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30.10.13

EL FANTASCOPIO: "SHAME" (STEVE McQUEEN, 2012) - LOS PÁJAROS



SHAME (STEVE McQUEEN, 2012)

LOS PÁJAROS



POR MARIEL MANRIQUE



No estoy tan segura de que todo lo sólido se desvanezca en el aire. Sí los palacios de cristal, las exposiciones universales, los parques temáticos, las flores. Quizá el aire que arrastra el polvo de las ruinas deposita ese polvo en algún lugar y algo, sin nombre todavía, se asienta, se arraiga y prolifera. Como un embrión o una era o una civilización o el crecimiento de un microorganismo que alguien atrapará con una red, pondrá bajo una lupa, bautizará en un nomenclador científico. Pero he visto la manera en la que el dolor, que es sólido y no puede pronunciarse, toca su límite de resistencia como tal y estalla y se derrama y se hace líquido. La forma líquida habitual del dolor extenuado son las lágrimas. Cuando expulsa la piedra de su boca, el dolor también se descompone en semen compulsivo o fluye en hilos descontrolados de sangre. Semen desperdiciado, sustraído a la rueda de la procreación, y sangre del último recurso, cuya vocación sin futuro es la repetición de desangrarse.

Los adictos al sexo y los equilibristas de las tentativas de suicidio caminan en círculo. Aunque, como Brandon, salgan a correr como maratonistas o, como Sissy, suban al escenario de un bar para cantar su propia y dulcísima versión de “New York, New York”. Brandon y Sissy en Shame.

Brandon hace del sexo una gimnasia (una versión en cámara lenta del ejercicio de correr filmado en travellings) y se paraliza en cuanto la mecánica del sexo plantea el prólogo previsible de una cena, en la que no logra, ni por un instante, establecer el contacto mínimo exigido por una conversación amable. Algo está cortado en Brandon. Sissy se busca las venas con el mismo afán con el que implora un gesto de ternura; es un cachorro a la deriva, frágil y enamorado del primer desconocido que la toque para no golpearla. Algo está cansado en Sissy. Por eso Shame es, básicamente, una película estática, de una asepsia quirúrgica para el mundo rígido de Brandon y una calidez de falso y adorable animal print, sombrerito cloche y rímel corrido para Sissy.

En Shame el pasado, que jamás se menciona, corroe el presente desde un fuera de campo que es un agujero negro plantado en el centro del filme. Tal vez, si se mencionara, si la palabra pudiera curar, el presente no estaría atascado en rituales que acaban adonde empezaron. En esa suma desordenada pero inflexible de momentos en los que el pasado le puso una aguja, lentamente, al corazón. Una aguja amaestrada que ya se enterró tanto que apenas se siente. Sentir “apenas”, esa naturalización del óxido, es definitivamente lo peor. Algo esta roto ahí o está agotado, bajo la superficie áspera o suave de las cosas. Succiona la capacidad de dar ternura tanto como la de erguirse aunque nos sea negada. Aborta y escupe la intersección brevísima y posible entre dos cuerpos.

“No somos malos. Venimos de un mal lugar”, murmura Sissy. Solo el hermano (solo Brandon) sabe de qué habla Sissy cuando habla de ese mal lugar, que infligió a cada uno, con la altísima especialización que dan los siglos de roles asignados, su parcela de daño irreversible. No hay signos de vida en el apartamento de diseño de Brandon, en el que Sissy irrumpe como un viento. No hay casa para Sissy, que desborda de vida y pareciera alterar todo a su paso. No hay punto de apoyo para nadie.

Shame es una película de poquísimas palabras, que aparecen solo cuando importan. Cuando están cantadas (en “New York, New York”); cuando se dejan como un pedido de auxilio en los contestadores automáticos o responden desde esos contestadores en mensajes grabados que se repiten al llamar y auguran el desastre (la voz de Sissy que constantemente busca amparo, o desapareció y es solo grabación en el teléfono); cuando quieren decir pero no pueden y naufragan en su impotencia de decir (en la cena de Brandon con su compañera de oficina); o cuando no dicen nada y son un ruido hipócrita (la falsedad discursiva del jefe de Brandon) o mera música anestésica de fondo (los diálogos en los bares). Pero en una secuencia Brandon comenzará a “decir”, al rogarle a Sissy, que ya no demanda con palabras, que se quede.

Miguel Ángel tenía 23 años cuando comenzó a esculpir la Pietà Vaticana (1498) y casi 90 cuando murió y dejó inconclusa, luego de trabajar en ella durante los últimos diez años de su vida y hasta pocos días antes de su muerte (1556-1564), la Pietà Rondanini. A simple vista, la primera parece la obra de un artista maduro y consumado, en pleno control de sus recursos, la summa de una carrera histórica esculpida en la cumbre de su cronología; y la segunda, el rústico bosquejo de un novato, el ensayo temprano de un artista que aun no logra hacer pie.

