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27.3.20

RESEÑA DEL LIBRO "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FIMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2020




Reseña del libro Formas en Transición.
Algunos filmes españoles del periodo 1973-1986,
José Luis Castro de Paz, Shangrila 2020,
en el último número de Caimán. Cuadernos de cine.

Por Carlos Losilla

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3.12.19

IV: INTRODUCCIÓN (y iii) A "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019



INTRODUCCIÓN (y iii)

Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)






2. Un cine político de ficción: del reino de la metáfora al cine de género

Pese a que –como podemos comprobar– en los años de la Transición las transformaciones sociales y políticas impregnan de una forma u otra todas las películas, cabría hablar de un cine específicamente político para el cual el franquismo y la actualidad política constituyen su verdadera razón de ser.

Incluso considerado como género o subgénero autónomo se podría hablar de una evolución que sigue en paralelo el desarrollo de los acontecimientos políticos del momento y del resto de tendencias del cine español de la época, evolución presidida por una ampliación de lo decible que lleva a que entre 1973 y 1976 el tratamiento de los distintos temas solo sea posible a través de estrategias metafóricas, que empero dejan entonces de tener sentido y son sustituidas por aproximaciones más directas, en ocasiones dentro de los cánones de géneros como, por ejemplo, el policial. Al mismo tiempo, la visión crítica del franquismo será reemplazada por un seguimiento de la actualidad que, por la vía de la inmediatez, buscará influir en el presente político. Por supuesto, la desaparición de la censura previa de guiones en febrero de 1976 y la abolición definitiva de la censura en noviembre de 1977 jugará un papel determinante en esta inflexión del discurso cinematográfico, por mucho que en el marco de otras tendencias o géneros solo vaya a tener un reflejo acusado en la proliferación de desnudos femeninos.

El representante más notorio del cine metafórico en estos años es (o, mejor, seguía siendo) Carlos Saura, que –como analizaremos– había realizado en 1965 La caza, la película que iniciaba esta corriente –y cerraba a su vez una por desgracia fugaz tendencia sauriana hacia un naturalismo hipertrófico y salvaje–. Tras un período de aparente agotamiento de su discurso, Saura filma ahora algunos de los títulos más extraordinarios de su destacadísima filmografía, entre ellos La prima Angélica (1973), un monumental encontronazo con la censura que le dio a conocer ante un público infinitamente más numeroso que el que hasta aquel entonces se había acercado a su cine. Muy influido por el cineasta sueco Ingmar Bergman, probablemente también por la “exiliada”, esencial y poco conocida En el balcón vacío (México, Jomí García Ascot, 1962), Saura hace interpretar a su actor protagonista, José Luis López Vázquez, un doble papel, el de un niño en 1936 y el de un adulto en 1973 que es incapaz de olvidar el pasado represivo de un franquismo que, cual fantasma, interfiere en su presente. Filme sobre la recurrencia de la memoria y las peores pesadillas personales, esta película es también la última y más lograda colaboración de Carlos Saura con el guionista Rafael Azcona.

La muerte de Franco había coincidido en 1975 con el estreno del filme más famoso internacionalmente del cineasta aragonés, Cría cuervos. Una película construida en torno a la mirada de Ana Torrent, la niña que había protagonizado El espíritu de la colmena dos años atrás, en la que Saura abandona en cierto modo la metáfora en beneficio de la elipsis. La influencia del cine de Erice será todavía mayor, como ya se ha dicho, en su siguiente título, Elisa, vida mía (1977), posiblemente su filme más complejo y ambicioso. En él contará por primera vez con el coruñés Fernando Rey, el actor español que más se ha identificado con el cine de Luis Buñuel, un director al que Saura siempre ha admirado, aún a pesar que el referencialismo metafórico de este poco tiene que ver con el surrealismo.

Luego de algunas dudas, el cine de Carlos Saura parecerá sufrir una tremenda crisis de identidad, en parte motivada por el fracaso de los filmes que se querían continuadores de los realizados durante el franquismo, lo que le lleva a retomar con Deprisa, deprisa (1979) los ambientes de la delincuencia juvenil que habían centrado el interés de su ópera prima, Los golfos (1959). Deprisa, deprisa forma parte protagónica del llamado “cine quinqui” (Libertad provisional, Roberto Bodegas, 1976; Perros callejeros, J. A. de la Loma, 1977; Navajeros, Eloy de la Iglesia, 1980), subgénero crítico y populista –que habrá de convertirse con los años en uno de los iconos más potentes de la memoria de la Transición (Exposición CCCB 2009)– y que incide sin ambages en las contradicciones del desarrollismo iniciado en los años 60 (chabolismo, marginación, paro, delincuencia como vía de escape para una juventud desclasada y abandonada a su suerte…). Como señala con sintético acierto Juan Carlos Ibáñez, este tipo de películas –interpretadas por auténticos delincuentes juveniles reclutados en barrios marginales (El Torete, El Mini, Valdelomar, Manzano, Pirri)– nacen “con la intención de convertirse en un cine que combina denuncia y entretenimiento para un público joven y popular, dispuesto a conectar con el estilo de vida rebelde y con la épica hedonista y libertaria de sus héroes, o con la estética hiperrealista y desaliñada en la que casi siempre descansa la puesta en escena de sus hazañas-fechorías, adornadas con canciones que se convierten en auténticos himnos de la lírica y la cultura existencial quinqui”. (10)

10. IBAÑEZ, Juan Carlos., op. cit., pp.72-73.

Con Bodas de sangre (1980) iniciará Saura su trilogía sobre el flamenco y una sucesión de títulos centrado en la música y el baile, títulos que irán abandonando poco a poco el argumento para centrarse en una elaborada reconstrucción –en cierto modo próxima al “documental”– de números musicales.

También serían encuadrables dentro de la tendencia metafórica títulos como Los restos del naufragio (1978), dirigida por un Ricardo Franco que había alcanzado resonancia internacional con su Pascual Duarte (1975, adaptación destacada y marcadamente política de la novela de Cela, sobre la que volveremos) o las primeras películas de Manuel Gutiérrez Aragón. En realidad toda su filmografía de esta época se inscribe de una u otra manera dentro del cine metafórico, desde Habla, mudita (1973), una producción Querejeta que, como El espíritu de la colmena o Los viajes escolares, de Jaime Chávarri, todas ellas producciones del mismo año, sitúan en la infancia el origen de todos los traumas originados por el franquismo. Luego de Camada negra (1976), en torno a los jóvenes cachorros del fascismo, el cine metafórico de Gutiérrez Aragón alcanzará su cenit con Sonámbulos (1978) y El corazón del bosque (1978), filmes de gran hermetismo que, bajo una estructura directamente inspirada en el cuento de hadas, la fábula o el relato infantil, abordan los últimos estertores del franquismo y la lucha de los maquis, respectivamente. Con Maravillas (1979) reorientará su cine hacía una mayor narratividad, conjuntando elementos costumbristas y mecanismos propios del thriller. Finalmente, Demonios en el jardín (1982) representará una apuesta más nítida por el relato clásico y por el gran público, al tiempo que su revisión del franquismo, como veremos, definirá una de las corrientes capitales del cine español de los años ochenta y cuyo verdadero origen habría que rastrear igualmente en otros títulos de este período: Pim, pam, pum... ¡fuego! (Pedro Olea, 1975), retrato de la posguerra en la que vencedores y vencidos constituyen los nuevos estratos sociales, Los días del pasado (Mario Camus, 1977), una reivindicación de la lucha sorda de los maquis a lo largo de tantos años, Las largas vacaciones del 36 (Jaime Camino, 1976), etc. 

La política de la Transición aflora de modo explícito en una serie de filmes que abordan los sucesos o los cambios sociales más significados del momento. Esta tendencia de un cine que podríamos calificar sin ambages como político presenta una vertiente genérica en los thrillers que siguen el modelo del cine político italiano (7 días de enero, Juan Antonio Bardem, 1978; La verdad sobre el caso Savolta, Antonio Drove, 1978; Operación Ogro, Gillo Pontecorvo, 1979). El análisis del fascinante filme de Drove, ambientado en la Barcelona de 1917, nos permitirá adentrarnos en uno de los más radicales discursos realizados desde la ficción sobre lo que supuso nuestra Transición democrática, sobre los múltiples intereses y mecanismos en juego ocultos por detrás de bien conocidas apariencias. 

Por su parte, los virulentos, contundentes y eficaces melodramas-“panfleto” de Eloy de la Iglesia consolidan el proyecto de intervención social del cineasta, ya iniciado en el tardofranquismo, a través de un cine popular que opone la lógica de la igualdad a la del consenso. Sus películas transicionales se centran en desvelar ciertos comportamientos sexuales (La criatura, 1977; El sacerdote, 1978; La mujer del ministro, 1981) o en analizar los temas más espinosos de la actualidad política (El diputado, 1978; Miedo a salir de noche, 1979; El pico, 1983), incidiendo en la tensión existente entre los cambios democráticos y las pervivencias del anterior régimen. (11) Inequívocamente inconformistas, los filmes del realizador donostiarra plantean asuntos tan escabrosos como reivindicativos, resueltos con pasmosa nitidez y contundencia pese a su tosquedad, conformando una filmografía de un radicalismo y audacia inaudita en el panorama cinematográfico de la época. 

11. GÓMEZ MÉNDEZ, Carlos, Eloy de la Iglesia: cine y cambio político, Universidad Carlos III de Madrid, Tesis Doctoral Inédita.

La extraordinaria diversidad del cine de esta época queda también de manifiesto si recordamos que en estos años se abordan temas que hasta ese momento podrían considerarse como inéditos nuestra cinematográfica, al menos desde una perspectiva abierta y no constreñida por la censura, desde el ya citado surgimiento de un cine autonómico de reivindicación nacional con títulos como La ciutat cremada (Antoni Ribas, 1976) a las innumerables películas que fijan su atención en aspectos o conflictos sexuales desde una perspectiva autoral: A un Dios desconocido (Jaime Chávarri, 1977), Cambio de sexo (Vicente Aranda, 1977), Bilbao (Bigas Luna, 1978), L’orgia (Francesc Bellmunt, 1978), Un hombre llamado Flor de Otoño (Pedro Olea, 1978), etc.


3. Cine independiente y documental

Dentro del cine documental de clara vocación política habría que destacar en primer lugar los trabajos de Basilio Martín Patino realizados en la primera mitad de la década pero prohibidos en su momento por la censura y no estrenados hasta después de 1975 (Canciones para después de una guerra, 1971, Queridísimos verdugos, 1973, Caudillo, 1975). Nosotros dedicaremos un capítulo a Queridísimos verdugos, filme extraordinario que podría de hecho ser muy justamente considerado como un documental esperpéntico no debido a la realidad miserable y tremenda a la que se enfrenta, sino por el uso de ciertas estrategias discursivas por medio de las cuales Patino convierte a los ejecutores en inconscientes títeres que se confiesan a un “narrador” que conoce y se distancia de sus criaturas, reencontrando uno de los filones más fructíferos de la tradición cultural española, aquella que dibuja lo que Amado Alonso denominó “modelos de indignidad plástica”. (12)

12. ZUNZUNEGUI, Santos, “Queridísimos verdugos. Memoria de tanto dolor”, Nosferatu nº 32 (enero, 2000), pp.80-83. 

Deben citarse también documentales tan relevantes como La vieja memoria (Jaime Camino, 1977), sobre la República y la Guerra Civil, tal y como fue vivida desde el bando republicano; Después de… (Cecilia y José J. Bartolomé, 1981), en torno a la Transición a la democracia; El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979), centrado en el célebre proceso contra integrantes de ETA; o la ejemplar El desencanto (Jaime Chávarri, 1976, producción de Elías Querejeta), en el que –como veremos– se nos propone una visión documental de una a la postre sórdida y deprimente familia franquista real –la del poeta Panero–, tema que había centrado buena parte del cine metafórico. En efecto, como si cargase a cuestas con un pasado sin cicatrizar, en el filme la ausencia paterna se convierte en una opacidad de gran elocuencia y alude a otra todavía mayor: la del dictador, el padre putativo de todos los Panero y, por desgracia, de tantos otros españoles que debieron aclimatarse a la opaca noche del terror franquista. (13)

13. La metáfora paterna está obsesivamente presente en muchas obras del periodo. Citemos, por ejemplo, a Juan Goytisolo, que en “Libertad, libertad, libertad” (1977) incluye el texto “In memoriam F.F.B”. Un fragmento dice así: “Su presencia omnímoda, ubicua, pesaba sobre nosotros como la de un padre castrador y arbitrario que gobernara nuestros destinos por decreto”.

