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8.5.20

XXIII. "PARA RONDAR CASTILLOS", José Luis Márquez Núñez (coord.), Shangrila 2020



El zumbido de una mosca: Los paisajes del Cautiverio
en el cine de Roman Polanski
Israel Paredes



Repulsion, 1965 - Basada en hechos reales, 2017, Roman Polanski


La atmósfera es la personalidad de una película. Lo es todo.
Es el sonido, principalmente. Si muestras un paisaje, por ejemplo,
habrá muy poca atmósfera en él. Pero si muestras un paisaje
y se oye el zumbido de una mosca, la atmósfera crecerá
de inmediato. Todo lo que hay en un paisaje puede
afectar a nuestro estado emocional. 

Roman Polanski, en The Film Director As Superstar,
de Joseph Gelmis, 1970


El cine de Roman Polanski es, en esencia, un cine de movimiento tanto interior como exterior. Sus personajes, como el cineasta en su vida, muestran una constante tendencia al nomadismo. Un no estar en ninguna parte y, en cambio, ser en todas. Su carrera comienza en Polonia, sigue en Francia, se desplaza a Estados Unidos, se mueve a Inglaterra, y, finalmente, permanece en Francia con puntuales producciones británicas. Como él, cada personaje se mueve en el interior de unas narraciones tan férreas en su construcción como etéreas en sus juegos existenciales. Las figuras humanas que pueblan sus paisajes son cuerpos existenciales antes que sociales, individuos que se enfrentan a unas situaciones de coacción y de encerramiento. De cautiverio. En mayor o menor medida, todos ellos deben luchar por no ser atrapados, sometidos, manipulados, controlados. Establecen fuertes enfrentamientos de poder para evitar la apropiación de su identidad por el otro, quien toma muy diferentes formas y rostros a lo largo de su filmografía.

En este contexto, el sentimiento de cautiverio, tanto físico, real, como interior, existencial, pero también imaginado, cuando no alucinado y paranoico, se transforma en un paisaje que atrapa a los personajes de manera real y simbólica. Pueden estar presentes o en fuera de campo; pueden ser visibles o proyecciones de las emociones de los personajes. Paisajes que crean unas atmósferas muy precisas. Ya sean paisajes al aire libre, apartamentos, barcos, pequeñas habitaciones o ciudades, en manos de Polanski, se erigen como representaciones de una cierta represión que sufren sus personajes. 

En el cine de Polanski los castillos no aparecen como fortalezas o espacios de resguardo y de seguridad, sino más bien todo lo contrario, como lugares de cautiverio y amenaza que afectan y condicionan los estados emocionales de los personajes [...]




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Para rondar castillos







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24.5.19

XII. "CARRETERA PERDIDA. PASEOS CON DAVID LYNCH", Roberto Amaba (coord.), Shangrila 2019




 FIGURAS, ESPACIOS, GÉNEROS, PAISAJES.
DE LA FIGURACIÓN COMO ABSTRACCIÓN EN CARRETERA PERDIDA

Israel Paredes Badía


David Lynch



[...] Es quizá anecdótico o una extensión más de sus intereses creativos, pero es bien sabido que, desde sus tiempos en el instituto, Lynch diseña muebles de interior. La casa de Fred y de Renee era propiedad de Lynch –la usaba como estudio de grabación– y gran parte de los muebles no solo eran suyos, sino que fueron diseñados por él. Este aspecto interesa en tanto que Lynch atiende a elementos internos del plano para componer la puesta en escena desde una figuración que conlleva, claramente, una idea abstracta en cuanto a lo que representan en la intimidad de la pareja. Y por extensión, como contraste con la parte de la película correspondiente a Pete y Alice. Lynch compone el arranque de Carretera perdida a partir de fragmentos que van mostrando la convivencia de la pareja, las sospechas y los celos de Fred hacia la posible infidelidad de Renee y hacia las anomalías que van apareciendo: las cintas de vídeo anónimas que muestran el exterior y el interior de la casa en una progresiva invasión de su intimidad, o la aparición de una figura fáustica (el Hombre Misterioso) que nadie parece ver excepto Fred.

Lynch articula ese arranque mediante un trabajo atmosférico basado en la imagen, el sonido y la música, componiendo los planos con un sentido geométrico marcado por líneas de fuga en las formas, desde lo frontal y lo oblicuo, creando una realidad que, poco a poco, se revela como un espacio asfixiante. Un orden aparente en sus vidas que, sin embargo, esconde lo apático y lo aburrido para Fred. La casa posee una clara figuración modernista que tiene, en la ruptura narrativa que se producirá avanzada la película, su lógica estructural: la narración lineal, convencional, ha dejado de ser posible. No obstante, se debe apuntar que, en verdad, Carretera perdida propone un relato marcado por una ruptura que no abandona cierta linealidad si se atiende a su lógica interna: cuando Fred se convierte en Pete en el interior de la celda, no comienza otra película, sino que continúa la misma desde otra perspectiva, desde otro punto de vista. Puede que todo suceda en el interior de la cabeza de Fred, puede que en verdad se haya convertido en otra persona para vivir otra vida o para hacer frente a una pesadilla que, al final, le devuelve al punto de inicio, desdoblado, enloquecido en una realidad contra la que necesita rebelarse.

La casa del matrimonio aparece como un espacio carente de afectos en su extrema racionalidad (figuras 3 y 4). No hay elementos en ella que denoten algún tipo de personalidad, que hable de ellos. No es un espacio de cohabitación, sino de enclaustramiento. Es pura modernidad, equilibrada, aséptica, de un minimalismo extremo. Y sin embargo, la manera en la que Lynch nos introduce en ella resulta francamente inquietante porque, a pesar o precisamente por su aspecto aséptico, los objetos desplegados en el espacio “no hablan porque no tienen nada que decir, sino (…) porque tienen algo que ocultar”. (7)

7. METELMANN, Jörg; LOREN, Scott, Irritation of Life. The Subversive Melodrama of Michael Haneke, David Lynch and Lars von Trier, Marburgo: Schüren Verlag, 2015, p.120.




Figuras 3 y 4


Hay algo irreal, fantástico, acorde con los sucesos que perturban su cotidianidad. Fred y Renee se mueven por ella con ingravidez, como narcortizados (las interpretaciones de los actores fueron dirigidas para transmitir esa sensación). También su ropa, mero atrezo si se quiere, confiere abstracción: las batas roja y negra de Renee se contraponen a los vestidos blancos de Alice. La que debería ser la femme fatale, viste con más luminosidad que la esposa porque es ella quien introduce a Fred, bajo la forma de Pete, en una realidad sustitutiva para que viva tanto sus deseos internos como su pesadilla. Hay un aparente orden en la vida del matrimonio, pero también una frialdad que se traduce en una sexualidad reprimida. Así se muestra durante la secuencia en la que, acostados, suena de fondo, como en otra dimensión, la canción Song to the siren en versión de This Mortal Coil. Canción que aparecerá en otras dos ocasiones convertida en una suerte de leitmotiv a partir de la intensidad de su volumen, de menos a más. Ya en el desierto, Pete y Alice harán el amor frente a los faros del coche antes de que Fred regrese, de que Pete desaparezca y después de que Alice diga: “Nunca seré tuya”. Es decir, el canto de sirena se ha escuchado de manera plena, pero supone, a su vez, el fin de una posible ensoñación y el comienzo de un ajuste de cuentas por parte de un Fred liberado de toda constricción [...]













24.11.14

"IMÁGENES DE LA REVOLUCIÓN" / "LA COMMUNE"



A próposito de la reciente publicación por parte de Intermedio DVD
de La Comuna de Peter Watkins,
traemos aquí nuestra edición del libro
Imágenes de la revolución,
en el que la misma película es sujeto de estudio.












31.8.14

IMÁGENES DE LA REVOLUCIÓN








(...) El componente ético y formal del cine de Watkins alberga en su interior, consecuentemente, la clara conciencia de la necesidad de una responsabilidad inequívoca. Los múltiples horrores que la obra de Watkins se ha encargado desde hace ya medio siglo de describir no comportan, pues, ningún tipo de nihilismo. “Algún día habrá que cambiar la sociedad” dice el abuelo, el primer personaje de La commune que hace su aparición en el relato, dejando claros desde su mismo pórtico los propósitos del mismo y su proyección hacia el futuro, lo que también está sugerido visualmente de una forma muy simple: el abuelo aparece acompañado de sus nietos, síntesis visual de otro de los rasgos esenciales del filme, inseparable del anterior y ya analizado abundantemente en este texto, la fértil convivencia entre pasado y futuro.

En esta línea, Watkins sustituye en su puesta en escena la pretensión de una presunta objetividad por un conjunto de subjetividades, aspecto trascendental de cara a las intenciones del director inglés: como ha escrito, de nuevo, Bill Nichols, “la objetividad, de acuerdo con el realismo, representa el mundo del modo en que el mundo, en forma de ‘sentido común’, escoge representarse a sí mismo. Barthes la denomina forma de representación ‘de estilo grado cero’ natural y lógica (es decir, impuesta institucional e ideológicamente). Adopta una postura de neutralidad inocente frente a las tretas de individuos, instituciones y sistemas sociales (…). Y en cada caso, la objetividad no es sólo una perspectiva: también permite que se representen a sí mismas perspectivas individuales o institucionales más específicas”.