Es como si Miguel Ángel hubiera empezado, a ciegas, a tientas, por la Pietà Rondanini, con sus figuras descoyuntadas, plegadas e incoherentes, enredadas en la rústica materia sin pulir, en una inestable vertical y casi encogidas en un plano demasiado angosto, para culminar en la serenidad clásica renacentista de la Pietà Vaticana, con su composición piramidal en reposo emancipada del bloque de mármol, sus figuras de rasgos tan “reales” que podrían tocarnos, sus pliegues pulidos como seda y ese acabado general “troppo finito” frente al que la  Pietà Rondanini se ofrece, borrada y vacilante, como el definitivo “non-finito”, signado por la mutilación y la corrosión típicas de alguna antigua escultura destruida. La Pietà Vaticana se exhibe blindada para protegerla del ataque de un demente y es como si un demente hubiera tallado la Pietà Rondanini, a la que cuesta creer que alguien quisiera dañar, cuando parece en principio tan dañada. Contra toda apariencia, la Pietà Rondanini es el punto de llegada de Miguel Ángel.   




Miguel Ángel rompió y reconstruyó la Pietà Rondanini y de un cuerpo roto de Cristo sólo queda, aislado del conjunto, un brazo izquierdo, el mismo brazo que le falta al Cristo que apenas pareciera tener cuerpo. Apenas, como punza la aguja, sumergida en el órgano. La Pietà Vaticana tiene parte trasera, puede darnos la espalda, podríamos girar en torno al triángulo de la composición y observarla íntegra. Miguel Ángel no trabajó la parte posterior de la Pietà Rondanini; no hay nada reconocible detrás, la espalda de este nudo es pura materia sin significantes.

Porque la Pietà Rondanini es un nudo de dos seres, la madre y el hijo, en el que no se sabe bien adonde empieza uno y adonde acaba el otro. Es una intersección, en la que la madre no sostiene al hijo que ha caído sino que madre e hijo se sostienen mutuamente, sin jerarquía ni rol, como si fueran hermanos; es un abrazo donde la confusión gobierna, porque la mano de la madre está esculpida con la materia del torso del hijo, como si el mármol disponible se agotara o la adjudicación estricta de la carne fuera, en última instancia, irrelevante.

Luego de consumar un trío sexual, de satisfacer su urgencia y ser golpeado y eyacular con la angustia de una crucifixión, Brandon comienza a correr bajo la lluvia (porque algo está roto ahí o algo está demasiado cansado) y llega exhausto a ese espacio vacío donde sobrevive, para encontrar a Sissy, porque sabe que encontrará a Sissy, envuelta en sangre. La alza y la sacude, la acuna, la abraza. El encuadre, horizontal, remite a una pietà. La pietà horizontal icónica es la Pietà Vaticana. Sin embargo, toda la secuencia de ese encuentro entre dos auténticos desesperados está impregnada de la imbricación abstracta e imperfecta, igualitaria, de la Pietà Rondanini.

Frente al mármol del interior de una sala de baño, Brandon intenta reanimar a Sissy, le exige que respire. Le pide por favor que no se vaya. Por primera vez en toda la película, alguien le insufla vida a Brandon, al precio de estar casi muerto. Las manos de Brandon intentan parar la hemorragia, cerrar los tajos en las muñecas rotas, sostener a Sissy. Pero también es Sissy quien está, desde el extremo de su vulnerabilidad, sosteniendo a Brandon. Como en ese desfiladero en el que las figuras de la Pietà Rondanini parecen sostenerse y alzarse verticales, anudadas. En esta pietà, en esta secuencia de Shame, hay movimiento. Brandon y Sissy han dejado, en todo lo que dura esta secuencia, de caminar en círculo.







 





En ningún momento de la película sabremos exactamente lo que han hecho, lo que les hicieron, lo que vieron Brandon y Sissy hasta rozar esta fusión, efímera. No sabremos tampoco lo que harán, después. Esta secuencia es el estallido de todo lo que ha sido silenciado, la evidencia radical de la imposibilidad de comunicarse – no hay Apocalipsis ni juicio final ni fin del mundo, solo este modo desamparado de sangrar. Entre el sexo genital y duro y las súplicas de amor en el vacío.     

