Botonera

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4.12.23

NOVEDAD: "ALGUNAS PERSONAS SON HERMOSAS. ENSAYOS SOBRE ARTE Y LITERATURA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023

 


380 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-9-4


Stefano Maderno y su Cecilia de Roma, Bernini y su Santa Teresa en éxtasis, las cosas que tenía en su cabeza Camille Claudel; las chicas pintadas por Modigliani, el gabinete de curiosidades de Remedios Varo, los colores según Yves Klein; un avión extenuado de Anselm Kiefer, Bas Jan Ader (cayendo), los catorce perritos de Peggy Guggenheim, una silla Panton y el reflejo en una foto de Atget; la crónica roja de Enrique Metinides, una giganta en el Circo Barnum, el búho blanco de Webb y el príncipe feliz de Wilde; los microcristales de Bentley, el país de nieve en Kawabata, el amor secreto de Wyeth.

Las cartas de Charlotte Corday y Feliciano Centurión, los temblores de Sarah Kane y Kurt Cobain; el agua en una tumba de Paestum y en las termas modernas que Zumthor diseñó; el cine según Pasión Rivière; una huella animal en un Rothko doméstico, Andersen y su sirenita descarriada; San Petersburgo y los niños en Dostoievski; Dostoievski según Coetzee; la escritura de Duras y la de Fleur Jaeggy, el amor según Alfred Hayes; Cortázar y una máquina de hacer recuerdos; la gente sencilla de Sherwood Anderson; y una carta de Giovanna Tornabuoni a Cindy Sherman, para que cuente cómo fue. Obreras en la fábrica, migrantes y enfermeros. 

Algunas personas son hermosas. Persisten en su gesto de alumbrar hermosura, esa flor rara que hace la vida soportable. Ejecutan el gesto contra viento y marea. A veces sin saberlo. Célebres y anónimos, frágiles y desesperados. Como un niño sentado en la hierba, con su tapadito negro y su gorro de piel de cazador, miran hacia quién sabe dónde. Solo el que lea sabrá. Porque la hermosura es finalmente de quien lee. Y de lo que ha perdido.     


 

MARIEL MANRIQUE

(Buenos Aires, 1968). Estudió leyes e historia del arte. Ejerció la docencia universitaria en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Ha escrito ensayos sobre literatura y artes audiovisuales, publicados en diversos medios de América Latina y España. Integra el equipo de redacción de la revista española Shangrila y codirige, para Shangrila Ediciones, la colección Contracampo, en la que ha traducido a diversos autores. Publicó los poemarios La constelación de Andrómeda (Crack-Up, 2008), Descartes en Holanda (Paradiso, 2010), Cómo nadar estilo mariposa (Paradiso, 2011), Flores en la boca (Paradiso, 2012), Rehenes (Crack-Up, 2020; Shangrila, 2020) y Hospital Alemán (Shangrila, 2023), el ensayo Magdalena Montezuma. Musa, máscara y muñeca (Shangrila, 2016), y las recopilaciones de textos sobre cine Un proyector en Finisterre. Cine y demolición (Shangrila, 2020) e Invernadero. Cine y resistencia (Shangrila, 2023). 

Este volumen reúne ensayos sobre arte y literatura publicados en distintas colecciones de Shangrila, y material inédito



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30.11.23

NOVEDAD: "HOMBRES Y DIOS. ESCENAS DE NOCHE Y MISTERIO", Alberto Ruiz de Samaniego, Valencia: Shangrila, 2023.

 


116 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-8-7


Los cuatros ensayos de este libro recorren la emoción de ser un sujeto al borde de sí mismo; en vísperas, como quien dice, del absoluto. En el apartamiento de la noche retirada, se abrirá al goce de ser expuesto al contacto con la aparición.

En la pintura de Georges de La Tour nos hallamos, por ejemplo, en lo más profundo de la revelación. De manera que ese viaje pictórico no es otro que el de la transparencia. La transparencia sola de la luz, abriéndose paso en el corazón de la noche. Los protagonistas de sus cuadros se muestran como figuras imponentes, sumergidas en profunda oscuridad, al modo extático de una alucinación. Cuerpos esclarecidos al calor de la llama, transfigurados bajo la luz del fuego.

Si la experiencia de los esclarecidos de La Tour es la del despojamiento donde el hombre se pone –al desnudo, en el abandono y la fragilidad– de cara al dios, otros ensayos nos presentan esta situación desde diferentes perspectivas: la de San Pedro, traicionando a su dios, la de Dios mismo como un cadáver escandaloso, la del durmiente que visita en éxtasis la eternidad. 

Existe una condición fraternal entre las aguas, el fuego y el sueño; dimensiones todas de licuefacción de las formas trascendentales de la sensación, el espacio y el tiempo. Lágrimas o fuego como signos del suspenso, del intervalo. La visión del cuerpo muerto del dios representa, sin duda, la crisis más angustiosa del sentido. Como en el dios muerto o en el cuerpo del dormido, en la ensoñación del santo abandonado, la claridad triste del agua de lágrima inunda propiamente esa imposibilidad que es una transición, ese momento en medio del pasaje en el que todo está oscuro o perdido. Desde ese radical desvalimiento se abre la existencia.

La soledad supone la verdadera prueba de fuego: es sin duda equiparable a la experiencia del desierto, el lugar poético por excelencia. Lo que los protagonistas de estos ensayos manifiestan, al cabo, es que solo donde el mundo y la compañía han sido desalojados y la tierra ya no da sostén, habrá de imponerse el permanecer poético en su mayor fuerza. La promesa o el don no pueden ser entendidos sin su preparación catastrófica.



 

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO

Doctor en Filosofía (UAM) y profesor de Estética de la Universidad de Vigo. Crítico y comisario de exposiciones, por ejemplo: Andrei Tarkovski: fidelidad a una obsesión, La escultura en Fritz Lang, Cabañas para pensar, Unterwegs: al paso de Walter Benjamin o Georges Perec: Tentativa de inventario. Ha comisariado exposiciones de Jorge Molder, Manuel Vilariño, Antón Patiño, Xesús Vázquez, Antón Lamazares, Luís Seoane, Roland Topor, Juan Carlos Meana, etc., así como diferentes exposiciones colectivas. 

Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Maurice Blanchot: una estética de lo neutro (2001), Cabañas para pensar (coord., 2011), Las horas bellas. Escritos sobre cine (2015), Leyenda de Paradjanov (coord. 2017), Alegrías de nada. Ensayos sobre algunas estéticas de la anulación (2018), El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini (2019), La ciudad desnuda. Variaciones sobre Un hombre que duerme de Georges Perec (2019), Pintores de la vida moderna (2021) o La musa inquietante (2022).

Es co-director del filme Pessoa / Lisboa. 



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28.11.23

II. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 

Prólogo

COINCIDENCIAS FATALES

Santos Zunzunegui


Alfred Hitchcock


No puedo iniciar este texto sin recordar que para las personas de mi generación el nacimiento de la cinefilia era algo que, casi siempre, llegaba mediante una serie de encuentros imprevistos. En mi caso concreto las primeras fechas que puedo traer a colación se sitúan, ambas, en la primavera de 1960 cuando un imberbe adolescente de provincias se topa con las primeras películas en las que es capaz de discernir, sin siquiera intuir los motivos, que en esas imágenes y sonidos hay algo que le concierne de manera profunda. Me acababa de dar de bruces, casi al unísono, de un lado con Misión de audaces (The Horse Soldiers, John Ford, 1959); de otro, con Falso culpable (The Wrong Man, Alfred Hitchcock, 1956). No lo sabía pero algo comenzó en ese momento.

