carece de una esencia que la salve de su vértigo. Si el encanto, según Deleuze, es el temblor de alguien que mantiene una relación con la lejanía de sus bordes, lo no conocido de sí mismo, es normal que en cada retrato personal aparezca la sombra de una compañía incierta. Como si dijésemos: cada persona "se parece" a una bestia, cercana y lejana a la vez, que nos sigue y raramente se funde con nosotros. Esta posibilidad, no muy sensata y no obstante verosímil, tiene relación con la antigua certeza de una infancia que no sería una etapa más, dejada atrás como origen ingenuo de nuestra cronología, sino el estupor de una vacilación que vuelve en el umbral de cada momento crucial. El animal, si se quiere, es el umbral de una espiritualidad que está más en lo latente de las escenas que en lo manifiesto. El libro de Perera pone así en pie una especie de freudismo que afectaría a los seres, como si ellos, hombres o no, siempre ocultaran algo.

Animal, anormal, anomal que está en el movimiento secreto de cada presencia, regresando de unos bordes siempre imprecisos. La vida que se fuga de la identidad, el animal que se fuga del ser racional. Tal vez como la figura del niño en Así habló Zaratustra, Pablo Perera trabaja una figura que espera después de muchos peregrinajes, no antes. Desenfocado, "como si fuera un recién llegado de otro mundo", Perera escoge un campo temático, amplio y difícil de acotar, que permite frecuentar el punto de intersección entre la imagen, la filosofía, el cine, la literatura y la poesía. Los autores son visitados en Casa de fieras no con el orden distante de la filosofía académica, como depositarios de un saber del cual podemos apropiarnos, sino como personajes en los que la sombra va siempre por delante del cuerpo, estén acompañados o no por la imagen borrosa de un animal que se cuela en la fotografía, como en el famoso retrato de Kafka.   

Se trata de percibir la forma del mundo, también la sonrisa de lo humano, antes de que sea una imagen canónica. O mejor, con Barthes, atender a las imágenes según la vibración sinuosa del punctum, no por la guía óptica del studium. En suma, volver a encarar la vida en virtud de su relación infinita con la finitud, no por medio de una universalidad histórica que nos librase de ese resto sombrío. Felizmente, este nuevo atlas zoopolítico es "antihegeliano" de principio a fin, ajeno a esa superación con la que sueña la fiebre suprasensible de Occidente. Aunque, tal vez, cercano a otro Hegel escondido, a su vez emparentado con cierto frenesí báquico. Cercano por tanto a Heidegger y Derrida, a Deleuze y Agamben. También a Lorca y Coetzee. Perera se propone rehacer la imagen de lo humano en un trato con la masa bruta de vivir, una vida tan ocupada por su escarpadura mortal que no puede alcanzar una expresión libre de grietas. Una potencia sombría vuelve a emborronar siempre el último acto del hombre, como si una materia animal reapareciese tras su pose. No es casual que los ejemplos literarios y cinematográficos a los que Perera nos invita sean bastante anómalos. Coetzee y la vergüenza del testigo de la muerte mecánica. Pero también Rilke, Ted Hughes, Berger, Tarkovsky, Bill Viola, Bela Tarr o Chris Marker son convocados para horadar nuestras escenas con una contaminación inmunda.

¿Qué tienen en común el hombre y el animal? Para empezar, el miedo, la vulnerabilidad ante la muerte. Siempre parece que el animal, a pesar de las cien señales que nos envía la Antigüedad, careciera hoy de testigos de su "espiritualidad" y sólo tuviera testigos de cargo. Al animal, ciertamente, le falta la "conciencia", incluso esa conciencia "tarada con la maldición de estar preñada de materia" que Marx reserva para los hombres. Sin embargo, la animalidad, sugiere Pablo Perera, tiene en sus ojos que casi nunca nos miran la infinitud del sufrimiento, el dolor de un dulzura que es la antesala de ese momento en que los ojos se desorbitan en el pánico y la sangre del matadero. El animal tiene su ritual de duelo en la "tristeza bíblica" de su mirada. En el sentido de Baudelaire, ¿existe un spleen animal? La lasitud del ojo animal tras un combate no expresa, como pensaba Bataille, que el animal vive en el mundo como "el agua dentro del agua", sin saber de él y a sus espaldas. Por el contrario, como insisten estos laberínticos retratos de Casa de fieras, el animal sabe del mundo en su no ocuparse él, en su inconsciencia.

