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25.6.23

y XIII. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


JEAN EPSTEIN
UN ACUARIO INFINITO
(Fragmento)




El amor por la pantalla contiene lo que ningún amor ha contenido: 
la dosis exacta de ultravioleta. 
Jean Epstein 



Tenía que filmarte antes, exactamente antes del después. Porque después ya no podría verte. Después sería la ceguera absoluta de tu rostro, la mano del desesperado que se extiende para palpar el aire. Hebras de tu pelo en un relicario, aroma en un pañuelo, dos zapatos vacíos de tus pies. El terror a que el aire se lleve las hebras, se lleve el aroma, borre con su pañuelo tu talón. Terror a comerme el aire para qué. Qué sentido tendría comerse todo el aire en un mundo donde no estuvieras. […] 

[…] A Dios le robé todas tus dosis. Porque era lo único que yo quería, porque eras lo único que yo quería y mientras te quería, te pensaba, y no podía querer otra cosa ni pensarla. […] 

[…] Hágase el fulgor, hágase la hipnosis, hágase lo que no sé pero nunca tuve vergüenza de llamar sentimiento. Lo que sabíamos que íbamos a perder, solo de una forma nos sería reintegrado. Hágase el cine que hace de tu rostro un talismán, para que yo me siente a mirar cuando ya no salga de casa, y cada cosa sea un eco de mi manía de adorarte.

Porque a tu rostro lo adoré aunque no fuera lo habitual. Me entrené en guardarlo. La gente se hacía la señal de la cruz, porque había un hombre para cada mujer pero cada uno es cada quién y quién sabe, a cada uno su necesidad, su hambre y su lava. Mi Bell-Howell te psicoanalizó y fuiste naipe, revólver y mineral, un tránsito perpetuo. La estética en la que sumergir el teorema, la radiación cubista y animal, la abolición de la historia y el estado. Dios me negó tu eternidad. El diablo me la presta de a ratos. […]

[…] Amor fue la palabra y yo la dije. Hice el amor y empuñé la manivela, mezclé el metal de mi psiquis con amor, por amor negué tres veces la abstracción, imprimí tus rasgos en el mar, volé los bordes del mar, hundí el retrato. Hundí la mansión. Me puse a ser cada cosa en la que pudieras haberte convertido. […]




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XII. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


ABEL FERRARA
HÁGASE MI VOLUNTAD
EN TORNO A JUEGO PELIGROSO (DANGEROUS GAME, 1993)
(Fragmento)




This film should be played loud. 
(“Esta película debería proyectarse a alto volumen”, cartón introductorio en 
El asesino del taladro  –The Driller Killer, 1979).

It all happens here. 
(“Todo sucede aquí”, cartel en la fachada del Trump Plaza en Manhattan, 
visible en la última secuencia de Teniente corrupto –Bad Lieutenant, 1992). 



El cine de Abel Ferrara no es un lugar para entrar sino para salir. No es un refugio sino un pasaporte al desamparo. El desamparo es un infierno encantador. Es el cuerpo menudo y resuelto de Zöe Lund, coronado por un sombrero demasiado grande de reina o de huérfana, colocado por propia decisión en plena calle. En 1996, Zöe Lund escribió, dirigió y protagonizó en Rotterdam un corto llamado Hot ticket, en el que, a cambio de una entrada, entrega en la boletería de un cine, un Luxor cálido y confortable como un útero materno, la jeringa que lleva consigo. Pregunta si la película ya empezó y la empleada de la boletería le responde que todavía está a tiempo. Entonces sale del cine a la intemperie de la gran ciudad, sola, sin jeringa y con sombrero, todo en un minuto y medio de duración. Noventa y seis segundos, para ser más precisos. ¿Para qué más? Noventa y seis segundos son más que suficientes para hacer lo que uno quiere. En 1999, Zöe Lund murió a los 37 años por una falla cardíaca provocada por una sobredosis de cocaína. Antes, había protagonizado una película de Ferrara (El ángel de la venganzaMs. 45, 1981), escrito otra con él (Teniente corrupto) y sobrevolado su filmografía, que ya no pudo escribir ni protagonizar ni ver porque estaba muerta, como su más perfecta y literal definición: una apuesta en la que el corredor se cobra con tu cuerpo el ejercicio de tu soberanía. 

En el cine de Ferrara, Dios es un corredor de apuestas. Es el bookie que se cobra la deuda de los malos tenientes que mueren en su ley. […] 

El cine de Ferrara es visceral en sentido lato. Es el buey deshollado por Rembrandt en el S. XVII traducido al S. XX por el pincel electrizado de Chaim Soutine. Como un diente flojo que se cae para dejar expuesto el agujero en su encía, como un órgano propio (un estómago, digamos) convertido en pieza quirúrgica. Ni el diente ni el estómago van al cielo. Se tiran a la basura. El cielo en las películas de Ferrara es de un verde de apocalipsis (como en 4:44 El último día en la tierra4:44 Last Day on Earth, 2011) o de un azul límpido y terso de fascismo (como el cielo del barrio del EUR en Pasolini, 2014). […] 

Para auscultar el mal, Ferrara ejercitó y desestabilizó hasta fracturar todos los géneros cinematográficos. Pasó del porno al gore y del gore a la navaja exclusiva de la gramática. El cuerpo es siempre su núcleo de deseo y degradación, pero en un momento dado el surtidor de sangre explícita se retiró para ceder su lugar a la lengua. Con la lengua se habla y se explota y se canibaliza. Un director de cine da instrucciones con la lengua. Con la lengua se puede matar. Lo sabe Eddie Israel, el director de cine encarnado por Harvey Keitel en Juego Peligroso (Dangerous Game, 1993). Lo sabe Ferrara, que en Juego Peligroso demolió a Madonna con la lengua, hasta correrle el rímel y hacerle sentir que estaba en manos de un canalla. […] 
 