Por eso no es extraño que tampoco haya podido olvidar que, justo un año después, ya embarcado en la caza y captura de películas de toda laya (no conocía todavía el anglicismo “film”) en la que pudiera satisfacer mi curiosidad por lo que cada vez más me resultaba obvio constituía un territorio que debía explorar a fondo, tuve que bregar con una de esas decepciones difíciles de sufrir para alguien tan impaciente como yo.

La propaganda que había precedido el estreno en mi ciudad de la película había sido poco convencional. Páginas enteras de aquellos cotidianos del franquismo que te manchaban tanto las manos como el alma, se dedicaban a publicitarla. Los anuncios buscaban la implicación del espectador potencial antes y después de que pasara por la sala oscura, mediante una combinación de “mano dura”, primero, y búsqueda de complicidad, después. Una advertencia imperativa: nadie podrá entrar en la sala una vez que la proyección haya comenzado. Algo insólito para el espectador acostumbrado en aquellos días a lo que se llamaba “sesión continua” por permitir el acceso a la sala en cualquier momento de la misma. La búsqueda de complicidad se ubicaba sobre un territorio que habría satisfecho a los actuales defensores de eso que se conoce entre los bulímicos consumidores de series televisivas como spoiler (cuando lo podemos llamar “destripe”, de forma más jugosa y menos hortera). Básicamente se rogaba a los espectadores que, por favor, no revelaran el final a sus amigos que aún no habían pasado por taquilla. Como decía, mirando fijamente al espectador desde los afiches con sus pícaros ojos, el director de la película: “No tenemos otro”. Ambas estrategias combinadas servían para conceder a la película una dimensión singular, convirtiéndola en un objeto cinematográfico no identificado. No hace falta que les diga que estoy hablando nada más y nada menos que de una de las películas más importantes de su autor, un orondo y simpático aunque inquietante inglés afincado para entonces hacía ya más de dos décadas en Hollywood, llamado Alfred Hitchcock: Psicosis (Psycho, 1960). 

Todo lo anterior viene a justificar que otro de los momentos fundadores de mi cinefilia tiene una severa componente negativa. Me veo a mí mismo en el vestíbulo de mi casa esperando con impaciencia el retorno del cine de mis padres que, con puntualidad religiosa para evitar ser rechazados en la entrada, habían salido de casa con tiempo más que suficiente. Cuando llegaron de vuelta cumplieron escrupulosamente con la segunda condición, no sin antes indicarme que la película era muy impactante y sorprendente y añadieron de su cosecha que estaba bien que se vetase el acceso a las salas en las que se proyectaba a jóvenes como yo (de hecho, estaba rigurosamente prohibida para menores de 18 años) dado lo morboso del tema.

Tardé años en ver Psicosis por vez primera. Desde entonces la he visto innumerables veces siempre con la conciencia de ver una obra maestra y sin dejar de ser para mí una película que, además de cambiar en de forma radical las reglas de juego del cine de terror, acababa situándose más cerca de la vanguardia que de las adocenadas formas narrativas que cultivaba el cine americano de aquellos días. No en vano, forma parte de las cuatro películas que pueden hacer de ese annus mirabilis de 1959-1960 uno de los más significativos en la evolución de la estética cinematográfica: L’avventura (Michelangelo Antonioni), Al final de la escapada (À bout de souffle, Jean-Luc Godard), Shadows (John Cassavetes) y, por supuesto, Psicosis.

*

Todo lo anterior viene a cuento porque en el libro que tienes entre manos y en el que con mi intromisión de prologuista estoy retrasando tu entrada, querido lector, muchos de sus caminos conducen a Psicosis. Lo que no sería poco si no fuera porque el tránsito global por sus capítulos puede calificarse con una sola palabra: apasionante. En la medida en se ocupa en profundidad, cubriendo todos los niveles de su geología creativa y moviéndose con soltura poco habitual entre una mirada global y una mirada próxima. Miradas que, al combinarse, hacen buena la idea de que toda obra artística solo puede explicarse en un contexto “pertinente” del que se nutre y le otorga su sentido. 

Vayamos por tanto al tema. ¿Un libro más sobre Alfred Hitchcock? Para responder a esta pregunta me permitiré señalar que en estos días puede afirmarse, sin despertar ya escepticismo alguno entre los guardianes de la (inexistente, por otra parte) ortodoxia cinematográfica, que la batalla en defensa del genio cinematográfico del cineasta está definitivamente ganada hace ya tiempo. Sobre todo después de esa magna exposición que se celebró sucesivamente en Montréal y en París en el año 2001 titulada Hitchcock y el arte: Coincidencias fatales, comisariada por Dominique Païni y Guy Gogeval. Exposición que iba varios pasos más allá del acotado territorio cinematográfico en el que se mueve la casposa cinefilia de andar por casa para colocar el foco en el papel central que la obra de Hitchcock tenía en el marco del arte moderno y contemporáneo, en donde nuestro hombre dialogaba sin desdoro no solo con nombres como René Magritte, Salvador Dalí, Giorgio de Chirico o Edward Hopper (hasta aquí nada inesperado para un ojo medianamente familiarizado con su trabajo), sino con otros menos previsibles como George Rouault, Odilon Redon, Dante Gabriel Rosetti, Robert Delaunay, Ernst Braque, Maurice Vlaminck o tantos otros. 

Terminaba así la batalla iniciada a partir de la primera mitad de la década de los años cincuenta del siglo pasado por los “jóvenes turcos” de Cahiers du cinéma, bajo la mirada mitad apreciativa, mitad escéptica de André Bazin para imponer la evidencia del genio, como le gustaba decir a Jacques Rivette, de un cineasta único. Batalla librada que conoció victorias importantes en la década siguiente con motivo de la publicación de tres textos fundamentales: el libro (1965) dedicado al cineasta firmado por Robin Wood y la inclusión de Hitchcock en el “panteón” de grandes cineastas americanos conformado por Andrew Sarris (1968), por supuesto. Pero, sobre todo, gracias a la aparición en 1966 de ese volumen decisivo que contiene el largo diálogo a calzón quitado que el Maestro mantuvo con François Truffaut acerca de los secretos de su arte, titulado de forma tan simple como justa El cine según Hitchcock. No estamos lejos de un auténtico evangelio cinematográfico que, afortunadamente, no propone al lector verdades que compartir sino métodos que admirar y tomas de postura ética y estética que comprender.

*

En este “evangelio” recogido por Truffaut, los trabajos televisivos de Hitchcock casi brillan por su ausencia más allá de alusiones poco desarrolladas. No se me ocurre otra razón que pensar que, quizás, Truffaut no los conocía suficientemente a fondo para poder entrar a debatirlos. En cualquier caso el libro que ahora tiene el lector en sus manos se ocupa de cubrir todas las dimensiones y facetas de la incursión televisiva de Hitchcock que, como es bien sabido, se concentra de forma fundamental en una década: de 1955 a 1965 y se despliega básicamente en dos programas el primero, Alfred Hitchcock Presents (siete temporadas; 1955-1962), y el segundo The Alfred Hitchcock Hour (tres temporadas; 1962-1966). Destaquemos que una veintena de telefilmes fueron dirigidos personalmente por el maestro (a un ritmo de 3 por año entre 1955 y 1959; 2 en 1960 y 1961 y 1 en 1962).

