9.11.24
En SABZIAN: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO. ESOS ENCUENTROS CON ELLOS", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024
6.11.24
II. "DISTOPÍA, CINE Y CAPITALISMO. VARIACIONES SOBRE EL FIN DEL MUNDO", Iván Gómez, Valencia: Shangrila, 2024
PRESENTACIÓN
La película más distópica estrenada en los últimos años, y una de las más inquietantes, es Misión imposible: Sentencia mortal – Parte 1 (Christopher McQuarrie, 2023). En el film, los agentes liderados por Ethan Hunt deben enfrentarse a la “entidad”, una especie de algoritmo autónomo capaz de cosas increíbles, como simular ataques inexistentes a submarinos, deshacerse de enemigos de toda condición o eludir, como si fuera una versión posmoderna de Hal 9000, a sus perseguidores humanos con cierta facilidad. A diferencia de lo que ocurría en el clásico de Kubrick, donde el objetivo era la desconexión de Hal, en Misión imposible todo el mundo quiere controlar esa entidad proteica y autónoma, sabedores unos y otros que su posesión y domesticación es una llave para dominar el mundo, o para destruirlo. Los terroristas a los que persigue el superagente Ethan Hunt piensan en el gesto nihilista final, la gran destrucción del mundo como la obra definitiva. Pretenden la consecución de la distopía, o ponerle fin con la destrucción de la humanidad, según se crea o no que ya vivimos en el peor de los mundos posibles.
La otra cinta que habla de la distopía sin ser una película de ciencia ficción ni aparentemente tener gran cosa que ver con ella, es la exitosa Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023). No es en sí la historia del invento nuclear lo que aquí interesa, algo muy explorado por todo tipo de distopías a partir de los años cincuenta. Lo interesante de Oppenheimer es la imagen sobre el fin del mundo que tiene en su mente el científico creador de la bomba atómica. Aunque sea una probabilidad remota, estadísticamente inapreciable, la imagen obsesiona a Robert Oppenheimer. Lo cierto es que el fin del mundo, del nuestro, nunca llega, pero para los habitantes de Hiroshima y Nagasaki sí lo hizo. Para ellos la distopía cayó del cielo, proporcionada por un avión de grandes dimensiones, una bomba tan letal como inteligentemente diseñada (de hecho, dos bombas con mecanismos de acción diferentes) y el beneplácito de quienes justificaron unas muertes por el ahorro de otras.
Estas dos historias plantean algunas conexiones interesantes. Se trata de dos relatos sobre el poder y el orden, la amenaza de la anarquía y el caos, la destrucción total y el fin del mundo. Todo es un problema de enfoque. Para los terroristas de Misión imposible conseguir el control de la “entidad” supondrá el fin del mundo, lo que supuestamente desean (hay que ver la segunda parte). Para Ethan es justo lo contrario, puesto que el orden solo podrá garantizarse mediante el control, o quizás la destrucción, de ese poderoso algoritmo informático. Para quienes financiaron al equipo de Oppenheimer el fin del mundo habría llegado si los alemanes hubiesen conseguido la bomba atómica antes que ellos. Para los japoneses el fin del mundo llegó en agosto de 1945, sin más. Se trata de enfoques de suma cero. Fantasías de destrucción total en las que se gana o se pierde todo, sin puntos medios ni soluciones de compromiso.
Este tipo de historias resulta atractivo para los espectadores. Hay riesgos, villanos de película, héroes con gran arrojo, antihéroes bien parecidos, objetivos muy altos y peligros que suenan muy auténticos, en particular al hablar del fin del mundo, del nuestro, se entiende. Pero también hay una serie de discursos, explícitos e implícitos, conscientes algunos y otros, en cambio, resultado, sin más, de la propia interacción de los elementos ficcionales, relacionados con la ciencia, la tecnología y la política que dan a este fenómeno tan omnipresente una fuerza cultural bastante inusitada. Tan amplia es la fuerza gravitacional del planeta distopía que acaba atrayendo a productos como los que abrían esta reflexión. No creo que las críticas de las películas de McQuarrie y Nolan las califiquen como distopías, porque no lo son. Pero sí contienen reflexiones sobre algo que podríamos llamar el impulso distópico, que puede manifestarse en unas ganas terribles por acabar con el mundo o bien por evitar semejante desastre (si hay que evitar el fin del mundo es que el riesgo existe).
La distopía se ha convertido en una forma cultural dominante en nuestro tiempo. Y lleva décadas siéndolo. Desde que en los años sesenta el número de distopías cinematográficas iniciara su crecimiento, han sido muchísimos los ejemplos, tendencias y modalidades de lo distópico en cine, televisión y literatura. Habrá que preguntarse por las causas, por supuesto, y por la evolución de este fenómeno ya longevo. También por las propuestas políticas que habitan tras estos productos, a veces polémicos, otras veces repetitivos y algo más inanes, pero casi siempre interesantes como objeto de estudio.
