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6.7.21

RESEÑA DE "UN BELLO TENEBROSO", de Julien Gracq (Shangrila 2021) en "Je dis ce que j''en sens"

 



Por Joan Flores Constans


Mi trabajo me obliga a estar al día de los libros que se van publicando a lo largo del año si quiero dar razón, aunque sea de forma sucinta, a las consultas de los lectores ―cada vez menos frecuentes; el mío es un oficio en extinción, y no solo por culpa de los nuevos medios de información y recomendación (¡jajajaaa!), pero esa es otra historia que, tal vez, algún día intente explicar―; esta exigencia conlleva que muchos de los libros que leo regularmente pertenezcan a esas novedades, aunque evito aquellos que, por mucho bombo y platillo que hayan provocado en los medios audiovisuales, en las reseñas o en las comunicaciones editoriales (algunas referencias, como Goodreads, los algoritmos o los youtubers, las descarto por principio; tienen la misma fiabilidad que las fajas que acompañan a los libros), son directamente execrables ―una mirada a las mesas de novedades de cualquier librería es suficiente para inducir a la vergüenza ajena o, directamente, al vómito―. Me he dado cuenta de que esta circunstancia, esa lectura obligada,  conlleva un descenso involuntario de mi nivel de exigencia lectora ―aunque ese descenso no llegue a caer en la tentación de leer la última confesión del chico al que ha abandonado su novio y que, además, fue maltratado en su infancia o los pesares de la chica cuya mayor tragedia en sus años de corta vida fue quedarse sin batería en el móvil cuando era cuestión de vida o muerte enviar un mensaje de texto, por no hablar de la autoficción de manifiestos iletrados o las memorias de personajes que apenas han superado su adolescencia mental―, de manera que acabo valorando, casi sin darme cuenta ―mea culpa―, algunas de esas lecturas muy por encima de su mérito real ―no pretendo disculparme, una simple ojeada a mi blog es la muestra más fehaciente de esa relajación de la exigencia―. Afortunadamente, este proceso queda interrumpido ―podría hablar de poner el contador a cero― cuando, cansado de estar al día ―o, en otras palabras, de tragar porquería― busco o llega a mis manos alguna novela mayor, esos libros que tal vez no se valoraron en su justa medida cuando se publicaron por primera vez, con frecuencia porque el mismo autor había escrito novelas manifiestamente mejores ―sin darnos cuenta de que la peor novela de Stendhal, o de Dickens, o de Faulkner, está a años luz en calidad de la mejor novela, a menudo la primera, que por merecimientos debería ser la última, del recién descubierto fenómeno editorial―, o porque el nivel de exigencia lectora de la época era bastante más alto que el actual ―aunque el número de lectores fuera sensiblemente menor―; algunas editoriales ―pocas, muy pocas― insisten en publicar grandísimas novelas agotadas, descatalogadas o desconocidas de autores dignos de figurar en las nóminas de clásicos, y el agradecimiento que les debemos los lectores debería ser eterno por permitirnos sacar por un momento la nariz de la cloaca y respirar Literatura. Toda esta exposición viene al caso porque Shangrila, una editorial dedicada, en principio, a textos relacionados con el cine, ha puesto a nuestro alcance ―no es la primera vez que cometen la osadía de publicar a Gracq, un autor fundamental de la literatura europea del siglo XX― Un bello tenebroso (Un beau ténébreux, 1938), segunda novela del francés, después de En el castillo de Argol (Au château d'Argol, 1938), una excepcional parodia, sin sentido peyorativo, de la novela gótica del Romanticismo, pasada por el filtro de un incipiente surrealismo.

El protagonista del texto, ese bello tenebroso, es un personaje que, onomásticamente, podría remontarse fácilmente al Beltenebros cervantino; un tipo con un alto componente de misterio y tragedia, pernicioso para su entorno y letal para sí mismo, que encarna, a la vez, la fragilidad del hombre moderno y una rígida naturaleza del espíritu. El carácter arquetípico del personaje principal remite al Fausto de Goethe por su carácter, valga la redundancia, fáustico, pero también en su vertiente diabólica, situada por encima del bien y del mal por su carácter generador; es decir, desde el punto de vista romántico, el poeta.

La acción se ubica en un hotel de la sombría, salvaje y primordial Bretaña, en el que se hallan hospedados los protagonistas, personajes pertenecientes a la sociedad bienestante; entre ellos, Gérard, cuyo Diario es la primera de las fuentes narrativas, y Christel, una enigmática joven hospedada en el mismo hotel, que atrae todas las miradas de los huéspedes; se trata de un personaje dominado por el tedio vital desde la infancia, apasionada y voluble, sometida al influjo de un fatum trágico y dramático, y con una insoslayable tendencia a transitar por el filo del abismo, arrastrando con ella a todo el que la sigue. Solitaria y misántropa, parece fatalmente destinada a las relaciones tempestuosas e inviables, y solo puede ser salvada por un amor incondicional que renuncie a su propio ser para fundirse, en una improbable aleación de opuestos, en una total unión de espíritus. En su Diario, Gérard registra, mediante la narración indirecta, pero de forma literal, las conversaciones mantenidas con Christel; todo ello, mezclado con las percepciones del propio Gérard, que van cambiando de signo y de intensidad a medida que progresa en el conocimiento de Christel; es decir, a medida que va cayendo bajo su embrujo. 

«"Tal vez me equivoque [declara Christel] al decir esto, pues dar voz a los pensamientos es casi como pronunciar un voto, pero estoy destinada, creo, a arruinar mi vida. Me preocupa muy poco lo que no es importante. Es como si, dominada por una especie de rabia, devolviera la nada al vacío. "¡Que al menos el tiempo perdido permanezca perdido! ¡Que no se pueda sacar provecho de lo que estuvo vacío!" Esa es la nobleza que me gusta. Qué no daría por flotar dormida sobre esos espacios de tedio vital, todos esos momentos en los que no es imposible escapar a la idea de que podríamos estar en otro sitio"».

La aparición de Allan, el bello tenebroso, en el hotel, acompañado de Dolorès, de relación y filiación desconocida, justo cuando Gérard pensaba marcharse, embargado por el tedio ―una marcha que se suspende, en principio, por simple curiosidad―, altera el equilibrio precario del lugar. Al poco tiempo, la curiosidad se troca en fascinación y todo el mundo se apercibe de que esa llegada supondrá cambios fascinantes.

«Comprendí que Christel era tan sensible como yo al encanto de esta extraña pareja, al menos al de Allan. Anoche, por ejemplo, cuando la conversación giró en torno a ellos al salir del casino, su indiferente silencio fue revelador. Sus breves y casi duras palabras también me dieron la impresión de que lamentaba las confidencias que me había hecho la otra noche, y creo que comprendí que este arrepentimiento principalmente se debía a que ahora tenía algo menos que dar a otra persona. ¿Acaso ella lo ama? Me refiero a si lo ama ya con ese deseo irresistible de dar, de reunirlo todo, de postrarnos a los pies de la persona a la que amamos, ese deseo que de súbito hace que incluso los viejos regalos se nos antojen una mezquindad».

