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20.7.14

3. "CENTRO HISTÓRICO": GUIMARAES Y EL TIEMPO ("CENTRO HISTÓRICO", PEDRO COSTA, VÍCTOR ERICE, AKI KAURISMAKI Y MANOEL DE OLIVEIRA, 2012) - EL FANTASCOPIO







GUIMARAES Y EL TIEMPO
(Centro histórico, Pedro Costa, Víctor Erice,
Aki Kaurismaki y Manoel de Oliveira, 2012)



Nacho Cagiga



Cristales rotos, Víctor Erice




Soy y no soy aquel que te ha esperado
en el parque desierto una mañana
junto al río irrepetible en donde entraba
(y no lo hará jamás, nunca dos veces)
la luz de octubre rota en la espesura.
José Emilio Pacheco



La vida como fluir, como un río que pasa y en el que, como diría Heráclito, no te bañas dos veces en las mismas aguas. Este ha sido un tema concurrente en muchas obras, y más ahora cuando el tiempo como sujeto es el gran tema de los tiempos modernos. Desde Marcel Proust y su monumental En busca del tiempo perdido (1913-1927), ciclo narrativo cuyo colofón fue significativamente El tiempo recobrado (1927), última obra de la saga, los autores modernos se las han visto con el personaje del tiempo que aguarda su momento, acechándoles tras cada recoveco, para asaltarles.

Por su parte, también la ciudad como tema ha cautivado a muchos autores y cineastas. A lo largo de la historia del cine se han realizado muchos proyectos que tienen a la ciudad como sujeto central de su propuesta. Algunos de ellos han sido filmes colectivos, como Amor en la ciudad (L´amore in città, Michelangelo Antonioni, Federico Fellini, Alberto Lattuada, Carlo Lizzani, Dino Risi, Francesco Maselli y Cesare Zavattini, 1953), o Paris vu par… (Claude Chabrol, Jean Douchet, Jean-Luc Godard, Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer y Jean Rouch, 1965); otros han sido visiones personales, como Berlín: sinfonía de una gran ciudad (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, Walter Ruttmann, 1927), A propósito de Niza (À propos de Nice, Jean Vigo, 1930), Niza: a propósito de Jean Vigo (Nice: À propos de Jean Vigo, Manoel de Oliveira, 1983) o Historias de Shanghai  (Hai shang chuan qi, Jia Zhang-ke, 2010). Así las cosas, tiempo y ciudad son dos coordenadas que están obligadas a cruzarse, como así ha sido en tantas ocasiones, hasta llegar a la emblemática Del tiempo y la ciudad (Of Time and the City, Terence Davies, 2008), obra capital de esta tendencia cinematográfica. Y por este camino llegamos, siguiendo nuestra ruta turística, al filme Centro histórico, cuyo origen se encuentra en la celebración de Guimarães como capital de la cultura europea en 2012. De esta celebración ha salido una rara avis que ha unido a cuatro de los más destacados cineastas del momento actual, y un filme que ya podemos catalogar de alguna manera como excepcional dentro del panorama fílmico actual.

Ninguno de los cuatro directores que componen el largometraje ha dejado de ser fiel a su mirada y universo. Parece que la conmemoración ha pesado poco en su ánimo, y si lo ha hecho ha sido precisamente para darle la vuelta al asunto. Ni asomo de discurso oficial o institucional, patriótico o pretencioso, las cuatro propuestas hablan sotto voce para constituir un filme secreto, construido sin aspavientos ni tramoyas enrevesadas. La sencillez expositiva de la que hacen gala los cuatros directores demuestra que la sabiduría cinematográfica no es una cuestión de artificios ni de modas, sino que tiene que ver con la experiencia de nuestra mirada sobre el mundo, la realidad, los demás o nosotros mismos. Este filme nos habla de nuestro presente en crisis, y esa constatación es el verdadero tema, lo que ocupa y preocupa a los cineastas implicados. Guimarães no es la protagonista de este filme, aunque no deja de estar ahí y nos sitúa en la materia espacial que expuesta al tiempo nos ofrecen estos cuatro relatos soñados. Es el lugar donde cada director ha salido a pasear con sus sombras particulares, fantasmas de otro tiempo, que nos permiten recuperar ciertas siluetas cinematográficas bajo la apariencia de Luis Buñuel, Jean Eustache, Jean-Marie Straub/Danièle Huillet o Yasujiro Ozu. Y, claro está, el acompañamiento de la invisible pero cierta presencia de Fernando Pessoa.



EL CONQUISTADOR, CONQUISTADO




El conquistador, conquistado, Manoel de Oliveira



Contada con un minimalismo y sencillez extremos, la historia de Manoel de Oliveira le parecerá, a un espectador poco atento, una obrita insignificante. Lo cierto es que Oliveira ha alcanzado ya tal magisterio que no necesita hacer alarde alguno para ofrecernos algo que rezuma savoir faire cinematográfico. La historia, un pequeño cuento, desmonta sin embargo la Historia como discurrir asociado a cualquier grandilocuencia, algo que necesitamos como agua de mayo en estos tiempos en los que tan fácilmente se sacrifican las vidas de los hombres por un himno, una bandera, una ideología o un fastuoso pasado. Ya desde el comienzo del filme, con esa turista que mira la ciudad conmemorada a través de la ventana del autobús, Oliveira marca el tono ligero e ínfimo de su relato. Lo que se va sucediendo en la narración no tiene una mayor importancia dentro de lo que podría ser un viaje turístico programado, aunque el humor socarrón de Oliveira va dejando pistas por aquí y por allá sin subrayado alguno, como en el episodio de los militares que hacen su pequeño espectáculo ante los turistas sin ninguna convicción. La cámara no interfiere en este pequeño deambular de los turistas que siguen a un guía que, a su vez, va contando rutinariamente las mismas cosas expedición tras expedición. Y todo transcurre plácidamente, con la estatua del fundador de la ciudad supervisándolo todo en actitud guerrera. Como pasa con el mediometraje de Erice, sin su broche final el cortometraje de Oliveira hubiera sido un buen corto, pero algo nos faltaría. Si en el caso de Erice son los últimos planos asociados a la fotografía y el acordeón los que nos impelen a enfrentarnos con el pasado, en Oliveira es un único plano final el que da sentido a todo, pero que sin todo lo anterior tampoco tendría él mismo un sentido, o al menos, el sentido que nos aporta al verlo todo en su conjunto. Con Roberto Rossellini podemos concluir que un plano por sí mismo no es nada, sino que lo es en relación con lo que hay antes y con lo que vendrá después, aunque ese después sean los títulos de crédito finales.

