Botonera

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2.6.23

RESEÑA DE "MI VIDA EN CIFRAS", de Raymond Queneau, Valencia: Shangrila, 2023.



Reseña de Mi vida en cifras, de Raymond Queneau,
en Kaos en la red. Por Iñaki Urdanibia




Raymond Queneau par lui-même

Al escritor francés, como a sus compañeros o discípulos de escrituras como George Perec o Boris Vian, le iba el juego, las combinaciones, las variaciones numéricas o estilísticas como dejó claro en sus necesarios e inevitables Ejercicios de estilo, para él, el acto de escribir era una fiesta en la que no había que ceñirse a límite alguno, lo que no quita para que recurriese a ciertas restricciones impuestas, por él mismo, a las que circunscribir sus textos: asociaciones libres, sueños y ensoñaciones como materia prima que le hicieron caminar por las proximidades de los surrealistas, hasta que rompió con el dominante André Breton, y más experimentalmente en el Oulipo con los Ítalo Calvino, Marcel Duchamp, François Le Lionnais, y etcétera, sin obviar su implicación en el Colegio de Patafísica, junto a Boris Vian y Max Ernst, o su elección para la Academia Goncourt y a la Academia del Humor, responsabilidades compaginadas con la defensa de Isidore Isou y Henry Miller, ambos acusados de obscenidad, o la protesta contra la acusación que pesó sobre André Breton por de degradación de monumento público; más tarde trabajaría en la editorial Gallimard como lector y director de la Enciclopedia de la Pléyade. A nuestro hombre también le gustaba hurgar en distintas enumeraciones de seres variopintos y fuera de lo que se suelen considerar como los cánones de la normalidad, en ese terreno ahí está su antología de locos literarios. La suya era una apuesta firme por los derechos de la literatura, una gran afirmación, a la escritura con sus plenos derechos y sus propias reglas, la misma voluntad de estilo que la defendida por Paul Valéry o Stephan Mallarmé, que no se los marca nadie sino ella misma.

Ahora, editado por Shangrila, ve la luz «Mi vida en cifras», pequeño volumen en el que se reúnen tres sabroso textos de tonalidades autobiográficas, eso sí, con el sello propio del espíritu lúdico del autor. Tanto el primero de los textos que es el que da título al libro como el tercero, El apartamento, cabalgan por el campo matemático: en el primero aritmetizando su existencia, desde su propio nombre y apellido, las letras contadas, a sus señas de identidad, ampliando los números a la cantidad de los alimento ingeridos y la cantidad de los componentes químicos de estos, sin dejar de lado la asistencia a algún bistrot y las cantidades de líquido y sólido ingeridos, los minutos de la vida, las horas trabajadas, del baño y otros menesteres, todo ello por la senda de lo que afirmase en otro lugar: «La virtud que más me atrae es la universalidad; el genio con el que más simpatizo es Leibniz», lo que denota el gusto por las matemáticas, que necesarias resultan -según señalaba- «hasta para los poetas más refractarios a ellas, pues hasta éstos están obligados a contar hasta doce para componer un alejandrino». Nadie ha de temer no obstante, ya que su lectura no supone el requisito que coronaba la Academia de Platón: «que nadie entre aquí si no es geómetra». En lo que hace al tercero, en él confiesa que en sus años escolares, no ayudaba mucho a la comprensión un profesor que era un verdadero zote, reconvertido de peón en docente, no comprendía nada de nada en el terreno de las matemáticas; entre los libros amontonados de su apartamento, convertido en almacén, halló un libro de álgebra al que luego sumó otros que por allá andaban, tuvo una verdadera iluminación que le llevó a comprender las ecuaciones y el resto, abriéndole las puertas de una verdadera afición, podría hablarse de enamoramiento. En el texto no aparece que su afición le llevó hasta adherirse a la Sociedad Matemática de Francia, y a frecuentar el grupo Bourbaki, pionero entre otras cosas de la teoría de conjuntos; auténtico auto-didacta, ya que su formación académica había sido la filosofía llegando a participar en el célebre seminario, hasta lo mítico, de Kojéve sobre Hegel junto a Jacques Lacan, George Bataille, André Breton, Raymond Aron, Eric Weil, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Klossowski, etc. Dicha afición a los numérico no quedaba fuera de su quehacer literario como puede observarse en los dos textos a los que he aludido, y en otros en los que juega, aleatoriamente, combinando y sustituyendo palabras halladas en diccionarios.

El segundo texto, Autobiografía amañada, presenta algunos flashes acerca de su familia, y su proverbial espíritu de moderación, intercambiable con mediocridad, que él heredó y que lo elevó a mayor potencia. La mediocridad se dejó ver en sus estudios. A los 18 años entró a trabajar en un banco, e informa también de que vivió con sus padres hasta que éstos murieron. Sostiene que no es que fuese el colmo de practicante de las relaciones sociales en el trabajo ni fuera de él, siendo prácticamente sus únicos intercambios los que mantenía con los diferentes comerciantes con los que trataba, a las que se han de sumar algunas conversaciones realmente insustanciales. Jubilado, sin sentir frío ni calor, ya comenzó a leer novelas y vio que contenían tantas ideas falsas que decidió escribir una…fue a por folios a un quiosco y junto a él se topó con una niña parlanchina…y se produjo un encantamiento que le transformó.

Y con una prosa que se balancea entre la literaria y la hablada, entre sueño y realidad, por los bordes de los límites borrosos, avanzamos no sin humor y frases contenidas, por la existencia de este escritor ue dinamizó las letras y que acogíó en la capital del Sena a Gertude Stein, a Carson McCullers, abiendo las puertas de la escritura al propio Patrick Modiano.

Libro que se abre con un Prefacio de Pierre Bergounioux, Homo numericus, y se cierra con un Posfacio, El color de los cangrejos de río, del traductor Manuel Arranz, yendo acompañado por los dibujos de Claude Stassart-Spinger.


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1.6.23

y XIX. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EN DEFENSA PROPIA

Olvido Marvao



 
 

Y la vejez le impide recordar en qué tiempo 
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.

Robert Frost


A estas alturas piensas que la pregunta “¿qué tal estas?” es una trampa o una agresión, porque quien la hace seguramente no esté interesado en la verdad y, en el peor caso, sabes que al que lo pregunta con interés, sabes que tu contestación dejará de interesarle más allá del segundo sesenta. Pero, en definitiva, esa cuestión se torna incomprensible cuando por primera vez el médico la eleva al plural, “¿cómo estamos?”, y miras a los lados para reafirmar que no hay nadie más que tú en la consulta. Así que nos hemos inventado frases graciosas, eso sí, cortas, o eufemismos para contestar a tamaña pregunta que no debería hacerse nunca a partir de los sesenta. Y mientras la señora Dalloway va a comprar flores, haces lo mismo para alegrar tu casa mientras te percatas de que todo empieza a desaparecer poco a poco, a huir; ya no puedes correr cincuenta metros cuando se te escapa el autobús, no sabes si estás perdiendo oído o es que a ti tampoco te interesa lo que dicen los demás. Lo mismo les sucede a ellos cuando tú hablas y aseveran con la cabeza o dicen ya, ya, y lo único que están deseando es que acabes para desahogarse ellos o decir lo genial que les va, o lo horrible que les va. No nos escuchamos, y me doy cuenta de que a pesar de todo era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura. Porque, ahora caminar seis kilómetros es prácticamente como hacer el Camino de Santiago o concentrarte en frases largas que, por supuesto, achacas con autoengaño a que ya ves mal y te duelen los ojos, porque ni siquiera puedes leer la etiqueta para saber de qué material está hecho el jersey que quieres comprarte. Te justificas y piensas esto es lo normal, le pasa al que envejece, todos somos iguales ante el derrumbe, aunque todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera. Y ya no sabes quién huyó antes, si el cuerpo o la cabeza; sí, definitivamente fue el cuerpo y luego la otra se fue detrás poco a poco. Se deserta de uno mismo o es que ya no te ven, te has vuelto transparente. Pero no olvidas que la muerte llega para todos, aunque no tienes el mapa definitivo, hasta Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía, mientras que Stevenson se encontraba a un niño dibujando el mapa de una isla. Comienzas a quedar con algún amigo que te queda casi por obligación y entablas prácticamente, como en un bucle eterno, las mismas conversaciones...


¿Qué tal has dormido?, le preguntan, pero no les dices que hoy, como muchos otros días, desayunaste a las cinco y media de la mañana. Y de nuevo aparecen los eufemismos. Seguro que dormiste mal porque te tocaba subir al 73, llegar a la última parada, porque en la consulta solo te ha tocado el número 183 para hacerte los análisis y abajo, en Dispensación, te han facilitado los 90 viales del mes. Últimamente te dedicas a memorizar números y letras, incluso te ejercitas repitiendo el abecedario al revés. Te ha dado por pensar que así el cerebro hace gimnasia. Intentas recordar el nombre de esa espiral famosa que repite los números en la naturaleza, la que descubrió el italiano, ¿cómo se llamaba?, aquel que tenía un nombre parecido a la torre de Pisa y se le conoce por otro. Y en el camino a casa, de pronto gritas “¡Fibonacci! ¡Joder! Se llamaba Fibonacci”, y la calma vuelve al pensar que has recuperado algo de ahí adentro. Lo que no has notado es que lo has dicho en alto y la gente te ha mirado como si fueras Gena Rowlands en Una mujer bajo la influencia. Lo único que no huye de tu vida es el dolor, el desgaste de piel, huesos, músculos mientras aparece el olvido. El olvido, al principio, de cosas pequeñas, luego nombres que antes decías con facilidad, después pequeños errores (“¿Dónde habré dejado esto?”). Hasta que llega un momento en que comienzas a utilizar reglas nemotécnicas incluso para explicar cómo se llamaba la última intervención quirúrgica que te han hecho. Estás en plena deserción, huida o como quiera llamarse, cuando llega a tu vida la necesidad inexcusable de cuidarte, hacer ejercicio, tomar menos azúcar, y decides comprarte un recipiente de esos en los que tienes que meter las pastillas de toda la semana. Y un martes cualquiera, al coger la tableta correspondiente, regresa a tu cabeza Un modesto joven que se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos Platz, en el cantón de Grisones, y te dan ganas de irte a un balneario. A menudo escuchas la manida frase de, “es lo que hay” y definitivamente te recluyes en un destierro propio y comienzas a crear barricadas. Es muy fácil hacerlas con libros, son como ladrillos, pero de sabiduría, de sueños, y empiezas a necesitarlos incluso físicamente, ahí frente a ti, en estanterías llenas, acudes a ellas para derribar el dolor, para disfrutar, viajar, para aprender, esos libros de verdad, aunque a veces te provoquen un derrumbamiento interior, no como tantos libros de mierda que se publican que solo mantienen la simpleza. También notas, cuando decides observar, que la mirada de la gente se ha vuelto simple, perdida, sentada en el metro mirando a los demás clamas: Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Y Gregrio Samsa se despierta y le llamas Ismael. Es raro que levanten la vista y te miren, ya sea con inteligencia, curiosidad, tristeza, o desprecio, no sé. Que miren como sea, pero que vean, que observen. No deja de ser curioso que, cuando decides salir a lugares donde hay gente, la sensación de soledad se engrandece tanto como los ruidos. Pero, aun así, a veces, sales, caminas con sensaciones encontradas, parece que nadie vive y entonces sonríes pensando que tú sí porque observas y sientes, y vuelves a casa en silencio y recuerdas qué lejos queda cuando fuiste a Dublín y Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera. En otras ocasiones, el vacío de una calle en domingo se apodera de ti como un desierto que insistes en atravesar. Entonces regresas a casa, y quieres llegar cuanto antes y escribir de verdad, hasta que los dedos quedan paralizados y desearías que la Musa hable de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, pero a ti no te dice nada. Qué más da, cada uno piensa y vive a su manera. Es molesto eso de contradecirse. No sabes si volver al resguardo de los libros o intentar salir y comunicarte con alguien, te sientes como un preso en una tierra movediza, los pies quedan varados, piensas: hundirse o saltar, y finalmente dices saltar, mientras te hundes. O quizá las dos cosas, cavilas con indecisión. ¿Saltar? Te dices en alto riendo. ¿Saltar? Vale, irás caminando a cualquier lugar y no solo donde te lleven los libros. Hay caminos por descubrir, eso dogmatizan los que se empeñan en asegurar que hay que tener proyectos, pequeños proyectos para ilusionarse. Aunque todavía no sabes bien hacia dónde caminar, pero aún tienes ganas de hacerlo. Se camina por donde se puede y no sólo donde se elige. Y después de pensar todo esto, siéntate en el sillón más cómodo que tengas porque ya te habrás agotado solo de pensarlo. Ahora relee lo escrito en esos pequeños cuadernos donde ejércitos de palabras no duermen, se quejan y permiten ver la vida, pero no vivirla.


