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18.2.19

RESEÑA DEL LIBRO "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", de Eugène Green (Shangrila 2018)



Reseña en 'Posdata', suplemento cultural del diario Levante (Valencia), del libro "Presencias. Ensayo sobre la naturaleza del cine", de Eugène Green (Shangrila 2018). Por Rafael Ballester Añón.



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9.12.18

y XIV. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Praga nevada / Eugène Green



[...] El hombre racional moderno, surgido de la cultura del S. XVIII, piensa que es un “uno” al aprehenderse, y piensa ver “lo uno” al contemplar el mundo: me veo, luego existo, y soy lo que veo; veo el mundo, entonces existe, y es lo que veo. Sin embargo, en mi experiencia, el ser, dada su condición humana, es múltiple, y también lo es el mundo en el que vive. Pero mi intuición, como la de todos los hombres que precedieron al hombre racional moderno, es que lo Uno existe, y que la finalidad de cada ser es encontrar su propia unidad para poder disolverse en lo Uno. 

En esa ciudad cuyo nombre significa el umbral 3, lo que en otra parte era solo pensamiento se convirtió en experiencia. En la blancura material de la nieve, pude encontrar la presencia sonora de mi propio fantasma; al haber alcanzado, frente al río, durante un instante eterno, el conocimiento del presente, de lo Uno, del que me había sido dada una intuición directa en mi infancia temprana, esa misma blancura hizo visible la experiencia, borrando las huellas del cuerpo que, durante ese instante, había dejado de ser. Al mismo tiempo, la blancura reconstituida de la nieve intacta era el signo de la vía a seguir para regresar del reino que yo había encontrado, y para reanudar mi camino. 

“Saber y reconocer que se tiene un saber y un conocimiento de Dios” quiere decir, en relación con el destino, que tengo la sensación de vivir, y transmitir ese saber y ese conocimiento a los otros, bajo una forma que deviene un ser de mi ser, pero independiente de mí, de tal modo que, convertido en mi propio fantasma, soy yo mismo quien regresaría al espíritu del mundo, dejando lo que de mí devino uno, conocimiento de lo Uno, y que permanecería en la eternidad del presente. 

Por eso escribo, por eso intenté hacer teatro, pero la forma más adecuada de esta transmisión es el cine. 

El hombre solo puede “buscar ese uno en sí mismo y en lo Uno” a través de la Naturaleza, es decir, a través de la experiencia, en su totalidad, del mundo del que forma parte. Ahora bien, el hombre racional moderno, cuya huella lleva cada europeo desde hace tres siglos, y cuya influencia se siente, hoy en día, hasta en lo más profundo de Papúa, existe mediante una filtración sistemática que excluye una parte del mundo natural, de manera que, desde la época barroca, el hombre busca su realidad en la representación del mundo. El teatro construye su realidad a partir del engaño absoluto. Ese engaño es la fuente de su potencia y, al mismo tiempo, frente al hombre racional moderno, es su debilidad, porque cuando el hombre logra destruirlo, transforma el teatro en una máquina que no va a ninguna parte. Entonces ese arte mil veces milenario, basado en la idea del sacrificio, y de la vida que nace de la muerte, expresa solamente el credo: me veo, luego existo, y soy lo que veo. El cine, en cambio, construye la representación del mundo a partir del mundo mismo. La naturaleza captada por el cine es aquella en la que el hombre racional moderno cree verse al identificar sus límites, pero también aquella que muestra su misterio. Es el presente en su totalidad, con todos los fantasmas que buscan todavía el fin de su destino, y la paz nacida de la desaparición experimentada por aquellos que ya lo han encontrado. 

El verdadero cine, el cinematógrafo, es un resurgimiento absoluto, terrible, del ritual que es la base del teatro. La víctima sacrificada es el propio cineasta, que al renunciar a ser un hombre racional moderno (el único modelo que, en nuestra sociedad, tiene derecho a vivir sin restricciones) y mostrar a sus semejantes la Naturaleza entera, donde lo visible hace ver las presencias ocultas, deviene el hombre noble que, tras haber adquirido un reino en un país lejano y regresado para dar testimonio del mismo, da a sus hermanos el pan de la vida, y desaparece en la dicha eterna del presente.







   



XIII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Café de Flore, Saint-Germain-des-prés



Una experiencia anecdótica vivida a mediados de los años ‘90, cuando terminaba el guion de Toutes les nuits, se abre a un elemento esencial del cinematógrafo. 

Habitante desde hace casi treinta años del barrio de Saint-Germain-des-prés, conocí su último instante de vida, en los años ‘70,  y asisto desde entonces a su larga agonía. Uno de los acontecimientos más memorables de esta declinación fue la desaparición de la librería Le Divan. Desde mi llegada a París, ese comercio casi centenario había sido la librería en la que me había procurado una gran parte de mis libros, y a la que iba a informarme acerca de las obras disponibles o donde compraba regalos. La no-existencia de ese lugar era tan inconcebible como la de la catedral de Notre-Dame o el jardín de Luxemburgo. Y sin embargo, había que rendirse a la evidencia: primero desaparecieron los libros de los escaparates, luego las estanterías en el interior y al final podía verse, a través de los vidrios, a los obreros que rompían todo para preparar la transformación de la librería en boutique de moda. Ese espectáculo me resultaba tan doloroso que rápidamente adopté la costumbre, al bordear las dos fachadas del negocio, de no mirar más nada.

