Botonera

--------------------------------------------------------------
Mostrando entradas con la etiqueta mundo y Dios. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta mundo y Dios. Mostrar todas las entradas

2.10.21

VII. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



[...]

EL COBRADOR DEL OCASO
Adenda


HACE tres lustros que murió Antonio Saavedra, gato de Usera, león de Mayrit. Mi primer recuerdo me lleva a él. Yo perseguía lagartijas entre montañitas que eran dunas mágicas, montones de arena que los camiones descargaban en las afueras del arrabal, en las estribaciones del suburbio, montículos de excavadora, años setenta, boom de la construcción, barrios en el sentido cósmico de la palabra, constelaciones en la tierra del teniente coronel, urbanista de pobres, hacedor de colonias al sur de la metrópoli, multiversos en prosa, ciudades-dormitorio más allá, non plus ultra de la nada abigarrada, cinturones rojos de hebillas plateadas, boom de la procreación, olor a sardinas en las noches de verano, amatorios, montoneras, ratas bajando la cuesta, sillas en las puertas verdes de las casas bajas, vecinos subiendo la cuesta, olor a invierno en los pucheros, falta de alcantarillado al otro lado de la calle, chabolismo de clase trabajadora, emergente, casitas de renta baja, señoras en bata, sopa, mucha sopa, metales baratos, armas blancas, guirnaldas, banderitas, cables de alta tensión por los que desfilaban gorriones bajo el nido de la cigüeña, frases hechas que sonaban a fórmulas recién descubiertas, láminas cortantes, homicidas, hachas y cuchillos, maldiciones en los tejados, redadas nocturnas y un loro, “guarro, guarro” profería, productos de matanza a domicilio ponderados en balanza antigua, Justo el panadero, Lucio el juguetero, Tomasín que murió atropellado, y un bonobo que acompañaba a una pareja de mudos, ¡cómo discutían!, mucho amor, un poco de rabia, coraje y chulería, ajo, chorizo, morcilla, enemigos sagrados, amigos a la vuelta de una espina, pestañas y pétalos, herramientas oxidadas, aunque, en honor a la verdad, no recuerdo que hubiera alambres ni hierros retorcidos que pusieran en peligro mi pequeño cuerpo de Lawrence de Arabia*** Viajábamos en metro a ninguna parte, yo no despegaba la frente del cristal. Me encantaban la negrura fluida del túnel, la velocidad plasmada en estelas grises tras la ventana y el olor a espíritus calientes que desprendían los arcenes, las escaleras eléctricas y los carteles. Una vez levanté la vista y contemplé la mirada de mi abuelo fija en mí, una mirada de amor incontestable que nunca olvidaré. Me sonreía mientras los amarillos de la siguiente estación empezaban a refulgir y me percibí percibido, consciente de él en mí, de mí en él, un poco de vergüenza recuerdo que sentí, y amado, muy amado me supe, visto me contemplé, como si mi abuelo contuviese los universos pasados, futuros y por venir y me los regalara, la mejor versión de los universos, que en sus ojos pardos incluía mucha materia blanca alrededor de las galaxias en fuga*** Tuvo suerte en la guerra; le volaron un dedo el primer día en el frente y no pudo volver a combatir. Yo jugaba con el muñón de su pulgar. Me parecía mentira que, donde tenía que haber un dedo, naciera un bulto redondo y mayor que el dedo ausente, comparado con el pulgar de la otra mano. También me atraía su ombligo herniado; en lugar de agujero, tenía un bulto asimismo redondeado que, al poco de adquirir yo conciencia de los peligros contemporáneos, asemejaba un botón nuclear y luego, adquiridos los rudimentos clásicos de la cultura, el ónfalo de Delfos, un betilo incrustado en la panza de mi abuelo numinoso, tótem de mis estilos inconclusos, en la niñez pergeñados*** Nos íbamos de tapas por los bares de Usera, boquerones y claras muy espumosas, noventa por ciento gaseosa, una chispa de cerveza, antes de cada sesión doble en el Liceo, al borde del barrio, camino del matadero, al fondo Mayrit, el núcleo atómico, el centro centrifugado, donde vimos aquella película que marcó mi destino, el concepto difuso en que fueron encajando exactamente mis metáforas, la marca del azar en la necesidad incipiente del niño, Jasón y los argonautas en busca del vellocino; quilates de fantasía poblaron la imaginación y un trabajo enorme después, de filtrado y destilación, que no acabará mientras viva, alimentando el hambre de las harpías. Los efectos especiales aún me parecen de muy buena magia. Madre mía, qué azul. Madre mía, qué esqueletos. Qué desamores más fieles al honor y a la hazaña. Ahí, en el centro de la meseta, yo era el favorito de mi abuelo; cierta religiosidad comenzó a dejar posos en los sótanos de mi alma, pues ¿qué es el alma sino una red subterránea de pasadizos secretos? Hipogeo del cielo a escala propia, un coloso en el Coliseo, asediado por las fieras, que nacen de uno mismo y te devoran a poco que te descuides: celos, jactancia, ira. Mas el pulgar ausente siempre apuntaba hacia arriba*** Debajo del Puente de la Princesa, saboreando despojos, reinaban las prostitutas*** Atisbé muy pronto la idea de que los dioses se aburren eternamente y por ello disponen de las vidas de los mortales y les organizan aventuras y les cambian los planes de la organización, les tienden emboscadas, amores increíbles, islas con bruja incluida y un poeta que todo lo cante. Yo los dibujaba, a los mortales increíbles, a los dioses previsibles, junto al chiscón del patio de la casa de Usera, en los suburbios de Mayrit, donde habitaban, en la oscuridad del cobertizo, una salamandra que por la mañana se desenroscaba y un gato tuerto que bajaba del tejado por las noches y se aovillaba sobre colchones de arañas redondas, telarañas felices, como el muñón del pulgar republicano, pues ¿qué es el mundo sino el relato de un abuelo?