Botonera

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26.4.24

XIII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



HABLEMOS AHORA DE LOS ARTISTAS SIN OBRA
EN TRÁNSITO A NINGUNA PARTE
[fragmento inicial]

Manuel Arranz






a Jesús Rodrigo 

 
No tengo nada que decir, y lo estoy diciendo.
John Cage

Todo lo que hay en usted me recuerda a usted, menos usted.
Groucho Marx, Una noche en la ópera 




Hablemos ahora de los artistas sin obra.

Pero antes, algunas previas y obvias consideraciones:

1. Un escritor es un hombre que escribe, como un pintor un hombre que pinta, un escultor un hombre que esculpe y un músico un hombre que compone música, o que la interpreta. Si un hombre no escribe, ni pinta, ni esculpe, ni compone o interpreta música, no puede llamarse escritor, ni pintor, ni escultor, ni músico, por mucho que esas artes le apasionen y le quiten el sueño.

2. Un hombre puede elegir entre escribir, o hablar, y guardar silencio. Si elige escribir puede escribir incluso sobre las razones que lo llevan a escribir, o a hablar, pero si elige guardar silencio no puede escribir ni hablar sobre las razones que lo llevan a guardar silencio, ya que eso sería una contradicción en los términos.

3. Un artista sin obra sería por tanto una contradicción en los términos. ¿Podemos concebir acaso un novelista sin novela, un pintor sin cuadros, un escultor sin esculturas o un músico sin composiciones musicales?

4. Evidentemente, no.

Sin embargo, hay autores, autorizados autores, críticos y profesores, que contestarían sin vacilar: evidentemente sí. Veamos por qué. Veamos sus razones. Veamos sus argumentos. Veamos por qué a su juicio se puede llegar a ser lo que no se es. Y algo más meritorio todavía: convencer a los demás de que no ser es preferible a ser.

  
En tránsito a ninguna parte 

Jean-Yves Jouannais, en su sugestivo libro Artistas sin obra (1), nos dice: “Numerosos creadores han optado por la no creación”, o lo que es lo mismo, numerosos artistas “han preferido no ser artistas”. Analicemos someramente estas dos frases. ¿No son acaso dos flagrantes ejemplos de oxímoron? Negar lo que se afirma o afirmar lo que se niega en la misma frase. Por lo demás, ¿puede llamarse creador a alguien que no ha creado nada? ¿Puede alguien preferir no ser a ser? Sin duda puede. Pero no por preferir no ser quien uno es deja por ello de serlo. Ni por preferir ser lo que no se es se llega a serlo. Por otra parte, la inteligencia, la cultura, la sabiduría, el genio, no tienen por qué plasmarse necesariamente en una obra, sea ésta de la índole que sea. Y no veo ningún motivo para considerar artistas a esos hombres superiores, que sin duda han sabido disfrutar y aprender del arte, pero que no lo han producido. Dicho de otro modo, han vivido “de un modo conveniente”, en el sentido que da Montaigne a esta frase, (Apuntamos, entre paréntesis, que quizá la confusión haya estado inducida por el lugar común de considerar al artista un hombre superior. De manera que si todo artista es un hombre superior, todo hombre superior será sin duda un artista. Claro ejemplo de aparente o falso silogismo en el que ninguna de las dos premisas es verdadera). Tampoco es cierto que el lector de un libro sea su autor, como no es cierto que arte es todo lo que lleva la etiqueta “arte”. Puede ser ingenioso, puede ser provocativo, o transgresor, puede ser todo eso y muchas cosas más, pero no es arte. Se puede estar de acuerdo con esto o no estarlo. Si no se está, mejor no seguir leyendo.

1. Jouannais, Jean-Yves, Artistas sin obra. “I would prefer not to”, trad. Carlos Ollo Razquin, Barcelona: Acantilado, 2014.

Sigamos. Sólo conocemos, o podemos conocer, las obras que han visto la luz, pero no podemos conocer aquellas, innumerables, que no han llegado a verla. Ni las que se han perdido, han sido robadas, destruidas, o a las que su autor, en un arrebato de lucidez, de humildad, o de sensatez, ha destruido. Esto, que parece una perogrullada, y que probablemente lo sea, pone en evidencia la simpleza teórica de afirmar lo que se niega, o por el contrario, negar lo que se afirma. No se puede hablar, al menos con la coherencia debida a la razón, del valor de lo que no es, de lo que no se ve, no se toca, no se escucha. Como mucho se podría hablar, e incluso esto es más que dudoso, del valor del no ser de las cosas que no son. Porque las cosas, y también las personas por supuesto, para ser algo, no basta con que lo pretendan, o decidan, finjan o aparenten serlo, tienen que serlo realmente en algún momento. Somos, mal que nos pese, como los otros dicen que somos, somos como nos ven los demás, no como pretendemos ser o cómo nos vemos a nosotros mismos. Y es indudable que siempre ha habido hombres que han influido en la historia de la literatura sin llegar a escribir una sola línea, como los ha habido en la historia de la pintura sin dar una pincelada, o de la música sin componer ni tocar una sola nota. Pero eso no nos autoriza a llamarlos escritores, pintores o músicos. Tampoco a ellos a considerarse como tales. Distinto es el caso de hombres, con una exigua y casi testimonial obra, que sí entran en esa categoría, muchas veces por la fuerza y el potencial revulsivo de esa misma obra, otras por circunstancias y causas más difíciles de explicar a primera vista. Éste es el caso de Vaché que cita Jouannais en su libro, o el de Arthur Cravan, con un puñado de poemas, 5 números de una revista (Maintenant) escritos íntegramente por él, y un puñado de cartas turbadoras y majestuosas a Mina Loy. Y como esos dos, algunos casos paradigmáticos más que hoy ya no escandalizan a nadie, pero que supusieron en su día un revulsivo cuestionamiento del estatuto del arte y del artista no siempre fácil de asimilar. 


Tener algo que decir y no decirlo

Tener algo que decir parecería en principio la condición necesaria para escribir. No lo es. En cualquier taller de escritura creativa les enseñarán a escribir sin tener nada que decir. Parece un contrasentido, pero insisto, no lo es. Incluso es más fácil escribir cuando no se tiene nada que decir que cuando se tiene algo que decir. Pero los artistas sin obra al parecer sí tienen algo que decir, pero prefieren callarlo (I would prefer not to). 




Los primeros artistas sin obra, los pioneros, aparecieron a principios del S. XX, cuando el arte empezaba a cuestionar su estatuto. Artistas de la provocación cuando la provocación todavía provocaba algo. Bástenos el ejemplo de la célebre obra de teatro DADA, cuyo nombre no recuerdo, y que consistía en una sola frase, es decir, la obra duraba apenas unos segundos, el tiempo de pronunciar le bureau de poste est en face (2) (La oficina de correos está enfrente). 

2. En realidad, compruebo, la obra, de Paul Eluard, era algo más larga y se trataba de un ejemplo DADA. Aquí la tienen completa y traducida: Se levanta el telón, dos personajes, uno de ellos con una carta en la mano, entran en escena cada uno por un lado y se encuentran en el centro de la misma. A continuación se produce el siguiente diálogo: – La oficina de correos está enfrente. – ¿Y a mí qué me importa?Perdón, como lleva una carta en la mano, creía…No se trata de creer, sino de saber. Dicho lo cual continúan su camino y cae el telón. (Como es fácil suponer, hubo que llamar a la policía y devolver el precio de las entradas).


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25.4.24

XII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LA OBRA MAESTRA INCONCLUSA
UN PASEO ENTRE RUINAS, TALLERES Y MUSEOS
[fragmento inicial]

Ricardo Baduell




El mito es la nada que lo es todo.
Fernando Pessoa, Ulises

La una era la otra
y las dos eran ninguna.
Federico García Lorca, 
Casida de las palomas oscuras

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.
Fernando Pessoa, Lisbon revisited (1923) 



El genio de la materia

Marcel Duchamp no reparó el Gran Vidrio. Hecha la rajadura, no volvió atrás. Jamás intentó restituir la obra al origen ideal representado por su forma acabada ni al estado prístino y completo de lo recién dado a luz. Nunca borró la huella accidental. Esa grieta inesperada, en adelante inseparable del cuerpo así arrojado de su idea matriz y situado para siempre más allá de ésta, permaneció desde entonces atravesada en el cristal, como una huella de la muerte o de la destrucción posible en la idealmente inmortal ilusión del arte. Una firma del devenir, incorporado justo allí donde todo suele armarse en su contra: en lo fijo de la imagen elaborada a conciencia hasta su versión definitiva, refractaria de lo casual, aunque una obra que permite ver a través de su materia lo que no forma parte de ella ya parece abierta a las perturbaciones de la contingencia.


Piedad Rondadini, 1564, Castello Sforzesco, Milán
Obra inacabada en la que Miguel Ángel estuvo trabajando
hasta seis días antes de morir



Pero el accidente puede anticiparse a la conclusión del trabajo artístico e incluso ser decisivo en éste, y hasta volverse su motor generador. Es un rasgo característico del arte moderno, aleatorio y materialista, en oposición al clásico, cuyo modelo, platónico, respondería a una concepción ideal y completa que se materializa a través de la materia dominada. Queda en suspenso el misterio de lo inacabado en Miguel Ángel, sin mencionar el valor acordado a los esbozos de Leonardo, por ejemplo, pero cabe destacar una diferencia por la que esta falta de remate se nos aparece hoy como una posible expresión en plenitud, cargada de poder sugestivo, en lugar de como una fase interrumpida hacia otro estado presumiblemente superior al ser el definitivo. La percepción, en retrospectiva, de un fenómeno separado del observador por siglos de experiencia tan ajena al objeto en cuestión como al sujeto convocado difumina el tiempo transcurrido, así como su cadena de causas y consecuencias, y aporta a esa obra preservada el aire de un acontecimiento fatal e incorregible. Los brazos de la Venus de Milo no le faltan al helenista contemporáneo y estar al tanto de la policromía original de estatuas semejantes no borra la impresión de la palidez del mármol. La idea original detrás de cualquier forma deliberadamente creada, si no se extravió o cambió sustancialmente durante el proceso creativo, difícilmente sobreviva ilesa a su exposición a los azares del mundo. ¿Pero era tan clara esa fuente de la que manó? ¿En qué medida era atribuible a una conciencia hecha, en caso de que lo haya sido, a imagen y semejanza de la que todo lo conoce sin error? ¿Existe ese modelo o, si resulta tan incierta su presencia como la adecuación de la figura a su representación, es porque uno y otra son imaginarios? 

Toda clase de accidentes se interponen entre obra y público, pero no sólo cumplen ese papel de muro o espejo deformante sino también, y no a menudo tan sólo sino incluso continuamente, median entre una y otro. El encuentro del aficionado con el objeto de su afición, especialmente cuando es descubrimiento y más aún si es el inicio del culto a una firma, aun propiciado por comentarios y referencias, suele deber muchísimo a la casualidad, a la coincidencia afortunada entre una exhibición y su propia presencia. De pronto, un roce hace chispa y el fuego prende; su brasa puede durar toda una vida. Pero lo mismo ocurre antes entre creador y creación, entre esa potencia manifiesta de improviso a la luz de una idea original y el acto progresivamente consumado que da a luz en la forma final de la materia trabajada. Se conoce el caso de Coleridge, quien compuso en sueños, durante un trance onírico debido al opio, su poema Kubla Khan (1797) y empezó a transcribirlo en cuanto despertó, pero fue interrumpido por una visita tras la cual jamás logró recordar cómo seguía, viéndose forzado de este modo a un desenlace abreviado. La anécdota testimonia la fe en la inspiración por parte de los admiradores de este poema y de los creyentes en su excelencia, pero hay en esa presunción de certeza, cuya prueba sería lo irrecuperable en la vigilia de lo que fue dado en sueños, una apuesta por lo intangible que tiene bastante de religioso, al menos mientras se deje en supersticioso suspenso la respuesta a la pregunta sobre el origen de la voz que oyó Coleridge o la visión que tuvo. Dejar de hacerlo tampoco garantiza el desvelamiento de una verdad o la confirmación de hipótesis alguna, pero eso no impide formularlas. ¿Qué veía Coleridge en su sueño y a quién pertenecía la voz que compuso el poema mientras tanto? De lo primero se puede suponer que se trataba de una elaboración inconsciente de la lectura que precedió a su sueño, donde se describía aquel palacio soñado a su vez por Kubla Khan, que el poeta jamás había visto. De lo segundo cabe deducir algo parecido: un producto de la lengua formada en Coleridge por sus lecturas, su oído, su época y su escritura previa. Joseph Brodsky afirma en un ensayo que la musa es el lenguaje, en su caso la lengua rusa. Fernando Pessoa, disfrazado de Álvaro de Campos, escribió: “Los antiguos invocaban a las musas. / Nosotros nos invocamos a nosotros mismos”. Si es así, responda o no, aparezca o no, sean o no decepcionantes la aparición o la respuesta, lo divino cede a lo humano y lo esencial a lo circunstancial en la práctica artística, destilación de una esencia sin existencia previa a partir del encuentro entre un médium sin más allá y unos materiales reunidos más por azar que por destino. Es lo que Baudelaire parece señalar en El pintor de la vida moderna: el deslizamiento colectivo hacia un gusto atraído por la inspiración de lo casual, contingente en lugar de necesario, mortal en vez de divino, del cual Godard parece hacerse eco cuando al comienzo de su carrera declaraba, declinándolo como tanto otro artista de los principios baudelaireanos, “lo que yo busco es lo eterno en su apariencia más frágil”. Sin embargo, esa aparente ligereza liberada del peso de los dioses lleva una carga explosiva que, ajena a lo decorativo, excede la complaciente inocuidad de lo pasajero y deja en cambio, suspendida en el aire, la potencia de una catástrofe que puede estallar en cualquier momento.


[...]



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24.4.24

XI. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LO BELLO Y LO TRISTE
ACERCA DE LA NOCHE DEL CAZADOR (CHARLES LAUGHTON, 1955)
Y LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET (FRITZ LANG, 1955)
[fragmento inicial]

Mariel Manrique






Desconfiad de los falsos profetas que se cubren
con pieles de cordero pero que en su interior
son fieros como lobos. Por sus frutos los conoceréis.

Mateo, 7: 15-23
Versículo leído por Lillian Gish a un círculo de niños 
al inicio de La noche del cazador,
sobre el fondo de un cielo estrellado. 



Se supone que hay un momento de la vida en el que se produce el tránsito de la infancia a la adultez, el “coming of age” de los cuentos infantiles o las novelas de aventuras. El falso predicador Harry Powell tenía escrita, en los nudillos de su mano izquierda, la palabra HATE (“ODIO”). Un nudillo para cada letra. Y la palabra LOVE (“AMOR”) en los nudillos de la derecha. Entrelazaba los dedos y hacía combatir las manos como animales salvajes, para ilustrar la lucha entre esas dos pasiones en una especie de hipnótico número circense. Pero era un embaucador. A él solo lo animaba una de esas pasiones en combate: el mal, el mal absoluto. Cómo sobrevivir al mal absoluto siendo niño quizá sea el tema de La noche del cazador (1955), basada en la novela homónima de Davis Grubb (1953), única e inclasificable película del actor y dramaturgo Charles Laughton, su epifanía, su one-hit-wonder.

Powell mataba viudas para hacerse de su dinero (un fajo de dólares escondidos en un azucarero, por ejemplo) y entablaba conversaciones cínicas con Dios en las que le agradecía que siguiera dándole la oportunidad de acumular billetes para divulgar su prédica. “No te preocupa que mate”, le decía a Dios. “Tu libro está lleno de muertos”, remataba, mientras conducía un auto robado por una ruta de West Virginia, en plena Gran Depresión. Por el robo del auto fue tres meses a la cárcel de Moundsville, donde conoció a Ben Harper, condenado a la horca por asesinar a dos empleados de banco para hacerse de un botín que pusiera a sus hijos a salvo de la pobreza. 

