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7.9.21

RESEÑA DE "LA POÉTICA DEL ASEDIO. CINE E HISTORIA EN LA AUTARQUÍA", Christian Franco Torre, Valencia: Shangrila 2021

 




Por Antonio Rojas


Cine e historia en los tiempos de la autarquía cuartelera. El investigador Christian Franco analiza en ‘La poética del asedio’ el papel de las películas de inspiración histórica entre 1943 y 1951.


En aquella "nueva España" salida de la Guerra Civil, triste, revanchista, hambrienta e inmersa en una autarquía cuartelera, las autoridades entendieron que era necesario legitimar el régimen militar y reaccionario que había triunfado por las armas. Que había vencido, pero no convencido. Para ello resultaba fundamental revisar la Historia, moldearla y reescribir consciente y premeditadamente el pasado nacional para que sirviese y se ajustara a sus intereses. Al mismo tiempo, debía transmitir unos valores eternos que se consideraban plenamente españoles.

A este fin se prestaron hombres de letras afines al régimen como José María Pemán, cuya amplia producción escrita, incluida una "historia de España contada con sencillez",  justificaba sobradamente el conflicto bélico y la posterior dictadura. Se imponía una exaltación del héroe-caudillo, un maniqueísmo que distinguiera de forma clara entre nosotros y ellos (buenos y malos), la ausencia de crítica y la exhibición de una lejanía gloriosa que evidenciara, desde una visión teleológica, la lógica del presente. Cuestión de afección a los nuevos tiempos y a una concepción romántica del país.

¿Y qué mejor que echar mano del cine, medio tremendamente eficaz para difundir el ideario nacionalcatólico, influir en las mentes y los comportamientos de las masas y construir un imaginario común? Las salas, en aquella época tenebrosa de estraperlo y cartillas de racionamiento, eran el refugio preferido de una población sometida y atemorizada. Un espacio en el que olvidarse por unas horas de la terrible realidad cotidiana.

Ese es el momento en que se producen y exhiben en todo el país unas cuantas películas de ambientación o intencionalidad histórica que transmitían a la ciudadanía una mirada concreta del pasado y el presente. Cintas que revisitaban gestas pretéritas o recreaban la peripecia vital de ciertas figuras. Este subgénero florece en 1943 con El abanderado, de Eusebio Fernández Ardavín, eclosiona en 1944 con Lola Montes (Antonio Román), Eugenia de Montijo (José López Rubio) e Inés de Castro (José Leitâo de Barros) y conoce su ocaso definitivo en 1951, año de estreno de Alba de América, de Juan de Orduña, el director por antonomasia de este tipo de filmes.

Fueron un total de 18 largometrajes que han sido comúnmente despreciados por historiadores y críticos. Todos les conceden escaso valor artístico, los han tildado de “cine de fazaña” o “celuloide de cartón-piedra” y propiciaron su condena al ostracismo.

Por eso goza de un valor añadido el trabajo La poética del asedio. Cine e historia en la autarquía, de Christian Franco Torre, quien combate los tópicos al respecto analizando en profundidad este ramillete de producciones que habían tomado el testigo de lo que se llamó “cine de Cruzada”. Sin necesidad de blanquearlas o de minimizar su carga ideológica. Antes al contrario, Franco Torre asume de partida que sirvieron para transmitir las inquietudes políticas e identitarias del régimen y contribuyeron a crear un relato concreto, el de los vencedores.

El libro –que aspira a convertirse, y seguramente ya lo sea, en referente historiográfico para un subgénero y una época– extrae aquellos elementos y temas más definitorios del “cine de Historia”, especialmente la relación que guarda con la pintura decimonónica, cuyos lienzos rescata y pone en movimiento. La idealización de la mujer para reafirmar unos valores (castidad, fidelidad, sacrificio...). La ubicuidad de la muerte. La figura del “ausente”. La exacerbación de la resistencia. La insistencia en el asedio. Y todo ello, bajo la protección y el impulso de las autoridades, el favor de la crítica de entonces y la buena acogida de los espectadores.

La visión ecuánime y rigurosa que brinda Christian Franco de unos años y un cine determinados quizá nos permita, a partir de este momento, mirar con ojos menos prejuiciosos, menos reduccionistas y más críticos aquel ramillete de largometrajes. Ahora podremos analizarlos con actitud más comprensiva, pero sin perder de vista qué los inspiró. Además de los títulos ya citados, el cinéfilo se adentrará en las singularidades de Los últimos de Filipinas, El doncel de la reina, Héroes del 95, Reina Santa, La princesa de los Ursinos, Doña María la Brava, El tambor del Bruch, Locura de amor, El marqués de Salamanca, Don Juan de Serrallonga, Agustina de Aragón, La leona de Castilla y Catalina de Inglaterra.


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21.3.21

ENTREVISTA A CHRISTIAN FRANCO TORRE A PROPÓSITO DE SU LIBRO "LA POÉTICA DEL ASEDIO" (SHANGRILA 2021) EN EL DIARIO "LA NUEVA ESPAÑA".

 

Entrevista a Christian Franco Torre a propósito de su libro La poética del asedio (Shangrila 2021), en el diario La Nueva España (21/03/2021). Por Tino Pertierra.


Christian Franco Torre - Foto: Luis Murias



"Durante la Guerra Civil, el bando franquista comenzó a promocionar o priorizar los episodios de asedio, como relatos clave de su política de propaganda: pensemos en el Alcázar de Toledo, el Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza o el Cerco a Oviedo, sin ir más lejos. Era de alguna manera un modo de amortiguar la realidad del golpe de Estado: adoptaban una posición defensiva para mostrarse como víctimas de un ataque previo, y no como agresores”. Así explica el doctor en Historia del Arte y periodista de LA NUEVA ESPAÑA Christian Franco Torre el título de su libro “Poética del asedio. Cine e historia en la autarquía” (editorial Shangrila). Franco Torre (Langreo, 1979) alude a “cómo en torno a ideas fuerza como esta del asedio se construye todo un relato y se desarrolla una iconografía definida. Se configura una poética del asedio”.

–¿Qué papel jugó el cine en el plan nacionalizador de Franco?