Antes de enunciar una serie de cuestiones preliminares, sí me gustaría hacer mías unas afortunadas palabras de Francisco Martorell Campos. En su ensayo Contra la distopía, este autor confiesa su devoción por el género, que ha consumido a lo largo de los años, para manifestar también un cierto hartazgo por la repetición de propuestas y, en parte, por la falta de horizonte político que se desprende de muchos de estos productos (ya volveremos sobre eso). Debo confesar que, al igual que Martorell Campos, llevo muchos años dándole vueltas a esta cuestión de las distopías. Con el paso de los años he creído pertinente elaborar la interpretación que el lector tiene entre manos, cimentando mi recorrido en las siguientes intuiciones que, con las páginas, pretenden convertirse en argumentaciones: a) las distopías son propuestas políticas orientadas hacia el futuro elaboradas a partir de las visiones desviadas sobre nuestro presente inmediato (por tanto, algo más que meros diagnósticos); b) las distopías plantean discursos sobre ciencia y tecnología que deben analizarse desde una perspectiva que comprenda y examine las implicaciones éticas y políticas de dichos discursos; c) la distopía ha constituido una respuesta desde el terreno de la ficción a la propia evolución del sistema capitalista, cuyas dinámicas han ido pautando y moldeando los mundos futuros que el género imaginaba; d) el género distópico es tan extenso e inabarcable que siempre encontraremos una excepción a cualquier intento de generalización que hagamos, lo que no debería invalidar nuestra definición de una tendencia o una línea de fuerza dentro de ese género tan dúctil y adaptable a diferentes escenarios históricos y políticos.
Nuestro ensayo toma como punto de referencia para el análisis de la distopía las manifestaciones cinematográficas. Esto puede parecer, y es, una decisión operativa. Tratarlo todo es imposible y puede que tampoco sea deseable, aunque ese es otro debate. Pero la elección tiene un motivo: el cine y la distopía tienen casi la misma edad. El capitalismo moderno es más antiguo que el cine, peo se acelera mucho a lo largo del siglo XIX y muy especialmente a finales del mismo, justo cuando el invento de la imagen en movimiento inicia su andadura. El lector puede imaginar tres largas líneas (distopía, cine y capitalismo) que arrancan, para los propósitos de este ensayo, en 1895 y que se van entrecruzando e influyéndose mutuamente. Pero hay otro motivo para centrarnos tanto en las representaciones cinematográficas. Es precisamente el cine el que ha suministrado las imágenes más impactantes sobre esos futuros distópicos pensados por la literatura. Los lectores ponen sus propias imágenes a lo leído. El cine suministra la misma imagen para todo el colectivo de espectadores, millones de personas en ocasiones, que pueden igualmente hacer sus propias interpretaciones sobre lo que han visto, pero partiendo de un conjunto de imágenes ya fijadas.
Por supuesto que nos referiremos y estudiaremos distopías literarias, como también citaremos algunas series de televisión, cuestión que nos permitirá reconstruir mejor determinados contextos culturales. El objetivo principal será analizar qué debates activa el fenómeno distópico y cómo lo hace a través de una cronología y una evolución que puede entenderse mejor, creemos, tomando el cine como eje central. De ahí que insistamos a lo largo de las páginas en la expresión “pensamiento distópico”, que es una manera de designar un impulso que atraviesa la ciencia ficción a través de las décadas.
El pensamiento abstracto es, en ocasiones, un proceso de deambulación, de visitas repetidas, entradas y salidas en las mismas habitaciones en días distintos. Así está pensado este texto que, no obstante, pretende huir por completo de oscurantismos teóricos y filosóficos, y que buscará de manera recurrente un apoyo textual a las afirmaciones que contiene.
La primera vez que escribí un texto largo sobre las distopías era más joven, más imprudente, intelectualmente hablando, pero no necesariamente más entusiasta ni más curioso que ahora. Mi gusto por este género reside en la posibilidad de entrecruzar lecturas de muchos ámbitos para intentar arrojar algo de luz sobre el fenómeno o, mejor dicho, luces de colores algo diferentes a las provenientes de excelentes estudios y autores que han precedido mi esfuerzo. Afortunadamente puedo aprovechar mejor ahora ese legado que hace quince años. De ahí que este texto tenga un aparato de notas que no he querido en modo alguno aligerar ni resumir, para que así pueda, al menos, seguirse la historia intelectual que ha forjado el libro que el lector tiene entre manos. Que al menos pueda encontrarse en esta reflexión ese mérito, si otro no cupiera entre sus párrafos.
4.11.24
NOVEDAD: I. "DISTOPÍA, CINE Y CAPITALISMO. VARIACIONES SOBRE EL FIN DEL MUNDO", Iván Gómez, Valencia: Shangrila, 2024
Nadie puede predecir el futuro con exactitud. No sabemos si la ciencia y la tecnología lograrán solventar nuestros problemas para construir finalmente una utopía digital en donde vivir eternamente. Puede que suceda lo contrario y acabemos nuestros días en un mundo degradado y al borde de la total extinción. Las distopías han imaginado muchos futuros posibles, desde mundos postapocalípticos a sociedades dominadas por la tiranía del ciberespacio. Todos esos futuros distópicos comparten algo. No son buenos lugares para vivir. Pero es imposible saber qué ocurrirá el día de mañana, de ahí que imaginar escenarios posibles sea tan importante. En realidad, las ficciones distópicas están más preocupadas por nuestro presente inmediato que por lo que ocurrirá en el futuro. Diseccionan de manera despiadada los entornos políticos y sociales actuales y advierten sobre nuestro enorme potencial como especie agresiva y aniquiladora. El futuro está ligado a la tecnología, y ésta puede ser aterradora. De nosotros depende, en gran medida, llegar a un escenario u otro. Pero no faltan advertencias; las podemos encontrar en historias como Minority Report, Blade Runner 2049 o Civil War, o en sagas juveniles como El corredor del laberinto, Divergente o Los juegos del hambre. Algunas de las cosas que plantean estos relatos ya han ocurrido, pero otras todavía no. En nuestra mano está evitarlo.