Ese plano final, que dura apenas unos segundos, es el resultado de un supuesto cruce de miradas, entre el guía turístico y la estatua, entre el presente y el pasado, entre lo monumental y lo insignificante, entre la Historia (la ficción de la realidad) y la historia (la realidad de la ficción). La mirada augusta del fundador, aunque ciega y muerta, es recogida por el guía turístico (por cierto, un estupendo Ricardo Trêpa) que hemos visto tan en su papel de profesional serio y rutinario. De pronto su gesto cambia y en plano picado (colocada la cámara desde donde se encontrarían los ojos de la estatua) dirige un guiño cómplice a su glorioso antepasado. Sin embargo, ese gesto, su mirada y su actitud, no son los de una aguerrida postura que implique nostalgia por los belicosos tiempos pasados. Bien al contrario, lo que el plano transmite es la expresión de nuestro tiempo, marcada por la búsqueda de la concordia y de una actitud amistosa ante el extranjero. Oliveira parece decirle al glorioso guerrero a través de su actor y de la concepción de su plano (y por lo tanto de su montaje): lo siento amigo, ya no son tiempos de miradas iracundas y de tener la espada desenvainada y en alto en actitud amenazante; son tiempos para disfrutar de la paz, de la amistad entre los pueblos y de tomarse las cosas con humor y serenidad, aunque hayamos sido invadidos por un insípido grupo de turistas…

Oliveira que ha enfrentado el tiempo histórico al tiempo ahistórico parece apuntar que podemos vivir sin tantos discursos y retóricas huecas, y que también tenemos que saber desmitificar y reírnos de nuestro pasado, o de nosotros mismos. No deja de haber un toque chaplinesco en todo ello, lo que es especialmente significativo dentro de un filme conmemorativo, que nos habla de construir un mundo no a escala de las grandes estatuas, sino a la escala pequeña de los hombres. En coherencia con esta idea tenemos el estilo y el tono de carácter mínimo con que Oliveira ha compuesto su filme. No podía ser de otro modo, en especial en estos tiempos en que nuestras sociedades se encuentran azotadas por la penosa carga de la crisis (no tanto económica o social, como política y moral) que padecemos, precisamente por la rigidez que nos rodea, y apostando por una visión más desengañada a la manera de Pessoa.



CRISTALES ROTOS



Cristales rostos, Víctor Erice



Víctor Erice nos habla de una fábrica de hilados y tejidos fundada en 1845 y que tras una profunda crisis cerró sus puertas en el 2002. Actualmente se la conoce como la “Fábrica de los Cristales Rotos”, lo que da el título a su segmento. Todo el filme está planteado como unas pruebas, de localizaciones y de casting para una posible película, en apariencia distinta a la que en verdad vemos, pero en realidad esta estructura es la excusa para ayudar a situarnos como espectadores de esta auténtica película.

El filme se abre con el sonido de unas gotas de agua que caen mientras la pantalla se encuentra en negro. Luego tras unos créditos explicativos que nos introducen en la historia, vemos la imagen de la fábrica en la actualidad, un espacio abandonado y vacío donde, en efecto, vemos un suelo encharcado y seguimos escuchando el goteo de un agua invisible, como si fuera el reflejo y eco de una imagen tarkovskiana. Otro plano, a continuación, nos permite ver el entorno del paisaje de la fábrica, a través de una pared con múltiples ventanas, como si de una multipantalla se tratara. Finalmente, la localización se sitúa en el antiguo refectorio de la fábrica. Allí, en su interior, encontramos una enorme fotografía sobre una de las paredes, acompañada por un sonido ambiente de exterior en el que escuchamos pasar un tren, a unos pájaros, unas campanas y el ladrido de un perro. Pronto la foto va a adquirir una importancia especial, constituyéndose en la auténtica protagonista del filme. A través de unos fundidos encadenados vamos a ir aproximándonos a las figuras, personas, trabajadores de la fábrica, en una foto antigua, no datada, pero que nos hace pensar en nuestros padres o abuelos. Podríamos decir que esta introducción nos permite una aproximación sensorial, nos permite traspasar un umbral físico, material y telúrico, introduciéndonos en el mundo del trabajo (la fábrica) y de la clase obrera (la fotografía), pero sin que desde la sensación que nos producen esas primeras imágenes vayamos más allá de una primera percepción que nos sitúa en una actitud de espera ante lo que, más sugerido que expresado, se anuncia.

Nos adentramos entonces en el núcleo del filme articulado en dos partes. La primera parte supone un desfile de testimonios de trabajadores de la fábrica. Todas las intervenciones se han grabado de espalda a la fotografía, y cuentan las experiencias personales de esos trabajadores centrándose en la experiencia personal de los testimonios, en una mezcla de intelecto y emoción que nos informa de sus experiencias personales, de su vida alrededor de la fábrica, de lo que ha ido quedando o desapareciendo en sus trayectorias vitales y laborales.. Después se inaugura otra tanda de intervenciones con los mismos entrevistados de antes, pero esta vez en un fijo primer plano (frente a los planos medios, primeros planos y planos detalle del bloque inmediatamente anterior), colocados tras saltarse la cámara el eje de grabación en una posición diametralmente opuesta a la que tenían en la primera fase de preguntas.

