Homero: personaje mitológico, uno y múltiple, que para consolarse de la muerte de su perro construyó en torno a su ausencia un extenso edificio de navegaciones, disputas, quimeras, nostalgias, naufragios, embustes, despedidas, pérdidas, prodigios.
Se cree que Argos era de raza saluki, caracterizada por su independencia y su lealtad.
Cuando murió el animal, el hombre lloró.
Aún viven.
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Teuladins de la plaça de Santa Eulari
adéu, adéu, adéu.
me’n vaig i no sé quan podré tornar a l’illa.
Vicent Andrés Estellés
Había llegado el tiempo en que se acortan los días. Miraba hacia el molino cuando sonó un “¡crac!” muy fuerte a su espalda. Al volverse, vio una forma oscura, de apariencia compacta, que brotaba del patio: era como si este hubiese entrado en erupción, pensó. La penumbra se elevó, giró hacia el sur, se dirigió hacia las montañas. Se preguntó cuánto tardarían en llegar a África. No eran gorriones como los de la plaza de Santa Eulari, sino golondrinas. Fue todo muy rápido. Se alegró de haber presenciado, ese año, su despedida.
Volverán, dice el poema, pero ¿y si cuando regresen no encuentran el molino, el pozo, el patio en el que anidar con su fuente en el centro, sino un bosque o un lago o una isla pequeña, como recién nacida en el sueño del poeta, o aquella plaza que tuvo también su fuente?, pensó. ¿Y si hallan el patio ocupado por las golondrinas que fueron y por las que han de ser, en una algarabía de cuerpos, alas, vuelos, voces, acrobacias y tiempos superpuestos? El patio, como cualquier otro espacio, no sería de este modo más que un vertiginoso palimpsesto atravesado por líneas y planos que se cruzan, se intercalan, se horadan, se abisman, se tapan entre sí, se niegan a sí mismos, se refuerzan, se tachan, se confirman, se solapan.
¿Y si es esa la razón de que las aves no vuelvan? ¿Acaso se extraviaron en la ruta? ¿Confundieron la línea, el nivel, el plano, las entradas y salidas del tiempo y penetraron así, por error, en otra historia? Tal vez hayan hecho su nido en un tiempo sin aves en el que su inesperada irrupción es saludada como milagro y esperanza, o en un mundo que recibe con risas infantiles y agradecido asombro cada una de sus piruetas, o acaso se adentraron en la desbaratada memoria de aquel que nunca pudo despedirse sino para siempre porque todo se desdibujaba a su espalda –“adiós”, decía a la persona con quien hablaba y cuyo rostro escrutaba con rara intensidad, como para engullirlo o grabarlo hondo en la memoria; “adiós” a la casa cuya puerta cerraba al despedirse y que su llave no podría volver a abrir como la misma casa que habitó sino como otra muy distinta; “adiós” a las calles cuyo trazado desaparecía tras sus pasos o a las ciudades a las que jamás podría regresar puesto que, si viajase de nuevo a ellas, serían otras–.
Pero así son las cosas: antiquísimas y siempre nuevas.
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Ellas lo saben. Como también lo saben las cigüeñas, los salmones, las grullas, los colibríes, las ballenas, los cangrejos, las anguilas, los gansos, las libélulas, los elefantes, los caribús, los petirrojos, las focas, los antílopes, las mariposas y algunos tipos de tortuga. Saben que es hora de partir. Para volver después, acaso otros, o los mismos. Parten juntos, como un pueblo parten. En cardúmenes, en bandadas, en manadas, en enjambres… Parten, ya en su viaje de ida, ya en el de vuelta, para sobrevivir, para dar la vida, para morir. Para sus desplazamientos se sirven de las mareas, las corrientes de aire, las corrientes térmicas, las corrientes marinas. Se orientan por las estrellas, por el sol, por la luna, por el olfato, por las líneas de la costa, por la memoria, por la luz, por la temperatura, por la dirección del viento, por los accidentes del terreno, por los ecos.
Dejan tras de sí su huella, su ausencia: el patio silencioso, el aire quieto.
Queda el fantasma.
Grullas grises, Joel Sartore, National Geographic
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El fantasma es lo que queda. Olor, rumor, apenas eco. Son la puerta. Entre muchas otras cosas, un fantasma es (no es) puerta. A lo mejor es solo eso lo que queda: la puerta sin edificio, el fantasma sin realidad. A lo mejor es solo eso lo que hubo, lo que hay: invocación de lo que será o puede que sea, evocación de lo que fue o puede que haya sido. Llamada o memoria. Acaso, invención.
¿Hay algún arte que no respire por la herida abierta que es la despedida?, pregunté arriesgadamente. No sé responder. En primer lugar, porque despedirse no es siempre herida: a veces es júbilo, liberación, y allí también respira el arte: ¡con qué fuerza respira, con qué anhelo, qué gozo! Que respira, es seguro, eso sí. Respira. También lo hace cuando es herida, herida que no cierra, y de ahí surgió la segunda pregunta, que tal vez responde a la primera: ¿todo arte genera fantasmas? Es posible. Invocación, evocación, llamada y memoria, sí. Espectros que responden o callan u olvidaron o nos miran burlones; sombras que inhalamos con pavor o deleite, desesperanza y consuelo. Arte en cualquiera de sus cuerpos, de sus voces. Para despedirse, para adelantarse a la despedida (1) o para recordarla, qué más da. El fantasma. Lo que queda. De tanta ausencia, pura presencia. Ahora, y ese ahora es para siempre y desde siempre.
1. “Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado atrás”, RILKE, Rainer Mª, Sonetos a Orfeo, Barcelona: Círculo de Lectores, 2000.
Así son los fantasmas. Dejémosles: ya regresarán. Siempre lo hacen. Aunque se despidan, aunque ellos mismos sean infinita y necesaria despedida, regresan. Ya lo veréis. Aprenderéis a hacerlo. Aprenderemos. Aunque siempre hemos sabido.