Frente a la convención de la objetividad, una convención interesada, Watkins expone a cara descubierta la perspectiva subjetiva que es asumida en La commune, en la que hallamos, por lo tanto, un desenmascaramiento de la “objetividad” periodística y documental realizado en múltiples niveles: desde dentro de la diégesis, a través del desvelamiento de las subjetividades e intereses que están detrás de la profesión periodística –considerada como paradigma de esa deontológica objetividad–, desvelamiento efectuado de formas tan meridianas como ese momento en el que un periodista de la televisión de Versalles se infiltra, disfrazado, entre el pueblo parisino para obtener información en beneficio de las fuerzas reaccionarias, pero también mostrando los sesgos que median el trabajo de los dos reporteros de la televisión comunal; y desde fuera de ella, a través de la negación de la presunta objetividad y autoridad de la voice-over identificada con un Narrador omnisciente –vertiendo en ocasiones juicios valorativos, ya sea sobre los hechos históricos narrados como sobre todo acerca de la contemporaneidad, y en especial sobre el papel que juegan en ella los medios de comunicación. (...)








(...) [la] primera persona narrativa resulta relevante no sólo por [la] fidelidad al texto, sino también por la fidelidad a la época. El sujeto que nace con la Ilustración (incluso un poco antes, aunque en menor medida) es un sujeto en el que la primera persona prima sobre segundas y terceras y que se desarrollará en el Romanticismo y llegará hasta más o menos la Revolución Industrial, cuando se impone la tercera persona, y el siglo XX, cuando la segunda persona haga su aparición. Este sujeto en primera persona, que Grace Elliot representa a la perfección en tanto a narradora/personaje real, es un sujeto agente, un sujeto que emite enunciados sobre sí mismo y sobre el mundo desde dentro, desde su propia experiencia y que, con ello, se conforma como ese sujeto agente que actúa, que es consciente que a través de sus actos en primera persona condiciona, modifica y construye la realidad.

Sin embargo, el breve prólogo que abre La inglesa y el duque es el único momento de la película en que se rompe todo lo anterior. Pero no lo hace de manera arbitraria, sino que busca asentar ese punto de vista de Grace Elliot, introduciendo, a su vez, varios elementos esenciales que ayuden a comprender mejor el desarrollo de la narración así como los mecanismos que Rohmer emplea en La inglesa y el duque para crear una mirada diferente sobre la Historia mediante la visualización de una época que visualmente hablando pertenece a una era anterior al cine. (...)









    30.8.14

    IMÁGENES DE LA REVOLUCIÓN







    (...) En La inglesa y el duque Rohmer lleva a cabo el retrato de Grace Elliot sin ocultar cierta simpatía hacia su carácter heroico, como víctima de las circunstancias históricas en las que se ve atrapada. Hay algo admirable en la mirada de Rohmer hacia este personaje, negándose a juzgarlo, mostrando su valentía, sin por ello intentar hacerla más simpática al espectador de forma ahistórica: por ejemplo, en su relación con sus sirvientes, u otros miembros de la clase “baja”, se traslada un clasismo plenamente verosímil sin necesidad de subrayarlo. Sin embargo, Rohmer lo hace desde una perspectiva bien diferente a la habitual, tomando ese modelo y trabajándolo gracias a que no se olvida del contexto espacio-temporal en el que Grace Elliot se mueve. Por lo tanto, aunaría ambas tendencias, y sus influencias, en cierto modo dispares, tomarían cuerpo en su unión en La inglesa y el duque gracias a que el personaje no sólo es real (característica en realidad irrelevante: decenas de películas sobre personas reales han sido tergiversadas en aras de componer un retrato histórico conveniente) sino que además la narración de La inglesa y el duque nace expresamente de su puño y letra y no de la imaginación de un escritor y su novela, del estudio de un historiador o de un guionista que adaptara cualquiera de los otros dos casos o bien él mismo llevara a cabo la escritura del libreto. A diferencia de La marquesa de O y Perceval el Galés, La inglesa y el duque está basada en un trabajo memorístico y, por tanto, es de suponer que aquello que se relata en las páginas del libro contiene una cierta verdad. Al menos, la verdad de una persona.


    La heroína de Rohmer, Grace Elliot, que ha sido relacionada con las mujeres de Dreyer, en concreto con Gertrud, transmite sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus ideas, mediante la reminiscencia de los acontecimientos que ha vivido y Rohmer asume la adaptación de todo lo anterior siendo, una vez más, lo más fiel posible al texto.

