Botonera

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5.12.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "JEAN-MARIE STRAUB Y DANIÈLE HUILLET. LA REINVENCIÓN DEL CINEMATÓGRAFO", de Santos Zunzunegui, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
MARTES 10 DICIEMBRE 2024 / 20h.




SANTOS ZUNZUNEGUI estará acompañado por
ASIER ARANZUBIA
(Universidad Carlos III, Madrid)
y MARTÍN LLADE
(Radio Clásica-RNE)

A continuación se proyectará:
Irreconciliables (1965 - 55')
¡Lorena! (1994 - 20')
Francia contra los robots (2020 - 10')
Jean-Marie Straub y Danièle Huillet



Calle Santa Isabel, 3, Cine Doré (sala 1)
Madrid




4.12.24

XVI. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ADIÓS A TODO ESO
José Saborit



Móvil de Alexander Calder, Crag, 1974



Adioses y gracias

Febrero de 2021. Me voy de la universidad sin pena. El lugar que dejo ya no se parece al lugar que me enamoró hace más de cuarenta años y al que deseé pertenecer con toda mi ilusión juvenil. Ni él ni yo somos los mismos. Ocurre como con esas parejas que tras largos años de amor y convivencia terminan separándose precisamente porque ya no son los mismos que se juntaron, se han transformado en otros y no logran entenderse. 

¿Quién se despide de quién? Digo adiós tres veces: adiós al profesor que fui, adiós a la universidad que fue y adiós a la que ahora es. He pasado más de cuatro décadas allí, primero como estudiante, luego como docente. Y ahora siento que debo dejarlo. Podría esforzarme y perseverar, hacer de tripas corazón y valerme del oficio que me asiste para seguir a flote en esas aguas. Pero prefiero irme, hacerme a un lado, dejar paso a los que vienen detrás, con muchas ganas. 

Fueron años muy buenos y tuve plena conciencia de la extraordinaria suerte que supone poder dedicar una parte de tu vida a enseñar pintura. No solo por la satisfacción de ver cumplido un sueño infantil —como tantos niños que admiran a sus profesores yo también deseé ser profesor—, sino por todo lo que no era sueño, el día a día inimaginable que entretejen los tratos con la pintura y con la gente, el juego de seguir y seguir aprendiendo para poder dar lo que no tienes y debes ir conquistando poco a poco…, todo lo que la pintura da cuando su pasión es compartida. Aunque algunas pocas veces me dejara llevar por la contagiosa letanía de la queja, nunca me permití olvidar que me encontraba en uno de los mejores lugares posibles para desarrollarme y tratar de ser útil. 

La facultad de Bellas Artes nos ha hecho un pequeño homenaje. Me he vuelto a casa con una caja que contiene 36 lápices de colores acuarelables de la marca Faber Castell. Un buen regalo para quien, después de tantos años dando clase de pintura, aún quiere seguir jugando con los colores. Los miro de izquierda a derecha, con sus tonos brillantes y sus puntas bien afiladas. Siento la potencia de lo que está por estrenarse. 

También nos han regalado un pin de plata con el logo de la facultad. Una versión disminuida y casi caricaturesca de lo que sería una medalla u otra condecoración tradicional. Si usara chaqueta me lo pondría en la solapa para no olvidar mi pertenencia a la universidad, un sentimiento que no se extingue por dejar de estar en activo. 

Una caja de lápices de colores y un pin de plata son dos buenos regalos, pero yo habría preferido que me dieran la palabra. Por supuesto sin micro. Y con un buen margen de tiempo por delante. 

Habría comenzado diciendo que las verdades de la ciencia son perecederas y están destinadas a ser sustituidas por nuevas verdades también perecederas. Las verdades del arte —o lo que sea que el arte nos da—, por el contrario, mantienen su vigencia y su utilidad con el paso del tiempo. Por ejemplo, la metáfora de los talentos de la Biblia. O la poiesis platónica. 

Y habría dado las gracias por haber trabajado muchos años al servicio del cultivo y desarrollo de los talentos creativos de los jóvenes, pues a eso es a lo que dedica, o a lo que debe dedicarse, una facultad de Bellas Artes. Y las gracias también por el tiempo libre que esta tarea me ha dejado para desarrollar los míos propios.

Nunca agradeceré lo suficiente que las circunstancias me permitieran, con poco más de veinte años, decidir la suerte laboral que habría de correr en adelante. Mi afición a la docencia se impuso con fuerza avasalladora y pasé una buena parte de mi vida dando clases. “La profesión más enorgullecedora y (…) la más humilde que existe”, a juicio de George Steiner. Simétricamente, nunca agradeceré bastante que las circunstancias me permitieran irme cuando todo comenzó a resultarme gravoso y difícil de sostener. 

Adiós a la tarima. Veamos cuál es nuestra altura al bajarnos de ella. Veamos cómo oscila el termómetro de nuestra energía cuando dejemos de recibir todas esas expresiones de asentimiento y adhesión que acaban enganchando. Cuando toda esa gente que se te acerca deje de acercársete. Veamos lo que supone prescindir de un eje laboral que ordene horarios y permitir que el tiempo fluya otra vez —¿quién lo recuerda ya?— libre y salvaje. Veamos quiénes vamos aprendiendo a ser sin todo eso. Adiós a todo eso.  


Cansancio y complicación

Todo eso que la docencia universitaria exige comenzaba a producirme cierto cansancio, no lo niego, y he preferido marcharme mientras mis facultades aún mantenían un buen tono, antes de que comenzaran a degradarse. Pero no se trataba de un cansancio que surgiera como consecuencia del propio trabajo —enseñar revitaliza—, sino de las condiciones en que el trabajo debía llevarse a cabo. Mis relaciones horizontales con colegas y alumnos eran por lo general bastante buenas, pero las órdenes que nos caían desde arriba resultaban cada vez más difíciles de asumir. 