I. El amo en su feudo 

[…] Porque “la vida”, en Ferrara, es el capitalismo como catástrofe. Desde el corto The Hold Up (1972), con su frustrado atraco a una gasolinera en el que solo evita la prisión el ladrón que trafica influencias, “la vida” es alienación e injusticia institucionalizada. Es el monólogo interior de Devereaux (sosias de Dominique Strauss-Kahn) en Bienvenido a Nueva York (Welcome to New York, 2014), una película que se abre con una secuencia de impresión de dólares en cadena: “Me lavaron el cerebro desde que nací, padres, profesores y superiores en el trabajo […] solo al llegar al Banco Mundial descubrí el extraordinario patetismo del mundo”. El primer Dios de Devereaux vivía en el templo universitario del idealismo juvenil, ya superado; el último es un transeúnte que arrastra una maleta y que Devereaux divisa desde lo alto de su ventana, en la oscuridad: “Te designo Dios”, se dice a sí mismo. 

Eddie Israel es su propio Dios. Está creando un mundo en el que una pareja de ficción se desmorona, mientras se hace pedazos su propio matrimonio (a la par, se despedazó también el de Ferrara). Su ley de la honestidad brutal a ultranza, su lengua homicida, le hace confesar a su mujer (interpretada por Nancy Ferrara, la mujer del director en la vida “real”), en el día del funeral del padre de esta última, que siempre la ha engañado. Es el juego peligroso de la verdad. Para silenciarla o para no verla, se vacían botellas, se clavan jeringas, se tienen maratones de sexo ocasional. También si se la suelta o se la mira a la cara. No hay salida, no hay futuro. No future es el motto del punk que corre por las venas de Ferrara. […] 


II. El feudo en la carne 

Si el director es el amo en su feudo, la tierra de ese feudo es la carne del actor. Cassavetiana hasta la médula, Juego Peligroso hace de sus actores (que a su vez hacen de actores en la película imaginaria) la materia prima, la única materia, de la película “real” y la “ficticia”. Son los instrumentos obsesivos de Eddie Israel, que les exige la vivisección, en absoluta soledad, de sus propias existencias. Los tiraniza con el látigo verbal, los libera convocándolos a la improvisación. La improvisación, la jam session, es el sueño de Ferrara. Que la película, una vez activadas sus terminales nerviosas, se haga sola, se construya a sí misma; que el guion mute como sus criaturas, que se transgreda el orden del guion y reine la anarquía creativa. Pero este es un cine de cuerpos. Y a los cuerpos se los disciplina, se los entrena a base de consignas. Esa es la biopolítica de los directores, de todas las huestes y todos los rangos. […] 

[…] Madonna, la misma de los músculos mecánicos y el rictus glacial, está deshecha. Como la película que Eddie persiste en filmar. Esa única escena agotadora. A fuerza de deshacerse, en su vocación de derramarse, esa película está en todas partes y en ninguna. Como sus protagonistas, se come a sí misma. Es la ficción más real que pueda imaginarse. Russell, vacío de otro poder, recurre al poder del macho, que es el de la fuerza física. Es un poder embriagador, especialmente si Claire es la que está boca abajo, en el piso. Es hora de profanar el cuerpo que se resiste, para que no se escape y se transforme. “Estamos en el séptimo círculo del infierno”, le decía tranquilamente a Kathleen, en Adicción, la vampira Casanova. Era esto lo que había en el fondo. Y un revólver. […] 


III. La carne sin paz

Si el amo está en su feudo y el feudo en la carne, que el amo sepa que la carne no está en paz. Y que ella no caerá porque el amo lo diga sino porque elige conocerse, es decir, caer. 

Los personajes de Ferrara, que son cuerpos, es decir, carne, avanzan iluminados hacia su destrucción. La vitalidad de ese avance es desesperada, como la que nombrara y experimentara Pasolini. Pero la marca ignífuga de Ferrara es cargar la desesperación con la bala de plata del libre albedrío. Todos sus náufragos hacen su propia voluntad. Dice Cisco, en 4:44 El último día en la tierra: “No quiero que me digan cómo tengo que morir”. […] 

[…] En Bienvenido a Nueva York, Devereaux es un adicto al sexo que no piensa parar, que no quiere parar, aunque le cueste la reputación y la candidatura a la presidencia de Francia. Ante la hija que lamenta no haber podido ayudarlo, Devereaux aclara expresamente: “No se trata de que no pueda. Es que no quiero”. 




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24.6.23

XI. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


SERGEI PARADJANOV
MEDIO REVOLVER PLATEADO
EL PRINCIPIO DEL COLLAGE EN LA OBRA DE PARADJANOV
(Fragmento)




Estoy vagando, quemado y herido, y no encuentro refugio. 
Sayat Nova (1712-1795)

El cine de esa época fue un cardiograma del terror: 
el terror a perder tus películas, el terror a morirte de hambre. 
Sergei Paradjanov, A Requiem (Ron Holloway, 1994)




I. La noche de tormenta

Hace dos madrugadas encontré al pie de un árbol medio revólver plateado. El cielo era negro y pesaba el aire. Por una razón que no recuerdo, o por un simple acto mecánico y reflejo, yo miraba hacia abajo, hacia ese lugar a la intemperie en el que yacen las cosas olvidadas, o abandonadas o perdidas. No vi ni busqué la parte restante del revólver, una parte idéntica desmembrada por un corte longitudinal. Con este escombro brillante es suficiente. Lo completaré (es decir, lo cargaré) con imágenes de Sergei Paradjanov. Ahora llueve, ahora se ha desatado, como una caja o un zapato, una gran tormenta. 