Uno de los lugares donde sientes que la vida regresa y más conforme estás con tu soledad es cuando caminas hacia el faro notando el viento que encrespa el mar oscuro, en ese momento en el que las gaviotas comienzan a buscar su lugar casi rozándote la cabeza y te apremian a doblar el cuello en una majestuosa sensación, y entonces escuchas una voz que dice tendréis que levantaros con la alondra. Deserta del todo, porque lo que sí sabes con toda seguridad es que te queda poco tiempo, ese tiempo en el que cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. Y entonces como defensa, de una forma insospechadamente rápida, decides crear nuevos recuerdos, vuelves a viajar en tren a ciudades que ya habías olvidado, a pesar de que el viaje no es lo ensoñado, la gente no viaja, solo se traslada. Y aunque, no son magdalenas, vuelves a probar las casadiellas, revives un sabor dulce, pringoso en los dedos, al que acude la mano de quien entonces fue el centro de tu vida. En esta ocasión te atreves a hablar con un desconocido, un par de frases sobre la alergia a las nueces, y su mirada penetrante resucita en ti una antigua sensación. Encuentras rincones nuevos, librerías desconocidas donde tu cabeza se ajetrea haciendo un ruido similar al del tren en el que miras hacia el paisaje, pero tu imagen queda fija en el cristal de la ventanilla y con una mínima ilusión, piensas, Y si una noche de invierno un viajero



Fuentes de las citas en cursiva, en orden de aparición

Historia de dos ciudades - Charles Dickens.
Ana Karenina - León Tolstói.
El Aleph - Jorge Luís Borges.
La montaña mágica - Thomas Mann.
Lolita - Vladimir Nabokov.
Ulises - James Joyce.
Odisea – Homero.
Al faro – Virginia Woolf.
En busca del tiempo perdido – Marcel Proust.
Si una noche de invierno un viajero – Italo Calvino.





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31.5.23

XVIII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




INSOMNIO
TEXTOS Y DIBUJOS NOCTURNOS
[Fragmento inicial]

Manuel Arranz


 
 

Mi caso, en pocas palabras, es este: esta mañana, mientras desayunaba, he estado releyendo la Carta de Lord Chandos, porque “mi caso, en pocas palabras, es este: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre cualquier cosa”. La carta se lee en apenas una hora, el tiempo de dos cafés con leche y una tostada, que es lo que desayuno últimamente, sin prisas. Es agradable desayunar en el bar desde que han puesto la terraza. Un par de toldos y unas cuantas mesas y sillas en la acera. No hace falta más. A las diez ya está llena. Por eso yo bajo un poco antes. Y me estoy una hora. Más o menos. Dependiendo de la lectura, del trabajo que tenga ese día, o de la próstata. Luego les diré a lo que yo llamo trabajo. Pero volvamos a la Carta de esta mañana. Es uno de esos libros que uno relee en varias ocasiones a lo largo de su vida. Esos libros no son muchos. Yo diría incluso que  cada vez son menos. ¿Qué significa pensar? es otro de esos libros que a cada nueva lectura uno aprecia más. Pero les estoy hablando de “mi caso”. El suyo puede ser otro. Y los libros también pueden ser otros. Los libros varían a lo largo de la vida. Digamos que van y vienen, aunque algunos permanecen. Unos suben y otros bajan, y llega un momento en la vida en que ya no los relees desde el principio al final. Los abres al azar y relees unas páginas. Mañana quizá continúes. O cojas otro libro. Es un librito inquietante esta Carta que tanto ha dado que hablar, cuando lo que pretendía era precisamente lo contrario. Pero supongo ya la conocen. Quignard escribió hace unos años una Respuesta a Lord Chandos. No la he leído. Aunque imagino que la escribió para refutarla. Cuando terminé el desayuno me acerqué al pakistaní a comprar algo de fruta. Un melón, unas cerezas, dos melocotones, dos limones. Sigue la ola de calor. 38º y solo son las 11 de la mañana. Hoy ya no saldré de casa.

*

A ciegas. Me gustaría que este diario, si algún día llegara a publicarse, incluyera entre sus páginas, o al final de todo, algunos dibujos míos. A tientas y a ciegas, y siempre durante la noche, llevo tres años dibujando en las mismas hojitas de papel que utilizo para escribir. Todo empezó con el insomnio. En mi caso, clínicamente hablando, Trastorno de la conducta del sueño REM. Como ya comprenderán no se los voy a explicar. Cualquier buen diccionario médico les dará la definición mucho mejor de lo que podría hacer yo. Pero les contaré cómo surgieron los dibujos. Surgieron es la palabra apropiada, la palabra justa. Una noche, mientras débil y cansado meditaba en la lectura, mientras daba cabezadas y me caía de sueño, la mano, que a duras penas sostenía el lápiz con que anotaba alguna peregrina idea, idea que con luz propia brillaba, mientras la noche duraba, e idea que se apagaba al alborear el día, la mano empezó a moverse sola. Empezó a conjeturar, a trazar y trazar rayas, frenéticas y locas rayas que yo metódicamente al día siguiente rompía. Eso es todo y nada más. Pasó el tiempo. El tiempo pasó implacable sin que yo me apercibiera. Hasta que un día vi que había algo que surgía. Surgía es la palabra justa. Es la palabra apropiada. Algo indefinido y vago. Algo inquietante y nocturno. Algo que se parecía al rostro de una mujer surgía de aquellas rayas. Eso es todo y nada más. No he vuelto a hablar de ello con nadie, pues nadie me creería. Y sigo noche tras noche sin dibujar, dibujando, sigo sin leer leyendo y sin escribir escribiendo. Y eso es todo y nada más. Tampoco yo lo comprendo. 

*

Abro los ojos. Abrir los ojos precede muchas veces al despertar. Como el cerrarlos precede al dormir. Quizá cuando los cerramos ya estamos dormidos, y cuando los abrimos, despiertos. También podemos seguir con los ojos cerrados estando despiertos, pero instintivamente los abrimos. Esta tarde, a una hora intempestiva, me quedé dormido, y al despertar, durante unos segundos, confundí el mando del aire acondicionado con el móvil, y la temperatura con la hora. Fueron solo unos segundos, unos segundos en los que me ausenté del mundo.