Su sed de información acerca de Allan queda, en principio, colmada por el escrito que le deja un amigo de la infancia, que Gérard reproduce también en su Diario, y en el que queda clara la capacidad de fascinación del individuo desde su época escolar y su poder desestabilizador para todo y todos cuantos le rodean. Posteriormente, en un encuentro personal, Gérard no hace sino confirmar sus sospechas.

«"Soy una persona [declara Allan] para la que el mito carece de sentido. No puedo concebir cómo la gente puede sustentarse con semejante engaño, cómo esa necesidad de revelación que atormenta al hombre podría satisfacerse a menos que vea, a menos que toque. No podemos aplacar nuestra sed en los lugares donde en tiempos vivió un héroe legendario. Tomás tocó las heridas de Jesús, y el cristianismo, ridículo cuando menos, nunca habría tomado forma en esta tierra si Cristo no se hubiera encarnado, pues para que el cristianismo existiera, Cristo tuvo que existir, nacer en ese pueblo, en esa fecha, mostrar esas manos perforadas a los incrédulos y desaparecer de su tumba de un modo que nada tenía de metafórico. ¿Cómo podría haber resultado convincente sin esa inimitable presencia? La búsqueda del Grial fue una aventura terrenal. El cáliz existía, la sangre fluía y, al verla, los caballeros sintieron hambre y sed. Todo eso se podía ver. ¿Con qué ojos, aparte de estos ojos de carne, podría aprehender yo la maravilla? La maravilla, la gran maravilla es para mí que la gente pueda vivir nutriéndose de tales personajes dudosos, unos fantasmas abominablemente descoloridos con los que nos engaña la mente, el espíritu de renuncia de este siglo, verdaderamente el más humilde que haya existido jamás, ese que convierte a la divinidad en un personaje nacido de su propia mente. No puedo contentarme a menos que estas dos mitades de mí se unan y, ya que a usted le gusta Rimbaud, a menos que posea la verdad en un alma y en un cuerpo"».

Y es que, por lo que parece, la presencia de Allan ha afectado a Christel con mayor intensidad, si cabe, que la propio Gérard.

«No hay nada, como le dije a Jacques, contra lo que el hombre se rebele más que contra confesar el secreto e inmediato poder que sobre él tiene su prójimo. Tal vez no haya nada más frecuente, más cotidiano. Un poder brutal, irreverente como el rayo, en el que la inteligencia, el valor, la belleza y el lenguaje no son sino una mera electricidad animal, una polarización que se desarrolla súbitamente. Estar hechizado. Y sin retorno. Nunca se habla de ello: es un tabú, pero al cabo de muchos años, durante una conversación, los iniciados de pronto reconocerán, por una mera inflexión de la voz, por una mirada que de pronto se aparta, el paso del ángel, una repentina revelación compartida, el amor a primera vista: "Dios reconocerá a sus ángeles por la inflexión de sus voces y sus misteriosos pesares"».

La indudable y manifiesta superioridad espiritual de Allan sobre sus semejantes conlleva, como si fuera una compensación negativa de su ventaja, una extraña tendencia a la autodestrucción, pero no a la muerte directamente, sino a la perpetuación del sufrimiento. Esta característica, innata en ese tipo de individuo, es capaz de provocar una especie de admiración que, a menudo, deviene en pura envidia, por parte de aquellos individuos que no disfrutan de la suficiente fortaleza de espíritu para soportar la tensión pero no pueden dejar de admirar el efecto que ese carácter posee con respecto a los demás.

Es en ese afán de emulación y en la imposibilidad de materializarlo, donde se ubica la circunstancia que convierte al sujeto en una naturaleza sobrehumana, localizada más allá del tiempo y con una existencia ancestral no sujeta a las mismas vicisitudes que el resto de los mortales, capaz de adueñarse no solo de la voluntad de sus acólitos, sino también de sus oponentes; es, en definitiva, la personalización del mismo Diablo.

«¿Me equivoco cuando, ante todo, veo en Allan (acostumbrado como estoy, de un modo seguramente arbitrario, a personalizar ideas y a idealizar personajes) una tentación, una prueba, el signo aglutinador de nuestro grupo para todo aquel que tienda a aniquilarse, a destruirse a sí mismo, a abrirse paso, en un arrebato tan breve y violento como un acceso de ira, a través de la red de posibilidades escasas y razonables que la vida nos concede?»

Tanto el hotel, incluidos sus huéspedes, como sus alrededores, van adquiriendo, para Gérard, un carácter onírico, irreal, en el que el transcurso del tiempo no es sucesivo y los hechos parecen acaecer simultáneamente, y donde se han extraviado las nociones de precedente y consecuente  en un remolino inestable e incalculable de ausencias y presencias concurrentes que obstaculizan la fijación de un patrón. La realidad se retira de forma progresiva e impredecible, y la sensación ocupa el campo desatendido dejando a los protagonistas huérfanos de referencias. En tales circunstancias, es la imaginación la que toma el control, y con esos cimientos tan poco firmes, la razonabilidad queda excluida de la ecuación, sustituida por la obsesión.

El mismo hechizo irracional bajo el que cae Gérard afecta también, con parecida intensidad pero con diferente carácter, a Christel; pero lo que en él es melodrama, en ella amenaza con convertirse en tragedia.

El clímax de la primera parte de la narración se alcanza en la entrevista entre Gérard y Allan, en la que aquel le exige una confesión de sus intenciones, poniendo a Christel como excusa, y por qué su aparente apatía parece disimular su tendencia al mal, una especulación que el propio Gérard reconoce infundada, pero que Allan intenta hacer pasar como plausible. Esta entrevista finaliza el Diario de Gérard, y un narrador anónimo, el mismo que presentó a Gérard al inicio, toma el relevo; este cambio supone un traspaso importante del punto de vista: el nuevo narrador no está implicado en la historia y su versión sobre Allan no está mediatizada por la fascinación ni por el repudio.

La despedida oficial de la temporada de verano se celebra mediante un baile de disfraces de personajes literarios. Allan y Dolorès van caracterizados de amantes de Montmorency, los protagonistas del poema de Alfred de Vigny que se suicidan después de pasar un último fin de semana juntos. La muerte y el deseo son las dos caras de una misma moneda, y ningún cambio será perceptible si, al lanzarla, cae de la una o de la otra porque ambas son letales. La fiesta es la última oportunidad para que cada uno muestre sus cartas, gestione sus asuntos pendientes y lleve a término las espectativas propias y ajenas; es bajo el anonimato que procura el disfraz paradójicamente, como cada uno debe mostrarse y comportarse con más fidelidad a su propio espíritu.

Sin embargo, una vez desveladas todas las estrategias, la tragedia no se desata de forma inmediata e irremediable, como sería de esperar, sino que se materializa mediante la renuncia a la grandeza y a la heroicidad para proceder paso a paso, de forma casi imperceptible, como la carcoma, para destruir desde dentro, sin asomo de piedad y sin ninguna razón ―si tuvo alguna en algún momento, lleva tiempo desaparecida por inanición―, la destrucción por la destrucción, más por puro deleite que por dejadez.

