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23.1.14

EL FANTASCOPIO: BLUE JASMINE (WOODY ALLEN, 2013)




BLUE JASMINE (WOODY ALLEN, 2013)

EL DESPRECIO





POR MARIEL MANRIQUE



Lo que sostiene la forma de este mundo no es la compasión sino el desprecio. La hermana con buena prensa del desprecio es la caridad, multiplicada en galas benéficas, donaciones de tomógrafos o monedas del vuelto, regalo de las sobras para el servicio doméstico y bendiciones papales, con lavado de pies del pobre y besos en la frente del desahuciado como bonus track. En términos colectivos y prosaicos, la caridad es la denominada “solidaridad” (de los primos o los pueblos), particularmente en casos de tragedia. Nadie en su sano juicio le niega un colchón al inundado, aunque no exista todavía un colchón que evite las próximas inundaciones. La caridad seca las lágrimas por un ratito, pero no transforma la estructura (de una casa o del mundo). Lo opuesto al desprecio es la compasión, esa rarísima sintonía con el otro, de índole horizontal, que torna insoportable su dolor y bendita su alegría, por la sencilla razón de que se experimentan como propios. El grado máximo de la compasión es el desvanecimiento del “yo”, la capacidad química de ir hacia lo que nos rodea, encarnarnos en ello y desaparecer.

Pero no salimos del útero de mamá para ponernos en los zapatos del otro sino para ir cambiando de pares de zapatos, tanto desde el aprendizaje personal como desde el consumo del taco de moda, de la sala de partos a la tumba. Es impresionante que solo en esos dos momentos de nuestra vida, el inaugural y el de clausura, estemos descalzos. Quizá porque el “yo” no se ha formado todavía o se ha desconectado como un enchufe, porque estamos ahí pero aun no estamos o estar ahí ya no tiene sentido porque estamos muertos, prescindimos del zapato cuando no hay cultura. La cultura nos viste, nos calza y nos define.

El gusto no es nuestro. Es el que construye, para nosotros, la cultura, ese enorme bazar del barrio -llámese escuela, familia o patria- en el que crecimos, tal como nos lo explica lúcidamente Pierre Bourdieu.  La mercadería del bazar es una cuestión de clase. De gente “con clase” y desclasados. El “charme” es una cuestión de clase social. La clave de la clase (entendida como “charme” y posición en el mapa de la distribución social de la riqueza) es el dinero, con el que se accede a la educación que nos salva de ser humillados y ofendidos y se compra, inclusive, hasta la apariencia integral de una cultura.

Woody Allen tomó lo que quiso de Un tranvía llamado deseo para armar Blue Jasmine, una película sobre el desprecio de clase. En Blue Jasmine no hay tensión sexual (como en la pieza teatral de Tennessee Williams o en Match Point, otra película de Allen sobre la noción de “clase social”) sino flujos cambiantes de dinero.  En Blue Jasmine, el “factor” dinero se comió hasta al sexo. En la pieza de Williams, el marido de Blanche Dubois se suicida atormentado por una relación homosexual y la aristocrática Blanche es despedida de su empleo por mantener una relación sexual prohibida con un estudiante, se traslada a New Orleans a la modesta casa de Stella, su hermana, donde se siente atraída fatalmente por su cuñado inmigrante y proletario (ese huracán hipersexual llamado Stanley Kowalski, concentrado en la película de Elia Kazan en el cuerpo de Marlon Brando) y le confiesa sus penas a Mitch, el amigo inocentón y romántico de Stan, alimentándole las fantasías de una boda.

En Blue Jasmine, el marido de Jeannette (auto-rebautizada “Jasmine”) es un estafador serial, infiel y millonario que acaba suicidándose en la cárcel y el único deseo de Jasmine es el de mantener las apariencias. Como sea: volando en primera clase aunque esté en la ruina; sacando a pasear por San Francisco sus chaquetas Chanel, sus carteras Hermès y sus perlas auténticas; a fuerza de vodka, cigarrillos y Xanax; y negando la realidad hasta volverse loca. Es el deseo de que nada cambie, aunque la verdad estalle en la cara.




No hay un sentimiento más fuerte en Jasmine que el ansia de pertenecer (a una “clase”, sea la élite neoyorquina tributaria de la especulación financiera de la que acaba de ser eyectada o cualquier otra nueva élite que la admita en su seno) y el desprecio (hacia todos los que no pertenecen a esa clase). La brutalidad de Jasmine, en el doble sentido de ser bruta y brutal, es devastadora, imbricada como está en su elegancia – y es una proeza absoluta de Cate Blanchett hacer convivir estos dos rasgos supuestamente tan contradictorios, la elegancia y la brutalidad, en una misma criatura, extraviada y cruel, déspota y rota.

Ante Blue Jasmine empalidece el género completo de películas sobre el fin del mundo, porque nada es más apocalíptico, por tenaz y naturalizado, por su estricta funcionalidad a la lógica del poder, que el desprecio humano fundado en la pertenencia a una clase. Cava una fosa llena de cocodrilos entre un puñado de “unos” y unos “muchos otros”, la fosa es infranqueable, el desprecio tiende a instalarse y a crecer, petrifica el corazón como si fuera cal o cemento. El poder, en su faz más pervasiva, no enfrenta a amos y esclavos sino a sofisticados y ordinarios, pijos y chonis, mersas y refinados (en la versión argentina del peronismo eterno: el gorilaje oligarca contra todos aquellos que Santa Evita acogió bajo su manto protector, como una virgen de la misericordia, bajo el apelativo terminal: “mis grasitas”). Se opone el “charme” a la vulgaridad y se elaboran estrategias selectivas de marketing. No se venden más carteras Vouitton originales que las estrictamente necesarias para que pertenezcan a una minoría, para que, como las obras de arte, preserven la condición “aurática” de una supuesta singularidad que investiría, por ósmosis, a sus portadoras. 