Cuando esculpe la Pietà Vaticana, Miguel Ángel está, a los 23 años, lleno de certezas, tanto como el humanismo renacentista cuya confianza en el hombre aprendió a respirar. Está, especialmente, seguro de sí mismo. Maquiavelo escribe, en El príncipe, cómo la sumisión al poder depende de la astucia y el cinismo; se inventa la brújula y la imprenta; se desarrollan las lenguas nacionales y se organizan largas expediciones geográficas en busca de nuevos continentes (las futuras colonias, expoliadas y catequizadas a golpes de cañón y de Evangelios). El orden feudal se resquebraja, se consolidan las ciudades-Estado, el mundo ingresa en su segunda edad sosteniendo el espejo de la cultura clásica, como un niño (tan tierno, tan atroz) que despertara de su infancia medieval y se irguiera, como un monarca o un descubridor, un inventor o un héroe, desde una edad bárbara y oscura. La Pietà Vaticana nace al amparo del papado, ávido de pagar las esculturas que narren su relato, rodeada del esplendor de las repúblicas, los ducados y los reinos de Italia. Miguel Ángel no duda. Busca el bloque de mármol en la cantera, talla a cincel, aparta la materia sobrante, refina y pule.

Al filo de los 90 años, Miguel Ángel ya no está seguro, de nada. Su sexualidad prohibida bien podría arder en las hogueras de la Inquisición. Al mismo tiempo, la edad moderna gestada en su siglo cree en la razón como instrumento de domesticación de la naturaleza y el hombre, el niño devenido adulto y liberado de la tierra como antiguo y desterrado centro del universo, empuña ese instrumento para hacerse rico. Los papas venden bulas, trafican su indulgencia, clamará Lutero. En la Pietà Rondanini se acabó la creencia en la “Belleza” como vía de acceso a lo “sublime”. Nada es sublime ni bello en esta pietà desencajada, deliberadamente destruida y recompuesta de a pedazos.

En el abrazo de Brandon a Sissy, los rostros no son discernibles porque están mezclados. El que está limpio se mancha de sangre y esa sangre elegida por voluntad propia fluye sobre la piel porque el dolor se hace líquido pero no se disuelve jamás, jamás, en el aire. Corre para aliviar lo que obturó, para mover la vieja aguja empecinada, para golpearla y empujarla de a milímetros y si el flujo es un río correrá, entonces, para disolverla, para que se suelte de una buena vez y ya no muerda bajo sus múltiples formas de morder: el recuerdo, la culpa, la autodestrucción.

En esta secuencia de Shame, Brandon y Sissy se contaminan y se borran, se estrechan y se unen hasta formar casi uno solo. Casi. En un brevísimo espacio, se intersectan y se ponen, por primera vez, de pie. Como en la Pietà Rondanini, nada se interpone y contrarresta esa verticalidad, conjugada con un antinaturalismo extremo.



    


En la Pietà Rondanini laten los pájaros esculpidos por Constantin Brancusi durante treinta años, ese motivo que Brancusi declinó en distintas series (desde su Maiastra original de 1919-1920, inspirado en el pájaro mágico de una antigua leyenda rumana) hasta encontrar la pura forma, sin incisión ni huella, de cada una de las esculturas a las que decidió nombrar Bird in Space (“Pájaro en el Espacio”). Una extensa población de pájaros interconectados morfológica y conceptualmente tanto entre sí como con las restantes piezas de Brancusi, quien creaba nuevos agrupamientos y yuxtaposiciones de sus esculturas y fotografiaba luego esas “instalaciones” en su estudio, para documentar cada momento de su relación.

Miguel Ángel y Brancusi ejecutan progresivamente el mismo movimiento: borrar los rasgos evidentes de la identidad, sacrificar la identidad en beneficio de una forma.  

En la serie Pájaro en el Espacio ya no hay picos abiertos como el de un pájaro joven (Young Bird, 1928) o como la boca de un recién nacido (The Newborn, 1920), en señal de protesta o reclamo de alimento o protección. Solo el contorno está, apenas, sugerido. Y como en las columnas interminables de Brancusi (en las que abrevarán las instalaciones de tubos fluorescentes de Dan Flavin o los módulos idénticos de Carl Andre o Donald Judd), el único límite es el espacio existente. Si hiciéramos espacio a esa repetición minimalista de una unidad geométrica, esa repetición podría extenderse, como un gesto, hasta el infinito. El gesto existe, es potencia in nuce, pero no se despliega o se prolonga porque no encuentra espacio donde hacerlo. Es la influencia decisiva  -fecunda o limitante- del entorno, que puede desalentar o destruir el gesto, cuando es el “mal lugar” del que habla Sissy. Porque llegamos, la inmensa mayoría de las veces, hasta donde el mundo nos deja.      

Si para Georg Simmel, en la Pietà Rondanini, el cuerpo “ha renunciado a la lucha por su propio valor” y “ya no hay materia de la que el alma deba defenderse”, cada Pájaro en el Espacio de Brancusi es, igualmente, una abstracción, el trabajo amoroso y obsesivo de alguien que hace de la materia (como quien usa la razón) un instrumento, pero para tensarla, pulirla y afinarla hasta tornar visible un extraño fenómeno: la capacidad de una criatura de suspenderse en el borde del espacio, simultáneamente inmóvil y en movimiento. “Los fenómenos”, dice Simmel ante la Pietà Rondanini, “carecen de cuerpo”. Los pájaros en el espacio de Brancusi tampoco lo tienen. En el sentido de que lo tienen tanto y tan intensamente que momentáneamente se suspende, en el doble sentido de posarse y desaparecer.    