En la segunda mitad de los años setenta se irá generalizando el salto al cine industrial de muchos de los nombres más destacados del Cine Independiente. Superados los formatos no profesionales, estos cineastas compondrán, a partir de la evolución desde el underground, la experimentación o la vanguardia, una suerte de cine radical insólito en el panorama cinematográfico español que no tendrá continuidad. Y eso a pesar de que dos directores que habían surgido al amparo de la Escuela de Barcelona, Pere Portabella o Joaquín Jordá, realizaron en este periodo documentales como, respectivamente, Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), una militante indagación en la política de una Transición todavía en ciernes, o Numax presenta… (1980), el epitafio al último intento por parte de unos trabajadores de mantener en pie como cooperativa una fábrica al borde del cierre. Pese a situarse, sobre todo en el caso de Portabella, entre los productos más “convencionales” de sus carreras, ninguna de estas dos películas alcanzó un estreno normalizado.

Igual suerte corrieron otros dos documentales a los que también prestaremos atención, casi nula repercusión acaso más comprensible dado lo desasosegante de las foucaultianas miradas que Manuel Coronado y Carlos Rodríguez (Animación en la sala de espera, 1980) y Ángel García del Val (Cada ver es…, 1981) trazaron respectivamente sobre un psiquiátrico y un depósito de cadáveres, y ejemplos ambos de la candente preocupación social –y por tanto también del nuevo cine en libertad– por las razones y los límites de la locura, la situación de los “manicomios” y “el uso y abuso de estrategias clínicas y psiquiátricas para esconder o reprimir problemas relacionados con la miseria, la falta de educación o la exclusión”. (14) Ambientadas en el límite de lo socialmente visible, la locura en el caso de Animación en la sala de espera y la muerte –pero también la locura en su primer segmento– en Cada ver es…, ambos filmes, radicales en extremo, lejos de ocultar su condición de tales, hacen gala de las formas materiales que los construyen.

14. BÁÑEZ, Juan Carlos, op. cit., p.77.

Todos estos documentales se vieron acompañados de los debuts dentro del largometraje industrial de algunos de los más renombrados directores independientes, caso de Antonio Artero (Yo creo que..., 1974), Paulino Viota (Con uñas y dientes, 1977), Gerardo García (Con mucho cariño, 1977) o Álvaro del Amo (Dos, 1979). Antoni Padrós realizará todavía dentro del underground una película de imposible comercialización como Shirley Temple Story (1976), anticipando en cierto modo el gusto por el pastiche y la vocación transgresora del primer Almodóvar. 

De todos ellos, el único que logró una distribución más o menos normalizada hasta el punto de convertir a su película en una obra de culto fue Ivan Zulueta y su Arrebato (1979). En su caso la experimentación, como veremos, se integró con aparente normalidad en un universo genérico –el del cine fantástico y más concretamente el del vampirismo, de mayor calado popular– para elaborar desde allí un discurso sobre el cine que se emparentaba directamente con la fascinante obra maestra del cine español Vida en sombras (Lorenç Llobet-Gràcia, 1948). Películas sobre el cine y a la vez escrituras negras de la modernidad, elaboradas a base de parches y retazos, la extraña monstruosidad, el dolor y la culpa embargan y arrastran no solo a los cineastas protagonistas, sino también a los que las dirigen, enfermos todos de una cinefilia de la cual, si surgía como defensivo cobijo ante la cruda y mezquina realidad que les tocaba vivir, históricamente fechada, intuían inconscientemente sus demoledoras consecuencias psíquicas. 


4. Un nuevo modelo cinematográfico

Con la victoria del PSOE Pilar Miró accede al puesto de Directora General de Cinematografía, cargo desde el que llevará a cabo una política cinematográfica con una impronta que no se recordaba desde los tiempos de García Escudero. Sus resultados serán igualmente contradictorios. Mediante el Decreto Ley publicado en 1984, conocido como “Ley (sic) Miró”, se promoverá un cine de calidad a partir de un nuevo sistema de ayudas inspirado en el modelo francés de las subvenciones anticipadas sobre proyecto que convierte al director en la pieza clave de las producciones. Este cine de calidad será un cine también de mejor acabado industrial, más “europeo”, más caro, por lo tanto; un cine edificado en torno a las adaptaciones literarias de prestigio y la participación de reputados actores. Una especie de centro cinematográfico que representará el fin de toda la vasta producción de porno blando que se resguardaba bajo el anagrama “S”, de las comedias a lo Ozores protagonizadas por cómicos tan populares como Fernando Esteso o Andrés Pajares, del barato cine de género que se había desarrollado a partir de las coproducciones mediterráneas de los sesenta… pero también de las prácticas más experimentales e independientes. Suele ejemplificarse el nuevo cine español surgido del decreto Miró en la adaptación que en 1984 Mario Camus realiza de la obra homónima de Miguel Delibes, Los santos inocentes, protagonizada por Paco Rabal y un reconvertido Alfredo Landa, actores que se alzarán con el premio de interpretación en el Festival de Cannes de ese año. En realidad, la tendencia se había iniciado antes y lo que hace el decreto Miró es reforzarla y auspiciarla desde la praxis legislativa. Arrancaría en 1981 con el conocido como “decreto de los 1.300 millones” que promovía las relaciones cine-televisión con la producción de productos híbridos para uno y otro medio basados en clásicos de la literatura española, el más exitoso de los cuales había sido precisamente otra obra de Camus, La colmena (1982), a partir de la extraordinaria novela de Camilo José Cela y sobre la que volveremos. 

Pese a que existen notables excepciones –como la sensible y sutilísima La plaça del Diamant/La plaza del Diamante (Francesc Betriu, 1982) a partir de la novela de Mercé Rodoreda–, nace así una qualité a la española sustentada, desde un punto de vista narrativo y de puesta en escena, en una estética que se aproxima a lo televisivo y cuya característica más distinguible en su conservadurismo: la televisión exige un producto que alcance a un público mayoritario; el productor busca rentabilizar al máximo su inversión y fomenta un tipo de cine sin aristas, que pueda vender con facilidad. Es así como en el plazo aproximado de un lustro proliferan todo tipo de adaptaciones: se adapta a Sénder, Jesús Fernández Santos, Lorca, Marsé, Delibes, incluso a ciertos escritores considerados como inadaptables: Valle-Inclán, Benet, Martín Santos. Hasta que, por fin, la fórmula se agota tras varios fracasos comerciales y la literatura acaba por refugiarse en la televisión. Como ya había ocurrido con el Nuevo Cine Español, un modelo cinematográfico impuesto voluntariosamente desde la administración se da de bruces con la indiferencia del público y las reclamaciones de sectores de la industria que denuncian cómo, en muchas ocasiones, los adelantos a fondo perdido de las subvenciones superan las propias recaudaciones brutas de las películas. 