*** Aunque me llamaba bolchevique, era más blanco que rojo, al servicio del Estado legítimo, cuando me hablaba de la guerra, suscitando el enfado de mi abuela, producto de un pánico antiguo, la Paca del Albaicín: “Antonio, ¡cállate!”. Siendo muy niña, la Paca vio cómo se formaba el rostro de su padre muerto en el cortinaje del zaguán, riéndose a carcajada malvada. Ella lo contaba con la pulcritud científica que el caso exigía. A los niños se les perdona la credulidad del fanático adulto, que nunca cree “a” sino “en” (hombres buenos, hombres malos). Eso explica el amor y las violencias infinitas y los errores hermenéuticos de los analistas. Cuarenta años después, sufrí el influjo del bisabuelo una noche en Granada, de madrugada limpia, subiendo la Cuesta de los Chinos camino de la Alhambra. Me entonteció lo suficiente, medio perdí la conciencia de mi ser, diluido entre las sombras de los cipreses, chupado por la luz peligrosa de la luna y la cara oculta del sol, juntas y mareadas, corriéndome por la sangre negra, muy negra. El bisabuelo quería sentir el rubor de la vida entre sus piernas, y bien que lo hizo, me aprovechó, entre los muslos de mi compañera, por un fantasma poseída, ¡dale Francisco y cierra Granada!*** Mi abuelo tuvo diecisiete hermanos, lo mismo que la Paca, unos cuantos muertos por el camino, que así fue como la Rita, mi bisabuela, descansó cuando el Paco, Francisco de Baza, el padre de la Paca, las palmó para refugiarse en la cortina, tan malo como era, que se jugó la barbería en una timba y la perdió, y con su muerte dio descanso a la familia, emigrada a una vega sureña del centro, del centro de la nada, donde la niña Paca recogía patatas, cambiando el Darro por el Jarama*** De los hermanos de Antonio no tuve conocimiento. De los de mi abuela recuerdo al Cojo, que nos visitaba a menudo bajo un son de trompetas sordas, clarines y pasquines, como si recién llegara de la guerra. Tenía aires de comandante en jefe de los parias de la tierra con su traje gris y una esposa de ojos azules muy seria, amenazadora como un cepillo de púas, que producía más temor que respeto, si son cosas distintas, y me acuerdo de los golpes de bastón del Cojo sobre la tarima prehistórica del pequeño salón, llamando a la involución, de revoluciones ahíto estaba el comandante de los parias, mientras su señora asentía y mudaba el azul de sus ojos por un glauco de lago de bosque o peor, mucho mejor, de pantano casi ciénaga*** Antonio fue soldador amén de soldado, suboficial del Estado en armas; licenciado del soplete, ejerció de cobrador a domicilio de una compañía de decesos que anda multiplicada, pescando muertos en vida, según los nuevos tiempos que todo lo proveen, planes y miserias. Jubiloso yo, de la mano del jubilado, que así “unas perras” llevaba a casa para tapar medio agujero. “¡El cobrador del Ocaso!”, exclamaba alegremente cuando preguntaban “quién es”. Abrían la puerta y allí estábamos nosotros. Le pagaban y él entregaba un recibo a cambio. “¿Por qué la gente paga por morirse?”, le pregunté un día. Me respondió: “Para enterrarse bien”. La respuesta no provocó ninguna erupción en mi pequeña alma telúrica*** Una vez le sorprendí desnudo en el baño, de espaldas. Giró la cabeza y reprobó mi descuido. Luego supe que una escena parecida sucedió con Noé, pero él, mi abuelo, nunca se emborrachó en mi presencia ni creo que lo hiciera en la suya propia. El episodio produjo muchas dudas, esta vez sí, en mi cabecita de bolchevique, allá por el ocaso de mi niñez, cuando los recuerdos ya han cuajado y las expectativas levantan la cabezota. ¿Qué pago era este? ¿Por qué un descuido merecía la reprobación del hombre que soldaba los huesos crecientes de mi infancia? Los ojos pardos de mi abuelo eran insondables, en ellos se ocultaba la clave de todos sus cuidados, incluido su extremo pudor, disimulado al ritmo tranquilo del habla. Ni un grito, ni un aspaviento, ni un quejido. Puro tono, poca labia. Todo en regla, orto y doxa*** No fue a la escuela. Aprendió a leer solito fijándose en los carteles de las calles, en las placas, en los papeles caídos que la lluvia no emborronaba. No entendía yo cómo es eso posible y sigo sin verlo claro: “¿cómo supiste que la A es A y que la B es B?”. Tampoco él se acordaba. Mi abuela, que era analfabeta, le daba a leer las cartas que recogía del buzón, mientras ella echaba las cuentas, que en eso ningún Pitágoras la engañaba. Le recuerdo leyendo una novelita tras otra de Marcial Lafuente Estefanía o eran las novelitas las que lo interpretaban, a él, poseyendo al lector del salvaje sur, impertérrito cual filósofo del sudeste no asiático, estoico con un toque de Lucrecio, así son las naturalezas de las cosas, del cardo y la amapola, del multiverso encogido, con un aire nostálgico de norteño exiliado, resbalando en las Españas para caer en el medio imantado por una fuerza centrípeta, aherrojado en las órbitas del suburbio, remero de mis sueños. ¿Quién eres tú?, preguntó la soga al cuello. Mi abuelo era el sheriff del condado, el pistolero, el juez, el cuatrero, el yanqui negro, el caballero confederado. Era el patíbulo y la llanura, la horca y el ferrocarril, el indio y el vaquero*** Me enseñó a hacer raíces cuadradas cuando con diez años y algún día regresé, hepatitis mediante de su hija, mi madre Carmen, hija de la gran Paca, cambiando mi colegio casi libertario de maestros comprometidos con la causa del obrero (había una clase de conciencia), del electricista, mi padre, apodado Jabeque, del que su nombre recibí, no sus mañas, demiurgo de trenes y plataformas y tortillas de patata, del