Así dejan de pesar los cuerpos de Sissy y Brandon. El cuerpo de Sissy, porque Sissy, inconsciente y suicida después de haber pedido, por enésima vez, un soplo de ternura, ya no siente el peso de su cuerpo; el de Brandon, porque en el gesto de sostener el cuerpo de su hermana, sustrae su propio cuerpo del asedio de la compulsión sexual. Brandon se hace blando y curvo. Sissy se ha puesto a dormir. Los dos están deshechos, a fuerza de tensarse y herirse hasta sangrar. En el abrazo son una pietà, una pietà vertical aunque ninguno de los dos esté, físicamente, de pie. Son materia quieta que ocupa y reivindica su lugar, con tanta determinación que ser materia pasa a segundo plano. Porque hay un instante (una secuencia de fotogramas enhebrados, como esculturas de todas las épocas que convergen en una sola época diminuta) en el que la materia empieza a moverse, a orientarse según la determinación y el movimiento de esa materia semejante que es el otro, el otro reconocido como hermano. Brandon y Sissy, en esta secuencia de Shame, son una forma que agita el espacio. Son flechas o bengalas.  Pájaros. 









24.7.12

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: DEL ANARQUISMO ENMASCARADO: CAÍDA LIBRE..

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER






Mayo 2012

CAÍDA LIBRE


Los sindicatos españoles promueven una huelga general frente al agravio que supone la reforma laboral llevada a cabo sin miramientos por el Partido Popular, en el poder desde las últimas elecciones y al servicio rastrero e inequívoco de la Europa del capital, de los mercados financieros y del auténtico poder, el económico, en la sombra. Nosotros creemos que la huelga es una respuesta equivocada, únicamente testimonial, porque no tiene contundencia, salvo que fuera indefinida, y, además, no pagar un día de salario supone un beneficio para las arcas de entidades públicas y privadas, ya que el bienestar de los ciudadanos no les preocupa en absoluto. Pero, siendo este un hecho importante, suceden otros acontecimientos no menos relevantes: los adolescentes que se manifiestan en Valencia, son reprimidos brutalmente por la policía; los casos de corrupción (Valencia, Mallorca, Sevilla…) se multiplican y a nadie parecen importar; las sentencias judiciales rayan en la esquizofrenia; la extrema derecha mediática sigue con su “erre que erre” e insultos habituales sin que nadie se querelle contra ella; el estado del bienestar –nunca concluido en España– se desmonta a marchas forzadas. Por si esto fuera poco, en Francia, un “iluminado” asesina a militares y niños, en tanto la violencia se desata en los países de siempre, en los que los intereses económicos del “mundo civilizado” quieren hacer primero sangre y después negocios (puesta en práctica evidente de la doctrina del shock para la transferencia de fondos de las arcas públicas a las privadas).


Ante estos y otros muchos acontecimientos similares, uno se pregunta: ¿en qué mundo vivimos? Y es que, reconozcámoslo, estamos desde hace tiempo –y seguramente durante años por venir– en caída libre, en beneficio de quienes detentan el poder y la economía, y cuyos recursos siguen creciendo a nuestra costa. Estamos viviendo un periodo de decadencia social y moral, individual y privada. Lo colectivo y lo personal, absolutamente vinculados e interrelacionados, reflejan un proceso degenerativo frente al que, como comprobamos en nuestras propias carnes, hacer un diagnóstico catastrofista y tacharlo de disoluto nos pone en peligro de asumir uno de los latiguillos de la reacción. Y otro tanto ocurre con el cine, puesto que es evidente que los discursos audiovisuales reflejan el contexto en que son producidos, y que el punto de vista que los interpreta recorre los asuntos que el arte trata desde la preocupación por el presente, bajo las mismas premisas, con las mismas obsesiones.


Por todo lo anterior, en esta ocasión ampliamos el abanico de este espacio para abordar dos películas cada uno, cuyo hilo conductor no es otro que el declive en que estamos inmersos. Los idus de marzo (The Ides of March, George Clooney, 2011) y En tierra de sangre y miel (In the Land of Blood and Honey, Angelina Jolie, 2011) ejemplifican bien los aspectos socio-políticos de tal decadencia, lo colectivo, lo público; Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) y Shame (Steve McQueen, 2011) cumplen su parte en lo referente a los aspectos personales, lo individual, lo privado. Nos han parecido títulos cuya relevancia nos obliga a no dejarlos para otra ocasión, ni a descartarlos.


Pero, con independencia de estos filmes, las carteleras se han poblado de otros que, como siempre, traemos brevemente a colación. La decadencia parece haber dado sus frutos también en el caso de los niños problemáticos, como la protagonista de Dictado (Antonio Chavarrias, 2012), película que tiene un buen arranque pero que va paulatinamente haciendo aguas hasta llegar a un desenlace final absolutamente previsible y en exceso explicativo que no es compensado por los momentos inquietantes servidos con anterioridad; otra cosa es Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsay, 2011) que, si salvamos algunas incoherencias –y no es poca la propia secuencia inicial, ¡ambientada en la Tomatina de Buñol!–, consigue momentos potentes a nivel de interpretación y puesta en escena, aunque se han sobrevalorado en exceso por la crítica al uso; cabe reivindicar, eso sí, cierto juego con la temporalidad que resulta interesante, sin más, y una utilización de los colores como pluses de significación que, sin resultar novedosa, dota de coherencia al discurso formal.


 Dictado, Antonio Chavarrias, 2012

Tenemos que hablar de Kevin, Lynne Ramsay, 2011




Otros niños muy diferentes son los de Tan fuerte, tan cerca (Extremely Loud & Incredibly Close, Stephen Daldry, 2011) y La invención de Hugo (Hugo, Martin Scorsese, 2011). En el primer caso, como ya viene siendo habitual en Daldry, la pirotecnica impide que los aspectos más brillantes de la idea a desarrollar cobren auténtica dimensión dramática, aspecto en el que incide también el toque sensibilero; con todo, la desorientación de un mundo traumatizado por la tragedia del 11-S se traduce bien en imágenes. En el segundo caso, Scorsese traza un recorrido metadiscursivo sobre el cine de los primeros tiempos, a partir del ocaso de un Georges Méliès que intenta olvidar su etapa de gloria, y utiliza como elemento focalizador el niño educado entre los relojes de la estación (el tiempo como elemento esencial, tanto de la vida como de la representación cinematográfica); por primera vez, el uso del 3D resulta coherente y permite expresar la vinculación del espectáculo actual con el de los orígenes, sobre todo en los momentos en que las películas de Mèliés son presentadas como una elaboración a través de superposición de capas. Lo contrario sucede en John Carter 3D (Andrew Stanton, 2012), que como film de acción y aventura tradicional funcionaría solventemente y en el que los cebos tridimensionales son pegotes que descompensan el conjunto y lo acaban por arruinar.


Tan fuerte, tan cerca, Stephen Daldry, 2011 

Hugo, Martin Scorsese, 2011 

John Carter 3D, Andrew Stanton, 2012




Otros títulos accesibles a través de los circuitos nos han ido llevando de la decepción a la agradable sorpresa. Comenzando por el final, Curling (Denis Coté, 2010) es una brillante aproximación minimalista a la sociedad rural canadiense, en tanto que de Third Star (Hattie Dalton, 2010) nos enternece ese grupo de amigos que ayuda a morir a uno de ellos, el ubicuo Benedict Cumberbatch, enfermo terminal de cáncer; en ambos casos, las formas, sobrias y decididamente abocadas a transmitir una emoción contenida, son sugerentes y aportan coherencia a la representación de vidas encaminadas al vacío. Sigue habiendo vida, y aire fresco, en la red; hallamos incluso un poco de optimismo en la manera original y oscurísima con que se refieren a la encrucijada axiológica en que vivimos, en la que los adultos nos sentimos como niños grandes desorientados, títulos como Detachment (2011), de Tony Kaye, el director de aquel hit hoy algo olvidado American History X (1998); o This Must Be the Place (Paolo Sorrentino, 2011), con un Sean Penn bastante irritante y canelo pero que depara momentos de emoción e inteligencia. Ir de genialoide tiene intrínsecamente pros y contras: lo corrobora la también canadiense, para cerrar el círculo, Café del Flore (Jean-Marc Vallée, 2011): basura New Age, de un ultramontanismo ideológico atroz si se la analiza en frío, pero que resulta innegable que entra por el ojo y por el oído.


This Must Be the Place, Paolo Sorrentino, 2011 

Café del Flore, Jean-Marc Vallée, 2011




Mientras tanto, a las pantallas comerciales acceden films más anodinos, como La mujer de negro (The Woman in Black, James Watkins, 2012), compendio de lugares comunes que ni siquiera logra asustar, o Infierno blanco (The Grey, Joe Carnahan, 2012), cuyo inicio prometedor se quiebra al tiempo que la propia trama con el accidente de aviación, ya que, a partir de ese momento, podemos anticipar escena a escena cuanto acontece que, todo hay que decirlo, no es demasiado ni con interés real. Y es que la previsibilidad en cine es una cualidad que en ocasiones juega a favor, como sucede en la muy británica Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn, Simon Curtis, 2011), que por su solidez deja un sabor de boca agradable, o en contra, como en la cinta “española-que-no-lo-parece” Luces rojas/Red Lights (Rodrigo Cortés, 2011), que promete mucho y al final sólo despaga porque ha vendido humo de máquina.


