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3.6.22

IV. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




LA MANO QUE TIEMBLA
Alberto Ruiz de Samaniego


Jusepe de Ribera, La visión de Baltasar, 1635




Parece ser que fue Ramon Llull el primero en utilizar el término “artista”. En latín tan solo existía el sustantivo genérico ars. La joven palabra aparecerá luego en La divina comedia (Paradiso, canto XIII). Allí,  para referirse a la naturaleza, por necesidad imperfecta frente al espíritu divino, Dante la compara –en expresión insuperable– con la figura del artista, esto es, aquel tiene el conocimiento y la práctica del arte pero cuya mano tiembla:

l’artista / ch’a l’abito de l’arte ha man che trema.
 
¿Significa esto que también el artista, todo artista, aun con habilidad o destreza reconocida, es necesariamente imperfecto? ¿Que toda práctica del arte ha de partir –y por eso la necesidad del hábito, o sea: del dominio de la mano– de una falta ontológica, lo que simboliza, efectivamente, una mano temblona, defectiva? ¿O existirán, por el contrario, artistas a los que no les tiemble la mano y sean capaces de intervenir, tajantes y sin tacha, en medio incluso de la oscuridad máxima, como la mano divina de la tradición bíblica que, por ejemplo, Ribera tan bien ha representado emergiendo de las tinieblas en La visión de Baltazar (1635)?

¿Pueden existir tales artistas dentro –o en medio– de la mundana condición de naturaleza? ¿Artífices, diríamos, sin ars, sin la técnica o el conocimiento que en Occidente llamamos arte, artistas, por tanto, divinos?

En este nudo enigmático parece desenvolverse todo el nacimiento y uso originario del vocablo artista en ese momento. 

 Y entonces, el mismo Dante, a continuación, nos ofrece la solución del enigma: todo el asunto no es, en definitiva, cuestión de mano sino de visión. Inmaterial visión lograda, por cierto, no por fatigoso hábito, ni tampoco siquiera por habilidad congénita, sino por fulgurante, ardiente o cálido amor.
 
Però se’l caldo amor la chiara vista
de la prima virtù dispone e segna,
tutta la perfezion quivi s’acquista.
 
Así pues, se trataba del amor. El amor que, de platónico modo, nos hace superar nuestra imperfección corporal, situándonos, por decir así, en un no-arte sin temblor y sin hábito: un orden puramente visual, esto es, trascendido de toda turbia y gravosa naturaleza. Dimensión de luz pura, dominio ardiente. Esta práctica del arte –un arte trascendido– ya no es cuestión de entendimiento sino de amor, de una vida también –o tan solo– pendiente de los envíos del cielo y, en ese último sentido, de fe; ya no, desde luego, de destreza. Tan platónico se vuelve aquí Dante que ese momento se describe como un sello, un signo o signatura que habrá de imprimir la visión como si actuase cual una fuerza telúrica –o más bien telepática–: como lo haría una carga eléctrica que se desplegase sobre la superficie del cuerpo –afectándolo por completo, no únicamente a la mano misma. Cuerpo considerado, entonces, como totalidad excitada, nada más que un mero receptor pasivo. Si acaso, y como mucho, un ingenuo transmisor donde la voluntad completa de recepción, la ductilidad y entrega absolutas han sustituido cualquier dominio o control [...]





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2.6.22

III. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




SCRIPTA MANENT
Manuel Merino


Manuscrito de Ulises, James Joyce



La trama de la historia es sencilla y comienza cuando un personaje siente la necesidad de contar algo. Estoy imaginándolo a medida que escribo, por lo que, de alguna manera y sin quererlo, me he convertido en el personaje, pero también soy el autor. En este ambivalente juego de espejos se desarrolla siempre todo. La realidad, también. 

Puede que el personaje se cuestione por qué debería enfrentarse a esa tarea, que incluso lo comente con otro y que de esa conversación también imaginada surjan respuestas que le ayuden a sobrellevar, al autor, una tarea tan extraña, sin otra recompensa que el hecho de ocupar su tiempo en darle forma con palabras a algo borroso que quizá solo le interese a él mismo. Por eso, al poco de empezar, surge la pregunta “¿Por qué se escribe?”. A falta de una respuesta convincente, unívoca, el narrador supone que esa necesidad estará siempre condicionada por el alcance personal del tema, su implicación emocional en él. Una cuestión secundaria sería: “¿Desde dónde escribir, o qué voz o voces utilizaría?”. Esta vez será el azar, en busca de una mayor credibilidad, quien lo decida.

Entonces, la primera tarea que se impuso por sí sola en la narración fue definir el hecho de escribir. Para ello, el personaje, que se irá describiendo por sus actos, empezó a hacer una lista de posibles motivaciones o conclusiones variables, que después enviaría en forma de test, a modo de ejercicio o más bien juego, rogando a otro interlocutor imaginado que marcase con un aspa en una casilla previa la respuesta que entendiera más acertada. Entre las definiciones que le fueron llegando, descartó algunas y anotó las menos en su carta:

Se escribe para comprender nuestros errores. Aunque sigamos repitiéndolos para revisarlos mediante la escritura.

Se escribe para ser en otros, para volverse su memoria.

Pero también hubo otras posibles definiciones que se resistían a comprimirse en un enunciado de unas pocas palabras que guardó para él.

“Escribir es un intento fallido de eternidad y de venganza. Por eso mismo se otorgan y comparten los nombres de las cosas: pan, casa, mano, beso. En atención a esa condena, también se les impone un nombre a los hijos que completará su rostro siendo más eterno que su propio cuerpo cuando este desaparezca. Porque el nombre, la palabra, continuará más allá del tiempo. De esa forma incompleta, el cuerpo se condensa a través de un par de generaciones, cuarenta años es el límite, nunca más, en fragmentos de hechos recordados, fotos viejas, postales enviadas. Y lo hace gracias a la importancia de la palabra y de lo escrito. Por eso se numeran las manzanas, se cuentan los encuentros, se inventan y transmiten los nombres de las estrellas, se transcriben los ensueños de un futuro alcanzable que siempre habrá de ser mejor en nuestros labios”.

Volviendo al motor de esa necesidad, al autor le surgió una pregunta, pura aseveración, que volcó sobre el personaje haciéndole sentir molesto: a quién podrían dirigirse nuestras palabras sino a uno mismo, para demostrarnos la certeza de ser, de estar. De estar todavía. Entonces escribió: “Nos dirigimos a nuestro propio nombre recordado en la boca de otros, pasado mucho tiempo, cuando ya no estemos. Solo para decir, repetir, `estuvimos aquí´; para demostrarnos lo que ya no podremos comprobar: que en esas palabras siguen vivos nuestro aliento, nuestros miedos y experiencias, nuestro punto de vista, nuestro dolor también único, nuestro nombre vibrando alto en la propia voz finalmente callada, en descanso para uno mismo” [...]





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1.6.22

II. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022






La madera de la nave cruje. Como crujen, a veces, los huesos. No hay vías de agua ni se las espera. Pero como si rugiera, la madera cruje. Y cruje.

Hemos arribado al número 40. Quién iba a pensar que lo alcanzaríamos.

Nuestro desplazamiento es lento. Como el sonido fuera de cuadro de un viejo gramófono.

Celebramos este número con un contenido variado, sin un tema que hilvane los textos, con ese hilván nuestro de perseverar en ciertas pasiones. 

Esperamos seguir contando con el respaldo de los lectores que fielmente nos han seguido hasta aquí, camino a los dieciséis años. Sin ellos nada sería posible. No construimos castillos en el aire.





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31.5.22

NOVEDAD: I. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022



342 páginas - 16X23 cm. - Valencia: Shangrila 2022



La madera cruje. ¿Cómo creer, todavía, en nuestra especie? ¿Cómo enfrentar la crisis de sentido? Peste y guerra. La madera ruge. La nave va. ¿Cómo no rendirse, cómo no ceder? La nave en el ojo del demonio humano, el demonio humano en el ojo de la tormenta. La nave parece resistir, parece naufragar. Es una suma de líneas difusas, de manchas de color, deshechas, en el remolino impávido del temporal. El ojo succiona, descompone. Es una tentación, inmensa. La desesperación es un estado sólido, centrífugo. La desolación es un estado líquido, descompuesto en lágrimas. ¿Por qué no rendirse, para qué insistir? Con el mástil enano, a punto de ser devorado por la enormidad. Con la diminuta bandera hecha jirones, apenas sostenida sobre un abismo de agua. Es la hora del oxígeno escaso, del regreso pavoroso de la trinchera. Peste y guerra. Y la nave va. Está pintada por William Turner y es el rostro elegido de este volumen. Es una suma de disciplina e insistencia, de audacia y empeño en la navegación. Porque es la hora en la que ha vuelto lo que jamás debió volver. 

Al cierre del volumen, una nave delicada cumple su travesía como un mandato, en un paisaje luminoso pintado por Brueghel. La vida sigue, indiferente ante el desastre. Un Icaro niño ha caído del cielo. Sus piernas blancas iluminadas por el sol, escribirá W. H. Auden, se hunden en las aguas verdes. Y la nave va. El pastor continúa su trabajo, los niños patinan en el estanque helado. La vida sigue como un dato ambiguo: insoportable y necesario, inevitable y aterrador. “Mañana será otro día”. El día de la reconstrucción, de lo que quede. El día de alzarse entre las ruinas. 





Mientras tanto, cargamos en esta nave de papel nuestras monedas: la necesidad de la escritura; las manos temblorosas de ciertos pintores; el cine de Murnau y Lang; las últimas películas de Bergman; el stalker de Tarkovski; la mirada de Alice Rohrwacher y de las mujeres que construyeron westerns; el mundo según Philip K. Dick y las promesas del Este según David Cronenberg; las ganas de llorar y los perros de Kiev. 

Nuestras monedas son nuestras pasiones. ¿Un gesto inútil? ¿Un plan de evasión, una estratégica dosis de anestesia? Puede ser. Y puede ser, también, una razón. Una razón para vivir. Para seguir viviendo. 
 

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