*

Me balanceo de un lado a otro. Primero despacio. Luego, cada vez más rápido, hasta que consigo quedarme sentado en la cama. Son apenas unos segundos. Afortunadamente conservo todavía fuerza suficiente en los brazos y, con su ayuda, logro ponerme en pie. Esta operación la llevo a cabo todas las noches, tres o cuatro veces como mínimo, desde hace tres años. Como mínimo también. Otras veces me dejo resbalar poco a poco por un lado de la cama y cuando mis pies tocan el suelo me pongo de pie. Siempre pensé que el cuerpo humano no sólo era una máquina perfecta, sino una obra de arte insuperable. El cuerpo del hombre, y no digamos ya el de la mujer. Pero hoy, por lo que respecta al cuerpo del hombre, tengo una objeción que hacer. Los testículos no están bien situados. Si te descuidas, te sientas encima.

*

Me arrepiento de todo. “Todo lo que he escrito antes de los setenta años no vale la pena tenerlo en cuenta”, así titula Antoine Compagnon un capítulo de su libro Con la vida por detrás. Un libro sobre el estilo tardío, sobre la vejez y la decadencia de los artistas, pintores, músicos, escritores…, y sobre aquellos que, voluntariamente, destruyeron su obra, la obra de una vida, cuando vieron llegar a la muerte. Rotunda frase que no siempre es cierta. Me arrepiento de todo, contestó Drieu la Rochelle, cuando le preguntaron si había alguna cosa de la que tuviese que arrepentirse. De todo, me arrepiento de todo, contestó.

*

Vidas ajenas. A Oscar Wilde no le interesaban las vidas ajenas, las vidas de los demás, solo las de algunos elegidos. No le intesaban las anodinas vidas de los anodinos pasajeros de un autobús urbano, y consideraba una pérdida de tiempo escribir sobre ellas, leer sobre ellas. A no ser que encerrasen algún secreto. Sin embargo todas las vidas encierran algún secreto inconfesable. Una vida sin secretos no es concebible.

*

Razones para vivir. Leo a Amy Hempel. Los cuentos completos de Amy Hempel. Qué difícil es escribir un buen cuento. Ella no siempre lo consigue, aunque sí lo consigue muchas veces. También a mí me gustaría escribir un buen cuento. Pero no como los suyos. Por si acaso he ido coleccionando títulos. Sí, me gustaría escribir un buen cuento. Por si también es su caso, aquí tiene algunos consejos para escribir un buen cuento: Lo importante es no perder el ritmo. Lo importante es lo que no parece importante. Lo importante no es lo que parece importante. Conservar el equilibrio también es importante, pero no es lo más importante. Lo más importante suele ser lo que parece menos importante. Lo importante no se dice nunca. O se dice como si no fuera importante. “¿Cómo sabemos que lo que nos ocurre no es bueno?” ¿Cómo sabemos lo que es importante?

*

Amar después de la muerte. Finkielkraut cita una vez más a Kundera, uno de sus novelistas preferidos, el otro es Roth, esta vez a propósito de la vida del ser amado después de su muerte, que es también el título del libro de Kundera del que está extraída la cita. “Sencillamente un muerto al que amo, jamás estará muerto para mí. Ni siquiera puedo decir: le amé; no, yo digo, le amo. Y si me niego a hablar de mi amor por él en pasado, eso quiere decir que el muerto es. Aquí es quizá donde se encuentra la dimensión religiosa del hombre”. Triste consuelo. No hay consuelo.

*

Otro día más. Otro día menos. Y sin embargo es el mismo día.


[...]




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30.5.23

XVII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EL CORAZÓN ES UN COFRE
QUE ENCIERRA TEMPESTADES
[Fragmento inicial]

Manuel Merino




 
 
…Y el oído es su ventana y nuestra voz su puerta, terminaba de sentenciar Eudora, con un soniquete escuchado diez mil veces y otras tantas repetido desde que se crearon mi tiempo y su memoria. 

Y allá seguirá para siempre en el recuerdo, con el brazo derecho en jarras y un trapo arrugado en su puño, mientras la otra mano permanece posada en la columna del porche, entretenida de forma inconsciente en levantar pequeñas costras de pintura con la uña, mientras espera que Miss Missy decida seguir su camino hacia la iglesia con todas las miserias de los habitantes del pueblo bullendo en el desdichado cofre de su corazón. Al final, siempre lo mismo, frases de cortesía y excusas repentinas porque llega tarde y solo entonces, la tía-abuela Eudora, se dará la vuelta cabeceando para avanzar despacio hasta dejarse caer sobre la silla de caña envuelta en una sonrisa que acaba siendo pura carcajada, entre exclamaciones repetidas en las que invoca sin hacerlo a un Señor que nunca pisaría aquel barrio.
Fue aquella tarde cuando comenzó el juego de las reencarnaciones. Era sencillo. Nuestra única defensa posible ante la muerte en aquel incierto valle de lágrimas. Una derivación natural de las creencias locales en la vida eterna, mezclada con ese imaginario que nos aportaron los cultivadores africanos sobre el más allá, o apenas esa necesidad universal de negarse al hecho de morir, aunque fuese defendiéndonos con armas tan primitivas, inocentes y eficaces como la superstición y la risa. Débil respuesta, inútil obstáculo a lo que habría de llegarnos con la lentitud agotadora de la vejez, o acaso de forma inminente y sin aviso en cualquier momento, como les sucedía en la parábola a las vírgenes necias. Pero, a la espera de ese instante misterioso y vacío de regreso y consuelo definitivo, proseguíamos con aquella fantasía descontrolada que a veces nos concedía grandes satisfacciones, estados casi eufóricos en los que los dos exponíamos atropellados comentarios, brillantes o solo mordaces y sin piedad alguna, hasta caer rendidos por la risa, como agitados en una bola de cristal donde una ventisca particular de confetis de plata provocaba nuestras lágrimas. 

– Miss Missy va a reencarnarse en mula. 

Aquella piadosa sierva del Señor, venerable profesora de lenguas clásicas retirada, que acababa de pararse un momento ante nuestro porche para cotillear, fue la primera que mereció una observación de ese tipo. Todavía puedo vernos sentados en aquellas ruinosas mecedoras del porche imaginando cosas; ella frotándose los ojos con el delantal y a mí mismo, aún niño, sorprendido por mi propia audacia, interrumpiéndonos con fabulas impropias y otras observaciones tan desmedidas como aquella, con las que se iba levantando el absurdo edificio privado que nos cobijaría desde entonces.

– Solo falta alguien detrás suyo que vaya echando paladas de serrín.