“Estoy cansado de ver a los niños vagando por los bosques buscando qué comer, durmiendo en coches viejos y abandonados, ateridos de frío. Me prometí que los míos no pasarían por eso”, le contó Harper, hablando con las palabras que James Agee había imaginado en el guion, el mismo James Agee que con el fotógrafo Walker Evans había recorrido durante ocho semanas Alabama para la revista Life, en el verano de 1936, para dejar constancia de la extensión pavorosa de la indigencia americana bajo el título Let Us Now Praise Famous Men (1941). Powell asedió a Harper en la celda para que le revelara el escondite del “tesoro”, pero no consiguió arrancarle una palabra (Harper llegó a ponerse un calcetín en la boca para no hablar en sueños). Perseguido por la policía a la salida del banco, había entregado el dinero (diez mil dólares) a su hijo mayor, John, antes de que lo arrojaran al suelo, lo esposaran boca abajo y se lo llevaran para siempre. 

“¡No! ¡No! ¡No!”, gritó John, que apenas tendría siete años, mientras se llevaban a su padre y él, azorado, se llevaba las manos al vientre. Dos cosas le había jurado a su padre cuando lo vio por última vez: que siempre cuidaría a Pearl, su hermana; y que nunca le diría a nadie adónde habían escondido su fortuna. En busca de un lugar imprevisible, Ben Harper había decidido que un buen sitio sería el interior del cuerpo de tela de la Srta. Jenny, la muñeca inseparable de Pearl, la hermanita menor de rizos desprolijos y ojos muy redondos. John cumpliría su juramento hasta el final, y en el proceso hasta ese final se haría hombre. Hombrecito. Huérfano y en la miseria, solo de toda soledad. 

El proceso fue el acercamiento progresivo e implacable del falso predicador hasta la casa de los niños; la seducción perversa de su madre, Willa Harper, empleada en la modesta heladería del matrimonio Spoon, a la que le colonizó la cabeza con sermones acerca de la corrupción del dinero y la culpa de gastarlo, en rituales de purificación en los que Willa terminó arengando en éxtasis al pueblo, antorcha en mano; la mentira acerca de que Ben Harper le había pedido que cuidara de ellos y le había contado que el dinero estaba en el fondo del río Ohio (y la lectura inmediata en el rostro purísimo de John de que por cierto el dinero nunca había estado allí); la boda con Willa y la negativa de Powell a consumar relaciones sexuales en nombre de un puritanismo exacerbado (y una sexualidad reprimida que sin embargo no le impedía la asistencia a espectáculos pueblerinos de striptease, mientras pensaba en cuánto odiaba a esas mujeres que se contoneaban, esas cosas perfumadas, perezosas y de cabellos ondulados, y retorcía en su bolsillo, hasta perforarlo, el cuchillo que llevaba siempre consigo, como un segundo falo); el inicio de un asedio despiadado a los hermanitos para que confesaran el escondite del tesoro; el asesinato de Willa al descubrir que ella finalmente se había dado cuenta de la cacería desplegada contra sus hijos; el ocultamiento del cadáver en el fondo del río, atado al asiento de un viejo Ford T; la nueva mentira, entre sollozos histéricos en la heladería de los Spoon, de que Willa los había abandonado en ese auto tras haber sido descubierta bebiendo aguardiente a escondidas en el sótano; y la fuga de los niños de la casa hacia donde decidiera llevarlos la averiada barca de su padre, reparada por un viejo, pobre y solitario pescador del pueblo, Uncle Birdie.

Cuando el anzuelo en el extremo de la caña de pescar golpeó una superficie metálica en la parte más profunda del río Ohio, Uncle Birdie se inclinó sobre el agua transparente y vio. Vio el cuerpo inmóvil de Willa atado al auto, sus cabellos sueltos y blandos flotando en esa nocturnidad como la hierba en la pradera, y el corte quirúrgico del cuchillo en la garganta, como una segunda boca. Se emborrachó y lloró desconsolado. Llevaba grabada en la existencia la máxima de que el hilo se corta por lo más delgado y asumió que lo culparían del crimen. 

John Harper había asistido al primer movimiento que lo expulsó de la infancia cuando arrestaron a su padre. No asistió a este segundo movimiento, a esta orfandad subacuática (Charles Laughton se lo ahorró y nos lo regaló desplegado como un naufragio en cámara lenta, en toda su tortuosa hermosura, solo a nosotros, sus espectadores, con Willa –Shelley Winters– convertida en una muñeca de cera, una bella durmiente definitiva), que bien puede considerarse una moneda de dos caras: en el reverso, Willa duerme en su descenso de muerte, acunada por la flora marina, ajena en su burbuja a los larguísimos juncos que flamean a su alrededor, como el velo vegetal de esa novia que no pudo ser; en su anverso, John se trepa a la barca junto a Pearl para huir del Mal, el falso predicador de traje, sombrero y alzacuello, con la apostura un tanto letárgica e increíblemente sexy de Robert Mitchum, que parece ya entrenando para ser Max Cady, el ex presidiario psicótico de Cape Fear (Cabo de Miedo, J. Lee Thompson, 1962). Mientras los niños ponen la barca en movimiento, Powell irrumpe y avanza, enorme y oscuro como un Frankenstein, y se queda gritando su impotencia como un poseso, con el traje puesto y el cuchillo en la mano, una suerte de boogeyman sumergido hasta el pecho en el agua bordeada de sauces. La barca emprende su viaje sin mapa con sus dos tripulantes y la muñeca a bordo, en una noche de cuento tachonada de estrellas.


[...]



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23.4.24

X. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EL TURISTA ACCIDENTAL
[fragmento inicial]

Irene de Lucas






El hombre de negocios debe llevar sólo lo que cabe en un equipaje de mano. Facturar es buscarse problemas. Añada varios paquetes pequeños de detergente para evitar caer en manos de lavanderías extrañas. Hay pocas cosas esenciales en este mundo que no vengan en tamaño de viaje. Un traje es suficiente si lleva sobres quitamanchas. El traje debe ser gris oscuro; el gris no sólo oculta las manchas, puede ser útil en caso de funerales inesperados. Lleve siempre un libro para protegerse de los desconocidos, las revistas no duran y los periódicos de otros lugares le recuerdan que no pertenece a ese lugar. Pero no lleve más de un libro. Es un error común sobreestimar el tiempo libre potencial, y en consecuencia, llevar más de la cuenta. Al viajar, como en todo en la vida, menos es invariablemente más.
Y lo más importante: nunca lleve consigo en su trayecto nada tan valioso o querido que su pérdida podría devastarle.


Macon Leary 
(extracto de la guía El turista accidental)




El turista accidental (Lawrence Kasdan, 1988) narra el recorrido de su protagonista, Macom Leary (William Hurt), hasta alcanzar una sonrisa, la primera desde la repentina muerte de su hijo adolescente, asesinado dos años antes. La genuina expresión de felicidad de Macon en primer plano es la imagen con la que Lawrence Kasdan cierra el filme, porque esa primera sonrisa de todo el metraje es el destino final del arco narrativo del personaje. Un arco que empieza con una maleta vacía sobre una cama de una habitación de hotel, un año después de perder a Ethan (Seth Granger) y dos escenas antes de que su esposa le pida el divorcio a Macon cuando regrese de este último viaje de trabajo. Sumida en una profunda depresión, Sarah (Kathleen Turner) ha llegado a la convicción de que no podrá superar a la muerte de su hijo si continúa a su lado. Porque él siempre ha creído que la gente es malvada y ahora ella se ve forzada a aceptarlo. Porque la misantropía con la que Macon amortigua su dolor es contagiosa y les condena a una existencia retraída. Porque se resiste a convivir el resto de sus días con ese dolor sordo pero incesante. Y porque piensa a menudo en suicidarse. “Mi única esperanza es salir de aquí, lejos de ti. Déjame ir”.

El durísimo monólogo de Sarah en esta escena no sólo lanza el conflicto argumental, sino que encierra todas las claves para entender el contexto de la historia y a su protagonista. En este sentido, como señalaba Kathleen Turner, aunque su personaje tiene un rol secundario y sólo aparece en tres momentos distantes de la trama, “el peso emocional de la aflicción, de la ira y de sus necesidades, recae en Sarah”. (1) Cada uno de los reproches que le hace a su marido (la soledad devastadora tras perder a su hijo, la reclusión característica de los Leary –la familia de Macon– y su particular incapacidad para sentir emociones y compartirlas con otro ser humano) son los puntos cardinales de esta historia. Y en el centro de todo se encuentra el carácter del protagonista: “Macon, sé que amabas a Ethan y sé que le lloras pero hay algo tan… reprimido en la forma en que sientes las cosas, como si intentaras deslizarte por la vida y salir indemne”. 

1. Entrevista a Kathleen Turner en 1988 con motivo del estreno del filme. The Bobbie Wygant Archive (www.bobbiewygant.com).

Macon se engaña a sí mismo –“no soy insensible, resisto, persevero”. Así se lo hace ver Sarah, y nos lo confirma la cámara, al enfatizar con un lento travelling de acercamiento al rostro de Hurt el hermetismo con el que encaja las hirientes palabras de su esposa: “No es casual que escribas esos estúpidos libros diciéndole a la gente cómo hacer viajes sin sobresaltos, para que puedan viajar a los lugares más maravillosos y exóticos del mundo sin que les conmuevan lo más mínimo y puedan sentirse como si nunca hubieran salido de su casa. Ese sillón con alas no sólo es tu logo, eres tú”.







Sarah se refiere a las guías que escribe Macon para “turistas” reacios a viajar, cuyo título comparten tanto la película como la célebre novela de Anne Tyler, de la que se adaptó el guion. Son turistas accidentales las personas que viajan contra su voluntad. Los que prefieren la comodidad de su casa y de sus rutinas, todo lo que les resulta familiar y conocido, a las aventuras y hallazgos inesperados que el azar depara a un viajero. Permanecer dentro de los confines del microcosmos individual que hemos construido, incluso en un contexto de imprevistos constantes, como son los viajes –y la vida misma– no es tarea fácil. Exige protegerlo de todo elemento externo susceptible de alterar ese frágil equilibrio del que depende nuestra zona de confort. El turista accidental debe ser disciplinado, autosuficiente y planificar para reducir el impacto de cualquier injerencia; todas, sin excepción, son indeseables, pues la única forma de preservar un statu quo es aislarse el máximo posible del mundo exterior. 

Las palabras de Sarah nos revelan que Macon es un turista accidental en su propia vida. Lo era antes de perder a Ethan, y más todavía después. De hecho, los extractos de su guía, cuya lectura en voz en off apuntala los momentos más importantes del filme, encierran todas las respuestas que no siempre encontramos en la sobria interpretación de William Hurt –fiel en todo momento a la impermeabilidad de su personaje. Así, sus consejos de viaje nos trasladan su filosofía de vida. Macon es un hombre que viaja ligero de equipaje, sólo con lo imprescindible, y jamás lleva consigo algo valioso, irremplazable. Se arma con una vestimenta que le permita afrontar cualquier temporal y con un libro que le sirve de escudo. Rehúye por norma lo desconocido y evita depender de terceros, pues sólo confía en lo que controla o conoce de antemano. Abandonado a una existencia minuciosamente calculada para protegerse, su leitmotiv, necesariamente, es que “menos es invariablemente más”.

Pero desde la escena en el avión ya se intuye el devenir de los acontecimientos. El azar sienta a Macon junto a un ferviente admirador del que no hay escapatoria posible: “Veo que tiene su libro para protegerse, ¡pero no le funcionó conmigo, eh!”. Su filosofía de vida tampoco le protegerá en la siguiente escena, con Sarah en la cocina. Ni el más avezado turista accidental puede prever lo imprevisible ni acorazarse por completo. Y las pérdidas se acumulan en su vida; primero su hijo, ahora su mujer. Sólo le queda un compañero de viaje: Edward, el perro de Ethan, que desempeña un papel clave como motor narrativo de esta historia.


[...]



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22.4.24

IX. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



DE LA DIFICULTAD DEL TRÁNSITO
NEAR DEATH (FREDERICK WISEMAN, 1989)
[fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano




No puedo elegir el momento en el que inicio el viaje.
Deberé encontrar mi propio camino en lo oscuro.
Una sombra vaga bajo la luz de la luna:
Es mi compañera.

Wilhelm Müller, Winterreise.



Documentar el tránsito

En un artículo reciente que ha gozado de cierto predicamento en la esfera internacional, Eelco F. M. Wijdicks (2019) acuñaba el término “trilogía médica” para referirse a ese tríptico de películas dirigidas por Frederick Wiseman entre las que se incluirían Titicut Follies (1967), Hospital (1970) y la muy posterior Near Death (1989). La categoría no deja de ser resbaladiza y acepta infinitos matices, pero resulta parcialmente interesante en tanto apunta un buen maridaje entre el documental observacional y las instituciones que se encargan del cuerpo. Después de todo, y paradójicamente, el cine de Wiseman se puede entender como un trayecto vital a la inversa: de los cuerpos ancianos, enfermos y profundamente destrozados de su ópera prima hasta los cuerpos triunfantes que bailan, boxean o cocinan en su última etapa. Por momentos uno se sentiría tentado de sugerir que el cine de Wiseman ha sido, en muchos sentidos, un intento desesperado por ir incorporando paulatinamente la belleza a los encuadres, un responder cauto pero honesto a la fealdad del mundo a partir de breves chispazos de esperanza, creatividad y arte. 

El cuerpo sufriente, el cuerpo enfermo, forma parte del ADN del documentalista, y lo recorre desde lo más concreto de la enfermedad (1) hasta lo más explosivo de su exhibición. Desde el “defecto” de los cuerpos enfermos hasta el “exceso” de los cuerpos triunfales de Model (1981), Wiseman ha buceado con alegría y descaro en los extremos, combinando como suele ser habitual en su escritura la ironía más ácida con desarmantes fogonazos de piedad y empatía. 

1. Resulta curioso que Wijdicks deje de lado en su texto otra posible trilogía no muy lejana compuesta por Deaf (1986), Multi-Handicapped (1986) y Blind (1987).

En esta dirección, puede que Near Death sea una de las piezas más delicadas y complejas de toda su obra: habiendo transitado diferentes límites (la cordura, la ley, la guerra), de pronto su filmografía se enfrenta finalmente cara a cara con el problema mayúsculo, el problema de la desaparición absoluta de cada humano. Y no conviene engañarse: es un encuentro que Wiseman llevaba más de una década ensayando. Había acompañado a los soldados norteamericanos que se preparaban para la guerra de Vietnam en Basic Training (1971), había explorado las posibilidades de la espiritualidad en Essene (1972), había incluso rastreado a las instituciones que calentaban motores para un hipotético holocausto nuclear en la espeluznante Missile (1988). La muerte era convocada, película tras película, tratada al sesgo o sumergida en el fondo del discurso de las instituciones. Sin embargo, esa “cercanía” a la que hace referencia el propio título de la cinta se iría reduciendo hasta que en 1989, finalmente, se redujo al mínimo.

Atendamos, por lo tanto, al pórtico de la película.