El sistema distaba mucho de ser perfecto y presentaba algunas grietas por las que todavía era posible respirar. Pero se me hacía un nudo de impostura y contradicción en el estómago cuando, por un lado, me veía predicando a favor del poder liberador del arte, de la libertad de pensamiento y del espíritu ilustrado como bienes irrenunciables para una vida que merezca ese nombre, mientras, por otra parte, me veía obligado a cumplir con una serie de requisitos absurdos e inútiles obstáculos burocráticos que habían ido imponiendo el Plan Bolonia y las reformas liberales, y que suponían un lastre y una mengua de energías para todos aquellos profesores que todavía permanecíamos empeñados en seguir enseñando y transmitiendo algo de ese espíritu ilustrado y de ese poder liberador del arte. 

En unas pocas décadas, la facultad de Bellas Artes de Valencia —igual que las demás— había pasado de ser el disparatado reino bohemio de la libertad y el todo vale a convertirse en un lugar en el que se debe fingir que todo está previsto, medido, cuadriculado, baremado, acreditado, fiscalizado. Y si el intento de regular y actualizar un poco aquellas viejas prácticas resultaba necesario y obedecía al sentido común, tampoco se veía claro que hubiésemos de pasar por fuerza al extremo opuesto. Igual que un ortopédico corsé, ese complicado afán de cálculo y autoconciencia nos quitaba a muchos profesores las ganas de movernos y de intentar acrobacias en el aula; nos quitaba el deseo, lo más importante para poder enseñar. 

La primera juventud de los de mi generación coincidió felizmente con la eclosión de libertades que se vivió en España tras la muerte del dictador, y esa providencial sintonía entre la Historia mayúscula y la intrahistoria supuso un impulso magnífico que solo hemos llegado a ponderar con el paso de los años. Éramos torpes y novatos, incurríamos con frecuencia en equívocas imposturas, pero empezábamos a respirar un aire diferente, menos tóxico, y alumbrábamos infinitas e insensatas ilusiones de cambio y renovación. Ser artista o querer ser artista comenzaba a dejar de estar mal visto y dejaba de ser reprochable frecuentar ambientes bohemios como el de la facultad de Bellas Artes, ubicada en el viejo convento del Carmen y prestigiada —rehabilitada— por su reciente categoría universitaria.  

Quienes deseábamos ser profesores imaginábamos nuestra profesión en ese marco de tolerancia, apertura y libertad que habría de ampliarse y consolidarse con el tiempo, y unos años más tarde hicimos nuestra una inspiradora metáfora que Rudolf Arnheim incluía creo que en sus Consideraciones sobre la educación artística: el profesor de arte es un jardinero y su tarea consiste en acompañar, vigilar los crecimientos, los tiempos de las germinaciones, regar, abonar y podar dónde y cuando sea oportuno. 

Pero llegaron plagas boloñesas, reformas, informáticos, tecnócratas, pedagogos…, y dijeron que nada de jardineros; nada de jardines, ni flores ni mirlos, nada de turbios estanques ni oblicuos senderos, nada de cantos de ruiseñores. En su lugar, oficinistas, profesores contables, burócratas enfermos de prudencia adictos a los cronogramas, coeficientes y porcentajes de los observatorios de calidad (que suelen obstruir el espontáneo surgimiento de la calidad), feligreses de la pedagogización idiotizante de la enseñanza. Y enseguida se vio que a algunos docentes les sentaba mejor la luz artificial que la intemperie de los jardines. 

[...]



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3.12.24

XV. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ADIÓS, HASTA MAÑANA*
UNA TARDE EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES CON FLORENCE DELAY,
MANUEL ARROYO-STEPHENS Y ADO ARRIETA
(no fue al azar, fue el azar)
Manuel Arranz


Florence Delay, Manuel Arroyo, Aldo Arrieta, Manuel Arranz, Carmen y Lorenza Escardó,
estas últimas productoras del documental Las artes del vuelo. Florence Delay.
Encuentro con Florence Delay, Residencia de Estudiantes,
18 de octubre de 2017



* El título original de este texto era (y lo sigue siendo) Página 77. Al comunicarme el editor que el lema de la revista iba a ser en esta ocasión: Despedirse. Formas de decir adiós, no dudé en cambiar el título e incluir en la dedicatoria a un amigo y ejemplar editor con vocación de fantasma: Jesús Rodrigo. No fue al azar, fue el azar. 


a la memoria de Manuel Arroyo-Stephens 
  a la “inmortal” Florence Delay
y a Jesús Rodrigo


Es asombroso cómo cambian las cosas 
cuando se vive lo suficiente.

James Salter
En otros lugares, p.151.



Uno siempre puede desdecirse de lo que ha dicho”, continuó. “Lo que no es posible es deshacer lo que se ha hecho”. (1) Una sola vez estuve con Manuel Arroyo. Aunque estrictamente hablando ni siquiera puede decirse que estuviese con él, o él conmigo, pues no siempre coincide esta circunstancia. Digamos que tuvimos un azaroso encuentro. Quiero decir que aquel día asistíamos los dos, por motivos diferentes, a un homenaje a la hispanista francesa, novelista, actriz, traductora y académica, es decir a la “inmortal” Florence Delay, que acababa de publicar un libro sobre su temprana y apasionada relación con España, Mon Espagne. Or et Ciel, traducido al castellano por quien suscribe con el título más modesto de Puerta de España. Por entonces yo apenas la conocía. Ni a ella ni a su obra. De Arroyo había leído hacía tiempo el libelo Contra los franceses, reeditado hacía poco, que no me gustó, ni entonces ni ahora (ni el libelo ni los franceses). En cambio él, aquel día, sentado a mi lado hablando mal de todo el mundo, sí me gustó. Como me gustaron Florence Delay y Ado Arrieta. Hoy Arroyo ya no está. A Ado le he perdido la pista. Mejor dicho, nunca se la seguí. Y a Florence le escribo de cuando en cuando y he traducido un par de libros más de ella. Me considera un buen traductor, cosa que le agradezco, aunque no sé si es verdad. No hay buenos traductores, lo que hay son buenas traducciones. “De vez en cuando aparecen unas pocas traducciones decentes”. (2) De vez en cuando, muy de vez en cuando, aparece algo, una novela, una película, un poema, que valen la pena. O conoces a alguien que trastoca tu vida y la pone del revés. De vez en cuando vuelves a estar vivo, y entonces tu vida, que se consumía, que se apagaba poco a poco, vuelve a renacer de sus cenizas y a arder, como esos fuegos que parecían apagados, y una leve brisa, un leve soplo, despierta de su letargo y arrasan todo a su paso. A veces gran amor.

1. Manuel Arroyo-Stephens, Pisando ceniza,  Madrid: Turner, 2015, p.108.
2. Edith Grossman, Por qué la traducción importa, trad. Elvio E. Gandolfo, Buenos Aires - Madrid: Katz, p. 25. (Uno de los mejores libros que he leído sobre la traducción).


Florence Delay en El proceso de Juana de Arco, Robert Bresson, 1962


Ya en la cama, volví a coger el libro que había dejado sobre la mesita de noche antes de salir, y leí una página. La 77. No fue al azar, fue el azar. Me siento en deuda con este hombre por no haber leído su libro a tiempo. He bebido demasiado durante la cena (siempre bebo demasiado cuando me invitan a cenar). He hablado poco (siempre hablo poco cuando me invitan a cenar, quizá por eso bebo demasiado). Seguramente una cosa es la causa y la otra la consecuencia, pero no sabría decir cuál es cuál. Está contando –ahora me refiero al libro, no a la cena– una  conversación de sobremesa con su amigo José Bergamín. Subrayo: “La ignorancia es lo único que no se aprende”, le está diciendo este. “Tienes que tener mucho cuidado. No se trata de saber mucho o poco, se trata de saber bien o mal. Es más importante el sabor que el saber”. Saber bien o saber mal, esa es la cuestión. Mientras no sabes esto, no sabes nada. Yo entonces no lo sabía. Ni bien ni mal. Obsesionado con las leyes de la dialéctica y el paso de lo cuantitativo a lo cualitativo en que mi generación se había enredado, estaba convencido de que todo era cuestión de acumular conocimientos. No lo era. No sabía todavía que cuantas más cosas aprendes, menos sabes. No sabía que hay cosas que es mejor no saberlas. No sabía que el conocimiento y la sabiduría eran cosas distintas y casi siempre incompatibles. No sabía que la inteligencia no sirve para nada. No sabía que el saber sí ocupa lugar. No sabía que menos significa muchas veces más y al revés. Como todas las cosas importantes en esta vida, lo aprendí tarde, demasiado tarde. Tampoco sabía que hay cosas que sólo llegan con la edad. Y otras que no llegan nunca. Que llegan las que no esperábamos que llegaran, inopinadamente, sin avisar, y no llegan las que esperábamos. “La ignorancia sólo llegaría más adelante, cuando se ampliaran mis conocimientos”, había leído hacía poco en El comienzo de la madurez (The Middle Years). Esta ley, en cambio, sí se cumplía siempre. El principio del fin, pensé. Ahora empieza lo bueno. Mejor es saberlo que no saberlo. Mejor es estar prevenido.

Un poeta árabe español, hace mil años, hizo un pacto con algunas personas a las que había estado unido en cuerpo y alma para que el que antes muriera visitara en sueños al que quedara con vida”. Conozco la historia. Contada de otro modo. ¿Por Pasolini? ¿Los cuentos de Canterbury? ¿El Decamerón? Hubiera podido contarla yo mismo durante la cena. Es una de esas historias con el éxito garantizado. Algunas personas tienen un don para contar historias. No es mi caso. Dos amigos, una noche de desenfreno, en un momento de lucidez, in vino veritas, se hacen prometer el uno al otro que el primero de los dos que muera volverá para contar al otro lo que hay más allá. ¿Quién no ha pensado alguna vez, sobre todo estando borracho, en el más allá? A fin de cuentas aquí sólo estamos de paso. Pasa el tiempo. Ese tiempo que no envejece nunca, dice Florence Delay en Zigzag, un breve y brillante libro sobre la forma breve, sobre la vida breve y sobre la brevedad de todo en esta vida breve. Su último libro por ahora. Pasa el tiempo y los amigos se separan, se olvidan del pacto, se olvidan de que un día fueron amigos, se olvidan de que los hombres olvidan, y no vuelven a verse más. Hasta que un buen día, uno de los dos muere. A partir de ese día, el otro, sin saber por qué, se despierta todas las noches sobresaltado. No puede conciliar el sueño, se agita en la cama, se vuelve irritable, rehúye la compañía, se convierte en una persona huraña, solitaria, en una palabra, se convierte en un hombre que se resiste a envejecer. Hasta que finalmente una noche, una noche como cualquier otra noche, una noche cualquiera, se le aparece el fantasma del amigo muerto. ¡Cuánto has tardado!, le dice sobresaltado al reconocerlo. ¿Tan ocupados estáis en el más allá que no tenéis tiempo ni para visitar a los amigos? Pero vamos, cuéntame. Cuéntame qué es lo que hay más allá. Cuéntame qué has visto. Vamos, cuenta, ¡cuenta de una vez! El amigo le mira con sus ojos vacíos, con sus ojos muertos de fantasma, y en un susurro apenas audible, nada, dice, nada, no hay nada. Más allá no hay nada.


[...]



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2.12.24

PRESENTACIÓN DEL LIBRO: "EL ESPACIO SALVADO. ÁLBUM DE IMÁGENES", Alberto Ruiz de Samaniego, Shangrila, 2024

 

PRESENTACIÓN
SÁBADO 7 DICIEMBRE 2024 / 13h.



ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO estará acompañado por
JUAN RIANCHO
(Gestor cultural, director de Siboney. Galería de arte, Santander)
y XESUS VÁZQUEZ
(Pintor)



Calle Hernán Cortés/Plaza Pombo, Santander


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1.12.24

XIV. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



SABER (NO) DESPEDIRSE
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Vicente Carducho
La conversión de san Bruno ante el cadáver de Diocrès, 1626-1632



I
LA DESPEDIDA DE DIOCRÈS

Hay un lugar en la sierra de Guadarrama, del lado de Madrid, entre Peñalara y el vuelo del buitre negro, desde el que se contempla el valle del Lozoya. En el Mirador, encontramos una brújula de piedra cuyas agujas señalan las pequeñas cumbres de la zona. Al fondo, El Paular. En el claustro del monasterio, un cuadro de Vicente Carducho (Carduccio o Carducci), perteneciente a la serie sobre san Bruno y los cartujos, por la que se embolsó no menos de ciento treinta mil reales, encargo del prior Juan de Baeza, representa a Raymond Diocrès, quien murió en loor de santidad y, apenas muerto, despertó del sueño eterno, recién estrenado. A lo largo del funeral, preguntado por el oficiante sobre las iniquidades cometidas en vida, conforme a la retórica de la ceremonia fúnebre, para sorpresa de todos, el honorable cadáver responde tres veces: Iusto Dei iudicio accusatus sum. Iusto Dei iudicio iudicatus sum. Iusto Dei iudicio condamnatus sum. En resumen: “He sido acusado, juzgado y condenado por Dios”. 