   



2.12.19

III: INTRODUCCIÓN (ii) A "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019



INTRODUCCIÓN (ii)

Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)






1. Comedia

La Transición política resuena de inmediato en el más popular de los géneros del cine español: la comedia. En ella se dan cita todas las tendencias políticas del momento, al tiempo que se observa una evolución desde los modelos más enraizados en el franquismo hacia aquellos que habrán de constituirse en representantes de la futura democracia. Y todo ello a partir de una sucesión de tipologías de personajes que, interpretados por actores muy conocidos, singularmente populares, encarnarán al español medio que, en el curso de unos pocos años, pasará de sufrir los horrores de la dictadura a gozar de los placeres de una libertad a la que en un primer momento le resulta difícil amoldarse. Evolución apresurada que, partiendo del personaje interpretado por Alfredo Landa, se irá transformando, primero, en José Sacristán y, más tarde, en Antonio Resines.

La entonces llamada “comedia sexy”, de estética grosera y planteamientos ideológicos marcadamente reaccionarios, domina ad nauseam el panorama rutinario del género. Aunque su correspondencia no es exacta, el término landismo es casi otra forma de denominarla, dada por el personaje que interpreta en numerosas películas Alfredo Landa, sobre todo a partir de ¿Por qué te engaña tu marido? (Manuel Summers, 1969, a partir de la novela de Wenceslao Fernández Flórez) y de la popular No desearás al vecino del quinto (Ramón Fernández, 1970). Esto es, una suerte de españolito de a pie que acumula todas las represiones posibles: políticas, culturales y, obvio es, sexuales. Se trata de filmes cuyo paradójico esquema moral suele consistir en exhibir y divulgar costumbres –y los títulos Cuando el cuerno suena (Luis María Delgado, 1974), Dormir y ligar todo es empezar y Fin de semana al desnudo (ambas de Mariano Ozores, 1974), Los pecados de una chica casi decente (Mariano Ozores, 1975), Esclava te doy (Eugenio Martín, 1976) son suficientemente elocuentes– que, a la vez, se denuncian como corruptoras o disolventes de la (supuesta) Arcadia franquista. Dentro de esta corriente podemos encontrar películas como Lo verde empieza en los Pirineos (Vicente Escrivá, 1973), en la que se tematiza la represión imperante a partir del itinerario que siguen los personajes que incorporan José Luis López Vázquez y José Sacristán y que cruzan a Francia en busca de sexo fácil, aunque, como casi siempre ha de ocurrir en estos casos, su aventura se habrá de saldar con una conservadora reconsideración y sanción de sus actos. Pero no olvidemos que, en buena medida, este melancólico y conservador (e hipócrita, al mostrar para disfrute escópico del espectador aquello que critica) “cualquier tiempo pasado fue mejor” es compartido por sectores de “las clases populares, en su mayoría emigrantes de aluvión sin demasiada fortuna, que han de soportar el desarraigo y las enormes tensiones provocadas por la crisis social y económica que llega a España en los años setenta del siglo XX”. (4) 

4. IBAÑEZ FERNÁNDEZ, Juan Carlos, Cine, televisión y cambio social en España, Madrid: Síntesis, 2016, pp.70-71.

Muy populares actores y actrices, además de Landa, poblaran este celuloide en general tan aparentemente elemental como en verdad complejo desde el punto de vista antropológico (Lina Morgan, José Sacristán, José Luis López Vázquez, Rafaela Aparicio, Juanito Navarro, Florinda Chico, Gracita Morales, Andrés Pajares y Fernando Esteso o Laly Soldevilla), aunque quizás –y junto a Landa– haya que destacar, en su peculiar star system, la icónica figura de Paco Martínez Soria –El abuelo tiene un plan (1973), El calzonazos (1974), El alegre divorciado (1975), Estoy hecho un chaval (1975), Vaya par de gemelos (1977), etc.– “abuelo cabal” cuyo sentido común (que proviene en línea directa de la moral del patriarcado rural) se presenta, a la postre, como el mejor remedio contra los peligros de la modernidad. Más allá de la descalificación unilateral o de la deliberada indiferencia con la que en su día fueron recibidas estas comedias desde la historiografía “progresista”, se impondrán con los años aproximaciones rigurosas capaces de penetrar sin prejuicios en el análisis de esta fórmula cinematográfica, inspirada en el teatro popular español de fines del XIX y comienzos del XX (sainete, género chico, astracán, etc…) y que alcanzó un incuestionable refrendo en taquilla. (5)


5. PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ, Javier, op. cit.


El trasfondo ideológico (ultraderechista) es perceptible más que en ningún otro caso en películas como Vota a Gundisalvo (Pedro Lazaga, 1977), la serie de Rafael Gil adaptando las novelas de Vizcaíno Casas (…Y al tercer año resucitó, en 1979, Hijos de Papá, en 1980, o Las autonosuyas, que no llega a estrenarse en Cataluña, en 1983 y que “responde” de modo bien poco sutil a las películas que surgen de [y abordan] la nueva situación sociopolítica de las autonomías) (6) o en algunos de los títulos de Mariano Ozores: Alcalde por elección (1976), Todos al suelo (1982) o ¡Que vienen los socialistas! (1982), últimos coletazos de un tipo de cine que encontrará un imposible acomodo en la legislación cinematográfica que impulsará Pilar Miró, pero que también se verá perjudicado por el cierre progresivo de los cines rurales y de barrio, su mercado natural. A partir de la abolición de la censura, algunos de estos cineastas, pero también otros de largo recorrido en la historia del cine español, caso de Ignacio F. Iquino o Jesús Franco, empezarán a incorporar desnudos “por necesidades del guion” en sus películas, para muy pronto dar lugar a un nuevo y prolífico subgénero: el cine “S” o porno blando, ya que el cine X con sus correspondientes salas especiales no se legislará hasta 1984.