Figuras 1 a 4


La película escribe su nombre con una sequedad absoluta, en un negro sobre gris (Fig. 1) que recuerda a otras producciones anteriores de la Zipporah, la productora de Wiseman. El detalle no es baladí: el director venía de experimentar durante más de un lustro con el color –como en The Store (1983) o en la propia Missile–, pero su decisión aquí tiene un tinte indudablemente ético: el tema parece exigir una cierta sobriedad, un comedimiento visual que lo hace en principio incompatible con las paletas que había manejado en sus propuestas anteriores. (2) Hay que volver al inicio. Sin duda era el blanco y negro el que le había permitido tratar con cierta distancia los vómitos, la sangre y los fluidos que punteaban diferentes momentos de Titicut Follies o de Hospital, los detalles físicos excesivos que allí quedaban de alguna manera distanciados, controlados, gélidos en su potencia matérica. La colorimetría jovial y casi chillona de Deaf o de Central Park (1989) no era compatible con una unidad de cuidados intensivos.

2. No es de extrañar, por lo demás, que durante la década de los ‘80 Wiseman oscile entre el blanco y negro y el color en una extraña danza. Curiosamente, muchas de sus películas de la época centradas en el cuerpo optan por la primera opción, mientras aquellas que parecen buscar temas externos se apoyan en una policromía intensa. 

En segundo lugar, la película comienza con dos interesantísimos planos que muestran una regata deslizándose por el Río Charles, situado en Boston. El primero (Fig. 2) está rodado marcando una potente línea horizontal, casi simulando una cierta frontalidad con los remeros. El segundo (Figuras 3 y 4) es una delicada oscilación en picado por el que la cámara “asciende” de la superficie del río hasta el horizonte de la ciudad. 

Ciertamente, podemos tomar estos dos planos como una más que interesante resonancia de lo que nos espera. Es cierto que Wiseman no es un director que admita fácilmente las lecturas simbólicas gratuitas. Antes bien, su cine se complace en una profunda reflexión sobre la materia concreta, un rozamiento buscado con la realidad del que únicamente en un movimiento posterior (y quizá siempre rozando la sobreinterpretación) podemos extraer algún tipo de lectura suplementaria. Pero ahí está el río, ahí el flujo del tiempo y el devenir, ahí los remeros que intentan atravesar la superficie de un lado a otro sin hundirse. La idea de vincular ese agua inicial con la muerte, con el estado comatoso, con el no-existir (“Mi marido existe, pero no está vivo”, dirá en algún momento una de las familiares que vagan por el hospital) es una tentación que se redobla por el hecho mismo de que la cámara de Wiseman se centre en pacientes con problemas respiratorios. Pacientes que, dicho bruscamente, se ahogan minuto tras minuto de metraje mientras la cámara retrata su agonía. 

Algo similar se puede decir de ese plano que asciende (Figuras 3 y 4), pero que en ningún momento se deja atrapar por el cielo. La línea compositiva siempre deja la mayor parte del peso visual en el agua, permitiendo que la vida cotidiana de los sujetos (los puentes, las avenidas, el tráfico) sea como una especie de delicado espacio liminar entre lo terrenal y lo etéreo, lo acuoso y lo celeste. Como su propio encuadre subraya, Wiseman no se dejará llevar nunca por la explicación teológica del sufrimiento ni por la justificación de una postura más o menos “divina” que pueda apoyar o impedir la desconexión de los enfermos que no tienen salvación posible. El mundo está presente, ocupa el encuadre, mientras que Dios simplemente se despliega al fondo, silencioso, gris, indescifrable. Los seres humanos, ciertamente, ya hacen mucho con no perecer ahogados en su tránsito.


Apuntes sobre el tiempo y la estructura

A partir de este río –que reaparecerá, por cierto, en el plano final de la película–, la cámara de Wiseman se irá introduciendo en la UCI del Hospital Beth Israel con todo cuidado...

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21.4.24

19.4.24

VIII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EN UN PAÍS QUE ES TU IMAGEN
[fragmento inicial]

Javier Oliva





Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel género de espectáculo derivado de un arte bello inventado para la masa ignara. No sólo
parecía considerar a ese género en condiciones de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocupando ya en tal propósito. 

Heinrich von Kleist



Las seis películas que filmó Josef von Sternberg con Marlene Dietrich para la Paramount transcurren esencialmente en lugares exóticos, pero no para conducirnos a la ensoñación o la utopía. Estamos lejos de Shangri-La. Son películas muy estilizadas, llenas de contrastes, en las que el viaje en el espacio refleja un recorrido interior. Oriente, en sentido amplio, es el lugar en el que dejan de regir las normas morales cotidianas y los deseos pueden cruzar el umbral del inconsciente, e incluso llegar a cumplirse en una especie de realidad en segundo grado, a la que se accede por la puerta trasera del estereotipo. Allí, lejos del mundo burgués construido en torno al principio de precaución, de sus falsas seguridades y sus regulaciones estrictas, todo puede suceder, y los seres humanos deben estar constantemente alertas para enfrentarse a elecciones decisivas. Esa disponibilidad, esa apertura, lo transfiguran todo.

La mejor descripción de ese lugar la hizo un personaje, Poppy, interpretado por Gene Tierney en una película que Sternberg realizó después de haber viajado personalmente a Asia, The Shanghai Gesture (El embrujo de Shanghai, 1941):

El resto de lugares son como jardines de infancia si se los compara con este. Huele a algo increíblemente maligno. No pensaba que pudiera existir un lugar como este, salvo en mi propia imaginación. Tiene un aire de familiaridad espantoso, como un sueño que se recuerda a medias. Aquí podría suceder “cualquier cosa”... en cualquier momento...

Las películas con Marlene Dietrich están rodadas esencialmente en estudio y no tratan de reflejar ninguna realidad existente, sino de crear un universo autónomo, cuya vibración pueda iluminar de algún modo el tránsito personal de cada espectador. En palabras del cineasta: “El mayor valor de la cámara –su valor único y soberbio– reside en el movimiento, y no solo en el movimiento visible, sino en el que imprime en el pulso del espectador”.

En Morocco (Marruecos, 1930), una mujer a la que encontramos en un barco en medio de la niebla, sabiendo únicamente que no necesitará la ayuda de ningún hombre, acaba internándose en el desierto para seguir a uno.

En Dishonored (Fatalidad, 1931), una mujer plebeya se desplaza desde Viena hasta los confines de un imperio en descomposición, enfrentándose a la muerte con el desapego de una aristócrata. Ser espía implica cambiar de identidad, como una actriz; alternar entre el teatro de variedades y la tragedia.

En Shanghai Express (El expreso de Shanghai, 1932), la película más clásica de la serie, el viaje aparece en primer plano. Un hombre y una mujer que fueron pareja vuelven a encontrarse en un tren que atraviesa un país en guerra civil. Ella se sacrifica para salvarlo a él, arriesgándose a ser condenada por sus prejuicios.

En The Blonde Venus (La Venus rubia, 1932), los viajes tienen lugar entre Europa y Estados Unidos, y la propia Norteamérica se convierte en un lugar exótico a medida que la protagonista desciende hacia el sur, mientras todo se va degradando. El motivo de la ruptura de la pareja, debido una vez más a la ceguera del hombre, se hace aquí más serio por la presencia de un niño.

En The Scarlet Empress (Capricho imperial, 1934), es la misma protagonista la que aparece en primer lugar como una niña, y luego como adolescente. Su respiración que agita la llama de una vela a través del velo nupcial es como el proverbial aleteo de una mariposa que crea, tiempo después, una tormenta en el centro del vasto imperio ruso.

En The Devil Is a Woman (El diablo es una mujer, 1935), el trayecto se hace circular. Síntesis final, y negativo irónico de Morocco: una mujer que no desea entregarse a ningún hombre huye con un hombre para hacer que despierte de sus sueños, para salvar su vida.

Más allá de su calidad individual, lo que destaca ante todo en estas películas es su carácter de serie, la recurrencia de figuras y motivos. Componen un retablo manierista en blanco y negro, una suerte de tema y variaciones en torno a la “mujer caída” –pero no “mujer fatal”, ni siquiera en la última película (cuyo título definitivo fue impuesto por la Paramount frente al preferido por el autor, Capricho español). Marlene Dietrich parecía predestinada a este rol: Marlene es una contracción que ella utilizaba desde niña de su nombre de pila, Marie Magdalene. En una dimensión más abstracta, el motivo sobre el que estas películas tejen sus variaciones son las esferas del deseo y la voluntad de poder (cuyo centro está en todas partes, y su circunferencia en ninguna, retomando la expresión de Pascal).

Son películas muy conocidas, incluso míticas (lo que no siempre ayuda a verlas bien). Sus huellas y resonancias se extienden desde la obra de Howard Hawks a la de Jack Smith o Werner Schroeter. No obstante, su recurso a lo convencional y su desprecio de lo verosímil las alejan del gusto contemporáneo. Corren el riesgo de convertirse en placeres exóticos para cinéfilos cultivados, o en meras fuentes de imágenes icónicas descontextualizadas para los nuevos flâneurs virtuales.

Son, por otra parte, películas sobre las que se ha escrito mucho. Este texto, como cualquier cosa que uno quiera añadir a una amplia bibliografía, tiene también algo de variaciones sobre temas ajenos. Como guía para el viaje, nadie mejor que el propio Josef von Sternberg, un hombre consciente de los límites de toda experiencia: “Para citar una vez más a Goethe: ‘La mayor felicidad que el ser humano puede conocer es la de explorar lo que es explorable, y venerar lo que es inexplorable’”.


Nuestra pretensión ha sido fotografiar un pensamiento

En los primeros años ‘30, Hollywood está aún engrasando la maquinaria del cine sonoro. Aún faltan unos años para la consolidación del periodo “clásico”, en el que se ajustarán los engranajes del modelo que, con algunas variaciones, se ha mantenido hasta el presente. Más allá de esas circunstancias, las películas de Sternberg presentan dificultades. Algunas de ellas nos seducen al instante, mientras que otras se nos resisten en mayor o menor medida: su contenido es banal, sus personajes y situaciones estereotipados; ¿estarán menos logradas? El cineasta pensaba que los críticos y espectadores “siempre te aprecian por razones equivocadas”.

Son películas que se califican a menudo de barrocas, como si quisiera sugerirse un desajuste entre forma y contenido, un alejamiento de los cánones del clasicismo. ¿Significa esto que son películas en las que, como si fueran sucesiones de cuadros en movimiento, el motivo es solo un pretexto para la elaboración puramente formal: los juegos de la luz y la sombra, la claridad de las composiciones y la elegancia de los movimientos de cámara, los fulgurantes efectos de sonido, la belleza abstracta de las áreas fuera de foco, de los decorados y los vestuarios, o las superposiciones de imágenes en los lentos fundidos encadenados? ¿Se refería a esto Sternberg cuando hablaba de abstracción?

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