–Era crucial. El cine era un gran transmisor de ideas. Pensemos en la época: no había televisión, la difusión de imágenes era limitada, y en el cine, un espectáculo atractivo y barato, los españoles encontraban un refugio, una vía de escape, a un momento social muy complicado. Antes de la sesión, se proyectaba el No-Do, un noticiario producido por el Estado, y después venía ese momento de desahogo que era el pase de la película. Pero el cine que llegaba a las pantallas estaba purgado de todo discurso contrario a los intereses del régimen, había tenido que pasar por Censura, y de hecho las películas españolas pasaban dos veces, ya que había una censura previa de los guiones. Este cine histórico del que hablo en el libro, en concreto, eran producciones muy apreciadas por parte del régimen, ya que lo que hacía era dar forma a ese relato adulterado del pasado nacional. Y lo hacía además de una forma atractiva para el espectador, cogiendo elementos del melodrama, del cine de aventuras, del cine bélico… Pero se vendía como una representación fidedigna de esos hechos históricos, y la gente se lo creía.

–¿El fracaso de las potencias del Eje arrinconó el cine de Cruzada franquista?

–En gran medida, sí. El cine de Cruzada era esencialmente propagandístico: eran películas cuyo objetivo residía en mostrar la versión franquista de las razones, el origen y el desarrollo de la Guerra Civil. Cuando las tropas aliadas comienzan a imponerse en la Segunda Guerra Mundial, ese tipo de cine tan marcadamente propagandístico deja de ser cómodo. Pero hay al menos otros dos factores a tener en cuenta. El primero es que podría haber cierta fatiga por parte del público, que para entonces ya querría pasar página y dejarse de las gestas bélicas. El segundo, que eran películas problemáticas para los productores, ya que el estamento militar tenía mando en plaza en Censura y había puesto problemas a varias producciones, llegando a prohibir el estreno de alguna, como “El crucero Baleares”. La suma de todo esto es que, a partir de 1942, el cine de Cruzada queda orillado, y su lugar como género predilecto del régimen, como principal transmisor de las ideas oficiales, lo ocupa esa modalidad particular de cine histórico.

¿En aquel cine de cartón piedra histórico se escondían a veces mensajes o discursos alejados del régimen?

–Por supuesto. El régimen de Franco no tenía una ideología definida, sino que amalgamaba ideas y preceptos de distintas corrientes de pensamiento que están en un espectro ideológico cercano, pero que tienen diferencias radicales entre ellos. El caso más notorio es el enfrentamiento entre los falangistas y el carlismo, que durante la guerra hacen causa común pero, nada más terminar la contienda, comienzan a disputarse los espacios de poder hasta que esa competencia explota con el atentado de Begoña, en agosto del 42. Estas diferencias provocan que, en ocasiones, se cuelen en las películas mensajes opuestos a los postulados del régimen, o planteamientos contradictorios. Hay un ejemplo revelador que es el de “La leona de Castilla”, una película ya de por sí extraña, porque toma como punto de partida un gran mito liberal, que es el de los comuneros de Castilla, y encima da el protagonismo al bando comunero, que se oponía al poder de Carlos V. Siempre se consideró que era una película con un planteamiento extraño, pero yo le aplico una óptica diferente: creo que en realidad es una película que nos habla sobre el hedillismo, sobre esa corriente del falangismo que se opuso a la unificación de partidos y a su fusión con los otros aliados del régimen. Que un camisa vieja como era Vicente Escrivá fuese el autor del guion refuerza esta lectura.

¿Había formas de sortear la censura?

–Sí. Los organismos censores estaban formados por representantes de los distintos poderes fácticos que conformaban el régimen, no eran profesionales del cine ni tenían una formación específica. Esto hacía que los cineastas singularmente hábiles (y en aquellos años teníamos a algunos como Edgar Neville o Nieves Conde y, más tarde, Berlanga y Fernán Gómez), pudiesen colarles recursos y discursos que, en ocasiones, eran claramente disidentes.

–Cómo era el papel de las mujeres en ese cine?

–Eso es algo llamativo. Por un lado, el cine de Historia asumía el rol subsidiario que el régimen atribuía a las mujeres, pero por otro les otorga un gran protagonismo, hasta tal punto que en muchas producciones son ellas las auténticas protagonistas. Esto se explica por la fértil mixtura entre el cine histórico y el melodrama, y también tiene que ver con la emergencia de un “Star System” al que le viene muy bien este tipo de filmes. El caso paradigmático es Aurora Bautista, que formando tándem con Juan de Orduña realizará varias de las películas de más éxito del periodo. En todo caso, las mujeres protagonistas de estos filmes se atendrán a dos tipologías muy definidas: por un lado, la esposa fiel y piadosa que soportará las infidelidades de su marido de forma abnegada, una tipología que se percibe en una serie de películas centradas en las esposas españolas de mandatarios extranjeros, caso de Santa Isabel de Portugal o Catalina de Inglaterra; por otro, la mujer heroica, que tomará el gobierno o incluso las armas para defender la patria cuando los hombres mueran o claudiquen, caso de la viuda de Pacheco o Agustina de Aragón. Juana de Castilla, en “Locura de amor”, es un caso diferente porque responde a las dos tipologías, una tensión que acaba por volverla loca.

¿Nos quedamos sin muchas posibles grandes películas por culpa de los censores?

–No tantas. La censura fue muy activa en lo referente a cortes y prohibiciones en los primeros años, pero rápidamente encuentran un mecanismo más adecuado para orientar la línea de las películas y orillar a las problemáticas, ya que también podían determinar, mediante una clasificación, el éxito económico de las películas y el circuito al que se dirigían. El drama es aquellas otras películas que se han perdido porque el soporte, la película de celuloide, es perecedero. Pero esa realidad choca con la actitud de algunas administraciones, caso del Principado de Asturias, que nunca mostró gran interés por este patrimonio. Solo hay que ver cómo liquidaron la Filmoteca hace cuatro años: es cierto que ese organismo precisaba de una revisión, pero al cerrarlo no tenemos ninguna entidad que lidere la recuperación del patrimonio cinematográfico, incluyendo al cine familiar. Y no parece que haya interés en recuperarlo.

El cine franquista tenía como estrellas a actores de izquierdas como Fernán Gómez o Paco Rabal, ¿el régimen miraba hacia otro lado?