mecánico, del fontanero, del fresador, del proletariado aplicado (pero nada sanguinario), del repartidor, del quiosquero, del buen patrón, que también tiene su figura y su derecho, y del policía municipal, apostado en el paso de cebra, cambiando mi colegio casi libertario donde las zarzas ardían según la naturaleza del fuego, mudando la libertad no carente de disciplina, de amor y rigor, por el sótano de una escuela privada y desalmada, en el barrio tan pobre que a los pobres se confiaban los filántropos de buena familia, cambiando una cosa por otra, cardo y amapola, hasta darme cuenta de la esperanza en ciernes, social, histórica, que me pasaba desapercibida, de la mala fe de un pasado que yo, hasta ese momento, naciendo a lo largo de su muerte, de la muerte del pasado, muy francamente, no había conocido en carne propia ni en hueso ajeno*** Le acompañaba a la oficina, recaudados los pagos del mes. La sede suburbial de la compañía de decesos parecía sacada de una película de cine clásico, un extracto siciliano de Nueva York o un campamento de gánsteres rehabilitados. A cada vida le llega su ocaso. Aunque eran los años setenta, parecían los cincuenta. Lo recuerdo en blanco y negro. Los empleados, orondos, llevaban pantalones grises, camisas blancas y tirantes. Olía a cinta de máquina de escribir, a celulosa y a café cargado. Y a colonias de la época. A cada varón, su dandi. Recuerdo a uno que parecía a punto de reventar los pantalones y a otro, el único flaco, a punto de arrojarse por la ventana; eso me temía. Su delgadez era la tristeza del hombre aburrido; quiero pensar que escribía poemas entre los balances, las cuentas, los archivos, los desamores profundos de su existencia. Miraba yo fijamente a ese hombre hasta que un día se dio cuenta y me sonrió. Descubrí entonces el desgraciado valor de una mentira piadosa*** Uno de los maestros se paseaba entre los pupitres dando capones a discreción. No hacíamos nada para merecerlo; esa era la clave, el quid de la cuestión. Nos hacía daño el muy cabrón. El tipo era joven, lo que resultaba más sorprendente y macabro. Al final de cada jornada, aparecía un charco de pis en el suelo. Nos orinábamos en el sitio con tal de no pedir permiso para ir al baño. De esta manera la institución aseguraba su autoridad, el poder sobre los acongojados caletres de los niños. Porque no hacíamos nada para merecerlo, precisamente por eso los capones y las meadas cumplían su función. Es el poder, rumiaba yo, la potestas sin auctoritas, supe más tarde, traduciendo a Julio César, a Salustio, a Cicerón, el más político de los poetas, el más previsible de los Brutos, rétor dulzón, instructor de las buenas conciencias que, justo castigo, acaban perdiendo la cabeza. El sueño del cabrón era nuestra pesadilla, el sueño del capataz, Al Capone de alma seca, sin dogma ni ley, a juego con su impotencia, que así declaraba el muy incapaz, nudillos como látigos, su agresivo mecanismo de defensa: “¡este soy yo, llamadme Escipión, el terror de vuestras coronillas!”. Qué delito, qué injusticia, qué hijoputa*** Empecé a fingir enfermedades, cada mañana, para librarme de ir al colegio privado, para pobres de confianza, y desalmado, donde el cura impartía más penitencia que perdón, dos días a la semana. Mi abuelo me llevaba al médico. Apurados los órganos del tórax, las extremidades y la mocha, un día pretexté dolor de testículos. El médico, harto de mí, pero condescendiente con mis fingimientos, me tocó los dídimos y le dijo a mi abuelo: “a este niño no le pasa nada, nada que tenga que ver con el cuerpo”*** Acabé el curso y volví a mi colegio casi libertario, pero nunca olvidaré a aquel niño enorme que se sentaba a mi lado, pasillo mediante, sonrisa de lado. Yo le miraba con el mismo amor con que mi abuelo me contempló, aquel día, entre las estaciones de Legazpi y Usera, o algo parecido, porque aquel amor era demasiado; y él, mi compañero, del que me separaba el estrecho conducto por donde se paseaba el abyecto maestro, matón de coronillas, se avergonzaba al saberse objeto de mi mirada amorosa, que entendía como una muestra de compasión, creo, ya que se movía con mucha dificultad y yo lo imaginaba muerto de un día para otro. ¡Quiera Dios que los dioses le hayan dotado de tantas aventuras como kilos acumulaba su alma bendita! En cuerpo de paquidermo. ¡Por la gloria de Aníbal!*** Un mostrador de madera noble atravesaba de este a oeste la oficina. El hombre de los pantalones a punto de reventar se paseaba a este lado de la frontera, del lado de los clientes. Al fondo, el hombre enjuto tecleaba; la máquina, un tren; humo, las frases negras. Olía a papel, a yemas manchadas de tinta, carbón de la escritura. “¡Qué tarde se muere la gente hoy en día!”, dijo el hombre que parecía un globo, “¡eso nos beneficia!”, se respondió a sí mismo, y el hombre delgado se aflojó el nudo de la corbata (me descubrió la desgracia de las ficciones baratas)*** El chico se llamaba José Trabada, Pepe lo llamábamos. José se trababa, Pepe se tramaba alrededor de una risa que intentaba ocultar lo obvio: Pepe no era feliz, y debía parecerlo. Rubicundo, ojizarco. Ciento veinte kilos en diez años de vida. El día que le tocó mearse en el sitio, lo pillaron. Decidieron pillarlo, darnos un escarmiento en sus carnes extensas, generosísimas, planetarias. Siempre fueron conscientes del terror urinario que ellos mismos alimentaban, pero ese día decidieron crucificar al más débil con las lágrimas que de su amor emanaban, siempre sonriente, nunca displicente, travesaño fiel de las buenas conductas. El universo se trabó, la trama se descubrió y el chico, muerto de miedo y pena, lloraba como una Magdalena gigantesca. Pepe, te