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27.4.19

V. "Cine-Diario (Edición integral 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




[Prólogo]
OPTIMISMO, PESIMISMO Y VIAJE
CARTA A SERGE DANEY (y 3)

Gilles Deleuze



Jean-Luc Godard / Hans Jürgen Syberberg / Alain Resnais
Jean-Marie Straub / Marguerite Duras / Serguei Paradjanov
Andrei Tarkovski / Serguei M. Eisenstein / Kenji Mizoguchi



[...] La crítica más radical a la información surgió del cine, de Godard, por ejemplo, o, de una manera distinta, de Syberberg (no solo con sus declaraciones, sino con su obra concreta). De la televisión surge el nuevo riesgo de muerte para el cine. A usted le ha parecido que había que ir “a ver”, lo más cerca posible, esta confrontación, siempre desigual o inestable. El cine había enfrentado una primera muerte, bajo los golpes de un poder autoritario que culminó en el fascismo. ¿Por qué la segunda muerte posible pasa por la televisión, como la primera pasó por la radio? Porque la televisión es la forma bajo la que los nuevos poderes de “control” se convierten en poderes inmediatos y directos. Ir hasta el núcleo de la confrontación sería casi preguntarse si el control puede invertirse y ponerse al servicio de la función suplementaria que se opone al poder: inventar un arte del control, que sería como una nueva resistencia. Llevar la lucha al corazón del cine, lograr que el cine haga de ello su problema en lugar de afrontarlo desde afuera, eso es lo que Burroughs hizo para la literatura, cuando sustituyó el punto de vista del autor y de la autoridad por el del control y el controlador. Ahora bien, ¿no es este, como sugiere usted, el intento retomado por Coppola para el cine, con todas sus incertidumbres y sus ambigüedades, pero también con su combate real? Asigna usted el bello nombre de manierismo a este estado de crispación o de convulsión en el que se apoya el cine para volverse contra el sistema que quiere controlarlo o suplantarlo. “Manierismo”, así definía ya usted, en La rampa, el tercer estado de la imagen, cuando ya no hay gran cosa que ver sobre ella ni en su interior, y la imagen se desliza siempre sobre una imagen preexistente, presupuesta, porque “el fondo de la imagen ya es siempre una imagen”, hasta el infinito, y esto es lo que hay que ver. 

Se trata de ese estado en el que el arte ya no embellece ni espiritualiza la Naturaleza sino que rivaliza con ella: es una pérdida del mundo, porque es el mundo mismo el que ha empezado a “hacer cine”, un cine cualquiera, y esto es lo que constituye la televisión, que el mundo se ponga a hacer un cine cualquiera y que, como dice usted en este libro, “ya nada le ocurra a los humanos, porque todo le ocurre a la imagen”. También podríamos decir que el par Naturaleza-cuerpo, o el par Hombre-Paisaje, ha dado lugar al par Ciudad-Cerebro: la pantalla ya no es una puerta-ventana (detrás de la cual…), ni un cuadro-plano (en el cual…) sino un tablero de información por el que se deslizan las imágenes como “datos”. Pero, precisamente, ¿cómo hablar de arte todavía, cuando es el mundo el que hace su cine, directamente controlado e inmediatamente tratado por la televisión, que excluye toda función suplementaria? El cine tendría que dejar de hacerlo, dejar de hacer cine, el cine tendría que entablar relaciones específicas con el video, la electrónica, las imágenes digitales, para inventar una nueva resistencia y oponerse a la función televisiva de supervisión y control. No se trata de cortocircuitar la televisión (¿cómo sería eso posible?) sino de impedir que la televisión traicione o cortocircuite el desarrollo del cine en las nuevas imágenes. Porque, tal como usted nos muestra, “la televisión ha despreciado, minimizado, reprimido su conversión en video, el único medio que le hubiera dado una oportunidad de convertirse en heredera del cine moderno de posguerra… del gusto por la imagen descompuesta y recompuesta, de la ruptura con el teatro, de una nueva percepción del cuerpo humano y de su baño de imágenes y sonidos… hay que esperar que este desarrollo del video-arte termine por amenazar a la televisión…”. Allí se esbozaría el nuevo arte de la Ciudad-Cerebro, o de la rivalidad con la Naturaleza. Y este manierismo presentaría ya muchos caminos o senderos diversos, algunos condenados, otros por los que se avanza a tientas, llenos de esperanzas. Manierismo de la “pre-visualización” en video de Coppola, donde la imagen ya está fabricada fuera de la cámara. Pero un manierismo muy distinto, con técnicas severas y por lo tanto más sobrias, en Syberberg, en el que las marionetas y proyecciones frontales hacen que la imagen evolucione sobre un fondo de imágenes. ¿Es el mismo mundo que el de los videoclips, los efectos especiales y el cine-espacial? Quizá los clips, en su ruptura con las tentativas oníricas, hubieran podido participar en esa búsqueda de “nuevas asociaciones” que reclama Syberberg, bosquejar los nuevos circuitos cerebrales de un cine del porvenir, si no hubieran sido inmediatamente capturados por un mercado de la cantinela, fría organización de la debilidad del cerebelo, crisis epiléptica minuciosamente controlada (un poco como el cine, en la época precedente, se había visto despojado por el “espectáculo entonces histérico” de las grandes propagandas…). Y tal vez el cine-espacial hubiese podido participar también de la creación estética y poética si hubiese sabido dar al viaje una última razón de ser, tal como quería Burroughs, si hubiese sabido romper con el control de “un buen chico que no ha olvidado llevarse a la Luna su libro de oraciones” y comprender mejor la inagotable lección de Michael Snow en La región central, inventando la técnica más sobria para que la imagen girara sobre la imagen y la naturaleza salvaje sobre el arte, empujando al cine hasta el puro Spatium. ¿Y cómo prejuzgar la búsqueda de imágenes-sonidos-música apenas iniciada en la obra de Resnais, de Godard, de los Straub y de Duras? ¿Y qué nueva Comedia surgirá del manierismo de las posturas del cuerpo? Su concepto de manierismo está extremadamente bien fundado, si entendemos hasta qué punto los manierismos son diversos, heterogéneos, sobre todo sin medida común en términos de valor, ya que ese término designa solo el terreno de un combate en el que el arte y el pensamiento saltan con el cine a un nuevo elemento, mientras el poder de control se esfuerza por hurtarles ese elemento, por ocuparlo de antemano para hacer de él la nueva clínica socio-técnica. En todos estos sentidos contrarios, el manierismo es la convulsión cine-televisión, en la que lo peor linda con la esperanza. 

Era preciso que usted fuera “a verlo”. Por eso se hizo periodista, en Libération, sin abandonar su afinidad con los Cahiers. Y como una de las razones más interesantes para hacerse periodista es el deseo de viajar, compuso usted una nueva serie de artículos críticos con una serie de investigaciones, reportajes y desplazamientos. Pero, también en este caso, lo que hace de este libro un auténtico libro es que todo gira alrededor de ese problema convulsivo con el que concluía La rampa de manera un poco melancólica. Quizá toda reflexión acerca del viaje pase por cuatro notas, una de Fitzgerald, la segunda de Toynbee, la tercera de Beckett y la cuarta de Proust. La primera constata que el viaje, incluso a las Islas o los espacios inmensos, no implica una auténtica “ruptura” si uno se lleva consigo su Biblia, sus recuerdos infantiles y su discurso ordinario. La segunda es que el viaje persigue un ideal nómada, pero como un deseo irrisorio, ya que el nómada es por el contrario el que no se mueve, el que no quiere irse y se aferra a su tierra desheredada, a su región central (usted mismo dice, a propósito de una película de Van der Keuken, que ir hacia el Sur implica necesariamente cruzarse con aquellos que quieren quedarse donde están). Y es que, según la tercera nota, la más profunda, la de Beckett, “no viajamos, que yo sepa, por el placer de viajar, somos tontos, pero no a tal punto”… ¿Por qué razón viajamos entonces, en última instancia, si no es la de verificar, la de ir a verificar algo, algo inexpresable que procede del alma, de un sueño o de una pesadilla, aunque no sea más que el deseo de saber si los chinos son tan amarillos como dicen o si existe realmente en alguna parte, allí en el sur, ese improbable color, ese rayo verde, esa atmósfera azulada y purpúrea? Y he aquí que, por vuestra cuenta, lo que usted verificará en sus viajes es que el mundo hace efectivamente cine, que no cesa de hacerlo, y que la televisión es precisamente eso, el hacer cine del mundo entero, de modo que viajar es ir a ver “a qué momento de la historia de los medios” pertenece tal ciudad. De ahí su descripción de Sao Paulo, la ciudad-cerebro que se autodevora. Ha llegado usted a ir a Japón para ver a Kurosawa y verificar cómo el viento japonés agita las banderas de Ran; pero, como ese día no hay viento, constata usted los miserables generadores eléctricos que harán las veces de tal y (¡milagro!) añadirán a la imagen ese suplemento interior indestructible, en suma, esa belleza o ese pensamiento que la imagen conserva porque no existen sino en la imagen, porque la imagen los ha creado. 

Es decir, sus viajes han sido ambiguos. Por una parte, constata usted en todas partes que el mundo hace su cine, y que esa es la función social de la televisión, la gran función de control; de ahí su pesimismo, e incluso su desesperación crítica. Por otra parte, constata usted que el cine está aún completamente por hacerse y que el cine es el viaje absoluto, mientras que los demás viajes ya no consisten sino en verificar el estado de la televisión; de ahí su optimismo crítico. En el cruce de ambos caminos, una convulsión, una ciclotimia que es la suya, un vértigo, un Manierismo como esencia del arte, pero también como campo de batalla. Y de un lado a otro, se diría a veces que los roles se intercambian. Porque, de televisión en televisión, el viajero no podrá evitar pensar y devolver al cine aquello que le pertenece, arrancándoselo a los pasatiempos y a la información; una especie de implosión que libera algo de cine en las series televisivas que usted compone, por ejemplo, la serie de las tres ciudades o de los tres campeones de tenis. Y a la inversa, cuando retorna usted al cine como crítico, lo hace para tomar mayor conciencia de que incluso la imagen más plana se pliega insensiblemente, se estratifica, forma zonas de espesor que le fuerzan a usted a viajar en su interior, a emprender un viaje finalmente suplementario y sin control: las tres velocidades de Wajda o, sobre todo, los tres movimientos de Mizoguchi, los tres guiones que usted descubre en Imamura, los tres grandes círculos que se trazan en Fanny y Alexander, en donde recupera usted los tres estados, las tres funciones del cine, en Bergman, el teatro que embellece la vida, el anti-teatro espiritual de los rostros y la operación de la magia que compite con la Naturaleza. ¿Por qué tan a menudo el tres en los análisis de su libro, tanto de un lado como del otro? Quizás porque el 3 encierra y pliega al 2 sobre el 1, o porque, por el contrario, el 3 implica el 2 y lo hace huir lejos de la unidad, lo abre y lo salva. Tres o el video, el desafío del pesimismo y el optimismo críticos, ¿será acaso su próximo libro? La lucha tiene tantas variantes que puede continuar en todos los accidentes del terreno. Por ejemplo, el combate entre la velocidad del movimiento, que el cine americano multiplica sin cesar, y la lentitud de las materias que el cine soviético mide y conserva. Afirma usted en un bello texto que “los americanos llevaron muy lejos el estudio del movimiento continuo, la velocidad y la línea de fuga. De un movimiento que vacía a la imagen de su peso, de su materia. De un cuerpo en estado de ingravidez... En Europa, incluso en la URSS, a riesgo de marginarse hasta la muerte, algunos se conceden el lujo de interrogar el movimiento en su otra vertiente: ralentizada y discontinua. Paradjanov, Tarkovski (pero ya Eisenstein, Dovjenko o Barnet) miran cómo la materia se acumula y se atasca, y una geología de elementos, de basuras y de tesoros, se forma en cámara lenta. Hacen el cine del glacis soviético, ese imperio inmóvil...”. Y, si es cierto que los americanos se han servido del video para ir aún más rápido (y controlar las altas velocidades), ¿cómo usar el video para la lentitud que escapa al control, y que conserva, cómo enseñar al video a ir lentamente, siguiendo el “consejo” de Godard a Coppola? 


Gilles Deleuze
abril de 1986








   



26.4.19

IV. "Cine-Diario (Edición integral 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




[Prólogo]
OPTIMISMO, PESIMISMO Y VIAJE
CARTA A SERGE DANEY (2)

Gilles Deleuze

Henri Langlois / André Bazin



[...] Su nuevo libro prolonga el primero. Asimismo, y aunque hace frecuentes alusiones a ello, no encierra usted el problema en una comparación abstracta de la imagen cinematográfica con las nuevas imágenes. Afortunadamente, su funcionalismo se lo impide. Y por supuesto, usted no ignora, desde este punto de vista, que la televisión tiene una función estética potencial como la de cualquier otro medio de expresión, e inversamente, que el cine nunca ha dejado de enfrentarse a los poderes que, desde su interior, se oponían con fuerza a su finalidad estética eventual. Pero lo que me parece más interesante de Cine-Diario es su intento de fijar dos “hechos”, y sus respectivas condiciones. El primero es que la televisión, a pesar de tentativas importantes, que a menudo procedían de grandes cineastas, no ha buscado su especificidad en una función estética sino en una función social, una función de control y de poder, reino del plano medio que rechaza toda aventura de la percepción en nombre del ojo profesional. Teniendo en cuenta, no obstante, que pueden producirse innovaciones en un lugar inesperado y en una circunstancia excepcional. Por ejemplo, según usted, cuando Giscard inventó el plano vacío en la televisión o cuando una marca de papel higiénico resucita la comedia americana. El segundo hecho, por el contrario, es que el cine, pese a todos los poderes a los que ha servido (y que incluso ha instaurado) siempre “conservó” una función estética y poética, aunque se tratase de una función frágil y mal definida. En consecuencia, no se trata de comparar dos tipos de imágenes sino la función estética del cine y la función social de la televisión. Según usted, no solo se trata de una comparación inestable sino de una comparación que debe hacerse de manera inestable, que solo al ser inestable tiene sentido. 

Pero es preciso establecer las condiciones de esa función estética del cine. Es a este respecto que usted, en mi opinión, dice cosas muy curiosas cuando se pregunta a sí mismo ¿qué es un crítico cinematográfico? Toma como ejemplo una película como Rufianes y tramposos, una película que prescinde de toda proyección de prensa, que rechaza la crítica cinematográfica como algo perfectamente inútil y que reclama una relación directa con el público a modo de “consenso social”. Esto está perfectamente justificado, ya que este tipo de cine no necesita en absoluto de la crítica cinematográfica para colmar ni las salas ni el conjunto de sus funciones sociales. Si la crítica tiene un sentido, lo tiene en la medida en la que la película presenta un suplemento, una especie de desajuste con un público todavía virtual, de modo que es preciso ganar tiempo y atesorar huellas mientras dure la espera. Sin duda, esta noción de “suplemento” no es una noción fácil, quizá la toma usted de Derrida y la reinterpreta a su modo: el suplemento es verdaderamente la función estética de la película, precaria pero determinable en ciertos casos y bajo ciertas condiciones, un poco de arte y un poco de pensamiento. También hace usted de Henri Langlois y André Bazin la pareja mayor. Porque “uno tenía una idea fija, mostrar que valía la pena conservar el cine”, y el otro tenía “la misma idea, pero al revés”, mostrar que el cine conservaba todo lo que tenía valor, como “un espejo singular cuyo azogue retuviera las imágenes”. ¿Cómo puede decirse que un material tan frágil sirve para conservar? Y ¿qué significa “conservar”, que parece una función muy modesta? No se trata del material, sino de la propia imagen: usted nos muestra que la imagen cinematográfica conserva en sí misma, conserva la única vez que un hombre lloró, en Gertrud, de Dreyer, conserva el viento, no las grandes tempestades con una función social sino “el momento en el que la cámara juega con el viento, se adelanta a él o retrocede”, como sucede en Sjöström o en los Straub, conserva o retiene todo lo que puede ser conservado, niños, casas vacías, plátanos, como sucede en Sin techo ni ley, de Varda, o en toda la obra de Ozu; conservar, pero siempre a destiempo, porque el tiempo cinematográfico no es el tiempo que corre, sino el que dura y coexiste. En este sentido, conservar no es poco, conservar es crear, crear siempre un suplemento (ya sea para embellecer la Naturaleza, para espiritualizarla o para competir con ella). Lo propio del suplemento es no poder ser sino creado y esa es la función estética o poética del cine, una función en sí misma suplementaria. Podría usted construir una extensa teoría acerca de ello, pero prefiere hablar muy concretamente, lo más cerca posible de su experiencia crítica, en la medida en la que la crítica, según usted, es quien “vela” por el suplemento y libera de ese modo la función estética del cine. 

¿Por qué no reconocer a la televisión esa misma potencia de suplemento o de creación susceptible de conservación? Aun con otros medios, nada debería en principio oponerse a ello, si las funciones sociales de la televisión (los entretenimientos, la información) no asfixiaran toda posible función estética. En tales condiciones, la televisión es el consenso por excelencia: es la técnica inmediatamente social, que no permite la subsistencia de desajuste alguno con lo social, es lo social-técnico en estado puro. ¿Cómo permitiría la formación profesional, el ojo profesional, la subsistencia de un suplemento como aventura de la percepción? Asimismo, si hubiera que elegir las páginas más bellas de su libro, citaría aquellas en las que usted muestra como el “replay”, la repetición instantánea, reemplaza en la televisión el suplemento o la autoconservación y es de hecho, lo contrario; las páginas en las que usted rechaza cualquier posibilidad de saltar desde el cine a la comunicación, o de establecer un “relevo” entre ambos, porque un relevo solo podría establecerse con una televisión dotada de un suplemento no comunicativo, un suplemento que se llamaría Welles; esas páginas en las que usted explica que el ojo profesional de la televisión, el famoso ojo técnico-social mediante el que el propio espectador es invitado a ver, engendra una perfección inmediata y suficiente, instantáneamente controlada y controlable. Y es que usted no se facilita las cosas y no critica a la televisión por sus imperfecciones sino por su pura y simple perfección. La televisión ha encontrado la manera de alcanzar una perfección técnica estrictamente coincidente con la nulidad estética y poética absoluta (de ahí la visita a la fábrica como nuevo espectáculo). Es Bergman quien se lo confirma, con mucha alegría y amor por lo que la televisión hubiera podido aportar a las artes: Dallas es absolutamente nulo, pero perfecto desde un punto de vista técnico-social. En otro género, podríamos decir lo mismo de Apostrophes*: es literariamente (estéticamente, poéticamente) nulo, y técnicamente perfecto. Decir que la televisión no tiene alma equivale a decir que carece de suplemento, salvo el que usted le otorga cuando describe al crítico agotado en su habitación de hotel que enciende otra vez la televisión y comprueba que todas las imágenes se valen exclusivamente de un tiempo que fluye, y han perdido el pasado, el presente y el porvenir [...]

* [N. de T.]: Programa televisivo francés dedicado a la actualidad literaria, conducido por Bernard Pivot y emitido por Antenne 2 desde 1975 a 1990.









   



25.4.19

III. "Cine-Diario (Edición integral 1981/1986)", Serge Daney, Shangrila 2019




[Prólogo]
OPTIMISMO, PESIMISMO Y VIAJE
CARTA A SERGE DANEY (1)

Gilles Deleuze


Gilles Deleuze / Serge Daney



Su libro anterior, La Rampa (1983), recogía un cierto número de artículos escritos por usted en los Cahiers. Lo que hacía de ellos un auténtico libro era su distribución según un análisis de los diferentes períodos atravesados por los Cahiers, pero también, y sobre todo, de las diversas funciones de la imagen cinematográfica. Riegl, un predecesor ilustre en el campo de las artes plásticas, distinguía tres finalidades del arte: embellecer la Naturaleza, espiritualizar la Naturaleza y rivalizar con la Naturaleza (y “embellecer”, “espiritualizar” y “rivalizar” son términos que adquieren en Riegl un significado decisivo, histórico y lógico). En la periodización propuesta, usted define una primera función del arte que se expresa en la siguiente pregunta: ¿qué hay que ver detrás de la imagen? Y, sin duda, eso que hay que ver solo se presentará en las imágenes siguientes, pero actuará como aquello que hace pasar de la primera imagen a las restantes, encadenándolas en una totalidad orgánica potente y embellecedora, aunque “el horror” forme parte de ese tránsito. Dice usted que esta primera edad tiene como principio el secreto detrás de la puerta, “deseo de ver más, de ver lo que hay detrás, de ver a través”, en el que cualquier objeto puede jugar el rol de un “escondite temporal” y cada película se encadena a otras mediante un reflejo ideal. Esta primera edad del cine se definirá por el arte del Montaje, que puede culminar en grandes trípticos y que constituye el embellecimiento de la Naturaleza o la enciclopedia del Mundo, pero también por una supuesta profundidad de la imagen en tanto armonía o acorde, una distribución de los obstáculos y de los modos de franquearlos, de las disonancias y las resoluciones de esa profundidad, un rol de los actores, los cuerpos y las palabras propios del cine en esta escenografía universal, siempre al servicio de un suplemento de visibilidad, un “algo más que ver”. En su nuevo libro, usted propone como símbolo de esta gran enciclopedia la biblioteca de Eisenstein, el Gabinete del Dr. Eisenstein. 

Ahora bien, destaca usted que este cine no ha muerto por sí solo sino que ha sido asesinado por la guerra (el gabinete de Eisenstein en Moscú se convirtió en un lugar muerto, desheredado, sin uso). Syberberg había llevado muy lejos ciertas observaciones de Walter Benjamin: debemos juzgar a Hitler como cineasta… Usted mismo subraya que “las grandes puestas en escena políticas, las propagandas de Estado transformadas en cuadros vivientes, las primeras manipulaciones humanas de masa” consumaron el sueño cinematográfico, en condiciones en las que el horror lo penetraba todo, donde “detrás” de la imagen solo había campos de concentración para ver y los cuerpos ya no tenían otro encadenamiento que los suplicios. Paul Virilio, por su parte, demostrará que el fascismo vivió hasta el último momento en competencia con Hollywood. La enciclopedia del mundo, el embellecimiento de la Naturaleza, la política como “arte” (según la expresión de Benjamin) habían devenido puro horror. El todo orgánico no era más que totalitarismo, y el poder de la autoridad no revelaba ya a un autor o a un director, sino la realización de Caligari y Mabuse (“el viejo oficio de director”, decía usted, “ya nunca más sería inocente”). Y si el cine debía resucitar después de la guerra, lo haría necesariamente sobre nuevas bases, sobre una nueva función de la imagen, sobre una nueva “política”, sobre una nueva finalidad del arte. En este sentido, tal vez la obra de Resnais sea la más grande, la más sintomática: fue él quien hizo que el cine resucitara de entre los muertos. Desde el principio hasta su reciente El amor ha muerto, Resnais tiene un solo tema, un solo cuerpo o actor cinematográfico: el hombre que vuelve de entre los muertos. También destaca usted al respecto la proximidad entre Resnais y Blanchot, “la escritura del desastre”. 

Después de la guerra, pues, una segunda función de la imagen se expresaba en una pregunta completamente nueva: ¿qué hay que ver en la imagen? Ya no “¿qué hay que ver detrás?” sino más bien “¿puedo sostener con la mirada aquello que veo de todas formas y que se despliega en un solo plano?”. Lo que cambiaba entonces era el conjunto de las relaciones de la imagen cinematográfica. El montaje podía devenir secundario, no solo en favor del célebre “plano secuencia” sino de nuevas formas de composición y asociación. Se denunciaba la profundidad como un “cebo” y la imagen asumía su planitud de “superficie sin profundidad” o de profundidad escasa, a la manera de los bajos fondos submarinos (y no se objetará la profundidad de campo, en Welles, por ejemplo, uno de los maestros de este nuevo cine, que lo da todo a ver en un inmenso golpe de vista y destituye la antigua profundidad). Las imágenes ya no se encadenaban según el orden unívoco de sus cortes y conexiones, sino que eran objeto de re-encadenamientos siempre recomenzados, reestructurados por encima de los cortes y en los falsos racords. También cambiaba la relación de la imagen con los cuerpos y los actores cinematográficos: el cuerpo se hacía más dantesco, es decir, ya no se lo capturaba en sus acciones sino en sus posturas, con sus encadenamientos específicos (como usted muestra a propósito de Akerman, de los Straub, o bien en esa página impactante en la que afirma que, en una escena de alcoholismo, el actor ya no tiene que acompañar el movimiento y tambalear como en el cine antiguo sino, por el contrario, conquistar una postura, aquella en la que puede sostenerse el auténtico alcohólico). Cambiaba además la relación de la imagen con las palabras, los sonidos, la música, en disimetrías fundamentales entre lo sonoro y lo visual que darían al ojo el poder de leer la imagen, pero también al oído el poder de alucinar los ruidos más pequeños. Finalmente, esta nueva edad del cine, esta nueva función de la imagen, era una pedagogía de la percepción que venía a ocupar el lugar de la enciclopedia del mundo derrumbada en pedazos: cine de vidente que ya no se propone embellecer la naturaleza sino espiritualizarla al más alto grado de intensidad. ¿Cómo nos preguntaríamos qué hay que ver detrás de la imagen (o a continuación…) cuando ni siquiera sabemos ver qué hay adentro o por encima de ella cuando falta ese ojo espiritual? Y pueden señalarse sin dificultad las cumbres de este nuevo cine, pero será siempre una pedagogía la que nos conducirá allí, pedagogía-Rossellini, “pedagogía straubiana, pedagogía godardiana”, decía usted en La rampa, a las que añade ahora la pedagogía de Antonioni, cuando analiza el ojo y el oído del celoso como un “arte poético” que detecta todo lo que puede esfumarse, desaparecer, empezando por una mujer en la isla desierta…

Si hay una tradición crítica en la que usted se enrola, es la de Bazin y los Cahiers, al igual que Bonitzer, Narboni o Schefer. No ha renunciado usted a encontrar un vínculo profundo entre el cine y el pensamiento, y sostiene una función a la vez poética y estética de la crítica cinematográfica (mientras muchos de nuestros contemporáneos han creído necesario replegarse en el lenguaje, en un formalismo lingüístico, para salvar la seriedad de la crítica). Por lo tanto, usted ha mantenido la gran concepción de la primera edad del cine: el cine como Arte nuevo y nuevo Pensamiento. Sin embargo, en los primeros cineastas y críticos, de Eisenstein o Gance a Elie Faure, esa concepción es inseparable de un optimismo metafísico, el arte total de masas. La guerra y sus antecedentes impusieron, al contrario, un pesimismo metafísico radical. Pero usted rescató un optimismo convertido en optimismo crítico: el cine no permanecería ligado ya a un pensamiento triunfante y colectivo sino a un pensamiento incierto, singular, que solo se aprehende y se conserva en su “impoder”, tal como resucita de entre los muertos y afronta la nulidad de la producción general. 

Porque se dibujaba una tercera edad, una tercera función, una tercera relación de la imagen. La pregunta ya no es “¿qué hay que ver detrás la imagen?” ni “¿cómo ver la imagen en cuanto tal?” sino “¿cómo insertarse, cómo deslizarse en ella?”, dado que toda imagen se desliza ahora sobre otras imágenes, dado que “el fondo de la imagen ya es siempre una imagen” y el ojo vacío, una lente de contacto. Y por eso decía usted que se había cerrado el círculo, que Syberberg se reunía con Méliès, pero en un duelo devenido interminable y una provocación convertida en provocación sin objeto que corría el riesgo de hacer oscilar su optimismo hacia el pesimismo crítico. En efecto, dos factores diferentes se cruzaban en esta nueva relación de la imagen: por una parte, el desarrollo interno del cine, en busca de sus nuevas combinaciones audiovisuales y sus grandes pedagogías (no solo Rossellini, Resnais, Godard, los Straub, sino Syberberg, Duras, Oliveira…), búsquedas que podrían encontrar en la televisión un campo y recursos excepcionales; por otra parte, el desarrollo propio de la televisión en cuanto tal, en la medida en la que compite con el cine y lo “realiza” y lo “generaliza” efectivamente. Ahora bien, por muy intrínsecos que sean, estos dos aspectos son fundamentalmente distintos, y no actúan al mismo nivel. Porque si el cine buscaba en la televisión y en el video un “relevo” para las nuevas funciones estéticas y poéticas, la televisión, por su parte, pese a algunos raros esfuerzos iniciales, se aseguraba en primer lugar una función social que impedía de antemano todo relevo, al apropiarse del video y sustituir con poderes de otro orden las posibilidades de belleza y pensamiento. 

Se dibujaba así una aventura semejante a la de la primera edad. Así como el poder autoritario, que culminó en el fascismo y las grandes manipulaciones de Estado, tornó imposible el primer tipo de cine, el nuevo poder social de posguerra, de vigilancia o de control, puso en peligro la vida del segundo cine. “Control” fue el nombre escogido por Burroughs para el poder moderno. El propio Mabuse había cambiado de imagen y operaba mediante televisores. Tampoco en este caso el cine muere de muerte natural; se hallaba aún en el inicio de sus nuevas búsquedas y creaciones. Pero la muerte violenta consistiría en lo siguiente: en lugar de que la imagen tenga siempre otra imagen en su fondo, en lugar de que el arte alcance el estadio de “rivalizar con la Naturaleza”, todas las imágenes me devolverían una única imagen, la de mi ojo vacío en contacto con una no-Naturaleza, espectador controlado que ha pasado del lado de los bastidores, en contacto con la imagen, insertado en ella. Encuestas recientes revelan que uno de los espectáculos hoy más apreciados es la asistencia al plató de un programa televisivo. Ya no se trata de belleza ni de pensamiento sino de entrar en contacto con la técnica, de tocar la técnica. El contacto-zoom ya no está en manos de Rossellini, se ha convertido ahora en el procedimiento universal de la televisión; el racord con el que el arte embellecía y espiritualizaba la naturaleza, y después rivalizaba con ella, se ha convertido en inserción televisiva. La visita a la fábrica, con su severa disciplina, se ha transformado en el ideal del espectáculo (¿cómo se fabrica un programa?) y lo enriquecedor, en el valor estético supremo (“es enriquecedor…”). La enciclopedia del mundo y la pedagogía de la percepción han dejado su lugar a la formación profesional del ojo, un mundo de controladores y controlados que comulgan en su admiración por la técnica, solo por la técnica. Lentes de contacto en todas partes. Este es el punto en el que su optimismo crítico vira hacia el pesimismo crítico [...]









   



30.9.14

XI. "MATERIA DE IMÁGENES, REDUX", JACQUES AUMONT, Contracampo libros, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014






“Hay dos maneras de superar la figuración (tanto la ilustrativa como la narrativa): o bien con la forma abstracta, o bien con la Figura. […] La Figura es la forma sensible vinculada a la sensación: actúa inmediatamente sobre el sistema nervioso, que es la carne. En cambio, la Forma abstracta se dirige al cerebro, actúa por intermedio del cerebro, más próxima al hueso”. “La sensación es lo que se transmite directamente, evitando el desvío o el aburrimiento de una historia a ser contada”. “En el arte, tanto en la pintura como en la música, no se trata de reproducir o inventar formas, sino de captar fuerzas. Es por esto mismo que ningún arte es figurativo. […] La fuerza está en relación estrecha con la sensación. […] ¿Cómo podrá la sensación volverse suficientemente sobre sí misma, distenderse o contraerse, para captar, en lo que nos da, las fuerzas no dadas, para hacer sentir las fuerzas insensibles y elevarse hasta sus propias condiciones?”. [Gilles Deleuze]



Gilles Deleuze


Son conocidas estas afirmaciones de Deleuze, relativas a Francis Bacon pero de alcance deliberadamente más general, según las cuales, tomando las intuiciones fundacionales de Jean-François Lyotard, lo que importa en una imagen es el motor que en ella está en marcha. Este figural, para retomar el término de Lyotard que Deleuze evita, pero que ya ha ingresado al lenguaje común, es la huella de una fuerza –ligada al deseo, nos dice Lyotard (y Christian Metz, que lo ha seguido en este punto). Credo del figural: en la imagen, hay otra cosa que la reproducción de lo visible; está la acción de lo visual, acción directa, inmediata, por poco que la obra se haya empeñado en “volverse” sobre la sensación, en comprenderla, en localizar las fuerzas allí en juego y encontrar el modo de dotarlas de una existencia en Figura. Figural: lo que en la imagen excede (o rodea) lo figurativo y lo figurado, lo que no puede verse ni como mímesis ni como metáfora, pero participa de una dinámica propia de la imagen (de la figura en la imagen), es decir, del juego de lo figurable.




Francis Bacon

Jean-François Lyotard


“Pintar las fuerzas”: la forma no se acaba en sí misma; es la manifestación sensible de la fuerza. Tal como afirma, más concretamente, Metz: “toda operación figural en un texto corresponde a trayectos mentales susceptibles de abrirse entre el creador y el espectador. Cada figura no es sino la consumación de un recorrido, y no forzosamente de uno solo”. “Las figuras no son ornamentos del discurso, adornos sobreañadidos para complacer. No atañen esencialmente al estilo. Son los principios motores que modelan el lenguaje”. Lo figural es, en consecuencia, en la imagen –en lo visual, en ese mundo que es propiamente el de la imagen y al que se trata de reconocer “la más completa autonomía”– lo que vive su vida, de manera inesperada, irreductible a toda narración y toda representación, la parte de opsis pura de toda mímesis. Pero esa parte visual, aunque su reserva virtual en la imagen es inagotable, no existe sin embargo sino en la medida en la que es reconocida y, accesoriamente, nombrada. Lo figural está allí, disponible para cada mirada, pero cada mirada lo hará existir diversamente, al nombrarlo de diversas maneras y, también, al incluirlo en las ficciones de lo figural, siempre distintas. No es azaroso que de fingo deriven, al mismo tiempo, figura y ficción: figurar es modelar y modelar es, también, dar una experiencia ficticia, una ficción (que no debe confundirse con una fábula).




Christian Metz


Formulo entonces esta tesis: lo figural no existe fuera de esta ficción. Es una interpretación de esa interpretación del mundo que es la imagen. Contradice deliberadamente el viejo principio newtoniano del cientificismo empírico, “
hypotheses non fingo”; lo figural son hipótesis, precisamente, y fingidas (ficcionales). Esto no significa, ciertamente, que lo figural sea una invención arbitraria, librada a la caprichosa buena voluntad de un analista de la imagen devenido hermeneuta irresponsable. Significa que lo figural instaura, entre el analista que lo hace surgir y aquel que lee o escucha el análisis, un pacto de ficción. Cuando Deleuze me describe a Bacon, tomo su descripción, no como si fuera ciencia (por la que no quiere ser tomada) sino como una ficción, en ese sentido contractual, es decir, como un gesto heurístico, destinado a hacerme ver la imagen en la representación (Deleuze lo dice muy bien: destinado a liberarme del clisé que obstruye la vista). Barthes había percibido este carácter ficcional de la construcción figural con el punctum, que no vale en todo caso sino en el espacio de una subjetividad o una connivencia, cuando lo figural puede, en principio, ser comunicado a no importa quién. Próxima a la idea de Barthes, esta idea, de Straub: “Es necesario que cada centímetro cuadrado, cada milímetro cuadrado del plano tenga la misma importancia; sin embargo, debe haber un punto focal allí-adentro, es decir, algo que arda en alguna parte”.




Roland Barthes


Esta noción reciente (de hace apenas cuarenta años) fue aclarada de muchas maneras bien distintas. Lyotard (1971) vio en ella una transposición, dada su calidad de acontecimiento, de la idea fenomenológica de la “donación de lo visible” en el orden del deseo. Para Deleuze (1981), viene del cuerpo y el azar, del accidente y el caos “intenso pero dominado”. Cuando Didi-Huberman la reconoce en acción en la pintura de Fra Angelico (1991), es para vincularla a la emergencia, por otra parte consciente, de otro registro, teológico, del sentido. Pero todas estas descripciones, apasionantes, son, en cierto sentido, limitantes: el figural de Fra Angelico es pertinente solo para una época muy breve de la historia de la pintura; el de Bacon visto por Deleuze es exclusivo de la mayoría de los pintores (supone un raro equilibrio entre lo figurativo, lo figurado y lo figural); el de Lyotard puede encontrarse virtualmente en todas partes, pero al precio de una definición vaga y restrictiva a la vez (el deseo, pero según Freud). Es entonces por su punto común en profundidad que nos dan la respuesta:
el figural se produce en un límite de lo figurable. Es la manifestación de un trabajo de la figuración, determinado por su lucha contra lo no-figurable (de la misma manera que, en el lenguaje, la imagen poética nace de la lucha con lo no-expresable en palabras). En términos creativos, puede conjugarse con la más absoluta conciencia (Fra Angelico “teólogo”) tanto como con el abandono a las fuerzas mal conocidas del inconsciente (Klee o Pollock según Lyotard) o el cuerpo (Bacon según Deleuze). Pero la fuerza que manifiesta y a la que otorga su expresión no es consciente ni inconsciente, porque no pertenece al artista sino a la imagen (al dominio de lo visual). El figural es la huella de esta evidencia. Una imagen no se encarna de golpe y por arte de magia: debe tomar forma y, al hacerlo, informa una materia tanto como es informada por esta última.





Georges Didi-Huberman


Fra Angelico


Jacques Aumont,
Fragmento de "Preambulo. Prolegómenos a la materia",
Materia de imágenes, redux