Y, nuevas carcajadas afiladas como machetes feroces que no podría oír aquella beata cotilla, que ya se alejaba como al trote, apuntalada por el taconeo incesante de un bastón primitivo y ligeramente escorada a la derecha, más apresurada ahora que se espaciaban hasta enmudecer los toques de campana de la Iglesia de los Primeros Cristianos convocando al último oficio del día, durante el que habría de seguir trenzando con detalles minúsculos malinterpretados el inmenso tapiz de una vida que solo narraba la oscura historia de sus convecinos.

Como entonces, secándose las lágrimas felices con el dorso de la mano, vuelvo a ver su sombra abrir con dificultad la puerta del templo y, una vez más, parece llegarme una lejana bocanada de incienso que lucha contra el hedor que cada atardecer impregna esa calle con la frescura del lodo del manso Sangamon, arrastrando un aire pegajoso preñado de zumbidos de mosquitos. Y con él también vuelven sus picaduras rabiosas y la confitura de ruibarbo, la jarra sudorosa de la limonada fría circundada de moscones azules y la sangre en las sábanas. Aquellos cercos oxidados eran el precio del verano. Porque todo tenía un precio, decía Eudora, soltando un manotazo estéril contra el aire de agosto ante su rostro arrugado. Un lado oscuro que contrarrestaba la felicidad inmediata de las pequeñas maravillas que la vida concedía a los vivos, añadiendo después que quizás también a los muertos, como la misma luz de cada día, y, al decirlo, elevaba su vaso que dejaba traslucir la luz del atardecer bendecida por la frescura de la limonada, para apurarla de un sorbo urgente. No podríamos saberlo hasta entonces. Eso aseguraba con una firmeza que nada podría hacer temblar, porque aquella anciana incapaz de mentir, flaca como un verso pero rotunda como un epitafio, tampoco podría equivocarse.

– Elude siempre los recuerdos –advertía quizás para no olvidarlo ella tampoco mientras clavaba esa amenaza sobre su pecho con un firme golpe de barbilla. 


Cementerio de Oak Hill, Lewiston, Illinois



Pero, ¿cómo rechazar tanta certeza? La tambaleante figura de Miss Missy en aquella tarde calurosa, sus gestos y andares equinos o la evidencia de que Cullers iba a reencarnarse en avefría, el venerable juez Rampton en una pitón, o Dan, pese a su apariencia inocente, modales domados, ojos esquivos y voz temblorosa, en una hiena. Cómo dudar de aquellos accesos de imaginación todavía vivos, más fértiles que las tierras que ceñía el fértil meandro donde ambos habían nacido, si con su visionaria capacidad transformadora, se habían perfilado como el eje de una infancia alejada del tiempo en la que, sin embargo, nunca nunca había podido resumirse bajo la fisonomía o costumbres de ningún animal porque nada se le desvelaba cuando estudiaba sus propios gestos fingidos ante el espejo de la entrada, ni tampoco cuando vigilaba la forma cambiante de su sombra resbalando entre las tumbas y aquellos cristos carcomidos o las flores ya mustias como aquella voz suya cada día más opaca y ausente que, tras la muerte de sus mayores, había elegido usar lo mínimo.


[...]




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29.5.23

XVI. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




... DEL MUNDO, UNÍOS.
SOBRE LA TRISTEZA PROLETARIA DE LOS DOMINGOS
[Fragmento inicial]

Miguel Ángel Hernández Saavedra


1984 (Michael Radford, 1984)

 

 
He interiorizado la pena de los domingos. Los trabajadores naturalizamos la tristeza de los domingos. Bueno, en realidad, ya no es así: solo en algunos casos, por muchos que sean. Son demasiados los que libran los miércoles. Hubo un tiempo en que los trabajadores –que se llamaban a sí mismos “obreros”– producían felicidad a destajo, también los domingos. Era una felicidad industrial, rutinaria, de cadena de montaje. Una felicidad desmontada, pero feliz al fin y al cabo. Una bienaventuranza de viandas en el campo, en las afueras de la urbe, casi más dentro que fuera. La felicidad del fútbol y cosas así. Yo la viví siendo niño. Una dicha estúpida o familiar, a la postre dichosa. 

Después, muchos años más tarde, cuarenta años después, lo cual es mucho más tarde, tal vez fueron treinta y seis, leí Los domingos de Jean Dézert. No voy a recordar esa historia. ¿De qué serviría a quien no la ha leído? Solo diré que su autor, Jean de La Ville de Mirmont, murió joven, demasiado joven para el futuro literario que le esperaba, aunque eso nunca se sabe: siempre hay un Rimbaud contra “un futuro”. Murió destrozado por un obús. Citaré lo siguiente:

Y Jean Dézert se va solo a contemplar a los aligátores que, en sus cubículos de cemento llenos de agua tibia, sueñan con las piernas relucientes de jóvenes negras, pasando el vado bajo el claro de luna.

¿Cómo se puede sobrevivir a estas líneas? Entiendo al obús.

En aquellos tiempos de transición entre la máquina y el robot, entre la inteligencia natural y el artificio calculador, entre el ritmo y el algoritmo, la melancolía iba perdiendo peso a medida que los asalariados engordaban. La melancolía vale su peso en plumas de oro, tejidas con el polvo de los ángeles estrellados. ¿De qué hablan los ángeles cuando Dios duerme y los hombres se desvelan? ¿Alguien conoce a algún ángel que escriba? ¡Demonios! En aquellos tiempos… La deslealtad y el cotilleo empezaron a considerarse necesidades expresivas. (INCISO. He poseído tres máquinas de escribir. Mi querida Olivetti Pluma 22, heredada de mi padre. Mi querida Olivetti Studio 46, mía y solo mía. Una estúpida máquina eléctrica, eslabón fallido, que no sé dónde está y… Ahora ya no sé escribir sin pantalla. Le escuché a un humanista decir –les doy una pista: o Harold Bloom o George Steiner– que, con los procesadores de textos, cualquier idiota piensa que está escribiendo un libro. Yo he publicado cuatro). Los trabajadores empezaron a preocuparse por el colesterol. ¿No es esa una señal de progreso incontestable? La vida se convirtió en una magnífica mercancía, empaquetada entre semana y adornada con el lazo azul del viernes, rojo del sábado –aunque los niños seguíamos siendo demasiado inocentes como para saber a qué obedecían los extraños ruidos de la habitación contigua, donde dormían papá y mamá– y gris del domingo. No obstante, los efluvios llegaban hasta la tarde del viernes; la coca en los mofletes de la semana que le permitía al trabajador, como en la canción del cuento (Heigh-Ho, Heigh-Ho), levantarse y acostarse con la serena convicción de que, siendo las cosas como son, la vida no está tan mal.

El gris dominical era una colección de grises, una gama de domingos: domingo marengo, domingo acero, domingo topo, domingo elefante, domingo violáceo, domingo lavanda, domingo pizarra, domingo antracita, domingo perla, domingo cemento, domingo visón, domingo ceniza. Es verdad que los domingos perla no abundaban, lo cual aumentaba la esperanza –no del todo ciega– de que hicieran acto de presencia como aquella vez, tres o cuatro veces a lo largo de años, en que fueron celebrados con el entusiasmo de una tarde de viernes. Después, muchos años más tarde, treinta y siete años más tarde, tal vez fueron treinta y tres, leí un sermón del Maestro Eckhart donde citaba a San Juan y decía:

Dios es una luz que brilla en las tinieblas.

¿Cómo se puede sobrevivir a esta línea? Entiendo que la luz viaje tan deprisa.

Hoy, los domingos son hojalata. De colores, pero hojalata. Yo no tengo nada en contra de la hojalata, a no ser que se trate de la hojalata del Hombre de Hojalata, que no supo conservar su corazón. (No hay malvadas brujas del este, solo aspirantes). Hoy, la hojalata abunda e inunda los corazones; la sangre se llena de virutas polícromas que no engañan al estómago, pero confunden al cerebro. Hoy nunca es hoy, sino ayer o mañana. ¡Emprende! ¡Sé positivo! (INCISO. Tengo polvo de tiza en los dedos. Dibujo en la pizarra secuencias lógicas que ningún genio maligno conseguirá desbaratar. Los adolescentes me observan con la cautela de un viejo desdentado. “¿Nos dirá la verdad?”, se preguntan silenciosos entre las sienes y el área de Broca, taladrada por consignas que encubren con la exactitud de una mentira perfecta la realidad de la época: el fin del trabajo asalariado, la precarización del conocimiento, las nuevas virtudes de la ética empresarial. Leo su pregunta no escrita, inscrita en las miradas, grabada a silencio lento entre las cejas de los jovencitos, de las niñas que han dejado de serlo, la pregunta muda, y me enternezco. Antaño, la escuela –se decía– reducía las distancias sociales; hogaño, las acentúa. Tengo polvo en los dedos, mas polvo ensimismado: siempre hay un Góngora para un Quevedo). Algunos años después de ver la luz, quince exactamente desde que nací, leí un libro que decía:

Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad.

Era el año 1984. Yo llevaba chapas en la chupa. En una de ellas, había una A dentro de un círculo. Algo había leído sobre un tal Bakunin; del príncipe Kropotkin no sabía aún nada. Me apoyaba en una ignorancia afable y expectante que, a falta de revoluciones, algunas circunvoluciones mágicas producía. La ignorancia y yo siempre nos hemos apoyado mutuamente. La profesora de latín le espetó a mi padre: “¿Por qué lleva esa chapa?, ¿sabe de qué va?, ¡no tiene ni idea!”. La profesora de latín, que además era mi tutora, llevaba gafas cuadradas. Se llamaba Nieves, pero la cumbre de su inteligencia permanecía pelada y, traspasado el umbral de la primavera, a falta de deshielo, de su boca salían desiertos satisfechos, autoengañados, convencidos de no ser eriales sino bosques germánicos bajo el poder de Marco Aurelio. Cómodamente, se daba el lujo de regalarnos latinajos cada cuarto de hora. A ella le debo, pese a sus pesares, haberme grabado esta sentencia en la memoria:

Que tu entendimiento, que juzga todo, te inspire una especie de culto.

[...]




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26.5.23

XV. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




CIEN AÑOS Y UN DÍA
[Fragmento inicial]

Jesús Cortés


Erich von Stroheim

 

 
1972. La editorial Seghers publica un libro coordinado por el crítico suizo Freddy Buache sobre la figura del cineasta vienés Erich von Stroheim.

Aparte de un recorrido cronológico por su carrera, el volumen recopila testimonios sobre sus películas escritos, entre otros, por Jacques Rivette, Luis Buñuel, Michel Ciment, Jean Mitry, Jean Renoir, André Bazin, Georges Franju, Lotte Eisner y Henri Langlois.

La deuda con su obra, la gratitud, el asombro renovado de todos ellos, es patente en cada página. Incuestionable es la palabra que mejor define por entonces su legado.

Habían pasado “solo” cincuenta años, medio siglo, desde el estreno de Esposas frívolas (Foolish wives), su tercer largometraje y sin embargo, como es sabido, el principio del fin de la carrera de un director referente del cine mudo desde el mismo momento en que inició su andadura, como hijo adoptivo primero de David W. Griffith y después de Carl Laemmle, hasta que la finalizó en 1932.

Algunos de los cineastas citados en el libro de Buache y otros, como Orson Welles, Luchino Visconti o el ya fallecido Jacques Becker, estaban entre la lista de los adscritos a su descendencia en el sonoro, los que lo llamaron maestro. A pesar de las décadas transcurridas y lo lejana que empezaba a quedar ya su muerte, acaecida en 1957, su memoria permanecía viva.  

Brotaban todo tipo de recuerdos de Esposas frívolas y de La marcha nupcial (The wedding march, 1928), Avaricia (Greed, 1924), Los amores de un Príncipe (Merry-go-round, 1923), codirigida con Rupert Julian, La Reina Kelly (Queen Kelly, 1929), La viuda alegre (The merry widow, 1925), ¡Hola, hermanita! (Hello, sister!, 1932) o su debut, Corazón olvidado (Blind husbands, 1919). Con cualquiera de ellas, con una sola, hubiese bastado para que Stroheim tuviese un lugar destacado en la Historia del cine. Y hubo más, perdidas para siempre, como La ganzúa del diablo (The devil’s passkey, 1920) o la continuación de La marcha nupcial, The honeymoon, de 1929, rodeadas desde tiempos inmemoriales de un aura mítica, como tesoros sin mapa que conduzca a ellos.

