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25.5.23

XIV. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




W. DE WOLFGANG:
UNA REVALUACIÓN DE KORNGOLD
[Fragmento inicial]

José Andrés Dulce


Figura 1. Korngold, c. 1915.
 

 
1897. Es primavera en Viena. En la capital del Imperio acaba de morir Johannes Brahms; a las pocas horas, Gustav Mahler acepta la dirección de la Ópera de la Corte; un grupo de rebeldes liderados por Gustav Klimt fundan la Secesión artística Vienesa; Freud sopesa tumbarse en su propio diván y Schnitzler, conectado a todo, escribe La ronda. Entretanto, en uno de los muchos rincones del reino dual, la morava Brno, viene al mundo Erich Wolfgang Korngold, que con apenas dos años es llevado a Viena, donde su precocidad maravillará a una sociedad complacida con su schlamperei y los valses de la familia Strauss. Pocos evitan la comparación con otro Wolfgang, de apellido Mozart, cuya memoria se invoca socorridamente cada vez que se habla de genios prematuros.

Entre los incontables niños prodigio que durante más de doscientos años han sido etiquetados como “el nuevo Mozart”, Korngold es un caso especial. Pues siendo pertinente la comparación con el salzburgués, Brendan Carroll, el biógrafo oficial de Korngold, matiza con aún más pertinencia que Mozart compuso música deslumbrante a la manera de un niño, mientras que Korngold, en su infancia, ya escribía obras adultas. (1)

1. Afirmación realizada en el documental Between Two Worlds: Erich Wolfgang Korngold (Barrie Gavin, 2001). Carroll es presidente de la International Korngold Society y autor de una biografía de referencia: The Last Prodigy: A Biography of Erich Wolfgang Korngold, Portland: Amadeus Press, 1997.

Catálogo en mano, la carrera de Korngold responde a un esquema atípico en el que sus dos principales etapas no se suceden en un orden lógico. Cuando llega a Hollywood es un adulto de treinta y siete años, obligado a inventar un imaginario musical para una cultura nueva. Sus años de juventud coinciden, en cambio, con el declive y desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, una época traumática en la que Korngold, con la vitola de wunderkind, dará a la escena tres óperas marcadas por un romanticismo lacerante.


I.

Tras Schönberg, Korngold fue uno de los más conspicuos discípulos de Alexander von Zemlinsky. Llegó a su aula por mediación de Mahler, pero no le hizo falta otra recomendación: “Ya no tengo nada que enseñarle”, le dijo el maestro cuando solo tenía doce años. Al cumplir quince, Erich dio a conocer su primera obra orquestal, la Sinfonietta de 1912, que deslumbra a la Viena musical (incluyendo al poco impresionable Richard Strauss) y que desde el scherzo anuncia sus futuras partituras cinematográficas. 

Ajeno al desastre que se avecina, presenta al año siguiente no una, sino dos óperas: la comedia bufa El anillo de Polícrates y Violanta, un drama del renacimiento veneciano en el que una mujer sucumbe cuando intenta proteger a su amado, el seductor de su hermana, cuya muerte pretendía vengar. Por si fuera poco, durante la guerra empieza a forjar una de las obras maestras del S. XX, la ópera Die tote Stadt (La ciudad muerta), canto al amor loco basado en la novela simbolista de Georges Rodenbach Brujas la muerta y, por ende, secreto preludio de Vértigo. A ellas sumará en 1927 Das Wunder der Heliane (El milagro de Heliane), la historia de un amor subversivo en una imaginaria dictadura regida por leyes patriarcales.

Estos hermosos combates de Eros y Tánatos salen de la fantasía musical de un joven teóricamente inmaduro no para imaginarlas, sino para darles una forma dramática consistente. Sin embargo, en sus treinta primeros años Korngold parecía ir por delante de todo. El cuento de hadas, género con el que debutará en Hollywood, le concede pronto su varita mágica; así, tras cantar al piano la muerte de Don Quijote, el joven debuta en los escenarios con la pantomima Der Schneemann (El hombre de nieve), a la que pronto seguirán sus óperas juveniles: un proceso de maduración vertiginoso que culmina en Heliane, obra dedicada a su esposa Luzi y, por extensión, a su relación con ella, obstaculizada en vano por sus padres.

Aunque Korngold vivía al margen de la realidad, la prematura eclosión de su talento no puede ser disociada de un contexto marcado por una doble crisis: la del mundo al que pertenecía, finiquitado por la guerra, y la de la propia música, que Arnold Schönberg, vienés de una generación anterior, estaba reelaborando a partir de los restos de un romanticismo moribundo. Lejos de ayudarle a amortajar el cadáver, Korngold lo revivió por su cuenta, y lejos de renunciar al sistema tonal sobre el que se había sustentado la música occidental (ese al que Webern creía haber decapitado), el novicio se reafirmó en él. Fue una de las pocas satisfacciones que el joven Erich le dio a su conservador padre, Julius Korngold, convertido en el Atila de la crítica musical tras la desaparición de Eduard Hanslick, antiwagneriano profesional que a su muerte en 1904 había legado al S. XX la eterna disputa entre tradicionales y progresistas. 

Korngold no pudo regenerar el romanticismo en Europa, donde a finales de los años ‘20 la belleza de Heliane era juzgada anacrónica. Su oportunidad estaba al otro lado del Atlántico, en una cultura distinta, ajena a las veleidades expresionistas y modernistas que campaban en el viejo continente. Antes de hacer las maletas, Korngold debió sentir una punzada en su orgullo: su fantasía romántica había sido desmerecida por la misma crítica que jaleaba las óperas “canallas” de Kurt Weill y de Ernest Krenek, representativas de la época de Weimar, permeable a los ritmos de cabaret y el jazz; el nuevo escenario del teatro musical estaba dominado, además, por el expresionismo y el compromiso social; entretanto, el dodecafonismo libraba aquí y allí sus ásperas batallas, destinadas a no ganarse más allá de los cotos de caza habilitados al efecto. De este magma solo saldrá triunfante Alban Berg, otro vienés ultrarromántico que, como Korngold, sabía mantener el esnobismo a raya.


II.