El destello es la clave de la descripción analítica freudiana del fetiche. Ese brillo de la nariz, ese Glanz auf der Nose que atrae y refleja la mirada como un anzuelo y un espejo – del “brillo” en alemán (glanz) a la “mirada” en inglés (glance) hay solo dos letras. Mi medio revólver brillaba a la distancia, ofrendándome como a una reina la experiencia luminosa del destello fetichista. Era un simple objeto, tan simple como puede serlo un fragmento del imaginario y el inconsciente de una cultura y, quizá, de una civilización entera. 

Coloco cuidadosamente mi medio revólver, como quien recuesta a un niño dormido, sobre un trapo que he extendido en la mesa. Lo confrontaré y lo constelaré con otras cosas. Pequeñas cositas. El fascismo le teme a lo pequeño. Eso ya lo aprendí. Por eso adora los monumentos, los estadios y los desfiles. Adora las classis, las ordenadas y verticales flotas que barren los mares imperiales. No haré classis en esta cocina, es decir, no haré cine clásico ni pintura ilusionista. […]

Conforme el “principio del collage” que rige la obra íntegra de Paradjanov, se ensamblan formas heterogéneas para crear una nueva forma, emancipada de la razón instrumental, las convenciones sociales, el corsé retórico de la armonía y el progreso, los carnets de afiliación al Partido Comunista y los informes de la KGB. El Comité Central para la Cinematografía busca en las películas de Paradjanov la cronología lineal, el mensaje edificante, la épica proletaria y el líder militante con conciencia social y destino de héroe revolucionario. Pero no los encuentra. Como en sus collages, sus assemblages guardados en cajas, sus bosquejos, dibujos y pinturas, no hay relato ni protagonista. Hay puro lenguaje de objetos y coreografías de actores como mimos o muñecos mecánicos, que no van a decir una palabra. Que no son útiles ni funcionales al partido. Es la ley de la pieza en el collage, en todas sus vertientes (cubista, surrealista, dadá): retirada de su contexto habitual, ha sido liberada de su función social y su valor de uso. Es la moneda viviente, el “oro del significante” barthesiano que excede la operación del intercambio. […]
 
[…] Le piden folklore y les devuelve etnografía. Le exigen una síntesis de la diversidad y les ofrece una disparidad irreductible. Los intriga y los alarma. Su Babel transcaucasiana (Georgia, Armenia y Azerbaiján, entrecortadas y a los saltos, a los jump cuts que detonan el montaje con sutura) no tiene un master plot, la tranquilizadora dramaturgia del conflicto, el clímax y la resolución inapelable. El Goskino (Godusartsvennyi Komitet SSR po Kinematografii), comité estatal de cinematografía de la URSS, controla y se ofusca: sus paisajes no promueven el turismo soviético. Le ordenan postales y entrega atlas botánicos, pájaros muertos, árboles incendiados. Le piden tractores, cigüeñas en los techos, campesinas talladas en piedra, coronas de paja, un bucolismo de molinos atravesado por el ímpetu del Estado como agente modernizador. “Pero no era eso lo que yo quería filmar”, escribirá Paradjanov en un artículo publicado en el primer número de Iskusstvo Kino (1966), en el que reniega de sus películas anteriores a Sombras de nuestros ancestros olvidados (Teni zabytikh predkov / Tini zabutykh predkiv, 1964), para la que emprende su ascenso a los Cárpatos y en la que es como si extrajera, más allá de la carpatofilia de manual reinante en Europa del Este, la piedra de la locura del pueblo Hutsul. […]

[…] En diciembre de 1973, lo arrestan en la estación de trenes de Kiev mientras espera un tren a Moscú y lo confinan a una prisión de máxima seguridad. Ya le había sucedido antes y le sucederá otra vez. Tres veces lo negaron, hasta pudrirle un pulmón y convertirlo, con el advenimiento del deshielo y en sus propias palabras, en “el clown de la perestroika”. Maldigan a los Stalin, los Brézhnev y los Krushchev, amos de la pedagogía wagneriana con correas y el sexo planificado, nacional y popular, practicado al ritmo de himnos y arengas de ocasión. A Paradjanov le pedían relatos y él filmaba una abstracción, que es la forma sensible de un pensamiento. Le exigían una línea recta y él nadaba en un círculo autosuficiente, que era pura superficie de agua. Necesitaban la épica de una gesta. Él montaba texturas y colores. 

Ya no podrá filmar, no podrá hacerlo hasta 1984, cuando ruede La leyenda de la fortaleza de Suram (Legenda Suramskoi kreposti / Ambavi Suramis tsikhisa). Pero ¿cómo impedir que junte en la prisión desperdicios para hacer collages, que escriba en cualquier papel o tela que cae en sus manos? […]


II. Más allá de tus ojos 

Es porque un collage es un “mini-filme”, una película comprimida, que las escenas de Paradjanov son collagísticas. Por empezar, en ellas no se habla. “En mis películas la gente no se habla […] Es verdad, pero también en las pinturas las personas se miran pero no se hablan […] La pintura es muda; mis películas, también”, explicó Paradjanov a Charles Tesson en una entrevista publicada en Cahiers du Cinéma (nº. 410). Si el cine “progresa” hacia atrás y su infancia fue su “edad dorada”, entonces el futuro del cine será el cine mudo. Mudo como la obra de Paradjanov. […]

[…] Según el concepto de la creación eternamente renovada inherente a los preceptos sufíes de Ibn al-‘Arabi y la teología atomista de los asharitas, nada ni nadie cambia. Solo aparece, desaparece y aparece luego bajo la forma de una entidad semejante, en un proceso continuo. La duración es un accidente que se despliega en un instante. Ontológicamente, somos un destello, una mera invocación o remembranza perpetua (dhikr), cuya única pasión es la reversión recurrente a la inexistencia. Somos una miríada de apariciones fulgurantes, luces que se encienden y se apagan para que otra luz, que se nos parece, tome inmediatamente nuestro lugar en una suerte de arabesco. 