Con la cámara enfocando a los rostros en primer plano, los entrevistados, posicionados ahora de cara a la fotografía, nos hablan de ella, analizándola y reflexionando a partir de sus propias experiencias. El paso de las primeras entrevistas a las segundas es el paso que va de la reflexión sobre las emociones (lo que los entrevistados han sentido desde su experiencia), a la emoción de una reflexión (lo que los entrevistados sienten al ver la fotografía), y este cambio lo atestigua Erice con ese salto de eje, pero enlazando cuidadosamente ambos bloques, pues en realidad tanto la primera parte de las entrevistas como la segunda son las dos caras de una misma moneda, y no hay propiamente una ruptura o un cambio de registro, sino de matiz, en relación al papel que la emoción y la reflexión van a jugar en cada uno de  esos dos momentos.

Hay todavía dos testimonios más, pero significan algo diferente a lo que hasta ahora habíamos visto y por eso Erice los deja fuera del anterior bloque, como si fueran dos experiencias que van más allá de la fábrica, al menos en cuanto a que están relacionadas con experiencias artísticas. La primera tiene que ver con el teatro (el monólogo dicho por el actor Valdemar Santos), mientras que la segunda tiene que ver con la música. Son una suerte de coda final que nos permite llegar al desenlace. A decir verdad, si el filme se hubiera quedado aquí estaríamos hablando de un trabajo interesante, por su recuperación de la memoria y de reconstrucción de un pasado, por la preocupación y amor hacia la clase obrera que Erice logra transmitir a través de los testimonios utilizados, por el tratamiento que hace del momento de la historia por el que está pasando la clase trabajadora. Un filme ya a la altura de Erice, pero un tanto menor, un bosquejo de su arte cinematográfico. Pero Erice, al igual que le ocurre al cortometraje de Oliveira gracias a su cierre, consigue llegar más lejos y hacer una pequeña obra maestra que cobra todo su sentido con el final que proporciona a su filme. Es gracias a este último tramo que su película alcanza una dimensión más profunda que la de la sensación y la percepción, o que la de la emoción y la reflexión.

Al final del trayecto, Erice nos lleva hasta una dimensión metafísica, que introduce en su relato gracias a la música, melancólica y soñadora, de un acordeón que toca el último de los entrevistados, puesto también de cara a la fotografía, y a ese retrato colectivo donde su mirada va a detenerse. La música está dedicada a ese público mudo y estático de los trabajadores de la fábrica en el refectorio mientras comen, que como fantasmas atrapados en el instante eterno fotográfico nos proyectan sus vidas, algunos dándonos la espalda, otros mirando directamente a nuestros ojos a través del objetivo fotográfico. Y es aquí que todo lo que hemos visto y oído con anterioridad alcanza su punto trascendente. Porque si bien es cierto que todo lo anterior se hubiera quedado a falta de algo fundamental sin ese final, tampoco ese final hubiera sido lo que es sin toda esa puesta en montaje que el edificio abandonado y las experiencias humanas nos han ofrecido. El paso del tiempo, la erosión de un espacio, las experiencias de esos hombres y mujeres que constituyen la comedia humana que se ha vinculado a la vida de la fábrica, esos “cristales rotos” que han llevado sus vidas a costa de pequeñas conquistas y de grandes renuncias, pues el tiempo deja su huella en todo, como un río desbordado, son el sujeto de este hermoso filme.

La simbiosis entre la música y los retratos de esos trabajadores que habitaban y se transformaban en sus puestos de trabajo, cada uno con su gesto, su forma de mirar, de darnos la espalda o de situarse ante la congelación del tiempo que supone la fotografía, funciona como una epifanía, como una revelación de la condición humana, en tanto que experiencia de vida y de trabajo, en relación al irreversible paso del tiempo. Los retratos de esos seres que un tiempo atrás fueron fotografiados nos hablan de nuestra misma fragilidad humana y laboral, pues quizás también un día nosotros seremos los espectros que habitarán el futuro reconocimiento de otros espectadores, para los que seremos los nuevos cristales rotos de unas ventanas a través de los cuales ver el verdadero valor de la experiencia humana. La catarsis se ha producido y uno siente en su fuero interno lo que nos une a cada uno con la larga cadena humana, quizás la única manera de encontrar una salida a la debacle actual.



DULCE EXORCISTA




Dulce exorcista, Pedro Costa



El mediometraje de Pedro Costa es también una invitación a la reflexión. La contraposición pasado-presente se hace a través del concepto de revolución, y muestra, a partir de dos momentos revolucionarios de la historia de Portugal, lo que en estos momentos de crisis salvaje hay en juego. Los revolucionarios del presente, como Ventura, no son hombres armados y uniformados, dispuestos a la retórica del combate. Son seres situados al margen de todo, de la ciudad, de las instituciones, de la sociedad. Habitan en las afueras, junto a los árboles, en cuevas y montañas, a cielo abierto. Costa juega a un simbolismo en el que contrapone Naturaleza a Estado, y el ascensor donde se produce el encuentro entre el revolucionario de antaño y el nuevo revolucionario supone un espacio atemporal, mágico y metafórico, en el que desde el comienzo, con esa estética de filme de terror, las diferencias entre uno y otro son palpables. Y finalmente el filme supone un ejercicio para liberarse del peso del pasado, un exorcismo para no perder de vista de qué hablamos cuando hablamos de la actual revolución, que ya no es una lucha meramente antifascista, sino un no volver a dejar en la cuneta a los perdedores de la Historia, una apuesta de raigambre utópica por los marginados y los desheredados, por una clase obrera maltratada (también por sus propios dirigentes y representantes políticos) y por pequeños seres que solo aspiran a vivir lejos de las grandes fanfarrias (reaccionarias o revolucionarias).