Contra la opinión más extendida, la posición de Korngold frente a las nuevas corrientes no era de hostilidad, sino de indiferencia. Si a continuación recaló en la opereta fue por razones más poderosas que la decepción causada por el estreno de Heliane: quería seguir explorando la relación entre música y teatro (crucial para su futuro trabajo en el cine); por otro lado, necesitaba independizarse de su progenitor, una versión judía y perfeccionada de los padres-empresarios que quisieron controlar no solo las carreras, sino las vidas de W. A. Mozart y Clara Schumann.

Gracias a su experiencia en los escenarios, Korngold sentaría las bases de la composición de música para el cine. Y si en Europa había perdido adeptos por componer una música exuberante y apasionada, en América los ganaría por el mismo motivo. Ahora bien, al trasladar su concepto musical a la cultura estadounidense y a su principal industria de entretenimiento, se produce una metamorfosis: el joven que en Viena había producido densos y complejos dramas (conociendo la pasión antes de experimentarla, pues el artista iba por delante de la persona), se transforma al llegar a Hollywood, donde su romanticismo se viste con nuevas galas. 

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31.10.21

y VIII. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021





Terje Vigen (Victor Sjöström, 1917)




SUMARIO DE LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM


En busca de Victor Sjöström
Prólogo de Miguel Marías

Amada luz del norte

Avisos preliminares


I. Al pie de la fuente de la historia del cine
                            
II. Años de peregrinaje

III. El cine sueco, un idilio  

IV. Muerte entre las flores
Trädgårdsmästaren (El jardinero, 1912)

V. La madre y la ley
Ingeborg Holm (1913)  
                                                                                                
VI. El continente sumergido:
las películas perdidas de Victor Sjöström

VII. La Rosa de Tistelön
Havsgamar (Los buitres del mar, 1915)   
           
VIII. Furtivos
Judaspengar (El dinero de Judas, 1915) 
                                                                       
IX. Memorias de un simulador
Dödskyssen (El beso de la muerte, 1916)    
                                                              
X. El mar, emisario de las furias
Terje Vigen (1916)

XI. El gran miedo en la montaña
Berg-Ejvind och hans hustru (Los proscritos, 1917)

XII. Tierra alta, tierra baja
Tösen från Stormyrtorpet (La hija de la turbera, 1917)

XIII. Una boda en Dalecarlia
Ingmarssönerna (La voz de los antepasados, 1918)

XIV. La decisión de Karin
Karin Ingmarsdotter (El reloj roto, 1919)

XV. El castillo del amor y del odio
Klostret i Sendomir (El monasterio de Sendomir, 1919)

XVI. Cumpleaños feliz
Hans nåds testamente (El testamento de su señoría, 1919)  

XVII. El depósito nº 1313
Mästerman (El maestro Samuel, 1920)

XVIII. Señor, apiádate de mí
Körkarlen (La carreta fantasma, 1920)

XIX. Ordalía
Vem dömer? (La prueba del fuego, 1921)

XX. La última guerra de caballeros
Det omringade huset (La casa cercada, 1922)

XXI. Rebelión a bordo
Eld ombord (El bajel trágico, 1922)

Apéndice
De la estirpe de Grettir 
(Sobre la adaptación de Bjærg-Ejvind og hans hustru)

Filmografía

Bibliografía básica





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VII. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021




Stiller, Sjöström, Jaenzon (de pie) y Klercker (d)


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En cuanto a la producción, el curso del río cinematográfico iba a ser desviado, como hemos dicho, hacia Lidingö, una isla del archipiélago de Estocolmo situada al noreste de la capital. Allí se construyó en el verano de 1911 el estudio donde empezaría a forjarse la leyenda de Victor Sjöström y Mauritz Stiller. 


Pájaros de barro en una jaula de madera

“Un galpón de madera bastante grande”. Así describe Bengt Idestam-Almquist la instalación ubicada en Kyrkviken. Según el historiador sueco, la edificación se dividía en “una planta baja destinada a camerinos y escritorios” y una planta alta “hecha casi exclusivamente de vidrio” bajo cuyo techo los actores y técnicos soportaban temperaturas cercanas a los 50 grados. El estudio no superaba los 20 metros de largo y cuando había que rodar algo que requería mayor espacio —recuerda basándose en el testimonio de Sjöström— “había que construir en los alrededores del estudio”, justo en ese patio en el que se rodaron muchos exteriores, entre ellos los de El tesoro de Arne. Las condiciones de rodaje eran severas: no se podía mover la cámara, sujeta al suelo; por otro lado, y a imitación del teatro, “los escenarios se hacían con esqueletos de madera donde se fijaban los rellenos”, “biombos dotados de puertas y ventanas” susceptibles de ser repintados y reutilizados en numerosos filmes. (11)

11. Idestam-Almquist, Ibid., pp.78-95. Las medidas exactas del estudio de Lidingö eran 20 por 7 metros, considerablemente superiores a los 11 x 5 de Kristianstad, al que también aventajaba en condiciones de luz y localizaciones.

Con su nave de dos pisos, Lidingö representaba un avance respecto a Kristianstad, pero desde el punto de vista de la creación dramática era tan modesto como un taller de alfarería. Parafraseando a la Selma Lagerlöf de Bildmakarna, las películas salidas de esa fábrica debían ser poco menos que “pájaros de barro”, frágiles criaturas a las que solo un milagro podía insuflar vida. 

Sin embargo, el milagro se produjo. Tras recibir la lección de Garbagni, Victor Sjöström y Mauritz Stiller se pusieron manos a la obra. También Georg af Klercker, quien prontó desertó para emprender su propia aventura en Göteborg al frente de la productora Hasselblad. Desde el principio, Magnusson impuso a sus directores un alto ritmo de trabajo. A cambio, les dio total libertad creativa, al menos así lo recordaba Sjöström, propenso a la melancolía tras su experiencia americana. 

Sjöström desembarcó en Lidingö tras Klercker y Stiller (12), pero lo hizo con una categoría superior: una especie de primer director y supervisor de rodajes (“öfverregissör och chef för inspelningarna”). Vale la pena recordar las circunstancias de su contratación porque, contra lo que se creyó en otro tiempo, él no se ofreció a Magnusson. Las cosas sucedieron al revés. 