IVÁN GÓMEZ
(Mataró, 1978) es doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona, y doctor en Derecho y Ciencia Política por la Universidad de Barcelona. Es Profesor Titular de Nuevos Medios Audiovisuales en la Facultad de Comunicación y Relaciones Internacionales Blanquerna (Universidad Ramon Llull), en donde imparte diferentes asignaturas tanto de grado como de máster. Es autor y coautor de diversos ensayos sobre cine y televisión, como Cine y Derecho en los EE.UU. (1930-2023) y Videodrome. La distopía según David Cronenberg, ambos publicados en Shangrila Textos Aparte (2023 y 2020), Bullitt. Un policía llamado Steve McQueen (Laertes, 2016), El sueño de la visión produce cronoendoscopias (Laertes, 2014), Ficciones Colaterales: Las huellas del 11-s en las series “made in USA” (UOC Press, 2011) y Adaptación (Trípodos, 2008). Ha dedicado diversos artículos en obras colectivas y revistas académicas a la ficción serial estadounidense, al cine fantástico español, la ciencia ficción y las distopías o el fenómeno de la autoficción, entre otros temas. Los artículos han aparecido en revistas como Pasavento, Rilce, Brumal, Letral, Cultura, lenguaje y representación, Fotocinema o Hispanic Cinemas. Colabora regularmente con la publicación Serielizados. Ha sido profesor visitante en la Universidad Católica Portuguesa (Lisboa). Es abogado e investigador de temas relacionados con los estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad.
3.11.24
SHANGRILA CLUB (454): "Elegy For A Duck", Oliver Nelson
30.10.24
II. "LA PASION DE LO VISIBLE. FÉLIX GUATTARI Y EL FUTURO DEL CINE", Josep M. Català Domènech, Valencia: Shangrila, 2024
REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
La mente filosofante nunca piensa simplemente acerca de un objeto, sino que, mientras piensa acerca de cualquier objeto, siempre piensa también acerca de su propio pensar en torno a ese objeto
R. G. Collingwood (The Idea of History)
Consideremos un mundo en el que causa y efecto sean erráticos. En ocasiones la primera precede al segundo, a veces es el segundo el que antecede a la primera. O quizá las causas se encuentran siempre en el pasado y los efectos en el futuro, pero un futuro y un pasado que se entrelazan
Alan Lightman (Einstein’s Dreams)
Puede parecer una paradoja, pero ver una imagen no es nada fácil. Si se considera que el cuerpo de la imagen es básicamente estético y la estética se circunscribe a lo sensible, la imagen queda automáticamente relegada a un segundo plano. Se puede llegar a pensar que la labor de una imagen, más que dar a ver, sería hacer sentir, provocar afectos, como afirma Deleuze. A la imagen, o bien la ocultan las sensaciones que produce o se oculta tras aquello que se supone que representa. Ocuparía esa estulta posición que denunciaba Confucio al afirmar que, cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo. Pero la imagen ha sido siempre ese dedo, metido en el ojo del sabio.
Este libro pretende, en principio, acercarse al cine a través del pensamiento de Félix Guattari, quien colaboró con Deleuze en una serie de estudios trascendentales, pero no elaboró, al contrario que su compañero, ninguna teoría cinematográfica concreta. Sin embargo, hizo algo que no hizo ni pretendió hacer nunca Deleuze: dedicarse al cine. Deleuze tiene una teoría fílmica, mientras que Guattari apunta a una práctica fílmica. Algo parecido sucede con respecto a otros medios, como la pintura, el teatro o la novela: Deleuze se interesó teórica o filosóficamente por ellos, a veces junto con Guattari, pero nunca se planteó cruzar la frontera que separa la teoría de la práctica y dedicarse al teatro, a pintar o a escribir una novela. En cambio, Guattari sí lo hizo. No solo estuvo siempre en contacto directo con creadores de estos medios, sino que, en ocasiones, se aventuró a colaborar directamente con ellos y también a producir sus propias obras, como ocurrió en los casos específicos del teatro, la literatura y el cine, con alguna incursión muy esporádica en la poesía. Si bien en estos campos nunca llegó a producir una obra consistente que permita situarlo de forma destacada en tales contextos, lo cierto es que, como indica Flore Garcin-Marrou, Guattari «se forjó a lo largo de muchos años un estilo poético y surrealista, dando vida a una prosa conectada con su propia corriente de conciencia, en la tradición de los poetas de la Generación Beat» (2012b: 137). En el ámbito de la producción artística, hizo lo que había hecho siempre en todas partes, moverse por la periferia. Tampoco su incursión en el cine fue muy notable, puesto que se limitó al esbozo de una serie de proyectos que nunca llegaron a realizarse, para finalmente completar un guion que no alcanzó a ser producido por mucho que el autor lo intentara en varias ocasiones, incluida una tentativa en Hollywood. Sin embargo, estos tanteos, que el filósofo emprendió con gran entusiasmo, adquieren relevancia cuando se los contempla a la luz de su particular pensamiento, cuya originalidad es indudable. Y sirven además para completar el perfil de su personalidad única.
Considero que, a partir de estos planteamientos, es posible repensar el cine y la imagen de manera que se ponga de manifiesto la existencia de una nueva imagen del pensamiento, hasta ahora solo esbozada en el entorno de las nuevas tecnologías de la imaginación y más actual que la que propuso Deleuze al estudiar en su momento el fenómeno fílmico. Concretamente, pensar el cine a través de Guattari implica la posibilidad de sobrepasar el campo de la filosofía en sí para contemplar las relaciones que, en la actualidad, establece el pensamiento con la imagen, la tecnología y la subjetividad, transitados todos ellos por la función crucial del movimiento. Es decir, todos aquellos elementos que Deleuze evitó pensar directamente, a pesar de que son determinantes para comprender las relaciones de la estética contemporánea con el pensamiento o, de forma más decisiva aún, del pensamiento con la imagen.