quiero. Pepe, estoy contigo. Pepe, ya pasó. Hermano putativo, José de mi alma, elefante incrustado en mi corazón, queridísimo Trabada. Había una señorita, también debo decirlo, que me descubrió que hasta en el infierno cuecen paraísos; era guapa, dulce y pequeña. Nos trataba con delicadeza, sin confianzas, con seriedad y un poquito de ternura. Nos enseñó los nombres de las partes pudendas, de los aparatos reproductores masculino y femenino, y nadie se rio cuando dijo “pene, vulva, testículos, vagina”. Yo no anduve atento a la explicación, concentrado en la señorita, y, acostumbrado a los nombres de mi colegio casi libertario que la buena educación me permite omitir ¡qué cojones!, a la mañana siguiente le dije a mi abuelo: “no quiero ir al cole, me duele la vulva”*** Cuando Antonio murió, hace tres lustros, una pareja de bobos veía la tele en la misma habitación, un programa de mierda con el volumen alto y la inteligencia tan baja como Dios no les dio a entender; no hace falta ser malo si se es gilipollas. Paco, el hijo de la Paca, hermano de mi madre y arcipreste de todas las Useras (Nicolás, Isabelita, Marcelo), me cedió la vigilancia para irse a comer, a eso de las tres, que es hora maldita (a. m. y p. m). Antonio dejó de respirar, yo le miré fijamente, los bobos se dieron cuenta y quitaron la tele. Ya es mala suerte ver morir cuando en nada te toca. ¿Qué dices, qué haces? A mí me tocó de lleno, y a fe que lo sé. Prefiero no hablar de la boca de la verdad, que es la boca de la muerte. Prefiero no hablar de la muerte. En verdad, con la vida ya tenemos bastante. Lloré mucho para dentro y un poquito para fuera*** Paco, el hijo de Antonio, murió en la siguiente estación, con elegancia de barrio y sutil maestría. El tío, con la destreza de un relojero suizo, mi tío, colocaba el ojo desprendido en la cuenca del gato tuerto, ¡qué tío!, cuando de alguna riña salía malparado, y el gato se confiaba, se dejaba dar cuerda. Miau Tic. Miau Tac. Ojo por ojo, ente por ente. ¡Di, di! Basta*** El resto del ser no importa demasiado: no es historia, es página en blanco, filosofía en potencia*** Nunca se está a la altura del resto. Yo no lo estuve*** Sin embargo, mi abuelo murió suficientemente viejo y murió conmigo, me esperó en su último aliento. Castizo y parsimonioso era él. Gato maragato: sus padres, provenientes de Astorga, oriundos de Lugo probablemente (para los pobres, la genealogía no importa), de donde nace el apellido, la “casa antigua” de la que Antonio fue señor a su manera, discreta y parda, jamás grandilocuente, aunque ciertas cosas la Paca no se las perdonó quizá, pero eso atañe a la cuenta de los dioses, de las hechiceras y de las islas venturosas o malaventuradas que un hombre va encontrando en su camino*** Era clavadito a Henry Fonda*** Le vi la espalda*** Salamandra es un nombre mágico*** Galaxias en fuga*** Enterrarse bien*** Cuatro cuerpos bajo una sola lápida, un hueco a la espera: mausoleo del pobre, ingenio del alma que el tiempo se cobra. (Yo no presumo de pobre, como a un príncipe me criaron en el Reino de los Almendrales, provincia de Usera, donde la usura brillaba por su ausencia: véase el conocido verso de Ezra). El último deseo cumplido, cerquita del Reino, en Carabanchel. Donde cabe uno, caben tres: la Paca, el Paco y él*** Nunca supe cuáles eran sus creencias más allá de sus discretas declaraciones; con el tiempo he sabido que respondían a una estrategia amorosa, ya que todos podemos transmitir resentimientos en vez de convicciones y firmezas, incluidas potentes debilidades, fragilidades hermosas, eso es muy sencillo, y él no lo hacía sino que, más bien, en su condición íntegra y amable, se tragaba las palabras para que la lengua siguiera su marcha, rumbo al mejor destino, entre túneles negros y dunas mágicas*** Claro que tengo mis dudas. Es de agradecer que siembren algunas en tu cerebro. Por ejemplo: ¿qué hacer con una salamandra cuando se te acerca? Por ejemplo: ¿cómo vivir lejos del mar? Por ejemplo: ¿qué se te pasaba por la cabeza, Antonio, cuando de aquella forma la bajabas? En dirección al pulgar ausente, enredada en su propia telaraña, la cabeza augusta del Saavedra*** Sobre todo: es importante que siembren algunas certezas en tu corazón. Cuando eres niño, el corazón es un gigante que necesita muchas vitaminas. Luego las cosas serán de otra manera. Y quedará la cuestión vulgar, aunque eterna, mientras el corazón bombea, sobre si es conveniente armonizar poder y autoridad, hasta qué punto respeto y temor son el azul y el glauco, del mar y del lago, y cuándo el pantano es una ciénaga o la extensión se hace intensidad y el lodo impide los movimientos y el bosque es un desmedido matorral, si puede haber imperio cordial y esos asuntos más propios de un viejo general que de un espíritu alegre, raso, atrincherado en arenas movedizas, montoneras, chiscones y claraboyas, bajo la luz peligrosa de la luna, en las mareas de la cara oculta del sol, iluminando la sangre negra, muy negra, iluminándose, deambulando por los sótanos de la existencia, por el mundo y por el alma. ¿Quién soy yo?, pregunta el cuello a la soga, la razón a la devoción, el silogismo al dogma*** Sé lo que fui, cómo lo fui y lo que seré cuando el tiempo, irremisible, haya doblado la esquina, aviniéndose conmigo, con los pétalos y las pestañas, con los amigos sagrados, con los enemigos en calma, los amores reposados y las traiciones en la balanza, cuyo fiel me sonríe entre Legazpi y Usera*** Me bastaba con ser el pequeño objeto de su buena fe*** Nunca habló de sí mismo como siendo algo distinto de lo que callaba, tampoco esbozó su pequeña teoría
                a la salida del cine (sí,
                aquella vez).

