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22.2.22

VI. "LA BRUJA. UNA FIGURA FASCINANTE. ANÁLISIS DE SUS REPRESENTACIONES EN LA HISTORIA Y EL ARTE CONTEMPORÁNEOS", Monserrat Hormigos Vaquero / Carlos A. Cuéllar Alejandro (coords.), Valencia: Shangrila 2022




LOS SUEÑOS DE LA CASA DE LA BRUJA.
Conjuros de horror cósmico para después del fin del mundo

LUIS PÉREZ OCHANDO





Rosario de estrellas, pieles de algas,
las antaño cálidas gemas opacas nocturnas.
Todo pensamiento un rescoldo. El sueño desciende,
el sueño asciende.
Eugene Thacker. (1)


Ahora que el mundo se termina nuestro reto, quizá ocioso, es pensar lo no pensable, reflexionar sobre un mundo en el que ya no estaremos, sondear sobre el pensamiento en ausencia de la humanidad pensante. Eugene Thacker persigue este mismo fin a lo largo de su trilogía El horror de la filosofía y, para ello, se vale de modalidades de pensamiento marginales como la demonología, el ocultismo o la ficción de horror, pues “es en los géneros del terror sobrenatural y la ciencia ficción donde encontramos más frecuentemente intentos de pensar y enfrentarse al difícil pensamiento del mundo sin nosotros”. (2)

1. THACKER, Eugene, Pesimismo cósmico, Santa Cruz de Tenerife: Melusina, 2017, p.67.

2. THACKER, Eugene, En el polvo de este planeta [El horror de la filosofía vol. 1], Madrid: Materia Oscura, 2015, p.16.

No resulta pues extraño que Howard Philip Lovecraft se pasee por sus páginas, en calidad de creador del “horror cósmico”, una filosofía literaria

cuyo principal rasgo es un punto de vista inquebrantablemente cósmico desde el que todas las acciones humanas son juzgadas en relación con la escala del infinito, espacial y temporal, de un cosmos incognoscible y carente de propósito alguno. […] la tierra no es más que una diminuta mancha de tinta en la vasta expansión del cosmos. La historia de la vida humana al completo es un incidente momentáneo en el interminable batir de electrones que teje el eterno e infinito universo. La ética implícita en tal punto de vista es, en primer lugar, una minimización de la importancia que se arroga el ser humano. (3)

3. JOSHI, S. T., The Weird Tale, Holicong: Wildside Press, 2003, pp.171, 175.

El interés del horror cósmico resulta obvio a nuestros propósitos, pues indaga en el pensamiento impensable de un cosmos no humano (4), llevando el lenguaje al límite de lo expresable y representando aquello inaprensible a nuestros órganos sensoriales: “Es imposible escribir una historia fantástica realmente eficaz si uno no se aparta por completo del punto de vista humano”, confesaba Lovecraft. (5) Sin embargo, ¿qué papel juegan la brujería sobre este telón de estrellas? ¿No es acaso una manifestación de lo contrario, del intento de domesticar y hacer humano un cosmos indomable? La brujería es antropocéntrica en la medida en que concibe un mundo-para-nosotros, un universo en el que el ser humano es capaz de doblegar los elementos. Pilar Pedraza lo resume admirablemente al comienzo de Brujas, sapos y aquelarres:

Hacer lo posible por tener poder, o arrimarse a quien lo tenga, es propio de la condición humana. Llamamos magia a lo primero; a lo Segundo, religión. […] Los magos y brujas no imploran a un ente trascendente, ni siquiera al diablo: dan órdenes incluso a los espíritus superiores. Su técnica es rutinaria, ya se base en la proximidad, la apariencia o la contigüidad. En el pensamiento mágico, en la naturaleza un hecho sigue a otro necesaria e invariablemente sin la intervención de ningún agente espiritual o personal, siendo el mago un elemento de contacto infalible –e imprescindible–, lo que no quita que sea también un eslabón frágil. El brujo es amo del fuego y víctima suya. (6)

4. Nos movemos, por tanto, en los terrenos del pesimismo cósmico, del realismo especulativo (speculative realism), el realismo raro (weird realism) y la ontología orientada a los objetos (OOO). Para una iniciación, véase HARMAN, Graham, Weird Realism: Lovecraft and Philosophy, Hants: Zero Books, 2011.

5. En ARELLANO, Francisco (ed.), H. P. Lovecraft. La vida privada, Miraflores de la Sierra: La Biblioteca del Laberinto, 2017, p.72.