Este libro mantiene un continuo debate con la fascinación moderna por el modelo zoológico, tal y como se manifiesta en las Ciencias de la Vida y, tal vez, en esta última pasión consumista por unas mascotas selladas en su higiénica envoltura. Perera combate la voluntad de mantener apartado a la humanidad de la masa animal, singularizando al hombre frente a las bestias. Habría que ver incluso si la exitosa Teoría de la Evolución no tiene un fin perversamente antropomorfo: venimos de los reptiles, pero los hemos dejado atrás. Descendemos de los primates, a los que hemos dejado muy lejos en virtud de una insólita racionalidad conquistada. Nuestra práctica evolutiva es acaso otra vía, positivista y más inflexible que la mentalidad religiosa de antaño, para mantener alejado al hombre de la contaminación animal, de su mirada inquietante. También, por tanto, alejado de una hermandad antropomorfa que ha quedado rota en las cien distribuciones normativas con las que subdividimos a la especie: las culturas avanzadas y las atrasadas, el primer mundo y el tercero...

Casa de fieras constituye una sugerente aproximación a lo que pueda ser todavía el hombre tras la máscara de "animal racional" con la que se ha recubierto en la modernidad. Con lo extraños que nos hemos vuelto, deberíamos mirarnos ya en el espejo de lo desemejante. Es posible que una asimetría fundacional atraviese a los humanos. En las palabras de un clásico del siglo XX, el hombre no está loco cuando se cree Napoleón: Napoleón "está loco" si cree que es igual a sí mismo, que su identidad civil coincide con su existencia. Reapareciendo siempre por fuera, la vida sería para cada uno de nosotros un animal que todavía no tiene nombre, ni siquiera una especie reconocible. No es extraño así que el autor de este libro, que es a la vez monumental y fulminante, tome de la literatura y el cine tantos ejemplos como de la filosofía.

El escritor es responsable ante los animales que mueren, afirma Hofmannsthal. El escritor es un brujo porque vive el animal como la única población ante la cual es responsable. "Afirma Deleuze que no hay que borrar el límite que nos separa de los animales, sino que, alcanzándolo, estar en él de una manera ajustada, de tal forma que ‘uno (el hombre) ya no queda separado’. Movimiento donde, se puede decir, Deleuze cifra la relación animal con el animal, la relación animal con el hombre, y la posibilidad misma del pensamiento". El pensamiento es el efecto de "cohabitación simbiótica entre plantas, animales o bacterias". Sería entonces como una irrupción triunfal del lazo secreto entre piedras, plantas y animales, pero dentro de nosotros. De hecho, es imposible pensar sin alterarse a la vez en otra cosa, donde reaparece una sombra animal, el futurismo de un antepasado desconocido.

El libro de Pablo Perera puede producir una insana envidia. Lo de menos es la erudición portentosa que despliega, la escritura que fluye tanteando mil posibilidades nómadas y dejándose tentar por ellas. Lo importante son los lugares reales y anómalos que nos permite transitar de una humanidad y una naturaleza que creíamos conocidas. No es necesariamente delirante entender este mapa mudo de otra humanidad posible como una variante "monstruosa" de la filosofía de la Ilustración, aunque esa no sea la intención primera de su autor. No se emprende en Casa de fieras un discurso continuo, sino múltiples retratos puntuales donde el hombre y el animal caminan juntos hacia otro reino indeciso. Los cincuenta y tantos retratos permiten que el libro pueda resultar muy corto, pues se puede recomenzar en cada uno de sus círculos.

Casa de fieras es un ensayo en el mejor sentido de la palabra, pues tienta lo que nunca sabremos a ciencia cierta. Bien escrito, denso, sugerente. Experimental, pues en cada página se pone a prueba a sí mismo. Sin rechazar nada, sin empecinarse contra nadie, Perera está se ocupa en asediar una posibilidad común e insensata a la vez. De ahí que esta humana casa de fieras se cargue en cada página con una escritura nerviosa que conecta con motivos candentes de las últimas décadas, en el cine y la poesía, en el campo de la imagen, de la literatura o la filosofía. ¿Cuántos libros se habrán publicado en España este año con tal abigarrada presencia, retirada y a la vez dotada de parecida potencia de infiltración? Pocos, tal vez ninguno.   