Si se trata de relacionar a Guattari con el cine, la referencia a las ideas de Deleuze es inevitable, no solo por la colaboración que ambos mantuvieron, sino porque Deleuze constituye ineludiblemente la puerta de entrada a los estudios fílmicos contemporáneos, si es que se quiere hacer justicia a su complejidad. Por estudios fílmicos debemos entender no solo los relativos al cine, sino también los relacionados con todos aquellos medios que se han derivado, a lo largo del siglo XX, del paradigma cinematográfico, incluyendo un interés por la forma en que este paradigma ha influido en otros ámbitos, sobre todo el artístico. Estos estudios fílmicos, que por su carácter expandido requerirían un apelativo distinto, giran por lo tanto en torno al eje que configuran las relaciones entre imagen, tecnología y pensamiento. Pero, antes que nada, es necesario comprender cuál es el origen de ese peculiar pensamiento cuando se refiere al cine. Si hacemos caso a Deleuze, parece como si en el cine desembocase gran parte de la filosofía occidental, como si él fuera el encargado de recoger, plasmar y corroborar las concepciones más relevantes de esta tradición. Sin embargo, si esto fuera así, habría que tener en cuenta que la tradición filosófica se encuentra en el terreno cinematográfico con una corriente que viene del lado opuesto y que está formada por la combinación de la tecnología con la tradición estética, una estética concretada ya en la noción de imagen. En estas circunstancias, resulta complicado seguir pensando solo “filosóficamente”.
La concepción que Deleuze tiene de las imágenes proviene de Bergson, para quien «las sensaciones (…) no son imágenes percibidas por nosotros fuera de nuestro cuerpo, sino más bien afecciones localizadas en nuestro mismo cuerpo» (2006: 66). Está claro que no hablamos del mismo tipo de imagen, lo que explica por qué Deleuze no ve la misma imagen que yo veo, ni siquiera la descubre en el cine cuando se dedica a estudiarlo profusamente. Solo ante la pintura de Bacon se detiene para contemplar la imagen visual, pero de inmediato la convierte en un cúmulo de afectos y perceptos que a partir de las formas pictóricas impactarían directamente en el cuerpo sensible de quien las percibe sin pasar por el cerebro, de manera parecida a cómo lo hace la música. Deleuze no explica qué sucede en el cuerpo del que las produce. O en su mente. Tampoco es muy proclive a averiguar qué sucede en el cuerpo mismo de la imagen, más allá de esa transitoriedad de las formas.
No deja de ser cierto, sin embargo, que ante una imagen sentimos una fuerza afectiva que nos conmueve. Esta fuerza tiende a superponerse a la visión, de modo que captamos su origen visual a través de ella, pero, en el acto, lo visible queda anulado por lo sensible y dejamos de ver para limitarnos a sentir. La obra de arte, afirman Deleuze y Guattari, «es un bloque de sensaciones, es decir un compuesto de perceptos y de afectos» (1997: 164). Desde este punto de vista, según el cual, «la obra de arte es un ser de sensación, y nada más: existe en sí», se anulan los procesos creativos y receptivos, de modo que la obra de arte existe como un elemento autónomo, compuesto por perceptos que no son percepciones y de afectos que no son sentimientos ni emociones, en el sentido estricto de todo ello. La obra de arte existiría así al margen del sujeto e incluso al margen de ella misma, de su materialidad. Sin embargo, no podemos olvidar que cada obra es en realidad un proyecto concreto que se distingue de otros proyectos artísticos y que ha desplegado unas estrategias estéticas o intelectuales determinadas, es decir, lo contrario de una abstracción. En última instancia, lo que se desconoce es que la obra de arte es también una imagen. Una imagen visual concreta que puede mantener relaciones con imágenes mentales o sonoras pero que es distinta de estas, como distinta es de las sensaciones que produce o de aquello que se supone que representa.
La imagen ha sido creada para provocar, efectivamente, percepciones y sensaciones, pero estas se mezclan con ideas, explícita o implícitamente. Considerar que, como obra de arte, es un bloque encerrado en sí mismo puede ser útil para someterla a una mirada científica, ajena a cualquier aleatoriedad. Se olvidan las estrategias concretas que recorren cada acto creativo y todo se reduce —o se eleva— a un plano ontológico al que sin duda el arte pertenece, pero en el que no se agota. De este modo el arte puede circunscribirse al producto de uno de los tres planos que, según Deleuze y Guattari, cortan sistemáticamente el caos: «plano de inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o de coordinación de la ciencia» (ibid.: 218). Podemos admitir sin problemas que el arte es, efectivamente, una fuerza de la realidad, un modo de pensarla y de actuar en ella, siempre que esto no nos haga olvidar que, a partir de esta abstracción, se producen acciones concretas capaces de asimilar otras funciones, incluidas las de la filosofía o la ciencia. Es cierto que la reflexión de Deleuze y Guattari se produce en el marco de una pregunta específica, la referida a qué es la filosofía y, por consiguiente, la respuesta es necesariamente filosófica. Pero el alcance de esta respuesta excede lo filosófico, puesto que responde a un determinado estilo de pensamiento, como puede comprobarse en las reflexiones que Deleuze dedica al cine. La clave, en última instancia, se encuentra en el concepto de automatismo como antídoto de la función del sujeto, un aspecto que creo que concierne más al pensamiento de Deleuze que al de Guattari, a pesar de que lo compartan en determinadas circunstancias. Según la teoría de los tres planos ontológicos, el pensamiento sería el producto automático de cualquiera de ellos: solo se podría pensar a partir de ellos o acerca de ellos, es decir, haciendo que el pensamiento regrese sobre sí mismo. Pero todo esto, a pesar de su relevancia, no es más que el último esfuerzo para evitar la incómoda presencia del sujeto.