6. “Producidas y realizadas en la periferia: el entonces denominado ‘cine de las nacionalidades’, generalmente impulsado y promovido desde los incipientes entes autonómicos. En el caso de Cataluña (Ribas, Forn, Bellmunt, Camino) y el País Vasco (Uribe, Zabala) se sentarán unas bases más o menos sólidas para el futuro y, en otros, se llevarán a cabo pequeñas (por modestas y aisladas) tentativas que fructifican en textos fílmicos de relevancia, como es el caso de Gonzalo García Pelayo en Andalucía, Alejo Lorén y Antonio Artero en Aragón, Vicente Escrivá y Carles Mira en Valencia o Chano Piñeiro en Galicia. Salvo excepciones, estos tanteos autonómicos no perdurarán (al menos en el terreno del largometraje) y prácticamente desaparecerán al comenzar la década de 1980” (PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ, Javier, op. cit., p.186).

En cualquier caso, no debemos olvidar que algunas singularísimas –en verdad excepcionales– operaciones fílmicas de auténtico calado político y cultural habrán de ponerse en pie a partir del detritus que esta burda, rijosa, grosera, vulgar y oportunista tipología de comedia sexy “celtíbera” suponía en el fondo de los mismos materiales populares que nutrieran el más fecundo cine español desde el mudo y la II República y que, Guerra Civil e inmediata posguerra mediante, habían dado lugar a esa moderna crispación ibérica que los grandes títulos de Fernán-Gómez, Marco Ferreri o del propio García Berlanga de la primera mitad de los años sesenta ejemplificaban paradigmáticamente. El propio maestro valenciano había iniciado el proceso con la espesa y abrupta ¡Vivan los novios! (1969), y, en los años que nos ocupan, será continuado en películas tan destacadas y a la vez dispares entre sí como la tan desternillante y absurda como tremendista y desgarrada Duerme, duerme, mi amor (1975), en la que Francisco Regueiro trasladaba a esta en principio tan poco atractiva carcasa su inhóspito y viscoso universo personal, y El puente (1976) de Juan Antonio Bardem, que volvía a partir de las más arraigadas y casposas convenciones del landismo para –invirtiendo su sentido– poner un pie un didáctico discurso político de clara vocación realista, popular y nacional. A ambas películas dedicaremos atención analítica, del mismo modo que nos detendremos en la operación –solo en cierto modo similar, pues su jocoso y con todo eficaz jugueteo reflexivo está muy lejos tanto de la nítida intervención política de Bardem como de la extrema densidad textual de Regueiro– puesta en pie tres años después y con gran éxito popular por Ramón Fernández (y Camilo José Cela): La insólita y gloriosa historia del Cipote de Archidona (Ramón Fernández, 1979).

Fuera de esta tendencia, aunque relacionada por la vía genérica y más enraizada en la tradición de la comedia esperpéntica y grotesca española de raíz sainetesca, podríamos citar las películas de directores como José Luis García Sánchez (El love feroz, de 1973, o Las truchas, de 1977), Francisco Betriu (Furia española, de 1974, y Los fieles sirvientes, de 1980), así como el veterano Luis García Berlanga, con películas como La escopeta nacional (1977) o Patrimonio nacional (1980), feroces parodias de la actualidad política de trazo más grueso, quizás, que sus grandes obras maestras de las dos décadas anteriores, pero con el inequívoco sabor (y estilo) berlanguiano. En Las truchas, por ejemplo, García Sánchez utiliza un gran banquete (acto donde el franquismo más y mejor se ha expresado públicamente) como locus metafórico del ocaso del Régimen. Pese al mantenimiento de un ritual hueco y trasnochado, las truchas podridas del título intoxican a unos comensales que, enfrentados con amplios sectores de su base social que quieren desplazarlos de sus posiciones, solo les resta esperar un final cuya única esperanza parece ser una piadosa momificación. Emparentable a ciertos filmes contemporáneos de Carlos Saura –pues vendría a ser, como a su (peculiar) modo la citada Los fieles sirvientes, una versión castiza y popular del llamado “cine metafórico” del aragonés–, la película de García Sánchez es mucho más divertida y conecta mejor con la imaginería que el pueblo ha forjado del mundo franquista; también complejiza el universo social sobre el que se asienta este mundo: debajo del restaurante están las cocinas y los trabajadores; entre estos y aquellos los camareros; y más allá, el dueño del restaurante, la pequeña empresa, que, de acuerdo con la historia, comienza situado al lado de los comensales, para, al terminar la película, irremediablemente arruinado, encontrarse en las cocinas confraternizando con sus trabajadores. 

Mucho menos conocido es cómo, ya en 1980, un debutante realizador proveniente de la extrema izquierda –había abandonado poco tiempo atrás el revolucionario Movimiento Comunista de España, de tendencia maoísta–, Javier Maqua, va a servirse de dicho modelo para, conjugándolo con los modos y recursos expresivos del Teatro Independiente, ofrecer una lectura airada, furiosa y rupturista de la Transición (Tú estás loco Briones) pese a que –estrenada poco después del golpe de estado de Tejero en 1981– la película fuese durísimamente criticada desde la izquierda y, en especial, puesta políticamente en entredicho por sus propios excompañeros de partido. 

Dentro de la comedia costumbrista cabría encuadrar la conocida como “tercera vía” en principio auspiciada por el productor José Luis Dibildos a partir de películas dirigidas por Roberto Bodegas y Antonio Drove y con guiones de José Luis Garci (e incluso más allá de la comedia, asumida tras la muerte de Franco por muchos otros destacados directores a la búsqueda de un público más amplio que el proclive al cine de autor). Con la aspiración de llegar a un espectador de clase media tan alejado de la comedia de destape como del discurso autoral y realizadas por “profesionales progresistas, algunos de ellos incluso militantes de partidos clandestinos de izquierdas” (7), su origen habría que situarlo en Españolas en París (Roberto Bodegas, 1969), a la que seguirían títulos como Tocata y fuga de Lolita (Antonio Drove, 1974), Los nuevos españoles (Roberto Bodegas, 1974) o Mi mujer es muy decente dentro de lo que cabe (Antonio Drove, 1974), en los que se pretendía dignificar el género por la vía de un tratamiento de temas moderadamente críticos. La tendencia, irónicamente definida en su día por el colectivo crítico Marta Hernández como “cine comercial más cine de autor partido por dos”, tendría una sin duda más sutil continuación en la primera película dirigida por el propio Garci, la emblemática, a la vez cómica y melodramática, Asignatura pendiente (1977), en la que se expone el desencanto de una izquierda que arrastra las frustraciones de tantos años de franquismo; frustraciones políticas y sentimentales que, pese a la coyuntural simplicidad del discurso, la convirtieron en extraordinario éxito (como lo será igualmente la inmediatamente posterior Solos en la madrugada, 1978) y, a la postre, en icono y lema de la Transición.