Si nos fijamos, por un momento, en los años en que se concentra la incursión televisiva de Hitchcock, veremos que coincide de lleno con la época en que su aportación a la gran pantalla alcanza las mayores cotas de audacia artística. Entre 1956 y 1964, el cineasta británico rodará Falso culpable (1956), De entre los muertos (Vertigo, 1958), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), Psicosis (1960), Los pájaros (The Birds, 1963) y Marnie, la ladrona (Marnie, 1964). Si traigo esto a colación es para señalar que la “dedicación televisiva” del artista, que siempre se mostró irónico con respecto a las posibles virtudes artísticas de los telefilmes (aunque nunca perdiera de vista lo que contribuían a popularizar su nombre), no afectó en nada a su creatividad cinematográfica propiamente dicha. Las razones de que esto fuera así están analizadas de forma excelente en el capítulo que Castro de Paz dedica a la creación de Shamley Productions, su organización empresarial y, de manera especial, sus métodos de trabajo. Desatado este nudo es difícil aceptar la manera de ver las cosas que Joyce W. Gun, colaboradora de los Cahiers en Nueva York proponía a los lectores franceses en 1956, cuando al hablar de sus programas televisivos sostenía que “no se puede considerar que se trate exactamente de obras de Hitchcock: se limitan a generalizar una concepción superficial del autor, limitada al touch”.

Tanto más cuanto que una mirada atenta a los episodios dirigidos personalmente por Hitchcock —y aquí brilla la sagacidad de Castro de Paz para pegarse a la materialidad de los telefilmes yendo de lo general abstracto a lo concreto material para sacar a la luz las opciones estilísticas del artista— permite que ver que en multitud de facetas la actitud del cineasta con relación a sus trabajos se parecía más —su estatuto en Hollywood se lo podía permitir— a la de un productor tipo Selznick que a la de un mero funcionario de un estudio limitado a cubrir meras tareas de puesta en escena. No por azar los dos cineastas elegidos por Cahiers como punta de lanza de su reivindicación del cine americano —el otro por supuesto es Howard Hawks— gozaban de una consideración similar ante los mandamases del mundo de los estudios. Lo importante es entender que, en un contexto distinto al de las grandes producciones cinematográficas, Hitchcock sabía rodearse de un equipo que le permitía moverse con soltura en las aguas pantanosas de los presupuestos estrictos y los rodajes rápidos. 

Desde el punto de vista crítico la aproximación de Castro de Paz a la obra televisiva de Hitchcock devuelve toda su enjundia a la gestión de un conjunto de piezas de un rompecabezas en las que tan importante (o mucho más) que la tarea de puesta en escena propiamente dicha reside en tareas de concepción, control y gestión y, por supuesto, contacto directo con el público. Lo que nos pone delante, pero esta es otra historia, de una posible necesidad de revisar la misma noción de “autoría” para verla desde un ángulo más abierto que el que suele ofrecer el de la tan traída y llevada “puesta en escena”. En un momento del libro se resume de forma adecuada y sintética dónde residía una de las virtudes primordiales del artista, lo que ahí se denomina “la forma singular del arte hitchcockiano”: “una tensión en el interior del plano, que atrapa la mirada en tanto hecho visual, creadora de su propio verosímil, anterior al significado consciente, densificando textualmente el telefilme [me permito añadir, y cualquiera de sus filmes], más allá de la irónica, macabra y/o espectacular originalidad de tal o cual anécdota narrativa”.

El genio multifacético de Hitchcock, y aquí entro en la consideración de uno de los hallazgos esenciales del libro, puede sintetizarse, en el caso que nos ocupa, en su capacidad para hacernos comprender cómo el cineasta no se limita a ofrecer al público un ejercicio de “miniaturización” y “naturalización” de sus principales virtudes cinematográficas (que también) sino que lo combina con la utilización de esos telefilmes como banco de pruebas de algunos de sus más arriesgados estilemas. Aludiré rápidamente apenas a unos pocos casos para evitar redundar en cosas que Castro de Paz explica in extenso y con más solvencia que la mía: los casos de obras como Venganza (Revenge, 1955) que no solo le sirvió para presentar a su nueva estrella Vera Miles sino para poner a prueba una forma puramente cinematográfica de hacer visible el tema principal de la historieta que relata; o el hallazgo visual que reaparecerá en Los pájaros años después, experimentado primero en A las cuatro en punto (1957). Por supuesto, y retorno al comienzo de este prólogo, es preciso aludir al conjunto de motivos que hace que todos los caminos conduzcan a Psicosis (1960), en la medida en que el cineasta “ante la negativa acogida al atípico y oscuro proyecto por parte de los directivos de Paramount, (…) propuso financiarlo el mismo por medio de Shamley Productions, realizando el filme en blanco y negro y con la rapidez, el equipo técnico y los modestos medios de Alfred Hitchcock Presents” (Castro de Paz en su capítulo significativamente denominado “Grafismo, forma económica, adecuación y utilidad del estilo” desarrolla este tema trascendental). 

Solo me queda añadir que la noción de “forma económica” que se supone tiene que acompañar a cualquier ejercicio narrativo televisivo tiene siempre dos significados complementarios si queremos referirla a un artista como Hitchcock que nunca da puntada sin hilo: uno que no hace falta explicar tiene que ver con aquello que le convierte en uno de los artistas cinematográficos a los que el éxito económico siempre le vino de cara y que esta aventura televisiva confirmó una vez más; otra, patente en un filme como Psicosis que enhebra, primero, todo un conjunto de elementos “ensayados” en otros lugares, los despliega luego como en un abanico a medida que avanza su relato y se confirman con un imprevisto twist cuando el filme se clausura. 

A Hitchcock le gustaba decir que él ponía en escena al espectador (y a los críticos, podríamos añadir). Hacer esto mediante un pequeño filme que nace de multitud de cosas “aprendidas” mientras se movía en el terreno minado de la emergente televisión; que, se presenta travestido de filme de terror (que, además, modifica los códigos vigentes en aquel momento) cuando es, eso sí de manera encubierta, un filme de vanguardia, da idea de lo que el talento de Hitchcock era capaz. Además de corroborar que para nuestro autor su trabajo como hombre de imagen consistía en tender puentes entre los distintos avatares tecnológicos, sociales y estéticos que las imágenes iban adoptando en su desarrollo.  

Si ahora contemplamos con una mirada globalizadora los logros conjuntos —cinematográficos, televisivos— de su carrera entre los años 1955 a 1966, no nos costará nada hacer nuestro el juicio con el que los Cahiers hacían balance de su relación con el cine americano en enero de 1964 antes de emprender un viaje en una nueva dirección. Juicio sobre Alfred Hitchcock que no me resisto a utilizar como colofón (la escueta nota venía firmada por André S. Labarthe) de este ya demasiado largo prólogo:

La figura central del cine americano y de nuestras mayores certidumbres críticas. Hitch es un maestro; incluso sus detractores lo reconocen. La prueba de su grandeza podría buscarse en la multitud de las interpretaciones que florecen alrededor de cada una de sus películas. Nosotros no tenemos necesidad de esto. Nos basta seguir su carrera filme tras filme y constatar, una vez más, que Hitchcock es el único que sabe cada vez: 1º sorprendernos; 2º ofrecernos un manojo de llaves; 3º retirarnos esas llaves una a una, para dejarnos delante de esta evidencia: una puerta siempre batiente en el umbral mismo del misterio. 




27.11.23

NOVEDAD: I. "ALFRED HITCHCOCK EN LA TELEVISIÓN (1955-1965): EL SURGIMIENTO DEL TELEFILME", José Luis Castro de Paz, Valencia: Shangrila, 2023.

 


398 páginas - 16x23 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-7-0


Las series televisivas producidas, presentadas y (muy parcialmente) realizadas por el director británico entre 1955 y 1965 (Alfred Hitchcock Presents y The Alfred Hitchcock Hour) constituyen un destacado campo de análisis para adentrarse en el tortuoso periodo histórico en que se produce el imparable surgimiento del telefilme en los EE. UU. Nacido de una dificultosa simbiosis de elementos, el nuevo relato televisivo parte sin duda de una estandarizada simplificación de los dispositivos de puesta en escena del cine clásico de Hollywood, que habrán de convivir con decisivas influencias del medio radiofónico, convocando además un amplio y complejo volumen intertextual. Determinado por su prioritaria finalidad publicitaria, constreñido en su estricta duración, el telefilme acabará volviendo imposible la continuidad histórica del modelo fílmico a partir del cual se había formado. 

En dicha situación de encrucijada, las series de Alfred Hitchcock constituyen un ejemplo de interés excepcional. De hecho, mientras tal proceso de esquematización del modelo clásico se producía desde las parrillas de programación de las grandes cadenas televisivas norteamericanas, sufría a su vez otras radicales presiones, encarnadas textualmente en la progresiva complejización de unas escrituras manieristas en cuyas experimentaciones Hitchcock ocupaba igualmente un singular protagonismo. Se trata, pues, de profundizar en la paradójica posición de un cineasta que forzando el cine clásico, tirando de él —decididamente y con todo su peso— desde ambos lados de la soga, se constituye en pieza clave para comprender históricamente tanto el asentamiento de las fórmulas televisivas como la desintegración del modelo clásico de representación.

Prologada por Santos Zunzunegui, esta nueva edición corregida, actualizada —tras revisión de la práctica totalidad de la bibliografía y las tesis doctorales publicadas sobre el tema desde 1999, lo que ha permitido añadir algunos datos y ampliar ciertas discusiones— y (definitivamente) ilustrada, muestra la plena vigencia de la investigación original y cambia ligeramente su título para situar el nombre de Alfred Hitchcock en el lugar protagónico que en justicia le corresponde.



 

JOSÉ LUIS CASTRO DE PAZ

(A Coruña, 1964). Licenciado en Historia del Arte, doctor en Historia del Cine y catedrático de Comunicación Audiovisual de la Universidad de Santiago de Compostela. Director del Centro de Estudios Fílmicos de la USC (CEFILMUS). Presidente de la Fundación Wenceslao Fernández Flórez.

Ha participado en obras colectivas y coordinado volúmenes sobre diversos aspectos y figuras de la historia del cine español, entre ellos, con Julio Pérez Perucha y Santos Zunzunegui, La nueva memoria. Historia(s) del cine español (1939-2000) (Vía Láctea, 2005). Autor de una cincuentena de artículos en revistas especializadas, entre sus numerosos libros destacan títulos como, Alfred Hitchcock (Cátedra, 2000), Un cinema herido. Los turbios años cuarenta en el cine español (1939-1950) (Paidós, 2002), Fernando Fernán-Gómez (Cátedra, 2010), Del sainete al esperpento. Relecturas sobre cine español de los años 50 (con Josetxo Cerdán, Cátedra, 2011), Sombras desoladas (Shangrila, 2012), Cine y exilio. Forma(s) de la ausencia (Shangrila, 2017) o Formas en Transición. Algunos filmes españoles del período 1973-1986 (Shangrila, 2019). En 2021 dirigió, con Santos Zunzunegui, el doble volumen Furia española. Vida, obra, opiniones y milagros de Luis García Berlanga, cineasta (1921) (Generalitat Valenciana y Filmoteca Española). Ha comisariado ciclos y exposiciones para el Centro Galego de Artes da Imaxe/Filmoteca de Galicia, Filmoteca Española,  Generalitat Valenciana o Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. 



24.11.23

II. "BREVE TRATADO PARA UNA REFORMA DE LA FICCIÓN", R. Ballester Añón, Valencia: Shangrila, 2023


1.

VESTIGIO

[Fragmento inicial]


Antoine d'Agata


1.1. VEERLE. ETOPEYA Y ACCIONES

Pesa unos setenta y tres kilos. Mide uno setenta. Tiene el pelo moreno. Edad, cuarenta cuatro años. Piel blanca aunque algo tostada por el sol. Rostro de facciones regulares. De interés especial, sus ojos marrones, a la vez enérgicos y obsecuentes.

Manos robustas. Pechos y piernas ligeramente gruesos.

Modo de vestir neutro. No llama especialmente la atención, tiende a pasar desapercibida.

Voz clara, de sólidas texturas que recuerdan el crepitar de la leña que arde, y capacidad de modular registros adecuados cuando lo requiere.

Padre afectuoso e irresponsable. La madre adoptiva –la biológica falleció cuando ella tenia seis años– pertenece a una rama ilustre del patriciado de la ciudad.

Su modo de comportarse, respetuoso y resolutivo.

Acepta el dominio jerárquico con devoción y dignidad.

Correo: yo (de quien nada sabes) sé demasiado de ti. Actitud imprudente.

Ignoras si soy un perturbado de impecables modales, e ignoro si eres dama diabólica que lleva al extravío moral a un espíritu apasionado.

En la farola que hay a la entrada de Café Atergo –ambiente informal, revistas de arte y literatura avant-garde que Veerle frecuenta– inscribo mis iniciales.

Cumplida mi indicación: ha ido a leer lo escrito. Sencilla felicidad. Día memorable.

Convenida cita en un bar. No está a la hora acordada. El bar cerrado. Doy una vuelta a la manzana y me reconoce por el tipo de jersey que hemos convenido que llevaría. Conversamos en Café Atergo.

Se pactan pautas y roles y modos de adiestrar el ver, oír, oler, gustar y tocar. La prelación se corresponde a ese orden.

La comunicación se mantiene exclusivamente por correo, por ahora.

Veerle vive con su marido y dos niñas en Prior, zona del extrarradio de la Ciudad. Trabajaba como administrativa en una empresa de obsequios singulares. Quedó sin trabajo.

Biblioteca municipal de Prior. Sección “Otros saberes”. En el 3º anaquel empezando por arriba, y en este, en el 5º volumen contando por la izquierda, está  Magias prácticas de Herminio Orezo (signatura: O/GA/ MAG). En la página 51 hay instrucciones para ti.

Un beso

M.M.

He tenido dificultades, durante todo el día, para utilizar solo la mano derecha, pero me ha encantado.

Gracias, Señor.

V.

Atmósfera lirico-fantasmal que me complace y no le disgusta.

Sin noticias durante tres días –problemas familiares y domésticos–, al cabo de los cuales petición de disculpas, y deseos de un grato domingo lluvioso.

Normas: sin interferir su vida cotidiana, estar presente en ella. En público, no nos conocemos. Cuando advierta mi presencia debe poner las manos en la espalda.