    Los dos caminos anteriormente descritos que Rohmer toma como punto de partida o influencia para La inglesa y el duque parecen romperse debido al punto de vista adoptado por el cineasta, esto es, el de Grace Elliot: son sus memorias sobre la Revolución Francesa las que articulan la película. Si bien es cierto que Rohmer entiende la película como un acto historiográfico así como una obra en la que la presencia de un personaje heroico frente a las circunstancias articula gran parte del discurso narrativo, también lo es que la perspectiva narrativa en primera persona anula en gran medida lo anterior: se trataría, entonces, de una visión histórica subjetiva; en cuanto a la heroína en circunstancias hostiles resulta más consecuente con esa primera persona narrativa, implicando con ello que el sufrimiento que vemos en pantalla, por ejemplo, o el horror ante el Terror, serían emociones expresadas por Grace Elliot desde una subjetividad que implica tanto el reconocimiento de una verdad (ella lo sintió o vio así) como una posible vía de cuestionamiento de la misma (es la perspectiva de una persona y, por lo tanto, no tiene por qué ser verdadera). 

    Rohmer apuntaba en sus cuadernos de rodaje: “un punto de vista objetivo sólo puede conseguirse a través del filtro de una subjetividad inicial”. Es decir, el cineasta pretende ir a lo general partiendo de lo particular, que la visión de Grace Elliot pueda llegar a ser algo más amplia que la simple transposición cinematográfica de sus memorias. Pero, también, logra que los términos subjetivos y objetivos se puedan cuestionar: Grace Elliot vio o sintió algo de una manera determinada y así lo ha narrado y, por ende, estaríamos ante unas impresiones subjetivas, sin embargo, estas, como las de cualquier otra persona involucrada en los sucesos revolucionarios, poseen una cierta objetividad que no anula la de los demás, sino que devienen en complemento unas de otras. Rohmer, entonces, estaría planteando que partir de un punto de vista subjetivo puede conducir hacia una visión objetiva, aunque limitada, de los sucesos narrados. Ningún acontecimiento sucede en La inglesa y el duque sin que Grace Elliot esté presente. Salvando las distancias entre una película y otra, algo similar ocurre en Maria Antonieta (Marie Antoinette, 2006), de Sofia Coppola: la revolución francesa se desarrolla fuera de campo. Aquí esa primera persona no prima como en la película de Rohmer, pero sí la intención de tan sólo centrarse en un personaje, quien, por presencia u omisión, acaba dando consistencia discursiva a la película.

    Las búsquedas alrededor del realismo que recorren la obra de Rohmer, en La inglesa y el duque encuentran una vía extremadamente enriquecedora y que abrían perspectivas creativas, ya habiendo cumplido su director los ochenta años, extraordinariamente fructíferas: Rohmer pretende ser objetivo con un punto de vista marcadamente subjetivo, o mejor, objetivar esa mirada, encarnarla en las imágenes concretas de la película, irrenunciable servidumbre del cine (o al menos de la inmensa mayoría de las películas) esta de la fisicidad (y sobre todo de una obra de fisicidad tan placentera y rigurosa como es la de Rohmer). La escena de la ejecución de Luis XVI (tan trascendental para Grace, y por lo tanto para la trama) es muy ilustrativa a este respecto: si la ejecución es observada a través de un catalejo por su ama de llaves, nosotros solo la seguimos (como hace la misma Grace, que se niega a mirar, que le da la espalda, espantada por el regicidio) a través de ciertos indicios: la narración que esboza el ama de llaves, el ruido de la muchedumbre, el cañonazo que certifica la muerte del rey. En esta secuencia, pues, la puesta en escena rohmeriana asume la forma de una mirada dirigida sobre una mirada que se niega a ver, y que nos lo niega a nosotros, y ahí reside buena parte de la originalidad de La inglesa y el duque: en lugar de pretender retratar la Revolución Francesa (como tantas películas), la película asume la mirada de alguien que no quiere verla (del mismo modo que, cuando Grace se siente traicionada por el duque de Orleans, arrastrado, a su juicio, por el imparable proceso de la Revolución, deja de verlo, y lo primero que hace tras esta traición es, incluso, retirar el retrato del duque que tiene colgado en su casa).

    De esta forma, toda la película gira alrededor de la mirada como principio vertebrador, hasta un punto inaudito en el cine contemporáneo: el trayecto de Grace es el de una mujer horrorizada por lo que ve, pero también horrorizada por verse expuesta a ser mirada -dos ejemplos: la escena en que los lascivos soldados registran su habitación, extraordinaria escena articulada completamente alrededor de un complejísimo juego de miradas: Grace ha de soportar las miradas de los soldados, éstos miran sin ver (a Champcenetz, escondido entre los colchones de la cama de Grace), como hace también el ama de llaves (que desconoce que el fugitivo está escondido en la cama), y por último Rohmer observa la escena con absoluta fidelidad al punto de vista de Grace, primero impasible, como ha de aparentar ésta para no levantar sospechas, en un plano fijo, y luego discretamente exaltado, a través de un lento travelling de acercamiento a Grace, movimiento insólito en la película y que, a pesar de las apariencias, no rompe con la mirada neutra de Rohmer sobre la de Grace a lo largo de toda la película sino que responde a la euforia de la mujer, tras haber tenido que contener previamente sus sentimientos (de temor pero también de orgullo ante su propia valentía) tras marcharse con las manos (y las miradas) vacías los soldados; las escenas que giran alrededor de la carta de Mr. Fox, escenas que se desarrollan en la pugna entre mirar (leer la carta) o no mirar (negándose Grace a abrir una carta que le ha sido confiada). Al final de la película, en la escena en que Grace permanece en prisión, mientras sus compañeros de celda van siendo ajusticiados, Grace (y estos compañeros) nos devuelven la mirada, última vuelta de tuerca, de naturaleza lúcidamente autoreflexiva, y algo turbadora, de la película: si durante toda ella hemos visto a través de los ojos de Grace, ahora ella nos mira a nosotros, es decir, la película mira fuera de sí misma (una coincidencia más con la película de Watkins, como veremos), Grace mira nuestra mirada. Tras esto, el relato no puede sino finalizar. (...)







    (...) desde [el inicio de La commune (París, 1871)] destierra una confortable relación de transparencia con las imágenes, una labor de reconstrucción, de instauración de una relación diferente con ellas. En el cine de Watkins siempre se tiene esta impresión: el deseo por su parte de conformar un marco representacional incómodo para el espectador como vehículo para que este reflexione ante aquello que está viendo, no solo a través de su contenido sino también mediante la forma que lo expresa. Esta idea, que en el fondo resulta lógica y casi natural en cualquier medio expresivo, en este caso el cine, ha ido perdiéndose, grosso modo, con el tiempo, como si la única manera de construir un estado de incomodidad –entendida esta en el sentido de animar a la reflexión y al pensamiento–, se basase en imágenes de supuesto contenido fuerte o a través de temáticas en apariencia subversivas –y que en muchos casos lo que esconden, en realidad, es el simple aliento de quien desea polemizar en aras de autopublicitarse–, cuando en verdad la forma, y su relación con aquello que ilustra, es la que debería generar esa incomodidad. Es en este sentido que podemos entender, en un nivel simbólico, que en [la] primera secuencia de la película también nos encontramos ante las ruinas de un relato que procura ocultar sus marcas enunciativas, los trazos de su escritura, ruinas sobre las que la película va a apuntalar una propuesta estética alternativa con la que, en este caso, abordar de otra manera un relato histórico, y que empezaron a manifestarse –al menos de una forma generalizada, más allá de experiencias más o menos aisladas, individuales o colectivas, y que se remontan prácticamente a los inicios del cine– aproximadamente por los años en que Peter Watkins inicia su carrera a finales de ‘50, un cine postclásico en cuya tradición ha situado toda su obra; es decir, un relato que empezó a mostrar sus fisuras –al menos de forma más evidente, insisto– con lo que se llamó modernidad cinematográfica, una modernidad que nace sobre las ruinas del clasicismo. Así, frente a la evolución paralela y marginal de los múltiples movimientos de vanguardia, experimentales, independientes,..., que acompañan la tenaz y minuciosa edificación del canon clásico –que tantos frutos esplendorosos ha dado, por otra parte– y respecto al cual, a este eje avasallador, no pueden evitar determinar su posición relativa, movimientos que son, cada uno a su manera, movimientos de oposición al clasicismo –subrayando así, paradójicamente, su condición subordinada–, la modernidad, por primera vez, lo es de reconstrucción. 


    Es también lo que últimamente comienza a denominarse como una “modernidad melancólica”, esto es, una modernidad basada en imágenes a medio camino de todo que encuentran en ese intersticio su afirmación, con personajes que no son sino ruinas –como las mostradas por Watkins–, evidentes antihéroes. Una modernidad que busca una construcción estética en la que los sujetos están condicionados por los espacios que habitan, suspendidos en ellos. También, una estética cinematográfica que busca independizarse, encontrando en el proceso mismo de la creación una forma de resistencia que es, a la sazón, la que acaba confiriendo a estas imágenes de esa melancolía.