Pero un día en el que caminaba por la calle Bonaparte, justo antes de pasar de largo por la antigua librería, algo llamó mi atención, a mi pesar. En el espacio absolutamente vacío detrás del escaparate, en la oscuridad de la boutique donde había cesado momentáneamente toda actividad, los obreros que trabajaban en la obra habían abandonado una botella vacía, sobre la que se habían fijado algunas gotas de vino tinto. El objeto, en el centro del espacio desnudo, era lo suficientemente singular como para obligarme a observarlo, pero cuando lo miré de frente, me sorprendió todavía más por el nombre del vino. Exactamente debajo de las perlas rojas sobre la superficie blanca del papel de la etiqueta, vi escrito en mayúscula: CÔTES DE DURAS

Confieso que no siempre he tenido una admiración sin límites por la autora de Su nombre de Venecia en Calcuta desierta, ya fuera la escritora, la cineasta o el personaje público. Sin embargo, ante la ausencia presente de aquella que había simbolizado la última gran época del barrio, de aquella que había visto reinar en medio de su corte en el Café de Flore, de aquella cuya casa se encontraba a pasos de la librería, y que ahora, entre las ruinas de ese lugar mítico que simbolizaba el barrio, se revelaba bajo la forma de un signo, con las costillas atravesadas y el costado sangrante, fui presa de una profunda emoción. 

Tan incongruente como pueda parecer, este ejemplo ilustra bien la naturaleza del signo, uno de los recursos más esenciales del arte cinematográfico [...] 

[...] El signo cinematográfico se basa en la captura, en la materia, de una energía, la de la presencia oculta, y en su fijación en la materia de la película, en la que esa presencia deviene aprehensible para el espectador. Por eso, la revelación del signo, como la expresión cinematográfica en general, es incompatible con el video, porque el video está desprovisto de materia y no capta energía alguna. En el mejor de los casos, bajo una fuerte luz natural, el video tiene la calidad de una fotografía publicitaria. En otros casos, el resultado es todavía peor: una luz que sigue siendo una indicación de la luz, una abstracción intelectual de la imagen que resulta en paisajes aplanados de tarjetas postales, personajes-ectoplasmas que se separan de su contexto como un sujeto que posa ante una tela pintada en una foto antigua, y una homogeneización de la materia, de modo que una mesa no se distingue para nada de la piedra de un muro, por no hablar del sonido “natural” que acompaña a esta técnica y que da la sensación de sustancias pegajosas que fluyen en todas direcciones, como los huevos que los pueblos bárbaros consumen con frenesí poco después del amanecer. Si alguna vez la evolución técnica del video permitiera captar toda la energía que la película argéntica permite captar actualmente, tornándolo capaz de hacer un signo de un elemento del mundo, es evidente que las facilidades de rodaje ofrecidas por el video harían de este el soporte más corriente, de la misma manera que el montaje virtual ha reemplazado largamente el sistema tradicional de montaje. Pero si, en su estado actual, en nombre de no sé qué virtud, el video se impusiera como norma, eso significaría la desaparición del signo, y la muerte del cine en tanto expresión artística [...] 

El signo cinematográfico constituye una expresión platónica ejemplar, porque aprehendemos a través de un solo elemento dos cosas que nuestros contemporáneos considerarían contradictorias: por un lado, lo que llaman la realidad del mundo; por el otro, las presencias invisibles, manifestaciones directas del mundo de las Ideas, que crean un misterio en lo que parecía transparente. Es precisamente porque el espectador siente que un elemento aparente tiene una relación oculta con la representación que está obligado a reconocer lo que el signo conlleva de presencia escondida, y a reconocer la realidad de esta última en su propia existencia. Este aspecto del signo, extendido al conjunto del concepto cinematográfico, hace del cine el arte metafísico por excelencia, porque conduce al espectador a una aprehensión del espíritu a partir de una captación de la materia. Al mostrarle elementos de un mundo cuya realidad es para él incontestable, el cine pone al espectador en presencia de otro mundo, y le hace descubrir que las fuerzas que han trazado un dibujo en la borra del café son las mismas que determinan su destino.