Café Atergo. En una de las estanterías elijo un libro: Apólogos morales de Istolacio Antonio Valvasor. En su página 51 dejo una tarjeta postal con nuevas instrucciones.

He cumplimentado el “menú inverso” que Usted me pedía: he comenzado con un trozo de chocolate y un pequeño pastel, luego he tomado un huevo frito con algo de pescado; he terminado con un consomé muy caliente.

Gracias, Señor.

Un beso.

Veerle.

Tiene dolor de muelas y una de las niñas, fiebre. Se disculpa por tardar en responder. Pronto irá al dentista.

Biblioteca municipal de Prior. En la página 51 de Magias prácticas de Herminio  Orezo (signatura: O/NA/ MAG) una propuesta formal de variante de ruleta rusa:

Adjunto este número de lotería. Si sale premiado, no hay la relación; si no, proseguimos con esta perfectiva intimidad.

Juegas con ventaja.

Bofetada y beso.

M.M.

Sencilla felicidad filoespiritista (expresión extravagante pero ajustada) al recibir una conmovedora respuesta de Veerle.

Juega a la citada ruleta rusa; en casa, a montaña marital. Su marido le propone una separación. El asunto luego se calma.

Biblioteca de Prior. Instrucción para que a las 11:15 h. vaya a la estanteria donde está Magias pràcticas. A las 11:15h en punto ya hojea de pie el libro de Narezo. A una indicación sale de la sala de lectura y asciende por una escalera que lleva a los servicios. Hago que se detenga. La miro. Irresponsablemente atractiva. Le doy dos bofetadas.

–Gracias, Señor.

–Permanece inmóvil durante un minuto.

–Así se hará. 

[...]





23.11.23

NOVEDAD: I. "BREVE TRATADO PARA UNA REFORMA DE LA FICCIÓN", R. Ballester Añón, Valencia: Shangrila, 2023

 


108 páginas - 14x20 cm. - Valencia: Shangrila - ISBN: 978-84-127366-4-9


Breve Tratado... toma como modelo formal El Itinerario de la mente hacia Dios, de San Buenaventura de Bagnoregio.

La sección Catálogo de Súplicas aplica una combinatoria de elementos que tiene remota inspiración en la Ética de Baruch Spinoza, así como (lo advierte el propio texto) en los Ejercicios reglados de Ignacio de Loyola.

Las referencias teológicas y piadosas conllevan el propósito de explorar la vinculación entre ficción literaria y lo sagrado.

Se hace uso de diversos géneros para recorrer un camino de perfección literario-moral que el texto denomina Ápice Interior: relato, dietario, documento historiográfico, aforismos, apólogo pastoral, breviario teoricista... Componentes heterogéneos en busca de una totalidad armoniosa, una suerte de una suerte de teoría unificada de la ficción.

En último término, todo el Tratado se encamina a la noción de Cuarta Persona, que hace posible un narrar de cámara oscura (tomando el símil del proceso fotográfico) al que se accede por pautada clausura del deseo de escribir.



R. BALLESTER AÑÓN

(Valencia, 1951). Escritor. Ha publicado dos libros de poemas (Provincia pedagógica, Viendo otra vez a Cain transportar un haz de espinos), un libro misceláneo (Virutas), unas analectas de contraportadas de libros (Libro de las Solapas) y varias novelas breves (Cuaderno de Ejemplos, Álbum de pequeños precipicios, Anotaciones de trabajo de campo), entre otras publicaciones.



21.11.23

II. "EL PESO DE LAS ALAS", Pablo Perera Velamazán, Valencia: Shangrila, 2023



Proemio

EL NACIMIENTO ROBADO


Paul Klee, Un genio sirve un pequeño desayuno o Un ángel trae lo deseado, 1920


Toda sensación singular y real recurre a algo propio del abandono y del nacimiento. Toda obra también. El nacimiento no es vital: echa mano de lo que ignora. Abre los ojos a lo que no ha visto. Su carne es la extrañeza, no la reproducción de lo mismo o la repetición de la norma. 

     Pascal Quignard


A muchos de entre nosotros, en esa edad sin tiempo que es la de nuestra infancia, a menudo sin saber muy bien quién, se nos decía, tal vez con la intención de mantenernos en silencio, mientras alguien sellaba nuestros labios con el dedo índice, que fue un ángel quien primero, antes de nacer, nos hizo callar, repitiendo el mismo gesto. Se nos decía que, antes de que nuestra madre nos hiciera partícipes de la luz de este mundo, un ángel, que, al cabo, sería nuestro ángel de la guarda, apoyó uno de sus dedos, la yema de su dedo índice, sobre nuestros labios no manchados aún por las palabras, para decirnos al oído, a ese oído nuestro que no conocía de las palabras de los otros más que una vibración acuosa, muy despacio y en voz baja: 

“Calla, no digas lo que sabes”.

Se nos decía, además, que de este forzado silencio por el cual advenimos al mundo sin recordar nada de dónde venimos, no queda más que un testigo físico en nuestro cuerpo recién nacido, que es la hendidura, huella donde el ángel posó su dedo índice, que parte y reparte nuestro labio superior entre los dos perfiles de nuestro rostro. Nuestro labio partido, pues, a modo de reminiscencia que, tal vez, no sea sino tacha que deviene marca de un origen perdido que se repite en cada nacimiento. Rostro que, por ello, tal vez, no podemos dejar de perder a cada momento. Porque, no en vano, aunque desconocedores de nuestro origen, esta marca deviene el trazo que nos señala, sobre nuestro propio cuerpo, como viniendo siempre de otra parte.

En cada uno de nosotros, donde esta hendidura se ensancha o se estrecha, se acorta o se alarga, que a veces nos acariciamos mientras pensamos, o que solo la intimidad del amante acierta a volver a perfilar, pero en todos por igual, se ha repetido este mismo gesto que, a pesar de manifestarse en medio de un gran silencio, sin querer decir en verdad nada de antemano, nos roba o despoja de nuestro propio nacimiento como más tarde al fin y sin remedio nos robará o despojará de nuestra propia muerte.Porque en ella no haremos sino regresar del olvido del que provenimos más allá de toda una vida vivida. Cuando esa hendidura ya no pueda ser acariciada por nadie. 

“Calla, no digas lo que sabes”.

Nos susurró a cada uno de nosotros y a todos por igual, singulares cualesquiera, antaño se nos decía, nuestro ángel de la guarda en el mismo momento en que se nos daba a conocer, y en nuestros labios partidos aún resuena el límite de estas palabras cada vez que hablamos, pues, a consecuencia de ello, no podemos sino hablar sobre lo que ya sabemos aunque lo desconozcamos, atravesados por este olvido.

*

En verdad, descubrimos más tarde, sin saber muy bien cómo pudo llegar hasta nosotros su recuerdo, que el mismo dedo del ángel que se posaba sobre nuestros labios es el dedo que en El Talmud (Tratado Niddah, 30 b) toca la boca del feto, que conoce toda la Tora y puede ver el mundo de un extremo al otro, en el momento de nacer, sumiendo en el olvido al recién nacido que, en consecuencia, deberá volver a aprender todo lo que ya sabía. Y, entre otras referencias que sobre este dedo de silencio se podrían remitir, lo que parece evidente es que, después de todo, cuando de niños nos mandaban callar, poniendo sus dedos sobre nuestros labios como si volviera a ser el dedo del ángel que precedió a nuestro nacimiento, tal vez lo hacían para que dejáramos el espacio suficiente, siempre hablando de más, al habla de los otros y de su mundo donde ya estaba instalado el sentido como significado referido y consensuado. No en vano, el silencio y el olvido en el que del vientre de nuestra madre caemos en este mundo de aquí, inmediatamente después se convierte en el llanto desesperado de nuestro abandono que todos los que estaban en ese momento a nuestro alrededor valorarán como un comenzar a vivir. Comienzo que, como apunta El Talmud en la misma medida que las otras tradiciones que nos configuran, solo será verdadero inicio cuando comencemos a remontar por encima de este olvido, ya no originario, hacia el saber del mundo que ya conocíamos aunque hubiéramos olvidado. Por ello es necesario que, de vez en cuando, en ese patio de tiempo que es nuestra infancia, que no deja de horadar la lógica de un tiempo en el que progresamos solo regresando, alguien, sea quien sea, nos mande otra vez callar, poniendo su dedo sobre nuestros labios, enseñándonos a hacernos en ese mismo gesto, para que escuchemos eso que habíamos olvidado en las palabras de los demás que ya lo han recordado.

Un nacimiento robado es nuestro nacimiento, pues. No nacemos sino en “descendencia de...”, despojados de la imposible posibilidad del nacer, en una filiación que difumina su acaecer aquí y ahora. Y siguiendo esta lógica que no es sino la lógica angélica de la anunciación del sentido, que sigue recorriendo de un extremo al otro nuestro mundo, puesto que somos antes que nada “hijos” de ese saber que hemos olvidado pero que podemos recordar, nuestro cuerpo deviene signo, al modo de la huella que rompe nuestros labios superiores, de un sentido donde su extensión, su acaecer sin más, es expulsado hacia su propio interior, hasta el límite en el que el signo-cuerpo es abolido en la presencia que representaba sin recordarlo. Nuestra encarnación, en este sentido, es una descorporeización, pues importa muy poco que estemos aquí o allí, que seamos el aquí o ahí de un lugar. Lo importante es que solo estamos aquí en cuanto vicarios de un sentido, encarnando la absoluta contradicción de no poder ser cuerpo sin serlo de un espíritu que, a través de las palabras del ángel que siempre lo vinculan a una procedencia y precedencia del sentido, lo desincorpora.

Es más, cuando desde el forzado silencio en que nacemos se atisba un roce peculiar del aire en nuestra garganta, un roce como nunca ha habido ni habrá otro, cuando lloramos o reímos, o gemimos, o gritamos, o nos lamentamos, o dejamos, al cabo, que la primera palabra apenas brote en la punta de nuestra lengua, como fruta que cae apenas madura, sin que nadie la entienda, antes de poder atender demasiado a ello, según esta lógica de un sentido que siempre se anuncia en su distancia, se nos vuelve a aparecer ese ángel de la guarda que se nos ha asignado a cada uno de nosotros en el momento mismo de nuestra concepción. Son ellos los encargados de velar por nosotros en cuanto que nos protegen de los peligros o, más bien, del peligro de olvidarnos de ese olvido primordial que nos susurra a cada vez que el sentido no está sin más en las palabras que pronunciamos en nuestra voz singular. 

“Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te proteja en el camino y te conduzca hasta el lugar que te he preparado. Respétalo y escucha su voz. No te rebeles contra él, porque perdonará las transgresiones, ya que mi Nombre está en él. Si tú escuchas realmente su voz y haces todo lo que yo te diga, seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios. Entonces mi ángel irá delante de ti”. (Exodo, 23, 20-23a) 

Y siempre delante de nosotros irán, en consecuencia, anticipándonos un sentido que nunca está donde somos y que siempre reenvía nuestro ser aquí, nuestra finitud y contingencia, hacia un más allá, hacia una infinitud que la constituye como tal, como una finitud derivada.

“Guardaos de menospreciar a estos pequeños” (Mateo, 18,10), parece haber sido uno de los cuidados insistentes de nuestro Occidente que es un Oriente siempre ya perdido. No solo los cuerpos metafísicos o teológicos de nuestra tradición se han acompañado de esta vocación, sino, sin ir más lejos, en los bordes de nuestro tiempo, cuando no parecen caber ya ni metafísica ni teología, los cuerpos fenomenológicos, psicoanalíticos, semiológicos, hermenéuticos o digitales que nos acompañan por doquier no dejan de hacer suya la antes comentada contradicción de no poder ser el cuerpo que son sin serlo de un espíritu que lo desincorpora, llámese como se llame a este espíritu (intención, significante, tradición o algoritmo). Y decimos “parece haber sido” porque, sobre ese mismo borde sobre el que nuestro tiempo se nos presenta, más allá de estos discursos que nos hablan acerca de un sentido que no es más que su retorno y consiguiente proyección, de un sentido que no es más que su deseo o ficción, de un cuerpo que no es sino su descorporeización, los cuerpos, nuestros cuerpos, hoy, en nuestro aquí y ahora, en ese aquí y ahora donde la voluntad de sentido se precipita en su nada, nuestros cuerpos, se nos presentan más acá de todo significado, ya ni siquiera como cuerpos objetivados o alienados, como el viejo marxismo quería, sino como cuerpos que pesan y se sopesan más allá de cualquier significación, extraños y desnudos, donde nuestro propio cuerpo, tu cuerpo, aquel cuerpo, su cuerpo, solo se expone formando parte, también extraño y desnudo, de un mundo que no deviene otra cosa sino su población, la conjunción indistinta y numerosa de nuestros cuerpos, siempre, al borde, pues, de lo inmundo (Nancy, 5, p.79). Nunca se sabe lo que pesa un cuerpo hasta que sentimos el peso de los otros cuerpos sobre nosotros. Ese peso que aplasta o enamora, que nos embadurna o nos hace deslizarnos. pero que siempre está en un más acá donde los cuerpos se encuentran o chocan. Háblame de tu pesar y te diré cuánto te quiero, mediremos juntos la levedad que compartimos. O nos decimos, también juntos, hasta qué punto la demasiada cercanía de los cuerpos que infectan invaden nuestro más que necesario, según dicen, distanciamiento social. Ese aquí y ahora terrible y bello, que nos atrae y espanta. 

En nuestro mundo, siempre al borde de lo inmundo, de una finitud que obstinadamente se cierra sobre sí misma para exigir una vez más su redención, la invocación de lo angélico, si es que aún es necesaria, aunque la necesidad solo puede ser necesidad creada en el movimiento mismo del pensar, debe hacerse cargo de este límite y de su consiguiente medida. No en vano, allí donde la filosofía o el arte, la literatura, en nuestra modernidad han experimentado consigo mismos, con su propia decisión en cuanto tales, es decir, a costa de sí mismos como saber o simple gusto en disputa, en relación con la figura del ángel (aunque ni siquiera a veces, liberado el espacio intermedio de lo angélico, haya sido nombrada así), a través de ella se han expuesto siempre a la lógica de un sentido que no pertenece sin más a su acaecer finito o inmanente, como de por sí es evidente en su caracterización como mensajero de un sentido que no simplemente está aquí, pero que tampoco, como en principio cabría suponer, a su remisión a un infinito trascendente, que, aún muerto Dios, haría de ese sentido un siempre estar más allá.

Cierto es que, desterrada su mediación por un pensamiento del hombre que encuentra en el hombre mismo su fundamento, muerto el hombre en una orilla de arena que las olas renuevan a cada vez, a menudo, haciendo ostentación de la lógica de la descorporeización o de un sentido que es solo su anuncio infinitamente diferido, en algunas de sus fulgurantes reapariciones, la figura del ángel, al cabo mensajero de la banalización de nuestra condición postmoderna, no fue sino la confirmación de la resolución alegórica, diseminante, deslocalizada, de ese mismo pensamiento que se empleaba en una analítica de la finitud humana. Al margen, por supuesto, de la inmundicia que no dejaba, y deja, de segregar. Hablamos del perfecto hombre público que somos, desprovisto de raíces, perfecto asistente virtual, que ya puede volar, que es el puro ahora que anula el aquí, mero tiempo sin espacio, habitando la antigua casa de los dioses y conquistando, con ello, su siempre añorada condición angélica. Que desde su puesto de mando, ante las pantallas que se han minimizado e individualizado, vuela al ritmo de un toque siempre diferido desde Madrid a Nueva York en milésimas de segundo. En ese tiempo que no se deja espacializar. Ángeles de la simpatía, de la simultaneidad, de la sincronía, movimientos propios desde siempre de dicha condición, convertidos en la inercia de nuestra realidad última, puro vértigo angelical en el que sobran los lugares y los vecinos.

Pero, tal vez, bastaría que, en el extremo más fino del pensamiento, este nuestro ser siempre ya en el sentido que nos constituye, no sea reducido por los rigores o debilidades de una interpretación que busca recobrar ese sentido ya perdido o, al menos, identificarse con su búsqueda infinita, para que la invocación de lo angélico sea un medio efectivo para describir el movimiento del pensamiento que hace justicia a nuestro tiempo. Un pensamiento que no trate de forzar el olvido en la dirección de su superación, o que ni siquiera se olvide de él, multiplicándose en simulacros, que no sea la sutura, en todo caso, de la hendidura que parte nuestros labios superiores, donde nuestra voz, a cada vez que una palabra se cae de la punta de nuestra lengua, se quiebra en la singularidad de su propia tesitura. Que se trame en una relación con el sentido que, ni inmanente ni trascendente, pero afirmando ambas a la vez y en un solo movimiento, en su expropiación mutua, en su indiscernibildad, se presente como la única relación que cabe hoy a favor de nuestro presente, de la realidad que en él nos convoca, de nuestro “mundo de los cuerpos”, y no en contra suyo y a favor de su irrealización como todos los anteriormente citados discursos de la significación hacen. 

*

De nuestro nacimiento robado hay algo que no podemos olvidar. No olvidarnos de recordarlo. No nos referimos, como cabría suponer, a la diferencia sin más que nuestro olvido, el de cada uno cuando nacemos, pone en juego respecto a ese saber que todos ya conocemos. Lo que no debemos olvidar, al contrario, es que del mismo olvido solo tenemos constancia a través de otras palabras que se refieren a él, que nos cuentan de un ángel que posó su dedo sobre nuestros labios dejándonos la boca partida, mientras que quien las pronuncia, con la yema de su índice también, acaricia la huella de la hendidura que a partir de ese momento mismo, sin poderlo saber, deja en nosotros las palabras que se vuelven a repetir, haciendo que retorne el silencio en que nacimos:

“Calla, no digas lo que sabes”.

Un silencio que señala, ya dijimos, a “un reino que no es de este mundo”, pero no porque esté más allá o esté fuera de él, sino porque, rememorado en la caricia que insiste en nuestros labios, esa que hacemos cuando pensamos, esa que nos hace cuando somos amados, está en el mundo, haciéndolo presente, solo que en forma de pasado (Quignard, p. 222-223). Un último reino, pues, como el presente que nos regala nuestro nacimiento, del que, a menudo en el nombre mismo de este silencio y olvido, se nos quiere despojar. El reino de un pasado absoluto, por absuelto, que, no siendo ni de este mundo ni inherente a otro mundo, solo aparece como tal en el comienzo del tiempo que es nuestro acaecer en el mundo. Pues solo después de nacer se descubre el ver en la visión que ya éramos en el seno de nuestra madre, el aliento en la respiración que conteníamos mientras ella respiraba por nosotros, la escucha donde atendíamos al eco de un mundo por venir. Y esta visión y esta respiración, ese tacto y esa sonrisa, esa escucha, que nos precede siempre, en cuanto que no empezamos a vivir en nuestro nacer, vivíparos que somos, pero siempre demasiado tempranos, señalando la ausencia de todo recuerdo hacia la que se remonta sin fin una memoria infinita, convocando este “reino que no es de este mundo”, nos entrega el presente, el aquí y ahora, de nuestro nacimiento. Un nacimiento que sigue siendo robado, desde luego, pues no hay nacimiento sino robado, pero robado, en este caso, a toda filiación o descendencia. Es el reino de una memoria absoluta, o de lo inmemorial, si se quiere, el reino de una memoria sumida en la pura posibilidad, que, por tanto, aún sabiéndolo solo lo podemos desconocer, y que ya no es privación de nada, que no nos expone en un nacer en falta, sino, más bien, ante un desbordamiento de memoria, liberada de sí misma, de su subjetivación, que convoca ese otro mundo que no es un fuera del mundo, sino que está presente aquí mismo (Nancy, 7, p. 9-11) .

En este nacimiento del nacimiento, en este nacimiento en el nacimiento mismo que el olvido nos viene a traer, es, tal vez, donde la invocación del ángel debe alcanzar su renovado valor. Ya lo hemos dicho, no se trata de un olvido que hay que superar, sino de hacernos cargo del olvido del olvido, es decir, de ese olvido que remite a un saber siempre previo, que el acaecer de la diferencia de nuestro nacimiento siempre es. El nacimiento como la apertura de la vida en una zona de radical desconocimiento, en el precipicio de un olvido contento de sí, que permanece serenamente en relación con su propia naturaleza, hurtado al nacimiento robado por el logos de una filiación que trata de desvelar lo que estando ya en nosotros nuestro haber nacido ha velado. Donde se hace el deseo, deseo de sí, de, a cada vez, otro nacimiento por acometer, hacia lo que todavía y siempre se desconocerá, hacia donde solo se puede seguir siendo un extraño. El deseo de caer fuera de nosotros mismos, en el trazo del olvido del olvido, para volver a convocar, en el silencio, ese otro reino siempre pasado y siempre futuro que convive con lo que somos a cada momento. Nunca me acuerdo de olvidarte. No me olvido de recordarte. Así debe ser entre nosotros. 

Declinarnos en la forma presente de un futuro anterior, en el contramovimiento de una contradicción. Pues a cada vez que coincidimos con la hendidura que, partiendo nuestros labios, divide nuestro rostro, lo que sentimos antes que nada es aquella caricia primera donde nuestro cuerpo se resentía a través de las palabras de otro, el portador siempre intruso de la caricia. Pues en cada una de nuestras sensaciones singulares no dejamos, a cada vez, de echar mano de lo que ignoramos, del ver en nuestra forma de mirar, del respirar en nuestro aliento, del tacto en nuestra forma de tocar, y repetimos el momento propio de nuestro nacimiento, donde miramos como un extraño a una luz que ignora pero que, sin embargo, sin saber muy bien por qué, puede ver, después de nuestro llanto, menos un grito de espanto, como se suele decir, que el primer trazo del olvido que somos. Y volver a acceder a un mundo casi vivo, casi palpable, casi respirable, donde ese “casi”, en vez de ponernos en falta de algo, donde sí cabría el grito del espanto, nos pone, al contrario, ante el exceso de una memoria absoluta, de una inmemoria, donde sin cesar nos perdemos para estar más que nunca en el aquí y ahora, a cada vez naciendo.  