No parece haber conmemoración alguna tampoco para Costa. Hay la constatación de un momento difícil político y económico. Un momento que necesita de respuestas, pero estas no tienen que venir de un pasado que ya es ajeno a los que ahora están pagando los platos rotos por tanta euforia ideológica de uno u otro bando. Ya no hay “motor de la Historia” que valga. Los defenestrados por todo tipo de sistemas políticos no están aquí y ahora para sustituir a una clase por otra, a un Estado por otro, a una Iglesia por otra, a un Poder por otro. No se trata de construir un opuesto dialéctico para que la Historia avance. No hay ya una teleología marxista. Esos seres hermosos que habitan fuera de la ciudad, que se esconden entre los árboles o entre las rocas, son las semillas, los frutos que anuncian que otras formas de vida son posibles, lejos de los eslóganes y los catecismos. La renuncia a un orden ya caduco es el primer paso de estos seres que viven paradójicamente escondidos a la vista de todos. Solo hace falta mirar y reconocerse, superar el peso claustrofóbico del pasado y dejarse acariciar por la noche y por el día del presente y del futuro, redescubrir cuánto hay de amoroso, de libre y de poético en nuestro pequeño e insólito mundo humano. Y aprender a compartirlo. Sonará a utópico, pero quizás sea el momento de sustituir la dialéctica por el exorcismo ideológico.



EL TABERNERO




El tabernero, Aki Kaurismaki



El inicio de Centro histórico supone el fin de este artículo. No es casualidad que haya elegido el orden justo inverso de cómo las cuatro piezas se han presentado a través de la película. También Kaurismaki nos habla del transcurrir del tiempo, pero esta vez se trata de un tiempo personal, atomizado. La historia de un finlandés en Portugal, de un extranjero y su relación con la ciudad que ha elegido para vivir. Quizás Kaurismaki habla un poco de sí mismo, pero la historia se hace universal al contar las peripecias de este extranjero al que no acaban de salirle bien las cosas. Ni en el restaurante que regenta, ni en sus relaciones personales, ni en la soledad final de la noche encuentra nuestro protagonista aquello que busca. El humor y la ironía de Kaurismaki resuelven con una comicidad gélida las desventuras de esa especie de álter ego. Su soledad en la penumbra de su casa, mientras de fondo se escucha un partido de fútbol, es un buen gag del toque Kaurismaki. Quizás sea precisamente sobre la soledad de lo que estamos hablando. Ya la primera vez que vemos al tabernero lo vemos solo, andando por una ciudad que empieza a levantarse, camino de la taberna. Esa soledad le acompaña todo el día, incluso en el único momento del filme en el que tiene un contacto humano de carácter íntimo, la secuencia del baile que se nos muestra como un recuerdo, no deja de trasmitirse una buena dosis de incomunicación entre él y su partenaire. Su soledad empero, no le hace olvidarse de poner un platito con leche para que acuda algún hambriento gato callejero, porque como se dice en la canción que se escucha de fondo, también en la desgracia se puede hacer el bien.

Aunque la forma verbal del tiempo en su filme es la del presente, Kaurismaki nos hace retroceder al pasado en dos ocasiones. La primera, a través de ese flash-back en el que le vemos bailar intentando ser un buen compañero de baile. La segunda, de manera elíptica, pues entendemos que su vida pasada en otro país le hace difícil la vida presente en esta Guimarães en la que de alguna manera resulta un extraño, pese a todos sus esfuerzos por integrarse. Nuestro pasado, el bagaje del que disponemos y que nos acompaña como un equipaje adquirido en otro tiempo, pretérito, nos condiciona en el presente, pero nos da nuestra personalidad. Un hermoso fado de otra época, “Senhora do Monte”, sirve de despedida a Kaurismaki, pues esa música está hermanada con los tristes tangos nórdicos habituales de muchos de sus filmes, y nos recuerda que este extranjero es en realidad un hombre de otra época, como también el cine de Kaurismaki parece anclado en un tiempo atemporal y evocador de un cierto cinema clásico puesto poéticamente al día.


El tabernero, Aki Kaurismaki



Al final, cuando uno termina de ver este inusual filme le asalta una pregunta: ¿por qué no ha habido apenas una repercusión, ni popular, ni crítica, ni cultural, ni cinematográfica? Y después, ¿qué incomoda de un filme como este? En una época mediática como la que vivimos la mayoría de los filmes que se hacen demuestran una gran desconfianza en la imagen cinematográfica. Una propuesta como la de Centro histórico es justo lo contrario. Es una vuelta al cine como reconstrucción, testimonio y experiencia de la realidad, pero de una realidad espectral, que nos muestra el doblez que se esconde tras la pátina de lo cotidiano para contarnos lo que anida tras nuestras pequeñas y pasajeras vidas. El Pessoa de El libro del desasosiego (1913-1935) asoma su impenetrable rostro para, a través de sus homólogos cineastas, dar voz al silencio de innumerables almas y situarnos en ese margen que habita el paso del tiempo y el río (no andamos lejos de Thomas Wolfe).



Fernando Pessoa


Thomas Wolfe



Frente a otros balbuceos fílmicos de nuevos cineastas que mejor o peor trabajan este margen, Centro histórico, y cada uno de sus cuatros directores, son un hecho consumado y notable de esta estética, y como tal, en mi opinión, tendría que haber sido saludado. Desgraciadamente no ha sido así, una vez más, la crítica, los festivales y las instituciones culturales han fallado al no darle su verdadera significación a este sensible filme que muestra un valioso camino, en lo que tiene de suma de esfuerzos, para ayudarnos a salir de la crisis actual (política y fílmica), y de mirar hacia el porvenir con el escepticismo, pero también con la ilusión, que necesitamos.



Manoel de Oliveira

Víctor Erice


Pedro Costa




Aki Kaurismaki



2. "CENTRO HISTÓRICO", Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice, Aki Kaurismäki (2012).







1. "CENTRO HISTÓRICO", Pedro Costa, Manoel de Oliveira, Víctor Erice, Aki Kaurismäki (2012)






20.7.12

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: PALABRA Y SILENCIO.

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER






Marzo 2012
PALABRA Y SILENCIO

Como todos los años, las fechas navideñas hacen estragos. Los hay físicos, que aquejan a la salud por esos despropósitos culinarios que todavía tienen la marca de la granja familiar o, lo que es lo mismo, engordar a cualquier precio; otros son económicos, que también hacen daño, pero al bolsillo, y contribuyen a enriquecer a algunos comerciantes –infelizmente, los más cebados– dejando al resto a dos velas; los hay políticos, sobre todo en este año de elecciones en fecha infame que han dado a luz a un gobierno dicen que de tecnócratas que nos sacarán de la crisis (lo creemos a pie juntillas, ya que al frente de la economía hay ni más ni menos que uno de los que fueron responsables para Europa de Lehman Brothers); los hay sociales, con el aumento del paro, cuyo límite permisible ya ha sido rebasado hace años y que, a la vista de las medidas adoptadas, seguirá aumentando hasta que, si existe algún dios nos oiga, la indignación acabe con lo indignante…

También se producen estragos culturales, como el inevitable discurso del rey (¡asómbrense!, en pleno siglo XXI todavía hay países regidos por monarquías… si no lo viéramos, no lo creeríamos) que acapara los canales televisivos para separarnos de la cómoda programación navideña –la verdad es que, en este caso, nos hace un favor– aunque sea para decir más bien poco y ya sabido. Pero desde el punto de vista cultural, que aquí nos atañe especialmente, el mayor de los problemas es la consabida fórmula de estrenos navideños que tienen, además, vocación de permanecer en cartel durante meses. Su aparición en las carteleras desplaza las posibilidades de otros materiales más interesantes, aunque tampoco sean estos excesivamente frecuentes.

Lo cierto es que, ante esta avalancha de títulos festivos y/o conmemorativos, nos quedamos mudos, sin palabras, en silencio. Vean, si no, los direccionamientos a un target concreto, el infantil, de películas, bien navideñas o bien con niño o bien de animación: Copito de Nieve (Floquet de Neu, Andrés G. Schaer, 2010), El Cascanueces 3D (The Nutcracker, Andrei Konchalovsky, 2010), El hombre cerilla (L´uomo fiammifero, Chiarini Marco, 2009), El Rey León 3D (The Lion King 3D, Roger Allers y Rob Minkoff, 1994), Alvin y las Ardillas 3 (Alvin and the Chipmunks, Mike Mitchell, 2011), Arthur Christmas: Operación Regalo 3D (Arthur Christmas, Barry Cook y Sarah Smith, 2011), Happy Feet 2 (George Miller, 2011), Vicky el Vikingo y el Martillo de Thor (Wickie auf grosser Fahrt, Christian Ditter, 2011), El Gato con Botas (Puss in Boots, Chris Miller, 2011), Winx 3D: La Aventura Mágica (Winx Club 3D: Magic Adventure, Iginio Straffi, 2010)… Las fechas indican bien a las claras cómo estos productos se piensan exclusivamente para el fin de año. Afortunadamente, salvo excepciones más o menos honrosas, son pocas las películas que permanecen en cartel algunas semanas adicionales. No obstante, en este caso la extravagante Rare Exports, un cuento gamberro de Navidad (Rare Exports, Jalmari Helander, 2010) fue una variante de aire fresco para una cartera anquilosada; la película, sin ser digna de mención por sus cualidades fílmicas, resulta insólita, cómica y provocadora, lo cual no viene nada mal, para variar, ya que nos presenta a un Santa Claus monstruoso y asesino al que hay que aniquilar antes de que acabe con todos los niños.


 Copito de NieveFloquet de Neu, Andrés G. Schaer, 2010

 El Gato con Botas, Chris Miller, 2011

La Aventura Mágica, Iginio Straffi, 2010



También la fábrica de sueños pretende hacernos dormir mal con materiales que aparecen al calor de las buenas intenciones o la bondad universal de las traumáticas navidades blancas, cual es el caso de Un lugar para soñar (We Bought a Zoo, Cameron Crowe, 2011), Noche de fin de año (New Year´s Eve, Garry Marshall, 2011) o Maktub (Paco Arango, 2011), si bien hay otros directamente orientados a generar pesadillas (ya se sabe: la buena respuesta habitual para las películas de terror): XP3D (Paranormal Sperience 3D, Sergi Vizcaíno, 2011), No tengas miedo a la oscuridad (Don´t Be Afraid of the Dark, Troy Nixey, 2010) o Premonición (Afterwards, Gilles Bourdos, 2008).

Y si nos han invadido los éxitos de taquilla previsibles, como esos Immortals (Tarsem Singh, 2011) que prometen artisticidad y entregan artisterío, o Misión: Imposible. Protocolo Fantasma (Mission: Impossible Ghost Protocol, Brad Bird, 2011), no es menos cierto que han aparecido títulos relevantes y dignos de tener en cuenta, siquiera o precisamente para polemizar. Es el caso de George Harrison: Living in the Material World (Martin Scorsese, 2011), nueva entrega documental rigurosa sobre el mejor de los Beatles; y de El Futuro (The Future, Miranda July, 2011), que, con un tono minimalista, penetra en la cotidianidad de una joven pareja. El cine USA de todo signo –empezando por la película de la July y acabando en El cambiazo (The Change-Up, David Dobkin, 2011)– sigue a lo suyo; o sea, a que los peterpanes se saquen del ombligo las pelotillas elucubrando acerca de la paternidad responsable. Pero The French Kissers –todo un detalle, esto de que un film francés, originalmente titulado Les beaux gosses (Riad Sattouf, 2009), se estrene en estos lares traducido… al inglés: y es que parece como si la crítica que lo está encumbrando no se diera cuenta de que no es sino una relectura retrechera de Porky’s (Bob Clark, 1982) en la banlieu, con todo lo que ello implica– da a aquellos dos sopas con onda en ese ejercicio de consagración de la adolescencia.


 George Harrison: Living in the Material World, Martin Scorsese, 2011

El Futuro, Miranda July, 2011




A la espera de que los distribuidores se pongan las pilas, se nos agota la paciencia y vemos por nuestros medios films europeos o hechos por europeos a los que se les va pasando el arroz, como el durísimo alegato polaco Lincz (Krzysztof Lukaszewicz, 2010). Los ciclos dedicados a cinematografías nacionales que circulan por las filmotecas del territorio español pretenden divulgar y demuestran la vitalidad de la citada Polonia, de Rumanía y de los países escandinavos. De allí procede el fenómeno Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, David Fincher, 2011), la trilogía de Stieg Larssonn que ahora adapta un equipo de yanquis e ingleses haciéndose los suecos, y que abordaremos en profundidad en el próximo número; mientras la natural de ese país –oriunda de España, todo sea dicho– y primera intérprete de Lisbeth Salander, Noomi Rapace, hace las Américas/Británicas en esa secuela de Sherlock Holmes según Guy Ritchie (2009), ahora subtitulada Juego de sombras (Sherlock Holmes: A Game of Shadows, 2011) de la que a saber qué diría el espiritista Arthur Conan Doyle si se montara una sesión de ouija.


 Los hombres que no amaban a las mujeres, David Fincher, 2011

Juego de sombras, Guy Ritchie, 2011




Al tiempo que tienen lugar estos apareamientos transnacionales, ni los ingleses químicamente puros y puristas ni los cineastas españoles se desvían de sus respectivos caminos previsibles: el potencial equivalente español de los megaéxitos derivativos de la novela negra, el sargento Bevilacqua creado por Lorenzo Silva, languidece en una serie de telefilms que TVE vergonzantemente emite en madrugadas laborables; y la Route Irish de Ken Loach (2010) lo (des)acredita como el auténtico conejito de Duracell del viej(un)o cine comprometido. Claro que cuando alguien se sale de la senda trillada, casi sería preferible que no hubiera hecho el esfuerzo, porque se descuelga con reivindicaciones tan acordes con el re-repliegue moral que se nos come como La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011): vibrante y cinematográficamente irreprochable: pero uno no puede sentir un retortijón ante una operación cinematográfica que pretende y logra que se le remuevan las tripas, de emoción, ante los seniles padecimientos de la bicha.


Route Irish, Ken Loach, 2010

La dama de hierro, Phyllida Lloyd, 2011




El fenómeno de la temporada es sin duda The Artist (Michel Hazanavicius, 2011): un succes d’estime, que dirían los franceses; o un sleeper, en palabrejas de los americanófilos; pero es que, como presunto film galo, colonizado por el imaginario hollywoodiense, su acción se desarrolla en la meca del cine durante los años dorados del studio system, con varios rostros estadounidenses conocidos de relumbrón, y concebido, diseñado y ejecutado para la taquilla internacional para competir en igualdad de condiciones con el blockbuster estándar, es obvio que tanto dan unos términos como los otros. The Artist homenajea al cine de la época no sonora hecho con gran delicadeza y sin palabras, aunque con una rica banda sonora que, en uno de los momentos esenciales, no duda en usar la de Bernard Herrmann para De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y establecer un plus de significación que vincula la figura del doble recreado, cual fantasma, invirtiendo la función de Pigmalión de hombre a mujer (en este sentido, el plano en que el cuerpo del protagonista se refleja sobre el escaparate de un establecimiento en el que hay expuesto un smoking y su cabeza se sitúa a la altura del cuello del traje para ocupar fantasmagóricamente el lugar que le corresponde, es ejemplar). Así pues, el film supone, finalmente, la cuadratura del círculo: respeto por parte del público e incluso relativo éxito, valoración positiva por parte de la crítica y, lo más importante, una película contracorriente (banco y negro, sin diálogos) que es capaz de dejar huella. Lo cual demuestra que el cine de acción no es el único que puede ser del agrado de los espectadores y que estos responden ante los productos de calidad si se les da la oportunidad –lo que no es nada habitual, por cierto–. Así pues, frente a la acción desaforada y los efectos especiales, hay otro cine que merece ser tenido en cuenta y valorado debidamente, sea un cine de la palabra o sea un cine del silencio. El primer caso lo representa El topo (Tinker, Tailor, Soldier, Spy, Tomas Alfredson, 2011); el segundo, El Havre (Le Havre, Aki Kaurismäki, 2011) En ambos, la acción deja paso al diálogo y al silencio, respectivamente, porque nos encontramos ante ficciones que desmontan las falsas apariencias de la realidad.


The Artist, Michel Hazanavicius, 2011




EL TOPO: DE QUELONIOS Y HOMBRES
Agustín Rubio Alcover


El topo, Tomas Alfredson, 2011




Corren tiempos extraños, confusos –a todo esto, abro un inciso, y me pregunto yo: eso que llaman hibridaciones, ¿no será una gran mixtificación?–, en los que, en efecto, los espectros recorren el mundo, aunque no queda claro de quién son y qué pretenden: a la revolución cubana le están creciendo unos ambiguos zombies, con Juan de los Muertos (Alejandro Brugués, 2011); y la fantasía heroica de El señor de los anillos (The Lord of the Rings, Peter Jackson, 2001-2003) está escorándose hacia pesadillas cavernarias que barruntan una vuelta a la pestilencia oscurantista del Medievo –véase al respecto la cavernaria y cuasigore Black Death (Christopher Smith, 2010), que marida trazas de la best-serie del año, Juego de tronos (Game of Thrones), actor protagonista incluido, con convenciones del extreme–; y a muchos les come el coco si The Artist es futurista o retardatario, cuando precisamente la gracia está en su radical ambivalencia retroevolucionista, acerca de la disyuntiva entre el pasado y el presente, los valores (ético-morales y políticos, pero también cinematográficos) pretéritos y los de los tiempos que están por venir.