Bruno de Colonia contempla la escena, azorado, con las palmas de las manos abiertas y tan lívido como el muerto. Si este hombre que pasaba por santo ha sido condenado, ¿qué será de él? El cadáver del maestro Raymond Diocrès, reverenciado en vida, fue arrojado a un muladar, ni siquiera recibió cristiana sepultura, y Bruno de Colonia, a la sazón san Bruno, fundó la silente orden contemplativa. Contemplación silenciosa: redundancia necesaria en estos tiempos nuestros, quizá en todos, en los que el asceta levanta la voz para mejor vender su mercancía espiritosa. 

Hasta aquí la historia conocida, que se interpreta religiosamente en sentido literal: el maestro Diocrès, venerado, erudito a más no poder y sumamente bondadoso, fuente de sabiduría de la que bebían príncipes y estudiantes (Bruno entre ellos), firme candidato a santo, arde eternamente en el infierno. Así lo cuentan los curas (se puede comprobar en algún vídeo de Internet, apuesto clérigo mediante, en el que se utiliza la historia como aviso para navegantes), pero… ¿Y si fue esta la última lección de un hombre verdaderamente santo: no querer serlo? 

Descartemos en este punto cualquier propósito historicista; no me interesa adivinar en el cadáver del profesor de París, cuya muerte aconteció en 1082, ningún amago preluterano contra la santidad, ni siquiera en la más sublime versión filosófica que han conocido los siglos, deshuesados en el sempiterno conflicto entre la voluntad y el deber, por obra pietista y gracia –aunque ilustrada– de Immanuel Kant. Me interesa esta forma de despedirse allende la despedida, que ni siquiera es la de un fantasma, sino la de un cadáver que pasa de ser agasajado –cuenta con todos los votos para ser canonizado– a ser arrojado a la primera gehena que encuentra la comitiva a su paso. ¿Qué necesidad tenías, maestro Diocrès, de responder con tan sincera frialdad, más fría que tu carne muerta, a la encuesta del obispo? 

Desde que contemplé por primera vez el cuadro, pronto se cumplirán tres lustros, una mañana contemplativa en los Montes Carpetanos, no he dejado de preguntármelo. No todos los días, claro; solo de vez en cuando. Me pregunto cuál es el límite tolerable de la humildad, traspasado el cual esta virtud (tan cristiana, en teoría; siempre tan poco prometeica) se convierte en negación de sí y, al menos como hipótesis, en soberbia afirmación de la Nada, que viene a ser como un infierno en liquidación, sin hornos ni calderas. Diocrès pone a Dios como testigo, fiscal y juez de sus pérdidas cuando, en la hora del adiós, todo iba a ser ganancia: fama, gloria, santidad, reputación. 

Cuando la fiesta conmemora las hazañas del yo (un tú que ya no puede molestar a nadie), el muerto se yergue y clama su condena ante los ojos empavorecidos de los presentes. ¿Obedecía órdenes de Dios? ¿No constituye su respuesta un acto suficientemente inesperado –más aún que la fugaz resurrección: el milagro de una confesión sin penitencia posible– como para volver a ganarse el cielo?

Allá por 1944, mucho antes de que se descubriera el Evangelio de Judas, cuyo códice en copto fue restaurado en 2006 por National Geographic, Jorge Luis Borges especulaba, con la guía de Nils Runeberg, teólogo de su invención (me refiero a las famosas “Tres versiones de Judas”), sobre la posibilidad de que el traidor, Iscariote, fuera el auténtico redentor y verdadero protagonista de la historia mesiánica. Sobre él y no sobre Jesús, a la postre y para siempre victorioso, recaen las culpas y pecados de la humanidad ignominiosa. Chivo expiatorio y representante de lo más humano –e inhumano– del hombre: “hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo”. Si este fuera el caso y lo fuera también de Diocrès –salvando las inmensas distancias, pero manteniendo la conciencia no declarada por parte del miserable que renuncia a la gloria, fiel cumplidor de un designio divino–, tendríamos entre manos una fórmula distinta a la que se percibe entre las palmas abiertas, crédulas y escandalizadas, de Bruno de Colonia. Una despedida que es el adiós y la renuncia, dicho también con Borges, a “la triste costumbre de ser alguien”.

Una ceremonia encubierta que no concluiría con la conversión del discípulo de París, nacido en Colonia, proveniente de Reims, con vocación eremítica y alpina (la belleza importa), o de la humanidad entera, oriunda del barro, sino en la reconsideración de la imagen a la que uno renuncia –Judas o Diocrès, o cada uno de nosotros– para, desde este acto de supremo alejamiento de la idea que sobre uno tienen los demás, incluido uno de sí mismo, sin recabar testigos del autosacrificio, dar cuenta de la imposibilidad de reconciliarse con semejante modelo. En este sentido, el juicio de Dios es el recurso que desbarata los juicios de los hombres. Del manido “¿quién te has creído que eres?” al desacostumbrado “¿quién me he creído que soy?”. 
A modo de epitafio nunca escrito:

Yo, Raymond Diocrès , luminaria del siglo, espíritu incandescente de Notre Dame, sin mácula ni joroba, sumido en la frialdad sin pulso de la parca, oráculo que pude ser de la futura Sorbona y de sus imitaciones todas en la faz del continente, yo que habría pasado a la historia cual santo y sabio, seña de la Cristiandad, trasladados mis restos desde la Capilla Negra a un cenizal: yo me despido de vosotros, amigos y aduladores, prelados y deudos, sin daros un ejemplo que seguir.
Me despido de mí. ¿Al infierno voy?