   



XII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Cuadros de Caravaggio en la iglesia San Luigi dei Francesi, Roma



[...] Cuando visité Roma por primera vez en abril de 1970, descubrí una ciudad con vestigios de más de dos mil años de civilización, con iglesias y palacios rebosantes de obras de arte, configuraciones urbanas sorprendentes, ruinas y una animación humana que no se parecía a nada de lo que yo había conocido: los barrios populares de Testaccio y Trastevere (que los Bárbaros todavía no habían comprado por completo), el barrio chic de la Piazza di Spagna (donde había todavía algo más que turistas), los restos de la dolce vita en Via Veneto (donde todavía había señoras que llevaban su pellicia en abril). Pero yo, que desde hacía dos años y gracias a los viajes por el norte de Italia había descubierto mis propios sentidos, y una nueva manera de aprehender el arte y la vida, la materia y el espíritu, me encontré en Roma, curiosamente, como ante un filme “digital” (aunque los filmes digitales no existían todavía y la civilización tenía entonces algunos progresos por hacer), una captura de cosas reales pero desprovistas de energía. Sin poder encontrar la palabra justa, tuve la sensación de que en esa ciudad, pese a toda su existencia en el tiempo, no había presencias

Breves estadías posteriores confirmaron esta sensación, que no se modificó hasta que tuve la oportunidad de pasar varias semanas en Roma a fines de 1976.



Toutes les nuits (Jules y Henri deciden partir a Roma)


Fue poco tiempo después de la muerte de Pasolini. Al contemplar por primera vez la capital italiana como un lugar de violencia y de muerte, partí con una cierta aprensión. Pero desde mi llegada experimenté una sensación de felicidad al pasearme por sus calles. Al cabo de unas pocas horas, en plena tarde, en medio de la multitud que hacía sus compras de Navidad, fui víctima de una agresión. Un grupo de jóvenes me golpeó y me humilló. Una vez superado el shock, reencontré de inmediato el placer de caminar por la ciudad, sabiendo al mismo tiempo que el peligro subsistía. A la tarde del día siguiente se repitió la misma escena, en otro barrio, con otra banda. Esta vez me arrojaron al piso, y la humillación fue mayor. Amigos romanos, que leyeron el incidente según la “matriz” aplicada entonces, me explicaron que había sido víctima de “bandas fascistas”, que me habían elegido como blanco porque llevaba el pelo largo. Pero yo había presentido esos dos ataques como algo inevitable, y la segunda vez, tan pronto como me levanté, supe que ya no corría peligro alguno. Entonces volví a recorrer las calles dichosamente, porque la Ciudad Eterna se había convertido en un lugar de presencias. 

El invierno es una época privilegiada para descubrir Roma. La luz es muy intensa y la noche, que cae a una hora de plena actividad, hace ver en las tinieblas lo que en otros momentos del año se presenta a plena luz. Así, [...] hacia las cinco de la tarde, entré en la iglesia de San Luigi dei Francesi. Afuera, la oscuridad engullía la ciudad, y en el interior del edificio solo algunas concentraciones de cirios creaban aberturas de luz. Llegué hasta la capilla San Marcos, donde no había nadie. La capilla estaba sumergida en la oscuridad. Busqué una moneda de cincuenta liras, la única manera de encender el proyector. Cuando logré encontrar una moneda aceptable, la introduje en la caja y se hizo la luz, una experiencia que Jules debía conocer en una de las secuencias romanas de Toutes les nuits. Entonces, en el medio de la ciudad, pero en el secreto de esa iglesia desierta y oscura, tuve una de las revelaciones más profundas de mi vida. 



Toutes les nuits (Émile en la iglesia San Julián el pobre)


Los tres cuadros de Caravaggio, salidos de las tinieblas, aparecieron ante mí. En un primer momento, mi mirada se paseó de uno a otro, realmente sin ver, o viendo solo lo suficiente como para hacerme comprender que jamás había visto algo tan bello. La luz se apagó pero logré, durante media hora, encontrar monedas italianas o francesas o caramelos aplastados que me permitieron volver a encender los proyectores. Así, en medio de las tinieblas, en secreto, a través del trabajo de un hombre nacido casi cuatrocientos años antes que yo, y que había florecido en esa ciudad, me reencontré con una experiencia indescriptible de mi niñez, llegada por fuera de toda cultura y todo tiempo, y lo hice gracias a una presencia viviente en esa capilla, en esos cuadros [...]







   



XI. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Venus ericina



[...] Empecé a aprender, de a pedacitos, la historia de la ciudad. El antiguo nombre “Erice” le fue restituido en 1934, bajo el fascismo. Hasta esa fecha, y al menos desde el S. XI, la ciudad se llamaba San Giuliano, y su patrono era San Julián el pobre –o el “hospitalario”. Conocí la historia de este santo en 1969, al visitar la iglesia que le está consagrada en París, e inmediatamente concebí la idea de hacer de este mito, portador de una emoción universal, una obra de teatro. Lo logré recién en 1987: es la obra más antigua cuya paternidad todavía reconozco. Ignoraba, en 1969, que esta leyenda era el tema de un cuento de Flaubert, y no hay relación alguna entre mi obra y este cuento, pero el hecho de que me haya conmovido esta historia añade un elemento más a la afinidad que siento con el autor de La educación sentimental