VI. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



[...]

TEORÍA DE LA CATASTROFE
Y DE LA PLENITUD BURGUESA


El hecho de que nos acordemos de Dios cuando nos vienen mal dadas es un argumento antiguo y poderoso a favor de su existencia. Que es antiguo, es indiscutible. Que es poderoso, también. De hecho, el problema del mal no afecta a la existencia de Dios tanto como lo afecta el problema del bien. Y en esto tienen razón (una razón ad hoc, a la manera de un mecanismo de defensa) los teólogos oficiales que preservan a la institución de los peligros panteístas: si no hubiera mal –aunque el mal se conciba como ausencia de bien–, si todo fuera bueno, indistinguiblemente bueno, ¿qué separaría al Creador de su Creación, a Dios de la más ínfima de las criaturas? ¿Por qué tendrían más derechos unos que otros para hablar “en nombre de”?

La fe basada en la transmisión de relatos catastróficos es un instrumento al servicio de la gente catastrófica. Cuantas más señales perciben del fin del mundo, más fe muestran los candidatos a la salvación. Después de la catástrofe, llega la plenitud. ¿Qué hará entonces el alma catastrófica? La apocatástasis es, para el alma justiciera, la catástrofe de la catástrofe, la sinrazón última que mezcla eternamente al bueno con el malo.

Hay una fe que descansa en la comodidad de lo cotidiano, cuyas labores corren por cuenta ajena. 

Con frecuencia se ha condenado al burgués como figura banal, además de como explotador. Un esteta, en el mejor de los casos. Un espécimen capaz de pasarse dieciséis horas en su despacho con intervalos para comer, cenar y dar un pescozón cariñoso a la prole, ya que, para ser un burgués de pleno derecho, conviene ser padre de familia numerosa a la que visitar dentro de la propia casa o en el grato jardín, en las noches de verano, con las viandas sobre la mesa del porche y un jarrón en medio, bajo el agujero de la cúpula del panteón a escala minifundista, entre ateo y politeísta, de dioses pequeños y manejables, sobre el agujero del altar familiar, del coliseo sin hipogeo, sin tristes tigres ni vivaces naumaquias, honrando la estoa en señal de aprobación cósmica y doméstica conformidad con los órdenes establecidos, lo que no impide un ejercicio de responsabilidad en aras del pensamiento crítico y un brindis por el bien de la humanidad, incluidos apátridas, que para eso se paga una cuota.  

Sin embargo, la Iglesia de los Pequeños Burgueses no merece menos respeto ni más desprecio que muchas otras. ¿Por qué el Jordán no puede ser una piscina privada? 

La fe en la comodidad no produce pecados veniales ni mortales, solo aburrimiento a raudales, que el falso misterio del adulterio confuta. El buen creyente burgués perdona los pecados amorosos, los reduce a pequeñas faltas. Enfermedades transitorias de la pasión los considera, dispositivos vulgares que el romanticismo exacerba. Comprometido con la biodiversidad sentimental y la causa ecológica de la familia progresista, justifica antes la infidelidad sexual que la deslealtad sentimental, probable origen de catástrofes crematísticas. Excepto la dilapidación de los bienes comunes, patrimoniales y matrimoniales, el creyente burgués todo lo comprende y a casi todo condesciende desde su aire de superioridad, forjada éticamente al fuego lento de su idiosincrasia, preámbulo clásico de la inteligencia artificial con toques de música atonal y un poco de ramplonería, mampostería y rusticidad, compendio de épocas y cosmovisiones, de dejes populares y sofisticación muy erudita. Apenas un uno por ciento de vida se le escapa. Lo compensa cada día con dos pagos reembolsados y una mesa puesta, alrededor de la cual los comensales le reirán sus chistes malos mientras ella cavila, sueña y se abstrae. Ella, el amor del juglar tras la ventana, la esposa, la madre y señora. Se abstrae y sueña, ella, mientras sirve la sopa en el paraíso de la monotonía y del espíritu carcomido por la halitosis, donde un día revolotearon las hadas y otro día, evaporados los efluvios de la pasión, del mito, de la ilusión, despertó como quien despierta dentro de una veta sobreexplotada, de una mina vaciada, de un rito que hay que mantener, de un yacimiento, flotando sobre un Jordán de agua clorada.

[...]

1.10.21

V. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



[...]

TEORÍA DEL MUNDANAL RUIDO


No siempre dice el filósofo en voz alta lo que piensa en voz baja. 
Hay una diferencia que hace comprensible lo que la filosofía, siendo tan occidental, tiene de oriental en un sentido extremo, situando a los filósofos a un lado u otro –o entre medias– del espectro lógico-sentimental. Se trata de la diferencia entre los que practican el tatemae a costa del propio pensamiento, manteniendo las formas (sociales) en perjuicio de las ideas, y los que vinculan su práctica contemplativa al honne (deseos, sentimientos y emociones), aun sin caer presos en las veleidades del alma sin criterio. Si se rinden al tumulto anímico, a poco que lo organicen, pueden llegar a ser pequeños poetas o grandes déspotas emocionales, amos y amas de su propia casa, cuyos trapos sucios sacan a relucir, ocultando el sol. Los más avezados pueden construir una estrella. 