    De forma similar, sobre estas ruinas la película que nos ocupa va a proponer tanto un “nuevo” relato –con toda la relatividad con que hay que leer este adjetivo: la “novedad” de La commune se integra en una tradición muy consolidada, si bien es cierto que extrae de ella, modulada de forma muy idiosincrásica y sensible, tonalidades y lecciones muy características– como un discurso que va a subrayar, precisamente, la necesidad de construir nuevas utopías y de batallar por ellas. El inicio de La commune, pues, no hace acta de defunción del relato, por supuesto, sino que desecha para sus fines un tipo de relato –precisamente la clase de relato que conoce su apoteosis en el mismo siglo que la Comuna y que encuentra en el cine, hasta bien entrado el siglo XX, e incluso hasta la actualidad en una corriente muy caudalosa del mismo, insospechada revitalización, cuando por el contrario en literatura va conociendo los primeros signos de la extinción–, tradicionalmente asociado a la burguesía, al menos en su origen, para poner en pie otro que sustenta su condición histórica precisamente en la puesta en evidencia de sus estrategias de producción de sentido y que reivindica su impronta narrativa en capas más profundas, en su fértil vertebración de tiempos y estratos de la representación, y es en este sentido que hemos de tener en cuenta que los relatos, como señala Vicente Sánchez-Biosca, “a fin de cuentas, siempre tuvieron el cometido de anudar el pasado con el presente y servir de promesa de futuro”, propósitos que definen la esencia de la película, aunque esta complejize enormemente estos vínculos causales consustanciales a la narración, y las dinámicas temporales inherentes a ella, de modo que asienta su condición histórica en la compleja articulación de sus coordenadas temporales. Y de la modulación de estas dimensiones temporales extrae la película –como cualquier filme histórico, por cierto– sus propósitos ideológicos. El “viaje” al pasado facilitado por cualquier relato histórico puede estar motivado por un deseo de evadirse del presente –que es otra forma de afianzarlo– o por el de cuestionarlo y proponer una idea de futuro, de modo que sea la tensión entre pasado y presente la que se pretende que impulse hacia el porvenir.


    Este último caso, es, desde luego, el de La commune; un deseo similar encontramos en La inglesa y el duque: la utilización de la tecnología digital por parte de Rohmer busca no solo crear lazos entre el pasado y el presente sino también el plantear la viabilidad de usar los nuevos medios de expresión cinematográfica como vehículo para trazar nuevos discursos fílmicos y abrir nuevas formas expresivas que no estén condicionadas por el ámbito comercial o del espectáculo. Sin duda alguna un planteamiento que choca con los preceptos más extendidos del cine actual, como sucede en las películas de Watkins, actitudes que podríamos considerar casi agresivas en su resistencia. (...)





      29.8.14

      IMÁGENES DE LA REVOLUCIÓN








      I

      La inglesa y el duque y La commune (París, 1871), he aquí las dos películas que protagonizan este libro, ambas realizadas en el albor del siglo XXI y dirigidas por dos cineastas, Eric Rohmer y Peter Watkins, que a lo largo de sus respectivas carreras –cuyos inicios se remontan a finales de los años cincuenta– han mantenido una rara coherencia, una extraña fidelidad a sí mismos. Como iremos viendo a lo largo de este libro, nos encontramos ante dos películas caracterizadas tanto por la enorme libertad creativa como por el desusado rigor con que se aprestan a representar la Historia, a dialogar con ella, a reflexionar sobre el estatuto de las imágenes en nuestro tiempo, que se constituyen, en definitiva, en dos valiosas rara avis en su inserción en el cine contemporáneo.

      Afrontamos en este libro, pues, dos miradas sobre la Historia, dos visiones de sendas revoluciones –la Revolución Francesa y la Comuna de París– a cargo de dos películas que parten también –cada una a su modo, por descontado– de dos concepciones revolucionarias del cine. A través de sus audaces y rigurosas formalizaciones, tanto La inglesa y el duque como La commune (París, 1871) sitúan la confrontación entre pasado y presente, entre Historia y contemporaneidad, entre la realidad y sus representaciones, entre las imágenes de la revolución y la revolución de las imágenes, en el centro de sus discursos, buscando una relación fructífera entre ambos pares de términos que evite estimular en el espectador, simplemente, la complacencia de asistir a una época pretérita, tan habitual en cierto cine histórico, promoviendo por el contrario las fricciones entre pasado y presente, relato y documento, y los desplazamientos entre ambos. En fin, ambas películas ansían menos el “reconocimiento” que el extrañamiento y la reflexión en el diálogo que formalizan con la Historia. Congruentemente, hemos partido de estas dos reflexiones sobre el cine y la Historia para a su vez reflexionar sobre cómo el primero puede constituirse en un magnífico modo de acercarse al pasado de una forma imaginativa y de manera simultánea extraordinariamente lúcida, pero sobre todo con el propósito de posicionarse ante el cine y la sociedad de su tiempo, sin necesidad de subrayados, sino principalmente a través del grado de elaboración formal y la actitud de compromiso ante sus imágenes que ambas películas certifican.

      Por tanto, estamos ante dos películas que conjugan admirablemente la representación del pasado con la modernidad de su lenguaje, que mirando hacia el pasado caminan hacia el futuro, hacia nuevas formas de relacionarnos con las imágenes. Dos ficciones que se apropian –en distinto grado, desde luego–, sin tratarse en absoluto de dos documentales, de las formas de lo documental –de una forma mucho más elusiva en el caso de La inglesa y el duque–, contando con que, como escribe Bill Nichols, “el placer y el atractivo del filme documental residen en su capacidad para hacer que cuestiones atemporales nos parezcan, literalmente, temas candentes”.

      De esta forma, las dos suponen, vistas desde determinada perspectiva, sendos “documentales” sobre cómo se elabora una representación, dos películas que aspiran así a atender menos al pasado que a cómo representarlo en la actualidad. Rohmer lo hace acogiéndose a las formas icónicas de la época en la que se desarrolla el relato, así como a partir del respeto escrupuloso a la perspectiva ideológica y narrativa desde las que la autora de las memorias en las que se basa la película afronta sus recuerdos sobre sus experiencias durante la Revolución Francesa –lo que ya constituye una representación, la que alguien se hace de su propio pasado–, en la línea de sus otras películas históricas, pero interesándose menos en esas representaciones que en cómo las representaciones del presente dan forma a las del pasado, partiendo de la tecnología digital a su disposición en el momento del rodaje de la película. Watkins lo hace explicitando el carácter de representación de la película, multiplicando los efectos de distanciamiento, denegando cualquier posible ilusión realista, sugiriendo que nuestra mirada sobre la Historia está ineludiblemente condicionada por nuestro presente, comprometiendo también así ese pasado con nuestro tiempo.

      En definitiva, detrás de las estrategias de Rohmer y Watkins se agazapan unas penetrantes reflexiones que giran alrededor del realismo y su estatuto siempre ilusorio, de amplias resonancias también en el cine contemporáneo. Porque lo cierto es que el cine histórico tanto de Eric Rohmer como de Peter Watkins –con métodos muy diferentes– huye vehementemente de la tentación de llevar a cabo una reconfortante ilustración del pasado, de la mentira de la posible reconstrucción veraz de la Historia.

      En el caso de Peter Watkins, sus películas históricas se ven así hermanadas con sus películas de anticipación en su carácter puramente ficcional, en la férrea voluntad de no ocultar su naturaleza esencialmente especulativa, todo ello servido por estos métodos pseudodocumentales de que hablamos, que proporcionan a sus películas de una pregnante inmediatez. Probablemente es La commune (París, 1871) el filme en el que esta concepción del cine histórico de su autor alcanza su mejor formalización. De modo que, si Peter Watkins adquirió celebridad con una ucronía ambientada en el futuro –un futuro muy inmediato–, como es El juego de la guerra (The war game, 1965), con La commune (París, 1871) realiza una de sus obras más ambiciosas –y también la última– con una utopía ambientada en el pasado pero con la vista, como no podía ser de otra forma, en el futuro. Desgraciadamente, ni su director, ni esta obra clave del cine contemporáneo son suficientemente conocidas. Paliar modesta pero apasionadamente este doble olvido, consecuencia de la marginación por parte de los medios, prácticamente desde el inicio de su carrera, tanto de Peter Watkins como de la que constituye su última realización, es otro de los propósitos de este texto.

      Si en el caso de Peter Watkins, la realización de este cine histórico constituye una parte esencial de su obra –junto a sus películas de anticipación, la otra corriente principal de su filmografía–, en el de Eric Rohmer sus cinco películas históricas conforman un caudaloso afluente de la senda más frecuentada de su obra, sus películas contemporáneas, casi todas ellas formando parte de una serie –”Cuentos morales”, “Comedias y proverbios” y “Cuentos de las cuatro estaciones”–, pero entre las primeras y estas últimas los vasos comunicantes son múltiples, configurando una de las obras de mayor cohesión interna, y mayor rigor, del cine contemporáneo. Todas estas películas históricas –salvo Triple agente (Triple agent, 2004), que parte de unos hechos reales pero con los que Rohmer elabora un guión original– surgen de la adaptación de sendas obras literarias, que el director francés pretende filmar con extrema fidelidad, de manera que su interés está más que en filmar la Historia –que Rohmer, como Watkins, entiende imposible– en filmar el texto de partida.

      Si la perspectiva ideológica es evidente en el caso de la película de Peter Watkins, de modo que lo que más le interesa de la Comuna de París es la idea que con ella nace –con todos los matices históricos con los que debemos emplear tal verbo–, y el hecho de que, a partir de ella, de las experiencias vividas durante apenas dos meses en el París de 1871, se pueda extraer un análisis acerca de nuestro presente y, sobre todo, un impulso de transformación social en nuestro futuro, en principio la operación de Rohmer parece también evidente pero totalmente divergente, asumiendo con entusiasmo el director francés, en el relato, la perspectiva de una aristócrata fervientemente monárquica, espantada ante los cambios sobrevenidos con la Revolución –perspectiva superficial con que afrontar la película, como veremos en este libro.

      Pero más interesantes que estos posicionamientos ideológicos opuestos –repetimos, más aparentes y superficiales que reales– resulta su similar actitud inconformista a la hora de acercarse a la representación del pasado, lo que ya de por sí constituye un posicionamiento ideológico más profundo, que se ubica en el trabajo formal implementado por ambos cineastas, vertebrado además alrededor de la noción capital de la mirada: el trabajo político de ambas películas reside menos en los mundos que presentan que en la centralidad que ocupa el hecho de cómo los miramos, instrumento privilegiado para desmarcarse de los discursos hegemónicos imperantes en nuestro presente y en el cine emanado de él. Como igualmente ideológico es su rechazo de cualquier tipo de maniqueísmo, de simplistas polaridades morales, que reducen la complejidad del mundo, y su esencial ambigüedad, a términos dicotómicos, que en su ramplón reduccionismo son más reveladores de su posicionamiento ideológico que la naturaleza de su contenido explícitamente político.








      II

      Tanto La inglesa y el duque como La commune (París, 1871), cada una a su manera, parten de una intertextualidad que hemos querido trasladar a las páginas de este libro. En primer lugar, porque hemos creído que ello era lo más congruente con los rasgos dialécticos que caracterizan a las dos películas de que nos ocupamos. En segundo lugar, porque entendemos que la escritura cinematográfica exige, cada vez más, una perspectiva que se abra a otras disciplinas en aras de elaborar un discurso de mayor amplitud y, a ser posible, mayor profundidad, y también en aras de evitar el estancamiento, en muchas ocasiones de carácter endogámico, en el que cae muy frecuentemente la escritura sobre el cine,…, todo ello con el afán de dar forma a un texto que antes que cerrarse sobre sí mismo procura abrir caminos a la hora de acercarse tanto al cine, en general, como a las relaciones entre el cine y la Historia.

      El lector podrá comprobar a lo largo de estas páginas que no hemos tratado de escribir un manual, desde luego, sobre cómo el cine debe representar la Historia, sino más bien de elaborar un doble discurso –en ocasiones convergente, en otras divergente– a partir de nuestras reflexiones acerca de cómo dos cineastas han contemplado la posibilidad de acercarse a la Historia, dos reflexiones que puedan servir al lector como punto de partida para plantearse él mismo cuestiones no solo acerca de estas dos películas, sino más en general sobre otras muestras de cine histórico y, más importante, sobre las formas del cine contemporáneo de representar nuestro pasado y de trazar caminos para el futuro del cine.
      Por lo tanto, nuestra intención ha sido fomentar en la propia estructura del libro los mutuos entrecruzamientos entre sus dos secciones. Una estructura formalizada por la invasión de cada uno de los autores en el espacio del otro –“invasiones” que están marcadas en el texto en negrita: estas partes, pues, corresponden no al autor del texto de que se trate, sino al responsable del otro texto–, con el fin, no solo, de potenciar la cohesión interna del libro sino también de propiciar el diálogo entre sus dos partes. Un espejo, como el de Alicia, en el que se reflejan las simetrías –y también se manifiestan las eventuales asimetrías– pero que simultáneamente permite pasar al otro lado del mismo.

      El lector, por tanto, tiene entre sus manos un texto que quiere, en lo posible, ofrecerse abierto y cuyo principal anhelo es el de establecer diversas corrientes de diálogo: entre las películas, entre los directores de las mismas, entre los autores de este libro, y entre estos últimos y el lector.