Durante un cierto tiempo imaginé que el patronazgo de San Julián el pobre era una casualidad, pero rápidamente me di cuenta de que Erice había conservado una unidad sorprendente, como centro religioso, a través de todas las civilizaciones que se sucedieron en ella. Porque el monte Eryx siempre había sido el lugar sagrado de una diosa, cuyo templo estaba sobre el promontorio ubicado al este y donde fue construida la fortaleza normanda. Esta divinidad (Astarté para los fenicios, Afrodita para los griegos y Venus ericina para los romanos) siguió siendo la misma, la de la energía sexual y el amor, cuya pasión por un adolescente acabó con la muerte del muchacho y luego con su resurrección. Cuando la ciudad se metamorfoseó en centro cristiano, había un gran coherencia (según la lógica de lo sagrado, no según la de los aticistas) en la decisión de consagrar a la Virgen la “iglesia madre” construida en el lado opuesto al antiguo templo, y de nombrar santo patrono de la ciudad a aquel que, luego de haber conocido una muerte espiritual por haber hundido su mano en la carne de su madre y de su padre, renace gracias a una unión simbólicamente carnal con Cristo. 

También aprendí otra cosa sobre la Ericina que me interesó al extremo. Como en el caso de Dioniso, dios mortal e inmortal, que sufría, moría y resucitaba, y cuya liturgia dio nacimiento al teatro, la presencia de la diosa estaba ligada al ciclo de la vegetación: arribaba a la montaña sagrada de Erice en primavera, en el momento del despertar de la naturaleza, y regresaba a África en otoño, cuando la vida dejaba de ser visible; en ambos casos, la Ericina era acompañada por palomas sagradas. Las que yo había visto dar la vuelta a la ciudad, como si estuvieran sostenidas por una fuerza que emanaba de la propia montaña, y –estábamos a principios de septiembre– como si hicieran una prueba para saber cuánto tiempo les quedaba antes de la partida [...]

[...] Solo ahora comprendo la relación profunda que existe entre esta presencia y el cine. En Erice logré alcanzar, en mi presente, una presencia que estaba en el presente del mundo, y que había existido en el presente de los hombres, en ese lugar, desde que el hombre formaba parte de esa montaña. Esa presencia era real, tanto como la de todos los elementos, materiales y vivientes, que veía a mi alrededor, pero era invisible. No obstante, no logré conocer esa presencia al imaginar una representación, un símbolo, sino al contemplar el mundo visible y aprender a verlo.

Al tomar como material en bruto el mundo material, el cine puede tornar aprehensible esta presencia real en fragmentos filmados del mundo, allí donde el espectador, al ver esos mismos elementos en lo que considera su realidad, solo había distinguido materia. El viático de esta comunión es el cuerpo y el alma de un cineasta, que ya ha vivido esta epifanía y hace de ella un don susceptible de ser transmitido [...]







   



7.12.18

X. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018



Henry James



[...] ¿puede Otra vuelta de tuerca [de Henry James] ofrecer material para un verdadero filme? Contrariamente a lo que imaginaba conforme mi recuerdo de infancia, la respuesta es no, pero permite plantear preguntas fundamentales a propósito del cine. 

Otra vuelta de tuerca no es material cinematográfico porque lo que se cuenta allí no puede hacerse visible. Este problema ya aparece en el lenguaje. Mientras las palabras de Shakespeare, Donne y Joyce tienen una realidad material, las de James no tienen cuerpo; no son sino velos que sugieren la idea de algo, y si uno los corriera, no descubriría nada visible. La palabra de James no es una emanación del verbo, susceptible de ser encarnada y, por lo tanto, de hacerse cine, sino solo una presencia simbólica, una construcción del intelecto. 

Ahora bien, la imposibilidad de hacer cinematográfico este tema va todavía más lejos que una cuestión de lenguaje: es la esencia misma del relato la que está implicada, porque hace imposible cualquier idea de “transposición”.

En efecto, la Naturaleza que encontramos representada en el cine implica siempre una presencia real, que proviene de los elementos que sirven para constituir esa representación, y de su energía, que permanece en la imagen cinematográfica. Esto significa que la ambigüedad del relato de James no puede reproducirse en pantalla. [...] 

[...] me di cuenta, al [releer Otra vuelta de tuerca], por qué siento una hostilidad instintiva hacia lo que se denomina la “psicología” en la expresión artística, y en particular en el cine. La “psicología” representa siempre un análisis intelectual de elementos espirituales, mediante un código que los vuelve materiales, al situarlos en el tiempo y en el espacio. La mayor parte del relato de la institutriz consiste en un análisis de sus propias emociones, o del carácter moral de lo que ve, pero en ningún momento nos permite aprehender esas emociones o la realidad que ve bajo la forma una presencia. Cuando vemos El proceso de Juana de Arco, de Bresson, no percibimos nada de la “psicología” de la protagonista, ni en relación con el S. XV, época del proceso, ni en relación con los años ‘60 del S. XX, época en la que la película fue filmada. Pero aprehendemos sin cesar la realidad presente de un alma humana, de las fuerzas que la rodean y en las que se disuelve, hasta el momento extraordinario, al final, en el que aprehendemos esa presencia real también en la ausencia del cuerpo. 