A lo mejor no está de más decir que, si alguien había hecho un cine acreedor al calificativo de mudo contemporáneo, ese es sin duda Aki Kaurismäki, quien acaba de entregar El Havre: un ejercicio rel(a)icario con su característica emotividad a palo seco, que demanda para hoy los códigos de actuación –solidaria– e iconográficos –con policías de opereta– universales e inmarchitables y los finales felices, milagrosos incluso, sin necesidad de más intervención divina que la del demiurgo. [Que el estreno haya coincidido con el ciclo que en España se le está dedicando al cómico de la Nouvelle Vague Pierre Étaix, quien interpreta en la pieza de Kaurismäki un papel secundario pero precioso, confirma por la vía de los hechos cómo se está trenzando eso de que un cierto cine vuelve por sus fueros.] En El Havre, los personajes, por momentos, se muestran sorprendentemente locuaces y elocuentes; como por los codos, en este caso de manera previsible, hablan por no callar –incluso para recordarse los unos a los otros que por la boca muere el pez– las criaturas de El topo.

Mencionábamos más arriba el ciclo rumano que está girando por el país: en 12:08 al este de Bucarest (A fost sau n-a fost, Corneliu Porumboiu, 2006), la trama gira en torno a una discusión horaria: en qué minuto, antes o después de la huída de Ceacescu, el pueblo se concentró en la plaza; el debate trasciende lo nominal, claro, porque de cuál de las dos cosas sucediera antes o después depende que hubiera o no una revolución. A vueltas –nunca mejor dicho– con esta misma cuestión han de leerse las peleas entre los personajes de esta anacrónica El topo, que se interroga sobre quién la ganó; el acierto de principios y de estética de las tomas de partido, y la justicia y la bondad del orden postsoviético; si el final de la Historia tuvo de veras lugar, si es posible reiniciarla de manera distinta a la de la farsa que según el sarcasmo de Marx invariablemente sucedía, y si en caso de que exista esa opción es deseable que ocurra…

Porque lo que está aquí es la Guerra Fría rediviva y coleante; y en esta nueva glaciación un cineasta surgido del otro lado del Telón de Acero, director a la sazón de la estruendosamente celebrada Déjame entrar (Låt den rätte komma in, 2008), ha liderado una inesperada resurrección del John Le Carré de antes de la caída del Muro. El topo se apunta al subgénero que abrió la cada vez más visionaria Munich (2005) –seguramente, la última auténtica gran película de Steven Spielberg–, y que apenas hace unos meses tuvo formidable continuidad en La deuda (The Debt, John Madden, 2010). En su poética, los talones de Aquiles son sentimentales –la incondicional debilidad de George Smiley por su esposa infiel, Anne–, físicos –el correlato material de lo anterior: siempre, el maldito sexo por el eterno femenino, en una obra palmariamente misógina y, si ello sirve como descargo, misantrópica– y fetichistas –el desplazamiento del afecto hacia el criptomacguffin: el mechero que regaló la mujer al marido y por el que el villano conoce el punto débil del héroe. Si querer es una cortina de humo, un factor distorsionante porque traba la capacidad de análisis psicológico de quien está implicado, y por eso ama y odia; también puede, por la ley de las compensaciones, servir para revertir las situaciones: para resolver intelectualmente el embrollo y como cebo. El plantel de varones, con el único atributo de un caparazón, o costra que castra, está a cuál más eminente: Colin Firth, Toby Jones, John Hurt, Ciarán Hinds, Mark Strong; mas solamente por el primerísimo primer plano sostenido en que Gary Oldman evoca su único encuentro con su archienemigo Karla y se duele retrospectivamente de la corrupción esencial de los dos bandos, o por su promesa al espía enamorado de que hará “todo lo que esté en su mano” para conseguir de él lo que quiere sabiendo que es un caso perdido, el protagonista merecería distinguirse como el paradigma interpretativo de esta propuesta de cine cínico que pudiera parecer inconclusa, erróneamente: el sensacional montaje-secuencia que sirve como colofón, a los acordes de La mer –hablando de transnacionalidades: una impertinente chanson como fondo de un tapiz de imágenes en la lluviosa Inglaterra– ajusta cuentas y pone a cada cuál en su sitio, a base de venganzas y cambios en la poltrona que bosquejan una visión implacable del mundo en que llevamos más de dos décadas instalados, y que ahora toca a su fin.



LE HAVRE: HIELO QUE QUEMA

Francisco Javier Gómez Tarín


Le Havre, Aki Kaurismäki, 2011


No puedo por menos que confesar mi debilidad por el cine de Aki Kaurismäki. Discúlpeseme, pues, si mis valoraciones llegan a parecer excesivas ante una película que para muchos ha supuesto una ruptura con su trayectoria previa. Si así fuera –cosa que no suscribo–, deberíamos en cualquier caso celebrar su condición de francotirador en un mundo e industria en que tal actividad no abunda ni se reconoce.

Dos son las cuestiones que decididamente parecen cancelarse con Le Havre: la ausencia de música extradiegética y la visión pesimista del mundo y la existencia. Efectivamente, en Le Havre hay música y la hay en abundancia, tanto diegética como extradiegética; por otro lado, la historia parece resolverse de forma positiva, tanto es así que se da incluso una curación inexplicable. ¿Estamos ante un cuento de hadas, como algunos han dicho, y todo va bien en el mejor de los mundos? No, tampoco lo creo, si bien considero que esa lectura edulcorada puede hacerse y es el clavo al que se han aferrado los detractores del filme.

El cine de Kaurismäki es un cine de silencios, un cine contenido cuyo sentido profundo hay que buscarlo trascendiendo la imagen para acceder a la suma entre lo que se dice y lo que no se dice, entre lo que se muestra y lo que no se muestra (un claro referente lo tendríamos en Bresson). Lo que se juega en su cine es la desdramatización y la anulación de todo elemento accesorio, incluso entendido físicamente, por el vaciamiento de los espacios y de los encuadres. Esta austeridad se contagia de los lugares en que la acción transcurre, en plena marginalidad o en los ambientes más populares, y contagia también, por su parte, a las formas expresivas con que el relato se lleva a cabo. Kaurismäki establece una relación biunívoca entre los significantes y los significados con la que construye en última instancia el sentido. En otras palabras, huye de cualquier tipo de barroquismo y/o arropamiento de cuantos elementos intervienen en la trama ficcional que desarrolla hasta eliminar de ella cualquier materia contaminante; sus películas se nos muestran desnudas: personajes conscientemente marginales, que no poseen nada ni nada quieren poseer; habitaciones vacías de mobiliario, que se ven nítidas y limpias cuando son ordenadas; diálogos solamente si son imprescindibles o ausencia de ellos; acciones desprovistas de movimiento… de lo mínimo hacia la nada.

Es importante comprender que esta mirada proyectada por Kaurismäki, la lectura que hace del mundo, se formaliza mediante planos esencialmente fijos (hay alguna que otra panorámica y travelling, pero de carácter descriptivo) en los que lo esencial toma cuerpo huyendo habitualmente del contraplano; la mirada de la cámara es la mirada de Kaurismäki marcada como tal. Este procedimiento enunciativo, auxiliado por una reivindicación extrema del fuera de campo, permite que la desolación de los espacios y de la planificación misma transmitan al espectador el contexto y la interioridad de los personajes en cada situación planteada.

Tomemos como ejemplo la secuencia en la que el personaje del inspector de policía es amonestado por su lentitud en las investigaciones por parte del comisario: se trata de un plano fijo, totalmente estático, en el que vemos solamente una puerta, por la que entra el inspector, y una silla; cuando entra mira hacia la posición que se supone ocupa el comisario pero a este no le vemos en ningún momento, solamente le oímos. Un plano así informa plenamente de la acción desarrollada, con una desnudez absoluta de medios, pero, al mismo tiempo, nos permite entender que el inspector no está interesado en la solución del caso porque se ha hecho solidario de un mundo que está fuera del espacio de la comisaría, un mundo más real (en realidad, como veremos, más que real) del que le separa, entre otras, esa puerta por la que ha accedido al despacho. Algo similar acontece al inicio del filme cuando el asesinato de un personaje en fuera de campo es presenciado por la mirada del protagonista y se niega explícitamente el contraplano.

Yasuhiro Ozu edificó un sistema significante en el que tenía una importancia capital el campo vacío mantenido, que no es otra cosa que aquel que permanece cuando los personajes han salido de cuadro o todavía no han penetrado en él. Kaurismäki lo utiliza con una perspectiva diferente porque mantiene a los personajes en el seno del encuadre pero les priva de acción, les inmoviliza; frente al campo vacío de Ozu podríamos contraponer el campo estático de Kaurismäki. Unos y otros cumplen la función de romper la transparencia enunciativa e interpelar al espectador para establecer una mirada crítica también por parte de este, a quien se da el tiempo, así, de reflexionar.

Todo lo anterior nos lleva a defender la importancia de relacionar las formas con los contenidos para llegar al sentido. El despojamiento formal va a la par del de la representación y así el universo diegético que se nos plantea no es tanto real como hiperreal: una serie de personajes de una zona depauperada se solidarizan para dar cobijo y protección, incluso para ayudar a huir hacia Inglaterra, a un inmigrante procedente de África a quien busca la policía. Esa solidaridad, esa humanidad a ultranza, salpica incluso al inspector de policía. Se trata de un mundo que está al margen de las convenciones sociales y que es activo en torno al limpiabotas, antiguo escritor, Marcel Marx, casado con una extranjera desahuciada. La aparición de Idrissa, el jovencito africano, revela el nivel de solidaridad del grupo social.

El entorno, sórdido como siempre en los filmes de Kaurismäki, se ilumina en esta ocasión por la utilización de la banda sonora musical, que arropa con fuerzas tanto el desarrollo de la trama como la textura del contexto en que se mueven los personajes. El vínculo solidario, el amor y la ternura que transmiten son vehiculados por la austeridad máxima de un cine desprovisto de lo accesorio para quedarse con lo esencial. Pero todo esto, con ser importante, no es suficiente: la apuesta de Kaurismäki en tiempos en que la crisis ha hecho mella tanto en los países ricos como en los pobres (más que la crisis deberíamos hablar de los tiburones de los mercados financieros con la consiguiente aquiescencia de los lacayos asentados en los gobiernos e instituciones de los países que, dicen, quieren recuperar su estabilidad y el bienestar anterior) es ideológica y política porque nos presenta un microcosmos capaz de valerse por sí mismo, incluso en la miseria, al margen de cuanto le rodea que, como se puede comprobar al ver el filme, apenas tiene entidad; de hecho, aparece como una ficción externa.

Ese microcosmos derrocha, como hemos dicho más arriba, humanidad (algo de que tan carentes estamos en nuestros días) y esa humanidad les libera y les salva de su cotidianidad. Por ello, ni el viaje del niño hacia Inglaterra ni el milagro de la curación son creíbles, pero son necesarios para que ese universo tome cuerpo, coherencia interna.  No se trata de un reflejo de la realidad, sino la realidad misma deseada al margen de la sociedad occidental basada en el consumo y la exuberancia; de ahí, también, el despojamiento extremo del film y la utilización de la banda sonora como elemento de cohesión. Otro mundo es posible, parece decirnos Kaurismäki, basta con no aceptar las condiciones de existencia impuestas por aquel en que vivimos.


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón


Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 290, marzo 2012.

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