–¿Qué papel jugó el cine en el plan nacionalizador de Franco?
–Era
crucial. El cine era un gran transmisor de ideas. Pensemos en la época:
no había televisión, la difusión de imágenes era limitada, y en el
cine, un espectáculo atractivo y barato, los españoles encontraban un
refugio, una vía de escape, a un momento social muy complicado. Antes de
la sesión, se proyectaba el No-Do, un noticiario producido por el
Estado, y después venía ese momento de desahogo que era el pase de la
película. Pero el cine que llegaba a las pantallas estaba purgado de
todo discurso contrario a los intereses del régimen, había tenido que
pasar por Censura, y de hecho las películas españolas pasaban dos veces,
ya que había una censura previa de los guiones. Este cine histórico del
que hablo en el libro, en concreto, eran producciones muy apreciadas
por parte del régimen, ya que lo que hacía era dar forma a ese relato
adulterado del pasado nacional. Y lo hacía además de una forma atractiva
para el espectador, cogiendo elementos del melodrama, del cine de
aventuras, del cine bélico… Pero se vendía como una representación
fidedigna de esos hechos históricos, y la gente se lo creía.
–¿El fracaso de las potencias del Eje arrinconó el cine de Cruzada franquista?
–En
gran medida, sí. El cine de Cruzada era esencialmente propagandístico:
eran películas cuyo objetivo residía en mostrar la versión franquista de
las razones, el origen y el desarrollo de la Guerra Civil. Cuando las
tropas aliadas comienzan a imponerse en la Segunda Guerra Mundial, ese
tipo de cine tan marcadamente propagandístico deja de ser cómodo. Pero
hay al menos otros dos factores a tener en cuenta. El primero es que
podría haber cierta fatiga por parte del público, que para entonces ya
querría pasar página y dejarse de las gestas bélicas. El segundo, que
eran películas problemáticas para los productores, ya que el estamento
militar tenía mando en plaza en Censura y había puesto problemas a
varias producciones, llegando a prohibir el estreno de alguna, como “El
crucero Baleares”. La suma de todo esto es que, a partir de 1942, el
cine de Cruzada queda orillado, y su lugar como género predilecto del
régimen, como principal transmisor de las ideas oficiales, lo ocupa esa
modalidad particular de cine histórico.
–¿En aquel cine de cartón piedra histórico se escondían a veces mensajes o discursos alejados del régimen?
–Por
supuesto. El régimen de Franco no tenía una ideología definida, sino
que amalgamaba ideas y preceptos de distintas corrientes de pensamiento
que están en un espectro ideológico cercano, pero que tienen diferencias
radicales entre ellos. El caso más notorio es el enfrentamiento entre
los falangistas y el carlismo, que durante la guerra hacen causa común
pero, nada más terminar la contienda, comienzan a disputarse los
espacios de poder hasta que esa competencia explota con el atentado de
Begoña, en agosto del 42. Estas diferencias provocan que, en ocasiones,
se cuelen en las películas mensajes opuestos a los postulados del
régimen, o planteamientos contradictorios. Hay un ejemplo revelador que
es el de “La leona de Castilla”, una película ya de por sí extraña,
porque toma como punto de partida un gran mito liberal, que es el de los
comuneros de Castilla, y encima da el protagonismo al bando comunero,
que se oponía al poder de Carlos V. Siempre se consideró que era una
película con un planteamiento extraño, pero yo le aplico una óptica
diferente: creo que en realidad es una película que nos habla sobre el
hedillismo, sobre esa corriente del falangismo que se opuso a la
unificación de partidos y a su fusión con los otros aliados del régimen.
Que un camisa vieja como era Vicente Escrivá fuese el autor del guion
refuerza esta lectura.
–¿Había formas de sortear la censura?
–Sí.
Los organismos censores estaban formados por representantes de los
distintos poderes fácticos que conformaban el régimen, no eran
profesionales del cine ni tenían una formación específica. Esto hacía
que los cineastas singularmente hábiles (y en aquellos años teníamos a
algunos como Edgar Neville o Nieves Conde y, más tarde, Berlanga y
Fernán Gómez), pudiesen colarles recursos y discursos que, en ocasiones,
eran claramente disidentes.
–Cómo era el papel de las mujeres en ese cine?
–Eso
es algo llamativo. Por un lado, el cine de Historia asumía el rol
subsidiario que el régimen atribuía a las mujeres, pero por otro les
otorga un gran protagonismo, hasta tal punto que en muchas producciones
son ellas las auténticas protagonistas. Esto se explica por la fértil
mixtura entre el cine histórico y el melodrama, y también tiene que ver
con la emergencia de un “Star System” al que le viene muy bien este tipo
de filmes. El caso paradigmático es Aurora Bautista, que formando
tándem con Juan de Orduña realizará varias de las películas de más éxito
del periodo. En todo caso, las mujeres protagonistas de estos filmes se
atendrán a dos tipologías muy definidas: por un lado, la esposa fiel y
piadosa que soportará las infidelidades de su marido de forma abnegada,
una tipología que se percibe en una serie de películas centradas en las
esposas españolas de mandatarios extranjeros, caso de Santa Isabel de
Portugal o Catalina de Inglaterra; por otro, la mujer heroica, que
tomará el gobierno o incluso las armas para defender la patria cuando
los hombres mueran o claudiquen, caso de la viuda de Pacheco o Agustina
de Aragón. Juana de Castilla, en “Locura de amor”, es un caso diferente
porque responde a las dos tipologías, una tensión que acaba por volverla
loca.
–¿Nos quedamos sin muchas posibles grandes películas por culpa de los censores?
–No
tantas. La censura fue muy activa en lo referente a cortes y
prohibiciones en los primeros años, pero rápidamente encuentran un
mecanismo más adecuado para orientar la línea de las películas y orillar
a las problemáticas, ya que también podían determinar, mediante una
clasificación, el éxito económico de las películas y el circuito al que
se dirigían. El drama es aquellas otras películas que se han perdido
porque el soporte, la película de celuloide, es perecedero. Pero esa
realidad choca con la actitud de algunas administraciones, caso del
Principado de Asturias, que nunca mostró gran interés por este
patrimonio. Solo hay que ver cómo liquidaron la Filmoteca hace cuatro
años: es cierto que ese organismo precisaba de una revisión, pero al
cerrarlo no tenemos ninguna entidad que lidere la recuperación del
patrimonio cinematográfico, incluyendo al cine familiar. Y no parece que
haya interés en recuperarlo.
–El
cine franquista tenía como estrellas a actores de izquierdas como
Fernán Gómez o Paco Rabal, ¿el régimen miraba hacia otro lado?
–Cuando
se produjo el golpe de Estado del 36, Fernán Gómez era un chaval, aún
no había cumplido los 15 años, y Paco Rabal tenía 10. ¿Qué carajo iban a
hacer en la guerra? Desarrollaron un ideario de izquierdas, sí, pero
también fueron lo suficientemente listos como para meterse en política
lo justito antes de que se fueran dando las condiciones adecuadas para
poder ir marcando posición. Es como el caso de Orduña, que según
diversos testimonios era homosexual, y con eso y con todo fue uno de los
directores estrella del régimen. No podemos pensar que todos los que no
pasaron por la cárcel o los se quedaron en España tras la guerra y no
se fueron al exilio eran franquistas o colaboracionistas. Había mucha
gente que no pudo salir al exilio, o que simplemente quería vivir en su
país, con su familia, y se tuvo que adaptar a las consecuencias. Y eso
no les hace peores ni menos dignos que los que tomaron un barco y se
fueron a América.
–¿Los prejuicios ideológicos han marcado los estudios sobre el cine español?
–Hasta
fechas muy recientes, sí. Pero desde hace ya un cuarto de siglo, o algo
más, se ha vencido buena parte de esos prejuicios. Hay que decir, en
todo caso, que en la Universidad de Oviedo fuimos pioneros a la hora de
abordar el estudio del cine de una forma más ecuánime y libre de
prejuicios, y fue gracias a la determinación de Germán Ramallo Asensio.
Él fue el auténtico introductor de los estudios de cine en la
Universidad de Oviedo, aunque ahora desde algunos despachos se trate de
ocultar ese legado: impulsó estos estudios en 1977, y él mismo dirigió
la primera tesis sobre cine que se leyó en Oviedo, que fue la de Juan
Carlos De la Madrid, en 1995. Y con la creación del Departamento de
Historia del Arte y Musicología, los estudios de cine pasaron a ser una
asignatura troncal, impartida por Vidal de la Madrid, otro discípulo de
Ramallo, que ha mantenido viva esa llama hasta hoy. Esa es la escuela a
la que yo pertenezco.
–¿Durante el franquismo existía una industria del cine real, con grandes productoras e incluso cierto "star system" nacional?
–No.
Al supeditar la importación y distribución de películas a la
producción, lo que tenemos en los años cuarenta es una pseudo industria
muy atomizada: en esa década se producen unas 420 películas, y están
operando en el país 155 productoras. En su mayor parte, eran empresas
efímeras, financiadas por empresarios o arribistas que buscan hacer
dinero fácil al calor del sistema de los permisos de importación. Hay un
par de casos especiales como son el de CIFESA, la mayor productora del
momento, y la emergente Suevia Films de Cesáreo González, que sí arman
una estructura de producción de corte empresarial. En las décadas
siguientes, la cosa no mejorará mucho, porque el Estado cometerá
sucesivos errores a la hora de legislar que frenarán una y otra vez la
posibilidad de desarrollar una industria real. Pero esto no es exclusivo
del franquismo: en los ochenta, la Ley Miró machacó al sector, perdimos
la mitad de la producción y la cuota de pantalla se desplomó, de rozar
el 30% a quedar por debajo del 10% en pocos años. Querían dar una pátina
de calidad al cine español, pero no entendieron que erradicar el cine
“barato” y “popular”, un cine que además obtenía buenos resultados en
taquilla, desterraba la posibilidad de configura una industria. Porque
en una industria tiene que caber todo: el cine de calidad e
independiente, pero también el cine popular, cine de género, cine
abiertamente comercial. Eso es algo que nunca han entendido ni los
legisladores ni los responsables de la política cinematográfica del
país.
–¿Se puede ser progresista y admirar “Locura de amor”?
–Por
supuesto, de la misma manera que se puede ser conservador y celebrar
“El acorazado Potemkin”. O ser ateo y maravillarse ante el paso del
Descendimiento de Gregorio Fernández. O ser republicano y admirar los
retratos de los reyes que hacía Tiziano. No podemos analizar una obra
artística, y el cine entra dentro de esa categoría, únicamente desde
presupuestos ideológicos. Tenemos el claro ejemplo de “El nacimiento de
una nación”: es una obra abiertamente racista, con un discurso que ya
cuando se estrenó, en 1915, era reprobable, pero también es la película
más importante de la historia, la que inaugura una forma de contar
historias con las imágenes en movimiento que, evolucionada, es la
dominante aún hoy. Pero en el caso de “Locura de amor”, es cierto que es
una película que comulga con el ideario del régimen y que en algunos
pasajes incluso justifica el golpe de Estado del 18 de julio, pero
también es un melodrama muy potente, de gran fuerza, y con una actriz
superdotada como era Aurora Bautista dando una auténtica lección de cómo
conmover al espectador desde el arrebato.
–¿La revisión oportunista del pasado histórico empezó con Franco o hubo precedentes?