El filósofo que no es un dogmático camuflado practica el honne del tatemae, desea el orden del mundo y contempla su desorden, racionalmente entusiasmado. Si no fuera porque es demasiado griego para huir de la ciudad, el filósofo de los orígenes podría ser un japonés que contempla la realidad sin acatar la diferencia entre deseos y convenciones, con los ojos como platos y la cabeza laminada, hecha una bandeja de plata, platón sobre el que el mundo reposa y los pájaros de la inteligencia comen. Por otra parte…

Huir del mundanal ruido es una prerrogativa distinta, simbiosis entre el sabio y el idiota (idiotés) de la que nace el monje. El cenobio es el tatemae del honne: nido de súcubos, ágora de cuerpos invisibles.

El alma del mundo es el resultado de la huida condenada al fracaso de unos pocos. El fracaso de la huida es su éxito desde la perspectiva del mundo, que acontece en “la captura”. Así pues, el alma del mundo es la cabeza (totémica) de la que cuelgan otras cabezas, hidras cabizbajas, que se corresponden con las almas disecadas de los que perdieron el corazón, dejando un charco de sangre. Para los usos del mundo, vale lo que un océano para los navegantes sin rumbo o con rumbo programado, usuarios del sentido ajeno, coleccionistas de brújulas, almirantes poco imaginativos, historicistas, adoradores del astrolabio.

[...]

30.9.21

IV. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021



[...]

TEORÍA DE LA SINCERIDAD LITERARIA


La literatura es el instrumento depresivo en manos de una clase inexistente, capaz de alegrarse, empero, o, al menos, de pasar no muy infelizmente el tiempo con su juguete.
Se hace inventario deprisa, se exigen nuevos cánones que unifiquen las idiosincrasias. Las nuevas almas, pese a lo mucho que desean contar, no tienen cabida en el seno impreso de la Historia.

 Estamos demasiado cansados para articular las nuevas historias según el viejo patrón racional de la novela: ficción verosímil que entrevera los órdenes consuetudinarios del malestar y de la fantasía edificante con todos sus adulterios, sus rebeliones, sus sarcasmos y sus admoniciones. Todo el mundo escribe diarios, poesías, aforismos. Todo el mundo escribe a todas horas. El oficio se ha convertido en lo que era cuando se inventó la escritura, en tiempos de esclavitud: un instrumento de contabilidad. Ahora, uno es el esclavo y el capataz de sí mismo. El capataz golpea el lomo del esclavo, y nace un poema.

Contar seres y enseres, organismos y cosas. Una memoria externa. Contar emociones y sentimientos, penas y alegrías. Una memoria interna.

El alma, que nació de la interiorización de las cosas, atragantada de mundo, devuelve ahora los restos no digeridos. Pero el secreto de toda religión, incluyendo la literaria, consiste en lo que oculta tras su jaculatoria. 

Del mismo modo que no todo el mundo sabe hacer zapatos, no todo el mundo sabe escribir. Sin embargo, cualquiera aspira a conocer la horma de su zapato. A este deseo natural, convertido en ambición literaria masiva, podemos denominarlo “pequeña literatura al por mayor con vulgares aires de grandeza”. Su principal virtud es la sinceridad, lo que le permite a cualquiera presumir de su principal defecto. La literatura se convierte en el instrumento deprimente en manos de una clase alborotada que confunde su presunción de sinceridad con la verdad de una mentira vinculante.

Hay que describirlo y pasar a otra cosa. Irritarse es participar muy sinceramente de la confusión, contribuyendo a su verdad contrahecha, en el centón de las verdades a medias, contrahaciéndonos a su sincera imagen y emocionadísima semejanza. El esclavo se resiste a poetizar, y el capataz pierde la cuenta.

[...]

29.9.21

III. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021




[...]

TEORÍA DEL GENIO BLANCO
(DE LAS FASES DE LA ESCRITURA)


Quienes gesticulan en soledad, sonríen fuera de contexto y con el rabillo del ojo se contemplan como si una conciencia superior les blindara contra el bien y contra el mal, están al otro lado del borde de la locura. Revolotean sobre el precipicio del principio. 

La escritura salva a algunos sin alejarlos del vacío, asegurando su naturaleza incurable. Al descargar de este modo sus miedos, los genios blancos se convierten en oscuros maestros de la humanidad. Aunque no se les entienda, su gesto es inequívoco. En esa mezcla de incomprensión y certeza, radica para los otros su autoridad. 

Tres momentos avalan esta potestad en el caso del genio escribiente. En un primer momento, emplea el lenguaje como instrumento de comunicación. El lenguaje sirve para explicar, para expresar sentimientos e intenciones; sirve para describir situaciones, para hacer planes y desbaratar los planes del enemigo que utiliza también el lenguaje. No hay lenguaje, sino lengua. Así como el niño aprende a hablar sin corregirse de manera consciente, acumulando errores bajo la caridad de los padres, que ejerce su función correctiva más implacable, por mor del amor de los instructores, así también el escribiente construye frases que da por buenas. Las intenciones se ocultan en las palabras que una tradición más o menos variable pone al servicio de los hombres inconstantes. 
En un segundo momento, el lenguaje se sacude las intenciones y el escribiente se convierte en adalid de una divinidad alfabética para la cual no existen más que conexiones y sonoridades discretas. Se bate en duelo por las formas. No hay lengua, sino lenguaje. La sintaxis es la solución de continuidad que hilvana palabras sobre el centón de las ideas. No hay tretas, sino letras. Prurito de una escritura que trasciende la naturaleza de los hombres para armarlos de un valor distinto al del coraje común. El genio deviene alacena de impresiones en la casa quemada del ser, que no se consume, templo autogestionado de verdades y estupefacciones. 

Un acontecimiento extralingüístico registrado en el interior del lenguaje, de la lengua empleada como un sismógrafo, obliga al sujeto a despojarse del purismo que engrandecía sus manías bajo un aparato reaccionario, formalista, renuente a políticas, credos y éticas. 