El proceso de Juana de Arco

 La dolce vita


 El desierto rojo


Diario de un cura rural



Cuando, a los quince años, leí Otra vuelta de tuerca por primera vez, experimenté una sensación de terror, y creí encontrarme en presencia de una realidad oculta. Al releer este relato más de treinta y cinco años después, en busca de un tema cinematográfico, me decepcionó encontrarme ante una demostración de puritanismo en acción: la recuperación y racionalización de lo sagrado, la sustitución de la presencia real por la presencia simbólica. Pero si bien no encontré allí material cinematográfico, esa relectura volvió a sumergirme en las aventuras de mi adolescencia, y me condujo al momento en el que vi por primera vez La dolce vita y El desierto rojo, y Diario de un cura rural, tres películas sin fantasmas en las que aprehendí, sin poder todavía ponerlo en palabras, qué es una presencia real y cómo el cine puede tornarla comprensible [...]







   



5.12.18

IX. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Ordet



[...] En ocasión de la presentación de las películas de Carl Dreyer en el cine Reflet Médicis descubrí Ordet. Si nunca antes había encontrado la ocasión de ver esta obra, es probablemente porque me suscitaba una cierta inquietud. Esa aprensión no era injustificada, porque al ver finalmente Ordet me pareció a la vez impresionante, como todas las películas de su autor, y también un tanto fallida. El sentimiento de decepción nace sobre todo en re-lación con la última secuencia, la más célebre, en la que se ve la resurrección de una mujer muerta. 

Al no ser del todo refractario a esas cuestiones espirituales, ni a la representación de un milagro, reflexioné largamente sobre la causa del malestar que había experimentado durante esa parte del filme y sobre el hecho de que, aunque soy totalmente hostil a eso que los manuales escolares llaman el “clasicismo”, sin embargo había encontrado en la película un falta de “verosimilitud”. Creo que mi reacción ante este pasaje se explica por una ruptura que se produce en él en relación con la estética del propio Dreyer, y en relación con la naturaleza del cine. Este problema echa luz sobre los vínculos existentes entre este arte del S. XX y nuestra herencia cultural. 

Pese al gran dominio técnico del cineasta, la primera parte de la película cuadra mal con el tema, acerca del que rápidamente adivinamos que trata la presencia de lo sagrado en la realidad terrenal. Por la intensidad de las palabras que profiere, por la concepción de las imágenes de las que surge, iracundo, aislado, destacándose en el interior delicado de la casa y, finalmente, por la energía real, sin psicología, del intérprete, Johannes, el hijo que se cree Cristo, logra en sus breves apariciones crear un elemento extraño, en desacuerdo con la superficie lisa de la realidad de los otros personajes, que el espectador puede recibir como una experiencia de trascendencia. Pero todo el resto de esta mitad del filme, los diálogos psicológicos, la exploración del conflicto social entre la familia del viejo campesino y la del sastre, con la oposición entre las dos tendencias religiosas (que se asemejan enormemente en su moralismo rígido y en el materialismo de su fe), y sobre todo la estética teatral de la “puesta en escena” (y aquí está palabra no está fuera de lugar), con un campo correspondiente al espacio escénico en el que los personajes entran frente a la cámara y del que salen para volver a las “bambalinas”, no hace sino crear un mundo donde lo sagrado es impensable, y se expresa en términos básicamente no-cinematográficos. 

La segunda mitad de la película toma otra dimensión con la aparición de la muerte, y también encuentra nuevos recursos. Aunque las escenas se desarrollan siempre en decorados de interior, el campo se ahonda y las imágenes respiran, mientras que las secuencias se hacen menos largas y el ritmo de su sucesión conlleva una emoción verdadera, derivada de su energía. Especialmente, los personajes tienden a perder su legibilidad psicológica para convertirse en misterios que evolucionan en un misterio mayor y, por eso mismo, parecen más “verdaderos”. 

La única excepción es la niña que pierde a su madre. Si nos conmueven los intérpretes muy jóvenes de Truffaut o Kenneth Loach, es porque estos cineastas supieron captar precisamente lo que los niños esconden, su más íntima realidad. Dreyer, desafortunadamente, hace “actuar” a la niña, que imita, como una actriz psicológica, el “candor” y “la inocencia inconsciente” que se suponen propios de la infancia, de tal modo que, frente al personaje de su tío loco, que no actúa nada, y del que el cineasta logró hacer aprehensible un misterio interior, la aparición de la niña rompe, pero solo durante una escena, la potencia terrible de esta parte de la película [...] 







   



3.12.18

VIII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018



Marcel Proust



[...] existe una relación más general, y sin duda más interesante, entre este [Marcel Proust] y el arte cinematográfico, porque Proust intentó dar un nuevo impulso a la novela, considerada en el S. XIX la forma de expresión más adecuada para representar la realidad, a cuyo reemplazo había aspirado el cinematógrafo. Especialmente porque Proust pretendió hacer ingresar en la expresión novelística una dimensión de la realidad que la sociedad no tenía en cuenta, podríamos estar tentados de considerar su obra como una competencia del nuevo arte, o bien como un modelo posible. 