–Hubo
precedentes incluso en España. Todo régimen político busca legitimarse
en relación al pasado del país, bien mediante la ruptura de lo
inmediatamente anterior, bien mediante la continuidad, o bien mediante
la recuperación de un pasado lejano. El régimen de Franco reivindica
tanto la ruptura con la República como la recuperación de un pasado
glorioso, identificado con los reinados de los Reyes Católicos y los
Austrias mayores. La diferencia del franquismo es la intensidad con la
que aplican su programa nacionalista: fue tan fuerte que ha provocado
que, aún hoy, las sensibilidades progresistas se borren del debate en
torno a la idea de España. Y eso es un error que pagamos como país,
porque deja el camino franco para que la derecha reaccionaria y los
nacionalismos periféricos se apropien de ese debate e impongan sus
tesis. Además, es una traición al espíritu de la Segunda República,
porque ese régimen sí que tenía una idea diferente de España,
integradora y progresista, y de lo que supone la ciudadanía. En todo
caso, estas prácticas no se iniciaron con el franquismo, pero tampoco
terminaron con el régimen.
–¿Cómo inspiró la pintura muchas de aquellas películas?
–La
pintura de historia del XIX será la principal fuente de inspiración de
estos filmes. De hecho, en muchas de estas películas se representarán en
pantalla cuadros de historia famosos y representativos de los mismos
hechos históricos que se recrean. Era una manera de “demostrar” al
espectador la veracidad del relato, ya que la pintura de historia del
XIX no era desconocida por los espectadores, pues se reproduce de manera
sistemática en todo tipo de soportes durante la posguerra: libros de
texto, claro, pero también billetes de banco, almanaques, cómics,
sellos… y los propios programas de mano de las películas. Eran puntos de
anclaje con el relato histórico. Pero la relación va incluso más allá,
porque el cine de Historia ejerce, en la posguerra, el mismo papel que
tenía la pintura de historia en el siglo XIX: era el transmisor esencial
de un relato histórico en clave nacionalista.
–¿El fracaso de "La Leona de Castilla" cortó las garras al cine de Historia?
–Podría
decirse que fue el principio del fin. La película que cierra
definitivamente el subgénero es “Alba de América”, pero es que CIFESA,
la gran productora española y la responsable de varios de los títulos
señeros del subgénero, entró en barrena entre 1950 y 1951, cuando
encadenó varios fracasos consecutivos. Entre “La leona de Castilla” y
“Alba de América” perdió cerca de seis millones de pesetas de la época,
una verdadera fortuna. Tras “Alba de América”, los propietarios de
CIFESA, la familia Casanova, dejó de producir películas.
–¿Qué aportó "Inés de Castro" como novedad?
–A
nivel industrial, era algo novedoso porque se trataba de una
coproducción internacional, en este caso con un régimen amigo como era
el portugués, en un momento en el que este tipo de prácticas habían
caído en desuso, ya que los aliados primeros del franquismo, el nazismo
alemán y el fascismo italiano, habían desaparecido del mapa. Esa
naturaleza hispano-lusa de “Inés de Castro” también la blindó, en cierta
manera, cara a los organismos censores, lo que le permitió poner en
pantalla algo tan inusual en el cine de la época como era una relación
adúltera, y menos aún con connotaciones positivas. La justificación del
adulterio con un argumento pronatalista, como se hace en la película, es
un requiebro inédito en la época. Y a nivel formal, su director, Leitão
de Barros, introduce la herencia de la vanguardia soviética y del
expresionismo alemán con gran maestría. “Inés de Castro” es la película
que servirá de modelo para el resto del subgénero, y especialmente para
el “ciclo histórico” de CIFESA, sobre todo para las películas firmadas
por Juan de Orduña: “Locura de amor”, “Agustina de Aragón”, “La leona de
Castilla” y “Alba de América”. Para mí, “Inés de Castro” es una obra
sensacional, una película clave del período, y tiene una fuerza que
mantiene aún en la actualidad.
–¿Cómo puede ser que "Alba de América", encargo del régimen, tuviera tantos problemas con la censura?