En esta tercera fase, el escribiente se sabe mortal y cansado, se siente fatigado, vulnerable, expuesto irremediablemente al demonio de la equivocidad. Se reconcilia con sus circunloquios y empieza a llamar a las cosas por su nombre. No sabe qué nombre es ese; intenta dar con él. Elige, se arriesga. Se solaza, se humilla, se perdona. Se olvida de corregirse. Derrengado, se duerme. Deja de escribir. Empieza a escribir de otra manera. Sacrifica al dios del lenguaje sobre la estructura herrumbrosa de la lengua, que no es ya aquella lengua primera que le permitía “comunicar”. Se saca las astillas etéreas que él mismo se introdujo en las yemas de sus dedos. Se aleja un paso del precipicio, remolonea con los principios. 

Hay quienes aseguran que la verdadera escritura solo acontece en el segundo momento, cuando el desencuentro con la lengua produce obras a la altura de un dios infantil, pero muy viejo, que adopta los modos paradójicos del lenguaje que nada comunica. Y que el mundo obtiene su forma del genio que murmura. A lo que hay que decir: así es. Pero este segundo momento es resultado del retroceso del tercero, cuando el genio blanco regresa harapiento a la casa de las formas, abre los armarios y se pone lo que encuentra sin mirarse al espejo. Es la segunda parte del segundo momento, que no llega a ser una cuarta fase y se denomina “tercera” (en el orden del tiempo).

Un genio blanco no lo es por puro, sino por pálido.

[...]

28.9.21

II. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021




DOCE HIPÓTESIS ANTES DE LAS TEORÍAS


(1)

Antaño, el hombre teórico contemplaba el mundo con la distancia que exige toda visión. Por mor de esa lejanía, se reconocía en las imágenes de las cosas. No hay reconocimiento sin distancia.

El conocimiento era un trasunto del “comer o ser comido”, primera de las leyes animales que también el ser humano lleva inscrita en la piel. La buena imagen –de sí– encumbró a los hombres teóricos. Fueron tiempos de prosperidad visual. 

Satisfechos en la medida de su imagen, los hombres teóricos empezaron a ocuparse muy seriamente del espacio. Lo planificaron. Organizaron encuentros al margen de los ágapes y otras circunstancias felizmente sobrevenidas. Conocer dejó de ser un manjar para los sentidos desordenados. Hubo que utilizar cubiertos: estructuras, conceptos. 

El lenguaje se estilizó a costa del habla; la escritura es el resultado de esa estilización. 


(2)

Las comunidades de amigos se transformaron en sociedades cuyos miembros se reunían con el fin de quitarse la palabra, unos a otros, según protocolos progresivamente explícitos. Uno de los amigos se alzaba con el trofeo, convirtiéndose en el campeón de las discusiones. El campeón se convertía en maestro. Se crearon séquitos. 

A la muerte del campeón, los discípulos más fieles –por lo general, los menos agudos– libraban batalla para hacerse con el puesto. Los maestros pasaron a ser jefes y los discípulos, esbirros. Los más despreocupados por la conservación de su posición tuvieron que emigrar hacia otras formas de escritura. Algunos produjeron coloristas cadenas de humanidad.


(3)

Desde su origen, la teoría es el arte de componer y evaluar imágenes o de contemplar y evaluar su composición. No se reduce a un arte en sentido técnico; no es solo una política en sentido táctico. Tampoco es ciencia en el sentido moderno de la expresión. Podría considerarse la ciencia de los matices, pero cualquier abuso retórico es una claudicación estética.
La teoría es una actitud visual, puede consistir en cerrar los ojos. 

Los ciegos con aptitudes sapienciales tienen una ventaja teórica, imaginan más libremente. Se aproximan a la antigua figura del adivino.


(4)

La obsesión contemporánea por la pequeñez no es simplemente el ardid de la Historia replegada en las paredes del tiempo que contempla los acontecimientos a escala propia, desde el interior de una hornacina, o la consecuencia de la multiplicación exponencial de los conocimientos, que hace inviable la posibilidad de un sistema; es también una forma de intensificar la producción por parte de quienes tienen que ganarse la vida, un método para la supervivencia teórica. Eso complica las cosas; sobre todo, complica las ideas. Quienes tienen que ganarse la vida, literalmente, no disponen de tiempo para tomar distancia y ocupar ese trecho con teorías.

 El trecho se produce a la vez que se ocupa; las ocupaciones múltiples dejan al individuo exhausto, consumen la energía que necesita el entusiasmo. Da igual si la teoría produce un desencantamiento respecto a la vida, al mundo: no hay teoría si no hay entusiasmo.

Al tener que ganarse la vida, el hombre teórico se ve obligado a la fragmentación. La producción se intensifica con el peligro que ello entraña: la creación de islas en serie que no se corresponden con los antiguos mapas homogéneos ni con la heterogeneidad de las cartografías. Algunas islas se mantienen en pie sobre las aguas, conforman archipiélagos. 


(5)

Actualmente, desde hace mucho tiempo, la disciplina es un lujo. La perseverancia es un lujo. El tiempo es un lujo. La distancia (de lo) social es un lujo. Teorizar es un lujo que aburre a los practicantes de la inmediatez, de la espontaneidad, de la sinceridad. No es “la verdad” lo que está en crisis sino la veracidad, de la que depende la búsqueda. El hombre teórico no desea reencontrarse al final del camino consigo mismo. Para ese viaje, mejor ponerse en manos de un experto en autoestima. Cada época ofrece oráculos a la altura de la vulgaridad excitada.

(6)

El aburrimiento es un producto social, se cultiva socialmente. Cuanta más incomprensión planificada, menos probable es que se genere el entusiasmo que puede producir un cambio radical. O una permanencia radical. Desaparece el trecho que va del dicho al hecho. 

El entusiasmo comparece como una forma de opresión para los oficiantes del mero hablar-por-turnos. 