7. TORREIRO, Casimiro, “Del tardofranquismo a la democracia (1969-1982)”, en VV. AA., Historia del cine español, Madrid: Cátedra, 1995, pp.341-397.

Pese a emparentarse todavía y de algún modo con el modelo anterior, algo (incluso radicalmente) nuevo se respira en las primeras películas (y casi únicas, pues singularmente coyuntural, el subgénero se transformará casi de inmediato) de la superficialmente llamada “comedia madrileña”, en especial en las que pueden considerarse sus títulos más representativos, firmados por los dos directores de mayor trayectoria de este coyuntural subgénero: Tigres de papel (Fernando Colomo, 1977) y Opera prima (Fernando Trueba, 1980). Durante criticadas en su estreno desde la izquierda por su ambigüedad y superficial análisis de las contradicciones de la progresía, anuncian no obstante –con más perspicacia de la entonces supuesta y a partir del reciclaje de elementos provenientes tanto de la comedia clásica norteamericana como de la Nouvelle Vague– la reivindicación posmoderna “de un nuevo tipo de sensibilidad democrática, mucho más natural y flexible, más pegada al contexto de la vida cotidiana y a ámbitos microsociales de acción (el trabajo, los amigos, la pareja, etc.)” y en el que sobresale una mujer resuelta, autónoma y libre, que expresa sus necesidades y sentimientos con naturalidad en una intimidad cotidiana y doméstica. (8) “Hiperrealistas” a su modo, rodadas con extraordinaria simplicidad, prescindiendo de cualquier complicación sintáctica, incidiendo en el plano secuencia a fin de descargar su intensidad en los diálogos y la interacción de los actores, el uso del sonido directo contribuye a ese sensación de natural inmediatez que las caracteriza.


8. IBAÑEZ FERNÁNDEZ, J. C., op. cit., p.85. 


A medio camino entre la comedia madrileña, el esperpento y el cine underground surge la figura de Pedro Almodóvar. Su primer largometraje en formato profesional, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) fue descrito por Santos Zunzunegui como construido “bajo los principios del feísmo, del amateurismo, de lo informe y de lo grosero”, pero –más allá del tópico “posmoderno”– partía de la revisitación ejemplar de “innumerables formas estéticas de la tradición española” (del tebeo al sainete costumbrista, del bolero a la copla, de la espectáculo arrevistado a la música pop, de la tauromaquia a la iconografía religiosa…), profundamente estilizadas por una escritura que –reciclándolas y sometiéndolas a las lógicas transformaciones derivadas tanto de la coyuntura histórica como de la particularidad autoral del cineasta– las ponía así, a la muerte de Franco y en el contexto de la “movida madrileña”, al servicio de nuevos significados. (9) Su rocambolesco argumento es la definición más nítida que pudiéramos encontrar del estilo cinematográfico de este Almodóvar primerizo y de un modo de rodar fruto de la ingenuidad, la insolencia y la falta de prejuicios. En constante evolución formal y semántica (Laberinto de pasiones, 1982; Entre tinieblas, 1983), a partir de ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (1984) –el título al que dedicaremos nuestra atención analítica– su estilo se hará más y más estilizado y abstracto, incluso más clásico si se quiere y en cierto sentido, para profundizar una y otra vez, a medida que paradójicamente pierde en apariencia su carácter transgresor, en lo que podríamos denominar la deconstrucción psicológica del melodrama hollywodiense, pero partiendo a la vez de referentes culturales propios, como el cine de José Antonio Nieves Conde (Surcos, 1951) o la obra más crispada y esperpéntica de Fernando Fernán-Gómez (El mundo sigue, 1963; El extraño viaje, 1964) [...]

9. ZUNZUNEGUI, Santos, “Epílogo”, en CASTRO DE PAZ, José Luis, PÉREZ PERUCHA, Julio y ZUNZUNEGUI, S. (dirs.), La nueva memoria. Historia(s) del cine español. A Coruña: Vía Láctea, 2005, pp.492-493. 






   



1.12.19

II: INTRODUCCIÓN (i) A "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019



INTRODUCCIÓN (i)

Formas y representaciones sociales en el cine español de la Transición democrática (1973-1986)

Una sintética panorámica inicial*






¿Cómo representó en términos visuales el mundo y las cosas el cine (y la ficción televisiva) español(es) en este periodo crucial de la historia reciente de nuestro país? ¿Qué fue en él(los) –parafraseando a Peter Handke– materia para el ojo?

Una primera versión inédita de esta introducción, ahora profundamente ampliada y transformada, fue en su día redactada conjuntamente por Jaime Pena y el autor. 

Este libro trata de analizar algunas películas realizadas entre 1973 y 1986 (1) como textos en cuyas formas visuales y narrativas se perciben (o no) los procesos de modernización social y de reforma política que tienen lugar durante la Transición democrática. Porque, y a pesar del valor y el rigor de ciertos estudios sociológicos y culturales sobre el cine realizado en España en un momento de tan profundos cambios sociales y políticos, nuestro trabajo pretende reivindicar –una vez más– el papel del análisis fílmico de raíz semiótica y textual como mecanismo imprescindible para desentrañar los fenómenos formales que, a la postre, construyen las significaciones y sentidos del filme. De tal modo –y aunque la moda académica parezca en general haber decidido (momentáneamente) enterrar el análisis en beneficio de otro tipo de metodologías (o incluso de la total ausencias de ellas)– consideramos que la Historia del cine no puede prescindir de una de sus más sutiles y refinadas armas metodológicas, en verdad básica a la hora de historiar las formas fílmicas, es decir, de analizar sus evoluciones y transformaciones en el curso del tiempo. De lo que se trata –con la ayuda de otras metodologías: investigación crítica de fuentes documentales y hemerográficas, arqueología y “filología” del cine, etc.; poniéndolo en fin en contacto con las propias condiciones de existencia de los filmes y con el contexto cultural, social, económico y político en que estos eran realizados– es de aplicar el bisturí analítico a vastos corpus diacrónicos a fin de poner en pie una historia de las formas fílmicas que intente, a la vez, comprender la utilización de las mismas en su especificidad y complejidad histórica y cultural. 

1. Seguimos la cronología establecida en el imprescindible MAINER, José-Carlos y JULIÁ, Santos, El aprendizaje de la libertad, Madrid: Alianza, 2000. 