«Se sentó al borde del acantilado y, con las piernas colgando, se puso a mirar vagamente hacia el mar. Desde asquel abismo se elevaba un letargo que le fascinaba. Con las manos heladas aferradas a la roca, las piernas temblándole, sintió que en su cabeza se agolpaban unos remolinos de tinieblas, de frías ráfagas de viento. Su corazón latía de forma irregular. Cerró los ojos. Pasó largos minutos presa del vértigo, un delirio al que se abandonó, al que invitó. Era ya noche cerrada cuando volvió a abrir los ojos a la luz de la luna. Una misteriosa paz se extendía sobre el mar casi inmóvil. En tierra firme, un perro ladraba a lo lejos, tan tranquilizador, tan tranquilo. Empezaba a soplar una gélida brisa terrestre. Se sacudió con brío y volvió a poner en marcha el coche».

¿Pueden la valentía y la arrogancia intercambiar sus papeles? ¿Hasta qué punto son complementarias u opuestas? Se puede ser arrogante sin ser valiente, pero ¿es posible ser valiente sin ser arrogante? ¿Se puede aislar una de la otra? ¿Hasta cuándo puede mantenerse, si cabe, esa separación? ¿En qué medida puede sacrificarse la una a la otra?

«―Y ya ve, Christel, ahora conozco un secreto. Un secreto terrible. Sí, sabía que alrededor de un hombre en el momento de su muerte, cuando no lo decapitan de improviso y de inmediato, cuando no se trata de una muerte violenta, cuando esta le permite verla venir, siempre hay una multitud. Solo hay que ver los teatros y las ejecuciones. Pero lo que no sabía es que no es bueno dejar que la muerte se pasee mucho tiempo por la tierra con la cara descubierta. No me había dado cuenta... de que perturba, despierta la muerte aún dormida en lo más profundo de los demás, como un niño en el vientre de una mujer. Igual que cuando una mujer se encuentra con una embarazada, aunque gire la cabeza hacia otro lado, sí, en el fondo, si las miráramos bien, sentiríamos que son cómplices. ―La miró y asintió con la cabeza con una convicción infantil―. Sí, es su propia muerte la que repentinamente se revuelve dentro de ellos. Y no es fácil estar en contra de ella».

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25.6.21

RESEÑA DE "UN BELLO TENEBROSO", de Julien Gracq (Shangrila 2021) en "Kaos en la red"

 



¿JULIEN GRACQ, ESCRITOR SURREALISTA?

Por Iñaki Urdanibia


«La tierra, las estaciones, el suelo, el bosque, está completamente vacío de acontecimientos, e incluso de contenido convencional, pero para mí, ahí hay también un contenido, y muy importante. E incluso, creo que es prácticamente el único contenido de mis libros […]. El sentimiento de lo maravilloso, de la maravilla única de vivir en este mundo y en ningún otro…se equilibra con el sentimiento del desastre»

No es la primera vez que se habla del escritor francés (1910-2007) como de un clásico, yo mismo he recurrido a tal calificación como puede verse en alguno de los artículos añadidos al final, y no hace falta para ello recurrir a las condiciones que con certero tino enumeraba Ítalo Calvino; siempre se mantuvo lejos de las modas y corrientes en boga, él iba a lo suyo. Es claro que Louis Poirier, el de Julien Gracq fue el nombre de escritura que adoptó inspirándose en un personaje stendhaliano, Julien Sorel de Rojo y negro, y en los hermanos romanos, los Gracos, se dedicaba a impartir sus clases de literatura a clases de enseñanza media (en Quimper, Nantes, Amiens, etc.), también enseñó geografía en la universidad de Caen, y, por supuesto, se entregó en cuerpo y alma a la escritura.

Breve fue su implicación política y sindical, en la CGT, y afiliado al PCF hasta la firma del pacto germano-soviético que le hizo abandonar el partido, en 1939. Ese mismo año fue movilizado como lugarteniente, siendo destinado al norte, cerca de la frontera belga. Participó en los combates de Dunkerque, siendo hecho prisionero e internado en febrero de 1941 en el campo de Elstehorat, en Silesia. Fue allá, precisamente, en donde escribió, más bien proyectó, su segunda novela, que fue publicada en 1945, ahora traducida por Vanesa García Cazorla y editada por Shangrila: «Un bello tenebroso». Ciertos puntos comunes sí que le unen con su anterior novela, En el castillo de Argol, en lo referido al peso que adquieren el destino y la muerte. Un hotel al borde del mar, allá en Bretaña, reúne al protagonista y narrador, Gérard, que pasa las vacaciones en el Hôtel des Vagues ( la palabra significa olas y también vagos), y en donde trata con diferentes personajes; algunos de ellos extraños donde los haya. Si Christel es una mujer que deslumbra por su carácter enigmático y su no menos enigmático discurso, que acompañan a su belleza, quienes de hecho sobresalen en su capacidad imantadora, rozando los bordes del hipnotismo son Allan y Dolorès que llegan al lugar levantando al instante una atracción generalizada al desprender un aura de luz, negra, y la menciono de este color ya que la atracción se mueve en una tensión oscura hasta lo diabólico, que anuncia la muerte, el fin, a la que parecen empujados los dos miembros de la pareja. El narrador que había pensado en marcharse, prolonga su estancia ante el relato que le es narrado por Gregory acerca de Allan, antiguo compañero de estudios y de internado, que va a llegar al hotel, y las ganas locas por conocer al singular personaje; desde luego las expectativas no se ven defraudas ya que desde que el tal Allan, llega con su pareja Dolorès, se convierte en la atracción que fascina a todos los veraneantes, al erigirse en verdadero eje de la existencia de estos.

Desde el principio nos vemos atrapados por una fiesta paisajística, con la mar y las dunas como escenario, que es ritmado por las olas y por los fenómenos meteorológicos que parecen casar con los estados anímicos de los personajes, que por allá vagan. Desde las primeras páginas se va creando un ambiente onírico alimentado por recuerdos, conversaciones e informaciones que van suministrando los unos a los otros, sobre los de más allá. También desde las páginas iniciales comienza el desfile de referencias a Poe, a Rimbaud, sobre el que por cierto el narrador trabaja, de Chautebriand o de Byron, en una unión de tendencias de romanticismo gótico, que no deja de lado a Baudelaire, Shakespeare, y los préstamos tomados del mismo André Breton, de quienes el texto se ve salpicado en unas tonalidades propias de un delicado jazz, turnándose con aires operísticos. Paseos, oscuridad, charlas, malentendidos y complicidades surgen, en la cercanía de las blancas playas. Encuentros con Jacques, Henri, Gregory en medio de una niebla algodonosa que va envolviendo al lector.

La pluma se desliza por los pagos de la exquisitez tanto en lo descriptivo como en lo referente al léxico y a las figuras literarias, mérito que se ha de atribuir, amén de al propio autor, a la traductora, que ha sabido reflejar las maravillas del mundo descrito, el gusto de la inmensidad, que en su extensión es reflejo de la vaciedad, en los límites del abismo, a la que se ven enfrentados los personajes en su soledad, y toda una geografía sentimental, del teatro de ese micromundo en el que se representa el drama trágico de la vida, balanceándose entre la caída, la muerte y la redención…creando en el lector un clima de atemporalidad, un sentimiento de irrealidad que le invade sin remisión, transportándole a un estado de suave ensoñación; dejando la lectura unas lecciones sobre el arte y sobre el arte de escribir, en un desarrollo dosificado que van desde el prólogo, al diario íntimo que conforma el grueso del libro, y al epílogo.

Si ya con motivo de la publicación, en 1938, de su primer libro, En el castillo de Argol, recibió una carta entusiasta del gurú del surrealismo, al que conoció personalmente al año siguiente en Nantes, ya con anterioridad Gracq había leído con interés a los surrealistas en sus años de estudiante, nada digamos la recepción de esta segunda. Los lazos de amistad, y de permanente diálogo, perdurarán entre ambos, aunque Gracq nunca llegará a integrarse en el movimiento, lo que no quita para que mantuviese una relación oblicua y que la fidelidad y admiración no cesaran como quedase demostrado en su André Breton, Quelques aspects de l´écrivain, publicado en 1948 por la Librairie José Corti, editor a quien se mantendría fiel hasta el final Julien Gracq. Como señalo el libro fue alabado con calor por Breton y siendo recibido con motivo de su publicación con elogios por parte de la crítica, nada digamos de los jóvenes seguidores del surrealismo entre quienes la influencia del libro fue determinante, el libro de este surrealista cartesiano que dijese alguno.


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7.5.21

III. FRAGMENTOS DE "UN BELLO TENEBROSO", DE JULIEN GRACQ, Valencia: Shangrila 2021




Anne Magill



[...] De pronto, en cuanto salimos del bosque en dirección a una infinita extensión de colinas brumosas, la landa rasa se extendió hasta el horizonte. En un pliegue de este suelo desnudo, semejante a una vasta extensión de césped amarillo de lucientes declives, había un lago tan perfectamente puro y resguardado del viento en este final del día ya salpicado de estrellas que me parecía estar a punto de entrar en un extraño y tranquilo reino de una paz sideral, súbitamente alejado de todo lo que, hoja o rama, se moviera y se estremeciera. Era la auténtica pila de una fuente cuya suave inclinación desde las orillas hasta el agua la mirada seguía ininterrumpidamente a su pesar, una solemne pendiente cortada aquí y allá por pequeñas murallas de guijarros. Un solitario y elevado montículo rocoso a la vera del lago proyectaba una sombra negra erizada de árboles entre aquellas hermosas planicies que resplandecían igual que unos caballos almohazados, y al final del promontorio, en el hueco de ese estanque muerto y al borde del triste cielo, todos a la vez atisbamos las altas murallas del castillo de Roscaër.

El paisaje era de una belleza tan sorprendente y singular que, por un acuerdo tácito, detuvimos nuestros dos coches a orillas del lago y, durante un largo rato, permanecimos en silencio, absortos en el espectáculo. Las empinadas laderas que conducían a aquellas ruinas aparecieron por todas partes cubiertas de un espeso y negro bosque erizado de fantásticos pináculos, de inmóviles copas verdes, y desde la cima de ese diente rocoso que se alzaba desde las oscuras aguas, desde lo alto de esa proa que rezumaba sangre por las grietas de sus lienzos, flotando sobre una franja horizontal de niebla azulada que se elevaba desde el lago, el edificio descollaba por encima de los tiempos y se convertía en uno de esos lugares cumbre, uno de esos picos espectrales de un rosado inefable que, bañados en una luz de otro mundo, se yerguen por lo alto de las nubes con las primeras estrellas al ponerse el sol.

Aparcamos los coches al pie de la escarpadura y comenzamos nuestro ascenso. Christel, toda de blanco, tan grácil, apoyada en el brazo de Allan, iba unos cien pasos por delante de nosotros y a menudo los perdíamos de vista en las sombras que ya arrojaban aquellos enormes troncos. Y cuando reaparecían en un hueco de luz difusa, y Allan levantaba el brazo señalando un detalle arquitectónico de aquellas lúgubres torres cuya cresta a cada momento brotaba de los árboles, de improviso aparecía ante nuestros ojos un extraño grabado romántico, una de esas parejas despavoridas que, en los cuadros de Gustave Doré, caminan inexplicablemente como si fueran sonámbulos a la luz de la luna hacia una fortaleza de altura tan vertiginosa, tan inaccesible como una montaña mágica.

Son unas ruinas muy antiguas, enteramente invadidas por plantas y árboles, esa vegetación con una exuberancia casi tropical que Bretaña tan tercamente alberga en la menor de las gargantas. Unos anchurosos mantos de hiedra, unos patios repentinamente perforados en las murallas como si fueran pozos, apenas más anchos que estos, por los que se extiende la noche perpetua de las ramas, literalmente cegadas por un roble o un plátano gigante. Algunas veces un lienzo de muralla, desnudo, vertiginoso y terrible, brota de una arboleda como si fuera su vástago [...]

[...] Vuelvo a ver a Allan y a Christel bordeando lentamente la muralla más alta del castillo. La luna busca ese rostro celestial que desde las alturas descubrimos por la noche en los árboles, ese rostro extasiado, imperturbable, como el de alguien que duerme a la intemperie, bajo las estrellas. La prodigiosa luz del lago por la noche, semejante a la pálida luz de la mañana cautiva bajo el hielo, ese claror de los grandes espacios de aguas tranquilas incluso en las noches más oscuras, esos claros de la noche serena [...]

[...]

Por puro juego, Allan trepa a lo alto de la muralla y desde allí, al borde del precipicio, nos acompaña, como un espíritu, desafiando el vértigo. En ese momento se complace en hablarnos de manera desenfadada y sutil, deleitándose con nuestro exasperado desasosiego por el peligro que corre. No nos atrevemos a pedirle que baje: desenfrenado, salvaje, caprichoso, en un santiamén nos da una idea de cómo es él realmente, presa de sus demonios, arropado en un tabú que lo protege. Su aguda mirada está clavada en Christel, en mí; es, en efecto, aquel jaguar inmóvil en su rama del que hablaba Gregory. A todas luces, este ser es pura provocación, fascina. Pero Christel no puede resistir este insoportable desafío: de un salto se sube a lo alto de la muralla y se coloca a su lado, y él la sigue, deferente, protector, algo irónico; y, al fin, una vez que me repongo, me permito pedirles que detengan aquel cruel juego.

—¿Le gusta la noche, Christel?

—Sí, me encanta, tanto que a veces no puedo soportar quedarme descansando en mi habitación. Anoche escuché las solemnes acometidas de la pleamar en la bahía bajo la oscura noche sin estrellas. Se me antojó que el agua disolvía la noche, que subía, subía y asediaba mi habitación, ese balcón donde me apoyaba como si fuera una pasarela en un naufragio. Casi tuve miedo. Entonces me sumí en un extraño sueño muy relacionado con lo que, momentos antes, había sentido en mi estado de vigilia. Estaba en el proscenio de un teatro medio inundado por unas furiosas olas. El agua fluía a raudales por los palcos, estos salpicaban como si fueran chalanas del mismo modo en que de manera inesperada las costas cuajadas de grutas retozan con el roción, y, empapada, helada, sentí el mismo placer que sienten los niños corriendo delante de la espuma que producen las olas al romper; allí estaba, extasiada, apoyada sola en el borde del parapeto rojo, contemplando las olas que se precipitaban desde el fondo del escenario, presa de una extraordinaria expectación. Por fin se formó una ola, se hinchió y se elevó hasta las cintras: una espléndida montaña líquida. Frente a ella, la sala se vació con una formidable succión: se veían emerger de las profundidades los asientos de la platea y de la orquesta, sólidamente amarrados al suelo, en medio del silbar de las aguas aspiradas. Y la ola se dilatada a medida que avanzaba, el teatro se agrandaba elevándose hacia las nubes y, como si fuera el capitán de un barco, sola a bordo de aquel auditorio zozobrante, durante un instante tuve ante mí una pared lisa y negra que estallaba en un burbujeo de plata. Mi miedo se mudó en un júbilo delirante, una esperanza ilimitada. Conforme progresaba esa ola, cuya realidad, cuyo peso arrebatador, tan inminente y cercano doblegaba mis hombros, iba socavando mi confianza, la seguridad ilimitada que sentía. Parecía volverse transparente de un modo extraño; detrás de ella, en las profundidades del agua, las estrellas brillaban tan serenas, tan agraciadas como en los desiertos de Egipto antes de la Tierra Prometida. Y en el momento en que sentí que me engullía, que me transportaba para siempre, desfallecida como una suave pluma, comprendí que aquella ola era la misma que la noche.

—Pues a mí sí que me encanta. En especial me gusta contemplar la caída de la noche en las grandes ciudades durante el estío. De súbito las terrazas de los cafés se vacían, ¿qué está pasando? Ante todo, me atraen los bulevares, con sus perspectivas de nieblas amarillas, ínfimas, donde los tranvías crecen inmóviles como un barco que viene de altamar engalanado con banderas al regresar de la línea de fuego, cargado de ramas y flores, con el extraño aroma de un bosque exótico. Merced a ese vacilante crepúsculo, a ese vértigo, ese adormecimiento, esos desgarradores rasguños como de violonchelo en las curvas de los raíles, a menudo pensé que los árboles invadían las afueras y ceñían la ciudad con un bosque sin salida. Me gustaba entonces perderme por las frondosas avenidas al atardecer, esas vanguardias empujadas hacia el amenazado corazón de las ciudades (pues la ciudad será un día conquistada por los árboles). Enseguida el tráfico va escaseando hasta extinguirse por completo... Caminas por calles estupefactas, bostezantes. Especialmente alrededor de las estaciones de tren, la noche sale muy rápido de esos grandes montones de carbón. Las ramas se deslizan entonces con suavidad, libres, sobre los muros mal custodiados de las casas: ya son los arrabales. Por último, hay unos setos, praderas hendidas por ríos; aquí ya no te planteas adónde quieres ir. Al dejar atrás las casas donde la familiar noche desciende tan rápidamente, te das cuenta de que todavía queda algo de luz solar. Nunca sabes exactamente cuándo anochece.
»La gente corriente posee una experiencia de la noche increíblemente pobre. Además, puesto que se ha resignado, seguramente por su gran desconfianza, a no aceptar ningún oráculo de esta consejera inesperada, la única imagen anticipada de la tumba que pueden aceptar es la de su dormitorio, con sus muebles y sus flores, adornados y guarnecidos con dobles, como los hipogeos del antiguo Egipto, un dormitorio que prefigura la tumba. Tal vez teman que, si duermen a la intemperie, se despertarán perdidos por la mañana, pues, a mi entender, la gente nunca se encierra por miedo a unos vulgares ladrones. Hubo un tiempo en que prefería dormir en lugares donde la noche caía en un estado especialmente puro: las iglesias, los parques.

 [...]

—Durante mucho tiempo, cuando la puerta acababa de cerrarse y me quedaba solo en la gran nave, bañado por el raudal de sol que se colaba por las vidrieras, oyendo claramente a través de los ventanales el cantar de los pájaros y contemplando el movimiento de las ramas en el exterior, se apoderaba de mí la languidez por estar allí recluido, la ansiedad, un repentino y desenfrenado deseo de correr por los campos y los prados a plena luz del día. Pero al acercarse el crepúsculo, volvía ser presa de un terror sagrado. Es entonces cuando, en esa nave de ecos sepulcrales, detrás de esas vidrieras ciegas como el cristal esmerilado y estando envuelto en esas fragancias que tan directamente llegan al alma en las iglesias —las velas, las frías losas y la extraordinaria dulzura de los lirios en la penumbra—, oyes morir uno a uno los sonidos del día y percibes cómo crece, se forma y toma cuerpo ese silencio del que están preñadas las iglesias y que brota del mismo modo en que una ola nace del seno de aquella que la precede. ¡Ay!, ese último gorjeo, ese último sonido que tarda tanto en extinguirse, retomado, sostenido a intervalos heroicos, interminables, y cuyos sobresaltos, infinitamente lejanos, nostálgicos e inútiles escuché para calmarme, ¡esa dulzura tan perfectamente perdida y recogida! Luego, con su arco el viento asestó su último golpe a las hojas, solemne, supremo como una pequeña muerte, decididamente el último suspiro del día, y, por último, el silencio. Una suerte de aseo invisible, como cuando uno se prepara para ir a la cama, tenía lugar en el edificio, que se preparaba para la travesía nocturna, y a veces me incomodaba la familiaridad de aquel silencio algo bostezante alrededor de lo sagrado, como si hubiera visto a una mujer invisible velando a su difunto hijo; sin embargo, ella camina, tose, incluso come. Y así se hizo un silencio hecho del crujir de las sillas y el crepitar cada vez más obsesivo de las velas, y, a medida que palidecían las ventanas, ese silencio, que había comenzado con los suaves sonidos del crepúsculo, cobraba una extraña amplitud. Ahora la noche se acercaba con sus vastas extensiones negras, y todo cambió repentinamente su perspectiva. ¡Las velas! Ese místico tenebrario que alguien coloca al pie de un altar perdido en las sombras, una estatua a veces revelada con un reflejo más intenso, como detrás de una irreal arboleda recorrida por el resplandor verdoso de una luz de Bengala, esa dulce y trémula muerte de la llama, tan pura en su cúspide, esa vertiginosa vuelta de tuerca hundida en la oscuridad, con qué ávida intensidad la contemplé yo durante horas: una llama de corazón negro donde, al igual que en el vientre de una mujer, se refugian el calor supremo, el hierro de lanza y la hoja de tiemblo; una lucecita inagotable —tan inmóvil, tan durmiente que la imaginamos subiendo directa desde lo hondo de un pozo de tinieblas de una profundidad infinita— semejante al reflejo suavizado y tremoso de una lengua de fuego en unas aguas místicas. Algo me fascinó, algo dentro de mí acaba de quemarse con esa luz igual que una mariposa. No era el fuego de una noche en el campo, ese que nos hace pensar en una sopa y en la cama, sino más bien una luz en el agua que hechizaba los abismos y conjuraba lo irreparable. A veces me quedaba tan absorto en esa visión, como dicen que hacen los yoguis de la India, que realmente me convertía en esa llama, sentía su luz nutriéndose de mi corazón. Ojalá aquella luz pudiera haberme disuelto, haberme fundido y esparcido, ligero y fluido como el aire, frío como las losas, por los frescos espacios hechos para nadar de aquellas altas bóvedas negras eternamente en reposo. Me vino al pensamiento una extraña frase que repetí hasta la saciedad como si esta hubiera contenido algún poder mágico: solamente la llama nos puede devolver a la noche. Ojalá la noche se hubiera vaciado, se hubiera vuelto más profunda, se hubiera encendido con el fulgor de aquellos cirios, ojalá la mañana nunca hubiera regresado. Las horas pasaron como si fueran minutos. Entonces enseguida alboreó y, de golpe, unos enormes retales de color gris azulado, aunque entenebrecidos y como si estuvieran cortados del mismo tejido, remendaron las bóvedas negras. De ese modo había vuelto la mañana [...]

[...]


Christel se adentró en las profundidades más insondables de [los ojos de Allan] y bebió largamente del pánico y el vértigo que allí encontró.

—Lo amaré siempre, salvado, perdido... dondequiera que me lleve; sí, para lo que sea… para ser su juguete, su esclava, aunque eso me destruya, aunque no pueda ayudarle.

La mirada de Allan vagaba, flotaba sobre ella, perdida, crucificada por un pensamiento lúcido.

—Sí, Christel, usted me ama. [...] Usted solo me ama unido a mi muerte [...]




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6.5.21

II. PRÓLOGO A "UN BELLO TENEBROSO", DE JULIEN GRACQ, Valencia: Shangrila 2021




PRÓLOGO (COMPLETO)
PEQUEÑO TRATADO DE LA PASIÓN

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO


Anne Magill



Un bello tenebroso es el libro –de entre todos los de Gracq– que recibió más elogios de André Breton. No ha de resultar extraño, porque esta segunda novela del escritor de Nantes es la que, aun de un modo oblicuo, más se acerca al universo –turbulento, pasional y radiante– del Surrealismo. Y decimos “de un modo oblicuo” porque nada indica, de antemano, este parentesco, sino más bien se diría que el autor gusta de aludir a otras referencias anteriores que, es cierto, han alimentado también el movimiento que lideró Breton, pero constituyen precedentes suficientemente poderosos como para ejercer atracción por sí mismos.

El libro de Gracq, ya desde el título, se construye como una revisión –al modo de un pastiche o un palimpsesto– de múltiples situaciones y personajes de la tradición literaria. Casi todos ellos se sitúan en un Romanticismo gótico y exaltado, fatal, en la estela, por ejemplo, de Melmoth el errabundo (otra novela muy admirada por Breton), del René de Chautebriand (un autor que siempre interesó a Gracq) o de Byron. Pues, como es sabido, tanto el noble bretón como el poeta inglés gustaban de crear y de representar ese tipo de personajes de destino trágico y oscuro que acabarían arrastrando consigo, en una suerte de atracción irresistible, a quienes los conociesen y que serían justamente definidos con esta fórmula: bello tenebroso. Fórmula, por cierto, que procede de nuestro Amadís, como el propio Cervantes se encarga de comentar en el Quijote, otro libro hecho de referencias de libros. “Amadís se retiró, desdeñado de la Señora Oriana, a hacer penitencia en la Peña Pobre, mudando su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto, significativo y propio para la vida que él de su voluntad había escogido.” (Quijote, I, XXV). El bello tenebroso es aquí el protagonista, de nombre Allan (referencia evidente a Poe, que constituye, junto con Rimbaud, el modelo de inspiración más potente del relato). Encarna sin duda este ambiguo ideal de héroe taciturno, misterioso y destructivo, satánico y sublime –en el sentido tanto de la tradición literaria de Milton como de la estética de Burke– y, al tiempo, no exento de una mortal fatalidad trágica que desata, en quienes lo acompañan, todo tipo de reacciones, complicidades, exaltaciones y rechazos. Una personalidad magnética –y potencialmente perniciosa– que producirá revelaciones inesperadas en el alma de todos los que lo traten, no siempre deseadas: convulsiones que transformarán para siempre su existencia. 

Allan es Poe y es Rimbaud y Nerval y René y hasta Vigny y Lautréamont, pero, en definitiva, la serie no puede más que cristalizar en Breton. Pues ¿cómo no ver un trasunto del Papa del Surrealismo –sobre el cual, no lo olvidemos, Gracq escribirá un conocido ensayo–  en este seductor tan irresistible como inquietante, tan hermoso como perverso y hasta amenazador? “No tardé mucho en adivinar –nos cuenta Gérard, el narrador, cuyo nombre es casi un anagrama de Edgar, al tiempo que un recuerdo del autor de Las Quimeras– quién era ese que llegó como si caminara por las nubes; ese que en un instante me alivió de mis tormentos, de mi preocupación por no estar en otra parte; ese que volverá a reconfigurarlo todo aquí; ese a quien solo tuve que mirar una vez a la cara para saber que representaba una idea violenta de la vida. ¿Qué no puedo esperar de ese ser que convence sin hablar, que ocupa mis pensamientos sin estar presente? No soy de los que juzgan a los hombres por sus acciones. Lo que necesito es más y menos: una mirada que haga que el mundo entero se tambalee, una mano que aplaque el mar, una voz que despierte las cavernas. ¿Qué secretos te unen a esa mujer a la que has traído aquí, unos secretos que, alzándose como una aparición sobre el mar en el ojo de un ciclón silencioso, la hechizan? Y tú, beldad de las beldades, con esa belleza fatal y eterna que vacila en la cima de un acantilado, ¿qué tierras has dejado atrás por él, por ese cuya presencia se convertirá para mí en un milagro?”

No cabe duda de que la presencia cataclísmica de Allan exalta hasta el paroxismo los ardores del grupo. Hay en ello también una concepción del amor romántico que va a conducir a una procura del Absoluto en el reino de la pasión y del Suicidio, en un contexto –el del amour fou– que también resultaba muy querido de los surrealistas, con Breton a la cabeza, pensemos tan solo en Nadja. En este punto, la circulación salvaje del deseo adquiere tintes de algo sagrado y a la vez sacrílego, hasta el punto de que esa física del amor parece inspirar una secreta metafísica donde la lucha ancestral entre las potencias del bien y las de la malignidad se hallan encarnadas no solo entre los diversos protagonistas, sino también en toda la atmósfera del relato, hasta el punto de haber colonizado el lugar mismo de la costa de Bretaña donde los personajes se hospedan e, incluso, el cosmos entero, con sus estrellas, su océano y sus noches: “Siento ya lo incapaz que seré para plasmar el color –nos adelanta Gérard al inicio de su escrito– esa atmósfera nocturna y lunar en la que ella siempre se bañará en mi recuerdo. Para ello sería menester evocar a Poe, ese ambiente de nacimiento y de remembranza, de un tiempo que aún permanece en estado de nebulosa y cuya secuencia es reversible; un oasis en la aridez del tiempo”. 

El lugar, efectivamente, se ha vuelto ahora algo de carácter extraño, por excepcional, inédito y refractario a todo conocimiento lógico o reglado. Un punto de tensión extrema, casi un centro imantado del mundo. Y, por ello, a ojos del narrador, semeja como si el hotel y la playa misma que concita el –en principio– banal veraneo, se convirtiesen en un impreciso y turbio templo donde se oficiará una ceremonia ignota y violenta. Un escenario trágico o teatro de la crueldad, incluso se compara con una plaza de toros (a lo Bataille) apta especialmente para el desarrollo de un ritual inmemorial y arcaico, cruel y purificador: “teatralidad de esta playa: esta estrecha franja de casas de espaldas a la tierra, este arco perfecto dispuesto alrededor de las formidables olas y donde no podemos dejar de imaginar que el mar es aquí necesariamente más sonoro, con esa batahola oscilante de las mareas que unas veces la convierte en un hervidero de gente, y otras, en un desierto. Cuenta asimismo con una singular perspectiva; como en el teatro, todo está dispuesto para que desde cualquier punto se pueda abarcar con la vista su conjunto: las gradas de un Coliseo dispuestas para ver la escenificación de una naumaquia. De súbito hallo en este banal comentario algo insólito y emocionante. Busco un centro geométrico en esta curva perfecta, ese ardiente centro donde convergen los radios de este hemiciclo, ¿y qué más? El hierático gesto de un oficiante, la vocación sacerdotal que un simple matador de toros en el circo no puede eludir cuando, al paso lento del sacrificador, se convierte en el centro de este vasto óvalo que va a arder y donde una sola llama en la que la vida alcanza su tensión suprema purifica y libera a diez mil corazones a la vez”.

Como en la pintura de lo que, con Franz Roh se llamó Realismo Mágico, que tiene su origen en la obra de un pintor muy próximo al universo de Gracq: Chirico, el genio moderno –incapaz de dar razón del sentido de la melancolía de los signos– se muestra asediado por figuras o sensaciones arcaicas e inexplicables, si no sospechosas y hasta terroríficas. El mundo del hombre moderno, tal como habían escrito Nietzsche y Schopenhauer, sigue habitado por el recuerdo, tenaz como el remordimiento, de los demonios y de los dioses y es tarea del escritor o el artista tratar de delimitar su presencia bajo la luz fría y concreta de su eterno retorno en el corazón de la civilización actual, descifrar sus huellas y los signos que imprimen todavía los rasgos de una fatalidad antigua. En esa labor hermenéutica de decodificación permanente de la totalidad de las señas que nos rodean, de lo más íntimo a lo estelar, pasando por todo tipo de objetos, plantas, territorios, gestos y rostros, se encuentra siempre atrapada la escritura de Julien Gracq. Como si el mundo visible fuese portador de un significado escondido que solo las leyes del arte –más que las de un conocimiento objetivo y calculador– permitiesen observar y revelar: interpretar. El famoso sentido de la espera que su narrativa a menudo canaliza no consiste en otra cosa que en la inminencia de esta revelación. La revelación de lo que con Chirico podemos considerar ahora el “aspecto metafísico” de las cosas, el conocimiento de su “segunda vida” a medio camino entre la vida y la muerte. 

De este modo, no sin un aire al tiempo tortuoso y algo irónico, la joven Christel– musa inquietante, nueva Gradiva– puede acabar asumiendo roles crísticos y martirológicos –en su afán por acompañar pasivamente el destino de Allan, ese ángel maldito que cae arrojado del cielo como el rayo desde las nubes mismas: «Lo diabólico es lo repentino», se afirma en algún momento del relato–: “Christel es una princesa. Su presencia, un gesto o una palabra suyos a cada instante disipan cualquier equívoco. No puede moverse sin crear el espejismo de que a su paso va dejando una cola, una estela de respetuosa obsequiosidad”. Mientras que Allan, por su parte, no deja de asumir connotaciones claramente demoníacas, aunque compartiendo la misma tensión de orden sacrificial: “Me encanta captar el nacimiento incluso de esas líneas de falla entre las personas: nada hay más irresistible que el deseo de malmeter e inevitablemente de sembrar la discordia a mazazos…”

Pero Allan, tal vez, no sea otra cosa que alguien diestro en exaltar las meras fuerzas o pasiones naturales del mundo. Un conector y un revelador capaz de exaltar el ánimo de sus compañeros, un transformador… de potencias. Es ahí donde radica su atracción, y su carácter maléfico, o perverso: ¡La naturaleza es perversa! ¡El hombre es perverso!, afortunadamente. Es así como se forman las cosas. Es así como ocurren los encuentros, y toda casualidad, toda novedad, viene de ahí. ¿Cómo podrían los objetos y las personas entrar en contacto, cómo se enriquecerían mutuamente sin pervertirse, sin descarriarse de sus caminos trillados y sin novedades? Sea o no obra del diablo, estará usted de acuerdo en lo demás. El diablo siempre es oblicuo”.

En tanto que oficiante del ritual, Allan requiere de participantes y de público, necesita una platea, un espacio marcado para la creación y el desarrollo de sus desvelos y sueños. Para desenvolver, al cabo, como un buen chamán, el ritual de iniciación de los cofrades: “Ahora la temporada está en pleno apogeo. Aparecen caras nuevas en el hotel. Y, aún así, no significarán nada para mí, lo sé. Mi mundo durante estas vacaciones quedará limitado a este pequeño grupo de personas formado merced a las casualidades, las cuales, pase lo que lo pase, siempre asociaré en mi memoria a la más singular iniciación”. Si la novela de Gracq está punteada continuamente por escenarios de sueño y de representación (donde, en ocasiones, ambas dimensiones se entremezclan) ello lo será precisamente en la medida en que la escena, la platea, como la conciencia del soñador, acumula, agrupa pesadillas y las intensifica representándolas, las dota de una fuerza y una cualidad no percibidas hasta esa misma actualización (tal como acontecerá con el baile de máscaras final, donde, a la manera otra vez del Poe de La Máscara de la Muerte Roja, se desatan todos los secretos y tensiones a través de los disfraces de diferentes personajes literarios). 

En esta novela, los sueños –en un sentido totalmente inserto en el espíritu surrealista– conectan al soñador con la respiración cósmica del planeta, con lo real como una totalidad absorbente y lustral, inseparable de la conciencia de cada individuo singular: “Dormir. La primera noche que estuve prisionero: mi único recuerdo del gran sueño oceánico. Había un prado húmedo, un gran mar de hierba, un prado de asfódelos en una fértil noche de junio. Nos acostamos en círculos, igual que un manso rebaño, con nuestras mentes divinamente vacías entregadas a la meditación sobre la tierra, sobre el cercano solsticio, sobre las estaciones”. A menudo, los desarrollos oníricos remiten a un tiempo de guerra y ansia, de peligro y mortandad (coincidente en esto con el tiempo histórico en que la novela está escrita, en medio de la segunda guerra mundial y con el escritor en el frente y luego prisionero en campo enemigo). Toda esa atmósfera mórbida y mortífera, una parecida seducción necrófila transmite el relato, y se irradia desde Allan a todo el grupo, hipnotizado por ese ser luciferino, mezcla de don Juan y Fausto, que los atraerá, como la estatua de piedra del comendador, a los abismos, con su gracia medusea.