En un ensayo sobre el cine de Paradjanov, el cineasta y téorico libanés Jalal Toufic liga esta noción de dhikr al uso del jump cut desde Sayat Nova en adelante y vincula, a su vez, el efecto de este uso del jump cut con los flickering films, especialmente con Arnulf Rainer (1958-1960), de Peter Kubelka, y The Flicker (1966), de Tony Conrad. Absolutamente desprovistas de enlaces o raccords (de movimiento o de mirada), exiliadas de la ilusión de un continuum espacio-temporal, sometidas al salto del corte explícito, las imágenes paradjanovianas refulgen y desaparecen para ser sustituidas por otras semejantes que, a su turno, desaparecerán para que otras (que las invocan, que nos hacen recordarlas) continúen ese arabesco que, en términos de Toufic, es la materialización de la atomicidad temporal en el espacio. 

En el Islam, el ornamento cubre o viste lo que, en sí mismo, carece de una naturaleza o propiedades específicas. Nuestras entidades pobres. Esa extravagancia hecha de tracerías y roleos, de follajes y cintas con sus hojas, sus frutos y sus flores, es el lujo de esta pobreza de solo centellear. […]


III.  Lo que cabe en una caja

Mientras el agua corre, armaré la caja. Siempre hay agua que corre en Paradjanov, que guarda en sus cajas el inventario de sus efectos personales. Descuelgo las palabras del hilo en mi boca: “Caracoles, monedas, hilos”. Efecto-Paradjanov: asistir a la proyección de un mundo perdido, un etnopaisaje con banda de sonido desincronizada, con sonidos pero sin el verbo, en principio fue el Verbo pero antes de este mundo no había nada excepto una cámara, de cine. Hacia esa cámara voló la paloma que soltó, antes de desaparecer de una vez y para siempre, antes de revertir a la cámara, el juglar Ashik Kerib (Ashik-Kerib, 1988). […]

[…] Como los relicarios, la obra de Paradjanov es una miniatura portátil. Guarda cunas vacías y amores sin hijos, niños con gorros de piel que corren en la nieve junto a los muros de un monasterio profanado. Es efímera y frágil, acuna un cordón umbilical o un mechón de cabello, es un santuario íntimo, un estuche pintado. Los amantes secretos se ofrendaban fragmentos de sí mismos, retratos de sus ojos, como contraseña de sus relicarios. Detrás de una imagen solo hay otra imagen. La imagen de un museo en Ereván, que guarda las imágenes compuestas por Paradjanov, que es tan solo una imagen. “Plumas y paños, ánforas”. La imagen de una casa, de un cine, de una caja donde poner a sobrevivir los restos, extenuados. 
“Mi venganza será el amor”, dijo Paradjanov, y yo quemé mi bandera blanca. La otra mitad de mi revólver no se ve, como el vacío al que vuelve el resplandor, la aristocracia de no depender del mundo, la pobreza de ser solo arabesco en el aire. La mitad que se ve no tiene balas. El medio revólver plateado que encontré, hace dos madrugadas junto a un árbol, es un juguete infantil. […]

[…] Como intuyó Godard, todo juguete puede ser un arma. “Es un arma mi amor”, pensó Paradjanov. Afuera se formaba el monte Ararat, adentro no paraba de llover y el monte Ararat era un collage, una biblia de líquenes y lava.




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X. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


BÉLA TARR
LOS ANIMALES MORDERÁN EL VIENTO
EL CINE DESPUÉS DE BÉLA TARR
(Fragmento)




Las manzanas caen al suelo según las leyes de la gravedad, 
hasta en los días de las fiestas revolucionarias. 
Víktor Shklovski, La tercera fábrica (1926)




Esto es lo que escribió en la palma de mi mano el cine de Béla Tarr. La palma de mi mano es muy pequeña. Pero es enorme.


I. Los móviles

A cada uno de nosotros se nos asigna un rol y una máscara, somos manipulados y ejercemos poder. Son los roles y las máscaras condenados a cumplir y a portar, en todos los niveles, los personajes de las dos etapas en las que suele dividirse la filmografía de Tarr. La etapa del “realismo socialista”, con la tensión creciente de los conflictos familiares a punto de estallar en espacios cerrados, y la etapa de la “modernidad” o “madurez”, signada por el encuentro con el novelista László Krasznahorkai para el rodaje de La condena (Kárhozat, 1988), a partir de la cual los personajes comenzarán a girar en espacios abiertos, sin telón político de fondo, en continuos planos secuencia extraordinariamente lentos y largos. 

El poder necesita un territorio arrasado, un escenario de posguerra material y psíquico donde no hay hogar. Como en el óleo El mundo de Cristina (Christina’s World) pintado por Andrew Wyeth en 1948, las criaturas de Tarr miran una casa que está lejos, caídos sobre la tierra y de espaldas al espectador. El poder se alimenta de nuestras esperanzas. La tierra prometida tiene usualmente la forma del dinero (como la maleta de El Hombre de LondresA Lóndoni ferfi, 2007–, basada en la novela homónima de Georges Simenon), pero es más que un fajo de billetes. En El Hombre de Londres, Karrer quiere comprar a su hija una estola de zorro y sacarla de la carnicería en la que se arrodilla para fregar pisos. Buscamos un lugar a donde ir, para ser dignos. El poder hace pie en esa búsqueda. Un lugar como un amor prohibido (la cantante del Titanik Bar en La Condena), un proyecto de prosperidad (para los seguidores de Irimias en Sátántangó –1994), una ocupación que nos haga sentir importantes. […]


II. La trama

En este cine no hay Historia y eso no significa ni el final de la Historia ni el final del cine. Tarr me cuenta, como un cuentista de Vladimir Propp, sus historias menudas. Escucho una voz en off. El cuento transcurre linealmente, no hay ruptura de la lógica de la narración. Así me contaba mi padre el cuento de Pinocho, cada noche de la infancia, sentado al borde de mi cama. Para poder entrar en el sueño, yo le pedía a mi padre que me repitiera el cuento, que no cambiara las palabras. […]


III. Los hilos 

[…] Las cosas y las personas significan, en este cine, a fuerza de ser. Son con tanta potencia, tienen tanto peso matérico, que acaban por desvanecerse. Devienen abstractas. Cuando miro un cuadro, debo alejarme para percibir una forma. Si me acercara demasiado, se desintegraría, se volvería un nenúfar de Monet, mi cuerpo resbalaría y se sumergiría en el agua de un estanque, bajo el puente japonés en Giverny. La distancia fue la obsesión de Alberto Giacometti, por eso tuvo en su taller a la mujer del carrito. Una escultura de mujer montada sobre ruedas. “¿Podrían decirme por qué Giacometti le puso ruedas a esta mujer? ¿A alguien se le ocurre una respuesta?”, pregunta la chica del museo, durante la visita guiada. 

[…] “Algunas estatuas de Giacometti […] me causan este curioso sentimiento: son familiares, caminan por la calle. O vienen del fondo de los tiempos, del origen de todo, no dejan de acercarse y retroceder, en una inmovilidad soberana. Cuando mi mirada intenta domesticarlas, abordarlas –pero sin furor, sin cólera ni rayos, simplemente debido a esa distancia que me separa de ellas y que de tan comprimida y reducida que estaba yo no había notado, al punto de creer que estaban cerca– , se alejan hasta perderse de vista: esa distancia entre ellas y yo de pronto se había desplegado ¿A dónde van? Por más que sigan siendo visibles, ¿a dónde están? (Hablo sobre todo de las ocho grandes estatuas expuestas este verano en Venecia)”, escribe Jean Genet, en su librito El atelier de Alberto Giacometti (L’atelier d’Alberto Giacometti, 2007). No sé de dónde viene ni a dónde va Irimias, así es el líder carismático, su origen y su itinerario se rodean de un halo previsible de misterio. Pero lo que me asedia es el hecho de que, aunque pueda verlos, no sé a dónde van ni dónde están Irimias, János, Eszter, Karrer o Estike. Aunque estén frente a mí, no sé desde qué lugar me están mirando los hombres, las mujeres y los niños de Tarr, sus cacharros, sus gorros y sus botas, sus estufas a leña. 

De la imagen-movimiento a la imagen-tiempo en la que el tiempo fluye en el plano secuencia, cosido por adentro, montado (de “montaje”) desde el interior. De la imagen-tiempo-que-fluye a la imagen-del-tiempo-suspendido, que pasa cada vez más lentamente, se ralentiza hasta detenerse y hacerse cristal, lienzo o fotografía. El plano secuencia en Tarr: larguísima duración, bajísima velocidad, intensidad máxima nacida de la vocación por la materia. […]



BÉLA TARR
QUE TU ROSTRO NO ME DOMINE JAMÁS
NIÑA CON GATO EN SÁTÁNTANGÓ


Estike. Niña. Estike-niña-mala. Puma. Puma suelto dentro de Estike. Estike me dice, “el niño me dice: No es malo, es mío. No hay que tenerle miedo. No se come a la gente, no come carne, solo come el alma”. […]

Estike quiere saber cómo es ganar, quiere ser útil y ser admirada por Sányi. En su escondite, acaricia el lomo de un gato, le susurra una canción de cuna. Estike vive en una novela de Lászlo Krasznahorkai, puesta en imágenes en una película de Béla Tarr llamada, como la novela, Sátántangó (1994). Estike está viva, por ahora. Comienza a rodar por el piso de su guarida, sujeta con fuerza al gato, que se debate, con desesperación, entre sus manos. Cuerpo pequeño que se arquea, gato que llora como un niño, niña que vuelve a rodar en un campo de batalla. Otra niña, llamada Mouchette, persistía en arrojarse al césped y rodar, rodar hasta caer al agua. Mouchette-niña-buena. Estike rueda y estruja al gato y lo lacera, hasta hacerlo sangrar. El rostro de Estike aterroriza al gato. Es el rostro del amo que ejerce su derecho de espada, que funda su ejercicio del poder. “Soy más fuerte que tú”, dice la niña-cruel, “te mataré y no me sentiré triste”. El gato se hace pis y caca. Puma huele el olor a miedo, enfurecido dentro de Estike. “¿Cómo te atreves? ¿Cómo eres capaz de dar tanto asco?”. Estike comienza a morir. […]

[…] Es esta una primera posibilidad del poder: ser ejercido por coerción. Martirizar la carne. Las arañas de Satán tejen su tela; los que esperan ganar, bailan su tango. Estike vierte en un plato de leche el veneno inoculado en su corazón. Veneno para ratas. En la novela donde todavía vive Estike, llama al gato impostando un tono dulce en la voz. “Ven, ven. No te imaginas lo que tengo para ti”. La promesa de un plato de leche envenenado, que es como la promesa de un árbol de monedas. 

[…] Es esta la segunda posibilidad del poder: ser ejercido por manipulación, bajo la forma del futuro deseado. No recurrir al golpe sino al canto de sirena. En un instante de confianza fatal, el gato acude al llamado seductor de su ama y el ama hunde su hocico en la leche. Sin dudar. Estike retrocede, luego. Hasta llegar a la pared. Espera, inmóvil, la convulsión y el estertor. Puma paralizado dentro de Estike. “Me cuesta respirar. Un intenso dolor me bloquea la respiración. El dolor me arranca del pecho, me invade las costillas, la espalda, los hombros, los brazos, la garganta, la nuca, las mandíbulas”. Estike recoge y cuelga de su brazo el rígido cadáver del gato. Ya no lo soltará. Puma jadea malherido dentro de Estike. 




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23.6.23

IX. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


PIER PAOLO PASOLINI
TEMPORADA DE CORDEROS
PASOLINI Y FRANCIS BACON: ÚLTIMA CITA EN SALÒ
(Fragmento)




Hacían falta corderos. Con razón o sin ella. Un páramo los habría permitido. 
Corderos por la blancura. Y por otras razones todavía oscuras. Otra razón. 
Y para que pudiese de repente no haber ninguno más. En temporada de corderos. 
Que de pronto ella pudiese alzar los ojos y no ver ninguno. 
Un páramo no los habría excluido. En fin lo hecho hecho está. Y qué corderos. 
Sin vivacidad alguna. Manchas blancas en la hierba. Apartados de madres indiferentes. Estáticos. Luego un momento de extravío. Luego estáticos de nuevo. Así sucesivamente. 
Decir que aún hay quien vive en estos tiempos. Tranquilidad. 
Samuel Beckett, Mal visto mal dicho (1981).

Hacer cine es escribir en un papel que arde. 
Pier Paolo Pasolini, “Ser, ¿es natural?”, Empirismo herético (1972).



Sevilla, hacia 1635. Zurbarán comienza a pintar una de sus seis versiones del Agnus Dei. Lo sagrado suele ser sinónimo de lo monstruoso y escribirse en latín. Si esta fuera una pintura religiosa, el cordero debería tener su cielo redentor, su ángel y su verdugo, sus atributos típicos del sacrificio. Pero el cordero no sabe que va a la muerte, no es aún un cordero degollado, solo soporta un cordel que lo inmoviliza al ligarle las cuatro patas, para excluir la posibilidad de fuga y manipular en forma rápida y eficaz las contorsiones en el instante del terror. El golpe será seco. Si esto fuera una naturaleza muerta, el cordero, como alimento exhibido en la mesa del bodegón del cuadro, no debería estar vivo. Pero este Agnus Dei vive, respira todavía, en un limbo pictórico entre géneros, suspendido en el paréntesis de una mansa espera. No se rebela porque ignora su destino. […] Su herida lo precede. “Mi herida existía antes que yo: he nacido para encarnarla”, escribió Joë Busquet. […] Los corderos de Dios eran ternura y fueron destrozados. No quitaron los pecados del mundo ni nos dieron la paz. 

Ostia, 2 de noviembre de 1975. Ana María Lollobrigida declara al diario Il Messagero que fue la primera en ver el cuerpo. Había llegado a la mañana a la ciudad balnearia de Ostia, en las afueras de Roma, en el Citroën familiar, para continuar la construcción de una casita de veraneo. “Le dije a Giancarlo, mi hijo: fijate qué hijos de puta los que vienen a tirar esta inmundicia delante de la casa”. La inmundicia estaba boca abajo, con la cara desfigurada y la cabeza estrellada contra el piso, el pelo empapado en sangre, las piernas fracturadas y los dedos cortados. Era un pedazo de carne. Llevaba una musculosa verde, un jean manchado de grasa y unas botas marrones. “Seguimos adelante y avisamos a la policía”. La policía detiene, en el Alfa Romeo 2000 GT de la víctima, a Giuseppe Pelosi. Diecisiete años, antecedentes de robo. Pelosi pide en la comisaría que le devuelvan sus cigarrillos, el encendedor y un anillo de oro con una piedra roja, que horas más tarde es encontrado cerca del cadáver. Sufre una crisis nerviosa y confiesa ser el asesino. El muerto es Pier Paolo Pasolini. […]
 
Roma, 15 de junio de 1975. Pasolini escribe. Abjura de la “Trilogía de la Vida”, esas tres películas filmadas entre 1971 y 1974 y consagradas tanto a la celebración del cuerpo como instrumento de goce elemental como a la descripción del origen del capitalismo: El Decamerón (Il Decameron, 1971); Los cuentos de Canterbury (I racconti di Canterbury, 1972); y Las mil y una noches (Il fiore delle mille e una notti, 1974). Sus películas, que son un cuerpo que el parió como instrumento, han sido, como todos los cuerpos, instrumentalizadas y vueltas mercancía por la sociedad de consumo. Del instrumento a la instrumentalización, se inscribe el derrotero de su furia. La cultura de masas del neocapitalismo contemporáneo (esa “sociedad del espectáculo” descripta en 1967 por Guy Debord) es un “segundo fascismo”, más represivo y letal que el fascismo retrógrado y monumental que solo requería una “adhesión de palabra” y permitía así, involuntariamente, la existencia de modelos culturales diversos (campesinos, obreros o subproletarios). “Ningún centralismo fascista consiguió lo que ha hecho el centralismo de la sociedad de consumo” […] había sostenido Pasolini mientras la abjuración se consumaba. […]


I. Tu cuerpo 

Hay un uso intensivo y explícito de la cultura pictórica medieval, renacentista y barroca en la cinematografía de Pasolini, una cultura pictórica que Pasolini aprendió a amar en sus clases con el historiador del arte Roberto Longhi y cuya influencia en su obra fue reconocida expresamente por otro historiador clave de la pintura italiana, Giulio Carlo Argan. Pero más allá de la presencia de Masaccio en Accatone, Mantegna en Mamma Roma (1962), Giotto y Piero Della Francesca en El Evangelio según San Mateo (Il Vangelo secondo Mateo, 1967), Velázquez en ¿Qué son las nubes? (Che cosa sono le nuvole?, 1967), Brueghel y el Bosco en Los cuentos de Canterburby, de la presencia del propio Pasolini como Giotto en El Decamerón, para reproducir en el último episodio del filme los frescos del Juicio Universal en la Capella degli Scrovegni de Padua, más allá incluso de la cita pictórica literal en los tableaux vivants, al ritmo de música pop y en kitsch en colores, de La Ricota (La Ricotta, 1963, fragmento del filme colectivo Ro.Go.Pa.G.), con su satírica puesta en escena de La Pietà de Pontormo y El descendimiento de la Cruz de Rosso Fiorentino, más allá, en definitiva, del recurso al acervo pictórico como usina de imágenes visuales, el eco subterráneo de esa cinematografía (y, bien podríamos decir, de toda la obra pasoliniana) es la pintura de Francis Bacon, un eco que se hace grito en Salò. […]