Mi semana con Marilyn, Simon Curtis, 2011




La etiqueta de Sokurov no logra tampoco desenpolvar del tedio su versión de Fausto (Faust, Aleksandr Sokurov, 2011), que resulta farragosa y por momentos pretenciosa, si bien es un producto diferente y eso, en estos tiempos, ya es de agradecer. Lo “no diferente” es, una vez más, Underworld: el despertar (Underworld: Awakening, Mans Marlind y Björn Stein, 2012), auténtico repertorio de fuegos artificiales no por explosivos menos redundantes. Y, hablando de desempolvar, Los Muppets (The Muppets, James Bobin, 2011) ha conseguido colarse entre parte de la crítica como un producto de culto, con guiños a las formas discursivas audiovisuales, como si los chistes tipo “¿de donde proviene esa música?” justificaran por sí mismos la calidad de un producto; en algunos momentos divertida, en otros soporífera y banal, la película tiene algo, pero ese algo es totalmente insuficiente para hacernos despegar en nuestra calidad de espectadores. Casi en los antípodas situaríamos Intocable (Intouchables, Olivier Nakache y Eric Toledano, 2011), una de esas películas-fenómeno que dan tanta pereza como dentera a la crítica por su planteamiento sensiblero, pero que al final a todos, también a nosotros, nos la cuela; eso sí, que quede por escrito que comulgar con sus ruedas de molino es aceptar por enésima vez que los ricos también lloran y que los pobres no lo son tanto, porque de ellos es el reino de los cielos… sobre todo cuando les alegran la vida a aquéllos.


Fausto, Aleksandr Sokurov, 2011 

Los Muppets, James Bobin, 2011




Como puede colegirse, degradación, pues, en todos los niveles. Si hay un límite para esta caída sería bueno que alguien lo indicara.




BELLEZAS DESCOMPUESTAS: LOS IDUS DE MARZO Y EN TIERRA DE SANGRE Y MIEL

Agustín Rubio Alcover


Los idus de marzo, George Clooney, 2011

En tierra de sangre y miel, Angelina Jolie, 2011



Varias cualidades y circunstancias hermanan Los idus de marzo con En tierra de sangre y miel: ambas han sido dirigidas por dos de las más rutilantes, y glamourosas (con todo lo que de vacuidad conlleva la etiqueta), stars cinematográficas del momento, pertenecientes ambas al Hollywood liberal; aunque hombre y mujer, ambos cuentan ya casi con un par de décadas de carrera a sus espaldas, son miembros de sendas sagas de alcurnia, tuvieron comienzos difíciles (a la loca manera que por tal se entiende en la meca del cine), explotaron relativamente tarde, se han mostrado inquietos y se han involucrado en actividades políticas y reivindicaciones humanitarias con el Tercer Mundo (Darfour) incluso en sus etapas más frívolas, y ahora que se asoman a la madurez han decidido definitivamente ponerse trascendentes.

Reconozco que me aproximé a estas dos películas con prevención, desde el prejuicio y con bastante antipatía: me cae bien Clooney y me parece un buen intérprete, aunque su aura de tipo con encanto me tira para atrás, y sus anteriores trabajos como director, salvo por lo que respecta a una sorprendente opera prima, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangerous Mind, 2002), me han parecido cargantes y sobrevaloradas, tanto Buenas noches y buena suerte (Good Night, and Good Luck, 2005) como Ella es el partido (Leatherheads, 2008), ese amago de screwball comedy retro con tan mala pata y que casi nadie ha visto; en cuanto a la Jolie, que debuta con su película sobre la violación como parte de la estrategia genocida en la guerra de los Balcanes, amén de una actriz limitada y un icono representativo del inhumano canon vigente y, por eso mismo, dañino, su posible compromiso con causas serias se me antojaba inevitablemente cosmético.

Sin embargo, y por fortuna, la vida depara sorpresas: por méritos propios, el uno y la otra se han ganado el aprecio de este crítico, encallecido y cínico muy a mi pesar. Uno de los factores que ha modificado rápidamente mi disposición es algo tan relajante y simpático como que ni una ni otra sean, ni aspiren, a la categoría de obras maestras; y es que la conciencia de Clooney y de Jolie de ser modelos, tanto de imagen como de conducta, resulta incuestionable; perfectamente comprensible, si nos ponemos en su lugar, pero por la misma regla de tres repelente desde la mía.

No obstante, quiero tratar de objetivar el porqué del paralelismo profundo que encuentro entre ellas, y, más aún, lo que en esas coincidencias hay de iluminador del mundo actual: y es que, para empezar, Clooney titula su film sobre unas elecciones primarias demócratas con un latinajo que guiña el ojo a un clásico literario y referente moral, como es Thornton Wilder, uno de los máximos exponentes del género americana –suya es Nuestra ciudad, en la que se basó la Sinfonía de la vida (Our Town, 1940) de Sam Wood–, cuya razón de ser consiste en endilgar parábolas acerca de los valores de su patria, y por más señas pone cara al candidato ganador, seductor, que proyecta y tiene de sí mismo un concepto idealista e idealizado, pero (o por ese motivo) más falso y peligroso que nadie; por su parte, Angelina, contra todo pronóstico, se descuelga metiéndose en el berenjenal del avispero y, en un prurito de respeto y de purismo, emplea actores locales, totalmente desconocidos para el público global: un conflicto que ella misma ha reconocido que le trajo sin cuidado cuando sucedió, en su agitada juventud, cuando pasó por Europa un verano en el que Yugoslavia se desangraba y ella se dedicaba a la farra y al autoconocimiento. O sea, que ambos saben que nos están sermoneando, lo cual es en sí, espinoso, disuasorio casi siempre y, por ser ellos quien son, tiene un punto de engolamiento ridículo.

El parecido anterior, muy abstracto y general, se atiene estrictamente a las premisas; y se da en los planos temático y discursivo, lo cual, teniendo en cuenta las distancias geográficas y temporales que median entre ambas, empieza a resultar sospechoso y elocuente: en las dos, hay en las relaciones entre sus protagonistas ambigüedad entre el abuso sexual y el deseo limpio; abortos o asesinatos de niños inocentes resultantes de la realización de esa atracción pecaminosa de origen; héroes en principio que experimentan la alienación al contacto con el otro (el ser amado, el progenitor terrible o el ídolo bajado del pedestal), y luego mutan a peor (la venganza y la perversión consiguiente)…

Pero la similitud más llamativa es de orden expresivo, y consiste en el motivo que tanto Clooney como Jolie, al fin y al cabo obsesionados con el poder de un rostro hermoso, eligen como plano final: Los idus de marzo acaba con un primerísimo primer plano del joven arribista Stephen Meyers (Ryan Gosling), triunfante pero moralmente devastado, quien tantas veces ha comparecido emblemáticamente recortado sobre la bandera de los Estados Unidos para identificarlo con los principios de los padres fundadores, y, por la gracia de una iluminación muy contrastada, con rasgos asimétricos hasta la deformidad, en una cita de la Persona de Ingmar Bergman (1966) para denunciar la radical escisión del sujeto de forma tan sutil como inteligente; En tierra de sangre y miel termina con el legado de la protagonista, Ajla (Zana Marjanovic): un autorretrato inmisericorde, (des)compuesto a base de violentos brochazos de colores, identificada a lo largo de la película con la madre patria Yugoslavia reventada, después de perpetrar una venganza que precipita una muerte con visos de suicidio, para fundir a un rótulo sobre negro que informa del destino de Bosnia-Herzegovina. La corrupción de la belleza, entonces, se revela como la conclusión que estas dos películas (¿o una única alegoría ignorada por sus artífices?) nos transmiten sobre el estado de las cosas.




EL INDIVIDUO Y SUS LÍMITES: TAKE SHELTER Y SHAME

Francisco Javier Gómez Tarín


Take Shelter, Jeff Nichols, 2011

Shame, Steve McQueen, 2011




Take Shelter, título que podría traducirse por “resguardarse”, y Shame, que podríamos leer como “vergüenza”, tienen múltiples aspectos en común: la propia traducción nos prepara ya para una combinación evidente en torno a la ocultación, a la marginalidad (autoconsciente o social); los dos excelentes actores que encarnan a los personajes protagonistas, Michael Sannon y Michael Fassbender, les dan vida en el límite de la fisicidad; ambos filmes son el segundo largometraje de sus directores (Jeff Nichols y Steve McQueen, respectivamente); pero, sobre todo, los dos relatos nos hablan de un proceso de degradación personal que no puede desligarse del mundo en que vivimos y que es, a todas luces, fruto directo del entorno en descomposición (moral y social) y de la carencia actual de objetivos o valores, si se prefiere tal expresión.

Al hablar de valores no nos situamos en una concepción pseudocristiana del término (¡qué escalofrío!), sino en una más amplia que proviene de la necesidad de tener modelos y niveles de coherencia en nuestras vidas. Se quiere decir con esto que un “valor” implica un “todo coherente” que algunos vinculan a aspectos positivos y otros a negativos –todo es cuestión de criterios– y que nunca establece una verdad inamovible que, a todas luces, no puede ni debe existir. Desde este punto de vista, el ser humano necesita sustentar su visión de mundo y la actuación personal y social en su seno en valores concretos que rigen la comprensión que tiene del entorno, su imaginario.