Sucede, entonces, como si el narrador, y con él también el lector, se despertase solo a la recóndita o profunda verdad del mundo en el acto mismo de soñar. Únicamente de esa manera se alcanza el estado de apertura que la iniciación requiere, también la sensación –tan teatral– de hallarse sin tregua sumidos en una continua suspensión sobre el borde del acantilado, en medio de una sucesión de noches tormentosas y albas lívidas: “Hace tiempo que me ha llamado la atención el hecho de que la pasión no es una idea fija, un estrecho anillo impuesto a nuestras preocupaciones, la canalización de la vida conforme a esa pendiente única que nos gusta describir, sino más bien un efervescente y anárquico burbujeo de la vida, como un cuerpo corroído por un ácido. Por eso, a mi entender, al entender de cualquiera que la mire de cerca, la pasión solo alcanza su pleno vigor en el seno de un grupo, de lo contrario no alcanza un estado de trance, de transfiguración. No veo que haya pasión ninguna en una isla desierta. Pero en cuanto hubo un teatro, si la pasión no hubiera existido, habría sido preciso inventarla”.

¿Quién es, en definitiva, Allan, qué representa? Acaso, más que el propio Breton, Allan encarne el ideal mismo en que la literatura desembocó desde el Romanticismo negro y la revuelta rimbaldiana hasta su condensación centelleante en el Surrealismo. La figura heroica y al tiempo trágica –como un acróbata en la cuerda floja– del poeta. El poeta que transforma la vida cotidiana del grupo, una presencia –escribió Gracq en su monografía dedicada a Breton– “a la cual se acuerda prestar una densidad particular, a la que se tiende a dotar de poderes mal definidos, excepcionales” Y que, Gracq mismo lo afirma, se podría resumir con una fórmula conocida: “el poeta es aquél que inspira”. El poeta es como un polo magnético capaz de hacer entrar en contacto al resto de las personas con una serie de nudos de ondas que comunicarían sorprendentes poderes de (des)control y de resonancia. “En el enigma que intento resolver no hay nada por lo que alarmarse. Todo es de lo más absurdo e inofensivo. Todo reside en lo que uno se imagina, en cierto poder de sugestión oblicuo y equívoco, en la especulación desenfrenada sobre la sed de inventar que tiene el hombre, de creer, de construir lo complejo, lo perverso, lo tenebroso. Pero ahí reside lo angustiante, lo trágico. Es ahí donde se pone la trampa y donde se refugia el asesino con las manos limpias, incluso me atrevería a decir inmaculadas”.

El poeta es un revelador, un fuego oscuro, flamígero y sulfuroso como un relámpago (“conductor intermitente del rayo”, llamó Gracq precisamente a Rimbaud, el escritor sobre el cual está trabajando Gérard). Pero, si por algo se caracteriza Rimbaud, además de por su estilo luciferino o sus iluminaciones sacrílegas, es por su abandono y desprecio de la escritura misma, si no de la propia civilización de Occidente. ¿Cuál era el ideal de poeta que admiraba Breton? Sin duda, el que culmina en la pasmosa biografía de Rimbaud, aquél que ya no se dedica a ninguna actividad artística específica, sino que ha hecho de su entera vida fulgurante poesía (al modo de Arthur Cravan o, especialmente, de su admirado Jacques Vaché, a quien Breton consideraba el auténtico iniciador del espíritu surrealista). No cabe duda de que Allan se ubica en la estela saturniana de Rimbaud, poeta que –se nos dice- ya en el colegio no guarda para el héroe protagonista ningún secreto. Es cierto, Allan no solo emplea con total desenvoltura expresiones del escritor adolescente, se diría que coincide, en fin, con él en que, en definitiva, para su desgracia la verdadera vida está siempre “en otra parte”.




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5.5.21

NOVEDAD: I. "UN BELLO TENEBROSO", DE JULIEN GRACQ, Valencia: Shangrila 2021




242 páginas - 14x20cm - Valencia: Shangrila 2021



Un bello tenebroso es el libro –de entre todos los de Gracq– que recibió más elogios de André Breton. No ha de resultar extraño, porque esta segunda novela del escritor de Nantes es la que, aun de un modo oblicuo, más se acerca al universo –turbulento, pasional y radiante– del Surrealismo. Y decimos “de un modo oblicuo” porque nada indica, de antemano, este parentesco, sino más bien se diría que el autor gusta de aludir a otras referencias anteriores que, es cierto, han alimentado también el movimiento que lideró Breton, pero constituyen precedentes suficientemente poderosos como para ejercer atracción por sí mismos.

El libro de Gracq, ya desde el título, se construye como una revisión –al modo de un pastiche o un palimpsesto– de múltiples situaciones y personajes de la tradición literaria. Casi todos ellos se sitúan en un Romanticismo gótico y exaltado, fatal, en la estela, por ejemplo, de Melmoth el errabundo (otra novela muy admirada por Breton), del René de Chautebriand (un autor que siempre interesó a Gracq) o de Byron.   [...] El bello tenebroso es aquí el protagonista, de nombre Allan (referencia evidente a Poe, que constituye, junto con Rimbaud, el modelo de inspiración más potente del relato). Encarna sin duda este ambiguo ideal de héroe taciturno, misterioso y destructivo, satánico y sublime –en el sentido tanto de la tradición literaria de Milton como de la estética de Burke– y, al tiempo, no exento de una mortal fatalidad trágica que desata, en quienes lo acompañan, todo tipo de reacciones, complicidades, exaltaciones y rechazos. Una personalidad magnética –y potencialmente perniciosa– que producirá revelaciones inesperadas en el alma de todos los que lo traten, no siempre deseadas: convulsiones que transformarán para siempre su existencia. 

Allan es Poe y es Rimbaud y Nerval y René y hasta Vigny y Lautréamont, pero, en definitiva, la serie no puede más que cristalizar en Breton.

Fragmentos del prólogo de Alberto Ruiz de Samaniego 



Julien Gracq. St. Florent-le Vieil (1910-2007). Julien Gracq es el seudónimo que adoptó Louis Poirier para firmar su obra como novelista, poeta, ensayista y dramaturgo.

Licenciado en historia, geografía y ciencias sociales, fue profesor de secundaria. Comenzó a militar en el Partido Comunista Francés en 1937 y, a causa de la firma del pacto germano-soviético, dejó de pertenecer en 1939. Mantuvo contacto con el movimiento surrealista sin implicarse en el mismo, aunque escribió un libro sobre André Breton que fue con quien mantuvo una más estrecha relación.

Entre otros, su obra contiene títulos como En el castillo de Argol (1938), El mar de las Sirtes (1951), Los ojos del bosque (1958), Letrinas I y II (1967-1974), La forma de una ciudad (1985), Entrevistas (2002) y Manuscritos de guerra (2011).

Apartado del mundo literario y la vida social, falleció en la ciudad de Angers el 22 de diciembre de 2007.

Con Un bello tenebroso Shangrila añade un nuevo título de Julien Gracq a la colección Swann. Anteriormente publicó La forma de una ciudad y el ensayo Julien Gracq, de Jean-Louis Leutrat.
 

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