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8.10.20

IX. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




HAY EN LA NIEVE
UNA HISTORIA POR CONTAR
Marco Antonio Núñez Cantos


Dublineses (The Dead, 1987, John Huston)




[...] La iconografía de la nieve se presenta en dos momentos complementarios: (1) la nevada y (2) el paisaje nevado, estableciendo una dialéctica entre dinamismo/estatismo que se inviste de valores no necesariamente complementarios.  

El primero se articula sobre el esquematismo dinámico de la caída y la mutación. En efecto, la nieve es un agente de cambio modificador del paisaje que remite a una experiencia directamente visual. La caída de la nieve se ofrece al regocijo de la contemplación serena; en ocasiones, a la atención embebida en el desplome de lo homogéneo no falta cierta melancolía que puede propiciar la reflexión existencial, como en la inolvidable secuencia final de Dublineses (The Dead, 1987, John Huston), donde el lánguido caer de los copos y la modificación lenta pero inexorable del paisaje anuda un pasado irrecuperable al porvenir sombrío del que resulta una desoladora impresión de mutabilidad y transitoriedad, futilidad. Nada permanece bajo la caída lenta pero segura de la nieve implacable. La hermosa sucesión de imágenes pautadas por las poderosas palabras de Joyce entrañan reminiscencias del imaginario romántico de Caspar David Friedrich, donde materia y nieve entran en correspondencia con el dualismo cuerpo y alma.




Caspar David Friedrich, Cementerio del monasterio en la nieve, 1817-1819



La nieve también sugiere el motivo del aislamiento y el asedio en El rastro de la pantera (Track of the Cat, William A. Wellman, 1954) o El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, 1980). En ocasiones, sirve para manifestar la despiadada indiferencia de la naturaleza ante la fragilidad humana. Así, en el plano final de La condición humana III: La plegaria del soldado (Ningen no joken III, Masaki Kobayashi, 1961), la ominosa nieve siberiana convertida en símbolo de los infortunios de la guerra borra literalmente el rostro de un Kaji exhausto durante su regreso al hogar desde el gulag. Emergen valores asociados a la muerte por la cultura japonesa, como el color blanco, que disponen el escenario del mito; pronto la nieve se inviste de ánima y adquiere la forma de entidades demoníacas como la Mujer de la Nieve en El más allá (Kaidan, 1964, Masaki Kobayashi). Este demonio se construye sobre la ambigüedad inherente a la naturaleza femenina que ya encontramos en la mitología griega en Hécate-Diana/Afrodita, es decir, la potencia generadora y aniquilante coexistiendo en la misma naturaleza. La Mujer de la Nieve salva la vida al protagonista con la condición de que guarde en secreto su existencia, y bajo la nieve y la muerte de su compañero renacerá una nueva vida para Mi nokichi: conoce a una mujer con la que tendrá hijos y pronto aquella aparición ominosa se convierte en un recuerdo que se confunde con el delirio. Aquí encontramos la asociación de la nieve con la idea de la resurrección, el florecimiento de lo que su manto cubría por la llegada de la primavera fértil. Sin embargo, las nieves siempre regresan. [...]

El dinamismo de la nevada reclama el registro del movimiento, de ahí que haya sido un recurso narrativo y visual profusamente explotado por el medio cinematográfico. Por su parte, el motivo pictórico del paisaje nevado también ha funcionado como operador narrativo para pautar el devenir temporal, como en Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), donde la aparición de los jinetes ante una manada de bisontes en lo que parece ser un lago congelado, en contraste con las imágenes del valle y su tierra abrasada, refuerza la impresión de búsqueda sin descanso. En Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941), la célebre bola de cristal con nieve cifra la pérdida del paraíso, de igual modo que, poco después, la imagen del célebre trineo cubierto por la nieve señalará la ausencia definitiva del pequeño Charlie del hogar materno, el fin de los juegos y de la infancia cuyo recuerdo nostálgico nunca se abandonará. El componente estacional de la nieve evoca el invierno y sus festividades, en especial la Navidad, cuyos ritos parecen vinculados a un panorama nevado. Hay, por lo tanto, en el paisaje nevado algo que se asocia al tiempo y su curso [...]






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30.4.20

XIII. "PARA RONDAR CASTILLOS", José Luis Márquez Núñez (coord.), Shangrila 2020



El príncipe sin su castillo
Marco Antonio Núñez


Sacrificio, Andrei Tarkovski, 1986



[…] nada habrá tenido lugar salvo el lugar.
Hay ahí ceniza: hay lugar.

Jacques Derrida, La difunta ceniza


De castillos…

Al parecer, la compleja simbología del castillo deriva de la casa y del recinto amurallado, que en el arte medieval se vincula a una alegoría del alma, probablemente en analogía con la Jerusalén celeste. Pues bien, este breve apunte nos autoriza a utilizar el símbolo del castillo y sus valores anejos, en clave hermenéutica para abordar ciertos elementos de algunos filmes de Andrei Tarkovski (1932-1986), lugares connotados con los rasgos característicos de esta simbología anímica que haremos extensible a la conciencia basculando de un plano religioso al psicológico, para regresar al numen, para nunca salir de él.

El modo en que llevaremos a cabo nuestro propósito consistirá en escoger diversos tópicos, transitar por las distintas estancias y lugares de un castillo imaginario que ilustran Solaris (Solyaris, 1972), Stalker (Stalker, 1979), Nostalgia (Nostalghia, 1983) y El sacrificio (Offret, 1986). El océano de Solaris, la Zona, el estanque de Bagno Vignoni o la casa de Alexander, resultan ser lugares no solo físicos o geográficos, son espacios que albergan algo precioso o terrible, precintan un misterio o formulan una promesa, la posibilidad de la epifanía, el milagro, el don, la revelación del ser. Por todo ello nos hemos propuesto llamarlos «castillos».

Tampoco desatenderemos al medio, el lugar donde es posible la revelación, porque es la imagen misma la que se erige como lugar del acaecimiento. Porque es la imagen quien busca el océano de Solaris o la Zona, para mirarse y encontrarse. La imagen de Tarkovski, como la conciencia, además de intencional, es siempre reflexiva.


…y hombres

Y, no obstante, estos lugares no son habitados por sus personajes en un sentido, digamos, familiar, doméstico, muy al contrario, en algunos casos parecen haber sido expulsados de sus predios, en otros, simulan haber regresado, tal vez lo creen, pero siempre los encontramos desplazados, desubicados, desorientados. El trance del viaje no logra restituir el hogar y solo convoca una nostalgia mortal. El periplo, en ocasiones, figura el gesto de un desarraigo interior, la convocatoria de intemperies íntimas que se resuelve en búsqueda o secreto peregrinaje hacia ningún lugar. A la dificultad de regresar/pertenecer a un lugar se añade la imposibilidad de recuperar el pasado, la ceniza, el resto que deja el tiempo y tizna la mirada. El pasado es lo que irremediablemente se pierde y no da opción a la reconquista, sin embargo, el pasado también es lo que nunca se abandona. Estos hombres son la herida que en ellos ha inscrito ese pasado.

El castillo deviene de este modo, entidad signada también de una dimensión temporal. Podemos considerar entonces a estos personajes como «príncipes sin su castillo», Lears apócrifos que buscan la restitución de algo perdido. Ahora bien, ¿no es esa la condición de todo hombre, su secreto anhelo y drama, condición de su melancolía? Aunque el paraíso está perdido desde siempre y para siempre, debemos seguir en su busca, lo debemos seguir cantando.

Como sostiene Deleuze (1), los espacios cristalizados, alucinatorios, son presentaciones directas del tiempo, imagen-tiempo de la que deriva el movimiento, un tiempo crónico que produce movimientos anormales, excéntricos, desvíos, imágenes-recuerdo que dislocan el orden sintagmático del montaje convencional.

1. Deleuze, Gilles, La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2, Barcelona: Paidós, 2015.

Por otro lado, sabemos del rechazo que a Tarkovski generaba una cierta «epocalidad» marcada por la tecnificación y el sentimiento continuo de crisis o pérdida de lo espiritual, en lo que se nos antoja una revisión de la muerte de dios anunciada por Zaratustra, de sólito malinterpretada. Lo que Nietzsche anuncia es el declive de lo divino en una época entregada a la más burda materialidad y un incontenible deseo de dominio, ninguna liberación de la que haya que ufanarse. La nueva del profeta es la muerte de lo sagrado, aquello renuente al dominio e irreductible a la voluntad del sujeto. Las encarnaciones de Tarkovski figuran esa nostalgia de una espiritualidad perdida, recordemos los reproches que el Stalker (Alexandr Kaidanovski) dirige a sus compañeros al regresar de la Zona: ‹‹Tienen los ojos vacíos […] ¿Cómo pueden tales personas creer siquiera en algo?››

La materia se inviste espiritualmente, como en Tales de Mileto, con quien Tarkovski suscribiría su célebre afirmación de que «Todo está lleno de dioses». Y en cierto modo no otra cosa es el arte, sino la concreción material de lo espiritual. La materia y el espacio poseen atributos anímicos, inteligencia y voluntad comunicativa. El paradigma lo establecen el planeta Solaris y la Zona, sendos lugares interactúan con sus visitantes, entablando un diálogo no siempre venturoso. Los ardides, desvíos y extravíos que se producen en las sendas de la Zona no son más que respuestas a las evoluciones del ánimo de los peregrinos, la dinámica de sus dudas, angustias, miedos y deseos: «¡Todo lo que sucede aquí no depende de la Zona sino de nosotros!» De la vacilación de los cuerpos, los tropiezos o caídas que sufren, deriva la cualidad siniestra de los lugares que los alojan sin ofrecer seguridad a sus pasos. Príncipes sin su castillo, sus acciones tienen un carácter ritual, es decir, se realizan por su valor simbólico, no se destinan a la consecución de un fin concreto, sino a la conjuración de lo imposible, la redención personal o la salvación de los otros. Alexander (Erland Josephson) cuenta a su hijo la parábola de un monje budista que regaba cada día un árbol seco hasta que logró revivirlo. Un hábito, concluye, podría cambiar el mundo. Y «hábito» significa el término griego «ethos» del que deriva «ética». Y nada más ético que desligar la acción de su objeto para darle ser, para que sea y su dignidad le sea restituida al margen del sujeto y sus móviles. Aquí hay donación, y si el milagro es posible lo es porque el don es lo imposible. Los personajes de Tarkovski anhelan el retorno a su castillo, pero en ese anhelo reside su razón de ser. Si lo alcanzaran, no ganarían una morada, sino otro extravío. «No somos capaces ni de rezar», lamenta Alexander ante un libro de iconos religiosos. Nunca se puede tener lo que da ser, solo lo dado en el don es apropiable, por eso Alexander, el príncipe que por fin ha conseguido su castillo, debe renunciar a él, prenderle fuego, volver a la intemperie que reclama la fe del Stalker o el exiliado. O prenderse fuego, como Doménico (Erland Josephson) proclamando un apocalipsis siempre diferido en la Piazza del Campidoglio [...]



Nostalgia, Andrei Tarkovski, 1983




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Para rondar castillos







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2.10.18

XX. "RAINER WERNER FASSBINDER. SOLO QUIERO QUE ME AMEN", Jesús Rodrigo García (coord.), Shangrila 2018





Querelle (1982). El imperativo de la imagen

Marco Antonio Núñez


Querelle



Querelle: La deconstrucción del clasicismo

Querelle funciona como un texto en el que, sin haberse operado una drástica ruptura con respecto a las formas clásicas, consuma una desviación de las normas, un desplazamiento de los modos de representación instituidos, una parodia que reinventa la escritura clásica concebida como representación transparente del mundo, y nos la trae de vuelta en su opacidad como lugar de la ambigüedad y el simulacro, en un lenguaje que lejos de fijar la identidad de los seres y las cosas, la cuestiona y pone en crisis.

Según González Requena, el texto clásico (1) se caracteriza por una determinada economía de la significación entre el orden del significado y el significante que no deja lugar a la autonomía de la forma, ni a una inflación de sentido que abocaría previsiblemente a la ambigüedad. Es decir, el lenguaje no se problematiza. Sin embargo, en las imágenes de Sirk proliferaban los espejos:

Un texto que se quiere espejo no puede introducir un espejo en su interior pues, de hacerlo, la situación especular quedaría inmediatamente denunciada. El segundo espejo denuncia al primero y así la evidencia ilusoria de la captura del referente (ese fetiche estético burgués por excelencia) comienza enseguida a resquebrajarse). La ambigüedad (porque no es otro el problema del lenguaje) ocupa desde entonces el lugar del maltrecho referente. (2)

1.GONZÁLEZ REQUENA, Jesús, “En los límites del cine clásico: la escritura manierista de Douglas Sirk”,
http://www.gonzalezrequena.com/resources/1985%20En%20los%20l%C3%ADmites%20del%20cine%20cl%C3%A1sico%20%20la%20escritura%20manierista%20de%20Douglas%20Sirk.pdf

2. Ib., p.2.

Fassbinder, declarado admirador de Sirk, dinamita los puentes que ahorran a la mirada la distancia entre lo presente y lo representado, referente y sentido. Los códigos narrativos y textuales se explotan, no a través del trabajo de la negación crítica, sino mediante la reescritura de los modos tradicionales de presentación visual, a partir de una economía esquizofrénica que bascula entre la identificación clásica y la objetivación teatral de raigambre brechtiana, esto es, la implicación y la alienación sin pretensión de asimilación ulterior entre ellas, resolviéndose en una dialéctica negativa que no aspira a conciliar sus contradicciones por más que puedan ser juzgadas como incoherencias, antes bien, las manifiesta y exhibe. 

En este sentido, los espejos y otros significantes que juegan como espejos (el actor Hanno Pöschl interpretando dos personajes, Robert y Gil, la palabra de Selbon o el mismo Querelle, que según la definición de Genet, “desdibujaba las figuras, pero le daba un sentido” [3]), surgen como huella de una distancia que separa la representación de su efecto de sentido. Porque en la economía de la representación todo funciona sobre una ausencia que, por lo demás, es la esencia misma del signo, en tanto que apunta a lo otro, denotando un referente que él no es.

3. GENET, Jean, Querelle de Brest, Editor original: Polifemo7 (v1.0) ePub base v2.0, p.1071.

 La imitación, el doble, la mise en abîme, el develamiento de la tramoya y la denuncia de la impostura son también temas manieristas que la posmodernidad recupera y desde los que urde su peculiar ontología nómada y descentrada. Si el estilo manierista según Dubois (4) debe ser pensado en una dialéctica del ser y el parecer, la posmodernidad elimina el dualismo, y sabemos desde Nietzsche que si desaparece el Mundo verdadero eliminamos también el Mundo aparente. ¿Qué nos queda entonces? El reino de los signos que no remiten más que a sí mismos, una sucesión infinita de máscaras que no velan ni velaron, rostro alguno, presencia donadora de sentido ni generadora de significado. Nos queda la imagen que ya no representa, nos queda la exhibición nihilista del sujeto como patético intento de afirmación y que solo manifiesta una impotencia en su abrazo fanático al dominio de las formas. Pero ¿impotencia para qué? Lo suponemos. Alcanzar la plenitud, llegar a los condominios del ser, el principio de identidad, la verdad del ente, la coincidencia de la representación con la presencia siempre ausente que engendra una nostalgia eterna [...]

4. DUBOIS, Claude-Gilbert, El manierismo, Barcelona: Ediciones Península, 1980.








   





20.6.17

XI. "PORNO: VEN Y MIRA", José Francisco Montero y Aarón Rodríguez Serrano (coords.), Shangrila 2017




PORNOGRAFÍA Y FILOSOFÍA  

Marco Antonio Núñez



Fotografía de un burdel en París, años ‘30



Preliminares

Pensar la pornografía implica aplicar la razón a una realidad esencialmente irracional. Articular en un discurso imágenes que vulneran los códigos semióticos y se muestran refractarias al sentido. Problematizar un fenómeno que apareja, ya en su propia constitución, el litigio, al transgredir cierta normatividad social edificada sobre discursos morales. En fin, pensar la pornografía supone pensar el límite y desde el límite, tanto semiótico como hermenéutico o moral.