Su audacia para filmar lo que otros no se atrevieron y el precio que pagó por materializar en imágenes sus ideas, las mil leyendas sobre sus rodajes o su –cuantitativamente mayoritario– trabajo como actor para otros cineastas una vez fue defenestrado como creador eran material más que suficiente para que cada cierto tiempo volviera a ser tenido en cuenta y no se borrase su antaño inconfundible huella.
Mucho más que Charles Chaplin o Buster Keaton, tanto como quizá solo Victor Sjöström, Erich von Stroheim era reverenciado al mismo nivel como cineasta y como intérprete y cualquiera que lo conociera había tenido la violenta y sensual certeza de sentir a la vez desprecio y atracción por sus personajes y por descontado una rendida admiración por la grandeza de los planos y secuencias que fue capaz de concebir desde el lado oculto de la cámara.
Cincuenta años más han pasado y nada cambió.

En 2023 cuando escribo estas páginas, el cine mudo no tiene conexión con cuanto propugnan los medios que (se) toman el pulso de la cinefilia. La mayoría de espectadores que empiezan ahora a ver cine ni se plantean siquiera buscar en ese pasado tan lejano que no es tenido en cuenta en absoluto por la práctica totalidad de cuantos filman o comunican. Llegará un día, y no está tan lejano, que la historia de los principales cines, el americano, el japonés, el francés incluso, se equipararán, por vergonzosa amnesia masiva, a las del indonesio, el filipino o cualquiera de los que prácticamente nacieron en los años ‘70 del pasado siglo.

Volver a Erich von Stroheim y en particular, a cien años vista, dar a ver Esposas frívolas, el primero de los filmes demasiado grandes para un arte que nació pequeño, es por consiguiente, a poco que se sea un poco fiel a la realidad, un placer cada vez más difícil de compartir, quizá imposible de restituir a quien no interesa otra cosa que su rico anecdotario.

Yendo un poco más lejos, ¿quién va a encontrar ejemplar, y menos aún querer seguir su ejemplo, que es otro cantar, a alguien que murió prácticamente en la indigencia después de estar veinticinco años trabajando en lo que pudo y cuyo mejor momento profesional fue un camino de obstáculos? ¿Un muerto sin revalorizar interesa ya a los jóvenes?  

Temo que incluso a un nivel puramente cinematográfico, el aspecto audaz y despiadado de sus películas sea ya lo único llamativo del cine de Stroheim y apenas nada se retenga del orden moral, el secreto romanticismo, la belleza que matiza todo su arte.

Es un cine tan acabado el suyo y que vive tan de espaldas a que pudiese llegar el sonido, ese progreso largamente deseado... por los moneymakers del negocio, que no es necesario extrapolar nada, ni pensar en el valor potencial de ninguno de sus elementos. Más bien convendría dejar de escuchar el tic tac del reloj que marcaba la hora de la muerte de esta silenciosa forma de expresión y tratar de desentrañar lo que de verdad fue importante y todavía lo es; es decir, con cuánta atención y capacidad aprehende un cineasta, en un instante, a un personaje, por insignificante que sea, con qué cuidado y sentido elige encuadres y profundidades de cada plano, cuándo y por qué deja abierta una escena seguro de completarla o cambiarle el sentido con la siguiente, cómo dosifica la información para construir un elemento dramático, de qué manera hace irrumpir la comedia en la más terrible de las situaciones o sabe ensombrecer cualquier remanso de ligereza.

De esos secretos, como tantos directores de su estirpe, apenas dijo nada Stroheim las muy pocas veces que se refirió a su obra y las palabras ajenas pobremente han podido desvelarlos, ni siquiera en los años en que eran multitud los que hubiesen querido conocerlos.



Afiche de Esposas frívolas


Esposas frívolas fue la única de las empresas grandes que acometió no contaminada desde su mismo nacimiento por las injerencias, censuras, advertencias y amenazas que le acompañarían toda su carrera. Cuando llegaron, durante el rodaje, quizá no supo aceptar que iban a ser consustanciales a su forma de filmar y de pensar el cine y las afrontó con humor y dando pruebas de fuerza, dos armas que le serían negadas ya para siempre cuando comenzase a preparar su siguiente película, Avaricia.

Su elevado coste y sus avatares de producción no me interesan demasiado porque las películas son lo que se ve en pantalla y nada más debería ser necesario para reconocerles su valor digamos neto, aunque páginas y páginas de fabulaciones más o menos veraces hayan tratado de arrinconarlo como si fuese el residual.

La censura que se cernió sobre ella, como todas las censuras, vengan travestidas de las más imaginativas formas, tuvo (y aún hoy tiene) una base puramente económica y resulta, por muchos argumentos moralizantes que se esgriman para justificarla, en tirar dinero a la basura a priori, sin dejar que sea el público el que juzgue si le gusta o es capaz de estar sentado más tiempo del habitual en la sala. El hecho de que a continuación de semejante fiasco fuese alumbrado uno aún mayor, el de Greed, con sus nueve horas de metraje esquilmados hasta roerle los huesos, da que pensar.

Por ejemplo, en cómo vieron los directivos del estudio el hecho de que una pareja de millonarios norteamericanos como lo son los otros protagonistas de Esposas frívolas sea tan vilmente engatusada, expuesta y avergonzada públicamente por nobles rusos, decadentes además. También en la imagen de Montecarlo como ciudad del vicio, imán para tahúres y trampa para ricos extranjeros. Cómo no se detuvieron en la consideración del cine que estaban haciendo los extranjeros en Hollywood, campando a sus anchas y sacando las vergüenzas a los países de donde procedían y al que los acogió y les dio crédito ilimitado en función de un currículo que muchos directamente se inventaron o embellecieron sin el menor pudor.

Y estos cabos podrían desatarse sin problemas si Avaricia hubiese remediado la injusticia cometida con el creador, pero el solo hecho de permitirle iniciar la adaptación de una novela que fue un hito de la literatura más descarnada y menos conservadora de finales del siglo anterior era la crónica de una muerte anunciada. Por supuesto fue un nuevo fracaso, por supuesto fue devorada por la crítica.

En realidad es para lo que nació.


[...]




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25.5.23

XIV. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




W. DE WOLFGANG:
UNA REVALUACIÓN DE KORNGOLD
[Fragmento inicial]

José Andrés Dulce


Figura 1. Korngold, c. 1915.
 

 
1897. Es primavera en Viena. En la capital del Imperio acaba de morir Johannes Brahms; a las pocas horas, Gustav Mahler acepta la dirección de la Ópera de la Corte; un grupo de rebeldes liderados por Gustav Klimt fundan la Secesión artística Vienesa; Freud sopesa tumbarse en su propio diván y Schnitzler, conectado a todo, escribe La ronda. Entretanto, en uno de los muchos rincones del reino dual, la morava Brno, viene al mundo Erich Wolfgang Korngold, que con apenas dos años es llevado a Viena, donde su precocidad maravillará a una sociedad complacida con su schlamperei y los valses de la familia Strauss. Pocos evitan la comparación con otro Wolfgang, de apellido Mozart, cuya memoria se invoca socorridamente cada vez que se habla de genios prematuros.