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No pertenecemos sino a una descendencia quebrada. Nuestros labios siempre están partidos, como los de nuestros padres y los de nuestros hijos, y no hay sutura que pueda cerrar para siempre su herida, porque no hay herida, sino solo una huella donde se reinscribe la diferencia que somos. Y en el extremo más fino del pensamiento, hoy, no debemos dejar de pensar en ese olvido que nos atraviesa por igual y seguir diciendo, diciéndonos, mientras volvemos a acariciar una y otra vez, con el dedo índice, la hendidura de nuestros labios:

“Calla, no digas lo que sabes”.

Pues, allí donde nuestro ángel de la guarda, ya muerto Dios, nos ha seguido acompañando (disfrazado a veces extrañamente de un Hermes que, en vez de recorrer una y mil veces los caminos trazados, se aparece en las esquinas de los caminos perdidos como los ángeles de antaño), hay quien no ha podido dar ningún significado a sus palabras, mensajero de una palabra que no es suya , o, al menos, no lo ha podido hacer al margen de su forma de presentarse, al margen de su aspecto, de su estilo, del tono de su voz, de su propia relación con el contenido del mensaje, que contamina su significación, que afecta al significado, como por sus bordes, y sin remedio (Nancy, 1, p.64). 

Ciertamente, este no poder decir lo que ya se sabe que nuestro ángel de la guarda nos susurró antes de nacer no afirma sino que nuestro nacimiento solo cabe porque estamos previamente en el sentido. No afirma sino que todo nacimiento es un nacimiento robado. Pero también puede alcanzar a decirnos, y de eso se trata hoy, que nada nos devolverá la propiedad de nuestro nacer. Que la única propiedad con la que nacemos, que es la que se expone en la singularidad de nuestro llanto de recién nacido, en el tono y la tesitura de nuestra voz, en las incipientes muecas de nuestro rostro, está atravesada por una impropiedad, por la inmemoria de donde proceden todas nuestras sensaciones, y que solo ahí, soportando la medida de esta no-relación, podemos pensar en qué sentido nacemos en el nacimiento. 

Y que cuando se nos manda callar, mientras alguien apoya su dedo en nuestros labios, con ese tacto que se desliza hasta nuestra barbilla, como a menudo nos hacen callar esas formas del pensamiento que son la filosofía o el arte, la literatura, no es, tal vez, para que atendamos a un sentido ya significado, referido y consensuado, sino para que aprendamos a escuchar en las voces de los demás su singularidad, sobre la que tampoco ninguna memoria cabe, que es, además, cómo se aprende, ya sin detener la circulación del sentido, a escuchar la singularidad de nuestra propia voz. En su invocación, en la invocación del ángel, que no es sino la invocación del sentido, en el hacerle formar parte de nuestra voz, se debe exponer la presencia siempre singular de cada voz, la tuya, la suya, la mía, la nuestra, en cuanto mensaje de lo divino que, siendo a cada vez, no puede ser, en cuanto que esas voces no se cierran en su singularidad sin abrirse al mismo tiempo a las otras voces que le permiten diferenciarse. El ángel que apunta al sentido, haciéndonos callar, si algún mensaje nos trae hoy, en las esquinas de los caminos demasiado transitados, es la partición de las voces que el logos es. Ahí estamos todos, mirarnos bien, mirarnos, con el labio partido entre los dos perfiles de nuestro rostro, incapaces de sostenernos en un simple cara cara. 

Y mientras tanto, ese último reino no deja de alcanzarnos en el dedo que rozaba nuestros labios cuando la noche se hacía oscura, demasiado oscura, en torno a nosotros y nos destapaba la cabeza, como si volviéramos a nacer, tan vulnerables, para prometernos en un cuidado siempre posible. Ese cuidado que luego perseguimos, con la cabeza ya destapada, acostumbrados a la oscuridad que ya siempre llevamos con nosotros, mientras dormimos, en el dedo que, a pesar de todo, también nos acariciaría, como si llegara de un tiempo inmemorial.  

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En el límite marcado por este olvido originario que acompaña extrañando a nuestro nacimiento, la filosofía, en la historicidad de su propio límite, no ha dejado de querer reencontrarse con el favor de un pensamiento que se escape a su resolución como simple saber. En el punto preciso en que el filósofo, tambaleándose casi, siente que el sentido no puede resolverse bajo ninguna de las formas de la verdad, se vuelve a escuchar una cantinela parecida que nos habla de la diferencia de un nacimiento, de nuestro nacimiento, desplazado respecto a su propio origen, de donde emerge un sentido que no es sino su persecución, imposible verdad. Por ello, decía Gilles Deleuze, que la filosofía es inseparable de un nacimiento, del que dan prueba tanto el a priori como lo innato o la reminiscencia (5, p. 70). Pero, más allá de estas pruebas, que tal vez no hagan otra cosa sino robarnos una vez más nuestro nacimiento, lo que sí ponen en evidencia es que solo se puede pensar para volver a nacer en nuestro nacimiento. De ahí que, parafraseando al propio Deleuze, y, tal vez, en un sentido contrario al que él apunta, se pueda preguntar siempre ante cada filósofo: ¿por qué esta patria es desconocida?, ¿por qué está perdida u olvidada, convirtiendo al pensador siempre en un exiliado?, ¿por qué lo que se devuelve a lo sumo es un equivalente de territorio como sucedáneo de hogar?, ¿todos los estribillos filosóficos, en verdad, no pueden sino entonar esta canción de la pérdida y del olvido? Tal vez, sean necesarios otros estribillos, o escuchar los que tenemos de una manera diferente.  

El arte, la literatura, en este mismo sentido, aún dándose siempre como una relación con la memoria, jamás está donde esa memoria pueda ser depuesta en la forma de un recuerdo, por mucho que se pretenda. La extraña memoria que en el arte se convoca no es susceptible ni de olvido ni de recuerdo, porque se refiere a algo que no hemos ni vivido ni conocido, y que, sin embargo, no deja nunca de acompañarnos desde siempre. Ninguna rememoración remonta hasta él, sino que cada gesto propio del arte tiende hacia su interrupción, se aproxima hasta hacerlo aflorar, si es necesario abrasándose allí mismo. El arte es lo que se excede siempre hacia lo que le precede o le sucede, y, en consecuencia, también hacia su propio nacimiento y su propia muerte, abandonándose en un más acá o más allá de sí. Y si el único arte, como se nos dice, que cabe hoy, es un arte irónico respecto a su capacidad de generar una estrategia diferenciada de las formas o de las apariencias, que deconstruye de forma interminable su capacidad para generar ilusión, un arte pues desilusionante, que se devora a sí mismo sobre su propia historia, sobre su propio recuerdo, podemos concluir, sin lugar a dudas, que ya no hay arte, que el arte ha muerto. A no ser, también, que el arte esté en otra parte.