12. En su libro sobre las primeras películas de Stiller, Gösta Werner sugiere que “Moje” iba ya con algún adelanto respecto al “máster en dirección” impartido por Garbagni. Según el historiador sueco, Stiller había rodado ya cuatro películas entre mayo y junio, y tras un breve viaje a Londres, realizado a comienzos de julio, se puso a dirigir las siguientes, sacando tiempo para actuar, además, en el filme del director francés. (Mauritz Stiller och hans filmer, 1912-16, Estocolmo, Norstedt, 1969, p.30).

Sjöström se hallaba en Malmö, inmerso en los ensayos de El sueño de una noche de verano, que había promovido junto a su socio, el también actor y director Einar Fröberg. Hasta entonces sus contactos con el cine habían sido esporádicos. Durante sus interminables giras, se animaba a ver alguna película en los pequeños pueblos donde paraba su tren. De esas experiencias le quedan dos recuerdos: un drama con Maurice Costello, el prestigioso actor estadounidense con el que alguna vez será comparado; como era de esperar, la segunda y vívida impresión se la produce Afgrunden (El abismo, 1910), de Peter Urban Gad, con la gran Asta Nielsen; eso era todo.

Charles Magnusson y Julius Jaenzon iban muy por delante de Sjöström en cuanto a experiencia e interés por el cine. El primero tenía ya apalabrado a Mauritz Stiller y para impulsar el proyecto de Lidingö quería contar con otro director de la misma categoría. Erik Ljungberger, periodista y crítico del Svenska Dagbladet, que firmaba sus artículos como Kaifas y que había escrito para Svenska Bio dos guiones dirigidos por “Muck” Linden, sugiere a Magnusson el nombre de un viejo compañero de escuela en Uppsala, cuya carrera teatral ha venido siguiendo. Magnusson no ha oído hablar de él, pero toma una decisión rápida. Es entonces cuando Victor Sjöström recibe una llamada de Estocolmo. Quince mil coronas es la oferta que le llega a través del auricular. A petición de Sjöström, Einar Fröberg va a llevar las negociaciones con Magnusson, quien se desplaza a Malmö para cerrar la contratación. El acuerdo ligará a director y productora a partir de mayo de 1912, con el expreso compromiso de empezar a rodar en verano. (13)

13.  Bengt Forslund, Victor Sjöström, hans liv och verk, op. cit., pp.43-44. 

No solo la determinación de Magnusson convenció a Sjöström. Este pensaba que el cine le ayudaría a completar sus ingresos, que en parte podría destinar a sus proyectos escénicos. Por otro lado, y como la mayoría de los actores de teatro reclutados por el cine, Sjöström creía posible compaginar ambas facetas, ya que por entonces la mayoría de las películas nórdicas se rodaban en verano; el resto del año quedaría libre para dedicarse a “su esposa”, es decir, al teatro. 

Tampoco Svenska Bio parecía un mal destino para un trotamundos como él. Además de abrirle las puertas de Lidingö, su patrón le iba a dar plenos poderes y herramientas para ejercer el oficio; tendría a su lado buenos compañeros: los hermanos Jaenzon, Stiller, por algún tiempo Klercker. ¿Qué más podía pedir?


De los escenarios a los platós

Hay otra razón, la menos tangible y tal vez la más poderosa de todas. A diferencia del teatro, respaldado por una tradición milenaria, el cine representaba una aventura completamente nueva. La de Sjöström era una época de invenciones y peligros. Si Amundsen y Scott rivalizaban sobre los hielos, si Nordenskjöld exploraba los polos, si Andrée había querido cruzar el Ártico en globo, si el mundo rebosaba temeridad, un director de teatro podía lanzarse al vacío con la esperanza de volar. Bien es verdad que, en este caso, las alas tendría que fabricárselas él mismo. 

Y es que en Lidingö le aguardaba un desafío mayúsculo: crear un arte casi desde la nada. En aquella jaula de madera el taumaturgo sueco se disponía a moldear unos extraños pájaros de barro llamados películas. Durante su visita a la planta parisina de Pathé, había tomado muchas notas y dibujado bosquejos de los platós, estudiando la organización espacial del estudio mientras Magnusson se dedicaba a los negocios. También demostró ser un alumno aplicado durante el rodaje que Garbagni emprendió a las pocas semanas en Estocolmo. Ahora le tocaba defenderse solo. Por fortuna, iba a tener a su lado a dos maestros de la luz; fuera del estudio, un inmenso plató natural hecho de bosques, ríos, lagos y montañas, y delante de las cámaras, el sueño de todo director: un elenco de grandes intérpretes.

Que tantos y tan buenos actores acudieran a la cita resultaba excepcional. ¿Qué podían ganar? ¿Fama? ¿Dinero? Sin duda, el incentivo económico era importante; las temporadas no daban para vivir con holgura, así que muchos decidieron emplear los veranos en un trabajo que les reportaría ingresos extra. Sjöström fue uno de ellos.

Fracasados sus intentos por impedir una fuga masiva, a los teatros solo les quedaba una baza: convencer a sus actores de que tenían un nombre que proteger. El cine era entonces (como lo sigue siendo hoy en algunos ámbitos) un medio despreciable. Para un actor de teatro era poco menos que una deshonra dedicarse a las películas, obligándose a desempeñar todo tipo de papeles, con grave riesgo para su reputación. 

“La gente decente no quería tener nada que ver con el cine”, señalaría retrospectivamente Sjöström; “recuerdo lo muy avergonzados que estábamos cuando nos veíamos obligados a buscar localizaciones en calles y lugares públicos”. (14)

14. Peter Cowie: Swedish Cinema, from Ingeborg Holm to Fanny and Alexander (Peter Cowie & the Swedish Film Institute, 1985) p.9.

Frente a esos escrúpulos se alzaron los más valientes de la profesión teatral. Porque a partir de ese momento se produjo un éxodo de los escenarios a los platós. Muchos escucharon la llamada del cine, pero nadie dejó el teatro, ese cónyuge que se resistía a ser abandonado pero que, entre temporada y temporada, debía tolerar infidelidades pasajeras. Hilda Borgström, Richard Lund, Carl Barcklind, Einar Fröberg, la famosa Anna Norrie, John y Gösta Ekman (este ultimo con muchos problemas, debido al veto patronal), Greta Almroth, Tore Svennberg, Hugo Björne, Victor Lundberg, Nils Ahrén, Tora Teje, Jenny Tschernichin-Larsson, su marido William Larsson, Karin Molander, Jenny Hasselquist, Stina Berg, Lilly Jacobsson, Gabriel Alw, Lars Hanson, Mary Johnson o Edith Erastoff, los noruegos Gunnar Tolnæs y Egil Eide, los daneses Carlo Wieth, Clara Pontoppidan y Lili Beck, además del propio Sjöström, iban a poner rostro al idilio del cine sueco.


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30.10.21

VI. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021




 Victor Sjöström (d), en el teatro de Norrköping (1908)

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A finales del siglo XIX, el cine es una invención sin apenas recorrido, algo así como una vagoneta de tracción manual; quienes van a subirse a ella no saben lo que les espera; máquina y maquinista deben progresar a la vez, avanzando desde cero por caminos inciertos, descubriendo paisajes que aún no están en el mapa.

Aunque por entonces las noticias viajaban despacio, Sjöström tuvo que saber que un rayo acababa de caer en el Salon Indien du Grand Café del Boulevard des Capucines, en París, donde los hermanos Lumière habían realizado la primera exhibición comercial de su cinematógrafo. Solo seis meses después el cine hacía su aparición en Suecia. ¿Cómo recibió Sjöström estas novedades? ¿Les dio importancia? ¿Las tomó a broma? Es imposible saberlo. De lo que podemos estar seguros es que en 1896 el cine no entraba aún en sus planes; cerrada la puerta del circo, su principal aspiración era el teatro. 

Mientras los operadores de Lumière comienzan a viajar con sus cámaras, el joven Sjöström se halla en punto muerto; libre de la férula paterna, le toca ahora recuperar el tiempo perdido; necesita formarse como actor, enrolarse en una compañía, hacerse un nombre, ganarse la vida. 

Suecia no era por entonces el próspero estado en el que luego se convertiría. Todavía es un país fundamentalmente agrícola, pero a su favor cuenta con un rey amigo de las artes, Óscar II, y una incipiente pero vigorosa industria que va a guiarlo hasta la modernidad. El modelo filantrópico de esta nueva sociedad que camina con paso firme hacia el siglo XX es Alfred Nobel, el célebre inventor que fallecería a finales de ese año. (1) Para entonces, Sjöström ha dado los primeros pasos para su emancipación; nunca ha dejado de considerarse actor (de hecho se empadronaba como tal en los sitios donde desempeñaba los “trabajos forzados” que su padre le buscaba) y, haciendo honor al apellido de su madre y de su tío, se presenta en público como Gerhard Hartman. 

1. En una época marcada por los avances e invenciones, la aportación de Suecia al progreso no se limitó a Alfred Nobel; sus aportaciones se extienden a otros campos y a otros nombres: la ingeniería mecánica (Sven Windquist), la electricidad (Jonas Wenström) o la telefonía (Lars Magnus Ericsson), por citar tres ejemplos. Tampoco podemos olvidar al géologo Otto Nordenskjöld o a S. A. Andrée, promotor de la fallida expedición en globo a través del Polo Norte que acabó con la vida de todos sus tripulantes en 1897. 

Trata en vano de afianzarse en varias compañías y, según nos cuenta Bengt Forslund, no pocos directores le dan con la puerta en las narices. Lejos de rendirse, persevera hasta que, al fin, uno se la abre. Se trata de Ernst Ahlbom, quien está reclutando actores para una gira por Finlandia. Enseguida Victor hace las maletas, pero hay un inconveniente: aún es menor de edad. Decidido a no perder la ocasión, echa mano de una estratagema (cambiarse el nombre y hacerse pasar por otro) a la que luego recurrirán varios de sus personajes.  

Sjöström se convierte así en actor itinerante, faceta que retomará al final de su vida. Interpreta papeles en obras de Shakespeare, Ibsen, Sudermann, Sardou o Gustaf von Numers, a menudo con suerte dispar: es apreciado por algunos críticos, pero hay quien lo encuentra un tanto histriónico y aparatoso, a lo que ayudan su metro ochenta de estatura y su peso, cercano a los cien kilos. Todo ello lo pasará por alto Alexandra Stjagoff, una joven actriz rusa a la que conocerá durante una de las giras y a la que, en 1900, convertirá en la primera de sus tres esposas.

Pese a la intensa actividad que despliega en las giras, su carrera no está consolidada. A punto de cumplir los dieciocho años, y tras encajar algunas críticas adversas, el cine se cruza por primera vez en su camino. Estamos en 1897, año de la gran Exposición de Arte e Industria de Estocolmo, feria mundial donde las nuevas tecnologías viven su puesta de largo. Además del cine, se presentan allí los últimos avances en el campo de la fonografía. Como recuerda el profesor Jan Olsson, el legendario cámara Alexandre Promio, que a la sazón representaba a los Lumière, trajo a la capital sueca un lote de títulos resultantes de las expediciones fílmicas auspiciadas por la firma francesa, “pero, en consonancia con la política de Lumière, aprovechó la estancia en Suecia para rodar material nuevo que luego se agregó al catálogo de la firma de Lyon”. (2) Además, el operador francés sacó tiempo para enseñar a filmar a los aprendices de la compañía de Numa Peterson, un hombre de negocios procedente del ramo farmacéutico cuya actividad se había orientado a la comercialización de fonógrafos, cilindros, cámaras de cine y proyectores, entre otros muchos ingenios. De aquellos rodajes exprés salieron unas cuantas películas caseras que fueron proyectadas durante la Expo y que surtieron de material a las salas que comenzaban a operar en el país. (3)

2. Jan Olsson: Exchange and Exhibition. Practices: Notes on the Swedish Market in the Transitional Era. Recogido en el libro Nordic Explorations. Film Before 1930 (John Fullerton & Jan Olsson Eds.; vol. 5, numbers 1/2 of Aura. Films Studies Journal; Londres, John Libbey & Co., 1999) p.147.

3. Destacado empresario del gremio de la fotografía, Peterson fue el primero de los productores y exhibidores suecos. Según la misma fuente, obtuvo en 1897 la concesión para la exhibición cinematográfica en Estocolmo y gestionaba con los hermanos Lumière un cine de verano. Gracias a su iniciativa, los primeros programas llegaron también 

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29.10.21

V. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021




 El Dr. Borg (Sjöström) en la escena final de Fresas salvajes


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Máscaras de celuloide

¿Era Sjöström un autor? ¿Hasta qué punto le pertenecían sus películas? Cuando ingresó en Svenska Bio, en 1912, filmaba lo que le caía en las manos, en su mayoría encargos del patrón, Charles Magnusson. Quiso el azar que desempolvara un texto arrinconado para montar su primera obra importante, Ingeborg Holm, y solo una crisis personal le condujo después hasta Noruega, hacia Ibsen y Terje Vigen, justo cuando pensaba abandonar el cine. Ahí empieza su leyenda, que es también la de un director de oficio cuyas películas se basan en obras literarias, es decir, en ideas ajenas. Nada más opuesto en este sentido a Ingmar Bergman. Además de un gran cineasta, el director de El rostro era un formidable escritor, el dueño de su propio universo. No puede decirse lo mismo de Sjöström, a quien su biógrafo Bengt Forslund reprocha su discreta pluma. 

Pero al cotejar sus mejores películas con los libros que las inspiran, vemos que al igual que Hitchcock, Sjöström busca (o se deja seducir por) pretextos; desea construir ficciones que le sirvan a la vez para ocultarse y revelarse. El agudo Bergman, que conoció a Sjöström y le dio una segunda piel para que ensayara su muerte en Fresas salvajes, lo dejó claro en Creadores de imágenes. En un momento de la representación, y a través de las palabras de Per Olov Enquist, hace que el personaje de Victor confiese al de Tora Teje: “He rodado esta película (La carreta fantasma) para ocultarme. Como si se tratara de una cueva destinada a esconderme. ¡Y es mía! —exclama casi con orgullo posesivo—. Cuando nadie recuerde su novela (Körkarlen, de Selma Lagerlöf) mi película seguirá viva. Así que no pienso avergonzarme por retocar su alma”.

El propio Bergman reconoció en sus memorias que, sin interferir en su labor, solo a través de la autoridad que emanaba de su persona, Sjöström se adueñó de Fresas salvajes: “Victor Sjöström me había arrebatado mi texto y lo había convertido en algo de su propiedad, había aportado sus experiencias: su propio sufrimiento, misantropía, marginación, brutalidad, tristeza, miedo, aspereza, aburrimiento. Había ocupado mi alma en la forma de mi padre e hizo de todo su propiedad (…) Yo no tenía nada que añadir, ni un comentario racional o irracional. ¡Fresas salvajes ya no era mi película, era la película de Victor Sjöström!”. (22)

22. Ingmar Bergman: Bilder (Imágenes, 1990). Traducido del sueco por Juan Uriz Torres y Francisco J. Uriz (Tusquets. Colección Andanzas, Barcelona, 1992).

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Ni sensacional ni espectacular

Quizá el principal problema que arrastra el cine de Sjöström es no haber tenido detrás un aparato crítico respaldado por teóricos influyentes. No haber gozado, por ejemplo, del favor de un Rohmer o de un Truffaut. Ni el hombre ni sus películas fueron nunca caballo de batalla; nada ha justificado levantar una barricada en su nombre ni llamar a los cinéfilos a la rebelión. ¿Para qué? Al fin y al cabo, este era el cine que gustaba a los prebostes del cine francés, “el cine de papá” contra el que arremetían aquellos niños terribles metidos a críticos.

“Sus películas, ni sensacionales ni espectaculares, no han tenido la atención que merecen”, denuncia Lewis Jacobs en su libro sobre el cine americano. (24) Pero no todos parecen compartir su opinión. Conocido es el desdén de Andrew Sarris, crítico norteamericano influido por Cahiers du cinéma que en su famoso escalafón lo relega a la categoría de “temas para una posterior investigación”, aplazamiento que solo estaría justificado en el caso de no tener acceso a su cine. Su postura parece obedecer, sin embargo, a una falta de interés personal: la indiferencia hacia algo relativamente valioso pero desfasado. 

24. Lewis Jacobs: The Rise of American Film: A Critical Story, op. cit., p.366.

Por otro lado, el comentario de Sarris resume bien la cautelosa ambivalencia de los forjadores del canon respecto al maestro sueco. Para curarse en salud, dice: “Es muy posible que Seastrom haya sido el primer gran director del mundo, anterior incluso a Chaplin y Griffith”, pero tras reconocer su decisiva impronta en el ámbito escandinavo (Dreyer, Bergman) asegura que su obra norteamericana es “enormemente dispar”, como si “su alma artística ya no hubiera podido respirar por no hallar suficiente aire en los escenarios de Hollywood”. (25) En otras palabras: debió ser lo bastante grande en Europa, no terminó de serlo en América.

25. Andrew Sarris: The American Cinema; Directors and Directions, 1929-1968, Dutton, New York, 1968 (Ed. española por Diana, 1970). En la categoría de directores “pendientes de evaluación”, Sjöström está muy bien acompañado, nada menos que por Henry King King, Pal Fejös y Tod Browning, superiores, en mi opinión, a otros que Sarris coloca en su “olimpo”. 

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Si rastreamos los sondeos el panorama es aún más deprimente. Desde la Segunda Guerra Mundial proliferan las encuestas “mundiales” convocadas por instituciones y revistas cinematográficas, práctica hoy extendida a los usuarios de internet. Buscar en ellas un voto a favor del cine de Sjöström era (y sigue siendo) como buscar una aguja en pajar. Entretanto, en la mayoría de antologías dedicadas a las “cien mejores películas de la historia” (confeccionadas a menudo con una mentalidad de cinéfilo midcult inglés o americano), a las quinientas de cabecera (tipo recetas de cocina) o a las “mil y una que hay que ver antes de morir” (si se trata de poner deberes), figuran los mismos títulos, unos grandes, otros no tanto, en un rito mitómano que parece no tener fin y que se extiende ad infinitum por libros, programas y tertulias. Como apuntó hace décadas Robin Wood, “Sjöström figura entre los más subestimados, de hecho es uno de los más necesitados de una urgente y amplia revalorización”. (26)

26. Robin Wood: Essays on the Swedish Cinema. Part II: Stiller and Sjöström. Publicado en Lumière, nº de abril-mayo de 1974, p.36.

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28.10.21

IV. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021




Sjöström y Tore Svennberg en La carreta fantasma (1920)


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El cine sueco, un cometa errante

Puede que la crónica reticencia a incluir a Sjöström en el grupo de los más grandes (al lado de Ford, Lang, Rossellini, Dreyer o Hitchcock) no se deba a un solo motivo, sino a un conjunto de factores. En 1939, Bengt Idestam-Almquist, decano de los historiadores suecos, constataba que el cine de su país era considerado “un fenómeno inexplicable y un poco trágico: un cometa que sale inesperadamente de las tinieblas, hace una rápida aparición en el mundo cinematográfico hacia 1920 y desaparece sin dejar rastro”. (10)

10. Bengt Idestam-Almquist: Cine sueco. Drama y renacimiento. Editorial Losange (Buenos Aires, 1958), p.22.  Este libro, único del autor traducido al español, compendia en realidad varios de sus textos, como Vidden Svenska filmens vagga (Junto a la cuna del cine sueco, 1936) y el referido Den svenska Filmens Drama, Sjöström-Stiller (1939). 

¿Realmente fue así? ¿En verdad se trata de una estrella fugaz? Al echar la vista atrás, Dreyer afirmaba que “toda Europa aprendió del cine sueco”. (11) ¿Cómo pudo entonces iluminar el planeta cinematográfico con una luz extinta? 

11. Carl Th. Dreyer: Lidt om filmstil (Breves consideraciones sobre el estilo cinematográfico), publicado en Politiken, el 2 de diciembre de 1943.

Nadie discute, por ejemplo, la perdurable influencia del cine revolucionario ruso o del expresionismo alemán: sus señas de identidad son muy evidentes y se aprecian en el uso montaje y del decorado, en sus formas provocativas y los llamativos encuadres. De esas escuelas habrían de salir alumnos reconocibles, como Orson Welles. En cambio, la influencia del primitivo cine sueco es mucho menos evidente; pese a ello, su ascendente es amplísimo, se prolonga en el tiempo y se extiende a numerosos países. (12)

12. King Vidor da fe de este raro fenómeno en el fragmento de una carta enviada en 1980 a Bengt Forslund: “Qué influencia directa tuvieron sus películas en el cine americano es bastante difícil de precisar, pero no hay duda de que sus filmes (…) fueron una influencia para otros cineastas de entonces”. Forslund, Victor Sjöström, hans liv och verk (Bonniers, Stockholm, 1980), p.363.

Y es que mientras Griffith ejerció una influencia directa e inmediata en todo el cine posterior, la de los pioneros suecos, y particularmente la de Sjöström, no es perceptible en primera instancia ni se detecta enseguida; pasa por intermediarios hasta reaparecer por sorpresa en la Alemania de Weimar (Die Geierwally, Dupont, 1921) en la Suiza de Ramuz (Rapt, Kirsanoff, 1934) o en algunos de los mejores “westerns” norteamericanos de los años 50. Y es posible que John Ford nunca viese una película de Sjöström, pero merece la pena comparar sus jaleadas composiciones en interiores con las que hizo Sjöström en Suecia (pienso en la escena del regreso al hogar de Terje Vigen o las reuniones en el comedor de la granja de Karin Ingmarsdotter). El hecho de que múltiples huellas se hayan superpuesto a la del director sueco y de que su herencia haya pasado por tantos tamices explicaría por qué los historiadores han optado siempre por la solución más cómoda: exaltarlo y pasar de largo.

Tanto Stiller como Sjöström acuñaron una nueva forma de expresar los conflictos de conciencia, de mirar el paisaje, de relacionar visualmente al hombre con la naturaleza, de representar la figura humana en escenarios dominados por las montañas, el agua y la nieve. Sus enseñanzas fueron aplicadas en primer lugar por los directores franceses de la postguerra, alentados por Delluc. Pienso en el Marcel L’Herbier de L’homme du large (1920), en el Abel Gance de La roue (1923), en el León Poirier de Jocelyn (1922) y La Brière (1924), en el Jacques Feyder de Visages d’enfants (1925). La deuda contraída con Sjöström fue reconocida por varios de ellos.

Por su parte, los directores rusos surgidos tras la revolución asimilaron esas mismas enseñanzas y las transformaron en un mundo regido por leyes propias. Ello no impide escuchar algunos ecos: el drama de Los proscritos resuena en la tundra enloquecedora de Po zakonu (Dura lex, 1926), de Lev Kuleshov, mientras que los bosques dalercalianos de Ingmarssönerna reviven en la naturaleza pregnante de Zemlya (La tierra, 1930), de Dovzhenko. 

Donde se bebió abiertamente de la espita abierta por los maestros suecos fue, claro está, en los países escandinavos. Películas fundacionales como la finlandesa Anna Liisa (1922), de Teuvo Puro y Jussi Snellman, o las noruegas Fante-Anne (Rasmus Breinstein, 1920) y Markens Grøde (1921), de Gunnar Sommerfeldt, esta última basada en La bendición de la tierra de Knut Hamsun, no habrían sido posibles sin la avanzada sueca. En Dinamarca, el maestro de maestros Carl Dreyer reconoció cuánto le debía a Sjöström (el tiempo cinematográfico de La voz de los antepasados le marcaría decisivamente, como demuestra Ordet); en agradecimiento, Dreyer le entregaría al cine sueco su primera obra maestra, Prästänkan (La viuda del pastor, 1920) mientras que en su posterior Vredens dag (Dies Irae, 1943) revisitaría algunos temas de La prueba del fuego y La letra escarlata


Ingmar Bergman con Victor Sjöström en el rodaje de Fresas salvajes (1956)


Qué decir de Ingmar Bergman. El director de Persona confesó en memorias y entrevistas el profundo impacto que le produjeron la inventiva y el desnudo sentido dramático del maestro, cuyo cine descubrió durante su periodo de aprendizaje. Al cabo del tiempo, Bergman no solo confiaría a Sjöström su último gran papel, el del profesor Isak Borg en Fresas salvajes (1957), sino que volvería sobre su figura en dos de sus trabajos para televisión: Bildmakarna (1990) y Sista skriket (1995), esta última dedicada a la relación del productor Charles Magnusson con el tercer genio del cine sueco de la edad de oro, Georg af Klercker. 

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27.10.21

III. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021



Introducción
AMADA LUZ DEL NORTE

José Andrés Dulce


Los proscritos (Victor Sjöström, 1918)


En el recorrido de todo cinéfilo hay estaciones especialmente queridas. Las mías se encuentran en el Japón prebélico, en la Italia de posguerra, en los Estados Unidos cuando llega el fulgurante esplendor de los '50 y, claro está, en los países escandinavos. Aquí mi tren sale muy temprano. Parte de Dinamarca a comienzos de los años '10 pero pasa enseguida por Suecia, país que gracias a un grupo irrepetible de talentos conoció hace un siglo su llamada edad de oro, la que va desde los albores de la Gran Guerra a La saga de Gösta Berling (1923-1924).  

Cuando concebí la idea de este libro, hace ya más de quince años, dudaba cómo enfocarlo. Podía dedicarlo a la edad de oro en su conjunto, a sus dos grandes maestros, Stiller y Sjöström, o solo a este último. No tardé en decantarme por la tercera opción, sabiendo que las otras dos no iban a quedar del todo excluidas.

La figura de Victor Sjöström me había atraído siempre de un modo irresistible y misterioso. No fue un título concreto el que me sedujo (relámpago que de repente nos ilumina y nos lanza en persecución de un director), sino los elementos más básicos de que consta una película: sus fotogramas. En la navegación juvenil por enciclopedias, libros y revistas iba encontrando imágenes hechizantes, paisajes y figuras envueltos en una bruma legendaria. Al pie, desfilaban títulos prometedores como Los proscritos, La voz de los antepasados, La carreta fantasma o El viento; muchos de ellos eran apócrifos, pero sugerían bellas y lúgubres leyendas, tribulaciones e idilios, duelos con la naturaleza, citas con la muerte, un universo atravesado por la fatalidad. Como en no pocas de esas imágenes aparecía además su artífice, adoptando a menudo poses mayestáticas o desafiando a los elementos puño en alto, era tentador ver a Sjöström como una especie de titán. 

Pero entre esas fotos fijas había una en la que el coloso no hace ninguna demostración; pertenecía a Berg-Ejvind och hans hustru (Los proscritos) y mostraba al protagonista erguido sobre una roca, escrutando, sereno, el horizonte; de perfil, el hombre miraba a lo lejos apoyado en su bastón, recortada su figura contra un majestuoso paisaje atravesado por senderos, lagos y cordilleras que se pierden en la lejanía. Esta imagen, que sirvió de portada al legendario número de la revista Cinéa dedicado al cine sueco, me persiguió durante años e inspiró el libro que aquí empieza. 

Un amor suele llevar a otro. Con el paso de los años, la atracción por Sjöström se entreveró con la fascinación por la cultura nórdica, también con la nostalgia de un mundo, el anterior a la Primera Guerra Mundial, ido para siempre. 

Buscando, pues, los rescoldos de un fuego extinto, recorrí en 1993 las tierras de Suecia en la segunda parte de un viaje que primero me había llevado a Dinamarca, adonde llegué siguiendo la pista de otro artista enigmático, Carl Theodor Dreyer. Como sabía que el autor de Ordet había bebido en las fuentes de Sjöström, decidí que era hora de aplacar mi sed. En Copenhague me adentré en el universo dreyeriano, pero al llegar a Estocolmo no pude por menos que aventurarme en el cine de Sjöström y sus contemporáneos suecos de la edad de oro. Hasta entonces, el culto al maestro de Årjäng había sido para mí una cuestión de fe. Debía entrar en los archivos suecos para confirmar lo que aquellos hermosos fotogramas auguraban. 

Y es que al principio solo había imágenes. Existían estas, pero las películas no estaban. Para mí, como para la mayoría de cinéfilos, Victor Sjöström era un insigne desconocido, un autor largamente reseñado y citado, pero a cuya obra no era posible acceder salvo que se hiciera un “viaje de estudios” o se aguardase el ciclo de una filmoteca con recursos e inquietudes. 

Con el paso del tiempo, y gracias al impulso democratizador de Internet, hemos ido completando la obra de Sjöström. Fuerza es reconocer, sin embargo, que esta nos ha llegado en copias deficientes o manipuladas, un menoscabo que poco a poco se va corrigiendo gracias a restauraciones que, por fin, empiezan a hacer justicia al maestro.

Aunque este es un libro escrito en la más completa soledad, debo dar gracias a quienes me ayudaron a ponerlo en marcha. A Bengt Forslund, el biógrafo de Sjöström, autor de un libro de referencia inédito en el mundo de habla hispana que hace años compartió conmigo algunas horas de charla en Madrid; a la difunta Ester Henrikson, que procuró valioso material bibliográfico desde Suecia y ayudó, como traductora, hasta donde le permitieron sus menguadas fuerzas; a Sigvard y Anna Britt, por acogerme, lo mismo que Aurora, por mantenerme a flote, y a Ann-Charlotte Gylner-Noonan, por facilitarme el acceso a los fondos del Statens Ljud och Bildarkiv, en Estocolmo.

También le agradezco a Victor Sjöström su paciencia. No, no me he vuelto loco. Él sabe las vicisitudes por las que ha pasado esta obra, largamente demorada. Tantos fueron los obstáculos, tantas las zancadillas, que a punto estuvo de no materializarse. Si alguna vez fui cómplice de esas conspiraciones merezco, sin duda, el castigo de la tardanza. Pero las circunstancias suelen ser rocas que a los perfeccionistas nos cuesta mover. Confieso que durante años tuve ante mí —no sé si como recordatorio o como admonición— el libro de Bengt Forslund. Cada vez que pasaba ante él, y lo hacía todas las noches, el gran maestro, caracterizado como el profesor Borg de Fresas salvajes, me miraba desde la portada, el semblante fatigado, la mano en la sien, la mirada interrogante y hastiada, como si dijera: “¿Cuándo te pondrás a trabajar?”. Bien, he aquí la respuesta. 





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26.10.21

II. "LUZ DEL NORTE: VICTOR SJÖSTRÖM Y LA EDAD DE ORO DEL CINE SUECO", de José Andrés Dulce, Valencia: Shangrila, 2021



Prólogo
EN BUSCA DE VICTOR SJÖSTRÖM

Miguel Marías


Victor Sjöström


Como bien dice José Andrés Dulce, casi todos los aficionados al cine —que sigue sin ser parte de una ya inexistente noción de “cultura general”— conocen el nombre de Sjöström, y algunos recuerdan su rostro, ya anciano, por haberle visto como actor en Smultronstället (Fresas salvajes, 1957) de su compatriota y admirador Ingmar Bergman. Pero de sus películas, la mayoría no sabe nada; a lo sumo habrá visto Körkarlen (La carreta fantasma, 1920), o tal vez la cumbre de su incursión en el cine americano, The Wind (El viento, 1928). Y aún así, es improbable que se haya hecho una imagen fidedigna y atractiva de su cine, que se puede antojar adusto, solemne y hasta vagamente simbólico, además de mudo, y por tanto, antiguo. 

La literatura accesible (diccionarios, historias del cine individuales o colectivas) parece seguir atestiguando —tal vez por rutinaria reiteración— de su “importancia histórica”, no muy estimulante en sí misma ni siquiera cuando se presume verosímil. Y hay que decir que casi todo lo que está “a mano” acerca de Sjöström es singularmente nebuloso, impreciso y severo, pese a dar la sensación de ser más conocido por lecturas, de segunda mano, que por la visión reciente de sus películas —que ciertamente, en la medida en que se conservan, y pese a los esfuerzos del Filmarkivet del Svenska Filminstitutet, no circulan profusamente ni están fácilmente disponibles en soporte casero.

Por ello es importante que exista este libro en el que Dulce se embarcó hace ya muchos años y que felizmente ha logrado llevar a término, al menos en una primera parte, consagrada a la filmografía de Sjöström que podríamos llamar “escandinava”, aunque sea muy predominantemente sueca. No sólo porque en nuestra lengua no existe nada parecido, sino porque, como, en general, ahora nadie se imagina que el cine sueco fué, durante unos pocos años, hace más o menos un siglo, el mejor y el más avanzado del mundo, conviene que los aficionados de verdad, los no pendientes exclusivamente de los últimos estrenos, lo más taquillero, lo más premiado o lo más loado por una crítica cada vez más carente de criterio, intuyan siquiera que ciertos cineastas no de moda y presuntamente “antiguos” están más vivos y son más verdaderamente modernos que muchos enfants terribles provocadores o escandalosos hoy celebrados y mañana, o dentro de cinco o diez años, no digamos de cincuenta, olvidados para siempre. (¿Quién se acuerda hoy, por ejemplo, del antaño archifamoso Claude Lelouch, que por lo demás tampoco se merece el olvido en que ha caído cuando maduró e hizo sus mejores películas?).

 Conviene, por otra parte, que quien tenga este libro en sus manos y haya llegado hasta aquí no se deje intimidar por su volumen ni por las fechas tan remotas en que desde su arranque nos sumerge, porque nos ahorrará buscar en otras fuentes, a veces difíciles de consultar, o en idiomas no dominados por todos, una información no sólo útil y pertinente, ciertamente copiosa, pero también muy interesante, acerca de Sjöström y su circunstancia: el contexto cultural, histórico, económico que explica la emergencia y ascenso del cine sueco, sus precedentes e influencias, sus colegas y competidores, como etapa previa y necesaria para pasar al análisis pormenorizado y sensato (no encontrarán aquí nada delirante ni basado en teorías ajenas y extrañas al cine, cuando no incompatibles con él) de las obras de Sjöström que han sobrevivido o, siquiera en parte, se han reconstruido a partir de sus restos.

Mi esperanza es que este libro que debemos agradecer a la pasión, el empeño, el esfuerzo y la paciencia de José Andrés Dulce despierte la curiosidad de sus lectores y les incite a la busca y captura de cuantas películas de Sjöström pueda lograr ver. Por mi propia experiencia, es un descubrimiento paulatino que no decepciona nunca, sino que aguza el ansia por ver todo lo que aún es posible ver. No sólo porque se descubre que no es su cine el que imaginamos que podría hacer el envejecido y algo amargado profesor Isak Borg, ni el que dos o tres películas pueden sugerir, sino un cineasta mucho más variado, dinámico y aventurero —pues sí, hay en Sjöström un lado marino y hasta forajido que le emparentaría, mucho más que con Bergman o Dreyer, con Raoul Walsh, o con William A. Wellman e incluso con una faceta o dos de Henry King—, sino porque hasta obras calificadas de fallidas o menores resultan, a mi modo de ver —que no siempre coincide con el de Dulce—, absolutamente fascinantes y magistrales, o por lo menos parcialmente admirables y emocionantes. Y a menudo sus películas más antiguas, como Ingeborg Holm (1913), asombran para la fecha en que fueron realizadas y cuando se comparan con sus contemporáneas, hasta las de los mejores directores por entonces en activo. 

No es broma ni cabe exageración: Victor Sjöström no fué, es, y sigue siendo —porque esa es la virtud que caracteriza a los verdaderamente grandes—, uno de los más grandes creadores de toda la Historia del Cine, y sus películas, tanto la mayoría de las suecas como varias de las norteamericanas, están muy lejos de ser polvorientas o estatuescas piezas de museo. Su interés histórico es indiscutible, por supuesto, pero lo verdaderamente importante es que están vivas hoy, a más de un siglo o a noventa años de su creación.





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