[…] Como en Bacon, el cuerpo es la figura en Pasolini, su “locus” poético, su campo privilegiado de maniobra. Si en un movimiento escandaloso Dante había erigido como divinidad personal a una muchacha (Beatrice Russo), la sede de la obra pasoliniana es el cuerpo de los jóvenes pobres y prostituidos de los suburbios romanos, los ragazzi di vita cuya carne aúna la belleza arcaica de un mundo rural perdido (que Pasolini no añora como el nostálgico de una “edad de oro” sino que vislumbra o entrevé, como una sacra tradición superviviente, en la alegría de esos muchachos estrictamente marginales, que hablan los dialectos o el argot del subproletariado) y el pulso primitivo de la festa antica (la “afásica fiesta de los eventos salvajes”, con su “ingenuidad impúdica”). […] En el cuerpo del ragazzo di vita conviven la juventud y la antigüedad, tanto como en los cuerpos de Bacon conviven, por un lado, un nuevo realismo concebido como una suerte de cruce entre la huella del gesto rápido y violento del expresionismo abstracto de un Jackson Pollock (nacido de escobas, trapos y palos) y la vocación por la carga matérica, la tachadura, lo derruido y lo oxidado, lo agujereado y lo cosido en el informalismo de Jean Dubuffet, Pierre Soulages o Manuel Millares (del que emerge un cuerpo profanado entre yesos, barro, cola y sacos de arpillera); y, por otro lado, un espacio “háptico” típico del bajorrelieve egipcio y una línea que se curva y se rompe, característica del gótico septentrional. Capas sobre capas de temporalidades simultáneas para cuerpos que no son símbolos sino índices, que no ilustran y no representan, que no narran. Son figuras no figurativas sino figurales, que están allí, que se presentan, que se alzan como un ícono, con toda su contundencia carnal sin traducciones, para mostrarse, arrasadoramente, como un hecho (como un “matter of fact”). […]

[…] La propia obra de Pasolini asume finalmente la forma de un corpus literalmente desorganizado, una “forma-proyecto”26, cristalizada en los esbozos de los Apuntes para una película sobre India (Appunti per un film sull’India, 1967-1968), los Apuntes para una Orestíada africana (Appunti per un’Orestiade africana, 1968-73), La Divina Mímesis y Petróleo, publicado en forma póstuma (aquí la muerte del autor es verdadera y el filólogo Aurelio Roncaglia debe hacer el trabajo que el editor de La Divina Mímesis hacía solo en la ficción). Esa obra debiera leerse como el autor anónimo de La Divina Mímesis indica a su futuro editor que lea su libro (la recopilación de manuscritos dejados por un escritor “muerto a bastonazos, el año pasado, en Palermo”): como una “estratificación cronológica, un proceso formal viviente, donde una nueva idea no borre la precedente sino que la corrija, incluso que la deje inalterada, conservándola formalmente como documento del paso del pensamiento”. […]

[…] Luego de la Abjuración, la carne que era goce será carne de martirio, la carne corrompida y sacrificada de Salò (es siempre una cuestión de carne, es la “palabra de carne” invocada en el poema Blasfemia). […]

[…] En esa ficción concentracionaria, Pasolini traslada Los 120 días de Sodoma, la novela escrita en 1784 por Sade (el teólogo negro, el depravado clínico, el divino marqués de los surrealistas, el libertino demente asilado en Charenton, el “filósofo criminal” que nos vio como nadie se había atrevido a vernos) durante su encierro en la prisión de la Bastilla a la nueva República Social Italiana que Mussolini pretendió gobernar desde su enclave fascista de Salò, un territorio controlado por los nazis en el norte de Italia, entre septiembre de 1943 y enero de 1944. 

La pieza de carne de Bacon, hija del buey deshollado de Rembrandt y la res de Chaïm Soutine, es un objeto de piedad. “Solo en las carnicerías”, constata Deleuze, “Bacon es un pintor religioso”. Cabezas deshuesadas, miradas sin órbita ocular y boca abierta […]


II. Tu cuerpo en la jaula

Todos los cuerpos pintados por Bacon están aislados en su cubo, de cristal o de hielo; anclados en su círculo; pegados a su barra. Confinados en la pista de los vigilámbulos. Como los Nadies beckettianos; como los K y los animales que se arrastran en Kafka, sus topos, escarabajos y ratones, esos animales pequeños que solo pueden verse con exactitud si están a la altura de los ojos, no cuando nos inclinamos sobre ellos para verlos, en el gran teatro de Oklahoma. El cubo, el círculo y la barra actúan como jaulas, espacios donde se aísla la figura para deformarla. El cuerpo individual está adentro de esa jaula que es el cuerpo del mundo. […]

[…] Si la deformación siempre es del cuerpo (nunca de las formas, que solo pueden transformarse) y del cuerpo estático (las figuras de Bacon son inmóviles, las de Pasolini se mueven apenas, son atletas cuyo única acrobacia es la espera o el esfuerzo), Salò, la capital de la república fascista, está habitada por muñecos. Los muñecos-burócratas, los muñecos-víctimas, las víctimas convertidas en muñecos-delatores y muñecos-verdugos. La historia de la humanidad tuvo muñecas (de tela, papel, porcelana o plástico), maniquíes (metafísicos de Giorgio De Chirico, republicanos de George Grosz y bailarines de Oskar Schlemmer), autómatas, robots y cyborgs. Finalmente, vuelve a los muñecos, los muñecos abyectos diseñados por Cindy Sherman o los hermanos Chapman, herederos macabros de La Poupée surrealista de Hans Bellmer. La alienación es un proceso de muñequización de la existencia. […]