Leí íntegramente En busca del tiempo perdido en seis meses, cuando tenía veinticuatro años. Fue una lectura que me marcó profundamente, pero conservé el recuerdo de un estilo sin sintaxis que, por la molestia constante que provocaba, me hacía insensible a todas esas reflexiones tan sutiles y tan delicadas que adoran los espíritus refinados del Antiguo y el Nuevo Mundo. Pero si mi tosquedad me impidió seguir al narrador en esas etéreas alturas, me impactaron en cambio otros personajes de la novela, cuyo aspecto físico, gestos y maneras de hablar recordé durante muchos años. Al releer hace poco El tiempo recobrado, mi impresión se matizó un poco. El estilo es menos insoportable que en mi recuerdo, porque más que de una ausencia de sintaxis se trata de una sintaxis asmática. En lugar de construir sus frases con la energía interior de la lengua, Proust escribió con su respiración física real, y el cuerpo de su frase no es la palabra francesa sino el cuerpo sufriente de quien escribe. El resultado es que las palabras se encadenan en un fragmento que a un cierto punto se bloquea; entonces, cuando se recupera un poco el aliento, ese fragmento se liga libremente al siguiente, hasta que se logra un conjunto. Lo que prevalece es el pensamiento y la lengua no es sino un medio. Dicho de otra forma, Proust puede ser traducido (y en ese sentido es un escritor “moderno”) mientras yo sigo estando convencido de que toda gran obra literaria es intraducible, precisamente porque su realidad material y espiritual son inseparables y están unidas en la especificidad de una lengua. 

Se podría replicar que la innovación de Proust es precisamente el hecho de que su estilo reproduce el movimiento intelectual de alguien que piensa. Pero este pensamiento no puede encarnarse fuera del cuerpo que lo ha producido, porque está compuesto de palabras pero no conduce a la palabra: Proust nos propone un lenguaje puramente material, que puede evocar y explicar cosas del espíritu pero que no puede transformarse, en su realización sonora, en un lugar sagrado. Esto representa, evidentemente, una elección estética, pero igualmente filosófica, que determina el sentido de la obra. 

La última parte de esa obra, El tiempo recobrado, se presenta como la síntesis y la consumación de dicho pensamiento. La idea de que una vida humana puede disolver el tiempo a través de la memoria, idea que el narrador intuye por primera vez con la experiencia de la madalena, se confirma y se explicita durante el último episodio del relato, la matiné en la casa de la princesa de Guermantes. Cuando en el patio del nuevo hotel del príncipe, tras haber tropezado con adoquines desiguales, el hombre que nos habla recupera su aplomo y se encuentra con un pie más arriba que el otro, revive con esta sensación física, como una realidad presente, un instante preciso del pasado, ese en el que, en Venecia, sus pies descansaban sobre dos adoquines desiguales del embaldosado del baptisterio de San Marcos.1 Así renace en él “un verdadero momento del pasado”2, y el descubrimiento de una posibilidad abierta al hombre de abolir el tiempo: el ser que se tienta y se cree una pluralidad de seres, en tanto se ve en una transformación perpetua, encuentra su unidad cuando revive su pasado como un momento de existencia física en el presente. Las reflexiones que el narrador hace sobre este descubrimiento en la biblioteca del hotel de Guermantes, mientras espera entrar en los salones, y que prolonga, en un monólogo interior, durante la recepción mundana lo convencen de la necesidad de hacer de su vida una obra literaria, que le permitirá, al abolir el tiempo, hacer entrar el pasado en el porvenir y fijar de una vez y para siempre la realidad de su experiencia, que no reside en aquello que ha vivido sino en lo que su imaginación ha hecho de ello [...] 







   



29.11.18

VII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Stéphane Mallarmé



Una rápida mirada a la Europa del período comprendido entre 1871 y 1914, en la que nacerá precisamente el cinematógrafo, puede dar la impresión de que la “respuesta normanda” no hubiera tenido descendencia. La “filosofía” del S. XVIII y las transformaciones sociales y económicas que sucedieron a los acontecimientos de 1789 dieron nacimiento, en el último tercio del S. XIX, a una civilización que presenta una apariencia de estabilidad y en la que el materialismo y la economía industrial pudieron proponer un modelo de “felicidad” que, si bien concernía a una pequeña parte de la población, valió a esta época, a posteriori y a través del prisma de la Gran Guerra, el epíteto de “bella”. Dos variantes principales de esta civilización se constituyeron en Gran Bretaña y Francia. En el Reino Unido, una sociedad de esencia puritana, que había desacralizado y racionalizado la monarquía en el S. XVII y que en el curso de los siglos siguientes había establecido una dominación militar y económica sobre gran parte del planeta, se ocupó con una seriedad imperturbable de hacer marchar una economía fundada en el liberalismo salvaje. Esa sociedad se caracterizaba, en sus lugares de vida y en todo lo que producía, por una fealdad de la que no se sonrojaba y por una aristocracia que, aprovechándose de la energía burguesa para hacer avanzar sus propios negocios, consolidó privilegios sin equivalentes en el mundo occidental. En Francia, una aristocracia que bajo la Tercera República ya no tenía asiento político alguno recuperó una influencia perdida desde la Fronda, y al llevar una vida mundana brillante, si bien separada de la vida social real, sirvió de modelo e ideal no solo para la burguesía que detentaba el poder auténtico sino también para una gran parte de los artistas franceses y europeos. 