Afirmemos pues, en principio, que la Transición política hacia la democracia es uno de los períodos más fructíferos de la Historia del cine español y uno de los más variados en temas, géneros, estilos y enfoques. En los catorce años que median entre 1973, con los primeros estertores del franquismo y la aparición de una serie de películas que anticipan el cambio de régimen, y 1986 se producen del orden de 1300 películas de largometraje: un vasto corpus heterogéneo y complejo, tanto en lo que se refiere a las formas fílmicas desplegadas como a los discursos ideológicos construidos por medio de aquellas. Son años convulsos que dan como fruto un cine acorde con los tiempos: abundancia de películas que escapan a los márgenes del relato convencional, desde los subproductos “S” –en su mayoría porno blando o softcore– a las películas que bordean lo experimental, documentales que revisan el pasado más reciente, cine underground, etc. Asistimos a una progresiva ampliación de lo decible que culmina con la abolición de la censura en noviembre de 1977, y cuya consecuencia más inmediata será el estreno de películas hasta entonces prohibidas en España. 

Pese a ambigüedades y conflictos, a los que enseguida habremos de referirnos, postulamos con Manuel Palacio y en anticipada conclusión que durante este periodo cierto “cine español (…) fue capaz de concebir y transmitir al público cinematográfico una nueva forma de ser y de sentir, y un cierto estado de conciencia favorable a las ideas que vertebran la transformación política: reconciliación social, recuperación de las libertades civiles y política y descentralización del estado”. (2) Y, como es lógico, hubo de hacerlo desplegando las herramientas propias del cineasta (el montaje/puesta en escena en su sentido amplio), especialmente proclive entonces a audacias discursivas y probaturas formales de todo tipo; investigaciones e innovaciones ora brillantes y fructíferas, ora apenas embrionarias, en exceso abruptas, fallidas o inconclusas, pero siempre valiosas e históricamente significativas, y puestas en pie muchas veces a partir de una reelaboración profunda de formas y estilizaciones vinculadas a las tradiciones culturales populares de las que el cine español se había nutrido desde el periodo mudo.

2. PALACIO, Manuel, “Introducción”, en PALACIO, M. (ed.), El cine y la Transición Política en España (1975-1982), Madrid: Biblioteca Nueva, 2011. 

A nivel político asistimos a una continua sucesión de nombramientos al frente de la Dirección General de Cinematografía: Rogelio Díaz, último Director General del franquismo que, en abril de 1977, será reemplazado por Félix Benítez de Lugo, a quien seguirán Luis Escobar, Carlos Gortari y Matías Vallés, antes de la llegada de Pilar Miró a comienzos de 1983: demasiados responsables para consolidar una política cinematográfica. Las nuevas normas de censura de febrero de 1975 que suponían una evidente liberalización que anticipaba su definitiva desaparición dos años después puede que hayan tenido mucho más efecto sobre el cine de la época que cualquier otra normativa cinematográfica. En septiembre de 1973 se había vuelto a una cierta normalidad con la reinstauración de la subvención automática sobre el 15% de la taquilla. Sin embargo, ante la progresiva pérdida de espectadores, el verdadero caballo de batalla del cine español vendrá representado por la cuota de pantalla que a finales de 1977 se establecerá en un 2x1 que, poco más de dos años después, se rebajará a un 3x1, esto es, un mes obligatorio de proyección de películas españolas por cada tres de cine extranjero.

En realidad, esta cuota obligatoria que se impone a las salas de exhibición parece una consecuencia a posteriori del descenso progresivo de espectadores que sufre el cine nacional. Si en 1973 las películas españolas acaparaban el 30’8% de los espectadores anuales, en 1982 solo representarán el 23’14%. Más grave es el hecho de que en esos diez años se pasará de 85 a tan solo 36 millones de espectadores que ven anualmente cine español. Es cierto que la situación aún empeorará más en la década siguiente, pero habrá que tener en cuenta otros factores que sin duda influyen y explican esta pérdida de espectadores.

La segunda mitad de los años sesenta había supuesto una pequeña edad de oro en la relación del cine español con su público natural. El control de taquilla se inaugura a finales de 1965, por lo que tampoco disponemos de datos anteriores, pero en los años siguientes se suceden grandes éxitos de público que, por ejemplo, en 1966 llevarán a 123 millones de espectadores a pasar por taquilla para ver películas españolas. Son años de una extraordinaria bonanza para el espectáculo cinematográfico, con una televisión todavía en pañales y sin apenas competencia en la industria del ocio. En 1966 son 403 millones de espectadores totales que contabiliza el cine. En 1973 ya solo serán 278 que se reducirán a 200 en 1979 para cerrar este período en 1982 con 155. 

Y con todo, la cuota del cine español se mantendrá en torno al 30% hasta 1977. Luego descenderá bruscamente hasta ese 23% con el que se llegará a 1983 y a las reformas estructurales que impulsará el primer gabinete socialista. Únicamente cabe reseñar que en 1980 solo se alcanzará un 20’74% de cuota, sin duda como consecuencia de la cifra más baja de producción de películas de todo el período, con 87 títulos en 1979. El resto de años siempre se superarán las 100 producciones anuales y, paradójicamente, los años más fructíferos serán 1981 y 1982 con 137 y 146 títulos respectivamente. Una producción muy destacable si tenemos también en cuenta que desde 1974 se habían reducido considerablemente el número de coproducciones que inflaccionaban las cifras totales y que en 1972 habían representado casi la mitad de la producción.

La extraordinaria politización de la sociedad española de la Transición tiene, pues, un nítido reflejo en el cine que se hace en esa época. Un cine coyuntural que documenta y retrata la España de esos años desde todos los frentes, desde todas las opciones políticas. Desde 1973, el pueblo español convivirá dos años con el lento declive vital de Francisco Franco, casi otros dos con la sucesión de reformas que culminan con las elecciones de junio de 1977 y la Constitución de 1978 y atravesará otro lustro de progresiva normalización hasta llegar al triunfo del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982, con el intento de golpe de estado de Tejero por medio en febrero de 1981. Y las películas españolas reflejarán todos estos sucesos de mil maneras posibles. (3) A veces, en sus propias carnes en forma de problemas judiciales, querellas o secuestros (La prima Angélica, Carlos, Saura, 1973; Estado de excepción, Iñaki Núñez, 1977; El crimen de Cuenca, Pilar Miró, 1979; Rocío, Fernando Ruiz, 1980) que afectarán incluso a estrenos foráneos como Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, Pier Paolo Pasolini, 1975). 

3. Como bien señalaron Pablo Pérez Rubio y Javier Hernández Ruiz, a ello contribuye también la confluencia de varias generaciones de cineastas: los últimos títulos de las filmografías de algunos directores emblemáticos de las generaciones y grupos del cine de las primeras décadas posbélicas (José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil, José Antonio Nieves Conde, Antonio del Amo, José María Forqué) coinciden sincrónicamente con la madurez de los cineastas del llamado Nuevo Cine Español (Regueiro, Saura, Martín Patino, Picazo, Summers, Fons) y la consolidación de otros que ya habían despuntado en las postrimerías de la dictadura (Bodegas, Gutiérrez Aragón, Garci, Drove, Ricardo Franco), así como la irrupción colorista del cine de Almodóvar, Colomo y Trueba, que se consolidará definitivamente en la década siguiente (PÉREZ RUBIO, Pablo y HERNÁNDEZ RUIZ, Javier, “Esperanzas, compromisos y desencantos. El cine durante la transición española (1973-1983)”, en CASTRO DE PAZ, José Luis, PÉREZ PERUCHA, Julio y ZUNZUNEGUI, Santos (dirs.), La nueva memoria. Historia(s) del cine español, A Coruña: Vía Láctea, 2005, p.187.


Sin duda alguna dos filmes representan el inicio de una nueva época para el cine español mejor que cualesquiera otros: El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973) y Furtivos (José Luis Borau, 1975). El primero es una producción de Elías Querejeta, habitual y erróneamente enmarcada en lo que se ha venido en llamar corriente “metafórica” cuando, en realidad, se construye sobre un realismo elíptico que habla de la posguerra y del franquismo sin ningún tipo de filtro discursivo. Pese a su inevitable parentesco, lo que aleja a la opera prima de Erice del resto de la producción Querejeta –y en particular de las películas de Saura– es la renuncia a la metáfora como elemento sustantivo de la narración y a la violencia como recurso final que articula todo el desarrollo del relato. En su lugar, al modo de algunas destacadas películas del Cine Independiente realizadas en el quinquenio anterior, lo no representado ocupa el lugar de la metáfora, mientras el vacío y la(s) ausencia(s) se configuran como estrategias válidas de representación hiperbólica de aquello que carece la dictadura: libertades, democracia. Ajuste de cuentas con los 34 años de franquismo, El espíritu de la colmena obtendrá en septiembre de 1973 la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, inaugurando de algún modo esa nueva etapa para el cine español y anticipando lo que habría de venir pocos años después en el plano político. Furtivos, por su parte, y pese a sus indiscutibles valores fílmicos –situados sobre todo en su a la vez terrosa y geométrica asunción del tremendismo hispano, ejemplificado en el rostro buñuelesco de Lola Gaos y en un tratamiento descarnado de la violencia de inequívocas raíces goyescas, y a los que nos referiremos in extenso en el capítulo correspondiente–, será insistentemente leída –a partir de insinuaciones aceptadas, o incluso sugeridas por Borau– como metáfora de una realidad española en apariencia pacífica pero recorrida por perversiones enclaustradas y violencias endémicas esperando cualquier detonante para explotar. Tanto la Concha de Oro obtenida por el filme de Erice en San Sebastián, como la lograda por Furtivos en 1975, dos meses antes de la muerte del general Franco y tras graves problemas para obtener el permiso de exhibición, constituyen actos (tímidos quizás, pero inequívocos) de resistencia a un Régimen que multiplicaba consejos de guerra, tribunales especiales y una sistemática represión de las más elementales libertades, contribuyendo, en su lucha contra la censura, a ensanchar los márgenes de libertad del cine español [...]






   



30.11.19

NOVEDAD I: "FORMAS EN TRANSICIÓN. ALGUNOS FILMES ESPAÑOLES DEL PERIODO 1973-1986", José Luis Castro de Paz, Shangrila 2019




Novedad a la venta








La Transición política hacia la democracia es uno de los periodos más convulsos y fructíferos del cine español y también de los más variados en temas, géneros estilos y enfoques. Un cine coyuntural que documenta y retrata la España de esos años desde todos los frentes, desde todas las opciones políticas. En los catorce años que median entre 1973 y 1986 se producen del orden de 1300 largometrajes; un vasto corpus heterogéneo y complejo, tanto en lo que se refiere a las formas fílmicas desplegadas como a los discursos construidos por medio de aquellas. Porque, como es lógico, tanto los filmes más reaccionarios como aquellos otros capaces de transmitir al público los valores que vertebraban la transformación política, pasando por los más rupturistas que rechazaban el proceso político desde la izquierda, hubieron de poner en pie sus discursos ideológicos desplegando las herramientas propias del medio cinematográfico (el montaje/puesta en escena en sus sentido más amplio), especialmente proclive entonces a audacias y probaturas formales de todo tipo: investigaciones e innovaciones ora brillantes y fructíferas, ora apenas embrionarias, en exceso abruptas fallidas o inconclusas, pero siempre valiosas e históricamente significativas, y construidas muchas veces a partir de una reelaboración profunda de formas y estilizaciones vinculadas a las tradiciones culturales populares de las que el cine español se había nutrido desde el periodo mudo. 

De hecho, y a partir del detenido análisis fílmico de ciertos títulos cinematográficos y televisivos muy significativos —de Queridísimos verdugos (Basilio Martín Patino, 1973) a Furtivos (José Luis Borau, 1975), de Duerme, duerme, mi amor (Francisco Regueiro, 1974) a ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (Pedro Almodóvar, 1984)— Formas en Transición indaga especialmente —aunque no solo— en la fértil evolución en tan complejo momento histórico de esas formas y estilizaciones inspiradas sobre todo en el teatro popular español sobre las que sustentara el más fecundo cine español desde el periodo silente y la II República y que, Guerra Civil e inmediata posguerra mediante, habían dado lugar a esa moderna crispación ibérica que los grandes títulos de Fernán-Gómez, Marco Ferreri o Luis García Berlanga de la primera mitad de los años sesenta ejemplificaban paradigmáticamente.

Se revelará así, por citar un solo ejemplo, una insistente presencia de significantes composiciones plásticas geométricas que, más allá del talante y el talento del cineasta concreto en cada caso, nos mostrarán la elocuencia de la forma a la hora de buscar salidas a un “triángulo” que hasta entonces se aparecía inamovible (España/Franquismo/pueblo español) y que, en determinadas ficciones, habrá de fundirse significativamente con el no menos pastoso y conflictivo triángulo edípico.