 
Es claro que la pornografía no es un concepto reciente, pero no es menos cierto que su difusión masiva llega con la tecnología audiovisual en las últimas décadas del siglo XX, suscitando una polémica sin visos de concluir por más que su consumo tácito esté, de facto, socialmente aceptado.


Por ello, la pornografía reclama una atención rigurosa y desprejuiciada, atenta a su naturaleza y posibles efectos colaterales. En la pionera Pensar la pornografía, Ruwen Ogien (2002), argumentaba contra los que sostienen que la pornografía es degradante para el sexo femenino, corrompe a la juventud o engendra conductas violentas, parapetado desde el compromiso con una “ética de mínimos” en absoluto incompatible con aquella. Recientemente, Susan Dwyer, con voluntad más didáctica que polémica, trazaba en “Pornography” (2009) las líneas maestras de una aproximación filosófica al fenómeno de la imagen pornográfica a partir de las siguientes cuestiones: “What is it? How is it to be defined? What are its effects? How, if at all, ought it to be regulated?”.


De inmediato reparamos en que urge abordar el problema de la “esencia”, ensayar una respuesta a la pregunta por excelencia, ¿qué es la pornografía? ¿cuáles son sus rasgos distintivos respecto, por ejemplo, del erotismo? Distinción esta nada azarosa, pues resulta crucial para el argumentario feminista.
El siguiente paso será concretar una “definición” plausible de “pornografía”. Empresas, una y otra, nada sencillas. A este respecto, es célebre el aserto del abogado Potter Stewart : “Sé lo que es cuando la veo”. Y menos inocente de lo que pudiera parecer, pues se trata de una definición que apunta ya a la conexión misma entre cognición y percepción. Definición fallida que anuda el saber sobre la sexualidad con la intervención de la mirada, como elementos primeros que articulan la imagen pornográfica. Por lo tanto, lo pornográfico no existe en el acto sexual en sí, reclama la intrusión de una mirada externa, el tercero excluido de la acción pero copartícipe desde la contemplación, el espectador propietario de una mirada alienada en su fantasía de goce
[...]



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3.3.17

X. "ABEL FERRARA. EL TORMENTO Y EL ÉXTASIS", Rubén Higueras Flores y Jesús Rodrigo García (coords.), Shangrila 2017



The Addiction, Abel Ferrara, 1995


[...] Domènec Font en Cuerpo a Cuerpo afirma que “El mal es esa parte de sombra que acosa al cine”. Si el cinematógrafo, en un sentido fenomenológico, es luz, las sombras mantienen con él una relación dialéctica. La resolución del conflicto sería la obra cinematográfica misma. Las imágenes de Ferrara expresan ese conflicto desde su misma figuración visual. En The Addiction (1995) hay dos momentos donde esta dialéctica se manifiesta como abolición del dualismo, aunque nunca en una síntesis final, codificado visualmente en el par luz/sombra, las formas y su disolución, Bien y Mal.

En el primero, se nos ofrece un primer plano de Kathy (Lili Taylor), mientras pasan en clase diapositivas de la matanza de My Lai. La luz del reflector ilumina su silueta en sombras, surge entonces la mirada abismada en las huellas de lo real. Más tarde, cuando Kathy sea arrastrada por Casanova (Annabella Sciorra) al callejón, las sombras engullen su rostro. En ambos casos, la disposición lumínica no es interpretable desde un dualismo tranquilizador, dominado por el principio del Bien, la Idea suprema que hace posible todas las demás; el conocimiento mismo. Porque, ¿qué ocurre cuando el conocimiento revela tan solo el imperio del Mal, su prioridad ontológica y, en consecuencia, también axiológica? La luz deviene necesariamente algo ominoso, el Bien mismo solo es una cara del Mal, no su antónimo. De igual modo que el corazón de la luz es negro, en el seno del Bien amenaza el mundo de las sombras sin esencia, donde la figura oscila entre el ser y la nada. Si las imágenes de Ferrara nos asaltan con ese peculiar poder de turbación es porque ahondan en su propia economía: la misma nada aniquilante de la que emergen y donde siempre se hunden de nuevo, sin plantear escapatoria alguna. 



Con frecuencia, esta relectura de las ontologías espiritualistas griega y cristiana, aparece alegorizada en la adicción como su analogía somática, como efecto corporal, apetito o conatus. El Mal es un hábito, un vicio según Kathy. La definición es significativa, toda vez que el término “ética” deriva del vocablo griego, “ethos”, que significa, costumbre o conducta. También carácter o personalidad, en cualquier caso, parece evidente el carácter voluntarista que entraña. Ya Aristóteles, al delimitar las diversas disciplinas filosóficas, le  otorgó el sentido de una predisposición hacia el Bien. De modo que la inversión del concepto es clara, la inclinación primera de la voluntad es hacia el Mal. Siguiendo esta lógica, la adicción es un vicio que, según Peina (Christopher Walken) —lo más parecido a un verdadero filósofo que encontramos en The Addiction— modela la voluntad. El Mal se encarna en el vampiro, adquiere cuerpo, deviene efecto corporal. El Mal no será, en adelante, formulado como entidad trascendente, sino un “existenciario” que bien, de forma contingente, puede brotar por el desbordamiento pulsional del dique subjetivo
[...]


"Lo que el Mal sabe de sí"
Marco Antonio Nuñez








3.4.16

XXV. LÁGRIMAS 1 - PASEO POR EL AMOR, EL DOLOR Y LA MUERTE, Revista Shangrila nº 26, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2016







Dies Irae, Carl Th. Dreyer, 1943



La imagen literaria de las lágrimas condensa muchos de los atributos ligados al sentir y al imaginar, al crear y al recordar, pero también presenta una naturaleza emocionalmente ambivalente que será investida con los atributos del síntoma durante la lírica amorosa del Renacimiento y con los del signo luego en el Manierismo. Durante el Barroco, sin embargo, encontramos el motivo recurrente de las lágrimas de la Magdalena en la poesía sacra, convertido ahora en símbolo de la sensualidad del pecado previo a la conversión:  “So Magdalen in tears more wise/Dissolved those captivating eyes,/Whose liquid chains could flowing meet/To fetter her/Redeemer’s feet”. De este modo, Andrew Marvell (1621-1678) glosa el referido episodio evangélico en su poema Eyes and Tears.

Vemos como el llanto arrepentido de la mujer pública y su gesto de sumisión al varón la hacen merecedora del perdón. Nosotros, desde la consideración de las lágrimas como símbolo, esto es, manifestación sensible de los visajes del alma, abordaremos el motivo de las lágrimas en un sentido casi opuesto a una lectura superficial del Evangelio, y lo haremos desde dos momentos de Dies Irae (Vredens dag, Carl Theodor Dreyer, 1943).

El filme transcurre en el S. XVII, época contemporánea a Marvell y al desarrollo del tópico en la poesía sacra, pero la sensibilidad de Dreyer es netamente romántica y, en consecuencia, las lágrimas devienen símbolo, no de arrepentimiento alguno sino de afirmación de la pasión amorosa frente a los preceptos de una religión legalista asentada sobre los valores del dolor y la muerte, que reduce la vida a una antesala del Juicio Final.

El conflicto entre la pasión femenina y el universo legal del varón establece una dialéctica entre sendos principios, que bien podrían verse encarnados respectivamente en las lágrimas luminosas de Ana (Lisbeth Movin) y la palabra oscura que sale de la pluma del inquisidor; en correspondencia casi con la viva voz que invoca el deseo y la escritura inerte del poder que levanta acta tras el auto de fe  In majorem gloriam dei.

La mirada de la mujer es transparente, transitiva, se orienta hacia un mundo que se ofrece como horizonte del ser amado. La mirada del hombre, por el contrario, es reflexiva, “Debo mirar hacia dentro”, dice Absalón (Thorkild Roose) en un momento de crisis. Cuando mira en la superficie de las cosas solo puede verse a sí mismo y su miedo, solo puede ver dolor y miseria; incapaz de contemplar la belleza del mundo, vive perplejo en la miseria de su condición a la que sublima con los atributos de un dios iracundo. Entonces, concluye, el mundo se merece un Día de Ira  (...)

Dies Irae:  una crisis de lágrimas
Marco Antonio Nuñez en Lágrimas 1