Entre los incontables niños prodigio que durante más de doscientos años han sido etiquetados como “el nuevo Mozart”, Korngold es un caso especial. Pues siendo pertinente la comparación con el salzburgués, Brendan Carroll, el biógrafo oficial de Korngold, matiza con aún más pertinencia que Mozart compuso música deslumbrante a la manera de un niño, mientras que Korngold, en su infancia, ya escribía obras adultas. (1)

1. Afirmación realizada en el documental Between Two Worlds: Erich Wolfgang Korngold (Barrie Gavin, 2001). Carroll es presidente de la International Korngold Society y autor de una biografía de referencia: The Last Prodigy: A Biography of Erich Wolfgang Korngold, Portland: Amadeus Press, 1997.

Catálogo en mano, la carrera de Korngold responde a un esquema atípico en el que sus dos principales etapas no se suceden en un orden lógico. Cuando llega a Hollywood es un adulto de treinta y siete años, obligado a inventar un imaginario musical para una cultura nueva. Sus años de juventud coinciden, en cambio, con el declive y desmembramiento del Imperio Austrohúngaro, una época traumática en la que Korngold, con la vitola de wunderkind, dará a la escena tres óperas marcadas por un romanticismo lacerante.


I.

Tras Schönberg, Korngold fue uno de los más conspicuos discípulos de Alexander von Zemlinsky. Llegó a su aula por mediación de Mahler, pero no le hizo falta otra recomendación: “Ya no tengo nada que enseñarle”, le dijo el maestro cuando solo tenía doce años. Al cumplir quince, Erich dio a conocer su primera obra orquestal, la Sinfonietta de 1912, que deslumbra a la Viena musical (incluyendo al poco impresionable Richard Strauss) y que desde el scherzo anuncia sus futuras partituras cinematográficas. 

Ajeno al desastre que se avecina, presenta al año siguiente no una, sino dos óperas: la comedia bufa El anillo de Polícrates y Violanta, un drama del renacimiento veneciano en el que una mujer sucumbe cuando intenta proteger a su amado, el seductor de su hermana, cuya muerte pretendía vengar. Por si fuera poco, durante la guerra empieza a forjar una de las obras maestras del S. XX, la ópera Die tote Stadt (La ciudad muerta), canto al amor loco basado en la novela simbolista de Georges Rodenbach Brujas la muerta y, por ende, secreto preludio de Vértigo. A ellas sumará en 1927 Das Wunder der Heliane (El milagro de Heliane), la historia de un amor subversivo en una imaginaria dictadura regida por leyes patriarcales.

Estos hermosos combates de Eros y Tánatos salen de la fantasía musical de un joven teóricamente inmaduro no para imaginarlas, sino para darles una forma dramática consistente. Sin embargo, en sus treinta primeros años Korngold parecía ir por delante de todo. El cuento de hadas, género con el que debutará en Hollywood, le concede pronto su varita mágica; así, tras cantar al piano la muerte de Don Quijote, el joven debuta en los escenarios con la pantomima Der Schneemann (El hombre de nieve), a la que pronto seguirán sus óperas juveniles: un proceso de maduración vertiginoso que culmina en Heliane, obra dedicada a su esposa Luzi y, por extensión, a su relación con ella, obstaculizada en vano por sus padres.

Aunque Korngold vivía al margen de la realidad, la prematura eclosión de su talento no puede ser disociada de un contexto marcado por una doble crisis: la del mundo al que pertenecía, finiquitado por la guerra, y la de la propia música, que Arnold Schönberg, vienés de una generación anterior, estaba reelaborando a partir de los restos de un romanticismo moribundo. Lejos de ayudarle a amortajar el cadáver, Korngold lo revivió por su cuenta, y lejos de renunciar al sistema tonal sobre el que se había sustentado la música occidental (ese al que Webern creía haber decapitado), el novicio se reafirmó en él. Fue una de las pocas satisfacciones que el joven Erich le dio a su conservador padre, Julius Korngold, convertido en el Atila de la crítica musical tras la desaparición de Eduard Hanslick, antiwagneriano profesional que a su muerte en 1904 había legado al S. XX la eterna disputa entre tradicionales y progresistas. 

Korngold no pudo regenerar el romanticismo en Europa, donde a finales de los años ‘20 la belleza de Heliane era juzgada anacrónica. Su oportunidad estaba al otro lado del Atlántico, en una cultura distinta, ajena a las veleidades expresionistas y modernistas que campaban en el viejo continente. Antes de hacer las maletas, Korngold debió sentir una punzada en su orgullo: su fantasía romántica había sido desmerecida por la misma crítica que jaleaba las óperas “canallas” de Kurt Weill y de Ernest Krenek, representativas de la época de Weimar, permeable a los ritmos de cabaret y el jazz; el nuevo escenario del teatro musical estaba dominado, además, por el expresionismo y el compromiso social; entretanto, el dodecafonismo libraba aquí y allí sus ásperas batallas, destinadas a no ganarse más allá de los cotos de caza habilitados al efecto. De este magma solo saldrá triunfante Alban Berg, otro vienés ultrarromántico que, como Korngold, sabía mantener el esnobismo a raya.


II.

Contra la opinión más extendida, la posición de Korngold frente a las nuevas corrientes no era de hostilidad, sino de indiferencia. Si a continuación recaló en la opereta fue por razones más poderosas que la decepción causada por el estreno de Heliane: quería seguir explorando la relación entre música y teatro (crucial para su futuro trabajo en el cine); por otro lado, necesitaba independizarse de su progenitor, una versión judía y perfeccionada de los padres-empresarios que quisieron controlar no solo las carreras, sino las vidas de W. A. Mozart y Clara Schumann.

Gracias a su experiencia en los escenarios, Korngold sentaría las bases de la composición de música para el cine. Y si en Europa había perdido adeptos por componer una música exuberante y apasionada, en América los ganaría por el mismo motivo. Ahora bien, al trasladar su concepto musical a la cultura estadounidense y a su principal industria de entretenimiento, se produce una metamorfosis: el joven que en Viena había producido densos y complejos dramas (conociendo la pasión antes de experimentarla, pues el artista iba por delante de la persona), se transforma al llegar a Hollywood, donde su romanticismo se viste con nuevas galas. 

[...]




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