Diocrès, el contraejemplo postrero del ejemplo que fue.





Que el cadáver del sabio venerable fuera arrojado a un estercolero confirma la sentencia y lo rehabilita ante nuestros ojos. Su despedida fue el adiós de sí, de su imagen reverenciada. Acaso el infante en brazos lo vio mejor que el propio Carducho, que dio forma a la repulsión. (Carduccio o Carducci, pintor y erudito, pionero en la reivindicación de la figura del artista, que no se embolsó treinta monedas de plata, sino ciento treinta mil reales). Si nos fijamos bien, la repugnancia que manifiesta la expresión de la criatura, tirando a rolliza, tiene algo de diabólica. (Tómese esta advertencia con cautela: no soy Dan Brown, autor de El código Da Vinci, desafortunadamente para mi bolsillo, y no pienso comerme este marrón conspiranoico). Al diablo no dejan de venirle bien los santos confesos que, con su silencio cadavérico, aumentan el número de sus huestes venideras, almas condenadas por aferrarse a la imagen de una buena idea, la suya propia, aun si es por delegación, como si ello fuera posible sin caer en la egolatría. Y, sin embargo, ¿hay algo más ególatra que negar la propia imagen para salvar la de otros?

A determinada edad, casi todos hemos hecho esta experiencia de la renuncia, del adiós de sí, y casi nadie la ha llevado hasta sus últimas consecuencias. No me refiero a quitarse la vida, sino a reconciliarse con la muerte como si, siguiendo con vida, nada hubiera que esperar ni temer: fama, gloria, reputación, santidad. Ni siquiera la posibilidad de dejar un buen recuerdo en la memoria de una, dos o tres personas (que se daría por añadidura, pues la renuncia no significa operar obsesivamente en sentido contrario). Quizá el trasiego de la vida, o de la existencia indiferenciada, no lo permite. Semejante renuncia equivaldría a ejercer una modalidad de quietud –o inquietud, para el caso es lo mismo– incompatible con el concurso-oposición de las tareas cotidianas.

[...]



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30.11.24

XIII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



LOS DESENLACES
Ricardo Baduell



Christian Boltanski




Tutto il mio teatro comincia dall’“addio”. 
C’e prima un addio, e poi la non-Storia, il non-evento, 
che coincide con quanto accade, fino al sonno di scena. 
L’addio è una necessità prima della premessa. 
Senza l’“addio” non si dà un cominciamento.

Carmelo Bene, Sono apparso alla Madonna



I
CORTAR POR LO VANO

Ambigüedad del adiós: el desgarro y la costura en el mismo movimiento, el gesto acompasado y duplicado por la división. Separarse unidos: así en Las dos inglesas (Les deux Anglaises et le continent, François Truffaut, 1971), cuando Anne y Claude regresan de su encuentro remando en la misma dirección, al mismo ritmo tan suave como el discurrir de las aguas, pero divergiendo, cada uno solo en un bote distinto hacia un punto distante del otro en la costa. Y así también en su revuelto interior de entonces, desgarrado por el espacio abierto sobre el atravesado río en que veía reflejada su propia situación, cosido por el hilo del reconocimiento anudado a la ilusión de la imagen que se conserva. How many roads must a man walk down? No es ésta la primera vez ni lo era aquella, cuya sensación recupera a causa del nuevo corte, el nuevo y no querido, pero irresistible, como una tentación, viraje brusco: desembocadura en el abismo que tiene ahora la impresión de cruzar, suspendido sobre la llanura que va pasando sin accidentes por la ventana del tren. Escenario despejado o despojado, según el hemisferio cerebral que se haga oír: lo que queda después de los tumultuosos adioses masivos que todo lo enredan, el tríptico de Boccioni con sus figuras difíciles de distinguir unas de otras, los que se van, los que se quedan, en la arbitraria lluvia de pinceladas oscuras que rayan los cuadros. En la ventana, en cambio, mate, lisa, ni lluvia ni sol. Traqueteo regular que aplana, si es posible, más aún el paisaje que aparece sin relieve ni detalles a la mirada abstraída del que sólo es capaz de proyectar su mundo en él. He travels after a winter sun, urging the cattle along a cold red road, evoca ante el neutro vacío, trayendo al presente lo que fue un punto de partida, Joyce desgajado de otro bosque, otro árbol. “De nuevo forzado a hacer de mí un compañero”, piensa con palabras ajenas, extraídas del archivo cultivado durante los largos y profundos períodos de soledad por los que este nuevo estado le resulta familiar. Should I stay or should I go? Pregunta no menos recurrente que el tenaz estribillo, cuya aceleración promediando el tema quizás libere al oyente pero no resuelve la cuestión. Él ha vuelto a elegir la partida, pero tampoco esta vez eso hace de su respuesta la correcta. Como en cualquier división, el cociente y el resto encajan perfectamente y sólo ulteriores operaciones independientes por cada una de las partes pueden dejar atrás la suma original. ¿Por eso, en aquel lapso, el rechazo a acometerlas? “No quiero más abrazos que aquél al que aspiro / y muera el canto del gallo”. Ahora el gallo canta a sus espaldas, despertador de remordimientos, y las sombras se infiltran en el día alumbrado. We’ll meet again? Dice Borges que en la promesa hay algo inmortal y en el adiós, aun seguido de un portazo, hay la promesa de un reencuentro, aun si sólo se da en sueños, malos o buenos. El reconocimiento, la negación del olvido, está grabado, al menos en un espíritu no indiferente: puede o no entender, puede o no dar fe, pero el signo, aun ambiguo, ha sido hecho. El fin confirma el principio y los reanuda, restaurando la unidad imaginaria. Así, la primera y la última palabra de la boca en el centro de la red, pronunciada en la entrada a un cine alternativo y repetida una década después, ruptura mediante, en la entrada a otro, son la misma: “Hola”. 