La obra de arte entendida como imagen desbarata el apolíneo andamiaje de este planteamiento. La imagen va más allá del arte, pero al mismo tiempo posee del arte la capacidad de reinventarse constantemente, incluso cuando aparece estandarizada. Como el pensamiento, puede estar sujeta a reglas, pero es altamente capaz de superar estas reglas. El arte, la imagen y el pensamiento forman un conjunto de elementos que son inicialmente diversos, pero que a la vez están interconectados por energías comunes que circulan entre ellos gracias a esa interrelación. Los vincula también el hecho de que, aislados o conjuntamente, los elementos que conforman ese entramado virtual se sitúan al margen tanto de la filosofía como de la ciencia, entendidas estas como formas esencialmente dogmáticas del pensamiento. El arte, la imagen y el pensamiento muestran, cada cual a su manera, o de sus respectivas maneras yuxtapuestas en el fenómeno concreto de la imagen, cómo actúa el pensador privado opuesto al pensador público: «el profesor (pensador público) remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombre-animal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho por su cuenta (yo pienso)» (Deleuze y Guattari, 1997: 63). Lo que es importante destacar aquí es la relación que el arte y la imagen mantienen con el pensamiento. Para ello lo mejor es considerar al arte como imagen, lo que conlleva que las imágenes pueden ser entendidas también como arte. Con ello se llega a la misma conclusión que plantean Deleuze y Guattari, a saber, que el pensamiento es creación, que «la primera característica de la imagen moderna del pensamiento tal vez sea la de renunciar completamente a esta relación (con la verdad), para considerar que la verdad es únicamente lo que crea el pensamiento» (ibid.: 57). En este punto, cabe preguntarse cómo solventar la aparente contradicción que existe en el pensamiento de Deleuze y Guattari, puesto que, por un lado, propugnan la validez de un pensamiento libre y creativo —un pensar en movimiento y del movimiento—, mientras que, por el otro, parecen empeñados en regular la forma en que este tipo de pensamiento es posible.
[...]
28.10.24
NOVEDAD: I. "LA PASION DE LO VISIBLE. FÉLIX GUATTARI Y EL FUTURO DEL CINE", Josep M. Català Domènech, Valencia: Shangrila, 2024
Félix Guattari, después de haber colaborado con Gilles Deleuze en una serie de libros cruciales para el pensamiento contemporáneo, se enfrascó en un proyecto inusitado, la confección de un guion cinematográfico de ciencia-ficción con el que pretendía culminar unas aspiraciones creativas que siempre habían permanecido agazapadas tras su labor como pensador y psicoanalista heterodoxo. Si Gilles Deleuze, durante la misma época, elaboró una teoría del cine profundamente original sin pretender nunca dirigir una película, Guattari, por el contrario, no produjo ninguna teoría fílmica, pero quiso dedicarse, sin éxito, al cine. Con este fracaso se abre, sin embargo, la posibilidad de ahondar en las propuestas fílmicas de Deleuze por un camino inesperadamente trazado por Guattari. Entre ambos se establece una postrera colaboración virtual, pero no solo porque se cubren así los aspectos, generalmente antitéticos, de la teoría y la práctica, sino también porque se demuestra que Guattari, injustamente relegado a un segundo término en el trabajo conjunto, era quien había aportado las ideas más revolucionarias en el trabajo colaborativo.
A través de este particular ensamblaje, se exploran las relaciones entre la imagen, la tecnología y el pensamiento, ofreciendo la posibilidad de una teoría fílmica posdeleuziana que fundamente la estética cinematográfica del futuro inmediato. Los indicios de este cine del futuro se detectan ya en el ecosistema del post-cine, compuesto por la realidad virtual, los documentales interactivos, los metaversos y otras tecnologías de la imaginación como la Inteligencia Artificial aplicada a la imagen, de las que se extrae una nueva imagen del pensamiento, alimentada más por las ideas de Guattari que por las de Deleuze.
JOSEP M. CATALÀ DOMÈNECH
Catedrático emérito de la Universitat Autònoma de Barcelona. Doctor en Ciencias de la comunicación por la UAB. Licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la Universitat de Barcelona. Master of Arts in Film Theory por la San Francisco State University. Premio Fundesco de ensayo. Premio de ensayo del XXVII Certamen Literario de la ciudad de Irún. Premio de la Asociación Española de Historiadores de Cine. Es autor de diversos libros sobre estudios visuales, cine y documental, entre ellos La violación de la mirada, La puesta en imágenes, Estética del ensayo, La imagen interfaz, El murmullo de las imágenes, La imagen compleja, La forma de lo real, Viaje al centro de las imágenes, Posdocumental. La condición imaginaria del cine documental y Complejidad y Barroco. Además, ha publicado también La gran espiral. Capitalismo y esquizofrenia, Visionarias, Anatomía de lo real. Imagen, signo y pensamiento (con Juan Diego Parra) y La era de la incertidumbre. Ha sido decano de la facultad de Ciencias de la comunicación de la UAB y director académico del Máster de Documental Creativo de esta misma universidad.
