Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta El Fantascopio. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta El Fantascopio. Mostrar todas las entradas

5.5.16

EL FANTASCOPIO: MISS AMÉRICA ("THE HATEFUL EIGHT", QUENTIN TARANTINO, 2015)





LOS ODIOSOS OCHO
(THE HATEFUL EIGHT, QUENTIN TARANTINO, 2015)


MISS AMÉRICA



POR MARIEL MANRIQUE



Un Cristo de madera, cubierto de nieve y martirizado en una cruz hundida en un lugar perdido de la llanura de Wyoming, abre la última película de Tarantino. Recuerda al Cristo de The Big Red One (Uno Rojo, división de choque -1980), aquella película de Sam Fuller en la que un hombre mata a otro, dos veces, sin saber, en ambos casos, que las guerras en las que luchó acaban de terminar. No hay redención después de la violencia, como prometió Cristo, ni guerra que se acabe a la hora oficial de su terminación. Ni en la película de Fuller ni en la de Tarantino ni en el mundo.

Por eso los monumentos deberían ser dobles y la Estatua de la Libertad debería codearse con una Daisy Domergue (ladrona y asesina, ex fugitiva de la ley camino al cadalso de Red Rock) de su mismo tamaño, haciendo la mímica de la horca que la espera, como un clown o una atracción de feria, sobre un pedestal de piedra y con la cara molida a palos, como en el interior de la posada de The Hateful Eight. En ella, tanto como en esa estatua que, desde su emplazamiento en 1886 frente a Ellis Island, fue la primera imagen que vieron los inmigrantes europeos llegados a la tierra prometida, se resume el discurso acerca del estado de la Unión.
  


En un relato clásico, rodado como un western de cámara, Tarantino pone en primer plano su obsesión recurrente, ese gran tema de fondo que, como una sombra, atraviesa toda su filmografía: la opresión del más débil (mujer, judío o negro) y la venganza del oprimido como continuación de la guerra por otros medios.

La elección del “glorioso Ultra Panavisión 70”, un formato visual en extinción de excepcional amplitud de encuadre, prometía una sucesión encadenada de grandes angulares, que hiciera honor al paisaje helado que rodea a los ocho protagonistas del filme (como de costumbre, el casting funciona y se organiza en forma horizontal, si retiramos una sola pieza se cae la torre); pero el paisaje está allí solo como una pista, para ser surcado por una diligencia filosa como un patín en la que viajan cuatro de los personajes, conducidos por un cochero-Caronte de sombrero con borlas (la planicie nevada bien podría ser una inmensa Laguna Estigia, que los viajeros cruzan sin saber que ya están muertos), y una amenaza, bajo la forma del viento huracanado que se empecina en derribar la puerta de la posada en la que se detienen mientras un temporal sopla en la nuca, esa “tienda de Minnie Haberdashery” en medio de la nada donde se han refugiado los otros cuatro que completarán el octeto del título.






Tarantino extrema el recurso del confinamiento al espacio cerrado ya utilizado en Reservoir Dogs (Perros de la calle, 1992) y hace de la diligencia y la posada algo así como los asientos delanteros de automóvil o las mesas de bar donde se domicilian sus figuras (básicos contornos de superficies coloridas y unidimensionales, es decir, cromos o figuritas): lugares de paso, literales medios de transporte, cubos o cajas que transitoriamente pisan seres sin arraigo, tan lisos y planos como para funcionar de maravillas en un cómic, como muñequitos de memorabilia o estampas en una camiseta, portavoces icónicos, e irónicos, de diálogos apasionados sobre trivialidades. Los pequeños temas (las metáforas peneanas según Madonna en Like a virgin y la naturaleza y el merecimiento de la propina en Reservoir Dogs, o la denominación francesa de la hamburguesa de cuarto de libra en Pulp Fiction) se ontologizan; las historias destinadas a narrar y persuadir se memorizan como parlamentos, en una terraza y a escondidas, con un DJ como coach (lo que importa es el cómo y el poder del detalle para el policía infiltrado que ensaya y recita su falso relato en Reservoir Dogs); y se ridiculizan los grandes temas (lo único que le falta a la supuesta carta de Lincoln dirigida a Marquis Warren, en The Hateful Eight, es que todos los personajes se la pasen olímpicamente por el culo).    

El guion podría funcionar como una pieza de teatro (de hecho, sus protagonistas se subieron a las tablas para una función semi-montada) pero la película no es teatro filmado. El uso sutil y consciente de la profundidad de campo, aun en espacios tan reducidos como el interior de una diligencia y tan cerrados al mundo exterior como la tienda de Minnie, permite leerla como un libro infantil troquelado, con el encanto de una narración a la luz de la vela para niños que se regocijan tachando indiecitos.

Porque el bodycount siempre está a tope: nadie saldrá vivo de aquí, tal como sucedía en el depósito abandonado de Reservoir Dogs, y a nadie lo inmuta el contador de muertos, porque el cine de Tarantino es super acción administrada como una droga dura (después de un muerto pedimos otro) –cine de verbos, con diálogos al paso como un runrún– y super acción en estado puro, sin nada de épica ni melodrama. Recordemos que, en Pulp Fiction (Tiempos violentos, 1994), el reloj que constituía una reliquia familiar había atravesado la guerra, a buen resguardo, en un culo con charreteras).

Lo interesante es el objeto homicida, que adquiere por derecho propio el estatuto de un personaje más, como la katana Hattori Hanzō de Beatrix Kiddo en el derrotero sangriento de Kill Bill (Vol. 1 y 2) o el Dodge Challenger blanco, modelo ‘70, de las chicas salvajes de Death Proof (A prueba de muerte, 2007), idéntico al de Vanishing Point (Punto límite: cero, Richard Sarafian, 1971); cuanto más eficiente y rotundo sea ese objeto justiciero, más grande o más mortífero, mejor, tal como ilustra en Pulp Fiction la búsqueda desesperada, por parte de Butch Coolidge, de un arma que rescate a Marsellus Wallace de una sesión de tortura sado-maso, en la que pasa del bate de béisbol al martillo y de la motosierra a la espada samurái. O, más bien, los objetos son lo interesante, tout court.

Es porque los objetos pesan y se agencian su parcela, y tienen la densidad y la temperatura que se les niega a los personajes en origen pero se les restituye mediante sus atributos (esos mismos objetos, que uno ya no puede imaginar sin representarse al personaje que los porta como una contraseña o una prótesis) que de la posada de Minnie emana una calidez semejante a la de la cabaña de The Searchers (Centauros del desierto, John Ford, 1956). Abrigos de pieles, mantas, cacharros, botas, cucharas y tazones, todo remite a ese primitivo confort americano del lejano Oeste. La trivia-Tarantino no solo está hecha de una autorreferencialidad insular; se abre y se conecta con todo el cuerpo del cine, sus sensaciones incluidas.  

Marquis Warren, ex combatiente de la Unión, es el mismo Samuel L. Jackson que encarnó a Jules Winnfield en Pulp Fiction. Como a Jules, que citaba a Ezequiel 25:17 (“bendito aquel que por caridad y buena voluntad es pastor del débil en las sombras, pues él guarda a su hermano y encuentra a los niños perdidos”) antes de gatillar (“recito esta mierda cada vez que me cargo a alguien”), no hay transición que lo purifique.  

Daisy Domergue remite a la Carrie de De Palma (Carrie, Brian De Palma, 1976), con fragmentos ad-hoc del soundtrack original del mítico Morricone pero en versión reloaded: del balde de sangre con sabor menstrual vaciado en la cabeza y el incendio de la casa represiva consagrada al delirio místico materno pasamos a un rostro amoratado a golpes, cubierto de sangre, mugre y vómito, que resiste y persiste en su insulto obstinado: “Nigger, nigger, nigger!”. Daisy no escarmienta. Parece poseída. Es que no solo lleva adentro a Carrie sino también a la pequeña Regan, aquella que hablaba en lenguas muertas, escupía baba verde y giraba el cráneo como un molinete, antes del exorcismo (en la película suena “Regan’s theme”, escrita por Morricone para Exorcist II: The HereticExorcista II: El Hereje, John Boorman, 1977). Daisy es la inocente que ya está de vuelta. Quisieras abrazarla, pero te aterraría tenerla como amiga.  



Ya sabemos que, en Tarantino, la venganza tiene cara de mujer. De Beatrix Kiddo apuñalando a Vernita Green en su propia casa, rebanándole la tapa de los sesos a O-Ren Ishii en un jardín lunar y entre copos de nieve ‒al compás de Santa Esmeralda‒, mutilando en un restaurant a cientos de clonados seguidores de Gogo Yubari, la temible colegiala que agita como un lazo de cowboy una bola de hierro monstruosa; de Cherry Darling, la stripper de Planet Terror (Robert Rodríguez, 2007, en doble programa grindhouse con Death Proof), con su pierna amputada reemplazada por una prótesis-ametralladora; y de las chicas de Death Proof (incluida Zoe Bell, la gloriosa doble de cuerpo, que pasa de doble a primera para nuestro deleite), en la persecución frenética y caza impiadosa de Stuntman Mike, el macho violento que le calza como un buen traje arrugado a ese macho inoxidable que es Kurt Russell, al que ya, aun ya caído, le revientan la cabeza a pisotones.

Las chicas Tarantino se cargan a una banda entera, cuando no son ellas mismas las jefas de la banda. Como Daisy, descoyuntada pero cerebro (intacto) de la organización que acaba copando la tienda de Minnie. Las chicas Tarantino saben de lo que son capaces: ordalías de sangre y balsámicos instantes de ternura. Como Daisy, capaz de envenenar a su cazarrecompensas (John “The Hangman” Ruth, otra vez Kurt Russell, tan bien añejado), con quien convive esposada, y de cantar como una niña la balada folk Jim Jones at Botany Bay (la historia de un convicto inglés que sueña con escapar de la prisión australiana de Botany Bay, a la que se enviaba a los convictos ingleses desde 1788) y agregarle a su cover una coda suicida, en la que sueña con librarse de “The Hangman” y escapar a México. Daisy es la heroína tarantiniana terminal, degradada e irredenta. La última y auténtica Miss América, el negativo exacto de la primera, aquella cándida y levemente estúpida Margaret Gorman que, en 1922, esperaba en la costa de Atlantic City a su Neptuno.



Daisy reina en una corte de escorados, de erosionados por el paso del tiempo. Como Jackie y Max en Jackie Brown (Jackie Brown, 1997, basada en la novela Rum Plunch, del venerado Elmore Leonard), los refugiados en la tienda de Minnie parecen espectros, como personajes y como actores. Jackie Brown recuperaba a Pam Grier, antigua reina del blaxploitation, con cierto sobrepeso y una belleza al límite (¿no era imponente su perfil de cuerpo entero en una cinta transportadora de aeropuerto, en los títulos de crédito iniciales de la película?), y a Robert Forster, fugaz estrella de la TV americana de principios de los ‘70. La mayoría de los hateful 8 son habitués de la posada Tarantino pero tienen marcas, llevan cicatrices, envejecieron a medida que pasaban sus películas. También Jackie Brown era una película de objetos, imbuidos de una nostalgia retro: vinilos y tocadiscos, pipas de agua para fumar marihuana.

No hablaremos de perdedores, porque Tarantino acuñó su propia y fantástica fórmula de definición del winner/loser, anclada en la naturaleza y el efectivo cumplimiento de las propias ambiciones. Dice Melanie (Bridget Fonda), en bikini y shortcitos sempiternos, en Jackie Brown: “si mi única ambición es ver tele y fumar porros, y me la paso fumando porros y viendo tele, entonces no soy una fracasada”. Tampoco hablaremos de moral, porque la costumbre de cargarse al prójimo no es algo sobre lo que Tarantino se proponga pontificar ni dar o buscar explicaciones: es un dato, simplemente, es.

Ya Vic Vega (a.k.a.) Mr. Blonde subía el volumen de la radio y se marcaba unos pasitos de Stuck in the Middle with You, de los setenteros Stealers Wheel, mientras le tajeaba el rostro al inocente policía secuestrado en Reservoir Dogs, y remataba la faena arrancándole una oreja, mientras la canción seguía sonando. ¿Alguien puede escuchar esta canción sin recordar esa escena de tortura? Es como preguntar si alguien puede meterse tranquilo al mar después de Tiburón, o ducharse tranquilo después de Psicosis. Es el cine imbricado con nuestra vida cotidiana en su mejor forma (la cultura popular) y su modesto alcance (sonar como un cucú cuando abrimos la ducha o estamos por meter la patita en el agua). No será la revolución que soñaron las vanguardias, pero al menos es ALGO.

Y si de “arte crítico” se trata, ¿no será The Hateful Eight, una película situada un poco después de la Guerra de Secesión (1861-1865) y escrita poco antes de la Masacre de Charleston (2015), la película en la que, al final del día, Tarantino, el mismo que puso en manos de las minorías oprimidas las más extravagantes armas de venganza, para que se leyera sin tapujos la enormidad de su opresión, clava, como en Django unchained (Django desencadenado, 2012) pero sin happy end, su última estaca en tierra propia, la América del tráfico de esclavos, pecado original y trauma de la nación?

“La bandera de la Confederación”, declaró Tarantino, “es la esvástica estadounidense”. No se limitó a decirlo. Lo filmó. Es el relato envenenado de Marquis Warren (que masacró a un contingente de indios) a Sandy Smithers, el viejo, postrado y orgulloso general confederado interpretado por Bruce Dern (que masacró a un batallón de negros), el relato de la interminable felación a la que Warren obligó al hijo de Smithers, desnudo y blanquísimo y en cuatro patas, sosteniéndole la cabeza hasta sofocarlo con su tremendo falo afroamericano. Verdadero o falso, ese relato “hace” imágenes y es la revancha, la eterna revancha de todos los negros esclavizados y cosificados por la raza blanca (la excitación morbosa en el “gabinete” sado-maso de Pulp Fiction era, en definitiva, puras e irreprimibles ganas de culearse a un negro).  

Es aquí cuando la película toca el nervio de lo real, o conecta con el zeitgeist, y traza el arco que va de un Tarantino niño que llega con su madre desde Tennessee a South Bay (Los Angeles) en 1965, poco después de los seis días de brutalidad policial contra la población negra conocidos como “los disturbios de Watts”, y un Tarantino adulto que ve cómo la policía asesina, el 9 de agosto de 2014, a un adolescente negro de 18 años, en Missouri, o cómo un muchacho envuelto en la bandera de la Confederación liquida, el 17 de junio de 2015, en Carolina del Sur, a tres hombres, cinco mujeres y el pastor de la iglesia metodista africana de Charleston, la congregación religiosa negra más antigua al sur de Baltimore.

Es el arco que va de Reservoir Dogs a The Hateful Eight, con estas dos películas como extremos en directa conexión. En ninguna de ellas hay un villano (un Bill, un Hans Landa, un Calvin Candie). Pero encierren a un puñado de tipos en un pequeño espacio y dejen que den rienda suelta a sus prejuicios y rencores. Y vean qué pasa. En la posada de Minnie hay una línea divisoria clarísima entre el Norte abolicionista y el Sur esclavista de la Guerra de Secesión. “¿Durante cuánto tiempo tendremos que soportar, en los parques, las estatuas en honor a Bedford Forrest (general confederado y Gran Mago del Ku Klux Klan)?”, se ha preguntado Tarantino. 


En la posada de Minnie, flota la pregunta del millón: ¿cómo vivir juntos? La camaradería es aparente, no se puede confiar en nadie, en la posada de Minnie. Ni en la propia Minnie, que desprecia a Bob, que ni siquiera tiene apellido y es mejicano (suena el trumpismo: “no entrarán más mejicanos a América, los mejicanos se pagarán su propio muro”). Transcurrida una hora y cuarenta de película, empieza el festival caníbal. Flota el olor pesado de la desconfianza (el mismo olor de los caucus, las primarias, las calles enteras de los frustrados de la Unión: “el Estado nos quitará las armas; los inmigrantes, el trabajo; cobijaremos terroristas”). Flota “La Cosa”, que asedia a los confinados mientras afuera arrecia un temporal bíblico, al compás de fragmentos musicales inéditos de “La Cosa” (The Thing, John Carpenter, 1982), cedidos por Morricone. Como en y con “La Cosa”, ya no estamos seguros de quién es humano.

Ansiedad. Paranoia. Del “sueño americano” a la malaise, de la malaise a la pesadilla americana (“el sueño americano se nos fue de las manos”). Suena “Now you’re all alone”, de David Hess, suena como sonaba en 1972 en Last House on the Left (La última casa a la izquierda, el clásico de terror de Wes Craven). Como en la peli de Craven, ya no se pueden aceptar invitaciones de desconocidos. Quién sabe qué y quiénes te esperan, en la última casa a la izquierda, en la última casa. Al final, suena Roy Orbison y canta “There won’t be many coming home”. No, no habrá muchos que vuelvan a casa, si es que la tienen (pocos tienen casa en las pelis de Tarantino y, si la tienen, casi ninguno vuelve a ella, casi ninguno llega vivo al final de la película).  

El fin de la esclavitud tuvo, en América, un Cristo llamado Lincoln. Para Oswald Mobray, el refinado verdugo británico encarnado por Tim Roth en The Hateful Eight, la clave de la eficacia del verdugo, ese hombre que acciona la palanca y te quiebra el cuello, es ser un hombre desapasionado. Para que realmente haya justicia, no tiene que haber pasión. Mobray es el hombre que espera a Daisy Domergue en Red Rock, al final del camino. “Tenemos todavía un largo camino por delante, pero llegaremos allí, de la mano”, escribe Lincoln en la carta que guarda Marquis Warren. ¿Allí? ¿Dónde? Allí es, con suerte, Red Rock. Porque antes, si no hay suerte, está la posada de Minnie. Ese lugar catártico donde todos están enfrentados entre sí, excepto sobre una cosa, sobre esa única mujer que es una cosa, Daisy-el-cuerpo-de-América, la cosa en disputa a la que a todos les gusta pegar, colgada antes de tiempo por un confederado y un abolicionista, en el aire y esposada todavía, es decir, de la mano, con el brazo amputado de John Ruth, su cazarrecompensas.    

  





21.3.16

EL FANTASCOPIO: BEST OF ENEMIES (ROBERT GORDON-MORGAN NEVILLE, 2015)



BEST OF ENEMIES 
(ROBERT GORDON - MORGAN NEVILLE, 2015) 


 NUNCA ME SENTARÍA A TU MESA


POR MARIEL MANRIQUE



Corría el verano de 1968. El año del asesinato de Martin Luther King Jr. y Bobby Kennedy, la declinación de la esperanza en el triunfo en la guerra de Vietnam y la oposición doméstica rabiosa al intervencionismo “imperial” americano. Estados Unidos iba a elecciones presidenciales, se avecinaban las convenciones partidarias y el canal ABC salía, invariablemente, tercero entre tres. ABC era David frente a un Goliat bifronte: NBC y CBS, provistos de los recursos técnicos y las estrellas periodísticas necesarias para cubrir, con altos índices de audiencia, la “carrera hacia la Casa Blanca”. Los ejecutivos de ABC recordaron entonces que dos hombres se odiaban, que ambos eran celebridades intelectuales, que uno encarnaba el movimiento conservador y el otro era el enfant terrible de la izquierda, y se preguntaron por qué no sentarlos frente a frente a debatir lo que sucedería en Miami y en Chicago, en diez rounds televisados y ante los televidentes de un país que aún creía en la tele.

Quizá ese país creía en la tele porque la tele todavía era capaz de darle, como agua en el desierto de las hipócritas frases de ocasión y la beligerancia impostada y a los gritos, un “momento de verdad”. No hay “una verdad” sino momentos que pueden golpear su nervio y sacarlo de su caja. La caja anestesiada por los falsos rituales de la “sana convivencia” entre oponentes, la corrección política y el latiguillo tranquilizador y soporífero de que “no hay enemigos sino adversarios”. Bueno, William Buckley Jr. y Gore Vidal eran enemigos. Se despreciaban, con un desprecio sofisticado y pertinaz que modeló como una torre a punto de estallar sus diez apariciones televisivas a dúo.

Habían nacido en el mismo año (1925), hablaban la misma “lánguida lengua patricia”, habían sido alumnos de internado, veteranos de guerra y candidatos políticos fallidos, pertenecían a los círculos de los poderosos de élite y trazaban líneas paralelas: Buckley Jr. había fundado la derechista National Review, conducía el talk-show Firing Line, escribía columnas políticas y se movía en los círculos de Nixon y Reagan; Vidal triunfaba como guionista en Hollywood, ensayista y autor de obras de teatro en Broadway y novelas best-sellers, como la sátira en forma de fantasía sexual trans-género Myra Breckinridge, publicada ese mismo año 1968 para consternación y oprobio de los defensores de “la ley y el orden”. Mientras tanto, asesoraba a la familia Kennedy, en la que compartía padrastro con Jackie. La ley y el orden eran las banderas del católico Buckley Jr., y también las de la clase media aterrorizada por la posible pérdida de los beneficios del New Deal (¿les suena actual?). 

Por más rancio que oliera su aparato teórico, el atildado Will era tan carismático y elegante en su defensa como lo era Vidal en la prédica de una sociedad “nueva”, en la que se respetarían los derechos civiles y se erradicarían las etiquetas sexuales. Eran dos polemistas brillantes de respuestas rápidas como latigazos, dos esgrimistas verbales de lujo, de estocada letal. Si el debate político debieran ser dos tipos sentados a una mesa a la buena de Dios, eso fueron estos diez debates bautizados A second look, con la modesta moderación de Howard K. Smith y el escuálido rating de ABC catapultado en línea ascendente.

Como Vidal, por supuesto, no creía en la ayuda de Dios, revisó como un poseso el pasado de Buckley Jr. y apuntó con esmero (y cierta delectación, supongo) la lista de sus calamidades, para espetárselas en público a la primera de cambio. Vidal conocía el valor del archivo y se lo llevaba al piso, anotado y subrayado.



La inteligencia de Best of Enemies es anclar el relato en esa decena de debates súbitamente transformados en deporte sangriento y llevarlo hacia adelante y hacia atrás con los recursos clásicos del género: bustos parlantes en justa correlación de número y perspectiva para ambas partes, material de archivo -de las convenciones partidarias y las refriegas callejeras con manifestantes antibelicistas que terminaron en la represión policial de la “Masacre de Michigan Avenue”-, y la voice-over de John Lightgow y Kelsey Grammer para resucitar a los polemistas muertos. La economía de recursos, y su clasicismo, es una opción simple y potente: el debate es puesto en su contexto personal y social pero su tensión creciente es el centro de gravedad constante de la película. Vidal y Buckley Jr. intercambian opiniones sobre el derecho a la libertad de expresión, la ética del imperialismo o la intervención armada en el exterior, pero Gordon y Neville nunca pierden de vista que el combustible que hace girar la rueda de esos encuentros, y de este documental, y del interés que este documental provoca, es el odio mutuo entre dos pesos pesados de la reflexión política. Si ese odio es oro en polvo, ¿para qué contaminarlo con ornamentos?; si es un subrayado en sí mismo, ¿para qué subrayarlo?

Ese odio envuelve como una baba sibilina cada palabra pronunciada, y convierte cada mirada en un proyectil peyorativo y cada sonrisita en un dechado de auténtica sorna. Es odio de verdad y sorprende y cautiva porque, en la tele, nada, pero nada, es verdadero, ni siquiera (y sobre todo) una transmisión en vivo y mucho menos, muchísimo menos, un debate político, guionado en base a encuestas y análisis de focus groups, “coacheado” por un ejército de asesores y basado en decir lo que “la gente” -esa entelequia seccionada, como una res, en cortes y cuadros- supuestamente quiere escuchar. Como sostiene Christopher Hitchens (otro transgresor irredimible hasta el último de sus días), estos dos tipos se consideraban el uno al otro un peligro para la nación. 




Para Vidal, Buckley Jr. era una “María Antonieta de la derecha”, que salía a navegar al sol y paseaba su rubicundez por aguas previsibles y pestilentes. Para Buckley Jr., Vidal era un pervertido y un pornógrafo, que escribía sus obscenidades en una casa colgada de un precipicio inverosímil frente al golfo de Sorrento. En el primer debate, Vidal celebró la compañía del “distinguido” Buckley Jr., cuya presencia -agregó con un refinamiento mordaz- le dejaba siempre un “residuo de náusea”. Buckley Jr. lo miró como a un enfermito, es decir, como siempre lo había mirado.

Sí, Best of Enemies es un documental triste. Porque ya no quedan celebridades intelectuales de este fuste, porque sus versiones actuales no suelen enfrentarse cara a cara y sin red y, sobre todo, porque uno tiene la sensación de que, terminado el debate (es decir, el número de circo con sus ejemplares amaestrados) y fuera de cámara, todos se abrazan y se dan palmaditas en la espalda, se felicitan y se van a cenar juntos. Pero también porque los “momentos de verdad” tienen una belleza ambigua: son sublimes (dinamitan hasta la máscara elemental de las buenas maneras, exponen en crudo lo que hay y se manifiestan como pura evidencia incontrovertible) y al mismo tiempo son atroces (le quitan la tapa al inconsciente y la llave al candado de los insultos).

Así fue el “momento de verdad” en el penúltimo debate Vidal-Buckley Jr.: Vidal le lanzó un “cripto-nazi” y Buckley Jr. se lo devolvió con un “marica”. El contenido Will arrojó un “now, listen, you queer!”, un “queer” -modulado con todos sus hipertensos músculos faciales- que en esa época equivalía a un “fagot”, o sea, lisa y llanamente, a un “puto”. Escupió: “Oíme, puto, dejá de decirme cripto-nazi o te estampo un puñetazo que te dejo plastificado contra el piso”. Pareció que estaba a punto de cazar a Vidal por las solapas. Vidal, espléndido e impertérrito, respondió: “Oh, Will, eres extraordinario”. Y ganó por nocaut. Miren el match en las redes o vía Netflix, está tan lejos como la llegada a la luna o la vida sin móvil ni wi-fi.


Afuera, una multitud desplegaba la bandera del Viet Cong y coreaba el nombre de Ho Chi Minh. Vidal la había visto de cerca, entre gases lacrimógenos, acompañado por Paul Newman y Arthur Miller. Buckley Jr. había llegado al estudio sin dormir, molesto porque el ruido de los disturbios se oía desde el piso 14 del hotel en el que se alojaba.

Por supuesto, los dos la siguieron fuera de la tele, con diatribas cruzadas en la revista Esquire y, después, en los tribunales. Esa cereza en la torta que fue su “queer” afectó a Buckley Jr. hasta la muerte. No se avergonzaba de haberle dicho “puto” a Vidal (el “momento de verdad” lo había liberado de los eufemismos y el cálculo biliar de su homofobia), sino de haber perdido la compostura. Vidal, que lo sobrevivió (amputado de némesis, olvidado y, según los testimonios, peleando con sus fantasmas cual Norma Desmond en Sunset Boulevard), le dedicó, a su muerte, un obituario digno del desprecio de altísima calidad que se habían prodigado: “El infierno será un lugar más animado ahora, considerando que William Buckley Jr. se reunirá allí con todos aquellos a quienes sirvió en vida, aplaudiendo sus prejuicios y avivando sus odios”.

No se sentaron a otra mesa que no fuera la del sencillo estudio montado por ABC, y eso porque les permitía explicar ante diez millones de personas sus irreconciliables visiones del mundo. Fue glorioso y fue triste. Fue televisado y fue real.


         

29.2.16

EL FANTASCOPIO: 'EN PRIMERA PLANA' ('SPOTLIGHT', TOM McCARTHY, 2015)




EN PRIMERA PLANA
(SPOTLIGHTTOM McCARTHY, 2015)


NADIE VESTÍA DE AZUL


 POR MARIEL MANRIQUE


El amor se anuncia; el daño, no. El daño trabaja silenciosamente y no libera mariposas en el estómago, sino arcadas y vómitos cuando es reconocido. El amor lanza bengalas y hace señas; el daño cava sus túneles horrendos con cara de protector y confidente. A los niños dañados los sujeta, con la soga del miedo y la culpa. A los padres de los niños dañados los engaña, con su uniforme de las buenas costumbres. Un uniforme tan ubicuo y naturalizado que, en el mejor de los casos, los padres de las víctimas ni siquiera se enteran de que el daño estuvo allí.

Cuando Ilsa pregunta a Rick en Casablanca si recuerda la última vez que se encontraron, durante la ocupación alemana en París, Rick asiente y la mira a los ojos. “Los alemanes vestían de gris y tú, de azul”. Ilsa era una señal y un anuncio. Los alemanes se mimetizaban con los topos, homogéneos y apostados en todas partes. Lo que está en todas partes se ve menos que lo que está en un único lugar. La cantidad se apodera del paisaje, lo controla y termina convirtiéndose en el paisaje mismo. ¿A partir de qué número hay una regla que devora el paisaje y cómo se reconoce una excepción en un paisaje devorado por la regla? ¿La excepción va de azul, como iba Ilsa en el París sin colores de la bota alemana, o puede también elegir el gris, pero un gris de otra naturaleza? No todos los grises son iguales.

El clero es gris pese a su pompa y su boato; los maestros del dogma y el abuso detestan el estallido de color, del mismo modo que el fascista adora el realismo, que sella las vías de fuga. Nada más triste que el “arte” totalitario, porque el totalitarismo no necesita artistas sino ventrílocuos. La represión exige formas rituales, figuras reconocibles. ¿Alguien conoce un Cristo abstracto? Un Cristo sin barba, clavos ni cruz no se “entendería”. La represión, además, le teme a la abstracción, porque no está anclada en un sentido y pulveriza la lógica binaria. No hay textos religiosos ni decretos oficiales con planos puros de color o figuras geométricas vacías: hay que llenarlo todo, designar, amoblar, armar listas y dejar constancia. Paradójicamente, a la represión la pierde su pasión, que es el archivo. El archivo es el insumo de la investigación.


Hay una doble paradoja en Spotlight (En primera plana, Tom McCarthy, 2015), la historia de un grupo de periodistas del diario The Boston Globe (el grupo “Spotlight”), que en 2001 comenzó a investigar el encubrimiento por parte de la arquidiocésis de Boston de casos de pederastia. La primera paradoja es que la excepción (que es el propio grupo Spotlight y la película que lo tiene como objeto, porque el tema de Spotlight no es la pederastia sino el método de investigación periodística del caso) es gris como la regla (la conducta sexual aberrante en el ámbito religioso, frente a la que se que pasa de la teoría de las “manzanas podridas del cajón” a la comprobación de la existencia de un sistema que prohíja y encubre el abuso sexual infantil, tal como sus propios protagonistas lo han dejado consignado en las listas que evidencian el traslado a distintas parroquias y las “licencias por enfermedad” de los sacerdote implicados). No es el gris de lo que domina el paisaje al punto de que este último pasa desapercibido. Es el gris de la tarea cotidiana, repetida sin ornamentos y ejecutada sin vanidades ni estridencias.

En una entrevista a The New York Times el 6 de noviembre de 2015, la vestuarista de Spotlight (Wendy Chuck) comentó: “Si conseguí hacerme invisible, logré lo que quería”. Los periodistas del Globe bostoniano no piensan en lo que se ponen porque es irrelevante para su labor, o les haría perder tiempo. Visten ropa común y corriente, “muy difícil de encontrar”, añade Wendy Chuck, “porque toda la ropa es a la moda y de temporada”. Camisas celestes, pantalones caquis, zapatos marrones: la ropa como “non-factor”, como gran decepción para los fans de la sensualidad de Rachel McAdams ­‒que llegaron a pedir en las redes, al conocer imágenes de la filmación, que no le pusieran ropa que le quedara tan grande.  

La segunda paradoja es que solo mediante un procedimiento gris -tedioso, lento, “apagado”- se llega al chispazo de la revelación, hecho de sobrios descubrimientos en cadena, que ocupará finalmente la portada del diario y conmoverá a la archicatólica ciudad. En efecto, la virtud de Spotlight reside en su aparente pecado: no es glamorosa sino seca y de tono bajo, y por momentos parece aburrida como un telefilme de sábado a la tarde. No hay villanos, mártires, héroes o desquiciados, sino gente que sencillamente hace su tarea. No están los cruzados de All the President’s Men (“Todos los hombres del presidente”, Alan Pakula, 1976) ni el fotoperiodista perverso de Nightcrawler (“Primicia mortal”, Dan Gilroy, 2014).

Es un “newsroom drama” y sin embargo hay un equipo en el que nadie se desmarca ni prevalece, sin importar la jerarquía de su cargo (reporteros, editores o editor en jefe). La horizontalidad alcanza a las “fuentes” de la investigación (abogados y víctimas), entre las que no brilla ni se distingue una “Garganta Profunda”. Una falta de espectacularidad acentuada por el hecho de que no sabemos nada de la vida privada de los periodistas (apenas vestigios, puestos estrictamente en relación con su trabajo) y no hay un solo flashback que ponga en escena el padecimiento de las víctimas, que nos llega solo a través de sus palabras.


Como el periodismo de ley, Spotlight coloca su peso en el lenguaje. ¿Y esto es cine? Sí. Cine que filma a gente que narra sus tormentos, gente que cambia de tema para evadir hablar del tormento que ha infligido, gente que se niega a enfrentar al verdugo, gente que entrevista y toma nota de lo que se ha dicho, de lo que se ha omitido decir y de lo que se ha negado, gente que busca y lee documentos, registros y expedientes para armar el rompecabezas de un sistema. “Muéstrenme que esto es sistémico”, pide Marty Baron, el nuevo editor en jefe que ha desembarcado en el diario, a quien no le interesa la nota de color ni el caso aislado, sino la descripción de un engranaje.  

La superficie de ese engranaje ya había estado a la vista del grupo Spotlight ocho años antes, en 1993, al recibir de manos de una organización de defensa de los derechos de las víctimas una lista de veinte curas pedófilos y publicar al respecto en el diario solo una módica columna en la sección “Ciudad”, sin profundizar la investigación ni volver sobre el tema. “¿Por qué no lo hicieron?”, pregunta Baron. La respuesta es: “Se nos pasó”. Spotlight no es solo una película sobre gente que investiga, sino sobre cómo puede perderse de vista la gravedad del tema que debe investigarse y la distancia crítica necesaria para detectarlo.

No es casual que el “ojo crítico” que pone en movimiento la pesquisa sea el de los “extranjeros” frente al Boston Globe: Marty Baron, el recién llegado editor en jefe; Mitchell Garabedian, el abogado defensor que no transa por dinero (encarnado, en breves y letales dosis, por Stanley Tucci); y Phil Saviano, el líder de la organización que asiste a las víctimas. No es casual que en uno corra sangre judía y en el otro, armenia; y que en el último anide, como en los dos anteriores, la conciencia de un daño grupal.

Spotlight está atravesada, también, por la relación “material” con el lugar de trabajo, esa redacción con sus pasillos, escritorios, sillas, percheros y cestos, sofás, cuadernos y pilas de papeles, bolígrafos, archivos y teléfonos. En 2001, el uso de Internet aún no era masivo y la información, literalmente, “pesaba”. Ante el actual flujo continuo de noticias on-line y más allá de la visión romántico-sensorial del soporte en papel y las posturas nostálgicas, la secuencia “adrenalínica” del filme (que muestra la impresión a toda velocidad de los miles de ejemplares del diario que llevarán la noticia en tapa como principal titular, la forma en la que esos ejemplares son apilados y atados manualmente con premura, y la salida a la madrugada de los camiones que los distribuirán para que la noticia estalle al amanecer) permite preguntarse si ese peso material y esa jerarquización de la información no refuerza acaso, en el receptor, la percepción de su sentido y de su alcance. 



Como sea, el sabor “analógico” de Spotlight no inhibe la certeza de que, para el productor de la información, ese soporte es solo un medio y lo que debe imponerse, finalmente, son los principios del oficio. Agotar las fuentes, sumergirse en los archivos y exprimir las pruebas de la realidad hasta que suelten las verdades más atroces. Mirar hasta ver. Como afirma el abogado intransigente de las víctimas: “Hace falta una ciudad para criar a un niño, y también para abusar de él” (es decir, para no ver, o simular no ver, lo que pasa). Y mirar, hasta ver, en soledad. Cuando el cardenal Bernard Law enfrenta a Marty Baron con sonrisa meliflua y lo invita a pactar, con el eufemismo “la ciudad florece cuando sus grandes instituciones trabajan juntas”, Baron responde sin dudar: “preferimos hacerlo solos”. Léase: “somos independientes”. Que a cada palabra, como a cada paisaje y cada tela, le sea dado su color. Esa respuesta es azul. Azul.      




5.10.15

EL FANTASCOPIO: LA COMUNIDAD ORGANIZADA - "IT FOLLOWS" ("ESTÁ DETRÁS DE TI", DAVID ROBERT MITCHELL, 2014)




IT FOLLOWS
(ESTÁ DETRÁS DE TI
DAVID ROBERT MITCHELL, 2014)

LA COMUNIDAD ORGANIZADA


POR MARIEL MANRIQUE


El debut sexual debiera ser el prólogo de un cuento de hadas, aunque ronde Maléfica en el bosque nocturno. Las niñas todavía quieren ser princesas y los niños son embriones de machos alfa. Aun pansexual, tatuado y ofendido, a la deriva, queer y liberado, en la cornisa de las drogas de diseño o el túnel negro de la pasta base, atontado por exceso de oferta y nadería de consumo, el cuento que nos inculcaron debiera atravesar su calvario de turno y tener su happy end. Tenemos muchos derechos, pero el primero es a ser felices.

En el cine de terror, tan puritano, las chicas buenas se salvan y las malas son carne de monstruos. El sexo es muerte y la virgen, heroína. El goce se paga (en cuotas para las histéricas, con intereses para las multiorgásmicas). Así pagaron su desenfreno, con una lluvia bíblica de fuego y azufre, Sodoma y Gomorra; así pagó Sade su programa filosófico del vicio, con reclusión perpetua en el hospicio de Charenton; así paga Drácula, eternamente, que le guste más el cuello que la vagina. Piedras y latigazos para las adúlteras, los más sofisticados instrumentos de tortura para los genitales descarriados y ejecución sumaria para los apartados de la norma sexual establecida, invariables enviados al depósito de los condenados de la tierra -cualquiera sea la causa de la redada, ellos también caerán.

Para no tributar hay que cumplir la norma, es decir, hay que ser normal, con la dosis de represión (esa libra de carne, esa tributación atenuada, ese freudiano malestar en la cultura) que la normalidad implica. En el cine de terror, los adaptados tienen buena suerte y a los inadaptados, o a los bobos, los espera la desgracia. En el slasher, la última revolución (languideciente) de un género clase B por excelencia, la desgracia se viste de serial killer con trauma de origen que juró vendetta, dispuesto a acuchillar (el daño es la penetración con un objeto cortante) a cuanto adolescente en plan de juerga le salga al paso. Lo frena la final girl, que siempre hizo los deberes. Así era hasta que llegó It follows (“Está detrás de ti”, David Robert Mitchell, 2014), que no es un slasher sino una de terror, a secas. Un artefacto bélico que procesa el legado íntegro del género y lo refunda, dándole el oxígeno que pedía a gritos, o lo remata, agónico y exhausto como estaba. Un punto de inflexión en el que se acabó el happy end y no hay salida.    


I.        Así perdimos la inocencia




Te sigue. Ya está ahí sin que lo sepas. Ya estás infectado. El coming of age bien podría ser el adiós a un paraíso que luego será siempre un paraíso perdido, en principio por obra del sexo, luego por el descubrimiento de la muerte. Si, como en el cine de terror, en la vida sexo es igual a muerte y espléndidos desastres colaterales (hímenes desgarrados, pequeñas muertes orgásmicas, deber de tragar y proscripción de escupir, mandato de rigidez fálica, filias y fobias y taxonomías asfixiantes), la peste de transmisión sexual es el perfecto 2 x 1 de esa certeza que traza la línea indeleble, tan indeleble como la marca del hierro candente en el ganado, de un antes y un después. Es una línea que hace estragos, es un estrago en sí misma que no hace sino estragar al que la cruza y al que te hizo cruzarla, de manera inconsciente o a sabiendas.

En It follows, la pesadilla que se transmite sexualmente no es una enfermedad grave o terminal sino su efecto más espantoso: el aliento en la nuca de la muerte, encarnada en un ente multiforme que no avisa, razona ni negocia: adopta cualquier forma humana, incluso la de un ser amado (se encarna, a diferencia de la niebla de La niebla o la cosa de La cosa) y, como una cruz o un acreedor, te sigue lentamente y sin descanso: anciana en camisón, hombre desnudo y de pie en el techo de una casa vecina, mujer que se orina, niño deforme y gigantesco, tu propia hermana muda y desfigurada, es un único zombi de aspecto variable el que aparece en la visión periférica, no una horda de zombis como en las películas ídem, y no se aparta de su ruta de stalker hasta alcanzarte y darte muerte en una cópula sobrenatural. Asociar el mal de It follows con el VIH es quedarse corto e ignorar la inversión de la lógica habitual que sucede al descubrimiento de este último: acá nadie para, recuerda y avisa; acá se sigue y se contagia con alevosía, para pasar literalmente el mal y sobrevivir. Como en los tiernos juegos infantiles, en los que el objetivo, básicamente, es pasarle al otro el máximo daño que nos podría tocar: el veneno de la mancha venenosa, el huevo podrido que le cae al distraído, la prenda de quien no atendió su juego y se condenó en la ronda de Antón Pirulero. La infancia es la academia militar de la madurez, sin uniformes ni embajadas diplomáticas.

Para que esta cosa, este It, no te alcance y te mate, hay que salir a pasarla. Hay que salir a acostarse con alguien, es decir, a arruinarle la vida para salvar la propia. “Salvarse” no implica “salirse” del circuito del It sino ahorrarse su cópula asesina y aprender a convivir con su asedio. Un rasgo del It no es solo su fuerza brutal, irracional, metafísica, sino su obstinación de caminante. Llega para quedarse y una vez que arrancó, no para. En épocas de reivindicación del arte de la caminata, el It la entroniza como su marca de fábrica, con un twist perverso: nada de desvíos a lo flâneur ni stops para comulgar con el paisaje, recoger flores o piedritas, echarse una siesta o tomar un apunte. La caminata del It no es la del paseante ni el explorador; es una mezcla de marcha militar y deambulación psiquiátrica, a paso lento. It no te persigue, te sigue, que es algo muy distinto y mucho más enloquecedor; It no pasa y se va, It sigue y sigue, como una bobina que no acaba nunca. Aparece y no hay forma de quitárselo de atrás. 

Para verlo, hay que darse vuelta. Viene del pasado y te pudre el presente. Aun así, deja un margen terrible de futuro, aunque ya sabemos que a todo lo terrible se acostumbra uno, especialmente si se trata de salvar el pellejo. ¿No es ese, acaso, el principio fundacional de toda comunidad organizada? It follows puede leerse, con su horror atmosférico, en clave de paranoia contemporánea, pero su idea central es mucho más potente, y más sencilla: tengo que pasarle al otro la muerte (lo feo, lo malo) que iba a tocarme a mí. Pasarle al otro mi desgracia, mi sed, mi patología, mi desequilibrio financiero, mi presión fiscal. Deshacerme en secreto del huevo podrido, elegir el umbral del niño expósito, reservar las mejores butacas. De las chimeneas puede salir el humo de la culpa, pero no hay duda de que corre la fumata de un inmenso alivio. Dura poco, porque enseguida se reanuda el acoso y la amenaza de los golpes. Pero acá se trata de durar y no de vivir a pleno. Los golpes, ya lo dije, son tremendos, aunque no estallen grifos gloriosos de sangre (adiós, splasher) y merodee pero no aparezca el torture porn. Las heridas que It asesta se parecen a un estigma, o a una cicatriz. Son pervasivas, insidiosas. No están hechas para asustarnos sino para perturbarnos, porque van a durar (no mientras vivamos, esto también lo dije, esto está descartado, sino mientras duremos).


II.        La perturbación vive en las cosas

Quizá sea hora de decir que el cine de terror está acabado y le ha nacido un hijo de luxe: el cine de la perturbación, con su nihilismo altamente estetizado y su atención materialista por el detalle (las cinco briznas de hierba sobre el muslo de la protagonista, que remiten a los cortes suicidas; su mano que acaricia lentamente el follaje, como si dijera adiós a la inocencia; las cadenas de las hamacas; el esmalte de las uñas pintadas; la exacta atemporalidad de los sucesos, con sus elementos anacrónicos -en este caso, una mezcla de e-reader y móvil rosa chicle con forma de concha marina), que remite inmediamente a cierto cine de David Lynch. ¿Acaso no es Twin Peaks una sucesión de detalles materiales que terminan por crear una atmósfera, una textura hecha de todos los jerseys de lana de las chicas de Twin Peaks? No se trata exactamente del vestuario ni la escenografía, aunque sean estrictamente los rubros convocados, sino de la vocación y la concentración de un cine atraído por la inmediatez y contundencia de las cosas, no como pistas ni mucho menos como meros instrumentos de una reconstrucción de época, sino como síntomas o señas de identidad, reforzadas por la escasez de diálogos. Así como hablamos de una Internet de las cosas, debiéramos hablar de un cine de las cosas para dar cuenta de esas películas hechas a fuerza de demorarse, sin esfuerzo, en los objetos -además, las cosas nos rodean, las deseamos, nos constituyen, no podemos vivir sin ellas.
  
  

La comunidad organizada se asienta en la ley. La ley del gallinero. Al que no la soporte, le quedan dos salidas: suicidarse o detener el mundo (léase: no darle hijos o, conforme la lógica de It, la asexualidad). Además de la salida “extra” que se arman las víctimas de It, porque con las tradicionales no alcanza. It fuerza a una salida extra y oculta, a la manera de un panic room invertido, una dosis doble de cristales, un módico sustituto de la fuga a los trópicos en una existencia convertida en una ratonera. En un mundo vacío de adultos o donde los adultos, los supuestos garantes de la contención y el control, no sirven para nada (un elemento clásico del slasher), los chicos de It follows terminan viviendo, en sus desiertos e idílicos suburbios, como hikikomoris. Atrincherados en sus cuartos, con las ventanas tapiadas y barricadas caseras, y el espacio de esa reclusión atravesado por improvisados llamadores: latitas de gaseosa atadas con piolines, cuyo movimiento advertirá la proximidad del monstruo. Ese monstruo que te hace malo. También el amor te hace malo, entonces el amor es un monstruo. Porque el muchacho que se inmola por amor merodea el barrio de las prostitutas, para infectarlas y sobrevivir. La estrategia de “pasar el muerto” termina por tasar el capital humano como en las compañías de seguro; vale menos el que menos tiene y obliga al desembolso más barato en caso de siniestro. Si algunos van a morir, decía un poema de Vicente Luy, elijamos quienes.

El terror de It follows es así estrictamente hobbesiano. Es un terror del libre albedrío, en el que los exorcistas estarían de más, porque no hay demonio que sacar de adentro, y también sobrarían los psiquiatras, porque no hay cocos trastornados como el de Carol Ledoux en Repulsión o Jack Torrance en El resplandor. Es también un terror clasista, porque la peste se propaga, finalmente, entre los débiles y los desgraciados. Trabaja en todas partes y a toda hora, no se reserva las noches del vampiro ni el sueño que es el feudo de Freddy Krueger, campea a sus anchas en exteriores diurnos, en planos secuencia o tomas panorámicas que privilegian la profundidad de campo y en los que se materializa de la nada, o entre una multitud. Paradójicamente, cuando hay más gente es más agobiante, porque la posibilidad de la encarnación de It se multiplica, y también menos peligroso, porque es mayor la posibilidad de enfrentarlo, o huir. Infiltrado en todas partes, maestro en el arte de hacer de la víctima también un victimario en la cadena fordista del contagio, estamos por último ante un terror total, es decir, totalitario.

Las notas de la banda de sonido que alertan acerca de su proximidad (hermanas de las notas de la ducha en Psicosis, o de las notas de la amenaza submarina en Tiburón), esas notas de sintetizadores retro de Rich Vreeland (que firma como Disasterpiece) que bien merecerían, como sus hermanas, incorporarse al imaginario colectivo como símbolo de la inminencia del espanto recuerdan el temblor de la tierra ante la pisada de Godzilla, o de los tiranosaurios en off de Jurassic Park. El agua que se agita, imperceptiblemente y como aviso de un acontecimiento irreversible, en un vaso. Esa trepidación es un temblor de falla geológica, como si una grieta estuviera a punto de abrirse en el piso.


III.       Shibboleth

Para una instalación site-specific en el Turbine Hall de la Tate Modern, en Londres, bautizada Shibboleth (9 de octubre de 2007 - 6 de abril de 2008), la colombiana Doris Salcedo abrió una grieta de 167 metros de largo en el piso de la sala, que comenzó presentando el ancho de un cabello y terminó por tener el grosor estrepitoso de una fractura sísmica. El registro fotográfico de la trepanación de ese emblema de la “alta cultura” muestra un santo y seña (un “Shibboleth”) del estado de las cosas, seco y convulso, sin rastros de ironía ni notas al pie.



El crack de la Tate Modern, nunca reparado, es un cordón sanitario misterioso (¿Quién puede saber cuál es el lado más seguro? ¿Cuál es el lado en el que hay que quedarse? ¿Cuál es el lado al que hay que pasar? ¿Es el eco de un atentado terrorista o se remonta al origen de los tiempos? ¿Qué pasaría si metiera un pie? ¿Se abriría, se profundizaría, me tragaría, me perturbaría más o menos?); brutal (por contraste, por su carácter de accidente -puro desbaratamiento de la expectativa-, por su irreversibilidad -no habría cemento, cal y arena capaz de borrarlo, se manifestaría siempre de algún modo, como una irrupción, una imponente discontinuidad, la evidencia de una falla estructural disimulada, un zigzag que hace pedazos el orden, su intrínseco carácter previsible); y de altísima capacidad de abstracción (es un crack financiero, un crack mental, una señal mixta de lo provisorio y lo inmutable, una huella de lo salvaje y amoral, el rayo del castigo bíblico, una larguísima serpiente que repta y envenena el jardín primoroso del Edén). Ese crack es la línea que separa a los sanos de los enfermos, también en It follows. Ese crack queda atrás, pero nunca lo suficientemente atrás. Está afuera, pero también adentro y hasta el fin, una vez que ha sido padecido.    

En un doble movimiento, también la estética de It follows evoca la instalación site-specific, especialmente en la escena de la primera víctima, inmolada en la playa en un coito bestial, que la desfigura hasta convertirla en una muñeca descoyuntada, una aberración anatómica de ojos abiertos. También vienen a la mente la Poupée de Hans Bellmer, las muñecas rotas de Cindy Sherman y el hiperrealismo estilizado y macabro de la escena del crimen en ciertas series recientes, como Hannibal


Un tacón a contrapelo como sello de la cópula homicida, que transgrede en It follows dos tabúes: la belleza del crimen (encarnada en uno de sus puntos más tensos e imantados en La condesa sangrienta según Pizarnik) y el incesto, piedra de toque de la organización social (una de las víctimas masculinas muere violada por su madre, cuya forma ha asumido It).

Del otro lado del suburbio están las ruinas de Detroit, la cuna del automóvil, la vieja y arrasada Motown, lo que queda del mundo prometido. Un apocalipsis post-industrial. Allí se alza un campus-templo-castillo embrujado que alberga una piscina, donde se librará una inútil batalla final, que es en verdad (otra vez) un juego de niños: cazar al fantasma, incluso arrojar una sábana al aire para verla caer y adoptar su forma. It es un fantasma de encarnación mutante, dotado no solo de una fuerza colosal sino también del don de la telequinesis. Arroja cual jabalinas los electrodomésticos que convertirían la piscina en su ataúd electrificado, genera en la piscina (un espacio cerebral y sexual) una inmensa mancha de sangre, con forma de hongo nuclear, de medusa o ramo de magnolias. It es inmune hasta a la parafernalia íntegra de la sociedad de consumo. It puede ahogarte en un mar menstrual. 


En It follows hay agua. En la apacible piscina circular del jardín doméstico, donde flotar boca arriba para mirar un cielo azul tan nítido que pareciera metálico (pequeños animales laboriosos se mueven sobre hilos en este silencio atronador); en la cinta de playa donde el agua está quieta como si durmiera y una piscina de plástico infantil se mueve apenas sobre la superficie, como un barquito somnoliento expuesto al zarpazo del dragón; en la piscina del último combate, un ring acuático planificado como gran silla eléctrica. Placidez amniótica, tironeo imprevisto, desgarro y succión, eso es el agua. Pero como los psiquiatras y los exorcistas, no alcanzará esta vez, no será necesaria. La bestia está adentro, no hay dragón ni San Jorge, uno mismo es el agente del daño.

El trámite es sexual y el sexo, que te mata y te salva, es un sexo sin goce, utilitario. El que le pase a otro el fardo de esta peste no morirá en sus manos, pero tendrá que vivir, de todos modos, bajo su larga sombra. Si eso es vivir. ¿Lo que importa es vivir? No, esa era otra película, otro cine. Ahora hay que preservar el taco del zapato, la flexión natural de la rodilla, no obsesionarse con mirar atrás, pasar la carga letal hacia el costado, empujar y arrastrarse hasta la mañana. Mañana no será otro día. Ninguna novedad será novedad. It, eso, también nos seguirá, nos acosará, mañana.