II
RÍO ARRIBA


En el lugar de las separaciones
me empantané. Resbalé en el umbral
de las orillas firmes. Donde el río
da vueltas caí, improvisado isleño
temeroso de las inundaciones.
Pero donde enraicé sigo creciendo,
detenido como un lento crepúsculo
que viste aún la cáscara del alba.
Sigue el muelle creciendo mar adentro,
donde hay entre los barcos la misma
distancia que entre las islas y abajo, 
donde nada valen ojos ni oídos,
duerme el viento que las costas recelan,
pero la tierra donde estoy plantado
no cede un grano del polvo que aprieta.
Crece el lugar de las separaciones
con el tiempo que lleva hacia lo alto
y las costas por las que derrapé
se desvanecen, pero lejos veo
al oeste el humo de los cargueros,
al este los pulmones de los juncos,
y del arco que tensan los extremos,
clavado así al corazón desnortado,
tomo latiendo la flecha imantada.



III
LONGITUDINAL

Decide, reconstituido tras el abandono a la nostalgia, que en el centro de su biografía está el rechazo de la formación, entendida ésta como proceso de mutua asimilación entre el sujeto y su entorno, dador de membrecía a cambio de su singularización en un individuo. Tal operación, aun en los momentos de arrepentimiento o duda que propiciaron ocasionales intentos de reforma, con sus propósitos de convertir lo obtuso en recto, siempre se vio frustrada por una resistencia más fuerte, irreductiblemente activa bajo todos los esfuerzos de la conciencia. Pari, sempre pari con l’inespresso, all’origine di quello che io sono. Reconoce que es vanidoso reclamar esos versos para sí, pero advierte la cálida luz opuesta a la aridez subjetiva del paisaje que deslizan en su interior y no se resiste. Doradas monedas del tesoro adquirido en compensación por el exilio resultante de su negativa. Forzado por ella a una educación del todo sentimental y estética. Del todo, es decir, insuficiente. Comprender lo ocurrido y no dicho en la abrupta despedida es sólo un comienzo, que sobra en relación con la historia empeñada en continuar. La tristeza de la pérdida de un mundo lo ha alcanzado en la inmovilidad del largo viaje, rodeado por la indiferencia de las tierras que se suceden sin corte en la ventana.


Christian Boltanski


IV
LA PAREJA ABSTRACTA

Al principio no había nada entre ellos. En el gran trazado urbano daba lo mismo una calle que otra, uno que otro edificio, y las esquinas se confundían entre sí. Por más que se repitiera, todo pasaba inadvertido. Fue necesario, para concertar una cita, imaginar un espacio: localizar un punto fijo y atenerse a él como lugar de encuentro, o punto de partida de los círculos concéntricos que, a partir de ese contacto, irían distribuyendo alrededor de ambas partes y a pesar de la distancia variable entre una y otra las referencias concretas de aquel plano irregular. El impulso nómade y la determinación sedentaria negocian entre esas marcas móviles y arraigadas, buscando un paso o una situación en la creciente maraña que de parque evoluciona a laberinto. Mesas, bancos, ventanas, árboles, glorietas, escaleras, faroles, hoteles, flores destacadas y momentos estampados se enredan en el carrusel continuo que ahonda su permanencia bajo el ir y venir de suelas y tacos. El tren y la estación, la unidad constituida a partir del dúo, lo individual dividido por cada movimiento. Las dos vertientes de la ley: todo lo que digas podrá ser usado en tu contra, tus palabras se las llevará el viento. Fijar la frase, cortar el discurso para agarrarse a una palabra; colmar el silencio que llama con una respuesta intraducible. La exacta correspondencia entre parte y parte excluye al mundo: sólo existe, a través del otro, lo que le gusta a cada uno y es reafirmado, confirmado, por quien ocupa el lugar de lo vivo. Lo rechazado no existe. Cuando no hay acuerdo entre sus inclinaciones, fisura o desgarro que se apresuran a cubrir. ¿Es ésa la puerta del paraíso, decorada con sus figuras, de la delicia al horror lanzadas y del abismo sin cesar recuperadas, en el vaivén que el brillo del relieve procura conjurar? Alrededor la jungla de detalles ha crecido: camas y sillas, pétalos y páginas, entradas de cine y boletos de tren, fragmentos multiplicados, superpuestos, raíces y lianas para tropezar y quedar presos, horas y jornadas reservadas al margen del día sin tregua de la especie. Contemplado en la palma de la mano de la reflexión, el infinitamente prolífico jardín de todo lo nombrado dejaba sólo una salida: separarse.



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29.11.24

XII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



TEXTURAS DEL ADIÓS
María Cecilia Salas Guerra (1)





Cuándo nos vamos nunca lo sabremos.
Cerramos –como en broma– la puerta  y el destino
-a nuestra espalda- echa el cerrojo.
No volvemos ya. (2)

Dickinson, 1523, 2006: 75


Página del herbario de
Emily Dickinson (Houghton Library, Harvard University)



La vida tejida de adioses que sólo después se sabrá que lo eran. Así acontecen la salida de la infancia y de la juventud, los quiebres del amor y de la amistad, la pérdida del lugar en el mundo que se daba por bien establecido, la declinación de las pasiones; y, sobre todo, la pérdida de los seres queridos. Adioses decisivos, de los que solo quedan imágenes, palabras y gestos: frágiles texturas más o menos difusas que revolotean como pavesas de lo que un día fue, como jirones de presencias vitales que divagan, insisten o se olvidan incluso, hasta que, por algún azar, se hacen diáfanas, indudablemente reales, como el sol de mediodía, bajo el cual se disuelven los fantasmas. Es a posteriori que esas texturas, sutiles e invaluables, se posan como presencias inigualables en los rincones más discretos del alma del que que se queda, del sobreviviente, del que ha padecido esta o aquella transformación gracias al adiós… 

1. Profesora de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
2. We never know we go when we are going –
We jest and shut the Door –
Fate – following – behind us bolts it –
And we accost no more –. 