27.10.24
SHANGRILA CLUB (453): "In The Wee Small Hours Of The Morning", Ben Webster
22.10.24
II. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024
INTRODUCCIÓN
Este libro solo responde a lo que, con Louis Marin (Destruir la pintura), llamaremos el placer de hacer palabra la imagen: procurar, pues, del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.
El cineasta Raúl Ruiz sostenía que todo film conlleva siempre otro film secreto, y que para descubrirlo bastaba con desarrollar el don de la doble visión que cada cual posee. Este don, que Dalí podría haber llamado “método paranoico-crítico”, consistía sencillamente en ver en una imagen o sucesión de imágenes no ya la secuencia narrativa que se da a ver efectivamente, sino el potencial simbólico y figurativo de las imágenes y, en el caso de las películas, de los sonidos aislados del contexto. Además, una escena o un film secreto no aparecerá casi nunca en la primera visión; requiere, para su revelación, de una cierta rumia y extrañamiento.
Puede que, como las películas, también las imágenes conlleven escenas o cuadros clandestinos, gestos oblicuos y furtivos que esconden sensaciones y paisajes ignotos. Encontrarlos y perseguirlos puede llegar a ser una práctica, o una obsesión, apasionante. Tal vez ahí, en esa ronda un tanto noctámbula –y sonámbula–, radique una parte considerable de la emoción estética.
Por eso este libro es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Como señaló Barthes (La preparación de la novela), si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum –apuntaba Barthes– forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios.
Nada más lejano, entonces, en esta deliciosa derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto –placer barroco de las incidencias y las digresiones– que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo, dicho esto por recurrir a un término que remite a las viejas sesiones cinefílicas de antaño y que, como enseguida nos sugeriría el propio Barthes, está repleto de pesadas connotaciones lindantes con el tedio, y a veces con la pompa atroz de los circunstantes.
Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir –deseamos– el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada –y por tratar al menos en este caso de hacer una excepción a la normativa logocéntrica que nos conforma culturalmente– por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia, y, por qué no, también con aquellos viejos espectadores de la menesterosa cinefilia, los últimos hombres de las cavernas, al decir también de Raúl Ruiz.
Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.
Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo escritor-lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.
21.10.24
NOVEDAD: I. "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2024
Este libro solo responde al placer de convertir en palabra la pintura: procurar del disfrute de la contemplación del cuadro, o de su goce, un placer o un goce del lenguaje. No se trata tanto de un deseo de saber –explicar o significar la imagen– como de un gusto por decir el enigma, y, si ello fuese posible, instalarse felizmente en él, o al menos rondarlo.
Por eso es un álbum. El producto de unas circunstancias, el relato discontinuo o la dispersión de unas elecciones y encuentros felices con algunas imágenes. Si algo caracteriza a un álbum es la ausencia de estructura. El álbum forma un conjunto facticio de elementos cuyo orden, presencia o ausencia son del todo arbitrarios.
Nada más lejano, entonces, en esta derrota sometida al azar y a la contingencia del capricho y del gusto que el tratado o el libro –que se quiere normativo– de arte y ensayo.
Un álbum. La misma contingencia o capricho que guía la presencia de las obras aquí comentadas habrá de regir el desplazamiento del lector por sus páginas; tránsito episódico, salteado, fragmentario y parcial. Puede que orientado o seducido, antes que nada por las imágenes mismas: santos –y señas– de una devoción compartida con Baudelaire y con los hábitos despreocupados de la infancia.
Pues toda imagen aspira a ser, de algún modo, un espacio salvado. He ahí, desde luego, la experiencia propia de un cuadro: un sitio resguardado del exterior donde estar y deambular en paz, modelo él también del detenimiento, y de la suprema intimidad. Un libro como este, con cuadros dentro, no puede más que intensificar esa experiencia.
Naturalmente, este es el tipo de libro cuya concepción misma excluye la posibilidad de darle fin. Lo cierto es que, en el fondo, todo lector aspira a la escritura infinita que incluya todas las variantes y todos los desvíos: la palabra tramada en una querencia o delirio que dure lo que dura la vida de quien la escribe.
ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO
Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas.
Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021), La musa inquietante (2022) y Hombres y Dios. Escenas de noche y misterio.
Es co-director del filme Pessoa / Lisboa.
20.10.24
SHANGRILA CLUB (452): "Woman Of The World", Donald Byrd
17.10.24
III. "FRAGMENTOS Y MICROHISTORIAS DEL VIDEOJUEGO EUROPEO", Óliver Pérez Latorre, Víctor Navarro Remesal y Clara Fernández Vara (coords.), Valencia: Shangrila, 2024.
Introducción
FRAGMENTAR Y DESFRAGMENTAR EL VIDEOJUEGO EUROPEO
Víctor Navarro Remesal
Óliver Pérez Latorre
Clara Fernández Vara
16.10.24
II. "FRAGMENTOS Y MICROHISTORIAS DEL VIDEOJUEGO EUROPEO", Óliver Pérez Latorre, Víctor Navarro Remesal y Clara Fernández Vara (coords.), Valencia: Shangrila, 2024.
PRÓLOGO
Maria B. Garda
Los tres editores de esta antología, Óliver Perez Latorre, Víctor Navarro Remesal y Clara Fernández Vara, han hecho un trabajo maravilloso. No solo por recopilar un conjunto tan destacable de capítulos individuales sino también por mapear de manera tan atinada el estado del arte de la investigación histórica sobre videojuegos, como se puede ver en la introducción al volumen. Estoy convencida de que este libro será, en conjunto o capítulo a capítulo, de inmensa ayuda en las aulas universitarias españolas dedicadas a las culturas digitales. Además, como esta colección está escrita de forma accesible y es, francamente, un placer leerla, puede encontrar su hueco entre las lecturas de verano de cualquier entusiasta de la historia del juego. En general, creo que los editores merecen todos los elogios posibles, especialmente teniendo en cuenta lo difícil que es el tema del libro.
Hay que decir que juntar una colección centrada en una perspectiva europea de cualquier fenómeno mediático cultural, sean videojuegos, cine, música o cualquier otro, no es tarea fácil. De hecho, es una cuestión de equilibrio que requiere tener en cuenta el contexto histórico, social y político de la producción de medios y, además, llevarlo a un nivel transnacional. Quizá el difunto Thomas Elsaesser, quien fue un destacado historiador del cine europeo, resumió mejor que nadie este problema en la introducción a su propia colección de textos, publicada bajo el título European Cinema. Face to Face with Hollywood:
Cualquier libro sobre cine europeo debería comenzar con la afirmación de que no existe el cine europeo y que sí, el cine europeo existe y ha existido desde los inicios del cine hace poco más de cien años. Depende de dónde uno se sitúa, tanto en el tiempo como en el espacio (1). (Elsaesser, 2005: 13)
1. Todas las traducciones, tanto de los textos originales como los citados, son de los editores del libro, salvo que se indique lo contrario y en los capítulos escritos originalmente en castellano (Marçal Mora, Beatriz Pérez Zapata y Clara Fernández Vara).
Aunque, como señalan los propios editores, el concepto de videojuego europeo no tiene el mismo peso operativo que el de cine europeo, y posiblemente nunca lo tendrá dadas las genealogías tan diferentes de los dos medios, creo que los historiadores del juego pueden obtener algo de Elsaesser. En los siguientes párrafos entro en diálogo, de forma no muy estructurada y más bien selectiva, con sus observaciones sobre el cine europeo. No será necesariamente para establecer paralelismos (aunque los hay) y marcar diferencias (y hay muchas), ya que al final sería comparar manzanas con naranjas, sino para reflexionar sobre el momento y el lugar en el que se sitúa esta exploración histórica de los videojuegos europeos.
Empecemos por eso de que “el videojuego europeo no existe”. De la misma manera que Hollywood mira el cine europeo desde fuera, cabe pensar que, desde las perspectivas norteamericana o japonesa, Europa puede parecer un panorama coherente de medios digitales. Pero tan pronto como miramos desde dentro, como académicos europeos que estudian los juegos europeos, esta ilusión de coherencia se desintegra rápidamente. En los ochenta y noventa, casi todos los países de Europa tenían una gama diferente de plataformas mainstream, cuya popularidad a menudo dependía de factores locales más o menos aleatorios, muchos de los cuales aún están por desenterrar en archivos estatales o privados. ¿Por qué el MSX japonés fue popular en España y Holanda, mientras que Polonia se convirtió en el último bastión de los 8 bits de Atari? Solo tenemos algunas de las respuestas.
Diferentes plataformas significaron diferentes juegos y diferentes títulos canónicos, sin mencionar el papel de los idiomas nacionales (incluida la localización), que construye otra capa de referencias históricas específicas de países y períodos. Esta fragmentación no se evaporó del todo con el tiempo, ya que todavía existen muchas diferencias locales, por ejemplo en la popularidad local de los MMO o los juegos de redes sociales. Sin embargo, incluso dentro de esa “mirada interna” hay perspectivas externas, como en otras historias de los medios, y arraigadas de la misma manera en un factor central: los antiguos límites del Telón de Acero. Las historias de los juegos de Europa del Este se desarrollaron literalmente a un ritmo diferente (Garda y Grabarczyk, 2021) y durante mucho tiempo, como una industria incipiente que miraba hacia Occidente (Budziszewski, 2015).
Así como hay un centro y una periferia en las historias globales de los juegos y, en ese contexto, Europa no es el centro, existen tensiones similares dentro de la propia Europa. Aunque sabemos mucho sobre la historia de los videojuegos en el Reino Unido, o gracias al trabajo de Jaroslav Švelch (2023), al menos algo sobre la República Checa, todavía hay muchos países en Europa apenas explorados y de los que como mucho podemos identificar uno o dos juegos. Era el caso de Polonia a principios de los 2010, cuando la identidad videolúdica se correspondía casi exclusivamente con la franquicia The Witcher. Curiosamente, Elsasser (2005: 14) también utiliza Polonia como ejemplo, diciendo que el cine polaco de posguerra era sinónimo de Andrzej Wajda, para ser reemplazado en los ochenta y noventa por Krzysztof Kieslowski. Algo muy similar puede decirse de Almodóvar y el cine español, como discuten los editores cuando tratan los juegos nacionales en su introducción.
Me parece que el debate sobre producciones nacionales todavía no ha llegado a los game studies, al menos no en la medida en que ha atormentado a los film studies desde los años setenta. Desde ese punto de vista, quisiera aplaudir especialmente cómo los editores han abordado de manera crítica las distintas nociones de lo que significa que un juego sea español o británico. Además, con este libro el lector no solo conocerá la historia de los juegos españoles sino también de aquellos creados en Polonia, Bélgica, Suiza, Italia y Finlandia. Aún más importante, el lector leerá sobre ellos en español, lo que considero un gran paso hacia dos metas importantes. Primero, hace que varias historias europeas del juego, no solo las locales, sean accesibles al público de habla hispana. Segundo, permite que las historias del juego comparativas se hagan en idiomas nacionales.
De acuerdo, entonces ¿en qué sentido existe el videojuego europeo? Elsaesser opone el cine europeo a Hollywood, ya que parece existir dentro de una narrativa autoimpuesta de David contra Goliat, menos en las políticas estatales y de la Unión Europea. Aunque la industria del videojuego europea aún no tiene un archienemigo tan claramente definido, la situación general podría ser similar, en la medida en que la marca más fuerte de que un juego es europeo podría ser que esté financiado por programas de la Unión. La institucionalización de la industria del videojuego en Europa, especialmente desde la expansión de la Unión en las últimas dos décadas, ha provocado cierto nivel de cooperación transnacional. Sin embargo, todavía parece que los estudios multinacionales pertenecen más al Norte Global que a cualquier otro sitio. Si la historia de otros medios puede ofrecernos alguna idea al respecto, sería que las políticas estatales cambian y la internacionalización no tiene por qué ser un proceso lineal.
Históricamente, podemos encontrar muchas prácticas culturales que unieron a los públicos europeos en varios momentos, incluso cruzando el Telón de Acero. Por ejemplo, uno de ellos fue la coincidencia del videojuego con la demoscene, así como con las culturas de cracking y hacking de finales del siglo XX (Alberts y Oldenziel, 2014). También sabemos que algunos géneros han nacido o han sido populares en determinadas regiones de Europa, pero no necesariamente en lo que puede considerarse un nivel paneuropeo (por ejemplo, varios juegos de plataformas en los años noventa). Sospecho que las futuras investigaciones sobre juegos indie hechos en Europa destacarán algunos fenómenos culturales que fueron específicos del continente europeo, si no a nivel estético, sí definitivamente social, alrededor de los numerosos festivales y game jams locales, como por ejemplo A Maze en Berlín.
Por último, basándome al menos en la existencia de este mismo libro, así como en muchos proyectos relacionados con la historia y el patrimonio del juego en los que estamos involucrados sus autores y yo, se puede decir que los videojuegos europeos son un patrimonio emergente que se está reconociendo cada vez más desde varias instituciones de la Unión Europea. Desde 2012, la European Federation of Video Game Archives, Museum and Preservation Projects (EFGAMP) ha estado reuniendo un número creciente de iniciativas interesadas en documentar qué constituye el patrimonio europeo del juego.
Sospecho que yo misma he sido invitada a escribir este prólogo debido a que lidero, desde 2022, una acción COST financiada por la Unión Europea, Grassroots of Digital Europe: from Historic to Contemporary Cultures of Creative Computing (GRADE), dedicada a la “informática creativa” popular. Aunque esta red internacional de partes interesadas tiene un objeto más amplio que solo los videojuegos, también busca abordar muchas cuestiones de investigación y preservación a nivel europeo relacionadas con ellos. El más urgente de estos problemas es la gran fragmentación del campo. Esto se debe a que las fuentes históricas y la mayor parte de la investigación basada en ellas están disponibles en más de dos docenas de idiomas y, a veces, solo se puede acceder a ellas en una ubicación física. Por ello me alegra mucho que este excelente volumen aborde este mismo problema de manera directa.
En conclusión, este libro llega en un momento interesante para el estudio histórico de los videojuegos europeos. Es un momento en el que muchos organismos de financiación nacionales y de la Unión empiezan a reconocer la importancia y la impermanencia de los juegos como patrimonio. Cada vez se publican más investigaciones sobre el tema y más grupos interesados se juntan para apoyar esfuerzos por archivar y preservar. También vale la pena señalar que este libro proviene de un espacio que lleva investigando qué significa que un juego sea europeo más de una década. Creo que, aunque no existiera en ningún otro lugar, el espacio y el tiempo en los que participa este libro son un espacio y un tiempo en el que el videojuego europeo existe.
Referencias
Alberts, G., y Oldenziel, R. (2014). Hacking Europe: From Computer Cultures to Demoscenes. New York: Springer.
Budziszewski, K. P. (2015). “Poland”. En Mark J. P. Wolf (ed.), Video Games Around the World (pp.399-423). Cambridge: MIT Press.
Elsaesser, T. (2005). European cinema: Face to face with Hollywood. Amsterdam: Amsterdam University Press.
Garda, M. B. y Grabarczyk, P. (2021). “‘The Last Cassette’ and the Local Chronology of 8-Bit Video Games in Poland”. En M. Swalwell (ed.), Game history and the local (pp.37-55). Cham: Springer International Publishing.
Švelch, J. (2018). Gaming the Iron Curtain. How Teenagers and Amateurs in Communist Czechoslovakia Claimed the Medium of Computer Games. Cambridge: MIT Press.
Investigadora postdoctoral en el Centre of Excellence in Game Culture Studies, con sede en la Universidad de Turku, Finlandia. Es experta en historia de los medios y su trabajo actual se centra en la historia comparada de los juegos y las culturas mediáticas. Sus publicaciones recientes han tratado sobre sostenibilidad cultural, patrimonio digital y juegos independientes. Anteriormente participó en varios proyectos de investigación, entre ellos “Creative Micro-Computing in Australia, 1976–1992” (Universidad de Flinders, 2017–2018) y “Alternative Usage of New Media Technology during the Decline of People’s Republic of Poland” (Universidad de Łódź, 2013-2017).