(7)

Teorizar no es lo contrario de percibir. Lo contrario de la teoría es el etiquetado. No deben confundirse estos verbos: clasificar, etiquetar. Los diletantes viven de esta confusión, no perdonan ninguna forma de entusiasmo lógico. Las producciones estéticas están a la altura de esta confusión autosatisfecha.


(8)

Debe haber distancia, incluso entre los que se ahogan.


(9)

La filosofía siempre ha sido –y será– una relación posible entre los ojos, la imaginación y la memoria. La filosofía morirá de un atracón de imágenes. Entre nosotros, hay buenos filósofos que se dedican a engordar el pez. Estos amigos de lo resbaladizo se pertrechan de anzuelos muy sofisticados; lo que para ellos es inmediato, para el resto de la humanidad es un mundo demasiado elevado. Escriben para los ahítos de conceptos, no para los ayunos de imágenes.


(10)

En algunas tradiciones antiquísimas, los sabios no estaban bien vistos. A diferencia de los sacerdotes y de los profetas, se consideraba que iban a lo suyo. Es una percepción muy ajustada. Hay que tener mucho cuidado con los sabios. 

Hoy, un sabio puede ser un experto en finanzas o un expresidente de gobierno (lo que viene a ser casi lo mismo). Sobre esa perversión del lenguaje no hay nada que decir; basta con señalarla. No obstante, prolifera una especie a medio camino entre el sabio y el profeta. Imbuidos en un halo de divismo ontológico, estos especímenes se consideran exentos a la hora de razonar y se ven provistos de grandes cualidades délficas. Es difícil no verse –uno a sí mismo– así y librarse de esta mistificación: poesía de la filosofía de la poesía.


(11)

Entre la filosofía y la poesía, es difícil no caer en estos pozos sin fondo del que mira tan arriba. En realidad, se contempla a sí mismo a la espera del aplauso, que siempre es social. A no ser que la mirada descubra otra cosa y a no ser, por encima de todo, por debajo de cualquier aspiración, que la expresión de la mirada haga partícipe a los demás de ese descubrimiento (alétheia). ¿Cómo saber que esa participación no completa la jugada del embeleso narcisista a gran escala?

A no ser que: esta es una buena fórmula.



(12)

Ver, saber, teorizar. A no ser que nada de esto importe, pero incluso en ese caso: no ver, no saber, no teorizar. Incluso en ese caso es necesario saber no ver, saber no saber, saber no teorizar.

No saber que no se sabe ver, saber, teorizar: este es el origen y el final. Entretanto, lo imposible sigue siendo necesario para quien no ha perdido esta especie rara de entusiasmo que permanece ligada a los cambios y pertenece, paradójicamente, a una modalidad de quietud que la Historia sigue transmitiendo bajo las categorías oficiales del tiempo humano. Mientras haya dos, seguirá habiendo uno. Un escritor, un lector. 

Carecemos del aval de nuestro siglo… ¿Y qué?


27.9.21

NOVEDAD: I. "PEQUEÑAS TEORÍAS. MINIATURAS (A)FILOSÓFICAS SOBRE ALMA, MUNDO Y DIOS", de Miguel Ángel Hernández Saavedra, Valencia: Shangrila 2021




262 páginas - 14x20cm - ISBN: 978-84-123523-6-8

 

Estas Pequeñas teorías incluyen conceptos e imágenes, argumentos y apólogos, visiones y revisiones, algunas tal vez delicadas y literarias, otras muy categóricas, sobre los tres objetos imposibles de la metafísica moderna: alma, mundo y Dios. Conforman una heterogénea puesta en práctica de la teoría, del pensamiento asociado a la contemplación. De la filosofía en relación con la narrativa y la poesía. Del lenguaje, sustanciado en formas y desechos, respecto a la vida, con sus especies ínfimas y accidentes decisivos. 

El mismo día que el autor las dio por concluidas, transcurridos apenas unos segundos desde que las sellara con un suspiro de alivio, sonó el timbre del portero automático. Al otro lado, una voz le espetó: ¿necesita afilar algo, maestro? El libro adoptó forma de cuchillo; y la escritura, cumplida, aspecto de piedra de agua, asentamiento y, al fin, desfiladero. 

En su interior, ciento treinta y ocho pequeñas teorías más un relato con apariencia de poema rozando el ocaso: mucha alma, una parte de mundo y un poco de Dios. 
  

Miguel Ángel Hernández Saavedra. (Madrid, 1969). Doctor en filosofía y profesor. Entre sus escritos para Shangrila, diseminados por otros tantos volúmenes, figuran los siguientes títulos: “La manía de sobrevivir”, “El desconsuelo”, “Huellas, columpios y fantasmas”, “CCCParadjanov”, “A vida y muerte (sobre el estado de la pulsión)”, “Doctores tiene la Iglesia: genio y culpa en el cine cainita de Abel Ferrara”, “Ni una palabra de verdad”, “Escribir según Clarice. Con la gracia de Spinoza y Kafka”, “Tempus nivis” y “Los salvajes del Ponto”. En Frontera D (revista digital), están a disposición del lector los siguientes opúsculos: “Ahora y en la hora”, “Baelo Claudia. Apuntes de playa y terremoto”, “La escritura del paraíso”, “Para una arqueología del vestigio”, “Desde el alma a los pies. Cincuenta apotegmas entre lo clínico y lo ético” y “La ilusión de la escuela: sobre el futuro de una institución dominada por curas, pedagogos y tecnócratas”. Además de otras publicaciones (entrevistas, comunicaciones, reseñas, artículos) en revistas y libros colectivos, incluidos libros de texto bajo la dirección del CIDEAD (Gobierno de España), es autor del ensayo Ortega y Gasset: la obligación de seguir pensando (Dykinson, 2004) y del poemario El misterio sinfónico de la nieve (Shangrila, 2020).  
    

Más información: