Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta José Saborit. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta José Saborit. Mostrar todas las entradas

4.12.24

XVI. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ADIÓS A TODO ESO
José Saborit



Móvil de Alexander Calder, Crag, 1974



Adioses y gracias

Febrero de 2021. Me voy de la universidad sin pena. El lugar que dejo ya no se parece al lugar que me enamoró hace más de cuarenta años y al que deseé pertenecer con toda mi ilusión juvenil. Ni él ni yo somos los mismos. Ocurre como con esas parejas que tras largos años de amor y convivencia terminan separándose precisamente porque ya no son los mismos que se juntaron, se han transformado en otros y no logran entenderse. 

¿Quién se despide de quién? Digo adiós tres veces: adiós al profesor que fui, adiós a la universidad que fue y adiós a la que ahora es. He pasado más de cuatro décadas allí, primero como estudiante, luego como docente. Y ahora siento que debo dejarlo. Podría esforzarme y perseverar, hacer de tripas corazón y valerme del oficio que me asiste para seguir a flote en esas aguas. Pero prefiero irme, hacerme a un lado, dejar paso a los que vienen detrás, con muchas ganas. 

Fueron años muy buenos y tuve plena conciencia de la extraordinaria suerte que supone poder dedicar una parte de tu vida a enseñar pintura. No solo por la satisfacción de ver cumplido un sueño infantil —como tantos niños que admiran a sus profesores yo también deseé ser profesor—, sino por todo lo que no era sueño, el día a día inimaginable que entretejen los tratos con la pintura y con la gente, el juego de seguir y seguir aprendiendo para poder dar lo que no tienes y debes ir conquistando poco a poco…, todo lo que la pintura da cuando su pasión es compartida. Aunque algunas pocas veces me dejara llevar por la contagiosa letanía de la queja, nunca me permití olvidar que me encontraba en uno de los mejores lugares posibles para desarrollarme y tratar de ser útil. 

La facultad de Bellas Artes nos ha hecho un pequeño homenaje. Me he vuelto a casa con una caja que contiene 36 lápices de colores acuarelables de la marca Faber Castell. Un buen regalo para quien, después de tantos años dando clase de pintura, aún quiere seguir jugando con los colores. Los miro de izquierda a derecha, con sus tonos brillantes y sus puntas bien afiladas. Siento la potencia de lo que está por estrenarse. 

También nos han regalado un pin de plata con el logo de la facultad. Una versión disminuida y casi caricaturesca de lo que sería una medalla u otra condecoración tradicional. Si usara chaqueta me lo pondría en la solapa para no olvidar mi pertenencia a la universidad, un sentimiento que no se extingue por dejar de estar en activo. 

Una caja de lápices de colores y un pin de plata son dos buenos regalos, pero yo habría preferido que me dieran la palabra. Por supuesto sin micro. Y con un buen margen de tiempo por delante. 

Habría comenzado diciendo que las verdades de la ciencia son perecederas y están destinadas a ser sustituidas por nuevas verdades también perecederas. Las verdades del arte —o lo que sea que el arte nos da—, por el contrario, mantienen su vigencia y su utilidad con el paso del tiempo. Por ejemplo, la metáfora de los talentos de la Biblia. O la poiesis platónica. 

Y habría dado las gracias por haber trabajado muchos años al servicio del cultivo y desarrollo de los talentos creativos de los jóvenes, pues a eso es a lo que dedica, o a lo que debe dedicarse, una facultad de Bellas Artes. Y las gracias también por el tiempo libre que esta tarea me ha dejado para desarrollar los míos propios.

Nunca agradeceré lo suficiente que las circunstancias me permitieran, con poco más de veinte años, decidir la suerte laboral que habría de correr en adelante. Mi afición a la docencia se impuso con fuerza avasalladora y pasé una buena parte de mi vida dando clases. “La profesión más enorgullecedora y (…) la más humilde que existe”, a juicio de George Steiner. Simétricamente, nunca agradeceré bastante que las circunstancias me permitieran irme cuando todo comenzó a resultarme gravoso y difícil de sostener. 

Adiós a la tarima. Veamos cuál es nuestra altura al bajarnos de ella. Veamos cómo oscila el termómetro de nuestra energía cuando dejemos de recibir todas esas expresiones de asentimiento y adhesión que acaban enganchando. Cuando toda esa gente que se te acerca deje de acercársete. Veamos lo que supone prescindir de un eje laboral que ordene horarios y permitir que el tiempo fluya otra vez —¿quién lo recuerda ya?— libre y salvaje. Veamos quiénes vamos aprendiendo a ser sin todo eso. Adiós a todo eso.  


Cansancio y complicación

Todo eso que la docencia universitaria exige comenzaba a producirme cierto cansancio, no lo niego, y he preferido marcharme mientras mis facultades aún mantenían un buen tono, antes de que comenzaran a degradarse. Pero no se trataba de un cansancio que surgiera como consecuencia del propio trabajo —enseñar revitaliza—, sino de las condiciones en que el trabajo debía llevarse a cabo. Mis relaciones horizontales con colegas y alumnos eran por lo general bastante buenas, pero las órdenes que nos caían desde arriba resultaban cada vez más difíciles de asumir. 

El sistema distaba mucho de ser perfecto y presentaba algunas grietas por las que todavía era posible respirar. Pero se me hacía un nudo de impostura y contradicción en el estómago cuando, por un lado, me veía predicando a favor del poder liberador del arte, de la libertad de pensamiento y del espíritu ilustrado como bienes irrenunciables para una vida que merezca ese nombre, mientras, por otra parte, me veía obligado a cumplir con una serie de requisitos absurdos e inútiles obstáculos burocráticos que habían ido imponiendo el Plan Bolonia y las reformas liberales, y que suponían un lastre y una mengua de energías para todos aquellos profesores que todavía permanecíamos empeñados en seguir enseñando y transmitiendo algo de ese espíritu ilustrado y de ese poder liberador del arte. 

En unas pocas décadas, la facultad de Bellas Artes de Valencia —igual que las demás— había pasado de ser el disparatado reino bohemio de la libertad y el todo vale a convertirse en un lugar en el que se debe fingir que todo está previsto, medido, cuadriculado, baremado, acreditado, fiscalizado. Y si el intento de regular y actualizar un poco aquellas viejas prácticas resultaba necesario y obedecía al sentido común, tampoco se veía claro que hubiésemos de pasar por fuerza al extremo opuesto. Igual que un ortopédico corsé, ese complicado afán de cálculo y autoconciencia nos quitaba a muchos profesores las ganas de movernos y de intentar acrobacias en el aula; nos quitaba el deseo, lo más importante para poder enseñar. 

La primera juventud de los de mi generación coincidió felizmente con la eclosión de libertades que se vivió en España tras la muerte del dictador, y esa providencial sintonía entre la Historia mayúscula y la intrahistoria supuso un impulso magnífico que solo hemos llegado a ponderar con el paso de los años. Éramos torpes y novatos, incurríamos con frecuencia en equívocas imposturas, pero empezábamos a respirar un aire diferente, menos tóxico, y alumbrábamos infinitas e insensatas ilusiones de cambio y renovación. Ser artista o querer ser artista comenzaba a dejar de estar mal visto y dejaba de ser reprochable frecuentar ambientes bohemios como el de la facultad de Bellas Artes, ubicada en el viejo convento del Carmen y prestigiada —rehabilitada— por su reciente categoría universitaria.  

Quienes deseábamos ser profesores imaginábamos nuestra profesión en ese marco de tolerancia, apertura y libertad que habría de ampliarse y consolidarse con el tiempo, y unos años más tarde hicimos nuestra una inspiradora metáfora que Rudolf Arnheim incluía creo que en sus Consideraciones sobre la educación artística: el profesor de arte es un jardinero y su tarea consiste en acompañar, vigilar los crecimientos, los tiempos de las germinaciones, regar, abonar y podar dónde y cuando sea oportuno. 

Pero llegaron plagas boloñesas, reformas, informáticos, tecnócratas, pedagogos…, y dijeron que nada de jardineros; nada de jardines, ni flores ni mirlos, nada de turbios estanques ni oblicuos senderos, nada de cantos de ruiseñores. En su lugar, oficinistas, profesores contables, burócratas enfermos de prudencia adictos a los cronogramas, coeficientes y porcentajes de los observatorios de calidad (que suelen obstruir el espontáneo surgimiento de la calidad), feligreses de la pedagogización idiotizante de la enseñanza. Y enseguida se vio que a algunos docentes les sentaba mejor la luz artificial que la intemperie de los jardines. 

[...]



