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9.1.15

EL FANTASCOPIO: "EL LOBO DE WALL STREET" ("THE WOLF OF WALL STREET", MARTIN SCORSESE, 2013) - AHORA LA JAULA ES DE VIENTO




EL LOBO DE WALL STREET 
 (THE WOLF OF WALL STREET
MARTIN SCORSESE, 2013)


AHORA LA JAULA ES DE VIENTO




POR MARIEL MANRIQUE



I sing the body electric
(Walt Whitman, Leaves of Grass)



La economía política del capitalismo industrial descripto por Max Weber oprimía al trabajador en una jaula de hierro. Exigía una organización burocrática rígida de estructura piramidal, basada en lazos sólidos de asociación. Tal como lo describe Richard Sennett en La corrosión del carácter, Weber sabía bien que esa jaula de hierro de la sociedad moderna (definida por Michel Foucault como un mecanismo de auto-punición) no cumpliría su promesa de justicia social: la postergación del goce sería infinita, el sacrificio diario no tendría tregua y la recompensa prometida no llegaría nunca. Pero tendemos a conformarnos con mucho menos de lo que legítimamente nos correspondería y la jaula de hierro daba paz: vínculos fuertes de autoridad, un trabajo estable, relaciones sociales duraderas y un futuro previsible. La ética protestante del S. XVII que examinó Weber, convertida en el ascetismo mundano del S. XVIII, desembocaba en el ahorro y la represión del placer. Benjamin Franklin, en la tierra prometida del otro lado del océano, no gastaba en pipas ni cerveza, acumulaba peniques en prenda de virtud y gestionaba el tiempo como si fuera oro. Porque el tiempo era oro y no había que perderlo. El tiempo fue, desde el mundo rural cantado en Los trabajos y los días o las Geórgicas, el recurso fundamental del campesino, sujeto al dictum: “no pospondrás”. Procastinar no era una opción. Hesíodo y Virgilio predicaban el valor de la disciplina auto-impuesta en la regulación del tiempo, para combatir y controlar tanto el poder indiferente de la naturaleza como la tentación y el vicio de la anarquía interior.

La jaula de hierro ofrecía, como toda prisión en la que en definitiva se permanece por voluntad propia, algo en que creer. Toda creencia es por definición idólatra: exige un objeto tangible de adoración. Cruces para el Nazareno, estampitas para el santo, libros sagrados manchados de sangre, milagros oportunos y bendiciones papales; esculturas ecuestres y bustos para el líder, manuales y mandamientos de partido, afiches y pins de campaña electoral; el rostro del que amamos. El objeto es el símbolo que porta el creyente. En El Lobo del Wall Street (Martin Scorsese, 2013), Jordan Belfort se nos presenta aspirando cocaína en el culo de una chica y exhibe sin rodeos su objeto devocional, el pasaporte directo a los mejores culos femeninos y la cocaína de máxima pureza: un dólar billete. Belfort es un as de la estafa bursátil, el paradigma del capitalismo financiero: Belfort vende humo. Bienvenidos al rendimiento rápido, las exigencias de movilidad y adaptación sobre la marcha, la erosión de la experiencia acumulada, las empresas dinámicas, los vínculos fugaces y flexibles y las arenas movedizas del capitalismo impaciente que hace estallar las Bolsas de Valores y las ventas de ansiolíticos y quema las cabezas de sus operadores. Belfort es un self-made man que hizo de su creencia una obsesión y la pasó fantástico hasta que lo pescaron, lo condenaron por estafa y lavado de dinero, delató a unos cuantos para reducir su pena, jugó al tenis en su prisión de lujo y salió para contarlo en dos libros de memorias que fueron best-sellers y en los que Scorsese y su guionista Terence Winter abrevaron para cerrar un tríptico perfecto con Goodfellas (1990) y Casino (1995), dos películas clásicas de gangsters y estructura circular, en las que el “héroe” criminal vuelve a su exacto punto de partida, en un implacable movimiento de ascenso y caída sin ánimo ni coda de redención.

El primate Mark Hanna, mentor de Belfort en LF Rothschild, lo instruye para siempre en un almuerzo a puro martini seco, matizado por el canto delirante de una especie de mantra tribal. Pone en dos líneas bibliotecas enteras, con un poder de síntesis que bien quisiéramos para Thomas Piketty: el capitalismo financiero no produce nada, nadie tiene la menor idea de si las acciones van a bajar o subir y lo único que importa es que el cliente compre, reinvierta y siga comprando sin parar; para aguantar y mantener el ritmo, la receta es merca, putas y pajas. Bienvenidos a la película más desaforada, estruendosa y eléctrica de Scorsese, una rara avis en la que lo que hay es lo que ves porque la forma de contar a Belfort es Belfort en estado puro, una bacanal adrenalínica sin pausa ni moral. Incómoda porque no juzga, problemática porque electrocuta las hojas de hierba, gloriosa porque no alza el dedito acusador, reveladora porque no tiene nada, absolutamente nada, que ocultar. Pocas veces se vio tanta orgía, tanto cuerpo expuesto de cabo a rabo. Tanto espíritu mostrado en su hiperexcitada planitud, sin moralinas baratas a lo Gordon Gekko. No hay conspiraciones, trampas ni contubernios. Belfort y sus secuaces (que solo tienen que “ser jóvenes, imbéciles y hambrientos” para triunfar en el negocio) no complotan en pasillos oscuros para asestar sus golpes, no se reúnen a urdir sus desfalcos, no tienen (como el Patrick Bateman de American Psycho) una doble cara, creen en cuerpo y alma en su credo volátil. Son así las 24 hs. Así de fascinantes y patéticos. Una mezcla que hace de la película una farsa con sus tramos de slapstick. La misma farsa de la que habla Sennett cuando describe el imperativo de velocidad y la consecuente “superficialidad degradante” del trabajo en equipo en el capitalismo actual.

Esta jaula es la jaula de viento de la transacción histérica y el consumo constante, con los mismos barrotes maquillados. De una jaula a otra, con sociedad de redes y tecnología de la información en el menú, no ha cambiado ni la naturaleza del sistema de producción ni la organización de la estructura de poder. Lo saben, entre tantos otros, los integrantes del tendal de víctimas de Belfort, sabiamente elididos en el filme (¿para qué mostrarlos si la propia operación especulativa los incluye todo el tiempo, si su potencia deriva precisamente de su borradura y su breve aparición, como un destello, en la figura del fiscal en el subte, sujeto a una rutina agobiante y mal remunerada?). Lo sabe el propio Belfort, que es el líder nato y la autoridad reverenciada como un pastor evangelista en Stratton Oakmont, por cuyas oficinas desfilan prostitutas, se lanzan enanos al blanco, se pasean chimpancés en patines y se le afeita en público la cabeza a una empleada que aceptó ser rapada para ganarse un bonus de diez mil dólares. Belfort sabe a quién daña y cómo humillar. No hay aquí especializaciones burocráticas a las que imputarles la “banalidad del mal”, sino sujetos voraces e imputables. Que no están alienados (el mal del S. XX), porque son plenamente conscientes de sus actos, ni sufren de anhedonia (la peste del S. XXI), porque los ponen al palo el dólar y el consumo (de sustancias, de carne femenina como orificio y cosa, de mansiones, yates y helicópteros).       

Que vivan al palo es una prueba en contra del carácter “flexible” de la nueva ética del trabajo. Nada más duro, más colocado ni rígido (por ingesta de ludes y pulsión monocorde por el rendimiento) que estos chicos pegados a un teléfono. Que Scorsese los filme en plan festín desnudo es hacerles justicia, porque no dan para otra cosa. Esa carencia es la distancia entre el Jay Gatsby escrito por Fitzgerald, filmado por Baz Luhrmann y encarnado por DiCaprio, y el Jordan Belfort que también se carga DiCaprio a sus espaldas (con la espléndida compañía de Jonah Hill como un Sancho Panza suelto en Manhattan), en un ejercicio de transmigración. No hay espacio ni interés por el amor en esta historia (pensemos que el amor debe tener espacio, que la medida del amor es el espacio, físico y mental, que estamos dispuestos a darle). Por Daisy Buchanan, Jay Gatsby lo apostaba todo. En Gatsby había épica porque había amor y ese amor era una luz en el muelle del otro lado de la bahía, un resplandor intermitente que eclipsaba los fuegos de artificio de las fiestas que Gatsby montaba para deslumbrar a Daisy (pensemos que la épica del amor anida en un objeto cotidiano, en un hecho menudo como la luz de una casa frente a la bahía, un reflejo en el pelo o en los botones de un vestido). Scorsese rueda un filme indoor, hecho casi exclusivamente en interiores y concentrado en el mundo-Belfort, donde la pasión es vacua y extra-large y el único contacto con el otro es transaccional y se mide en metálico (el “hogar” de Belfort es la residencia de su mujer-trofeo y un bebé invisible, el objetivo de los viajes a Suiza es salvar el dinero). 

Jordan Belfort es hijo del American Dream y se pasa la bandera americana por el culo. Es un principio elemental: el capital no tiene ideología. A Scorsese siempre le gustaron los obsesivos, esos que cruzan el límite de la pasión a la compulsión. Hasta el último día, Belfort seguirá dando cursos de cómo vender un boli, con el carisma de los predicadores y la entrega de un bombero voluntario. Pero a diferencia de Henry Hill o Sam Rothstein, Belfort no tiene códigos (ni siquiera códigos mafiosos). Es el segundo principio básico: el capital no solo está fuera de la ley, hace la ley a su medida. Ha creado a su medida hasta sus propios paraísos (fiscales).

Hay lobos en Wall Street, los habrá donde huelan sangre. Como el viento de esta jaula enorme, es un tipo de sangre que no se ve, aunque esté por todas partes. “¿Lobo estás?”, pregunta Caperucita, que se muere de ganas de morder aunque sea las sobras de la fiesta. “Hombre lobo del hombre”, dijo Hobbes, pero no era cierto. Era la excusa para un pacto. Se llamó “pacto social” y fue nuestra primera transacción.

      


    




17.4.12

DERIVAS Y FICCIONES: LA INFANCIA EN EL CINE - "HUGO" (MARTIN SCORSESE, 2011) - INSTRUCCIONES PARA AHORCARSE CON UN RELOJ

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET




LA INFANCIA EN EL CINE
HUGO 
(MARTIN SCORSESE, 2011)
INSTRUCCIONES PARA AHORCARSE CON UN RELOJ



POR MARIEL MANRIQUE


Le joujou est la première initiation de l'enfant à l'art,
ou plutôt c'en est pour lui la première réalisation, et, l'âge mûr venu,
les réalisations perfectionnées ne donneront pas à son esprit
les mêmes chaleurs, ni les mêmes enthousiasmes, ni la même croyance.

(Charles Baudelaire, "Morale du Joujou",
Le Monde Littéraire, 17 de abril de 1853)



I.          La línea recta del sueño ferroviario

Las cabezas ilustradas del Siglo de las Luces enarbolaron la “Razón” como bandera, del mismo modo que una Francia antropomorfizada, devenida vestal seductora de pecho descubierto, enarbola la bandera francesa en “La libertad guiando al pueblo”, pintada por Eugène Delacroix en 1830. Ese pedazo de trapo que flamea agitado por el viento revolucionario lleva escrita una promesa que solo los idiotas, los herejes o los locos podrían cuestionar: la razón es el instrumento con el que el hombre dominará el mundo, domesticando su mandíbula inquieta y sus zarpazos nerviosos con el bozal de la taxonomía que ordena y clasifica la selva del lenguaje y las sogas de la disciplina que mecaniza y reglamenta el ritmo de los cuerpos.


El S. XIX alza palacios de cristal en los que se exhiben globos aerostáticos, velocípedos náuticos, pabellones consagrados al vertiginoso progreso de la industria y zoológicos humanos de razas exóticas evangelizadas por el conquistador colonialista. Los visitantes peregrinan, fascinados, hacia los altares de la mercancía. Las noches del S. XIX se pasean entre escaparates con cantos de sirena, se iluminan con el prodigio de la luz eléctrica en la extensión calculada y prolija de los boulevares y se sueñan velozmente a vapor, entre encantadoras postales de turismo e implacables grillas urbanas. Nace el detective de canon “holmesiano”, dotado de capacidad de observación y guiado por la lógica deductiva; la humillación del capote remendado y el precio espiritual del capote nuevo; y el amor condenado, fuera de foco y de serie, de Madame Bovary. 


Show aéreo en Le Grand Palais
Leon Gimpel 
París, 1909


En el espacio público circula público de toda especie. Si el campesino se sentía parte de un todo jalonado por ciclos estacionales, los ciudadanos se cuidan a sí mismos en los cronometrados remolinos del anonimato. El blanco manto de las catedrales retrocede ante el colorido de las tiendas, el espejo brumoso de los cafés, las excursiones con guantes y sombrilla a la Isla de la Grande Jatte, las pistas de arena de los circos y las gradas polvorientas de los hipódromos. Hegel predica una teleología de la historia de la que continentes enteros han sido borrados. Sus antecesores en la teoría social pregonaban las bondades del gobierno civil, liberal y parlamentario, mientras traficaban esclavos en Haití. Del otro lado de la Isla de la Grande Jatte, las chimeneas fabriles escupen humo negro. El humo negro se come los pulmones de los niños deshollinadores de Charles Dickens. Jack the Ripper estrangula prostitutas pobres en las sórdidas calles de Whitechapel.

En un siglo marcado por dos revoluciones, se acuña la moneda del progreso que dos guerras mundiales partirán en pedazos en el siglo siguiente. El veneno anidaba en la moneda. En el siglo siguiente, las ciudades serán arrasadas por las bombas. Habrá ruinas donde se trazaron mapas. Entre las líneas del contrato social se moverán los hombres como lobos del hombre. Si una metáfora posible del S. XIX es la utopía de un tren en línea recta hacia un futuro de iguales, el tren del S. XX transporta deportados hacia el tiempo quebrado y descompuesto de la fosa común.

A caballo entre esos dos siglos, paridas por la modernidad y fagocitadas por los fascismos, las vanguardias históricas deshacen la perspectiva tradicional renacentista, emancipan al significante del significado impuesto por las academias, descienden al subsuelo psíquico del inconsciente para extraer de su fondo (como quien cava y rescata un manojo de perlas radioactivas) el cuaderno evasivo de los sueños, disparan contra el monopolio del punto de vista único y licuan la hegemonía en la abstracción. Cézanne ya había enrarecido las naturalezas muertas, insuflándoles una incómoda inestabilidad, y Goya había escuchado, en su quinta de sordo, el ruido atronador de las pinturas negras. Molly Bloom había desbordado las páginas de Joyce para arrojar palabras como peces de una garganta liberada de la red opresiva de la sintaxis. Molly se salía del libro para tocar las cosa -“mmmhh, yes”, hubiera susurrado Molly, tal como la cantó Kate Bush en “The Sensual World”. La música había dispuesto gradualmente su implosión, al quebrar la conexión armónica y problematizar con la atonalidad las jerarquías de las claves mayores y menores. El arte olió con anticipación el accidente cuando el cine no había nacido todavía. 

Accidente de tren en la estación de Montparnasse
París, 1895


El cine nace, como los niños, sin poder hablar, mientras los artistas de vanguardia se especializan en dinamitar el lenguaje. En 1916, el poeta dadaísta Hugo Ball funda en Zurich el Cabaret Voltaire, donde organiza veladas para recitar fonemas. Su oficio es el trastorno. Responde al trauma de la guerra con una nueva forma de mirar el mundo, que exige el ojo activo del espectador. No hay revolución posible sin formas revolucionarias. El gesto vanguardista es, en definitiva, el rescate del fragmento pobre, la exploración de lo banal y la yuxtaposición de lo heterogéneo. Un collage en el que nada es lo que parece y la fijación monolítica del sentido equivale a un anatema. 

René Magritte
 La durée poignardée
1913


Como en la realidad vista según la vanguardia, en los cortometrajes del ilusionista George Méliès todo está salido de su sitio. En la sala de partos del cinematógrafo, Méliès filma un orden trastocado que luego adorarán los surrealistas. El hombre que asistía al espectáculo de variedades del mago Maskelyne y montaba sus números en el teatro Robert Houdin le dio al cine una infancia de maravillas, habitada por naipes vivientes, bailarinas microscópicas, expediciones polares y viajes submarinos, alquimistas y eclipses, hadas como libélulas y lunas de la consistencia de un pastel. La maravilla, por definición, transgrede la ley. La metamorfosis según Franz Kafka no es “maravillosa”, sostiene Tzvetan Todorov, porque nadie se asombra al ver a Gregorio Samsa convertido en un insecto (Introduction à la littérature fantastique, 1970).  

Hugo Ball en el Cabaret Voltaire
1916


George Méliès, Un homme de têtes, 1898 

No hay señales de Hugo Ball en el Hugo Cabret de Martin Scorsese (Hugo, 2011) ni puesta en acto en Hugo del legado de Méliès al que rinde tributo. En este Scorsese no hay infancia ni transmigración. Está anclado en el S. XIX y filma como si el S. XX, y George Méliès, no hubieran sucedido. La ley rige la vida de Hugo. No hay piezas sueltas en su oda a la mecánica, porque cada pieza disponible encaja en un lugar determinado. 


En ese orden donde todo desorden será controlado, cualquier dispositivo tecnológico se reduce y se pega a su función previsible: el autómata escribe según lo dispone su programa, al servicio del manual de instrucciones de su inventor humano (el líder “natural” de la existencia); los juguetes a cuerda se acomodan en fila y se reparan, sin destriparse jamás para ser investigados; y la cámara cinematográfica exhibe sus destrezas de campeonato y se regocija en el movimiento autocelebratorio del músculo, inflado como un globo que amenaza con explotarnos en la cara. Hugo no experimenta con la novedad (aunque se llame 3D o Isabelle Méliès): la maneja como un yo-yo con hilo de pesca o se la ata al tobillo hábil como una pelota reluciente, para hacer jueguitos pirotécnicos con una continua música de fondo y que la platea aplauda emocionada. Ay, qué ganas de huir cuando los niños recitan parlamentos, repiten gestos que vieron en pantalla y rezan las plegarias de sus mayores.

II.        Papá-Cine y sus Peterpanes

Newland Archer amaba, en La edad de la inocencia (The Age of Innocence, 1993) a una mujer que no podía tener. Los usos y costumbres de la aristocracia neoyorquina que lo encorsetaba le prohibían a la enigmática y extravagante Ellen Olenska y le imponían a la obediente y virginal May Welland. Pero Scorsese no filmaba un gran tópico amoroso. Hacía emerger el amor de una suma de objetos rescatados, en su espléndida singularidad, de los roperos, los cajones y los relicarios de la hipócrita sociedad decimonónica que lo condenaba. La cámara se enamoraba de esas pequeñas cosas cultivadas en el S. XIX imprimiéndolas como un plano detalle en la retina. La imagen destilaba una sensación y con un puñado de esas sensaciones desatadas (como en el baile de rosas florecidas de los títulos de apertura de Saul y Elaine Bass) cada espectador podía armar, como su propia vida le dictara al oído, un concepto. Pero el concepto no se imponía, como un hierro candente a un animal, a la imagen ni al espectador. La imagen respiraba. Algo se escapaba de las manos.


Ellen Olenska contemplaba el mar y nos daba la espalda y temblábamos con Newland Archer, porque Ellen Olenska sería nuestra si giraba su cuerpo antes de que un barco pasara junto al faro de Newport. Así lo había decidido Newland Archer, que era más que Scorsese pero mucho menos que nosotros mismos, porque nosotros éramos también la espalda insondable de una mujer recortada en el agua y el perfil pasajero de un barco y la irreversibilidad de un faro. Es decir, estábamos en todas partes y así nos deshacíamos para sentir primero y después entender, si entender fuera posible de algún modo. La edad de la inocencia era una declinación inasible de modos, desprendidos de la rigidez de los modales y entregados a la intemperie del azar. ¿Qué otra cosa puede ser el azar, sino nuestro destino puesto en manos de un faro y un barco que no nos pertenecen? ¿Qué otra cosa es la magia, sino el recurso al pensamiento mágico, como último recurso cuando la desesperación asedia?. Recurso de los enamorados y de los enfermos. De los condenados.


El pensamiento mágico precede a la civilización y sobrevive en la opresión que ejerce lo civilizado. Es el 1% a favor del paciente terminal en la tasa estadística de los congresos médicos. Newland Archer “inventa” una imagen que lo excede y se somete a su composición final, cuya forma no puede decidir. Esa imagen de definición aleatoria es, sin embargo, mucho más piadosa con Newland Archer que la sociedad en la que vive. Si en esa sociedad su amor no está expuesto al soplo de la contingencia sino clavado a los maderos del orden social, es preferible echar su suerte al viento que empuja los barcos.


En Hugo, la contingencia está neutralizada. Podrá alegarse que la contingencia nunca estuvo en la filmografía de Scorsese, porque sus personajes, hasta que llegó Hugo Cabret para darnos respiro, terminaban invariablemente devueltos a un destino de origen, luego de una estadía cegadora en el paraíso. Eran, al fin y al cabo, perdedores natos colocados en una estructura narrativa piramidal. Les concedían el paraíso el préstamo y se los cobraban con la vida o el sistema nervioso. Hugo Cabret invierte la pirámide. Travis Bickle (“Taxi Driver” - Taxi Driver, 1976), Jake La Motta (“Toro Salvaje” - Raging Bull, 1980), Paul Hackett (“Después de hora” - After Hours, 1985), Henry Hill (“Buenos muchachos” - Goodfellas, 1990), Sam Rothstein (“Casino” - Casino, 1995), Howard Hughes (“El aviador” - The Aviator, 2004), Collin Sullivan (“Los infiltrados” - The Departed, 2006) y Teddy Daniels (“La isla siniestra” - Shutter Island, 2010) recorren un circuito de ascenso que marea y posterior caída libre. Jesús vuelve a la cruz de la que había descendido para gozar de los placeres sencillos de un hombre común, crucificado en el reencuentro con su dolorosa vida extraordinaria (“La última tentación de Cristo” - The Last Temptation of Christ”, 1988). Hugo Cabret hace el camino inverso y remonta vuelo desde su orfandad.


Pero la cuestión no es que Scorsese cambie una Λ por una V en el formato estandarizado del guión, sino que el recorrido de Hugo esté guionado por una entelequia definida a priori como el “Cine”, encarnada en la figura de padres tutelares que llegan hasta Hugo para darle cuerda como si fuera un maniquí, o programarlo como un reloj. La mano del Cine empuña la llave que pone en movimiento al autómata Hugo, mientras Hugo encuentra de la mano del Cine la llave que resucita a su adorado autómata. La estación de trenes de Montparnasse está llena de gente que funciona gracias a una llave. ¿Dónde está la contingencia en esta versión de Montparnasse, en la que se apersona el Cine y nos viola la espalda a golpes de llave y es como si Ellen Olenska diera media vuelta y tuviera la cara de Papá Méliès, entre una catarata de objetos en 3D bañados en una paleta obstinadamente ocre y azul y homogeneizados por la repetición? Cuando la gracia de Méliès era que se mudaba día por medio a un alter ego imaginario, escondía lo que los pasaportes considerarían su cara y explotaba las posibilidades técnicas de su siglo y su cámara frente a escenarios disparatados y tiernísimos de cartón pintado.


Nada ni nadie es “dispar” en Hugo, una máquina con boina de ocasión y pulóver a rayas pulida con la lengua, que vomita, como una cadena de producción fordista, postales de París. La postal es la abolición del trauma. Es el kitsch, entendido como negación resuelta del horror (Scorsese muestra a los huérfanos no tocados por la gracia del Cine cazados y enjaulados como perros, pero se desentiende risueñamente de su destino). De ahí a considerar que cada uno tiene una “misión” en la tierra resta un paso y de la creencia en la “misión” al culto a la personalidad, menos de un paso y ya no estamos solo en el cliché sino también en un perpetuo kínder. Cada persona es un “personaje” que no puede salirse de su rol, bendito o desgraciado. Scorsese erige a Méliès en supremo ventrílocuo y jefe espiritual del Movimiento Cine. La línea es, además de recta, vertical y ascendente.


Ya no se trata de una V sino de una , fatalmente paternalista y pedagógica. El Movimiento Cine no se hace de a dos. Baja “traducido” desde el más allá por sus intérpretes privilegiados, que adoptan y salvan al “cinéfilo” -que, además, los vota y se deleita compartiendo, en calidad de cómplice pasivo, la contraseña de las citas endogámicas. El paraíso ya no está prestado sino concedido y es una especie de teatro Kodak donde una multitud de Hugos, disfrazados de adultos, homenajean a un Méliès cuasi difunto, que sale del ataúd en el que convirtió su casa para mostrar las plumas de un averiado narcisismo. “Papá Méliès está roto y hay que repararlo”, dicen los niños-sabios deslumbrados (como los visitantes de las exposiciones universales del S. XIX) por la estructura iluminada de la torre Eiffel. Pero lo que Papá necesita como una droga no es el cine, sino un Oscar.


El cine de Méliès según Scorsese no se construye en el espacio intermedio entre el espectador y la pantalla, ese “in-between space” donde se teje la incertidumbre. Se imparte como una religión desde los púlpitos del canon. Por eso Hugo e Isabel no se aventuran jamás en el mundo exterior al espacio claustrofóbico de la estación de tren. Van del cine a la librería o de la librería a la biblioteca, como espacios sagrados de la cultura. La incursión urbana (esa sinfonía peligrosa y fascinante de la “gran ciudad” capturada en Berlín por Walter Ruttmann, en 1927), les está vedada, porque la “ley” que rige el autosuficiente cuadrilátero de la estación les ha expropiado el riesgo. Tampoco conocen la nocturnidad, porque en la noche se merodea a tientas y la ley exige la certificación científica a la luz del día. Hugo es un mecanismo de relojería implacable. No hay “experiencia” posible en su interior.


Jeanne d’Alcy pasa de musa angelada a cadavérica enfermera y cónyuge devota y ejemplar, cosida al cine mudo. Susurra temerosa en lugar de hablar, para no molestar a Papá Méliès, y desempolva el vestido de fiesta para arrastrarse a aplaudirlo al pseudo-Kodak. A Isabelle Méliès le tocará ser “escritora”; se especializa en el name-dropping literario y pronuncia, sin experimentar, grandes palabras, como “aventura”, “secreto” y “clandestinidad”. Apenas tambalea al treparse a una silla. No se despeina ni estornuda. La florista Lisette, salida de un afiche vendido en Place du Tertre, encontrará a su “media naranja” -en una maqueta donde todo calza, es justo que seamos una fruta partida a la mitad- en el inspector de la estación, cuyo auténtica extremidad ortopédica no es su pierna izquierda sino su cerebro. Madame Emile encontrará también, su medio… melón en Monsieur Frick (la obesidad es un rasgo típico encantador en los dueños de cafés y puestos de periódicos), gracias al método-Frick de agenciarse una cachorra dacshund que seduzca al dachsund agresivo de su candidata.


También los perros aceitan el gobierno de la lógica binaria. No se sueltan para buscar la calle - el destino del doberman es ir atado al guardia. Cada sub-trama sirve a una trama mayor y la replica. Los muñecos mecánicos transitan, con su atavío modélico, el espacio marcado de la pasarela.


 Desfile de la colección Marc Jacobs para Louis Vouitton
(otoño-invierno 2012)



Que el muñeco se escape del papel asignado causaría inquietud e, inclusive, terror. El autómata del S. XX es perturbador, porque puede tomarnos por asalto y cobrar vida (propia). Como un payaso sentado en un rincón, inerte. Dos niñas se toman de la mano en el museo, para darse valor. Se acercan al payaso, sigilosas. Se inclinan y descubren, espantadas, que respira (como ciertas imágenes). Tendrán miedo. Deberán ser valientes y arrancarse su propio disfraz para crecer.



III.       La dictadura de la cronología

Antoine Doinel se fugaba de todos sus padres (biológicos, adoptivos e institucionales) para correr y conocer, finalmente, el mar (“Los cuatrocientos golpes” - Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959). Hugo implora la presencia de un padre, real o sustituto, para que le proyecte mares de juguete. ¿Por qué deberíamos censurar, en un mundo insoportable, una escala en un mundo que nos haga felices o la escala, inmensa o diminuta, de esa felicidad? No, no está allí el daño.


El daño fluye de la imposición de un relato rígido, de grillas ajustadas como los engranajes de las máquinas, que presiona y modela el deseo y lo dirige a un puñado de templos posibles. “Clásico” o “fragmentario”, cualquier relato que predique con afán hegemónico las bondades de un sistema (centrífugo o centrípeto) sin permitir que sea cada uno quien encuentre el suyo, será un relato autoritario. La comedia romántica o el cine cómico pueden hacernos felices (o, inclusive, mejores) sin tomarnos de rehenes. La adusta fragmentación paradigmática de la trilogía Matrix, definida por su hiperinflación “posmoderna” de significantes, se nos impone abrumadoramente como un mundo “arquetípico” contemporáneo.


Frente al mar, Antoine Doinel tiene ante sí la libertad de las opciones. Se ha salido del espacio-tiempo asfixiante de su vida cotidiana, del continuum de templos institucionales que han consumido sus años infantiles. El mar lo hace doblemente libre, porque no tiene nada que instruirle, como un árbol o un perro; es el estado pre-babélico al que entregarse sin reservas, en un cuerpo a cuerpo sin lenguaje. El autómata inofensivo de Hugo debe repetir un movimiento programado para que Hugo, a su vez, ejecute los movimientos previsibles que esperamos de Hugo.


Los sueños de Hugo anticipan la realidad, tan lejos de las adivinaciones per somnia, y sus actos imitan los planos del cine, tan lejos de la frescura de los chicos que, en “Super 8” (Super 8, J. J. Abrams, 2011), deciden hacer cine por su cuenta. Antoine Doinel, habiendo corrido hasta alcanzar la playa, esa playa que no estaba en los planes de nadie, ha ejercido un gesto crítico en el marco de un relato clásico. Hugo Cabret, básicamente inmóvil en un espacio cerrado, hace, en otro relato clásico, exactamente lo que espera su estructura social: reemplaza a su padre por otro, idolatra a ambos, se reconcilia con la policía y se ducha y se peina para aplaudir a la industria del cine.


Fue esa industria, y no la guerra, la que relegó a Méliès al olvido, fueron muchos archivistas e historiadores anónimos quienes custodiaron su patrimonio fílmico y fue otro Georges -Franju- quien filmó, en 1952, el cortometraje “Le Grand Méliès”, para mostrar a un anciano prestidigitador que cantaba valses a su mujer sentado al piano y, en su juguetería de la estación de Montparnasse, todavía hacía trucos, sonreía y y se declaraba satisfecho con alegrar a los niños hasta el final de sus días, tan lejos de este Méliès alla Scorsese con depresión inducida por sobredosis de ego. Hugo, en definitiva, protege durante toda la película, aun cuando ya ha cambiado su escondite de huérfano por la confortable casa de Méliès, el buen funcionamiento del tiempo cronológico.   

El tiempo cronológico (ese tiempo vacío, continuo e infinito de la historia, incluida la “historia del cine” según Hugo) es una convención arbitraria, funcional al status quo. La historia auténtica de quienes hacen “experiencia” con sus cuerpos se astilla y se dispersa en un tiempo pleno, discontinuo y finito (así es el tiempo fisurado del dolor, el improductivo tiempo del placer).

Perfect Lovers
Félix González-Torres
1991

La forma de Hugo es reaccionaria porque donde en Méliès hay dislocación, transmutación, desaparición y desafío a la ley de la física, en Hugo hay reiteración, saturación y exceso, hiperbolizados por el 3D y desplegados al amparo tranquilizador de una “misión”, bajo la guía de “padres, tutores y encargados”. El espíritu de Méliès está más cerca de la espontaneidad alocada del agente Ethan Hunt escalando con sus guantes de cuero la superficie acristalada de la torre Burj Khalifa de Dubai (Misión: Imposible - Protocolo Fantasma - Mission: Impossible - Ghost Protocol, Brad Bird, 2011) que del planificado derrotero que puntualmente sigue Hugo Cabret.


La contraposición entre niños y adultos, nos dice Lévi-Strauss al escribir acerca de Papá Noel (“Le Père Noël supplicié”, Les Temps Modernes, 1952), es en verdad una contraposición entre vivos y muertos. Existe una correspondencia entre el país de los juguetes y el mundo de las larvas, con sus significantes inestables y su tiempo diacrónico. Citando a Lévi-Strauss, Giorgio Agamben recuerda que los muertos no producen directamente antepasados, sino larvas (las almas errantes de los difuntos) y que los vivos no producen directamente hombres, sino niños (Infanzia e storia, 1978). Tanto el niño (un vivo-muerto o un medio-vivo) como la larva (un muerto vivo o un medio-muerto) son amenazas a la continuidad sincrónica del tiempo que deben neutralizarse con rituales de pasaje, bajo la forma de rituales de iniciación para los niños y rituales fúnebres para las larvas. 


Antoine Doinel corre, crece y conserva la capacidad diacrónica del juego para subvertir el orden, como un Méliès que cambia las cosas de lugar. Para Hugo Cabret, en cambio, no hay salvación posible, aunque todo lo guíe a refugiarse en el templo del Cine. Está atrapado en la ordenada sincronía de las enciclopedias, donde caen copos perfectos de nieve digital sobre París pero no hay tiempo para detenerse, inclinarse y hundir las manos en la nieve.     

Hugo
Afiche
Neven Udovičić






9.4.12

BANDA APARTE - LA RESPLANDECIENTE OPACIDAD DE LA IGNORANCIA: "LA EDAD DE LA INOCENCIA", DE MARTÍN SCORSESE.

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO


LA RESPLANDECIENTE OPACIDAD DE LA IGNORANCIA
La edad de la inocencia
, de Martin Scorsese

JOSÉ ANTONIO PALAO

A Eduardo Solis, por aquel tiempo, que aún hacemos durar.


"Y no me engaño acerca de que amo,
puesto que en las cosas

que amo no me engaño.

Y aunque éstas fueran falsas,

que amo cosas falsas sería verdadero."
Agustín de Hipona


I. Las apariencias de lo posible.
No parecía revestir mayor problema. Tras la quiebra del modelo clásico y la caída en desuso –al menos en el espectáculo producido para las salas de cine– de los últimos vestigios del llamado código Hays, las modernas escrituras cinematográficas no tuvieron ningún problema en presentar la culminación del acto sexual. Parecía posible. Cualquier romance, cualquier trayecto erótico, con su destino, fausto o aciago, podía hallar, en los momentos adecuados, una plasmación plástica de sus momentos cumbres de pasión, una oportunidad para el encuentro físico entre los cuerpos. Pero ya Román Gubern advertía, en fecha bien temprana, de la posible reversibilidad de este proceso –supuestamente emancipatorio de los tabúes del cine clásico: … y no es extraño que el cine moderno, agotando esquemas tradicionales y haciendo frente a la creciente competencia de la televisión y ante un público cada vez más desinhibido, haya desplazado su espectro permisivo hacia la explotación de tales tabúes, aunque tras su exposición intensiva su capacidad de atracción estará condenada irremisiblemente a sufrir también un desgaste en años venideros. (1)

1. Vid. Mensajes icónicos en la cultura de masas. Barcelona, Lumen, 1974, p. 253.

Y, efectivamente, tras esa tendencia que alcanza sus máximas cotas en los años 80 y que, claramente, aún perdura, observamos, entre otros, un fenómeno que no deja de provocar cierta sorpresa. Hemos podido ver una serie de filmes en los que parece ser que hay un constante extrañamiento de la posición masculina, que suele tener como consecuencia la imposibilidad, la renuncia, o la extrema dificultad de culminar en una relación sexual plena un relato amoroso. Hombres que, frente a la fácil promiscuidad anterior, se encuentran desgarrados por su posición entre dos mujeres, entre dos semblantes de la mujer. Veamos algunos ejemplos.

En, Sin perdón (Unforgiven, Clint Eastwood, 1992) nos encontramos a un viejo pistolero, retirado y rehabilitado, entre su nueva y abnegada vida en la que lo hace permanecer el recuerdo de su esposa muerta, encarnación de los más puros y honestos ideales, y las dificultades económicas y de subsistencia que su familia atraviesa y que lo impelen a la aventura de vengar a una prostituta herida, sajada, por un vaquero que no pudo soportar su sarcasmo ante el minúsculo tamaño de su pene. No deja de ser curioso que este sanguinario y temible asesino, al que el alcohol desinhibe hasta el punto de hacerle perder el más mínimo escrúpulo, mantenga, en la vorágine de pasiones de odio e ira a los que su aventura le aboca, la más enternecedora fidelidad por su esposa muerta, que se plasma en una absoluta abstinencia sexual. Ninguna mujer del mundo alcanza la altura del ideal de aquella que se eternizó abandonándolo. Entre una mujer muerta y otra mutilada se despliega su destino.

Pero no hace falta recalar exclusivamente en el cine norteamericano. Blanco (Trois couleurs: blanc, Krzystof Kieslowski, 1993) narra la historia de un hombre que “pudo satisfacer” a una mujer justo hasta el momento en que contrajeron un matrimonio que nunca pudo consumar. Tendrá que rehacer completamente su biografía, incluyendo su propio fallecimiento y la inculpación de su esposa, para, en el camino hacia su encarcelamiento, poder proporcionarle ese goce que ella demandó de él pero nunca antes obtuvo en su calidad de esposa. Se puede objetar que, en este caso, no hay un hombre dividido entre dos mujeres. A ello, hemos de contestar que sí, sólo que ambas están encarnadas por la misma persona, pues no es el mismo semblante de mujer el que exige la potencia de su hombre, que la angelical y vaporosa novia que vemos en esos estallidos níveos que remiten al título del filme.

Por su parte, en Lunas de hiel (Bitter moon, 1992) Polanski plantea el problema de una forma aún más radical. Porque, pese a lo que aquí llevamos dicho, la apariencia nos ofrece a un amante libertino –reducido, eso sí, a la más denigrante invalidez– narrando, con la fruición del perverso, todas las variantes de un goce que no parecía poder negársele, un hombre que no abandonó a una mujer por otra sino “por todas”. Pero el sujeto que ahora nos interesa, el que verdaderamente sostiene el acto enunciativo, no es, creemos, el narrador sino el narratorio. Este feliz y anodino marido, que había desterrado de su vida la pasión a cambio de una confortable aurea mediocritas, se halla, en el camino de su tentación, ante la evidencia de que es excluido de todos los goces narrados y fantaseados, hasta el punto de que es su propia esposa, a la que iba a traicionar, la que ocupa su lugar en el lecho junto a la hembra que ha despertado su concupiscencia.

Por último, M. Butterfly (David Cronenberg, 1993) curiosa combinación en la que un hombre cree estar realizando continuamente el acto sexual con su amada precisamente porque ignora que ello es imposible. Es la ignorancia de la imposibilidad la que lo mantiene firme en su posición.

Estos ejemplos, elegidos casi al azar, nos dan la pauta de una constante en todos ellos. Lo que nos encontramos es la dicotomía establecida desde siempre por el psicoanálisis entre la virgen, pura e íntegra, la “dama de los pensamientos”, y la prostituta, la mujer extraviada y perdida, que anega el deseo masculino en su frecuente versión obsesiva (2). Conflicto que ha de ponerse de manifiesto cuando, en el seno de una realidad fantasmática sólidamente establecida, irrumpe un factor que quiebre su sustento subjetivo.

2. Vid. Sigmund Freud, “Sobre un tipo especial de elección de objeto en el hombre” en Obras completas, Barna., Orbis/Biblioteca Nueva, 1988 (pp. 1625-1630). En este texto desgrana e interpreta Freud las singulares condiciones que necesita reunir el objeto erótico de cierto tipo de neuróticos y que se resumen en: ”la falta de libertad y ligereza sexual de la amada, su alta valoración, la necesidad de sentir celos, la fidelidad, compatible, no obstante, con la sustitución de un objeto por otro en una larga serie y, por último, la intención redentora.


II. De una irrupción y de las dos acepciones de la ignorancia.
El filme de Martin Scorsese narra, justamente, un conflicto que tiene su origen en la irrupción de una mujer. ¿Dónde? Pese a que ha habido una cierta tentación de realizar un abordaje predominante sociológico del filme, hemos de sostener que la irrupción relatada se produce, antes que nada, en la vida de un hombre. Lo que sucede es que cualquier devenir particular está necesariamente inserto en un universo que puede, muy bien, tomar la forma representativa de un medio social. Este mundo, mundo de hombres, al que Ellen Olenska adviene por intermedio del deseo de Newland Archer, es un cosmos determinado por el principio del placer, del silenciamiento de lo desagradable, de la huida de la verdad. Es un medio tejido por sujetos que se encargan de su custodia como discretos pero feroces guardianes de su carácter de protección fantasmática, de límite, de norma social que, incluso superponiéndose a la ley jurídica, contiene los efectos nocivos de los impulsos particulares en los confines de lo tolerable. Como Archer le recuerda a su prima política en su primer encuentro en privado, para disuadirla de su intención de divorciarse:

En casos como éste, el individuo es casi siempre sacrificado a lo que se supone representa el interés colectivo: la gente se aferra a cualquier convención que mantenga unida a la familia… protege a los hijos cuando los hay… (3)

3. Vid. Edith Wharton, La edad de la inocencia, Barcelona, Tusquets, 1994, p. 100. Nos encontramos con este filme, no sólo con una obra maestra por sí misma, sino con todo un modelo en el arte de la adaptación cinematográfica. Esta radical fidelidad al texto novelesco nos autoriza –creemos– a citarlo, en los momentos en que ello resulte esclarecedor para nuestra lectura del texto fílmico. Lo haremos simplemente entrecomillando el texto y reseñando, a continuación, la página entre paréntesis.

Pero ¿cuál es el procedimiento por el que este muro de contención se construye, y reproduce? ¿Cuál es la cuota de responsabilidad de cada sujeto en su mantenimiento? La primera secuencia del filme resulta paradigmática en este aspecto. Asistimos a una representación operística, y observamos a dos de los compañeros de palco de Newland Archer –Sillerton Jackson y Lawrence Lefferts, figuras clave en los mecanismos de vigilancia de la buena sociedad neoyorquina– escudriñar con sus prismáticos, no la escena, sino al público de platea. Scorsese resuelve la secuencia magistralmente, con una serie de planos cortados, congelados, rapidísimos, que van, progresivamente, desde el plano general al plano de detalle. Es decir, que nos hallamos ante una mirada focalizada para la cual el tejido de la realidad está conformado por un entramado sígnico, preñado de evidencias significativas para ojos entrenados, avezados, en el uso de un código que facilita los movimientos, “si se saben los pasos a seguir”. Y notemos qué diferencia con la mirada que, un instante después, proyecta, sobre ese mismo espacio, la recién llegada Ellen Olenska. Una mirada general, homogeneizadora, que acompaña con un grácil gesto indicativo de su mano derecha y que connota, no sólo su desconocimiento de la estructura simbólica ante la que se halla –llega a compararla con el paraíso– sino, también, del lugar que se le ha asignado en ella como elemento perturbador de alto carácter significativo. Frente a la mirada sesgada y focalizada de los autóctonos, esta “extraña mujer extranjera” –evidente pleonasmo– observa ese mismo mundo benignamente opaco sin lugar para las diferencias sémicas. Estamos en un ámbito en el que la verdad “ni se dice, ni se piensa, sino que se representa por oscuros signos”. Precisamente, el hincapié constante que, desde la voz narradora, se hace del carácter “tribal” del medio social representado no hace sino subrayar –frente a otros condicionamientos sociológicos, económicos o políticos– su naturaleza de armazón simbólico, de andamiaje significante. En medio de esta maraña, Newland Archer se va a encontrar súbitamente dividido entre dos mujeres que serán emblemas antagónicos de dos acepciones irreconciliables de la pasión de la ignorancia: su prometida May Welland, plenamente perteneciente a su mundo, y la prima de ésta, Elen Olenska, recién llegada de una Europa en la que deja a un marido infiel y un pasado turbulento y enigmático. En la escritura del filme, este desgarro va a tener su reflejo en la imposibilidad de ambas mujeres para compartir el mismo encuadre –aunque compartan, narrativamente, algún tramo del relato– excepto en los casos aislados de este primer encuentro y la cena final. La presencia de la una evoca y exige, en la existencia de Archer, la ausencia de la otra.

Por una parte, la prometida, constituyente de una relación legítima. Su cándido pero vigoroso talle de Diana es fiel reflejo de aquella cualidad que atrae por encima de cualquier otra la atención de su caballero: “Nada en su prometida le complacía más que su resuelta determinación de llevar hasta sus límites más extremos el ritual de hacer caso omiso de lo ‘desagradable’ que formaba parte de la educación por ambos recibida.” (p.29)

Pero May, la inocente May, resulta a la postre, una taimada estratega, pues su ignorancia de todo lo que exceda los límites de su universo simbólico, no implica, en ningún momento, el desconocimiento de las reglas simbólicas que lo gobiernan. La ignorancia de May es ignorancia de segundo grado, pues es pasional impulso de rechazo de su propio no saber. May ignora que ignora y, ante el gran interrogante de su existencia, sólo encuentra una respuesta: la maternidad, que prende el alma de su hombre y pone en fuga a la otra, es, para ella, a su vez, la evacuación de cualquier interpelación a su deseo. Su ignorancia militante y apasionada, sabremos, a la postre, que estaba habitada por un saber. De ahí, que pronto se rebele inútil el carácter emancipador que Newland pretende arrogarse frente a ella: “Pronto le competería ya quitar la venda de los ojos de la joven y pedirle que mirara al mundo de frente. Pero ¿cuántas generaciones de mujeres antes que ella habían descendido vendadas al panteón familiar? Sintió un ligero escalofrío al recordar algunas de las nuevas ideas de sus libros de ciencia y el muy citado ejemplo del pez de cueva de Kentucky, que había dejado de desarrollar ojos porque no los necesitaba para nada. ¿Y si, cuando pidiera a May que abriera los suyos, se encontraba con que sólo eran capaces de mirar huecos al vacío?” (p.75)

La ignorancia de Ellen Olenska, es de signo completamente inverso, y parece demandar, contrariamente a la de May, no un libertador sino un guía, un preceptor avezado que la proteja en los intrincados laberintos de la nueva ley tribal a la que se enfrenta. Un redentor en el que se privilegie el carácter de protección antes que el emancipatorio: “Una gran ola de compasión había barrido su indiferencia y su impaciencia: veía a la condesa ante él como a un personaje lastimoso e indefenso, a quien había a toda costa que preservar de herirse más veces en sus alocados embates con el destino.” (p. 86) (4)

4. Vid., el texto de Freud citado.

Su llegada a él es una demanda en busca de saber, porque la condesa desconoce las reglas que su prima domina a la perfección. De ahí su primera petición a Archer –“háblame de May”– acompañada de una alusión inquisidora a los límites de la pasión amorosa. Pues, como contrapartida a una ignorancia que puede cifrarse en el enigma que para ella representa el amor legítimo de un hombre, tiene una noción clara de un más allá del límite, lo que le lleva a cuestionar constantemente los valores establecidos, excediendo, con su mera presencia, el entramado de signos que pretende neutralizarla y provocando una sensación de opacidad que revela su fundamento arbitrario y su siempre precario equilibrio. Opacidad, misterio y exceso de lo simbólico que connota su desenvoltura física, el claro matiz naturalista que le imprime magistralmente la interpretación de Michele Pfeiffer, subrayado por Scorsese con luminosos primeros planos e, incluso, con el recurso a la cámara lenta. Su asociación icónica a mujeres sin rostro en los cuadros completan el panorama de su presencia enigmática.

Pero Olenska irrumpe –hemos de recalcarlo– no en un medio social represivo, sino en la vida de un hombre. Sabemos –May lo recuerda– que Newland mantuvo un romance con una mujer antes de su compromiso, cuya banalidad él se encarga de subrayar. Newland sabe y asume con toda comodidad que hay dos tipos de mujeres. En la novela ello se explicita diáfanamente: “Este [su anterior romance], en dos palabras, había sido de los que habían tenido la mayoría de los jóvenes de su edad, y de los que salían con la conciencia tranquila y una imperturbable fe en la abismal distinción entre la mujer que uno ama y respeta y las que uno disfruta y compadece.” (p. 87)

¿Cuál es el efecto de la aparición de Ellen Olenska en la convencional existencia de Archer? Precisamente, poner en solfa esta férrea división entre la figura de la imagen materna y la de la prostituta. Newland se encuentra ante el efecto siniestro que produce su amor ilegítimo por la condesa de que ambas imágenes pueden llegar a fundirse:

Pero precisamente la decidida antítesis entre la “madre” y la “prostituta” ha de estimularnos a investigar la evolución y la relación inconsciente de estos dos complejos, pues sabemos ya de antiguo que en lo inconsciente suelen confundirse en uno solo elementos que la conciencia nos ofrece antitéticamente separados. (5)

5. Vid., Freud, Op. cit.

Y, dado este conflicto, ¿cuál es la posición subjetiva de Archer ante él, cuál su responsabilidad? Su posición queda perfectamente puesta de manifiesto por medio de los envíos de flores que efectúa a ambas mujeres. Al salir de la casa de Ellen Olenska, en su primera visita, se dirige a la floristería para encargar esos lirios de color inmaculadamente blanco que hace llegar diariamente a su prometida. El blanco es un color emblemático, de un carácter sígnico perfectamente transparente: virginidad, pureza, legitimidad de la relación. Una vez allí decide, además, enviar a la condesa unas rosas amarillas. A diferencia de las anteriores, estas flores carecen de la cualidad del emblema; como mensaje, no tienen un sentido prefijado. Si devienen significantes es por su puesta en relación con los lirios enviados a May Welland. Dialectización perfectamente subrayada por los fundidos en blanco y amarillo que cierran la secuencia. Es decir, que este Archer que envía los dos ramos, negando en el segundo la colocación de su tarjeta, esconde, así, su carácter de sostén, de esta estructura simbólica. Negándose a ser identificado con su deseo, es el que construye la relación simbólica de la que él mismo va a ser víctima. El sujeto colabora en ello con toda su fuerza y pasión pese a que intente subrepticiamente despejar su presencia. Los lirios advienen a la condición de signo puramente convencional, precisamente, al entrar en relación directa con unas rosas a las que Ellen Olenska dará su exacto valor al preguntar a Archer, en su siguiente encuentro en el teatro, si el protagonista de la escena que acaban de ver, enviará al día siguiente, rosas amarillas a su amante. Es con esta pregunta con la que la relación de protección entre ambos queda absolutamente invertida. Él tendrá que declararle su amor antes o después con efectos de profundo desgarro, porque tanto el matrimonio de ella como el compromiso de él quedan, de pactos simbólicos perfectamente establecidos en una posición de extrema debilidad Welland que los convierte, en principio, a sus ojos, en susceptibles de ser ignorados. Y, tras ello, su relación queda radicalmente invertida: Newland Archer ha pasado de ser el guía y protector, el encargado de otorgar el ser a una mujer, a mendigárselo. Newland va a pasar a nombrarse por boca de su amada. Elle le dice: “para amarte he de renunciar a ti”. Y desde aquí su insignia será “soy el hombre que se casó con una mujer porque otra le dijo que lo hiciera”. Archer seguirá prendido en las garras de su posición social mientras su deseo le impele a romper con todo. La secuencia de esta conversación se plantea ante el cuadro de Ferdinand Khnopff, Edipo y la Esfinge: escena de inminente devoración de un hombre por el enigma que una mujer le plantea.


III. Entre la voz y la mirada: un lugar para la ironía.
Tras estas reflexiones alrededor de la trama, hemos de referirnos al carácter de magistral adaptación de una novela que posee el filme de Martin Scorsese. Hay toda una serie de elementos significantes destacables, que procede, en unos casos, de la ficción original y, en otros, de la mirada fiel, a la par que lúcida y reflexiva que Scorsese proyecta sobre ella. Comencemos con elementos que provienen de la novela, por ejemplo, el simbolismo de los nombres. Todo el conflicto social y simbólico que el relato desarrolla está basado en la oposición clave entre el mundo europeo –viejo, complejo, lúcido o decadente– y el norteamericano, con su puritanismo simplista. A partir de aquí, incluso el nombre de los personajes tiene un carácter indicial. Comencemos por Newland Archer. Su nombre, Newland lo constituye en emblema de la tierra nueva, del nuevo continente, pero, en un contrapunto irónico, su apellido Archer remite directamente al semblante de Diana que caracteriza a su rapaz esposa, May Welland, porque esta tierra no sólo es nueva sino también la buena.

Europa será, a través de su representante en la sociedad neoyorkina, Ellen Olenska, caracterizada como el mal. La vuelta de la condesa a Europa será calificada por Archer de vuelta al infierno. Ellen como su mitológica predecesora, mujer a la que hay que liberar de las garras de un hombre, mujer cazada frente a mujer cazadora.

Esta fusión entre dos modelos de mujer en el corazón de Archer, comienza a significarse en el texto fílmico en el magnífico genérico diseñado por Elaine y Saul Bass. Flores que se abren una tras otra y que están investidas por la textura de una antigua y delicada tela que será el regalo de bodas recibido por May y Newland de su prima, rival y amada. El genérico continúa con los créditos insertos en el texto autógrafo de una de las páginas de la novela. Y ello, nos lleva a pensar en uno de los recursos estéticos más polémicos en la puesta en escena. Nos referimos, claro, a la voz en off de la narradora. Esta voz, de la que podría objetarse su excesiva omnipresencia en el filme, es una voz de mujer que cumple, pese a las apariencias, con una economía expresiva extrema. Esta funcionalidad que le atribuimos, proviene de hecho de que, en el guión adaptado de la novela, si no fuese por la voz en off, determinados hechos habrían de ser narrados por medio de secuencias dramatizadas, y ello redundaría en la ausencia de Archer de algunas de ellas. Y Archer es, por definición, el único personaje que jamás está fuera de escena, pues es la representación de su responsabildad moral, el núcleo de la trama. Las mujeres, ya lo hemos dicho, se alternan; Newland siempre está presente. La voz en off tiene, en consecuencia, tanto un carácter informativo como reflexivo.

Pero la entrada, la presencia, incluso física, de Scorsese en la película, se produce en los intersticios, en las brechas existentes, entre la posición subjetiva de Newland Archer y la estructura simbólica que él, en su conflicto, está ayudando a mantener. Entre la primera y segunda parte del filme (entre el antes y el después del matrimonio), hay una secuencia de transición en la que Scorsese presta su semblante al fotógrafo que va a retratar a May para la boda. Tras su mutua declaración amorosa, y en un instante de ambigua ubicación –la escena ocurre tras la declaración pero nada nos indica con exactitud el tiempo transcurrido–. Ellen recibe una nota de May en la que le informa de que sus padres han accedido al adelantamiento de la fecha de su matrimonio. Pasa la nota a Archer que la lee y queda sarcásticamente anonadado (el rostro de Daniel Day Lewis le presta una expresividad gloriosa a este sentimiento de amarga, ridícula y patética resignación). Tras ello, un plano de May rodeada tras un agresivo fondo de flores blancas, en un travelling de acercamiento, de efectos verdaderamente teratológicos, hasta sus ojos. Por fundido encadenado con el rostro de Newland, pasamos a una imagen de May con su vestido de novia, reflejada en la placa fotográfica, es decir, invertida. Plano de recurso del estudio fotográfico y plano frontal del fotógrafo/Scorsese que decide advenir simbólicamente a la diégesis en este momento en que la trama adquiere su fatal irreversibilidad. Es decir, que Scorsese, tras la cámara, nos indica su amarga pero a la vez mordaz toma de partido por la abnegada renuncia de la condesa, connotada por las irónicas inversiones en las imágenes asociadas con May y que indican lo pírrico de su victoria. Pues, tras un repaso por los regalos, aparece, reflejada en el lago, la casa rústica de los Van der Luyden –donde Newland fantaseó por primera vez con el amor de Ellen Olenska– y que ella recomendó para pasar la noche de bodas por ser “la única casa en América donde podía imaginarse perfectamente feliz”.

Pero no son las únicas muestras de vanguardismo en la puesta en escena que ejercen plenamente su función de marcas discursivas. Los fundidos en blanco, amarillo o rojo ponen en marcha, desde la enunciación, la dialectización cromática a la que ya hemos aludido. Junto a ello, los recursos arcaizantes como las cortinillas o el “cache”, para marcar una relación singular con el fuera de campo que el modelo clásico estabilizó con el fundido en negro, consagrando un espacio que el relato debía de suponer aunque estuviera vedado para el ojo: el contenido preñado de sentido, pero ciego, de la elipsis narrativa. Punto en los bordes del encuadre que, aquí, va a resultar problematizado, pues su oscura transparencia, su transitividad semántica es sustituida por el resplandor opaco de una ignorancia: la lógica del deseo no atañe al sentido. Exactamente igual el “cache”, que siempre enmarca a Newland, a la entrada de la floristería, con Ellen en el teatro o –en una curiosa versión sonora en los jardines de St. Agustine– desligándole de May, subrayando el aislamiento de su deseo frente a los fantasmas del entorno.

Y, por último, un juego con el contracampo que toma la forma fantasmal de una elipsis invertida, existente para el ojo pero no para el relato. En esa casa en la que Ellen se concibió feliz, Newland sueña con su amorosa aproximación hacia su espalda hasta fundirse con él en un tierno abrazo. Sólo al volverse éste, descubrimos en el contracampo que Ellen no se ha desplazado de su asiento, que el movimiento sólo ha tenido lugar en la fantasía de Archer, con sus ojos cerrados sorbiendo el aroma del amor prohibido. Plenitud imposible del deseo que proporciona el anhelo pasional de la ignorancia.

Ironía de la cadena metonímica, por tanto, que no apunta en su sentido último al anhelo fantasmático del sujeto. Dos casos más. La sombrilla camerunesa de la pequeña Blenker a la que Archer le dedica una devoción tan patética como irónica –pues su amada nada tiene que ver con ella– y que lo convierte en un fetichista descabalado. Y ese letrero, en su último encuentro de enamorados en el Museo de Arte de Nueva Cork, que los convoca ante un extraño artefacto etiquetado con la leyenda “Use Unknown” y que contaminará esa llave perdida, enviada y devuelta sin abrir, que parecía ser el único paso serio hacia la culminación de su amor en el goce.


IV. El goce, tras los bordes del encuadre.
Uso desconocido, ignorado, pero perfectamente supuesto. El medio social, la tribu, no puede sino suponer la genitalidad, la falicización, de un goce que, como en el cine clásico, deviene ilusoriamente pleno precisamente porque no ha sido efectivo, porque no ha podido ser visto jamás, porque es remitido a las fases elididas del relato, perpetrado fuera del campo ocular. Tras los bordes del encuadre.

Después de la súbita decisión de Ellen de volver a Europa, cuya causa Newland desconoce, el matrimonio Archer da su primera cena en honor y despedida de la condesa. Como en todas las ostentaciones culinarias a los largo de la película, los manjares, en el dibujo de sus impolutos contornos, advienen, también ellos, a la dimensión de elementos discretos, significantes. El alimento, traducido en luminosidad cromática, orienta lo pulsional hacia el placer. Y lo mismo hace el medio social al reducir lo prohibido al goce fálico, a la genitalidad. Archer advierte, con la certeza que otorgan el ceremonial y el silencio, que toda la tribu actúa bajo el convencimiento de que él y la condesa Olenska mantienen una pena relación de amantes. La suposición de la genitalidad adviene, pues, ante la imposibilidad de la ignorancia. Esta genitalidad, este galicismo, supuesta de esta manera, no es más que el correlato de la autoafirmación de la ley, en la que, por la vía de la transgresión, el ser esgrime su completad. Sentido último en que la estructura simbólica cifra su carácter de límite a lo intolerable.

Y ese hijo, que May anunció –sin tener la plena seguridad, pero también sin equivocarse–, es la cifra de lo que en un medio social hace frontera al goce y ley para el deseo: como la relación de su esposo con su “amante”, es tabú, silente, incomprobable, pero misteriosamente efectivo. Sólo treinta años después descubrirá Archer que ese saber con el que May operaba tenía, en su conciencia, una formulación explícita. Este momento histórico, en el que se encuentra caminando con su hijo por las calles de París en dirección a la casa de Madame Olenska, es el de la fusión de la ley social con la ley jurídica. El amor se iguala al matrimonio. La actitud refractaria al divorcio de la Nueva Cork decimonónica queda obsoleta, pues la prometida de su propio hijo es la hija del segundo matrimonio del otrora escandaloso Julios Beaufort con la que durante años fue su amante (6). Es la ley moderna, que se piensa omnicomprensiva, la que no está capacitada para tolerar el adulterio porque permite convertirlo en divorcio y nuevo matrimonio. La ley moderna ignora que sin valor no hay deseo, pues éste es producto de la ley que lo coarta.

6. Si bien el texto novelístico aclara que las segundas nupcias de Beaufort se producen tras su enviudamiento, Scorsese omite este dato, dejando la situación en una calculada ambigüedad.

Como dijo en aquella cena treinta años atrás Lawrence Lefferts, “la sociedad siempre ha tolerado a las mujeres vulgares”. El problema estribaba en que algunos hombres las tomaran en serio. Por ello Archer, el “anticuado” Archer, se niega ver a Ellen en París, porque prefiere la resplandeciente presencia de un recuerdo falso: el rostro bellísimo que jamás contempló junto al faro de Lime Rock.

Y es que, pese al concepto de igualdad moderno que arrasa la diferencia, es posible que, para algunos hombres –hablo desde una posición voluntaria y radicalmente relativa– no todas las mujeres sean iguales. Y es, también, imposible trasladar a la frialdad de un análisis la infinita tristeza que causa la renuncia originada en la cobardía.

 Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 1

Ediciones de la Mirada, Valencia, noviembre 1994



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