–Con
“Alba de América”, pasaba que el guion era impracticable desde el punto
de vista cinematográfico. Se dice que Carrero Blanco era el promotor
del proyecto y que metió mano en el guion. Sea como fuere, no había por
donde cogerlo: eran una concatenación de momentos y anécdotas históricas
sin ritmo ni nervio narrativo. Así que Orduña está atrapado en ese
guion, y optar por llevar al extremo su visión del cine histórico, de
tal manera que la película es una sucesión de piezas autónomas que, en
muchos casos, están encaminadas a reproducir el cuadro de historia
relacionado con esos momentos determinados. El resultado es una película
fuera de su tiempo, es en esencia cine primitivo con sonido sincrónico.
Y cuando llega a los organismos censores, es una auténtica patata
caliente. Pasó que en ese momento estaba al frente de la Dirección
General de Cinematografía José María García Escudero, que tenía unas
ideas muy claras sobre cuál debía ser el camino del cine español. García
Escudero presionó para negarle la declaración de “Interés Nacional” a
“Alba de América” y en cambio promovió a esa misma categoría a “Surcos”,
de José Antonio Nieves Conde, una película muy renovadora que abría la
puerta a un neorrealismo en clave española. Vicente Casanova, el hombre
fuerte de CIFESA, presionó y logró que García Escudero fuese apeado del
cargo y que se rectificase la categoría de “Alba de América”, pero ni
así logró salvar la nave.
–¿“Los últimos de Filipinas” es la obra cumbre del cine de asedio?
–Sin
duda. Y es una de las películas clave de todo el período, además de uno
de los grandes éxitos del cine español de siempre. Y es además una
estupenda película que combina las claves del cine de Historia con
elementos del cine bélico de ambientación colonial, emparentada además
con una joya de la filmografía de John Ford, como es “La patrulla
perdida”. Vista hoy, “Los últimos de Filipinas” se sostiene sola, sigue
siendo una película estupenda. Y por supuesto, muy superior al remake
que hicieron hace cinco años.
–¿El falangismo era ideología non grata para el cine de Historia?
–El
franquismo ejecutó un vaciado ideológico sistemático y premeditado de
Falange Española. La maniobra empieza ya con el Decreto de Unificación
de partidos, en abril del 37, y se acelera tras el atentado de Begoña,
en agosto del 42. Para ese momento, los aliados del régimen ya estaban
perdiendo la Segunda Guerra Mundial, y el franquismo vira de manera
decidida sus posiciones para presentarse principalmente como un régimen
católico y anticomunista, aparcando definitivamente la vía fascista. De
Falange quedará la carcasa: la liturgia, las proclamas, el culto al
líder y la devoción por el “ausente”, por José Antonio. Pero el
falangismo se nutría de muchos intelectuales, y varios de ellos se
dedicarán posteriormente al cine e introducirán mensajes más o menos
evidentes. Carlos Arévalo realiza con “Rojo y negro”, una película muy
vanguardista, la representación fílmica de lo que sería la visión
falangista del golpe de Estado y la Guerra Civil; José Antonio Nieves
Conde también introduce tesis falangistas en varias de sus películas,
como “Surcos” o “Todos somos necesarios”; Otro “camisa vieja” como
Vicente Escrivá se convierte en un guionista de éxito… hay varios casos
notables.
–¿Cómo habría cambiado el cine español si Franco hubiera perdido la guerra?
–En
época republicana, el cine español vivió probablemente su momento de
mayor esplendor y de mayor comunión con el público. La llegada del
sonoro le sentó muy bien, y el espectador conectaba con las películas
folclóricas y musicales que se producían. Probablemente, si Franco
hubiera perdido la guerra y la República se hubiera mantenido como tal,
este cine folclórico hubiera vuelto, aunque el tejido industrial tendría
una debilidad extrema. Si se hubiesen tomado las decisiones adecuadas
desde la administración, este cine popular podría haber sido la base
para crear una industria fuerte, como de hecho se logró en otros países
de nuestro entorno. Pero no deja de ser una mera especulación: la
historia es la que es.