Lorca, poeta en Nueva York, reaparece agotado por el ritmo de los inmensos letreros luminosos de Times Square y unas muertes animales masivas "que dejan los cielos hechos añicos". Geometría y angustia. Admirado por Hitler, es legendaria la atención de Henry Ford hacia la cadena serial de despiece en el matadero de Chicago. Los coches se componían en un tiempo récord, igual que los cuerpos de los animales se desmembraban en un tiempo tan corto que era inverosímil. Es obvia la similitud de nuestro trato industrial con los animales con la programación sistemático del exterminio de cientos de personas al día. Pero en nuestro nuevo orden ecológico la sangre apesta, por lo que el ciudadano es despiezado en la interactividad numérica. No mecánica, sino simbólicamente. En el mundo mecánico de Chaplin y en el orden digital nuestro el resultado es similar: la catatonia que nos convierte en animales dóciles, listos para una muerte sin gritos. En nuestra industria de la agonía la sangre debe saltar fuera de campo, sin manchar la transparencia de las pantallas planas. De ahí el declive de nuestros rituales en torno a la muerte. Es preferible la incineración al enterramiento clásico, donde el cadáver permanece entero y visible. La perfección fordista en la línea de montaje se corresponde con la perfección deconstructiva en nuestra línea actual de desmontaje, con la liquidación interactiva de cualquier autonomía orgánica. Todo lo que sea intensidad carnal, terrenal, ha de ser licuado en un campo de dispersión climatizada. El libro de Perera es incómodo, pues nos hace ver el trasfondo genocida de una cultura donde el animal es el símbolo de la alteridad que hemos rechazado en lo humano.

Madrid, 23 de diciembre de 2021



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27.11.21

XX. "VÉRTIGO. DESEO DE CAER", Valencia: Shangrila 2021




CAÍDA LIBRE


IGNACIO CASTRO REY






[...] Se nos sigue llenando la boca con las palabras interdependencia, diálogo, reconocimiento, globalidad, cobertura, información y nuevas tecnologías. Bajo esta espuma cultural, en inconfesables momentos cruciales seguimos estando tan solos como hace mil años. Incluso más, pues hemos perdido potencia muscular e intelectual para los conflictos primarios. Las facilidades nos despistan, desarmándonos gradualmente. Las dificultades nos entrenan en la aspereza, una senda escarpada que tarde o temprano tendremos que afrontar. Al menos nuestros antepasados no se hacían ilusiones en cuanto a la salvación que podía provenir de una sociedad hoy divinizada. Nosotros nos pasamos la vida mirando hacia lo político, lo estatal y tecnológico, como si todo eso encarnase un nuevo dios que puede hacerse cargo de nuestros temores más íntimos. Cuando estos llegan, con toda su crudeza arcaica, apenas tenemos armas para afrontarlos. De ahí que sea vital volver sobre algunas sabidurías que han sido un depósito medicinal para emergencias, para sobrevivir con instrumentos tan primarios que apenas tienen reconocimiento en el espectáculo del progreso.

También habría que preguntarse qué clase de sociedad necesita a un Handke, a un Walser, a un Hrabal. Qué tipo de dureza de vuelta, de inversión, encierra una literatura donde hemos depositado una capacidad muscular para la violencia que el resto de la sociedad ha decidido ignorar. De géneros muy distintos, desde la narración breve y el ensayo a la poesía, sería muy útil repasar unos pocos libros que siguen encerrando un enorme potencial para armarnos en una vida que, digan lo que digan los nuevos mandarines, seguirá siendo peligrosa.

¿Queda algo de una épica, una violencia que todavía podría salvarnos de esta interminable serie de salvadores que nos maltrata con una protección obligada? Necesitamos algo tóxico, de otro modo entramos en una vía de positividad letal. Es clave otra vez un arte de las dosis, lograr un veneno mezclado con los bienes. No podemos compensar la usura del control, que envuelve como un líquido amniótico nuestros entornos gentrificados, con el suicidio del descontrol, una caída que no ha abrazado antes su centro de gravedad. Si no hay más que armas, es urgente que cada quién busque las suyas, para poder luchar contra una neurosis de seguridad y salud intrínsecamente impotentes.