Ya no se trata, en Blue Jasmine, del escándalo de ricos y pobres. El dinero está en la base de la fosa divisoria (allí donde se distribuye la riqueza) pero el agua de esa fosa, y los colmillos de los cocodrilos, huelen a “buen gusto”, tal como este último ha sido definido, por ahora y arbitrariamente, por los árbitros consagrados del poder. El dinero es la condición necesaria del acceso al “buen gusto”, necesaria pero no suficiente: Jasmine desprecia a su nuevo empleador, un odontólogo plano y sin “estilo”, y al nuevo candidato de Ginger, su hermana, un tosco ingeniero de sonido que califica como un “perdedor”. Los ganadores beben sus Martini y juegan al golf o al polo, impecables y espléndidos; los perdedores beben cerveza barata y comen papas fritas frente al televisor, con su ropa estruendosa y sus hábitos deplorables. Si fuera eficaz también contra las personas, Jasmine se rociaría con un repelente contra insectos para no tocar a esa horda de indeseables que siempre ignoró, excepto cuando les quitó lo único que podían darle (sus ahorros) y aceptó, al huir de esa Park Avenue donde cayó en desgracia, lo único que podían ofrecerle para amortiguar su quiebra (techo y comida).




Es justo que a Jasmine, Ginger y su ex marido (Auggie), su nuevo novio (Chili) y el amigo de Chili que le presentan como candidato (Max), le provoquen espanto. Pero el auténtico espanto es que la propia Ginger considere a Jasmine su modelo aspiracional, porque ella “siempre tuvo el don del gusto”. “El buen gusto no se compra con dinero”, se canta en voz baja en el mercado, mientras se exhiben a la venta todo tipo de artículos de “buen gusto”. “El buen gusto es innato”, “se tiene o no se tiene”, se declara en las biblias ilustradas de la moda, como si el gusto fuera el resultado celular de una alquimia biológica, una lotería lombrosiana donde la sociedad no tiene arte ni parte. Allen tuvo incluso el tino de que Jasmine y Ginger fueran hijas adoptivas de distintas familias biológicas: el “buen gusto es genético”, piensa Ginger, adhiriendo al racismo social que no necesita hacer uso de la fuerza para sujetar al nuevo esclavo.

Recordemos que la antigua plantación esclavista heredada por Blanche Dubois, venida a menos por las “epic fornications” de sus ancestros, se llamaba “Beau Rêve”. El  “Hermoso Sueño” del sur latifundista del látigo en mano se ha cumplido, e incluso puede prescindir del látigo: gracias a la hegemonía de ciertos patrones culturales, el perdedor quiere ser como los ganadores, aunque los ganadores teman contaminarse por contacto.  Ginger cambia a Chili, su novio mecánico, por un ingeniero de sonido, porque cree que este último es menos “perdedor” que Chili a los ojos de Jasmine.

Es justo también que la banda de “ordinarios” que rodean a Ginger parezcan salidos de una commedia alla italiana (no desentonaría Lando Buzzanca, se llevaría las palmas Celentano), de una macchietta  impiadosa que les desmantela los matices y los cristaliza en un repertorio fijo de gags. Allen no es sádico, es realista. Es así como los ve Jasmine. Es así, y es esta la razón del espanto más hondo, como los vemos nosotros mismos, sentados instintivamente del lado de Jasmine, anticipando y compartiendo sus muecas de asco, experimentando una empatía que primero nos causa gracia y, después, vergüenza. Jasmine es mala. Nosotros somos tan malos como ella. 




Atrapada en sus flash-backs de ensueño, que en manos de Allen son el ritornelo (con la partitura en bucle de Blue Moon) de la negadora patológica, Jasmine niega en principio el origen de su bienestar, al firmar como si nos los viera pilas de papeles fraudulentos y cerrar los ojos a las infidelidades del marido, hasta que el marido se enamora de otra y es entonces el fin, el fin imperdonable cobrado con una denuncia al FBI y el envío a la cárcel por despecho, para negar después el estado de derrumbe, actuando como si nada hubiera sucedido, como si no hubiera aprendido nada, dispuesta a repetir la historia y a mentir, otra vez, ante un nuevo y futuro esposo.

El que niega una vez, niega dos veces y tres, pero solo se niega lo que se sabe. Y negar a ultranza (como un reverso perfecto de ver, de atreverse a ver) se paga con suicidio o con locura. Con ciertas excepciones: la de amputados éticos como Judah Rosenthal, el prestigioso oftalmólogo que en Crímenes y pecados (1989) contrata a un sicario para matar a su amante despechada, con el único objetivo (como Jasmine) de evitar el escarnio público. El cinismo triunfante en ese filme es tan desolador como el desprecio suelto, como un viento o un virus, en Blue Jasmine. “Cinismo y desprecio” podría ser la reformulación negra de Allen a los títulos memorables de Jane Austen.  Judah, un “ganador”, niega hasta el fin y alza la copa en las fiestas, mientras los que se atreven a ver y cuentan lo que han visto viven atravesados por la melancolía (el documentalista honrado encarnado por Allen) o no resisten vivir (el profesor Louis Levy, conmovido y perplejo ante la persistente confianza en el futuro de un rabino que se queda ciego). Para soportar la realidad o transformarla, también nos dijo Allen, tenemos el cine. Y allí dejó a Cecilia, con la maleta recién hecha y un ukelele entre los brazos, en la butaca de la sala de cine de La Rosa Púrpura de El Cairo (1985), entregada al consuelo y la provocación de Fred Astaire y Ginger Rogers.

La imputación de locura a la mujer es un tópico trillado del machismo -la que amenaza a la sociedad patriarcal suele estar “loca”, del mismo modo que en tiempos medievales era “bruja”- pero el descenso femenino a la locura por mano propia tiene, en comparación con el desorden psiquiátrico masculino, un elemento doblemente perturbador. Tal vez porque el hombre ha ejercido secularmente el poder y quien se aferra al poder exuda psicopatía. Tal vez porque la tradición ha hecho de la mujer la virgen protectora, la madre infatigable, el pecho en el que reclinar la cabeza agobiada, la mejor equipada ante la pérdida, la femme-fatale, la pin-up y la chica del poster, la feminista combativa y la mujer-orquesta. Maldita tradición. Una mujer también puede volverse loca, ser joven y bella y estar loca porque vio demasiado o, como Jasmine, porque no quiso ver el mundo tal cual era.




“Siempre dependí de la amabilidad de los extraños”, dice finalmente Blanche Dubois, dando en la diana desde la espiral de su demencia. Jasmine empieza hablándole sin parar a una vecina de butaca de avión y termina hablándole sin parar a una extraña total, en un banco del parque. La extraña se levanta y se va. Dejar de hablar es enfrentarse al silencio, que es como un espejo, como una pregunta aterradora. La amabilidad de los extraños sería, en este caso, pura y estéril caridad. La estructura de Jasmine es, ¿desde hace cuánto tiempo?, irreparable. Que los extraños poden en sus almas el desprecio y alimenten, con los restos maltrechos que les queden, la boca seca de la compasión. 