En la expresión creativa, se constituyeron dos polos. Por una parte, estaban aquellos que buscaban dar una representación, admirativa o contestataria, de la sociedad en la que vivían, y aceptaban su postulado de que la materia constituía un fin en sí misma. Esto produjo un arte del divertimiento y un arte de la crítica social, dos tendencias que continúan hasta nuestros días, también en el cine. Por otra parte, encontramos artistas que buscan representar una verdad más allá de los límites establecidos por la sociedad, y que podemos calificar como metafísica. Ahora bien, debido a la marginalización de la cultura religiosa en una sociedad que devenía “laica” y la creación de un arte oficial que descartaba todo intento de buscar la trascendencia incluso en el propio mundo material, la Belle Époque dejaba poco espacio, en las artes heredadas del pasado, para una búsqueda espiritual. Las criaturas orientadas en este sentido se veían obligadas, por lo tanto, a buscar una puerta estrecha que les permitiera efectuar el pasaje de una manera casi clandestina.

Al ofrecer una de las respuestas más extremas a este problema, con un campo de aplicación que se extiende más allá de la poesía, Stéphane Mallarmé ejerció una influencia profunda en Francia y en el extranjero. 

El hombre era en apariencia una madeja de contradicciones. Al situarse fuera de toda creencia religiosa, estaba atormentado por angustias espirituales; intelectual pequeño-burgués de su época, soñaba con alcanzar lo sublime a través de la poesía; de sus oficios reconocidos, profesor en la escuela pública y cronista de la moda femenina, buscaba revivir el esplendor y el refinamiento de la corte de Urbino en su estrecho salón de la calle de Rome; agobiado por la esterilidad tanto de la carne como de la palabra, todo su esfuerzo vital se concentraba en una encarnación del verbo; hombre del Norte, anglicista casado con una alemana, no cesaba de soñar con la luz meridional, no por la claridad que esta arrojaba sobre el mundo sino por los misterios que permitía entrever [...] 







   



27.11.18

VI. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018



Gustave Flaubert



En torno a 1850, dos elementos que marcan una ruptura importante con la cultura burguesa del S. XIX, la ficción de Flaubert y los comienzos del impresionismo, son de origen normando. Podemos considerarlo una casualidad, si creemos en las casualidades.

Pero también es posible establecer una relación entre el lugar y sus efectos. En tanto provincia francesa, la especificidad de Normandía reside tanto en la geografía como en su historia. Es un territorio dividido en dos por el Sena, que vincula la región a la capital y la arraiga en un Estado pero al mismo tiempo desemboca en el mar, esa apertura a lo universal y lo infinito. Este movimiento hacia el exterior, inscripto en la geografía, es relevante: junto a Bretaña y Aquitania, Normandía es una de las regiones con mayor extensión de costas de Francia, y los puertos han jugado un rol esencial en su economía y su historia. Hay una gran diversidad de paisajes y una gran variedad en la calidad de la luz. Desde el punto de vista histórico, Normandía es también una de las regiones con una larga memoria “no francesa”: invadida en los S. IX y X por bandas de bárbaros nórdicos, que lograron afianzar una dominación política sin modificar el fondo humano y cultural galo-romano, Normandía fue en el S. XX, bajo el gobierno de Enrique II de Inglaterra, un ducado independiente en el centro de un inmenso imperio, que incluía Anjou, Aquitania, Inglaterra y Sicilia. Así, esta región “rural”, que vive en la realidad material de una rica economía agrícola, también es portadora de un imaginario que, a través de la actividad portuaria y el pasado histórico, hace una referencia constante a “otra parte”, en el espacio y en el tiempo. 

Puede sorprendernos vincular dos fenómenos tan diferentes como el trabajo de Flaubert, un artista solitario que se desmarca de todas las tendencias culturales de su época, y el movimiento “impresionista”, percibido de entrada como una acción grupal que rápidamente se desplazó a la capital. Pero además de la “unidad de lugar” de ambos fenómenos, y del hecho de que constituyen la primera impugnación “moderna” del romanticismo, espero demostrar que estas dos respuestas normandas constituyen los inicios del cine. 