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4.5.20

XVII. "CLARICE LISPECTOR. ALGUIEN DIRÁ MI NOMBRE", Isabel Mercadé (coord.), Shangrila 2020



El dios de las bestias
Ignacio Castro Rey





[...] No hace falta que lo afirme Lacan hablando de Duras. La literatura y la música siempre han ido por delante de la ciencia y la filosofía a la hora de diagnosticar la salida de una época: vale decir, la conversión de los síntomas de su mal en formas de lenguaje, en un bien potencial, al menos implícito. Buscando a tientas una solución sin general, dice Deleuze bromeando con nuestros emblemas, la literatura y la música encarnan la cura a través del mismo veneno que nos amenaza, con una metamorfosis del infierno de vivir en un limbo habitable. Además de uno de los libros de pensamiento más densos del pasado siglo, Aprendizaje o el libro de los placeres es algo así como una novela de formación (Bildunsgsroman) invertida, o sea, vertida en un universo post-nuclear. Es un documento de la deformación traumática que nos rehace: forzosamente, narra algo que ocurre bastante más allá de la adolescencia y la juventud. Lo que se debate entre Lori y Ulises es cómo reconstruir la vida desde la madurez de la muerte, desde la muerte en vida. En este aspecto, además de una crónica existencial con apuntes de teología negativa, Aprendizaje es una reivindicación del trauma fundamental para el que se supone que hoy tenemos cobertura. Estamos ante un manual de heteroayuda, ofreciendo el cuidado que viene de la intemperie, de la perdición irremediable que a los progresistas nos aterra. Es posible que la madurez otorgue, como a Lori y Ulises, la libertad soberana de una juventud que nunca hemos tenido, un momento de gracia entre la vida y la muerte.


No es extraño que Aprendizaje sea tanto un mito de culto como un libro muy poco leído. Y sin embargo habría que leerlo como si fuese un libro de física. En los momentos cardinales Lispector (flor-de-Lis-en-el-pecho, dice ella) usa el lenguaje para acceder a la barbarie de la materia viva: "Lo opuesto de mi ironía tranquila, de mi dulce y serena ironía: era una violación de mis comillas, de las comillas que hacían de mí una citación de mí". Todavía más intrincada y actual, La pasión según G. H. acentúa el materialismo delirante de una teología negativa. Cerca de un Leibniz que veía la turbulencia entera del mar en cada ojo de pez, Lispector llega a decir desde esa metamorfosis querida que va más allá de Kafka: "quiero a Dios en aquello que sale del vientre de la cucaracha". Clarice repite la misma frase para enlazar un capítulo tras otro: sin numeración, así hasta el número mágico de 33. A la manera de mantras esotéricos, lo que se repite es algo así como anáforas para mantener la continuidad en el infierno vibrante de un vacío con palabras, sobre el abismo que hay entre la palabra y lo que ella pretendía. "Con una lentitud de puertas de piedra, se abría en mí la amplia vida del silencio, la misma que estaba en el sol fijo, la misma que estaba en la cucaracha inmovilizada... vi por entero la inmensidad sin límites de la habitación, aquella habitación que vibraba en el silencio, laboratorio de infierno".

Dentro de la amplia producción de Lispector, si nos centramos en estas dos novelas temibles podemos intentar ordenar el rastro terrenal de algunas singularidades, todas ellas no menos amenazantes que prometedoras. En primer lugar, hay que repetirlo, esas páginas son una alabanza constante de la inevitable violencia de vivir. Incluso ignorando el género dudoso de su biografía, parece claro que Clarice necesita personalmente una cura incesante, y eso solo puede venir para ella de darle forma al martirio al que no puede renunciar en su origen. Solo Dios sabe lo que pasó por el corazón de esta mujer antes de poder aceptar morir. Mientras tanto, a años luz de una histérica moralina que ha reforzado la cohesión social a costa de humillar las vidas personales, Lispector insiste en que es necesario no olvidar y respetar la violencia que tenemos. "Las pequeñas violencias nos salvan de las grandes", todos estos aberrantes estallidos homicidas que puntean nuestra obligada paz pública. Probablemente es inútil recordar que existe un documento filosófico, necesariamente ignorado por los profesores, que explica esta dialéctica positiva entre el aislamiento carnal y la comunicación social, con detalle y en muy pocas páginas. Se trata de "I am what I am", el primer círculo de La insurrección que viene [...]










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2.4.19

RESEÑA DE "INCÓGNITA TIERRA (DE SEBALD)"




Reseña de Incógnita tierra (De Sebald),
de Pablo Perera Velamazán (Shangrila, 2018)



A pesar del aburrimiento programado en serie, vivimos rodeados de seísmos ocultos. No solo un mar embravecido rodea la rutina inconsciente de las ciudades, también un océano se agita todavía en cada ser humano. La ciudad nos defiende del volcán que somos, pero este prohibicionismo civil no garantiza más que un aplazamiento, desarmando la hora inevitable de volver a una penumbra natal. No es fácil viajar con un muerto en vida, de acuerdo. Con alguien que, además, sobrevive a su desaparición. Pero no hacerlo así no sería viajar, pues la desnuda cuantificación diurna nos aparta del espectro que habita en la magia de los lugares.

Así pues, bendita sea la barbarie de unos cuerpos que jamás sabrán de sí mismos. Están poseídos, incluso en sus rutinas, por una lejanía que no pueden gobernar. Un accidente en el baño. Una huella ensangrentada de la mejilla en las baldosas blancas. Cualquier accidente sirve para que comience una historia, la narración que suspenda el sentido. Sin un dolor imprevisto, rayano en lo intolerable, no habría mucho que contar. Aunque comenzásemos con una ficticia acción, de cuya organización serial estamos ahítos, la interrupción de la acción ha sido el origen secreto de toda novela.

Comenzamos entonces con una herida abierta por donde la vida mana, “anterior a toda conciencia”. Con frases así, este es uno de esos libros que te hacen sentir menos solo. Si el lector busca facilidades es mejor que repase la lista de éxitos, ese cofre de secretitos privados que debe hacer soportable la infamia pública y entretener el tiempo muerto del transporte. Al margen del adoctrinamiento, Incógnita tierra pertenece a esa estirpe de libros que nos libera de las medias tintas, de la liquidación social de cualquier aventura, la humillación diaria del trabajo y la cobardía que nos contiene. Precisamente porque, en principio, nos hace la vida más difícil. Donde la escritura -dice Perera- parece renunciar a sus poderes de ficción para hacerse cargo de una impotencia más elemental. No se escribe una novela con la imaginación, tampoco leyendo o navegando en una selecta intertextualidad. Se escribe a golpe de exterior, con impactos reales que no tienen más cura que buscar la palabra de su trauma. Se escribe con la tinta de momentos clandestinos donde no ocurre nada y a la vez todo: “El furor de la mañana se ha agazapado en una calma tensa” (p. 51).

Un accidente cualquiera, una detención silenciosa de la velocidad que nos protege es el umbral que permite estar a la altura de la muerte que nos precede. La de un padre al cabo desconocido, indisponible al duelo. Nunca nos recuperaremos del desconcierto de haber sido concebidos, dice Quignard, un escritor que le importa a Pablo Perera. Quizás el único modo de “recuperarnos” sea concebir nosotros lo inconcebible. Dar a luz a nuestra propia muerte, emparejarse con ella (en vez de con nuestra adorada magen) y convertirla en nacimiento. Hacer nuestro lo que se aleja infinitamente de cualquier propiedad acaso sea el único modo de permanecer junto a los padres dormidos. Nuestro primer padre. Y los otros, ese reguero balbuceante de sombras hermanas: Sebald, Pasolini, Nabokov, Deleuze… Hacerse el vivo ante sus cuerpos muertos. Y así poder decir, con otra silueta del pasado siglo: “Yo pienso en cada uno de mis muertos como si todavía estuviese vivo, y en los que viven como si la muerte ya los separase de mí”.