23.12.13

EL FANTASCOPIO: WOODY ALLEN FILMA PARÍS - HAZ DE TU ÉPOCA LA ÉPOCA DE TUS AMORES ("MEDIANOCHE EN PARÍS", WOODY ALLEN, 2011)




WOODY ALLEN FILMA PARÍS 


 HAZ DE TU ÉPOCA 
LA ÉPOCA DE TUS AMORES





POR MARIEL MANRIQUE


A cada vida su deseo de regreso al paraíso perdido. Sus anclas amarradas a un pasado que en la memoria, o en la enciclopedia, supo ser mejor. ¿Dónde queda el pasado? ¿Dónde recibe su correspondencia y sus ramos de flores? A cada vida su Arcadia entre la bruma, como un buque cargado de promesas cuyo rostro la historia vino a desfigurar. Su clínica de muñecas, su carrusel nocturno, su manía de atarse los ojos a la nuca. Su tribu de muertos que fingen cruzar la versión remixed de la laguna Estigia y vuelven a la orilla del presente al mínimo descuido de Caronte, como niños expertos en huir de la noche inmóvil. Todos los surrealistas de Medianoche en París (Woody Allen, 2011), con su equipo doméstico de snorkel, violan las reglas del submarinismo y dejan en el fondo de la laguna la moneda ritual que selló sus párpados, para irse a la ciudad que fue una fiesta bohemia entre dos guerras. 

Los Fitzgerald vuelven a patinar sus dólares en el Ritz y Zelda a naufragar frente al Sena. Sylvia Beach comanda Shakespeare & Co. y adivina el sismo que reinventará Dublín cuando Leopoldo Bloom suelte su río de palabras. En un modesto papelito, Dalí dibuja sus visiones de rinocerontes sentado a la misma mesa que Man Ray. Buñuel observa fijamente a un extranjero, un guionista rubio de Malibú que entrega a Hollywood textos deprimentes y sueña con cambiar de ciudad y existencia. Su nombre es Gil Pender, es también Owen Wilson, es la frescura irresistible de Wilson imponiendo su marca al alter-ego de Allen. ¿Cuál es el límite mental del presente? ¿Dónde se extiende la soga que prohíbe el ingreso de los fantasmas? ¿Cuánto puede durar una soga? Toco sus cuerpos, aspiro sus perfumes intactos. Abren la boca y me construyen con mayor eficacia que la opinión pública del día. ¿Cuántas vidas caben en el día de los que creen en la intersección del tiempo? De los que creen. 

Una película tersa y diáfana puede confundirse con una película plana y boba. Un espíritu simple puede ser acusado de idiota. Es el riesgo que asumen tanto Medianoche en París como Gil Pender. "Es un poquito naíf", define a Pender su futura ex-familia política. Papá organiza fusiones empresariales, defiende los tea parties republicanos, recorre restaurantes de lujo y contrata a un detective que le siga los pasos trasnochados al candidato de la nena. Mamá turistea buscando gangas con descuento para decoradoras y la nena-novia de Pender no se despega de una pareja de amigos con quienes insiste en recorrer obnubilada cada sitio que hay que visitar según las guías (de papel). Es como si dijeran: "Este chico nos resultó medio tontito". La nena se rinde fascinada ante el amigo pedante que ningunea a las guías (de carne y hueso, incluida una exacta -en todos los sentidos- Carla Bruni en el Musée Rodin), un ejemplar modélico del erudito insoportable, nacido sin el filtro sensible que le permita procesar las toneladas de información acumuladas al solo golpe de efecto del name dropping - o sea, el perfecto sabelotodo de nada.

Allen, por su parte, filma con la resuelta convicción de quien no tiene que dar explicaciones a nadie. La apertura de su película es una declaración de principios: una colección de lugares comunes (en el doble sentido, geográfico y simbólico) de una París de tarjeta postal. Es como si dijera: "sí, hablaré de cuestiones tremendamente sencillas, me hundiré en el fango intelectualmente despreciado de la simplicidad, ¿y qué?". Así como puede llevar décadas aprender a dibujar como un niño, hay que haber vivido y rodado años y años para narrar con esta seguridad a la que el visto bueno del prójimo la tiene totalmente sin cuidado. Allen y Pender se ne fregano. No porque diseñen estrategias para abordar y doblegar la crítica o jueguen a la esgrima teórica. Sencillamente, están enamorados. Es decir: Medianoche en París vive en estado de gracia.




Pender puede alzar su copa aun con aquellos con quien jamás podría establecer auténtico contacto sin experimentar rencor ni odio porque es, básicamente, un buscador de experiencias. Del mismo modo, Allen parece estrujar como un pañuelo la París previsible del álbum, extenuándola hasta que del agua anodina que cae salte una piedra preciosa. Es el talismán de los que atraviesan, como la Alicia de Carroll, la imagen duplicada en el espejo, para saltar entusiasmados al otro lado de las cosas donde se deshace la línea recta. Allen y Pender están enamorados del prosaico y extraordinario hecho de estar vivos. Peligro: se alza ya el índice recriminatorio del sentimentalismo barato y el romanticismo de ocasión. No hay problema: Allen y Pender están tan intensamente impregnados de asombro que no tienen resto para el debate. Más específicamente, no registran el índice y es esa actitud espontánea e inconsciente de ignorarlo lo que reduce el índice a meñique autoritario y represivo, a ridícula falange, hasta desvanecerlo. Porque, ¿qué puede ser más importante que decidirse a vivir como uno quiere?

Es al formularse esta pregunta, tan de libro de auto-ayuda y terapia express, que Medianoche en París se complejiza y se adensa sin ceder luminosidad ni virar al drama. El proceso de vivir el instante a tope implica un desgarramiento continuamente elidido y reemplazado, en la película, por la gracia del diálogo, el asombro a prueba de bala con el que se juega cada acción en territorio extranjero y la puesta en clave de comedia que atraviesa toda la historia. Es así como Pender (que en manos de Wilson es un médium de Allen sin dejar de ser Wilson) se adueña de ese territorio que, en definitiva, siempre fue suyo, porque sus pies vivían en California pero sus sueños dormían en París. Dado que Pender no solo ansía haber vivido la era del jazz en la París de las vanguardias sino sacar boleto de ida a París y dejar atrás su era-California, la alteración quirúrgica de su biografía implica tanto el viaje en el tiempo hacia la parisina década del '20 como la ruptura con sus circunstancias presentes para dar una vuelta de campana.