(Dickinson, 2015, vol. III: 276)

El adiós, como el derrumbe y la ruina que suelen precederlo, sucede en el des-tiempo, en el fuera de foco. De repente, como un gran caer en la cuenta, nos vemos separados de una vez para siempre de la presencia física, del lugar habitado, de la convivencia, de la voz y de la mirada del ser amado. Y entonces, se hace efectivo el adiós como vacío, cuyo índice –por fin enunciado– será una imagen tenue, una palabra casi inaudible, un ademán etéreo. El derrumbe y el adiós esconden un trabajo silencioso e implacable de desgaste, metamorfosis y deslizamiento de la fuerza vital, en todo caso:
 
Es primero una tela de araña sobre el alma,
una cutícula de polvo,
un gastarse del eje,
un moho elemental. (3)

(Dickinson, 997, 1994: 108)

3. Tis first a Cobweb on the Soul
A Cuticle of Dust
A Borer in the Axis
An Elemental Rust –

(Dickinson, 2015, vol. II: 428)

*

Campo verde sin mancha, sin interferencia de otro color, como si la tierra también fuese verde. La brisa leve mece la hierba alta y homogénea. ¿De dónde viene esa brisa?, ¿acaso es la respiración vegetal? Se mece sutilmente, como el cultivo de alforfón, pacientemente esperado por Tarkovski para rodar las memorables escenas de El espejo; como el campo de centeno donde Lol V. Stein intenta recuperar su memoria mientras mira alucinada las siluetas que aparecen y desaparecen de la habitación en penumbra del hotel de enfrente; como los pastizales alegremente recorridos en la infancia, jugando a las escondidas o jugando a imprimir con exactitud la forma del propio cuerpo sobre el suave tapiz, imitando el gesto del perro adormecido en el seno de la creación. Campo verde, impecable, aire fresco, luz diáfana. Un mundo por estrenar. Muy cerca de sus pies, que hoy no se atreven a perturbar aquel orden, fluye un límpido arroyo que somete la grácil hierba al único vicio del agua: el peso. Nada pueden las espigadas hierbas ante la gravedad silenciosa del agua: incontenible, crea un surco cristalino sobre un lecho sin accidentes, sin rocas que formen remolinos, sin desniveles que provoquen saltos. Entregada al suave y tenaz camino de agua, se desliza imperturbable el cuerpo de la madre: es llevada sin ofrecer resistencia, rostro apacible a salvo del miedo. Su cuerpo va, incontenible, como un pez que no espera que lo salven del agua porque el agua es su elemento. Así la ve pasar, más serena que Ofelia.

Diáfana, así es como la ha visto muchas veces en sueños. Deslizándose sobre el espejo líquido, que rotura sin violencia ni borrasca el dócil campo verde. Diáfana en su lecho de muerte, con la conquista de su gesto último, en el que no se adivinan ya los tormentos sin nombre de la enfermedad ni la espera y la preocupación infértiles que socavaron su existencia. Diáfana y leve, como las cenizas en un cofre beige. 

El sueño, como la muerte, restan gravedad, sustraen peso, algunos hablan de una ínfima cifra: 21 gramos. El sueño y la muerte, o la vida en su condición de imagen. Sueño-muerte, imagen que transparenta palabras. 

¿Pero no son
Todos los Hechos
Sueños
Tan pronto como los
Hemos superado? (4)

(Dickinson, 843 [sobre] 2018: 70)

4. But are not
all Facts Dreams
as soon as
we put
them behind
us –

(Dickinson, 2018: 114)

*

Dolor del cuerpo. Abismo del alma. Final inminente. Sin embargo, no se le vio llorar en ningún momento, durante los ínfimos o eternos –según cómo se los vea– veinticinco días que duró el final. Era más fuerte la determinación de entregarse a lo que había. Era más fuerte la convicción silenciosa de que “todo estaba ya donde debía estar”. 

Dos años han transcurrido y apenas hoy se da cuenta de ese matiz: la ausencia de lágrimas, pese al diagnóstico. Ante el abismo, la madre no deja lugar para el llanto, estaba de más. En su lugar, se aplicó al trabajo último de su vida: replegarse, recoger su aliento, guardar sus palabras, suspender la queja, cancelar las ilusiones, espantar los temores. Ante la cita inminente, prefirió el silencio, soltó las amarras, se desprendió del peso de vivir, declinó la pre-ocupación por los otros que siempre la consumía. ¿Como si dijera: cuídense, ahora son libres o estarán solos, se suspende ya la función y el lugar de hijos? Imposible saberlo. “El abismo carece de Biógrafo. Si lo tuviera, no sería ya ningún Abismo” (Dickinson, 2018: 76).

*

Pequeño sombrero rojo. Camisa de cuadros azules y blancos, pantalón azul, zapatos de campo. De pie, contempla serenamente el horizonte, como si bordara cada detalle, como si aprendiera de memoria el contorno del mundo que se extiende ante ella, en el que reposan apacibles algunos animales, se mecen con el suave viento la hierba y las ramas de los árboles, se desplazan pequeñitas nubes, se extienden tenues colinas a lo lejos surcadas por zigzagueantes caminos. Realmente, parece que mira en lontananza, no enfoca nada en particular, mira lo que no es evidente, mirada ausente que lo cubre todo. Prolegómeno de su ausencia. Es solo que nadie, absolutamente nadie lo sabe ni ella misma, o tal vez lo sabe, pero no sabe que lo sabe. ¿Y en qué pensaba quien tomó la postrera fotografía, qué le llamó la atención en este cuadro vivo?

Viene. Es la ineluctable criatura
Ahora llega a la calle, ya a la puerta.
Escoge un picaporte entre los otros.
Se cuela preguntando: ¿“Me conoces”?
Saludo simple, reconocimiento
cierto. Si breve, amiga. Si insolente, enemiga.
Y viste cada casa de crespón y carámbanos
y escoge uno para llevarlo a Dios. (5)
(Dickinson, 390, 1994: 381) 

5. It’s coming  –the postponeless Creature –
It gains the Block – and now – it gains the Door –
Chooses its latch, from all the other fastenings –
Enters – with a “You know Me – Sir”?

Simple Salute – and certain Recognition –
Bold – were it Enemy – Brief – were it friend –
Dresses each House in Crape, and Icicle –
And carries one – out of it – to God.

(Dickinson, 2015, vol. I: 476-8)


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28.11.24

XI. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



EL POETA SE DESPIDE DE LA ISLA
Carmen Pinedo Herrero





su mano al abandonar la cara 
da una impresión de despedida

Louise Glück

Hans-Peter Feldmann, Dos niñas, 2006




Homero: personaje mitológico, uno y múltiple, que para consolarse de la muerte de su perro construyó en torno a su ausencia un extenso edificio de navegaciones, disputas, quimeras, nostalgias, naufragios, embustes, despedidas, pérdidas, prodigios. 

Se cree que Argos era de raza saluki, caracterizada por su independencia y su lealtad. 

Cuando murió el animal, el hombre lloró. 

Aún viven.

*

Teuladins de la plaça de Santa Eulari
adéu, adéu, adéu.
    me’n vaig i no sé quan podré tornar a l’illa.

Vicent Andrés Estellés


Había llegado el tiempo en que se acortan los días. Miraba hacia el molino cuando sonó un “¡crac!” muy fuerte a su espalda. Al volverse, vio una forma oscura, de apariencia compacta, que brotaba del patio: era como si este hubiese entrado en erupción, pensó. La penumbra se elevó, giró hacia el sur, se dirigió hacia las montañas. Se preguntó cuánto tardarían en llegar a África. No eran gorriones como los de la plaza de Santa Eulari, sino golondrinas. Fue todo muy rápido. Se alegró de haber presenciado, ese año, su despedida.

Volverán, dice el poema, pero ¿y si cuando regresen no encuentran el molino, el pozo, el patio en el que anidar con su fuente en el centro, sino un bosque o un lago o una isla pequeña, como recién nacida en el sueño del poeta, o aquella plaza que tuvo también su fuente?, pensó. ¿Y si hallan el patio ocupado por las golondrinas que fueron y por las que han de ser, en una algarabía de cuerpos, alas, vuelos, voces, acrobacias y tiempos superpuestos? El patio, como cualquier otro espacio, no sería de este modo más que un vertiginoso palimpsesto atravesado por líneas y planos que se cruzan, se intercalan, se horadan, se abisman, se tapan entre sí, se niegan a sí mismos, se refuerzan, se tachan, se confirman, se solapan. 

¿Y si es esa la razón de que las aves no vuelvan? ¿Acaso se extraviaron en la ruta? ¿Confundieron la línea, el nivel, el plano, las entradas y salidas del tiempo y penetraron así, por error, en otra historia? Tal vez hayan hecho su nido en un tiempo sin aves en el que su inesperada irrupción es saludada como milagro y esperanza, o en un mundo que recibe con risas infantiles y agradecido asombro cada una de sus piruetas, o acaso se adentraron en la desbaratada memoria de aquel que nunca pudo despedirse sino para siempre porque todo se desdibujaba a su espalda –“adiós”, decía a la persona con quien hablaba y cuyo rostro escrutaba con rara intensidad, como para engullirlo o grabarlo hondo en la memoria; “adiós” a la casa cuya puerta cerraba al despedirse y que su llave no podría volver a abrir como la misma casa que habitó sino como otra muy distinta; “adiós” a las calles cuyo trazado desaparecía tras sus pasos o a las ciudades a las que jamás podría regresar puesto que, si viajase de nuevo a ellas, serían otras–. 

Pero así son las cosas: antiquísimas y siempre nuevas. 

*

Ellas lo saben. Como también lo saben las cigüeñas, los salmones, las grullas, los colibríes, las ballenas, los cangrejos, las anguilas, los gansos, las libélulas, los elefantes, los caribús, los petirrojos, las focas, los antílopes, las mariposas y algunos tipos de tortuga. Saben que es hora de partir. Para volver después, acaso otros, o los mismos. Parten juntos, como un pueblo parten. En cardúmenes, en bandadas, en manadas, en enjambres… Parten, ya en su viaje de ida, ya en el de vuelta, para sobrevivir, para dar la vida, para morir. Para sus desplazamientos se sirven de las mareas, las corrientes de aire, las corrientes térmicas, las corrientes marinas. Se orientan por las estrellas, por el sol, por la luna, por el olfato, por las líneas de la costa, por la memoria, por la luz, por la temperatura, por la dirección del viento, por los accidentes del terreno, por los ecos. 

Dejan tras de sí su huella, su ausencia: el patio silencioso, el aire quieto. 
Queda el fantasma.


Grullas grises, Joel Sartore, National Geographic


*

El fantasma es lo que queda. Olor, rumor, apenas eco. Son la puerta. Entre muchas otras cosas, un fantasma es (no es) puerta. A lo mejor es solo eso lo que queda: la puerta sin edificio, el fantasma sin realidad. A lo mejor es solo eso lo que hubo, lo que hay: invocación de lo que será o puede que sea, evocación de lo que fue o puede que haya sido. Llamada o memoria. Acaso, invención.

¿Hay algún arte que no respire por la herida abierta que es la despedida?, pregunté arriesgadamente. No sé responder. En primer lugar, porque despedirse no es siempre herida: a veces es júbilo, liberación, y allí también respira el arte: ¡con qué fuerza respira, con qué anhelo, qué gozo! Que respira, es seguro, eso sí. Respira. También lo hace cuando es herida, herida que no cierra, y de ahí surgió la segunda pregunta, que tal vez responde a la primera: ¿todo arte genera fantasmas? Es posible. Invocación, evocación, llamada y memoria, sí. Espectros que responden o callan u olvidaron o nos miran burlones; sombras que inhalamos con pavor o deleite, desesperanza y consuelo. Arte en cualquiera de sus cuerpos, de sus voces. Para despedirse, para adelantarse a la despedida (1) o para recordarla, qué más da. El fantasma. Lo que queda. De tanta ausencia, pura presencia. Ahora, y ese ahora es para siempre y desde siempre. 

1. “Adelántate a toda despedida, como si la hubieras dejado atrás”, RILKE, Rainer Mª, Sonetos a Orfeo, Barcelona: Círculo de Lectores, 2000.

Así son los fantasmas. Dejémosles: ya regresarán. Siempre lo hacen. Aunque se despidan, aunque ellos mismos sean infinita y necesaria despedida, regresan. Ya lo veréis. Aprenderéis a hacerlo. Aprenderemos. Aunque siempre hemos sabido.

[...]



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