Pues bien, los tiempos actuales, dominados por la destrucción del bienestar social a favor del enriquecimiento ilimitado de los poderosos, que paulatinamente van aniquilando a las capas populares y diezmándolas, han provocado una descomposición absoluta de los anclajes en valores que parecían guiarnos y sostenernos. Este proceso de degradación, que se va trasladando de lo público a lo privado y regresa de lo privado a lo público en una itinerancia dialéctica e ilimitada, afecta a los individuos incluso en su nivel más íntimo y personal.

Así, por diferentes vías, los protagonistas de Take Shelter y de Shame viven una total ausencia de perspectivas, autoinfringiendo un castigo permanente sobre sí mismos y su entorno más cercano (el familiar); se alejan de una salida posible a través de un cambio cómodamente aportado, como acontece en Intocable, o incluso de otro de nivel más profundo, como ocurre en This Must Be the Place (Paolo Sorrentino, 2011), porque en sus vidas no hay salida, la pérdida de referentes es absoluta. La huida de estos personajes es, literalmente, una huida hacia delante que está muy en el signo de los tiempos y que observamos constantemente en nuestros entornos más cercanos (quien no haya sido testigo de ello, que arroje la primera piedra).

Tal huida se pone de manifiesto en las tramas argumentales, que escenifican abiertamente el proceso de degradación, pero también en su formalización: ejemplar es, en este sentido, el largo travelling que sigue por la ciudad al protagonista de Shame cuando huye de la apropiación que su hermana ha hecho del espacio familiar al traer a la casa a un individuo para acostarse con él; con ese travelling se produce un plus de significación que quiebra la trama y se superpone a ella (algo similar ocurría con el plano del pasillo de la cárcel en Hunger, el anterior film de Steve McQueen, producido en 2008, cuya morosidad concluía en un travelling sobre la suciedad en el suelo que tenía como fondo un discurso de la Tatcher) Por su parte, Take Shelter se sirve de la puesta en escena y de los sonidos, incluida la banda sonora musical, para crear un clima de indeterminación, inquietante y siniestro, que responde muy bien a las inquietudes del personaje pero sin verbalizarlas en ningún momento, de ahí el empeño en retomar las pesadillas hasta el límite de la comprensión de la trama, de forma que el espectador pierde pie para situarse y resulta poco evidente el lugar de la focalización: ¿estamos en un estrato verosímil o en la mente del personaje?

La huida en Take Shelter es hacia el interior, hacia la destrucción de la mente, pero esto tiene consecuencias: desestructuración familiar, pérdida del trabajo, enfrentamiento con la comunidad, tormenta destructora y gran ola final. El recuerdo de la película de Peter Weir, La última ola (The Last Wave, 1977), se hace patente, pero los objetivos perseguidos son muy diferentes porque la ola del 77 acababa con las esperanzas de un núcleo familiar en armonía; sin embargo, en el caso que nos ocupa, las esperanzas se han esfumado por completo. En resumidas cuentas, la pérdida de valores que quiebra la mente del individuo repercute en su entorno y genera consecuencias de todo tipo, sociales e incluso físicas, hasta el hecho de que la propia naturaleza se rebele y haga justicia. No creemos, como algunos críticos han señalado, que se metaforice un fin del mundo, pero sí, como referencia destructora, la imposibilidad de huir de algo que nosotros mismos hemos hecho posible a partir de la destrucción ecológica individual, llevada al unísono con la de la naturaleza. La metáfora, que nos permite pensar en el Katrina, consuma nuestra propia vaciedad. La gestión del relato visual mediante la indeterminación entre realidad y sueño, con largos planos y sempiternas miradas perdidas hacia el infinito (¿en las alturas?) no puede ser más adecuada.

En Shame es otra la huida; se trata, en este caso, de una descomposición física que busca en el sexo una salida inexistente, puesto que el eje determinante no es otro que la frustración de un deseo incestuoso que queda por ver si fue consumado en algún momento previo. Lo cierto es que las vidas de sus protagonistas no tienen un futuro personal separado y se deben resolver con la muerte por la vía del suicidio (la hermana) o por la vía de la descomposición (el sexo pagado, extremo, en el caso del protagonista) La presencia del dolor, su búsqueda, no es sino un castigo autoimpuesto; el placer no existe, solamente la frustración. Steve McQueen consigue también un alto grado de indeterminación al utilizar con frecuencia núcleos temporales interconectados que provocan una deriva de la sensación de presencia, a lo que se una mirada testimonial que aparentemente no juzga ni toma partido.

Dos películas, pues, que consiguen situarnos en el punto exacto en que nos encontramos: ya no hay esperanzas, pese a los resultados electorales en Asturias y Andalucía, porque nadie parece querer entender que nuestra estructura social se desmorona y el sistema hegemónico no puede seguir reproduciéndose hasta el infinito.


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón


Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 292, mayo 2012.

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