La campana suena a medianoche y transporta a Pender a ese pasado que ama y donde nunca estuvo. Ese pasado orienta y diseña la nueva vida de Pender. Somos hijos de padres distantes, célebres y muertos, resucitados por el amor cotidiano con el que nos sostienen. Somos orfebres de esos amores intangibles que nos forman alzándose desde sus tumbas. Solo la risa borra los dominios marcados de la realidad. Quizá por eso resulte tan difícil hacer risa, que es como decir hacer comedia. Tan imperativo, en situación de desengaño o angustia terminal.





Medianoche en París no dice solo que cada época miró con devoción una época pasada y cada habitante de esa época idealizó una época en la que le hubiera gustado vivir. Dice también que esta es la única y brevísima época que nos fue concedida, que en ella reviven y nos hablan nuestras personas-faro y que de nada sirve esa resurrección si no miramos el presente a la cara para enfrentar y resolver nuestras contradicciones, sin apartarnos del haz de luz que el faro proyecta a nuestras espaldas. Porque el faro no está adelante sino atrás. El faro está atrás.

Pender va, en su fantástico (por inherente al género de la fantasía) viaje temporal y su fantástico (por extremo) cambio de vida, hacia lo que conoce sin haber tocado. El viaje temporal puede ser o no ser una ficción y poco importará para los creyentes. Allen les deja dos señales a modo de tributo y evidencia: los diarios de Adriana, esa exquisita chica parisina de 1920 enamorada de un Pender que para los agnósticos pisó por primera vez París en 2011 (diarios traducidos en voz alta por la guía del Musée Rodin, en una escena dedicada a los que nos traducen e introducen mundos a través del lenguaje) y la aparición inesperada, en plena época monárquica, del detective (figura emblemática del racionalismo moderno) contratado para controlar a Pender.



A diferencia del amigo cultivado ad nauseam de su novia, Pender sabe muy pocas cosas. Pero son las que importan. Sabe, por ejemplo, que la amante de Rodin se llamó Camille Claudel y no Rose, porque Rose era el nombre de su esposa. Pender conoce el detalle, el único lugar donde un resto de verdad puede ser encontrado. Pender encuentra al azar (un viejo vinilo de Cole Porter, por ejemplo), sin forzar ni programar la búsqueda. 

Por esos dones puede hablar con Hemingway y escuchar que el miedo a la muerte retrocede ante la pasión, para después volver y volver a exigirnos la entrega visceral a nuestro objeto o sujeto de amor, para retroceder nuevamente y así hasta la flecha y fecha de salida. Puede hacer de una muralla un umbral y convertir en oportunidad el desengaño. Puede aprender a caminar sin bastones, sin esperar el beneplácito de Gertrude Stein o el crítico de turno. Puede decir adiós a la chica de sus sueños para intentar una historia con una mujer real, siguiendo el hilo (que augura sintonía) del viejo vinilo de Cole Porter. 

Pender es materia blanda y, por eso mismo, no maleable. Paradójicamente, tendemos a creer en la coherencia de lo rígido, cuando lo rígido es sinónimo de intransigencia y, por ende, necedad. Lo blando se abre, se expande y se transforma, sin renunciar por ello a lo que es.




A cada uno su credencial de turista o viajero. El turista, decía Paul Bowles, compra su ticket de regreso y el viajero no sabe si regresará. El turista, dice Allen, se desplaza sin salirse de sitio, rodando en compañía de otras burbujas. Pisa sin excavar, mira sin ver. El país del viajero es una suma de mapas invisibles, con trazos en zigzag. Cuando la vida se hace medianoche, el viajero está solo, solo de soledad inevitable.

¿Quién ha estado en París sin salir de casa? ¿Quién no estuvo en París aunque haya visitado todos sus distritos? ¿Quién se atreve a reírse del inocente, que lleva sus manuscritos a otro siglo y quiere caminar París bajo la lluvia? Bienaventurado el que transmigra y no lleva paraguas, porque de él será el reino inefable de lo imposible y la habitación propia y posible donde sentarse a escribir, a doler, a sentir cómo un instante es la cuna y la sede y la rueda de varios mundos y un puñado de mundos se constelan para indicar la forma anhelada de una vida y quién se atreve a seguir la pista de esa forma y al que le guste bien y al que no, que diga que son tontas, pero muy, muy tontas, las películas como Medianoche en París


El corazón brilla cuando se pone bobo. Regístrese y archívese, por esterilidad comprobada, el corazón astuto.





 






 



25.1.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: PESCAR A RÍO REVUELTO, O TIEMPO DE RETORTIJONES

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER



Noviembre 2012

PESCAR A RÍO REVUELTO, O TIEMPO DE RETORTIJONES


Se nos acumulan la faena y los temas delicados: las elecciones a la presidencia del imperio, y de la revolución institucionalizada. Ahí está el duelo Chávez-Capriles, recién dirimido a mayor gloria del primero y a despecho de los intereses, legítimamente democráticos en unos casos, y en otros no tanto (de la derecha más recalcitrante a los medios autodenominados de izquierda, poco disimulados en esto, en lo que sus intereses económicos no encuentran acomodo en el modelo chavista), de los defensores a ultranza del segundo. Es lo que tienen las polarizaciones y las transversalidades.


En clave europea y española, el BCE ha tomado la decisión de comprar deuda soberana. Rajoy sigue aplazando la petición de ayuda a la Unión Europea, y en el colmo del galleguismo hace gracietas a propósito de que quizás los medios sepan más que él de la situación. La presentación de los presupuestos generales nos dejan a todos tiritando (a unos más que a otros; y es que siempre ha habido clases). Y, sobre todo, se han alineado los astros y van a coincidir los comicios en las tres comunidades históricas: País Vasco, Galicia y Cataluña, en pleno envite independentista; otro desvío de atención que no impedirá nuevos recortes de Artur Mas, subido a lomos de la oportunidad, que pintan calva.

Todo ello, sobre el telón de fondo del pifostio internacional a propósito de las parodias de Mahoma, y sin olvidar la consiguiente ración de “paloytentetieso” con la que nuestros mandamases dan de comer a la prensa ultracentrista (antes denominada “ultra”, a secas) y echan balones fuera del descontento más que justificado de una mayoría de la población a la que Rajoy apela con un nuevo tipo de convocatoria: manifestación tipo sillón-ball, en casa (ahí han estado finos los de El Intermedio llamando a manifestarse contra el gobierno quedándose en casa a las siete de la mañana del 14 de octubre: que no falte el humor). Hay otros epifenómenos, claro, que en cualquier otra tesitura habrían sido los temas principales: el anuncio (cantado) de que el horrísono Eurovegas irá a la Comunidad de Madrid, la retirada de Esperanza Aguirre o la muerte de Carrillo; interpretada por propios y extraños, curiosamente, como una metáfora del ocaso de la Transición e incluso del siglo XX; les ha faltado gritar “Santiago y cierra España” (si escuchamos bien, hasta podemos oírlo a lo lejos; y es que no hay como morir para que los discursos se acoplen de pleno a los intereses más insospechados).

Pero no nos engañemos: los asuntos candentes son los que son, y esta sección nació con la vocación de mojarnos. Desde planteamientos de izquierda, en esto ultraortodoxa, talibana si es preciso, no podemos sino considerar cualquier tentación de censura o de autocensura, por miedo o por burda y repugnante que nos parezca el motivo de escándalo (como en efecto lo es el vídeo La inocencia de los musulmanes; cosa bien distinta de las caricaturas de Charlie Hebdo y de El Jueves), una vulneración inaceptable de la libertad de expresión. Desde idénticos parámetros, no podemos sino abjurar del nacionalismo en sí, sea cual sea la faz bajo la que se camufle (central o periférico, puesto que sirve intereses que invitan, como hemos dicho, al “despiste”). Porque lo único de veras sacrosanto no son ni los profetas, ni las creencias, ni los pueblos, sino las personas.

Solo bajo esas premisas tiene sentido que nos opongamos a proyectos neoesclavistas, como convertir Madrid en un inmenso casino (ahora entendemos a lo que se refería Soraya, con o sin mantilla, según las ocasiones, cuando decía “a los emprendedores, alfombra roja”; jamás pensamos que fuera para burdeles… y ¡chitón!, que las putas las ponemos nosotros), y que consideremos alucinante que la Consejera de Medio Ambiente de la CAM se sienta “moderadamente esperanzada”, o que al no menos esperanzado Vargas Llosa (disculpe el lector la fijación) le hagan chiribitas los ojos con la “Juana de Arco liberal española”, y aplauda su elegancia y donaire (por lo que parece, lo de “el hijoputa” no cuenta); y, ojo, que el mismo individuo ha mostrado su talante “democrático” en una columna envenenada sobre Chávez.

En fin, que los expolios reales, los que pisotean dignidades, son los que abocan a la miseria a la gente y arrasan territorios para engrosar las arcas a los poderosos. Lo demás son opiáceos y disfraces para posibilitar proyectos a la medida de castas elegidas compuestas por no más de unas decenas de familias. ¿Una prueba? La rapidez con que el gobierno catalán se ha sacado de la manga un proyecto “más grande, más largo y sin cortes” del fallido Eurovegas, con amplio consenso de la clase política que manda por esos lares.

Y el cine, ¿qué se cuenta? Pues, aparte de que está hecho unos zorros (IVA al 21% mediante), nos llama la atención el repunte de un cierto esencialismo patriótico, especialmente significativo por venir de donde viene, porque le da visos de caída del caballo. Así, que en un festival de San Sebastián en el que se rifan Donostias (¡cinco!: son ganas de devaluar un premio…) el palmarés esté copado por el cine español; que gane una película ensalzada hasta en las publicaciones más elitistas, como esa Blancanieves (Pablo Berger, 2012) en una Sevilla romántica, con sus toreros, sus flamencas, sus enanos y su Torre del Oro… pues qué quieren que les digamos, huele a chamusquina. ¿Será mera casualidad que, hace apenas nada, se haya estrenado por fin la maldita (y estimable) Manolete (A Matador’s Mistress, Menno Meijes, 2008), y que las dos coincidan con “la apoteosis de José Tomás” en Nîmes (toros no, dicen algunos, pero José Tomás sí, porque es otra cosa; el colmo de la coherencia)?



Blancanieves, Pablo Berger, 2012


Manolete, Menno Meijes, 2008


Algunas películas foráneas de estos últimos tiempos plantean preguntas, y esbozan alguna respuesta, a estas mismas cuestiones: es el caso de Un balcon sur la mer (Nicole Garcia, 2010), sobre el drama de los pieds-noirs; de Gorbaciof (Stefano Incerti, 2010), que retrata una Italia desvaída y encanallada por los estragos de una globalización que empieza y acaba en los flujos del capital; de Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011), que traslada el clásico shakespeareano, manteniendo los arcaísmos, a un país roto por conflictos étnicos; de Being Flynn (Paul Weitz, 2012), que reformula con mano dura no exenta de ductilidad el camino de la redención creativo como renuncia de la vida y del entorno familiar, esquema este que muchos “autores malditos” firmarían para sus biografías no menos malditas, y que sitúa muy apropiadamente la acción en un Estados Unidos actual en aguda crisis moral y social; e, incluso, de El nombre (Le prénom, Alexandre de la Patellière y Matthieu Delaporte, 2012), que burla burlando dice algunas cosas acerca de la burguesía europea actual y sus hipocresías que suenan bastante cercanas, o de Le Skylab (Julie Delpy, 2011), a la que, si se quita el prólogo y el epílogo (lo que pasa es que no se debe de quitar, porque ahí es donde está el pildorazo…), es una crónica de reunión familiar en los 70 con cierta credibilidad y buen hacer, pero, con el marco en cuestión, atufa a neoconservadurismo, lo cual no deja de ser sintomático, tratándose de la musa francesa del cine europeo-americano independiente.


Coriolanus, Ralph Fiennes, 2011

Le Skylab, Julie Delpy, 2011


Hemos visto también interesantes melodramas, de todos los rincones del globo, como la argentina Todos tenemos un plan (Ana Piterbarg, 2012), la italiana La soledad de los números primos (The Solitude of the Prime Numbers, Saverio Costanzo, 2010) o la francesa Des vents contraires (Jalil Lespert, 2011) o la española Estigmas (Adán Aliaga, 2009). En algunos casos, se aprecian sintomáticas derivas neocon, como ocurre en la estadounidense El amigo de mi hermana (Your Sister’s Sister, Lynn Shelton, 2011), que es como un Rohmer de hace cincuenta años pero sin mordiente ni complejidad. O denuncias evidentes desde una postura discursiva progresista, como Skoonheid (Beauty, Oliver Hermanus, 2011), con su tensión (homo)sexual no resuelta, que es una potente y dura reflexión sobre la doble moral y la mentira en un mundo que no es capaz de adaptarse a los tiempos (tanto social como políticamente); la acción transcurre en Sudáfrica, lo que la hace más crítica, sobre todo por radicar en un grupo de colonos de la antigua forma de vida; formalmente, la planificación tiende hacia la eliminación de presencias y marca la sugerencia, con planos largos que se contraponen a otros nada sutiles (juego que funciona muy bien) hasta un final metafórico entrando en un túnel que es algo más que una imagen.


Estigmas, Adán Aliaga, 2009


Skoonheid, Oliver Hermanus, 2011


En el terreno de los géneros nos han llegado gamberradas simpáticas, como V/H/S (Adam Wingard, Glenn McQuaid, Radio Silence, David Bruckner, Joe Swanberg, Ti West, 2012) o La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2011), que, por primera vez, parece dar soporte de imagen a la contundente mitología de Lovecraft en un final apoteósico que conecta con un elemento que venimos comentando en anteriores entregas casi de forma sistemática: la visión apocalíptica del mundo en que vivimos. No nos inventamos nada; ahí están, para rubricarlo, títulos como Doomsday Book (Jee-woon Kim y Pil-Sung Yim, 2012), tres episodios sobre la deriva de la humanidad en clave mezcla de apocalíptica y humorística (pequeñas motas de cinismo), a la que cuesta encontrarle el punto de ironía poco sutil pero cuyo resultado es interesante; o Parked (Darragh Byrne, 2010), que, en los tiempos que sufrimos, nos presenta a un hombre maduro y un joven drogata viviendo en sendos coches en un parking junto al mar que son capaces de dar lecciones de ética a una sociedad en plena descomposición; o, aunque ya las mencionamos en anteriores entregas, siquiera de pasada, conviene reivindicar una vez más Margaret (Kenneth Lonergan, 2011), excelente crónica del descenso a los infiernos de una adolescente con un extraordinario complejo de culpa que revierte en su contexto, y que, además, se muestra como una alegoría de la mala conciencia del pueblo americano nadando en privilegios y su desconocimiento del mundo: ahí los edificios que regresan una y otra vez para desindividualizar la trama; Michael (Markus Schleinzer, 2011), revisitación del estilo formal de Haneke con una fuerte carga para los fueras de campo que dotan al discurso de sobriedad, frialdad y tensión, donde se aborda el tema del pederasta que ha secuestrado a un niño sin concesiones, con ausencia de música y una imagen cuasi bressoniana, constituye una excelente crónica que describe la acción sin matizaciones ni falsos puritanismos; y, en un tono menor, Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012), comedia con aspectos poéticos, rallanos en un cierto tono mágico, resuelta con mucha pericia narrativa y un humor subterráneo que no excluye la metáfora en torno a una sociedad que comienza a descomponerse en los años 60 y ahora heredamos.


Doomsday Book, Jee-woon Kim y Pil-Sung Yim, 2012

Margaret, Kenneth Lonergan, 2011


El punto espectacular lo ponen esta vez El código del miedo (Safe, Boaz Yakin, 2012), un más de lo mismo que se inserta en un proceso de redención personal en el que no se profundiza, aunque, con todo, la acción, desmedida y violenta a ultranza, está muy bien llevada y no decae. Y, por otra parte, Men in Black 3 (Barry Sonnenfeld, 2012), a la que se agradece el tono de humor en la relación temporal que reconstruye el personaje de Tommy Lee Jones con una rebaja importante en efectos especiales. Al final, en ambos casos, el resultado es al menos agradable de ver y sin pretensiones.


El código del miedo, Boaz Yakin, 2012


Men in Black 3, Barry Sonnenfeld, 2012


Pero la novedad más radical es el posicionamiento de determinados títulos como alegorías y/o justificaciones de la realidad más inmediata, la cotidiana, la que a todos nos preocupa y debe posicionarnos, habida cuenta de las múltiples maniobras por colocarnos orejeras para que nuestra mirada no se desvíe de la norma institucional. En este sentido no debemos dejar pasar por alto la extraordinaria y muy oportuna revisitación de Shakespeare que hacen los hermanos Taviani, Cesar debe morir (Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012), interpretada por los internos de una prisión, donde obra artística (representación) y realidad se confunden hasta tal punto que la obra de Shakespeare parece más actual que nunca y hace del regreso de los Taviani, de una calidad subyugante, un monumento de sobriedad que recuerda sus mejores películas.


Cesar debe morir, Paolo y Vittorio Taviani, 2012


Por ello, uno de nosotros se ocupa en esta ocasión de A Roma con amor (Woody Allen, 2012) y de Holmes & Watson: Madrid Days (José Luis Garci, 2012), en tanto que el otro lo hace de dos películas norteamericanas: Mátalos suavemente (Killing them softly, Andrew Dominik, 2012) y Cosmopolis (David Cronenberg, 2012), donde el director canadiense logra el imposible metafísico de sacar partido al capricho de las nenas Robert Pattinson, protagonista de la tediosa Bel Ami, historia de un seductor (Declan Donnellan y Nick Ormerod, 2012). Veamos, pues, “el aquél” que tiene cada cosa.


“MUY BONITO, PERO TODO ROTO”:
HOLMES Y WATSON: MADRID DAYS Y A ROMA CON AMOR



Agustín Rubio Alcover



A Roma con amor, Woody Allen, 2012


Holmes & Watson: Madrid Days, José Luis Garci, 2012


Si vienen mal dadas, el ansia de evasión es mayor. El habla popular, que como se sabe suele pecar de falta de tacto, lo expresa así: “cuando se hunde, las ratas huyen del barco”. Los espantos cinematográficos que hoy sirven de base al comentario encajan en una tendencia internacional de productos audiovisuales que prometen la felicidad a la vuelta de la esquina: basta con marcharse al extranjero para trabajar (como los Españoles en el mundo, reflejo de un imaginario desorejadamente neocolonial), o perderse en “un pueblito bueno” (como sucede en un anuncio de bebidas isotónicas).

Con A Roma con amor, Woody Allen ha facturado el siguiente publirreportaje de la larga y lucrativa lista de reservas que se ha montado. Al parecer, hay cola de ayuntamientos adictos al márketing político, después de Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011) y la funesta pero modélica Vicky Cristina Barcelona (2008). Aquí apenas hay ya trama, ni falta que hace: todo es amable, previsible y típico. Los foráneos suspiran ante la perdurable belleza derruida del Foro y el Coliseo, la cámara remolonea y los romanos… Como diría Godard, los romanos romanean.

Allen se caricaturiza a sí mismo como un orgulloso exizquierdista (más ufano del ex que del izquierdismo). Aparte de un par de planos de un apesadumbrado Alec Baldwin, la película es pura filfa, sin ni un solo chiste original o a la altura. Todas las historias están estiradas (la del cantante de ópera amateur que solo es capaz de dar el do de pecho en la ducha, la que más), el plagio de El jeque blanco no ya aporta poco sino que resta al de Federico Fellini (Lo sceccio bianco, 1952), y Benigni está sencillamente insoportable. Lo más profundo con que tiene a bien aleccionarnos el director neoyorquino es que, en esta vida, tanto si eres rico y famoso como si eres pobre y anónimo encuentras motivo de queja, pero que por eso mismo es mejor ser rico y famoso; una conclusión, no me lo negarán, muy a tono con los tiempos. Como dicen los propios italianos cuando se sienten (o, si atendemos al lugar común, se fingen) corridos de vergüenza: “bella figura”.

En Holmes & Watson: Madrid Days la dialéctica en lugar de deslocalizarse se retrotrae a hace un siglo. Hay que reconocer que el envoltorio de estas jornadas en el Madrid alfonsino, tras los pasos de Jack el Destripador, anonada: Gary Piquer engola la voz cada vez que pronuncia un término inglés; la reconstrucción de exteriores se ahorra gracias a postales de la época; Inocencio Arias hace de Ministro (sin duda, lo más verosímil de la función); y Pío Cabanillas y Luis Alberto de Cuenca animan el cotarro como figurantes.

Todo ello, más que montarlo, lo empalma el propio director (lo que provoca que una trama que no tendría por qué llegar a la hora y media se alargue hasta las dos y cuarto), aunque si hubiera ejercido esta tarea con racionalidad nos habría privado del mejor momento de la película: la aparición del actual Ministro de Justicia, enteramente prescindible, interpretando a Isaac Albéniz. Busquen la foto, porque la caracterización parece hecha no ya por el peor enemigo de ambos, sino para ilustrar el pie de un chiste de La Codorniz, a propósito de la cavernaria reforma del aborto que ha parido aquel en quien muchos quisieron ver que otra derecha española era posible: “Si sale con barba, Gallardón, y si no la Purísima Concepción”.

El quid de la cuestión de Holmes & Watson: Madrid Days, cuyo argumento firma a medias Torres-Dulce, tiene su miga; y es que Jack el Destripador fue la especulación inmobiliaria: átenme esa mosca por el rabo. ¿Una concesión retroprogre? ¿Un amago de congraciarse con un carro de indignados en el que no se exige carnet, y se monta hasta el tato (el último, Mario Conde)? En el colmo de la firmeza de principios, Garci se sugiere a favor de que se celebre un referendum en Cataluña. Sabíamos que Garci fue marxista de carnet y ahora lo es de Groucho. De que en su particular juego de la oca (de Marx a Marx y tiro porque me toca) te comes veinte y cuentas una, nos hemos enterado ahora. Durante la promoción de la película, el director de Sangre de Mayo (2008) se ha preguntado retóricamente qué ha sacado él de Esperanza Aguirre: si acaso una película. Hombre, José Luis, una película no: una por la que la Comunidad de Madrid puso 15 millones de euros (la totalidad del presupuesto); o sea, el equivalente al coste de siete u ocho producciones en la media nacional. Hombre, José Luis, no cualquier película, sino el encargo oficial de la Lideresa para conmemorar el segundo centenario del levantamiento del 2 de Mayo.

Hombre, José Luis.

A la vez que Garci, abonado años ha a los viajes en el tiempo, escapistas hacia el pretérito se nos han puesto de pronto Berger y Trueba (con la ruborizante El artista y la modelo, 2012). Debe de ser algo que le han puesto al agua. Parece como si nuestros cineastas se hubiesen puesto de acuerdo en que hay un motivo de consuelo, y es que no nos podemos helenizar porque ya éramos griegos. En efecto, la Historia (hagan cien, doscientos o mil años) es fuente de sabiduría y el mundo grande, pero definitivamente ni la una y el otro son jauja. Habría que reinstaurar en las pantallas aquella advertencia a los espectadores: “Niños, no intentéis haced esto en vuestras casas” (o en vuestros casos). O señalar la sangría que para un país representa la emigración masiva de la población en edad de merecer. Y a los voceros de “los pueblos”, de que tocar a rebato por la autarquía de sus Arcadias no es ni decoroso ni maduro. Y, en fin, a los turistas del ideal, los cineastas áulicos y los profesionales de la nostalgia, de que ya está bien de tanto estilo-sonajero, de tanta “Marca España” y de tanto Derecho a Decidir, de tanta ciudad-escaparate y de tantos cantores de Ítaca que se han olvidado de que la vida y el placer, según su citado Kavafis, estaba en el camino.



¿GANSTERS POLÍTICOS o POLÍTICOS GANSTERS?:
Si habitas algo parecido a Cosmopolis, Mátalos suavemente



Francisco Javier Gómez Tarín



Mátalos suavemente, Andrew Dominik, 2012

Cosmopolis, David Cronenberg, 2012


De pronto, regresa el verbo. Pero no es un verbo divino, sino humano, demasiado humano: la palabra. Casi de forma coincidente, llegan a nuestras pantallas dos títulos aparentemente dispares, complejos e, incluso, contradictorios en muchos aspectos: Mátalos suavemente y Cosmopolis. Sin embargo, su disparidad tiene puntos de contacto, siendo uno de ellos la capacidad con que sus autores dotan a los personajes para hablar, más o menos lúcidamente, del mundo en que vivimos, acariciando cimas de reflexión casi metafísicas aunque en exceso “evidentes” (¿por qué no decirlo?). Y esto puede ser insólito, habida cuenta del cine que nos llega del norte de más allá del océano (la América para los americanos, que con su pan se la coman y que se les indigeste), porque en ambos títulos hay asesinos que piensan en voz alta y reflexionan sobre el mundo. Que en uno de ellos, el de Dominik, el protagonista sea un asesino a sueldo y en el otro, el de Cronenberg, un magnate del mundo financiero (la elección del icono vampírico-joven procedente de una saga que por higiene mental y olfativa no mencionamos siguiera, es una elección nada desdeñable y cumple a la perfección su rol), no los diferencia: ambos son asesinos. Los dos films se cuidan muy mucho de dejarlo sentado, claro y nítidamente.

Hasta en ciertos diálogos puede captarse una línea de continuidad. Si el sicario de Mátalos suavemente es capaz de ver con claridad que “Estados Unidos no es un país, es un negocio”, el especulador de Cosmopolis no se queda atrás estableciendo que “la extensión lógica del negocio es el asesinato”. ¿Quiere esto decir que el cine de América del Norte (pensemos en que Cronenberg procede de Canadá) tiene un tan alto grado de autoconciencia y que es posible decir a través suyo lo que la sociedad parece no querer expresar? ¿Y dice esto algo del/al resto del mundo? Difícil respuesta, toda vez que las dos películas siembran a partes iguales inquietud y contradicciones.

En Mátalos suavemente la potente intervención enunciativa, que establece un paralelismo entre gobierno y mafias, es ejemplificada en un extracto-suceso nimio: ajuste de cuentas-castigo por atraco a una timba de poker. Los constantes discursos de presidentes americanos, por arriba, y su ejecución metafórica, por abajo, dejan ver bien a las claras que todo es un negocio y que los precios cambian en función de la fuerza (una fuerza de muerte y no de vida). Pero, por otro lado, la sensación de “todos son iguales”, aplicada a quien gobierna, puede resultar excesivamente confusa (sin ir más lejos, tomemos como ejemplo el actual discurso del PP, que dice esto mismo de los socialistas cuando es precisamente esa la política de derribo cívico que ellos mismos ponen en marcha: y si no, que se mida esto por la experiencia personal de cualquiera de nosotros que, al preguntar a algún conocido votante del PP si no tiene mala conciencia por su voto, visto lo que está pasando, obtiene como respuesta eso mismo: que todos son iguales).

Formalmente la película es impecable, tanto es así que incluso el barroquismo excesivo de la cámara lenta en el momento de uno de los asesinatos se justifica plenamente por esa sensación que se pretende transmitir y que no hace sino rubricar el espectáculo de la muerte y su vinculación al poder instituido, ya que el “negocio” (en este caso de mortales consecuencias) es a fin de cuentas quien todo lo domina. De ahí que el corto recorrido de la trama argumental sea un síntoma sobre el que se edifica el discurso: no hacen falta pues ni sagas (tipo Padrino o Soprano) ni acciones desbocadas. Los profesionales de la muerte acuden allá donde se les llama, pero imponen su precio según mercado (en este caso, la alegoría es contundente)

El poder metafórico de Cosmopolis camina por otros derroteros. El joven especulador, multimillonario y afincado en su limusina recorriendo la ciudad al tiempo que intenta nuevas experiencias que nunca consigue, vive su poder en la más inmensa soledad, que es la de la muerte (las cuestiones cotidianas más elementales, como comer, dormir, cortarse el pelo o follar, se reducen a actos físicos vacíos de contenido). Vampiro económico, destructor de vida, es, a fin de cuentas, otro muerto viviente en una sociedad que ha contribuido a destruir (el caos le rodea, pero es capaz de pensar en servirse de él para reconstruir el mundo del capital del que es adalid) La moneda de cambio (especula con el yuan) es indiferente, hasta tal punto que podría ser la rata (y sería concebible puesto que estos mismos personajes que se alimentan de los ciudadanos son, en esencia, ratas –mejor que vampiros, que ya es un término que comienza a devaluarse) Hay un apocalipsis implícito, una sociedad terminal, en la que todo puede ser reutilizado en beneficio del sempiterno capital. La contradicción, en este caso, viene de la mano de los farragosos discursos que los personajes desgranan al estilo de manual materialista a lo Marta Harnecker (hoy por hoy muy necesario, pero no útil en contextos de representación espectacular por la molestia que supone la ausencia de filtro en los diálogos).

Cronenberg, una vez más, consigue un tono inquietante y sugerente, claustrofóbico, que, planificado adecuadamente, basándose en sucesiones de planos-contraplanos que son desestabilizados por saltos de eje y tomas desde posiciones poco normativas, inscriben al espectador en una mirada desestabilizadora –a veces, incluso, ligada al personaje–, muy adecuada y rentable para sus objetivos discursivos. Apoyado todo ello, además, por un cromatismo que marca la presencia de las tonalidades oscuras (los cristales de las ventanillas del vehículo, opacos desde el exterior y traslúcidos desde el interior, son un elemento contundente para ver el mundo con una óptica diferente que mantiene ausente de la realidad al “dominador”).

Que ambos títulos funcionan como metáforas de la sociedad americana es indiscutible, pero, ¿hasta qué punto son transportables a nuestro entorno cotidiano? Quizás esa visión apocalíptica nos sirva para interpretar a través de ellas –de sus miradas– la vaciedad de un mundo a la deriva, que es el nuestro, para el que resulta muy difícil recetar alternativas, puesto que, como queda claro en Cosmopolis, las revueltas servirán para permitir renacer al capital con otro rostro.

Pero no quisiéramos cerrar este apartado con una posición tan pesimista y preferimos quedarnos con la combinación de ambos finales: si la conciencia de que el país es un negocio supone para el asesino de Mátalos suavemente una forma de progreso en la constitución del poder corrupto, en Cosmopolis el especulador toma conciencia de su soledad y de su necesidad de “vivir” nuevas experiencias. El film deja la puerta abierta a su propia extinción tras un diálogo, no por evidente menos interesante, sobre la identidad y el fracaso. A fin de cuentas, si los seres que vampirizan nuestra sociedad pueden ser eliminados, todavía hay esperanza (pero esto el film no lo rubrica porque el excelente plano final es… negro, tras la contundente frase “quería que me salvaras” dicha por el explotado al explotador) ¡Cuanta verdad!


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón



Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 298, noviembre 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).