Seguir leyendo el texto en




18.4.24

VII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



PASEO POR LAS RAMAS
[fragmento inicial]

José Saborit




1. Ángeles de madera

Nunca salgo de viaje sin mi libreta. Por eso puedo afirmar que aquella era la noche del 26 de febrero de 2002. Regresaba al hotel ligeramente embriagado por el vino de la cena y muy embriagado por los ecos de las voces del congreso de Bellas Artes que se estaba celebrando en la Universidad de La Laguna con el título Renovar la tradición. Cruzaba la plaza del Adelantado y el cadencioso sonido de mis pasos no lograba superponerse a la algarabía coral de las resonancias interiores. De pronto reparé en la presencia iluminada de los árboles. Se hizo el silencio y me detuve en seco, clavado sobre la arena. Creo recordar que había plátanos, magnolios, acacias, jacarandas. No era, por supuesto, la primera vez que me cruzaba con ejemplares semejantes, ni la primera vez que el encuentro me producía una agradable sensación de gratitud y bienestar. Tenía muy claro, desde muy atrás, que el benéfico influjo de los árboles sobre los humanos era una de las pocas certidumbres que no había terminado derrumbándose con los años. Sin embargo, lo que aquella noche del 26 de febrero de 2002 estaba ocurriendo era otra cosa, poseía una naturaleza muy distinta. Nada tenía que ver con el juicio o la intelección. Nada que yo pudiera discernir, averiguar o concluir. Se trataba más bien de algo que me atravesaba dulcemente colándose entre los huecos de las redes del entendimiento y del lenguaje. Un inesperado aire remoto, un olor como de linaje olvidado o de casa anterior a la primera casa me llegaba de más allá, de un más allá que era a la vez un más adentro, un más adentro y más afuera a la vez; un perfume infalible apaciguaba mi mente y, sin palabras ni argumentos, como solo el perfume sabe persuadirnos, venía a decirme que mi vida sería mejor si lograba orientarla hacia la compañía de los árboles. En silencio me lo decían los plátanos, las acacias, las jacarandas, los dragos, los olmos, los laureles…, y los magnolios me tendían sus raíces aéreas para que pudiera pensar en la paradoja de encontrar allí, en aquel aire lejano e intangible, algunas de mis más íntimas raíces. 

Uno va y viene y no deja de moverse mientras ellos permanecen enraizados, y si les presta la debida atención, a lo largo del tiempo se convierten en golpes rítmicos, hitos en el fluir de la vida misma. Presencias permanentes por debajo del cambio constante, asideros que permiten un andar más firme en el torbellino desordenado de los días. Tablas, refugios, compañía: ángeles de madera. 


2. Paraíso 

El mítico paraíso terrenal ha sido objeto de infinitas especulaciones y representaciones. Un hipotético catálogo daría cumplida cuenta de la heterogénea diversidad con que se manifiesta la imaginación humana. Sin embargo, hay una constante ineludible entre todas las variantes: cuesta imaginar un paraíso terrenal sin la presencia de los árboles. Y eso mismo ocurre con los paraísos íntimos de quienes hemos pasado la infancia (o al menos los veranos infantiles) en entornos naturales. No podemos concebir arcadia alguna sin la presencia y la compañía de los árboles. 

En uno de sus últimos libros, Fleurs (2021), Marco Martella nos recuerda unos versos de Novalis: “El paraíso está disperso por toda la tierra, he ahí por qué no sabemos reconocerlo”. El arte y la poesía, prosigue, sirven para reunir todos los pedazos del Edén dispersos por el mundo. 


Pieter Brueghel el Joven, El paraíso terrenal, c. 1626


Quienes queremos reencontrar el camino de regreso y persistimos obstinados en la búsqueda o en la reconstrucción del paraíso contamos, al menos, con dos pistas: por una parte, sabemos que está fragmentado y disperso por el mundo; por otra, que allí donde haya arte, poesía y árboles será más fácil encontrarlo. 


3. Bosque interior 

Habitar el tiempo y el espacio significa también ir encontrando árboles. Si podemos verlos es gracias al bosque que llevamos dentro, donde cada nuevo ejemplar que nos sale al paso encuentra su eco, su familia, su raíz. En ese bosque interior de la memoria tienden a enmarañarse felizmente confundidos los árboles reales, los árboles hablados y los escritos, los árboles fotografiados y filmados, los árboles pintados. No cabe distinción entre sueño y realidad, naturaleza y artificio. 

Vemos los árboles que nos salen al encuentro desde la altura y la fronda de nuestro bosque interior, pero también a través de sus claros, por entre sus huecos y rendijas. Cuando la espesura se adensa y la trama es tan tupida que obtura la visión, entonces, dejamos de ver. 

De ahí que nos resulte necesario practicar el olvido voluntario, que es una forma serena de ebriedad. Salir de paseo con poco equipaje, con la confianza y la agilidad que da saltar sin peso hasta encontrar lugares donde detenerse a mirar. Unos pocos árboles dispares bastarán, si no para sugerir un paraíso, al menos para dar cuenta de un breve paseo en el que los ecos y las voces, la imágenes y los reflejos se enredan en un cálido abrazo. Y eso es algo parecido a una casa. 

[...]



        Seguir leyendo el texto:




19.11.22

XIII. "PÁJAROS", Revista Shangrila nº 41, Pasión Rivière (coord.), Valencia: Shangrila, 2022




A VUELAPLUMA
(Fragmento inicial)

José Saborit


El triunfo de la muerte, Pieter Bruegel el Viejo, 1562 (detalle)



Huyamos de la gravedad de un destino. Que un ingrávido aleteo nos lleve por la ramas. Posémonos en ellas un instante o demoremos nuestra pausa para remontar después el vuelo. Queden las migajas de algunos versos esparcidas por el suelo por si alguien desea seguir su rastro. 


Pajaritos muertos

Lo primero que me viene –como caído del cielo y sin esfuerzo, pero con el peso de un símbolo– es la imagen de una gran jaula con pájaros disecados. No sé si está en algún jardín remoto de mi infancia, en algún museo largo tiempo clausurado o entre las desvaídas ilustraciones de un libro perdido en el correr de los días. Es una jaula con barrotes finos de ricas maderas torneadas, cubiertas por una pintura blanca que amarillea y se descascarilla en estratos frágiles y quebradizos. En su interior se alza el esqueleto de un árbol seco, tal vez un alcornoque sin hojas ya y sin resonancia alguna. Sobre sus ramas, minuciosamente dispuestos en armonioso equilibrio, descansan decenas de pájaros. Se diría que su belleza se halla intacta, tanto por las poses erguidas como por el brillo y color de los plumajes, pero todos ellos permanecen quietos y en silencio, circunspectos, con la mirada perdida, varados en su inmovilidad sobre las ramas secas. 

No cuesta descubrir que el poder de la imagen y su obstinada persistencia en la memoria proviene de lo que en ella no hay: ni canto ni vuelo. Los turbios negocios de la taxidermia con la muerte lo son todavía más cuando toman por objeto a los pájaros y la fingida apariencia de vida fracasa por la ausencia de vuelo, por la ausencia de voz. 

Eso debí aprenderlo toqueteando al periquito disecado que había en casa de mi abuelo. Era tierno, sin duda, y entrañable; suave, delicado y colorido. Pero no por eso dejaba de ser un pajarito muerto. 

No era el único que habitó mi infancia. Los pajaritos (muertos) fritos eran una tapa popular a la que nadie hacía ascos por aquel entonces y aunque no puedo asegurarlo con rotundidad, tal vez los probé alguna vez de la mano de mi padre y de mi abuelo. Según me cuenta algún amigo al que le he comentado esto último, hay lugares por Extremadura donde se degustan sabrosísimos zorzales al ajillo.

La poeta Isabel Escudero chamuscó un gorrión cuando era niña. Naturalmente no fue intencionado; aún así, cuando muchos años más tarde publicó un libro titulado Gorrión, migajas, en el que reunía poemas dedicados a pájaros, expresó en sus primeras páginas el deseo de que aquella bandada poética de pajarillos siempre vivos sirviera “de tardía reparación de mi deuda hacia aquel gorrión que mató mi miedo”. Abriendo sus páginas al azar podemos leer: “Pajarito yerto, /más grande la muerte/ cuanto más pequeño”. 

Una sensibilidad cercana debió alentar los versos del poeta Miguel Ángel Velasco, amigo de Isabel Escudero, cuando escribió su poema Pájaro: 

“Lo vi en el borde del camino; estaba/ todavía caliente./ Abierta el ala hermosa y extendida/ muy delicadamente sobre el pico,/ ocultándole el rostro con pudor,/ como si avergonzado de no ser/ ya cosa de los cielos”. 


Fue Miguel Ángel, siempre tan atento a la parca, quien me hizo reparar en un detalle de El triunfo de la muerte de Pieter Bruegel el Viejo: ese esqueleto que en la parte superior izquierda de la composición se sienta para contemplar, pensativo y hasta se diría que compungido, a un insignificante pajarito muerto que yace a sus pies. Mira, me decía Miguel, hasta la mismísima muerte se conmueve ante un pajarito muerto. Y ahora nos decimos: la muerte genérica, tan distante, se muere de pena ante la visión de la muerte concreta, tan cercana. 

El lacónico final del poema Destino de Lola Mascarell recurre a una imagen semejante, situada en el lugar que media entre la realidad y el deseo: “Frente a mí, en el jardín, sobre la hierba,/ hay un pájaro muerto/ con las alas abiertas hacia el cielo”.

Pero dejemos que los pájaros muertos se ocupen de sus muertos y regresemos con los vivos. Retomemos el vuelo y el canto, esos dos atributos que les hacen ser, con mucho, los animales que gozan de mayor presencia en la poesía universal [...]





Seguir leyendo el texto en:




26.5.21

IV. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



ISLAS DEL SUR EN LA MEMORIA 
José Saborit
[Fragmento]


Isla Navarino, 2010, óleo-lino, 146 x 195 cm.



Una isla es una porción de tierra que tiende a la metáfora. Un espejo, por tanto, en el que mirarnos.

Un archipiélago, decía una revista de filosofía con ese nombre, es un conjunto de islas unidas por aquello que las separa. Eso, también, somos nosotros. Y también estos párrafos, unidos por los huecos blancos que los separan. 

De las muchas islas que he tenido la suerte de visitar, como cualquiera que acumule sobre sí una cierta cantidad de años, hay dos que persisten en la memoria con más vivacidad, tal vez debido a su lejanía geográfica y a su rareza. La experiencia del viaje sirve, entre otras cosas, para eso, para desempañar el vaho de la rutina perceptiva y recuperar la suerte del asombro en la mirada, esa agudeza cercana al vértigo capaz de anclarse en la memoria con más intensidad y persistencia. Las dos islas a las que quiero referirme pueden considerarse remotas desde nuestra perspectiva y establecen, por ello, hitos significativos en el registro de los propios movimientos por el espacio físico. 

Isla Navarino es el lugar poblado más austral de América y se encuentra en el archipiélago de la Tierra del Fuego de la Patagonia chilena, en lo que comúnmente se denomina El fin del mundo o Ilaia, que en yagán significa “Más al Sur”. 

Más al sur todavía está la Isla Rey Jorge, la mayor de las islas Shetland del Sur, en la Antártida, y en ella se concentra un buen número de bases militares, como la base chilena Eduardo Frei que me acogió en la bahía Fildes, al oeste de la isla. 

Bastó una semana en cada una de estas ínsulas extrañas, con un intervalo de un año, para cultivar un poso que con el tiempo daría algunos cuadros. Con el tiempo, porque es necesaria distancia y separación para llegar a ver algo. No hay fluido germinador tan eficaz como la espera.  

La memoria asimila y metaboliza lo vivido, lo vuelve nuestro una vez se asienta en nuestro interior. Poseemos, así, cuanto perdemos. 

Rememoro, con casi diez años de perspectiva, la visita a aquellas islas. La distancia que se abre entre este que cuenta y aquel que lo vivió es el intersticio por donde discurre la escritura.   

Miro de reojo aquellos cuadros. Pienso que, en ocasiones, la pintura puede ser aún memoria y conciencia de lo visible, de lo visto. Fogonazo o fulguración que alumbra el intento de regresar allí adonde solo la ficción puede llegar. 

Dos paradojas aparecen de inmediato. La primera verifica que se trata, en efecto, de dos islas del Sur, pero de ese más al sur que ya no es cálido, como quiere el tópico de nuestra perspectiva, sino frío, muy frío. Islas gélidas, por tanto, muy alejadas de su imagen cómica con náufrago y palmera. Y si una isla ya es una entidad geográfica cuya definición presenta unos contornos más cerrados –cerrados por el agua que cierra el paso: de ahí la profusión de metáforas que insisten en el campo semántico del aislamiento, la incomunicación o la soledad–, a esto debe sumarse ahora el frío y la nieve, capaces por sí mismos de aislar e incomunicar, al entorpecer el desplazamiento humano. Islas doblemente aisladas: potencia metafórica que dialoga con la literal escasez de población y su consiguiente sentimiento de soledad [...]





Seguir leyendo: