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30.5.21

XIII. "ISLAS. FUGA Y ABISMO", Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila 2021



TÚNEL. VOLEMOS
Marisa López Mosquera
[Fragmento]



Penn Station Six Lights, Louis Stettner, 1958



Estación oeste, veintidós paradas de tren, cuarenta minutos (doce en túneles) en cada sentido, cuatrocientas ochenta y cuatro horas al año en sus entrañas, once años haciendo el mismo tramo. El amanecer nos sorprende estos días por la esquina derecha del ventanal de emergencias, un tímido atisbo de calidez en la noche profunda. Las miradas se deslizan, los rostros se blindan, asistimos a la misma decadente rutina diaria, itinerante escenario, escaparate humano que se nutre de la fatiga, el desánimo, apenas dos o tres expresiones esperanzadas alumbran el trayecto matutino, ninguna a la vuelta en la noche. El siseo del motor actúa a veces a modo de nudo cruel que se ciñe al cuello de quien se descuida y baja la guardia. Túnel. Volemos. Si el vagón se detuviese antes de llegar al otro extremo por culpa de un derrumbamiento, un fallo eléctrico debido a un componente fundido, una grieta en el tiempo con pasaporte al futuro, tendríamos que reaccionar como grupo de alguna forma. No pareceríamos tótems como ahora, burbujas individuales, el único habitante de nuestro universo personal, perdidos en la vastedad de la soledad urbana. Fingimos aplomo, salimos a la luz de la glorieta ocultando nuestro desgarro, como si fuésemos figuras de cera transportadas en el metro ligero. Algunos días yo grito en mi interior, como un demente.

No siempre ha sido así, hubo un tiempo en el que el trayecto al trabajo era un mero trámite y me regodeaba en ese espacio intermedio mientras la visualizaba, su cuerpo confiado en la cama antes de irme, abandonado a sí mismo en el sueño, lejos de la férrea disciplina que ella le infligía, la que lo había convertido en lo firme y deseable que era. Al margen del motor marcial de su mente, en algunas posiciones escapaba un ligero gemido gutural a través de sus labios entreabiertos, una ventosidad ocasional, un empeño irracional en ovillarse al límite hasta convertirse en un bulto esférico, la cabeza escondida entre las piernas que ceñía con sus brazos. Cuántas veces dominé mi insomnio natural acoplándome a su perfil, sus nalgas contra mi vientre, mi corazón tranquilo burlando la angustia al fin, latiendo al compás de su respiración pausada. Un sueño profundo que terminaba en cuanto ella me percibía de alguna forma sin despertarse y me separaba con un simple gesto de su brazo. Ademán que me ofendía cuando volvía con amargura al sueño intranquilo y ligero del resto de la noche, tanto como su inmediato florecimiento en cuanto me levantaba y ella se abría, desplegándose, hasta yacer en aspa boca abajo, ocupando todo el espacio, como quien llega a casa y siente que esta le abraza tras un largo viaje.

A las seis cuarenta y tres sube a diario la mujer del paraguas violeta con su perpetuo aspecto de derrota, su desaliño es tan notorio que alguien termina cediéndole su asiento, nunca lo acepta. Su mano nervuda sujeta la barra del techo con decisión, su espalda se arquea como un junco en las curvas pronunciadas. Calibro el tamaño de sus pechos con mis manos, una prueba imaginaria exenta de erotismo, cuesta creer que ella sienta algo tras esa insondable expresión de autómata, pero su cuerpo habla un lenguaje diferente, se adapta con maestría a cada ángulo y parece evadirse obligando a su cabeza a claudicar, laxa, como si se vaciase. Intuyo que no recuerda dónde está y que para ella no somos más que un indefinido gris, un estribo del paisaje que proyecta su mente en el que se descansa antes de recobrar la vertical, con pesar, de nuevo en este mundo. Túnel. Volemos [...]






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16.10.20

XVIII. "NIEVE. POSTALES DESDE EL FRÍO", Pasión Rivière (coord.), Shangrila 2020




EL RUGIDO DEL ROMPEHIELOS
Marisa López Mosquera



Gordon Parks, 1948-61



En un planeta que lame sus heridas a diario, nieve es no solo la patria de los perdidos como él, de los soñadores como yo, de tantos otros que han decidido atajar por el medio en sus vidas, sino la redención. Más allá de la pertenencia a un lugar, de la conexión que esto pueda tener con el entorno, de su condición de nido, hogar, momento cero “aquí llegamos, de aquí somos”, la patria representa para él, también para mí, ese pequeño reducto almohadillado en el que desaparecemos cada noche, segundos antes de que nos venza el sueño. Una trinchera en la que se definen con claridad los tiempos de batalla, las treguas y la paz. Una tierra en ningún momento de nadie sino nuestra, donde nos arrojamos sin red, confiados; baluarte, espacio intermedio entre dos mundos que rivalizan por la calidad de su verismo. Hay quien contempla un infinito antes de entrar en el abismo de la nada, quien se introduce en ese universo onírico tras sorprender alguna breve fantasía y quien como él, como yo, penetramos con exactitud en un espacio diferente pero al tiempo cercano, al que no podemos llamar de otra forma que Nieve. Es su blanca solidez, las oportunas ráfagas de viento escarchado, es la cálida frialdad de sus entrañas lo que compone el íntimo equilibrio entre confort y muro protector que nos rodea. Es esa patria una sensación, un refugio, una hondonada como la de Martín Romaña, donde inevitablemente nos precipitamos cada madrugada al mismo centro de nuestra vulnerabilidad sin remedio.

Él divierte al público contando que su vida comienza poco después y la verdadera oscuridad no le alcanza hasta que llegan las primeras luces de la mañana. Elocuente, embaucador, no habría más que adentrarse en esa mirada opaca para descubrir el doble fondo de su ingenio, de su aparente comicidad. La historia del rompehielos conmueve a la gente, cuenta que se enroló en una locura de juventud, con apenas diecisiete años. Que la contundencia del barco contra la inmensa placa helada a la que fragmentaba le sobrecogió al principio, cuando creyó escuchar una vibración en el casco, un estertor ahogado que imaginó en boca del gigante blanco, mientras se resistía en su pulso contra el buque que lo despedazaba. Bajo las risas que corean su relato histriónico en el escenario, camufla sus heridas con habilidad. El dolor de que su vida se haya ido plegando a golpe de tragedias, enviándole al final de cada temporada a un nuevo inicio; como si viviese una permanente carrera contra el tiempo y estuviese condenado a ser el eterno aprendiz que limpiaba sin descanso cada día la misma cubierta. Algunas noches encaja los aplausos con una sonrisa de piedra, mientras aquel zumbido del pasado vuelve a su mente y enmudece cualquier otro sonido. No tardó en descubrir entonces que no era otra cosa que la respiración del Ártico, una persistente exhalación, un dejarse ir. Eso hace él en cada función frente a su audiencia, antes de abandonar toda lucha en la dimensión profunda del sueño, donde el hombre que le hubiera gustado ser tiene cabida, y a la que accede por el níveo pasadizo de la patria [...]






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8.11.18

XXI. "CARTAS, CUERPOS, ESCRITURA", Revista Shangrila nº 32, Shangrila 2018




QUERIDO NAT:

Marisa López Mosquera





Sé que no esperas esta carta, jamás he ocupado un lugar en tu zona de emergencias, perdóname la crueldad. Han sido demasiados años amainando el terror ajeno, cubriendo cada sospecha, cada certeza, con una suave caricia. La comprensión en primer lugar, el refugio a continuación. Tú sabes bien lo que ocurre cuando ya no tenemos nada que perder; incluso aunque tu cáncer no sea más que una rémora que morirá contigo de alguna otra enfermedad. Al diablo la nostalgia, las medias tintas, nuestro discurso no es más que azúcar en los labios. En cuanto la gente sale de su letargo y vuelve a su vida recibe una bofetada de realidad en la que ya no nos está permitido intervenir. Acaso yo prefiera instalarme de forma permanente en un lugar de no retorno y este sea el parteaguas, mi oportunidad para desaparecer con dignidad y no llegar a ser nunca en casa la carga. 

Nada nos garantiza la inmunidad. Ni trabajar con el descalabro humano, ni proporcionar a los demás una interpretación fiable del mapa de su futuro, intrincados caminos que alumbramos para ellos con suaves destellos, aunque sin excepción conduzcan al mismo agujero insondable, al que llegarán anulados, perdida la mínima habilidad en el control de sí mismos. Los desvelos, la calma, la interpretación del sufrimiento, todo ello empieza a quedar atrás para mí porque yo sí conozco lo que hay tras cada curva en adelante, las paradas intermedias, antes del pequeño gran final. ¿Recuerdas aquella paciente, la mujer que aseguraba que alguien le había extirpado el futuro de su mente y no atendía a razones? Nos conmovió su protesta, que adivinase en su demencia que el tiempo se había acabado, la sencillez con la que podía renegar de cualquier consuelo, palabras vacías para quien tiene ya incrustada una fecha de caducidad; para quien anticipa, abandonada la lucha, que su deterioro será una cuenta atrás implacable e irreversible. Subestimamos la intuición en ocasiones, alguna gente tiene su propio radar acoplado al miedo. Mi conocimiento de la enfermedad como profesional apenas deja algún interrogante sin cubrir, la tristeza y la necesidad de atar todos los cabos me llevan a escribirte esta carta, mi amor, mi compañero, antes de desaparecer por completo en mi interior [...]




   



1.6.14

XLIX. MARGUERITE DURAS. MOVIMIENTOS DEL DESEO. Revista Shangrila nº 20-21, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2014.




Les enfants, Marguerite Duras, 1985





Creamos un recuerdo alzando una realidad presente a partir de información del pasado. Levantamos una certeza frágil, ondulante, apuntalando imágenes que durante el proceso se multiplican, eliminan, intercambian. Y lo que en un momento es apenas un corro de referencias, sujetas entre sí por los hombros de la anticipación, termina afianzándose como una verdad absoluta en cuanto el recordador decide que esa fue la forma, aquellos los bordes, este el verdadero cuerpo del suceso y erige (cimienta) un nuevo acontecimiento (o desenlace), donde es posible que anteriormente no hubiese nada.
Nada.
Tal era el temor de Marguerite Duras a veces frente a la escritura. O a la no escritura. Yann Andréa describe a esta autora “viviendo en una especie de supervivencia de cada instante”. De forma terminal en el empuje, no porque hubiese un final a corto plazo (el final estaba siempre al acecho, en su “pasión brutal por la muerte”) sino por la descarnada manera de sentirlo todo, de amarlo, de odiarlo, de buscarle un significado con desesperación, con desenfreno; en cualquier caso, desde una visión intensa y poco común, personal, inevitable y única. ¿Es El amor (L’amour, 1971) una sinfonía? ¿Pueden ser sus cuatro movimientos el mismo, con un tempo cambiante, un largo, majestuoso e inapelable llamamiento, una petición de súplica, un alarido rojo? M.D. amaba ese color, podía doblarlo y estirarlo de nuevo hasta el cansancio. Difuminarlo tan pronto en una bahía como en un malecón al atardecer, sombrear un cielo turbulento y caótico, sumirlo en el fondo de un horizonte destinado a morir cada noche y a resurgir con las primeras luces, ajeno al dolor de quien lo contempla. (...) 




De príncipes milenarios, amores y huidas
Marisa López Mosquera