–Cuando se produjo el golpe de Estado del 36, Fernán Gómez era un chaval, aún no había cumplido los 15 años, y Paco Rabal tenía 10. ¿Qué carajo iban a hacer en la guerra? Desarrollaron un ideario de izquierdas, sí, pero también fueron lo suficientemente listos como para meterse en política lo justito antes de que se fueran dando las condiciones adecuadas para poder ir marcando posición. Es como el caso de Orduña, que según diversos testimonios era homosexual, y con eso y con todo fue uno de los directores estrella del régimen. No podemos pensar que todos los que no pasaron por la cárcel o los se quedaron en España tras la guerra y no se fueron al exilio eran franquistas o colaboracionistas. Había mucha gente que no pudo salir al exilio, o que simplemente quería vivir en su país, con su familia, y se tuvo que adaptar a las consecuencias. Y eso no les hace peores ni menos dignos que los que tomaron un barco y se fueron a América.

–¿Los prejuicios ideológicos han marcado los estudios sobre el cine español?

–Hasta fechas muy recientes, sí. Pero desde hace ya un cuarto de siglo, o algo más, se ha vencido buena parte de esos prejuicios. Hay que decir, en todo caso, que en la Universidad de Oviedo fuimos pioneros a la hora de abordar el estudio del cine de una forma más ecuánime y libre de prejuicios, y fue gracias a la determinación de Germán Ramallo Asensio. Él fue el auténtico introductor de los estudios de cine en la Universidad de Oviedo, aunque ahora desde algunos despachos se trate de ocultar ese legado: impulsó estos estudios en 1977, y él mismo dirigió la primera tesis sobre cine que se leyó en Oviedo, que fue la de Juan Carlos De la Madrid, en 1995. Y con la creación del Departamento de Historia del Arte y Musicología, los estudios de cine pasaron a ser una asignatura troncal, impartida por Vidal de la Madrid, otro discípulo de Ramallo, que ha mantenido viva esa llama hasta hoy. Esa es la escuela a la que yo pertenezco.

–¿Durante el franquismo existía una industria del cine real, con grandes productoras e incluso cierto "star system" nacional?

–No. Al supeditar la importación y distribución de películas a la producción, lo que tenemos en los años cuarenta es una pseudo industria muy atomizada: en esa década se producen unas 420 películas, y están operando en el país 155 productoras. En su mayor parte, eran empresas efímeras, financiadas por empresarios o arribistas que buscan hacer dinero fácil al calor del sistema de los permisos de importación. Hay un par de casos especiales como son el de CIFESA, la mayor productora del momento, y la emergente Suevia Films de Cesáreo González, que sí arman una estructura de producción de corte empresarial. En las décadas siguientes, la cosa no mejorará mucho, porque el Estado cometerá sucesivos errores a la hora de legislar que frenarán una y otra vez la posibilidad de desarrollar una industria real. Pero esto no es exclusivo del franquismo: en los ochenta, la Ley Miró machacó al sector, perdimos la mitad de la producción y la cuota de pantalla se desplomó, de rozar el 30% a quedar por debajo del 10% en pocos años. Querían dar una pátina de calidad al cine español, pero no entendieron que erradicar el cine “barato” y “popular”, un cine que además obtenía buenos resultados en taquilla, desterraba la posibilidad de configura una industria. Porque en una industria tiene que caber todo: el cine de calidad e independiente, pero también el cine popular, cine de género, cine abiertamente comercial. Eso es algo que nunca han entendido ni los legisladores ni los responsables de la política cinematográfica del país.

–¿Se puede ser progresista y admirar “Locura de amor”?

–Por supuesto, de la misma manera que se puede ser conservador y celebrar “El acorazado Potemkin”. O ser ateo y maravillarse ante el paso del Descendimiento de Gregorio Fernández. O ser republicano y admirar los retratos de los reyes que hacía Tiziano. No podemos analizar una obra artística, y el cine entra dentro de esa categoría, únicamente desde presupuestos ideológicos. Tenemos el claro ejemplo de “El nacimiento de una nación”: es una obra abiertamente racista, con un discurso que ya cuando se estrenó, en 1915, era reprobable, pero también es la película más importante de la historia, la que inaugura una forma de contar historias con las imágenes en movimiento que, evolucionada, es la dominante aún hoy. Pero en el caso de “Locura de amor”, es cierto que es una película que comulga con el ideario del régimen y que en algunos pasajes incluso justifica el golpe de Estado del 18 de julio, pero también es un melodrama muy potente, de gran fuerza, y con una actriz superdotada como era Aurora Bautista dando una auténtica lección de cómo conmover al espectador desde el arrebato. 

–¿La revisión oportunista del pasado histórico empezó con Franco o hubo precedentes?

–Hubo precedentes incluso en España. Todo régimen político busca legitimarse en relación al pasado del país, bien mediante la ruptura de lo inmediatamente anterior, bien mediante la continuidad, o bien mediante la recuperación de un pasado lejano. El régimen de Franco reivindica tanto la ruptura con la República como la recuperación de un pasado glorioso, identificado con los reinados de los Reyes Católicos y los Austrias mayores. La diferencia del franquismo es la intensidad con la que aplican su programa nacionalista: fue tan fuerte que ha provocado que, aún hoy, las sensibilidades progresistas se borren del debate en torno a la idea de España. Y eso es un error que pagamos como país, porque deja el camino franco para que la derecha reaccionaria y los nacionalismos periféricos se apropien de ese debate e impongan sus tesis. Además, es una traición al espíritu de la Segunda República, porque ese régimen sí que tenía una idea diferente de España, integradora y progresista, y de lo que supone la ciudadanía. En todo caso, estas prácticas no se iniciaron con el franquismo, pero tampoco terminaron con el régimen.

¿Cómo inspiró la pintura muchas de aquellas películas?