6. PEDRAZA, Pilar, Brujas, sapos y aquelarres, Madrid: Valdemar, 2014, p.13.

Sin embargo, pese a esta aparente contradicción entre la indiferencia del cosmos y la voluntad de la hechicera, la magia reaparece tanto en textos lovecraftianos como en posteriores ejemplos de horror cósmico. Y es precisamente esa contradicción la que nos interesa: la permanencia de un personaje connotado históricamente en textos que intentan abolir el sentido de Historia, la presencia de una silueta vivamente antropomorfa en un paisaje que resbala hacia la amorfidad. En el presente artículo nos centraremos en Los sueños en la casa de la bruja, de H. P. Lovecraft, y sus adaptaciones fílmicas con el fin de entender esta presencia paradójica de la brujería en el interior del horror cósmico, paradójica porque supone la remanencia de una cosmología moralista, cristiana, antropocéntrica, pero permite al mismo tiempo la apertura hacia el pensamiento de lo impensable.

[...]





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23.9.20

II. "SUSPIRIA. LAS MINISTRAS DEL MAL", Pilar Pedraza, Shangrila 2020




PRÓLOGO
ARGENTO, PEDRAZA, LA MIRADA

Luis Pérez Ochando





[...] El exceso de Suspiria es contagioso: puedes caer presa de su embrujo. Luciano Tovoli era un realista convencido; pero tras hablar con Dario sobre el proyecto se convirtió al expresionismo. Quiso poner color al delirio y embadurnar los rostros de las actrices con pintura blanca, roja, verde, azul. El padre de Argento, productor del filme, quiso darle la patada al escuchar tal disparate; pero Tovoli finalmente se quedó con ellos. En Suspiria, él y Argento conspiraron con los músicos de Goblin para crear un paisaje sensitivo, casi abstracto, centelleante, como un mar cuyas olas refulgen de escarlata y azur. No es posible silenciar a sus sirenas o permanecer impasible a su tormenta.

Martin Scorsese comentó en cierta ocasión su deseo de ver en bucle las películas de Mario Bava, no en una sola pantalla, sino repartidas en cada estancia de su casa, de manera que él pudiera transitarlas, creando un itinerario sensorial, una atmósfera sin historia. Recorriendo estas habitaciones, nos sentiríamos como participantes del carnaval en el palacio sitiado por la peste en La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe, con cada aposento pintado de un color: el primero, azul; el segundo, púrpura: el tercero, verde; “los muebles y la iluminación del cuarto eran anaranjados; el quinto, blanco; el sexto, violeta. La séptima estancia era un denso sudario de tapices de terciopelo negro que cubrían el techo y las paredes, y caían en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo tinte y textura”. Y, reinando sobre todos ellos, la muerte roja, el gusano vencedor.

Dario Argento, que también admiraba a Edgar Allan Poe y a Mario Bava, creó un panorama similar en las estancias y pasadizos de la tanzakademie de Friburgo, donde transcurre Suspiria, donde habita la Mater Suspiriorum. Recorrerlos es perderse en un laberinto primigenio, hecho de colores y ruidos, de suspiros. El habla no existe todavía: escuchamos solamente el grito; solamente los suspiros. Es preciso recalcar la dimensión puramente sensorial del cine de Argento y, más concretamente, de Suspiria, su irreductibilidad a los esquemas de la psicología o la causalidad narrativa. No. Este no es el reino de la palabra. Es el reino, interior y secreto, del seno materno, de la madre primigenia anterior a la razón y al alba de los tiempos. Como fetos suspendidos en el sueño, contemplamos a través de un útero traslúcido los fulgores de un mundo reducido a color y ruido; sentimos que podríamos tocarlos con solo alargar los dedos.

[...]

La prosa de Pilar Pedraza comparte un terreno común con el cine de Argento. En el tono malsano de La pequeña pasión (1990) resuenan ecos de Suspiria: los gusanos anuncian la llegada de la muerte, un murciélago golpea repetidamente la ventana, desesperado por entrar, hasta manchar de sangre el cristal. Algo hay de las brujas de Argento en el culto femenino y secreto de Paisaje con reptiles (1997).  La fase del rubí (1987) no solo comparte con Inferno su estructura episódica, con capítulos como atracciones visuales, sino también su fascinación por el mal, su mirada hacia lo prohibido. No en vano, la mujer malvada ocupa incontables páginas en las reflexiones pedrazianas (Espectra, Máquinas de amar, Brujas, sapos y aquelarres) y otro de los ensayos cinematográficos de Pedraza, Agustí Villaronga, se centra en otro director igualmente atraído por la perversidad.

Sin embargo, es en Suspiria e Inferno donde Pedraza encuentra las figuras que mejor encajan en su mitología personal: las Madres del Mal, titanes terribles y monstruosos, vestigios de un tiempo anterior al nuestro. La Trilogía de las Madres se sitúa en un mundo en el que los antiguos dioses sobreviven confinados en mansiones encantadas, soñando, y aguardando su regreso en carros tirados por panteras. Es también el mundo de Malpertuis, de Jean Ray, otra de las obras fetiche de Pedraza; es el mundo del Orfeo (Orphée, 1950) de Jean Cocteau —a quien Pedraza dedica también una monografía—, un mundo en el que basta zambullirse en un espejo para entrar en el reino de los muertos. Sin embargo, las Madres de Argento son, sobre todo, arcanos de lo oculto y lo inconsciente, una Hécate triple bajo cuya égida exploramos los abismos interiores.


 A ella nos encomendamos ahora, cuando Suspiria no existe todavía; en este instante en el que Argento extiende los dedos hacia la pantalla, acaso con temor de ser absorbido por ella; en este instante en el que comienzas a leer antes de que el libro haya empezado. Cuando termine el filme, habrás salido del incendio a la tormenta, del fuego al agua. Quizá no descubras demasiado sobre la casa o sobre el origen de las Madres; pero la pregunta que Suspiria y Argento realmente te dirigen es si tienes el valor para mirar y para ver lo que hay ante tus ojos: un filme que te devuelve el reflejo de tus sueños.





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4.12.16

III. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Prólogo
La obra como vida, la vida como obra
Luis Pérez Ochando


Jean Cocteau por Pierre Jahan, 1947


Jean Cocteau no era un hombre sino dos, tal vez muchos más. Se confunden, se superponen. Es pensador y dramaturgo, novelista y pintor, cineasta y poeta, todo a un tiempo; sus películas pintan poemas, sus dibujos narran pensamientos. La suya es una obra enorme y compleja, de la que brota una enmarañada foresta de biógrafos, comentaristas y críticos diversos. Cuando Pilar Pedraza me contó que planeaba escribir un libro sobre él, me eché las manos a la cabeza y maldije a Rubén Higueras, que era quien le había propuesto escribir un monográfico para la colección “Trayectos” de Shangrila. Jean Cocteau es inmenso, no solo por su talento, sino por lo inabarcable de la suma de su producción y la bibliografía escrita sobre ella.

Sin embargo, el propio trayecto de la investigación y la escritura de la obra transcurrieron siempre bajo el sol. Fructificó y la cosecha fue abundante. Lo que parecía escarpado, fue allanado por el tesón y la dedicación de Pilar Pedraza y, también, por el placer que proporcionan los textos de Cocteau, que nos acogen como un viejo amigo y nos invitan siempre a seguir leyendo y comprendiendo al creador y todos sus espejos.
 
Sin embargo, este panorama de reflejos —propios y ajenos— que constituye la obra del autor no debe hacernos perder de vista que Cocteau no era un hombre sino dos, dos sombras que lo son la una de la otra, dos seres que se aman y se odian. Como el hermafrodita de sus obras, diverso en un solo cuerpo; como los hermanos de Los hijos terribles en el instante de la muerte. Esas dos sombras son la del hombre y la del creador, la de la vida y la obra, que en Cocteau se necesitan tanto como se odian. Una de las tensiones más constantes en su obra cinematográfica es, de hecho, la que confronta el estar en el mundo —propia del hombre afamado—  con la búsqueda de lo inefable y lo ultraterreno —propia del poeta—. El Orfeo laureado es enemigo del Orfeo que visita el Inframundo.

Y, sin embargo, el uno depende del otro, se detestan pero se buscan. La creación ansía el Parnaso y la Gloria, hastiada, desea volver a moldear el fango salvaje con sus manos. En La sangre del poeta (Le Sang d’un poète, Jean Cocteau, 1932), el creador se mata varias veces en pos de la inmortalidad, se juega el corazón mismo de su infancia muerta, y todo ¿para qué? ¿Para lograr un aplauso burgués? Alcanzar la gloria petrifica la vida; de los laureles cae un polvo de yeso que fosiliza las arterias; la única inmortalidad es la de las estatuas.

El protagonista de Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950) no es feliz en su fama, hasta los policías y las adolescentes le reconocen y se deshacen por un autógrafo. En cambio, los vanguardistas lo desprecian. Pero ¿su infelicidad procede de su fama o del hecho de no ser lo suficientemente reputado entre la juventud más trasgresora? ¿Busca más allá de la muerte una poesía más auténtica o, por el contrario, vampiriza los versos de un poeta muerto para ser idolatrado por los jóvenes? Sus intenciones y deseos son ambiguos: ¿El arte o la fama? ¿La esposa del hogar o la princesa del Hades? La gesta del Orfeo de Cocteau culmina, como Ulises, retornando a Ítaca, olvidando a Calipso en su exilio de Ogigia. El suyo es un relato de fracaso, una obra trágica porque en ella el amor burgués vence sobre aquel otro amor, arrebatado y terrible, de la poesía, de la Muerte y de los dioses; pero ¿acaso hubiera sido un éxito de haber seguido muerta Eurídice?

Las paradojas entre vida y arte —fama y poesía— se extendían a la propia vida de Jean Cocteau. Es en ellas donde hallamos el porqué de su ambivalencia frente al entorno de la Vanguardia o en su discurso de ingreso en la Real Academia Francesa. Respecto a la Vanguardia, le incomoda en la medida en que se torna movimiento y, por tanto, norma, uniformidad, compromiso, cumplimiento, un orden nuevo en el que, para volver a destacar, cree tener que volver a lo normal; respecto a la cultura oficial, sucede lo mismo, pero a la vez se desespera por ser reconocido como parte de ella.





Yukio Mishima expuso una disyuntiva similar: si pasas la vida escribiendo, depurarás tu estilo pero no tendrás nada que contar; si vives a fondo la vida, tu lenguaje será pobre y solo podrá arrojar una pálida sombra de tu experiencia. A menudo, la respuesta de Cocteau ante tal problema consiste en hacer de su propia persona una obra de arte andante y, al mismo tiempo, en crear una obra que contenga una verdad mayor que la vida. Así, emprende algunos momentos de su vida como auténticos actos creadores: se plantea rehabilitar al boxeador Panama Al Brown para que recupere el título mundial; cuando piensa que la vanguardia se ha vuelto dominante, se dedica a pintar iglesias. En sentido inverso, sus poemas, novelas, dramas y filmes tratan de aprehender esa vida oculta, interior, que rara vez sale a la luz.


El poeta desea una fama que desprecia; el hombre busca una vida plena aun a costa de sacrificarla ante el papel. No es extraño que la vida y la obra de Cocteau estén atravesadas por escisiones y grietas, pero es precisamente en estas heridas donde el autor encuentra la auténtica realidad del arte. El poeta tiene la capacidad de cruzar todos los umbrales, de transgredir la muerte, de crear la vida de las cenizas, de traspasar el tiempo, de moverse entre dos mundos. Orfeo (1950) está repleto de fronteras que se atraviesan, puertas, espejos, ventanas, agua, superficies que reflejan el mundo visible y ocultan lo que hay tras ellos. Como nos recuerda Sancho Rodríguez, el poeta intenta aprehender lo que llama «l’Inconnu», «algo que escapa al conocimiento humano y que, por lo tanto tampoco puede ser alcanzado por el lenguaje».

No es un camino fácil, tampoco exento de dolor o riesgo. Incluso, podemos apreciar cierto masoquismo en una poesía que, en ocasiones, se centra en un dolor que condena y salva, en el agon de la creación como sacrificio para el hombre y redención para el poeta, en la enfermedad como celebración de la corporalidad y la gloria inmortal como negación de la vida física. Pero también podemos rastrear esta búsqueda interior en otro concepto que fascina a Pilar Pedraza y que aparece a lo largo de toda la obra del creador: el intervalo.

El intervalo, en palabras de Pilar Pedraza, es “una brecha o grieta que, aparecida en la superficie reflectante del texto, deja ver o salir un contenido inesperado, oscuro, interior, o pone en relación dos mundos que se creían absolutamente separados, […] un tiempo de lo insólito, las tinieblas, el inconsciente, lo equivalente al reverso del espejo” (Pedraza; Pérez Ochando, 2016). En la fisura entre dos planos, sucede lo inefable; en el instante en que tarda en caer una carta en el buzón, tiene lugar un viaje a los infiernos; en el fuera de campo, la imagen se trastoca; más allá del margen de la página, vuelan los ángeles que transportan el poema. Cocteau elabora una poética de la creación que se desarrolla no solo a través de múltiples ensayos —de entre los que destaca La dificultad de ser—, sino a través de su obra de ficción.

Así como no es fácil separar su obra de su vida, tampoco resulta factible separar su pensamiento de su creación. Al Cocteau cineasta, por ejemplo, se le ha acusado de amateur, de aficionado sin técnica; pero, como demuestra Pilar Pedraza en este ensayo, conocía en profundidad la retórica cinematográfica y tenía sus propias ideas sobre cómo crear una película, ideas que perseguía con firmeza aun a pesar de la opinión del director de fotografía o del compositor de la banda sonora, que solo ante el resultado final entendían las razones de Cocteau. Estudiando sus ensayos, se comprende su puesta en escena; analizando su poesía, se revelan los saltos y silencios del montaje.






La obra de Cocteau puede abordarse desde múltiples enfoques: podemos recurrir a la mitología, al formalismo, a la ideología o al psicoanálisis —que a él personalmente tanto le disgustaba—; podemos preguntarle a Jacques Lacan, a Carl Jung o a Sigmund Freud, en cambio, Pilar Pedraza interroga a Jean Cocteau y lo busca en sus propios textos, en sus reflexiones, en sus películas, en sus creaciones originales. Revisar la bibliografía sobre el autor ha sido una tarea heroica, parangonable solo a la del establo de Augías; sin embargo, dado el carácter personal del universo cocteauniano, era preciso regresar a su persona o, por lo menos, a esa sombra que le iba siguiendo a través de sus escritos y cuadernos de dibujo. De ahí que, en esta obra, se preste más atención en releer a las fuentes que en desmenuzar la fragorosa hojarasca que ha ido creciendo desde su tumba —o incluso antes, desde su madurez—; de ahí, también, que se centre tanto en su vida como en todas sus facetas como creador, pues ni estas pueden entenderse desgajadas unas de otras ni, tampoco, de los avatares biográficos del poeta.

Como dijimos, Cocteau hizo de su vida personal una novela —una obra de arte, si se quiere— y la pluma de Pilar Pedraza planea sobre ella esbozando una vista general, pero también deteniéndose en las anécdotas y circunstancias que dan color a sus días. A través de ellos comprendemos el lugar que ocupaba Cocteau en la cultura de un París hormigueante de ideas, estéticas y movimientos, entre los que Cocteau funcionaba como vínculo y catalizador —solo con sus amistades, daría para escribir un libro entero—. De la vida de Cocteau, Pilar rescata rubíes, topacios, diamantes, sin perderse en la gravilla académica que empiedra parte de la literatura universitaria, enterrando el destello del genio.

Jean Cocteau. El gran ilusionista es un libro de cine y, sin embargo, no era posible comprender bien sus películas sin conocer también el resto de facetas del creador, que dialogan abiertamente con sus películas. En ocasiones, adapta sus propios dramas teatrales —Orfeo (1950), Los padres terribles (Les Parents terribles, Jean Cocteau, 1948)—; otras veces, cita su trabajo pictórico — La Villa Santo-Sospir (1952), El testamento de Orfeo (Le Testament d’Orphée, Jean Cocteau, 1959)—; pero siempre trabaja desde una filosofía de la creación coherente a lo largo de los diferentes medios de expresión. Pilar Pedraza entiende la obra de Cocteau como un todo global, por lo que su libro —pese a proporcionarnos una cartografía que facilita la navegación— aborda cada una de sus facetas y establece conexiones entre ellas.

Perseguir al fantasma doble de Cocteau supone internarse en una tierra de lo incierto —quizá en la Zona de Orfeo, al otro lado del espejo—. Damos un paso y nos hemos perdido, damos otro más y hemos pasado del cine a la poesía, de la novela al teatro. Los intervalos son traicioneros y Cocteau no siempre avisa de dónde se hallan escondidos. Por fortuna para el lector, Pilar Pedraza tiende en esta obra los senderos que permiten comprender a este personaje fascinante y demarcar una obra compleja, inabarcable, deslumbrante. Quizá algún lector creyera conocer ya a Jean Cocteau, pero ahora se percatará del resto de facetas que dan sentido completo al universo del creador. La empresa, como dijimos, parecía de lo más arduo, pero, al final, resultó un viaje placentero cuyo resultado es el libro que tiene el lector en las manos.

Atravesemos ahora el espejo. Una mano amiga nos guía, llegaremos al otro lado más sabios, más felices y, quizá, contagiados por la vitalidad de Pilar Pedraza y Jean Cocteau, más jóvenes incluso.