Flaubert dio una respuesta ambivalente a la creación artística desde su primer y consecuente ensayo de ficción, publicado recién en 1912 bajo el título “La primera educación sentimental”. La ambigüedad provenía de la descomposición, por parte del autor, de los dos elementos aparentemente contradictorios de su ser, reproducidos en los dos protagonistas, Henri et Jules, tal como Flaubert lo admite explícitamente en una carta a Louise Colet del 16 de enero de 1852:

Literariamente hablando, hay en mí dos hombres distintos: uno cautivado por los gritos, el lirismo, los grandes vuelos de águila, todas las sonoridades de la frase y las cumbres de la idea; y otro que tantea y ahonda en la verdad tanto como puede, que ama hacer visible el hecho pequeño de una manera tan poderosa como el grande y que quisiera hacerte sentir materialmente las cosas que reproduce; a este último le gusta reír y disfrutar con las animalidades del hombre. En mi opinión, La educación sentimental fue un esfuerzo por fusionar estas dos tendencias de mi mente (hubiera sido más fácil tratar la cuestión humana en un libro y hacer lirismo en otro). Fracasé.

Flaubert es uno de los raros escritores de su siglo en haber reconocido esta dualidad, este conflicto, en el interior de un mismo ser, entre la realidad de la materia y la del espíritu. Igual de rara es su capacidad de reconocer una derrota, y en esa misma carta a “la musa” considera un segundo fracaso sus versiones sucesivas de La tentación de San Antonio. “Ahora”, reconoce el autor, “estoy con mi tercer intento. Sin embargo, ya es hora de triunfar o arrojarse por la ventana” [...] 







   



23.11.18

V. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Félix Nadar - Sarah Bernhardt



Por lo general, consideramos la invención de los hermanos Lumière como el resultado de la evolución de la técnica, porque los productos artísticos están siempre vinculados con los progresos científicos y sociales. Por el contrario, creo que el cine, como toda forma de arte, es la expresión de una civilización y una mentalidad en un contexto dado: si el cinematógrafo nació a fines del S. XIX, es porque se lo experimentaba como una necesidad, de tal suerte que, si las bases técnicas no hubieran existido, habría que haberlas inventado. 

El principio de la camera oscura, conocido desde la Edad Media, permitía al hombre hacer entrar en una caja la energía de un cuerpo celeste, y ver cómo constituía una imagen aprehensible. Desde el origen, la invención extrajo su legitimidad de una paradoja, porque se trataba de una habitación a oscuras utilizada la mayoría de las veces para ver el sol, pero el ojo humano no podía contemplarlo sin ser sumergido para siempre en las tinieblas. Este aspecto metafísico de la invención se acentuó en el Renacimiento, cuando se construyeron camere oscure lo suficientemente grandes como para recibir hombres. Se transformaron así, de algún modo, en el equivalente de los teatros de memoria practicables: inventados como estructuras utilitarias para aplicar el arte de la memoria artificial, esos teatros devinieron lugares de epifanía, extensiones universales y atemporales de la memoria. Asimismo, en una de esas habitaciones a oscuras, concebidas inicialmente como herramientas de investigación de la naturaleza, o como ingegni para ayudar a los artistas, un hombre podía alcanzar un conocimiento metafísico acerca de la relación entre la luz y la materia, así como de su suspensión en el tiempo.

Este aspecto de la camera oscura fue completamente... oscurecido cuando esta fue reinventada y perfeccionada en el S. XIX. Las primeras fotografías de Niepce, tanto como aquellas realizadas según la técnica puesta a punto por Daguerre, se consideraban frutos de un gran avance técnico, a saber, la posibilidad, por medio de una reacción química, de fijar la imagen formada en la caja sobre una materia física, pero este hallazgo fue clasificado como una de las etapas del Progreso, sin consideración alguna por la dimensión espiritual que podía implicar, y ni siquiera, en un primer momento, por sus posibilidades artísticas.

A mediados de siglo, la invención del negativo de colodión húmedo acabó por hacer de la fotografía el medio privilegiado de difusión de imágenes, sucesor moderno del grabado. Pero lo que se apreciaba en la imagen fotográfica era lo que se consideraba su “positivismo”. Se suponía que dejaba poco lugar, o ningún lugar en absoluto, a la “interpretación”, y que constituía, por el contrario, una reproducción “objetiva” del tema, ya fuera un sitio natural o urbano, un cuadro, o un ser humano. La idea de que ese nuevo milagro de la ciencia podía reproducir a un individuo en su realidad material dio lugar al retrato fotográfico, que supuestamente restituía la identidad del sujeto con la misma exactitud objetiva que su estado civil, de tal suerte que se podía dejar una foto como tarjeta de visita. Sin embargo, fue en el ámbito del retrato donde la fotografía demostró por primera vez sus posibilidades artísticas. 

Félix Nadar, que practicó la fotografía a lo largo de toda su larga vida (1820-1910), se reveló, en 1855, como un gran maestro del retrato fotográfico, al introducir en ese arte paradójico una antítesis histórica, porque es conocido sobre todo por su galería de grandes figuras del arte romántico, mientras que su propio arte estaba lejos del romanticismo. Nadar fotografiaba a sus retratados sin “hacerlos posar”. Les dejaba instalarse, en una iluminación previamente establecida, y era su ojo el que determinaba el encuadre y el instante preciso de la foto. Dicho de otra forma, lo que interesaba a este fotógrafo no era lo que el sujeto daba a ver, sino más bien su naturaleza general [...]