Parecerá despiadado, pero no hay otra piedad mayor. Tragado el absurdo de esa complicidad oculta entre muerte y vida, convertido lo irreal en carne, dentro de esta novela podemos entender la brutal asimetría de la muerte, absolviéndola de toda culpa: “El devenir del mundo mismo, su mundanización, si es que puede hablarse así, su contingencia absuelta de toda necesidad, absoluta” (p. 151). Pero no estamos ante un libro de filosofía. Con el solo hilo de un transitar anónimo, la narración sigue, a veces pegada a detalles mínimos. Una enorme elipsis permite aproximarse al rumor de lo más nimio, un sentido que se precipita en coágulos que no son de nadie. Una y otra vez, Incógnita tierra emprende mil rodeos del solipsismo -esa virtud tan cara a los judíos- para abrazar lo inmundo del mundo. Comas, espacios en blanco, frases rotas, fotografías, más comas. Entrecortar, aplazar el sentido para lograr precipitaciones inesperadas. Primacía significante de una escritura que, para dejarse caer a tierra, ha de desprenderse una y otra vez de la gramática. Una letra que se enreda en sí misma buscando el acontecimiento de ser. ¿Repetir para comprobar que nada se repite? Lo irrepetible se reitera a través de lo semejante.

Vivimos a la sombra de unos padres dormidos. Después de los rusos, no solo Sebald, Pasolini, Walser o Lispector tienen en su escritura asistemática el más acerado pensamiento para sobrevivir a la crueldad de nuestro siglo. Es que también Platón, Leibniz, Nietzsche o Deleuze han hecho la mejor literatura, el realismo extremo de una ficción que nos cambia porque enlaza con lo imposible de nuestras vidas. “Como si solo pudiera verla después de haberla visto”, leemos. Tal vez lo experimental es la única forma de acercarse a lo siempre dicho, enterrado bajo una sabiduría popular que -sobre todo hoy- no tiene testigos, pues trata con aquella alucinación real contra cuya potencia hemos pactado este ruidoso silencio.

Se escribe siempre desde una patología difícil, que debe rozar lo clínico. Como una psicosis infiltrada en el día, que nos cura de la neurosis con su guerra silenciosa, y se hace compatible con la inocencia del mundo. ¿Es otra cosa la literatura que esta cura, convirtiendo la enfermedad de vivir en estilo? Tampoco la vida puede ser sin más afirmada, a salvo del peligro de su pérdida irreparable. “Acababa de descender a una tierra incógnita, con su sombra aún pegada a mis pasos. Y sé también que Sebald se apeaba de los coches, de los trenes, para ponerse a caminar de esta misma manera”. Esperar una verdad que se confunda con la apariencia más trivial. Niños, tardes de tele, fútbol, croquetas, rutinas, cuerpos entrelazados por cariño. Si todavía queda una épica, debe partir de esta domesticación infraleve del mundo. Filtros y pantallas adelgazan el espesor del día. ¿Qué sabrán de la ebriedad de vivir nuestras estrellas, esos perfiles radiantes que viven de salvarnos de la noche? Debemos abrirnos a otra forma de felicidad, insiste esta novela. Por ejemplo, una que permita no pensar en ella. Al cabo, la felicidad consiste en ese muñequito de color que nos toca en la caja del detergente.

Conviene mientras tanto resistir agazapados en la preconciencia, a la espera. Con poco más que un cristal de aliento. Carne viva tejiendo la carne del mundo, nuestro cuerpo mental se debe a una tierra letárgica. Somos deudores de un fondo de murmullos y señales no elegidas. De ahí llueven recuerdos, rencores, emociones, afectos y remordimientos que nos tejen y destejen. Telas en manos de una Penélope que no conocemos, sentir y pensar ocurren porque el hombre no es rey de nada. Seas millonario o modesto funcionario, has de forjarte en una extenuante jornada de destrucción personal. Son las ordalías laicas de nuestra edad media, donde es la existencia la que debe probar su inocencia: en suma, que realmente no existe. Solo una buena relación con la muerte nos puede librar de este nuevo juicio de Dios. Es preciso levantar clandestinamente la mano contra sí mismo, como si la muerte accidental fuera una forma de suicidio, y el suicidio una muerte no menos accidental (p. 60). 

Si la amenaza que se cierne hoy es ser despedidos de la vida “por besar lo que queda de la muerte” (p. 223), esta novela es un antídoto contra la cruel inquisición contemporánea. Un imperio doblemente dañino por ser acéfalo, vale decir, consensuado en los diversos órganos de nuestro policial cuerpo colectivo. Perera explora una normalidad auscultada, y así deja entrar lo anómalo que configura su tejido. Como si solo viviera de su propia respiración. Los videntes son así, viven de su propio aliento. Los que creen en lo visible, la fe hoy más difícil y castigada, porque una y otra vez nos permite regresar a la desconocida raíz común, son así de solitarios. Entrando en los murmullos de la soledad común, Incógnita tierra nos hace compañía con fantasmas que no pueden morir.

En el mejor sentido de la palabra, estamos hablando de un libro impúdico. No obstante, el espesor inane de lo cotidiano y autobiográfico, que el autor aborda con una franqueza inusual, salva lo personal para algo impersonal que nos enlaza con otra cosa. Incluso bajo las mil reglas que nos separan. Es tal la organización minuciosa de la vida y del lenguaje, que jamás fue tan fácil esconderse en los pliegues del día. El escritor se hace el vivo para que nadie se dé cuenta: “Los niños jugando, mi mujer trajinando por toda la casa”. La épica resultante es la de lo cotidiano descontextualizado, arrancado de la interpretación incesante que lo desarma y amado en su violenta extrañeza. Perdón por el tópico, pero creo que hay en el libro de Perera una especie de teología negativa que nos devuelve a la intensidad de otro materialismo. Una mística de los restos del día, vista a través de leves grietas que se abren al borde de nuestros párpados.

La conciencia es aquí algo que viene siempre de la noche. La vida volvía a manar “frente a mi conciencia recién recobrada”. Esta novela se ocupa de lo que surge, aquello que carece de derecho alguno a solicitar reconocimiento. Tampoco lo soportaría. Incógnita tierra es un tratado sobre lo minúsculo. Micrologías de Dios, de la inexistencia como tal. Acaso Dios y el Diablo subsistan hoy hermanados por la soledad a la que nos arroja este escenario despiadadamente iluminado. El hombre que hereda un pasado de ecos al que no puede renunciar se refugia en lo apenas fantasmal, sintiendo lo público con una vergüenza infinita. Puede que la literatura y la filosofía no sean más que una reflexión de y para lo ordinario, recogiendo el óxido que una rutina espectacular nos tapa. La convivencia de hombres en mangas de camisa y mujeres despeinadas, cuando empieza a despuntar el día, no deja de ser un motivo de asombro para que quien hoy, todavía, sabe de una noche que se cuela por las rendijas.

La impunidad del vidente proviene de su soledad, del hecho inconfesable de ser espía en un mundo adormecido. Su maldita bendición nació de estar desdoblado, manteniendo dos manos que se desconocen mutuamente. Mientras los demás, con vocación civil de ciudadanos, tienen un solo órgano, una sola vida, expandida en la gran superficie de lo visible. Moralmente, siempre habría que atender a aquellos “que vuelven al mundo desde la pausa de la noche” (p. 217). Pero la histérica normativa actual, un represivo pequeño relato que ha absolutizado lo histórico, los enviará al holocausto electrónico de una muerte tibia. No podemos esperar de lo político otra cosa, ninguna absolución para este pecado mortal de mantener un pacto con el diablo de vivir y la inocencia de la muerte. Nuestro totalitarismo disperso aplazará una condena que ya se ha producido. Por eso se escribe, para evitar ser víctimas o culpables del crimen. En este aspecto, se puede decir que el libro que nos ocupa es también un depósito de armas.

Por en medio, claro, esta necesidad vergonzante de seguir viviendo como si nada. Una ontología visceral une a los seres, de la garrapata al hombre. No extraña en esta novela cierta simpatía por las bestias que oscilan entre la calma y el pánico, a veces enloquecidos, al borde mismo de la extinción. Todos aquellos, en suma, que todavía mantengan algo así como sangre en las venas. Con una angustia apretada al aliento de la carrera, la sangre es la huella. Sin ella se borrarían los pasos. Con ella pulsamos el cursor, viajamos a unas sendas perdidas en Orfordness, el lugar de Inglaterra donde se estrelló el coche de Sebald. Google-Earth permite un misterio compatible con la vigilancia planetaria. Tomando la tecnología al asalto, en el secreto de una convalecencia nocturna, la ponemos al servicio del atraso irremediable de las cosas. Se logra así un mapa que se confunde con el laberinto de parajes apartados.

Tres de la madrugada en Kotka, Finlandia. Ni un coche cruza la carretera donde se graba el tiempo que pasa. Qué ocurre cuando no ocurre nada es una de nuestras obsesiones secretas, cargada de terror y de esperanzas. De ella brota eventualmente el afán de esconderse para observar el mundo. ¿Seré yo el obstáculo, el notario que impide que ocurra por fin algo? La verdad habita en los detalles escondidos de esta extraña tierra. De ahí la pasión moral y política, a la vez solitaria y comunista, de ser fraternal con los seres tocados por la desaparición. Las reliquias son la verdadera autobiografía (p. 130). Hasta lo grande, Sebald mismo, es pequeño. No solo ese conejito aplastado una y otra vez por los coches en una mancha parda sobre el asfalto.

¿Cómo estaréis sin mí, cómo sucede un mundo donde uno no está? Para algunos la certeza negativa de la desaparición corroe el mediodía más tangible. Un mediodía onírico, rayado por la medianoche de una mente que no cesa. Por eso uno nunca está del todo allí donde está. Siempre nos acompaña otro fantasma, igual que en esas narraciones polares donde el hambre, el agotamiento y el frío producen la alucinación de que hay otro en la cordada, alguien más de la cuenta.

Viendo una película familiar, Nabokov asiste al universo anterior a su nacimiento. Ante su madre en cinta, saludando a la cámara, no sabe si le recibe o le despide. El abismo prenatal, el abismo postmorten. En la reversibilidad del tiempo el hombre siente que sus propios huesos ya están desintegrados. Nuestra columna vertebral es esa nada, una pregunta muda. Interrogante, pero sin texto: difícilmente puede esperar respuesta. Se dijo que llegamos demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser. La extinción es el hueso de la vida, su tuétano. Y el regreso incesante de la infancia, en el temblor de cualquier edad, hace inevitable el murmullo de unos muertos que encarnan el futuro.

¿Otra vez la queja? No, ninguna. Hay que ser inculto, como un perfecto idiota, en el momento justo en que debe ocurrir algo. Percibir la nada, vuelta rostro en una escena cualquiera, exige ser nadie. Y no saber qué hacer después con esa sensación de regreso (p. 221). Lo importante es que se trace un camino de vuelta, librarnos de esta neutralización universal con modales participativos. Da igual los medios, sean vanguardistas o tradicionales. Lo importante es conseguir bajar a una incógnita tierra y volver a caminar con la sombra de los padres muertos, amando de paso la vida secreta de animales que se fugan.

La conciencia es un retorno, un despertar interminable de esta inducida duermevela diurna. Cuando nuestra vida, temerosa, anticipa su propia muerte para resucitar en ella (p. 19). Tratar con la eternidad temible de lo que es mortal, renacida en el agujero negro de cada momento. Lo de menos es que uno esté, con la familia dormida, a solas con el ronroneo del ordenador en una noche que solo habla para los elegidos. Solo hay derecho a considerarse así si se es capaz de descender a una nada cualquiera y ser nadie.

Nuestra conciencia no es más que una rendija de luz entre dos eternidades. Es la enormidad del instante donde se deciden las vidas, donde se precipita una neutralidad a salvo de cualquier calificación. También el alegre horror de la vida neutra que somos (p. 133). Una verdad es algo que nos parte, algo que hay que escalar desde la cueva en la que sesteamos. Entrar ahí otorga una suerte de permanencia redentora, composible con la más leve brevedad. Siendo mortales, aspiramos a una inmortalidad póstuma, próxima a los dioses. Lo inmortal, al menos según Cristo, es lo que ha pasado antes por el tormento de una finitud que nos abre el costado.


Ignacio Castro Rey
Madrid, 24 de marzo de 2019