–La pintura de historia del XIX será la principal fuente de inspiración de estos filmes. De hecho, en muchas de estas películas se representarán en pantalla cuadros de historia famosos y representativos de los mismos hechos históricos que se recrean. Era una manera de “demostrar” al espectador la veracidad del relato, ya que la pintura de historia del XIX no era desconocida por los espectadores, pues se reproduce de manera sistemática en todo tipo de soportes durante la posguerra: libros de texto, claro, pero también billetes de banco, almanaques, cómics, sellos… y los propios programas de mano de las películas. Eran puntos de anclaje con el relato histórico. Pero la relación va incluso más allá, porque el cine de Historia ejerce, en la posguerra, el mismo papel que tenía la pintura de historia en el siglo XIX: era el transmisor esencial de un relato histórico en clave nacionalista.

–¿El fracaso de "La Leona de Castilla" cortó las garras al cine de Historia?

–Podría decirse que fue el principio del fin. La película que cierra definitivamente el subgénero es “Alba de América”, pero es que CIFESA, la gran productora española y la responsable de varios de los títulos señeros del subgénero, entró en barrena entre 1950 y 1951, cuando encadenó varios fracasos consecutivos. Entre “La leona de Castilla” y “Alba de América” perdió cerca de seis millones de pesetas de la época, una verdadera fortuna. Tras “Alba de América”, los propietarios de CIFESA, la familia Casanova, dejó de producir películas. 

–¿Qué aportó "Inés de Castro" como novedad?

–A nivel industrial, era algo novedoso porque se trataba de una coproducción internacional, en este caso con un régimen amigo como era el portugués, en un momento en el que este tipo de prácticas habían caído en desuso, ya que los aliados primeros del franquismo, el nazismo alemán y el fascismo italiano, habían desaparecido del mapa. Esa naturaleza hispano-lusa de “Inés de Castro” también la blindó, en cierta manera, cara a los organismos censores, lo que le permitió poner en pantalla algo tan inusual en el cine de la época como era una relación adúltera, y menos aún con connotaciones positivas. La justificación del adulterio con un argumento pronatalista, como se hace en la película, es un requiebro inédito en la época. Y a nivel formal, su director, Leitão de Barros, introduce la herencia de la vanguardia soviética y del expresionismo alemán con gran maestría. “Inés de Castro” es la película que servirá de modelo para el resto del subgénero, y especialmente para el “ciclo histórico” de CIFESA, sobre todo para las películas firmadas por Juan de Orduña: “Locura de amor”, “Agustina de Aragón”, “La leona de Castilla” y “Alba de América”. Para mí, “Inés de Castro” es una obra sensacional, una película clave del período, y tiene una fuerza que mantiene aún en la actualidad.

–¿Cómo puede ser que "Alba de América", encargo del régimen, tuviera tantos problemas con la censura?

–Con “Alba de América”, pasaba que el guion era impracticable desde el punto de vista cinematográfico. Se dice que Carrero Blanco era el promotor del proyecto y que metió mano en el guion. Sea como fuere, no había por donde cogerlo: eran una concatenación de momentos y anécdotas históricas sin ritmo ni nervio narrativo. Así que Orduña está atrapado en ese guion, y optar por llevar al extremo su visión del cine histórico, de tal manera que la película es una sucesión de piezas autónomas que, en muchos casos, están encaminadas a reproducir el cuadro de historia relacionado con esos momentos determinados. El resultado es una película fuera de su tiempo, es en esencia cine primitivo con sonido sincrónico. Y cuando llega a los organismos censores, es una auténtica patata caliente. Pasó que en ese momento estaba al frente de la Dirección General de Cinematografía José María García Escudero, que tenía unas ideas muy claras sobre cuál debía ser el camino del cine español. García Escudero presionó para negarle la declaración de “Interés Nacional” a “Alba de América” y en cambio promovió a esa misma categoría a “Surcos”, de José Antonio Nieves Conde, una película muy renovadora que abría la puerta a un neorrealismo en clave española. Vicente Casanova, el hombre fuerte de CIFESA, presionó y logró que García Escudero fuese apeado del cargo y que se rectificase la categoría de “Alba de América”, pero ni así logró salvar la nave. 

–¿“Los últimos de Filipinas” es la obra cumbre del cine de asedio?

–Sin duda. Y es una de las películas clave de todo el período, además de uno de los grandes éxitos del cine español de siempre. Y es además una estupenda película que combina las claves del cine de Historia con elementos del cine bélico de ambientación colonial, emparentada además con una joya de la filmografía de John Ford, como es “La patrulla perdida”. Vista hoy, “Los últimos de Filipinas” se sostiene sola, sigue siendo una película estupenda. Y por supuesto, muy superior al remake que hicieron hace cinco años.

–¿El falangismo era ideología non grata para el cine de Historia?

–El franquismo ejecutó un vaciado ideológico sistemático y premeditado de Falange Española. La maniobra empieza ya con el Decreto de Unificación de partidos, en abril del 37, y se acelera tras el atentado de Begoña, en agosto del 42. Para ese momento, los aliados del régimen ya estaban perdiendo la Segunda Guerra Mundial, y el franquismo vira de manera decidida sus posiciones para presentarse principalmente como un régimen católico y anticomunista, aparcando definitivamente la vía fascista. De Falange quedará la carcasa: la liturgia, las proclamas, el culto al líder y la devoción por el “ausente”, por José Antonio. Pero el falangismo se nutría de muchos intelectuales, y varios de ellos se dedicarán posteriormente al cine e introducirán mensajes más o menos evidentes. Carlos Arévalo realiza con “Rojo y negro”, una película muy vanguardista, la representación fílmica de lo que sería la visión falangista del golpe de Estado y la Guerra Civil; José Antonio Nieves Conde también introduce tesis falangistas en varias de sus películas, como “Surcos” o “Todos somos necesarios”; Otro “camisa vieja” como Vicente Escrivá se convierte en un guionista de éxito… hay varios casos notables.

–¿Cómo habría cambiado el cine español si Franco hubiera perdido la guerra?

–En época republicana, el cine español vivió probablemente su momento de mayor esplendor y de mayor comunión con el público. La llegada del sonoro le sentó muy bien, y el espectador conectaba con las películas folclóricas y musicales que se producían. Probablemente, si Franco hubiera perdido la guerra y la República se hubiera mantenido como tal, este cine folclórico hubiera vuelto, aunque el tejido industrial tendría una debilidad extrema. Si se hubiesen tomado las decisiones adecuadas desde la administración, este cine popular podría haber sido la base para crear una industria fuerte, como de hecho se logró en otros países de nuestro entorno. Pero no deja de ser una mera especulación: la historia es la que es.




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20.3.21

y VI. "LA POÉTICA DEL ASEDIO. CINE E HISTORIA EN LA AUTARQUÍA", Christian Franco Torre, Valencia: Shangrila, 2021




Epílogo
PINTORES DE BATALLAS

JUAN CARLOS DE LA MADRID
Doctor en Historia del Cine


La Ciudad Universitaria, Edgar Neville, 1938


En el otoño de 2019, ochenta años después del final de la última guerra civil, el estreno de Mientras dure la guerra, de Alejandro Amenábar, despertó a quienes protestaban por lo de siempre (un cine subvencionado y guerracivilista), pero también mostró lo que desde hacía años no se veía: grupos ultraderechistas boicoteando las proyecciones con cantos, consignas y brazos en alto. El saludo romano otra vez dentro de las salas. Como si España hubiese vuelto a los tiempos más confusos de la transición a la democracia. Tal vez más atrás. No era otra cosa que el poder del recuerdo, de los significados y de las interpretaciones de la última guerra civil. Su capacidad para estar e influir en un confuso presente, marcado por la exhumación de los restos de Francisco Franco. Nunca fue más cierto aquello de Benedetto Croce de que toda historia es historia contemporánea. Tanto tiempo después del final de la guerra, en el cine continuaban las hostilidades.

Digo esto porque creo que epilogar un libro es concluir, y una de las primeras conclusiones que de éste se extraen casa con la definición de historia que ofreciera Edward Hallet Carr: un diálogo sin fin entre el pasado y el presente. Es el poder del cine para recrear el pasado y, sobre todo, su gran eficacia como apoyo para reescribir la Historia. Y aquí sí que podemos acercar guerra civil y cine, pero no en el tiempo presente, sino en los años de la autarquía, en los que centra su brillante estudio Christian Franco. 

Los dos géneros que se analizan en este libro, cine de Historia y cine de Cruzada, pertenecen a un tiempo de posguerra, teñida del significado y las consecuencias de una contienda anterior. El franquismo, como hicieron los otros regímenes autoritarios de la Europa de entreguerras, construyó un discurso sobre lo que debería ser España. Impuso lo que Hernández Burgos denomina una “cultura del tiempo”, según la cual el régimen definía el pasado en continuidad solo con las gestas más gloriosas, el presente marcado por la misión histórica que a España la cabía desempeñar en consonancia con su “destino universal”, y un futuro que no tenía más meta que volver a alcanzar la grandeza nacional de esas glorias pasadas. En el fondo no era más que el juego de dar pasado al presente usando una narración en la que todas las etapas históricas fueron reescritas para legitimar el papel de un Caudillo a la altura de El Cid, Carlos I o Felipe II. El timonel de una patria que, como rezaba el libro de Historia de España de Segundo grado que la editorial Edelvives editó en 1942, tenía “reservado el destino más glorioso de todos: descubrir el Nuevo Mundo y hacerle participe de nuestra cristiana civilización”.

Pasado, presente y futuro condensado en unas películas que podríamos llamar, por temática y por estética, cine de batallas. Una vuelta atrás buscando en los cuadros viejos el prestigio del arte grande para llevarlo al arte popular. Con batallas remotas, recreadas según los colores de la paleta decimonónica, y guerras cercanas que dialogan según la lógica del régimen franquista, siempre en pos de una victoria que dibujó en los muros de media España en vítores robados. Cineastas que son pintores de batallas. Es la parte que el cine asumió, a partir de la guerra, para desarrollar unos temas y unas intenciones de recorrido más largo y más complejo. Así atravesó años en los que, ni el cine ni la sociedad española, se quitaron las botas de campaña, el durísimo período de la “autarquía cuartelera” que definiera Javier Tusell. Un tiempo de hambre y estraperlo, con una economía ruralizada y aún bélica que llegó a 1950 con un nivel de consumo de carne por habitante equivalente a la mitad de 1930. Durante esos años el cine fue un instrumento indispensable para el Estado, en una estrategia cuasi leninista: la más importante de las artes. 

Se sabía muy bien que los españoles encontraban refugio, del frío y de la realidad, en las salas de cine, donde conseguían un poco de felicidad estraperlada. Era, entre los espectáculos populares, el único que se podían permitir todos los bolsillos y todos los horarios laborales. Los espectadores acudían masivamente hasta convertir al cine en el medio más eficaz para influir en las ideas y en los comportamientos de la sociedad española. Tanta confianza la devolvió el séptimo arte dando réditos a la causa patriótica. Este libro contribuye a explicar tal fenómeno y los pilares que lo sustentan.

Aquí se pone en evidencia una de las tareas más eficaces del franquismo, la de apropiarse de España, de su significado, de sus representaciones y de su interpretación, para lanzar lo que Álvarez Junco denominó “el plan nacionalizador más intenso con el que nadie hubiera soñado nunca”. Logró el monopolio del “relato”, como ahora se dice. Y fue una tarea en la que, al estallar la guerra, parecía estar en desventaja pues, en su zona, no llegó a controlar ni los diarios de importancia, ni las emisoras ni los estudios de cine. Pero dispuso de un recurso propagandístico de primer orden, la unidad de mensaje que no hubo en el bando republicano. Por encima de todo destacaba su propia nominación como España “nacional”. Negó, como anti España, tanto al liberalismo del siglo XIX como a la Segunda República, paradójicamente los únicos períodos que tuvieron una idea de España, sobre todo en el segundo caso que, frente a las tensiones periféricas, desarrolló su propia idea de unidad: una nación compacta en lo político a través de la unidad cultural en la que el cine tuvo un papel. La “república de ciudadanos” de la que habla Sandie Holguín. 

Nada le sirvió al franquismo. Se encaramó al artefacto no ya de una España asediada, que también, sino de una España ocupada por unos invasores que no eran otros que la mitad de los españoles contra los que se lanzó una Cruzada en busca de extranjeros, masones, demócratas liberales, rojos, separatistas o comunistas. Todos antiespañoles. Ejército de ocupación cuyo final no podía ser otro que la expulsión o el exterminio. Una vez dueño de la idea de España, el régimen echó de allí a cuantos no comulgaban con sus principios, que eran consecuencia y continuación de esa historia gloriosa, imperial y católica que volaba como el águila hasta posarse en el hombro de un generalísimo providencial. 

El cine estaba allí para confirmar el relato. Un cine censurado y obligatoriamente doblado que llegaba al espectador ya calificado en su calidad y valores. Desde el cadalso donde lo retrataron Román Gubern y Domènec Font, tenía la misión de aventar una idea de España que, pese a sustentarse en lejanas glorias, aparecía nueva, haciendo tabla rasa con todo lo anterior porque solo a unos debía pertenecer. 

Fue una labor tan eficaz que siguió expulsando de sus dominios a cualquier visitante mucho tiempo después del final de la dictadura. Alejó, por ejemplo, a los historiadores del estudio del cine de la autarquía, incluso del cine de Historia y sus vinculaciones con la pintura decimonónica. Todo ello hasta varias décadas más allá de la muerte del general Franco. No se respetó a un cine desprestigiado en sus valores artísticos y que durante mucho tiempo se consideró, sin más, una parte del aparato propagandístico de la dictadura. Como ha retratado en lapidarias y muy ligeras palabras el crítico Diego Galán, la década de los cuarenta fue “la más extravagante, enloquecida, curiosa y patética” de la historia del cine español.

Estos juicios y muchos prejuicios, como todo lo que funciona por contagio, acabaron calando, aunque no estuvieran apoyados en método o reflexión teórica alguna. A veces, ni tan siquiera en el visionado de las películas. Eran palabras de críticos más que de historiadores, pero influyeron en los estudiosos del cine de la autarquía, que quisieron separarse de su contaminación política, de su fondo amañado y de su tosca reescritura de la historia de España. Los árboles no les dejaban ver un frondoso bosque por el que se ha adentrado el autor a la busca de este libro que desvela la tramoya ideológica y estética de un cine al servicio de una causa y un momento. 

En estas páginas se puede comprender el trabajo del cine para ayudar a construir una historia oficial de relato homologado. Con generosas dosis de mito, nacionalismo e identificación de lo español con lo católico. De ahí se derivaron las preocupaciones temáticas que aquí se desarrollan: la visión teleológica de la historia de España hasta llegar a la “Nueva España”, la exaltación de los valores nacionales y el rechazo de lo foráneo, de lo extranjero o de todo lo que no se encuadrara en esa Nueva España, la glorificación del héroe (o heroína si mostraba hechuras de varón) como personaje providencial para alcanzar todo lo demás. Y, al final, la muerte como medio para lograr esos fines.

En este cine, la idea del final como un nuevo principio purificador estaba muy vinculada a la retórica de un régimen que se abrió paso entre campos de batalla y cementerios. Formaba parte de la narración y hasta del mensaje de una España siempre en traje de campaña, con gloriosos mutilados capaces de vitorearla y novios de una muerte que, tarde o temprano, era el medio para alabar a los héroes o para limpiar el campo de disidentes políticos y malvados en general. Películas pobladas de asedios agónicos y gestas imposibles que exigían el martirio de los mejores en el altar de la patria. El cine de Historia justificaba desde el pasado ese presente. Un cine de muertes y de muertos. Un cine de banderas, de madres, de patrias y de trincheras, entre “ausentes” y “presentes”. Era el desarrollo de la idea que plasmó perfectamente Fernando Moraleda, compositor de revistas para Celia Gámez, al escribir La canción del falangista, himno luego desplazado por el Cara al sol. Allí la España que pasó al cine quedaba muy bien retratada, en especial por el significado del rojo y el negro que todo lo inundaban:

(…) Ahora estoy en las trincheras
dando la cara a la muerte,
si me muero, sólo siento,
madrecita de mi alma,
porque no volveré a verte.
Pero sé que si me matan,
en la tierra en que yo muera,
se alzará como una espiga,
roja y negra,
con la pólvora
y la sangre, mi bandera.

La ideología que trasladaban las películas viajaba a la grupa de unas formas muy trabajadas. Es realmente notable el esfuerzo de Christian Franco por descubrir en el arte español las referencias iconográficas de escenas cruciales, sobre todo en la pintura de Historia. Un terreno en el que la mayoría de los estudios sobre el cine de inspiración pictórica calificaban al cine de la autarquía de kitsch o ramplón. Sin embargo en este libro se descubre otra cosa de mucho interés. Unas películas que, citando o reconstruyendo modelos pictóricos, construían su propio universo en ambientación, vestuario y decorados.

El autor es hábil y muy certero para mostrar la maniobra de los creadores de imágenes y su dominio de los efectos de la comunicación masiva a partir de las formas narrativas y visuales que el público dominaba. Sabían que la verdad para los espectadores no se encontraba en los libros de historia sino en los calendarios que tapaban desconchones y humedades de las paredes en los años del hambre. Aquellas láminas en las que se reproducían cuadros con los que los más modestos habían puesto cara a los personajes de esa Historia, desde Isabel y Fernando a Agustina de Aragón. Igual que antes, en fototipias o cajas de fósforos, lo habían hecho con Raquel Meller o Douglas Fairbanks. Como si fueran fotografías en el tiempo, la iconicidad de los viejos cuadros era garantía de realismo para las nuevas películas. Los personajes históricos llevaban las ropas y tenían las caras que ellos ya conocían. Las cosas fueron “así”.

Esas imágenes eran reflejo de aquella España autárquica, triste y maltrecha, que solo se miraba a sí misma. Un país de posguerra transformado en una especie de enorme tableau vivant, congelado en un momento histórico, cada protagonista en su marca, bien pertrechado de atrezo y posticería. Nadie podía moverse sin permiso de la Autoridad, encargada de inmortalizar el momento, que decidía como habían sido todos los momentos anteriores en la historia de España. Esos que el cine etiquetaba para que fuesen de “Interés nacional”. Un cine que, como ya se ha dicho, cuidó y glorificó la muerte, pero al que, paradójicamente, los cuadros le cobraron vida, y además vida propia, como las primitivas escenas de Alba de América. Un cine de Historia que solo acabó a la vez que acabaron las cartillas de racionamiento, cuando los malvados yankees empezaron a ser buenos, mientras Ike, su comandante de guerra y de paz, hacía las maletas para viajar a Madrid y llevar a los españoles una mayor variedad de dietas gastronómicas y también culturales.

Densa materia que se analiza en este trabajo de historia, porque éste, según afirma el autor, es el libro de un historiador. Y a uno le gusta ver las maneras, los ademanes y los métodos de un historiador profesional, brillante además, en un libro de historia. No es el libro de un crítico, no es el libro de un erudito, no es el libro de un psicólogo, no es el libro de un antropólogo, no es el libro de un sociólogo, no es el libro de un filólogo. Hacía falta un libro así para desvelar el estilo y la intención de los pintores de batallas de la posguerra.





Leer:




19.3.21

V. "LA POÉTICA DEL ASEDIO. CINE E HISTORIA EN LA AUTARQUÍA", Christian Franco Torre, Valencia: Shangrila, 2021




Segunda Parte
LA POÉTICA DEL ASEDIO


Lola la Piconera, Luis Lucia, 1951


1. Heroínas de la Sección Femenina

El hogar, templo sacrosanto de la unidad elemental de la estructura social franquista, la familia nuclear (en orden jerárquico: padre+madre+hijos), era el lugar reservado a las mujeres. Dentro de este orden, sus funciones quedaban siempre supeditadas a las del varón, por norma general único productor de riqueza económica y prestigio colectivo. Una involución evidente del rol de la mujer respecto a los avances registrados durante la II República que el régimen impondrá a través de un férreo control comunitario y de una reeducación colectiva impulsada a través de organismos como Acción Católica y la Sección Femenina de FET y de las JONS, y que será incluso apuntalada a través de disposiciones legales. (155) Empezando por el Fuero del Trabajo, que en su segundo apartado deja clara la función social y familiar asignada a las mujeres:

El Estado se compromete a ejercer una acción constante y eficaz en defensa del trabajador, su vida y su trabajo. Limitará convenientemente la duración de la jornada para que no sea excesiva, y otorgará al trabajo toda suerte de garantías de orden defensivo y humanitario. En especial prohibirá el trabajo nocturno de las mujeres y niños, regulará el trabajo a domicilio y liberará a la mujer casada del taller y la fábrica. (156)

155. Nash, Mary, “Vencidas, represaliadas y resistentes: las mujeres bajo el orden patriarcal franquista”, en Casanova, Julián (ed.), Cuarenta años con Franco, Barcelona: Crítica, 2015, pp.191-227. La autora vincula la revisión de la feminidad con la practicada durante la Contrarreforma católica, señalando además cómo La perfecta casada, obra de Fray Luis de León publicada en 1583, sirvió de inspiración de esta nueva condición de la mujer.

156. Fuero del Trabajo, 9 de marzo de 1938, apartado II, punto 1.

Dentro del colectivo falangista, esta nueva feminidad generó tensiones. Por un lado, el rol discreto y pasivo al que se sometía a las mujeres contrastaba con la implicación política de las primeras falangistas. Por otro, la función primordial de reproducción, de esposa y madre, que se otorgaba a las féminas chocaba con la soltería y la preeminencia pública de la que presumían las jerarcas de la organización, con Pilar Primo de Rivera a la cabeza. (157) Unas contradicciones que también se perciben en las películas de Historia, en las que las mujeres adquieren un protagonismo inédito en otros géneros cinematográficos.

157. Nash, Mary, “Vencidas, represaliadas y resistentes: las mujeres bajo el orden patriarcal franquista”, op. cit., pp.195-198.

A grandes rasgos, como reflejo de estas tensiones, las mujeres en roles protagónicos en este ciclo de películas responden a dos tipos: las que representan los valores que el régimen atribuía a la mujer española (principalmente castidad, fidelidad, sacrificio y abnegación) y las “heroínas”, que asumen actitudes propias del varón en defensa de la patria. (158) Una doble tipología que es, al tiempo, heredera de la pintura de historia decimonónica, en la que también será más frecuente la vertiente simbólica en la representación femenina, como sucederá en el cine de Historia:

En la mayor parte de los casos, si no en todos, la imagen que se ofrece de la mujer está vinculada a los paradigmas sociales de su tiempo y su individualización queda incardinada entre las inquietudes que conmovieron al hombre del siglo pasado [se refiere al XIX]. Puede asegurarse que toda la pintura de historia contribuye poderosamente, cuando representa mujeres (salvo […] en caso de realizar gestas “impropias de su sexo”), a destacar los valores del eterno femenino. (159)

158. Cfr. Selva, Marta, “Mujeres y cine histórico”, en Monterde, José Enrique (coord.), Ficciones históricas, Burgos: Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, 1999, pp.179-190. Selva hace una valoración de los personajes femeninos que difiere un tanto de la aquí presentada, pues a su juicio “se detecta una clara superposición de valores masculinos, basados en la heroización, sobre [la] condición de mujeres ejemplares [de estos personajes]”.

159. Reyero, Carlos, La pintura de historia en España, op. cit., p.160. 

La representación de la mujer como depositaria de esas cualidades promovidas por el régimen se aprecia de manera diáfana en aquellas películas centradas en la esposa española de un mandatario extranjero. En estos filmes, la fidelidad y la dignidad de la esposa son puestas a prueba por las actitudes veleidosas de un marido, por norma general, adúltero. Un caso temprano y singular es el de Inés de Castro (José Leitão de Barros, 1944), en la que se da una curiosa situación: la primera esposa del príncipe Pedro (Antonio Vilar), la castellana Constanza (María Dolores Pradera), es la genuina depositaria de esos valores tan caros al régimen, mientras que la auténtica protagonista, la también española Inés de Castro (Alicia Palacios), se verá arrastrada a una relación adúltera con el infante portugués, que precipitará incluso la muerte de su legítima esposa y, a la larga, la suya propia.

Esta contradictoria situación se resuelve en el filme mostrando a Inés como una consorte igualmente modélica y aludiendo, al tiempo, a la necesidad de preservar la descendencia de la corona, ante la salud quebradiza del hijo de Constanza. Un recurso, este último, para nada casual, en un momento en el que el régimen hacía gala de una política abiertamente pronatalista. (160)

160. Nash, Mary, “Vencidas, represaliadas y resistentes: las mujeres bajo el orden patriarcal franquista”, op. cit., pp.202-207. El franquismo pretendía revertir el descenso de la natalidad de los años previos a la Guerra Civil como un objetivo de Estado. Para ello, además de penalizar las prácticas contraceptivas y abortivas, activó diversos mecanismos para promover las familias numerosas, como la introducción de subsidios familiares y de premios y ayudas económicas a la natalidad. Las medidas, en todo caso, serían inocuas, y la natalidad no comenzaría a aumentar hasta bien entrada la década de 1950, cuando las condiciones económicas y sociopolíticas del país mejoraron de forma notable.

En esta misma veta, la de las consortes españolas de mandatarios extranjeros, se sitúan también filmes como Eugenia de Montijo (José López Rubio, 1944), Catalina de Inglaterra (Arturo Ruiz-Castillo, 1952) y, especialmente, Reina Santa (Rafael Gil, 1947), un ambicioso proyecto centrado en la vida de Santa Isabel de Portugal (1271-1336) con el que Cesáreo González (1903-1968) pretendía dar a conocer su productora, Suevia Films, en el mercado internacional. (161)

161. Castro de Paz, José Luis y Cerdán, Josetxo, “Cesáreo González: hasta que llegó su hora”, en Castro de Paz, José Luis y Cerdán, Josetxo, (coords.), Suevia Films-Cesáreo González: Treinta años de cine español, op. cit., pp.55-63. Para lograr estos objetivos, González contrató a la actriz británica Madeleine Carroll (1906-1987), cuyo estatus de “estrella de Hollywood” debía facilitar el estreno en Europa y los Estados Unidos del filme. La intérprete dejaría después en la estacada al productor, que la demandó (juicio que posteriormente ganaría).

Pese a esta proyección exterior, la película responde fielmente a las particularidades del cine de Historia. Más aún: Reina Santa se cimenta sobre una sugestiva mixtura de este subgénero con el religioso, tan caro a ciertos sectores del régimen, en lo que parece ser una calculada (y exitosa) operación para obtener la calificación de “Interés Nacional” por parte de la Dirección General de Cinematografía y Teatro. Un espaldarazo necesario, aunque seguramente esperado, para una producción cuyo presupuesto final superó los 5.200.000 de pesetas. (162)

162. Idem. El coste de producción registrado por la productora fue de 5.202.117 pesetas. Una cantidad a la que había que añadir otras 650.000 pesetas que Suevia Films invirtió en su intento de “fichaje” de Madeleine Carroll, cifra en la que se incluye tanto el anticipo cobrado por la actriz (25.000 dólares) como otros gastos relacionados con la negociación. Los autores también inciden en el respaldo de la Dirección General de Cinematografía y Teatro, y en concreto del director general, Gabriel García Espina, al filme.

El retrato de Isabel de Portugal (Maruchi Fresno) se ajusta de manera ejemplar a las pretensiones del régimen. Cristiana devota y esposa abnegada, la reina no solo cierra los ojos ante las continuas infidelidades de su marido –que además la convierten en objeto de burla en la corte–, sino que llega a adoptar a sus hijos bastardos. Una decisión que, al cabo de los años, situará al país al borde de la guerra civil, por el temor infundado de su hijo legítimo, Alfonso (Fernando Rey), a que su hermanastro de más edad pueda tratar de arrebatarle el trono. 

El destino de la infanta aragonesa, su futura condición de santa, queda ya prefigurado en los compases iniciales del filme: mientras en Portugal se diseña su matrimonio con Dionís (Antonio Vilar), la niña Isabel tiene sueños premonitorios sobre la amenaza de la guerra civil en tierras lusitanas. “Ahora es cuando sueño”, exclamará al despertar, en la mejor tradición de la mística cristiana. Como si fuera un antecedente de Teresa de Ávila, figura de referencia para el régimen. Las visiones impulsarán a la niña, con la anuencia de unos padres temerosos de Dios, a casarse con el infante portugués. En su matrimonio se unen, así, los intereses políticos del reino con la misión divina, en perfecta sintonía. 

Pero las diferencias de edad y caracteres se hacen palpables en los primeros años del matrimonio, marcados por las continuas infidelidades de Dionís. El fervor religioso de Isabel contrasta con el carácter dionisíaco de su marido, representado como un “rey trovador” que se inspira en sus aventuras para componer canciones. Las actividades artísticas y creativas adquieren así connotaciones negativas, en contraste con el carácter serio, grave y piadoso de la reina, cualidades presentadas como positivas. 

Isabel jugará con Dionís un papel, prácticamente, evangelizador. La “conversión” del rey será progresiva: primero, Dionís será testigo del carácter piadoso de su esposa, rodeada de mendigos; después, la reina acoge en la corte a los numerosos bastardos de su marido. [Figuras 2.1.1 y 2.1.2]


Figuras 2.1.1 y 2.1.2


“Si el rey supiera hasta dónde llega vuestra abnegación, de fijo no estaría tan mal entretenido”, asegura Fray Pedro (Juan Espantaleón), remarcando cómo el pueblo portugués venera a la reina, pese a ser objeto de mofa en la corte. Pero el cambio en el monarca no se completará hasta que la reina alumbre al esperado heredero al trono. Aunque su llegada marcará también la cristalización definitiva de la perenne amenaza de guerra civil, acaso el peor escenario imaginable para un espectador español de 1947. Una amenaza que la reina logrará abortar por dos veces: la primera como madre, tras recordar al príncipe sus anhelos infantiles, antes de la lucha, y la segunda ya como santa, una condición que alcanzará tras añadir, a sus sueños premonitorios, un milagro más tangible: la conversión de dinero en un ramo de rosas. [Figuras 2.1.3 y 2.1.4] [...]


Índice - Segunda parte. La poética del asedio
1. Heroínas de la Sección Femenina
2. Inés de Castro... ¡Presente!
3. Una leona con camisa vieja
4. Bajo sello oficial
5. Numantizar la nación



Cuatro páginas de La poética del asedio
Segunda parte
1. Una leona con camisa vieja / 4. Bajo sello oficial





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