[…] No hay punto de fuga en Salò, no hay puntas de paraguas ni agujeros de lavabos por donde angostarse y empujar para salir como en algunos Bacon. El contorno de la pista se ha petrificado y no tolera a esta hora el orificio de escape, hace de la boca un ano pero para ser penetrado, para sodomizar y ser sodomizado y cagar y comerse la propia mierda. El inminente muerto de La Divina Mímesis se inclina a escribir: “Nuestro héroe verdadero, absoluto, ha sido Hitler. Él ha sido el representante de los Rimbaud de provincia […] que han aceptado el conformismo de los padres […] la primavera ha traído, y traerá, la risa aterradora del idiota”. […]


III. Tu cuerpo en la jaula, que busca el desierto

[…] ¿Dónde quiere ir tu sistema nervioso? Hacia el sol. “Hacer cine es una cuestión de sol”, dijo Pasolini, una cuestión de realidad (grano de la película o luz de la locación) y una cuestión de “fulguración figurativa”, en términos de su maestro Roberto Longhi (a quien le dedicó Mamma Roma). Hacia el sol del desierto, el blanco que quema, ese biancore del sol “ferocemente antico” que Pasolini persiguió en el sur, sobre las autopistas romanas, en los desiertos africanos y árabes donde los ojos tienden a cerrarse, a quedarse ciegos. La estructura material “exterior” a la jaula, de color liso, vivo y uniforme, que enrolla a la figura en Bacon, es el desierto al que esa figura insiste en cruzar, para disiparse. Es la última fuerza disponible en la ecuación: la fuerza de la disipación en ese espacio vacío. Habrá que ir hacia la estructura molecular de la materia, “ir hasta el final para que reine una justicia que solo sea Color o Luz, un espacio que ya no sea sino el Sahara”. […] 

[…] El desierto es también, en Pasolini, una figura. La Figura-Desierto, como la Figura-Casarsa (o la Figura-Combray, en Proust). […] La Figura-Desierto es la libertad.


*

Anziché allargare, dilaterai. La ideología de hierro que hubiera podido sostenerte se ha esfumado. No puedes ensanchar el horizonte, desplazar el punto de vista hacia lo alto, aumentar el número de las cosas y sus nombres. Ese era el movimiento de Dante. “En lugar de ensancharte, te dilatarás”, le dice en La Divina Mímesis el Pasolini del pasado al Pasolini que aún sigue escribiendo. ¿Qué es? ¿Cómo se hace? […]






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VIII. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


BARBARA LODEN
EL CERO A LA IZQUIERDA
(WANDA, 1970)
(Fragmento)




En 1864, Édouard Manet pintó una corrida de toros a la que no había asistido. En realidad, Manet nunca había visto una corrida de toros, no había pisado España todavía. El cuadro, un óleo sobre lienzo titulado Escenas de una corrida de toros, se expuso en el Salón de Otoño, en París. La crítica fue cruel. Manet no se ajustaba a los parámetros establecidos. No se entendía su desinterés absoluto por la perspectiva, su planimetría, sus luces sin sombras, esos colores como recién salidos del pomo de pintura, la pincelada rápida y evidente, cargada de materia. No se entendía, tampoco, la disparidad en las proporciones de los personajes. Lo ridiculizaron, lo humillaron. Cuando le devolvieron el cuadro, Manet lo tajeó. Literalmente, lo partió en dos con un cuchillo. Nunca sabremos exactamente cómo era la pintura original, más allá de la reconstrucción posible gracias al uso de los rayos X y las caricaturas despiadadas de la época, que muestran a tres toreros vivos y de pie frente a un toro pequeño, y a un torero muerto tendido sobre la arena, en escorzo. “Un torero de madera, abatido por una rata con cuernos”, escribió (o asestó) alguien. Manet trabajó sobre las dos partes de esa obra dividida por voluntad propia, convirtiéndolas en dos pinturas separadas. […]

Según una noticia publicada en el Sunday Daily News el 27 de marzo de 1960, bajo el título “The Go-for-Broke Bank Robber”, una mujer llamada Alma Malone fue condenada a veinte años de prisión en el State Reformatory for Women de Marysville, Ohio, acusada de secuestro con premeditación, robo a mano armada e ingreso ilegal en una institución financiera. Su cómplice, un tal Mr. Ansley con el que había secuestrado a punta de pistola al gerente de un banco (un tal Mr. Fox) en su domicilio particular en Cleveland, había sido abatido por la policía en el banco cuya bóveda planeaban robar, la sucursal de la Lorain Avenue del Cleveland Trust Company Bank, con el gerente secuestrado como guía, y la esposa y las dos hijas del gerente atadas a un sofá en su casa, con una bomba falsa programada para explotar, a determinada hora, sobre las rodillas de una de las chicas. Alma Malone escucha la sentencia. Increíblemente, dice: “Gracias”. Le agradece al juez. Agradece el encierro al que ha sido condenada, como si le diera un sentido a su existencia, un sentido preferible a su vida en libertad. […]

Barbara Loden se inspiró en esa noticia sobre Alma Malone cuando filmó su único largometraje, Wanda (1970). Escribió el guion y protagonizó la película, simplemente porque consideró que era la mejor para hacerlo. “I was the best for it”, declaró. Es muy difícil decir de qué se trata Wanda. Porque es como si Wanda, que es Barbara Loden en un película inspirada en Alma Malone, tuviera en su pecho un torero muerto. Un estrago, un trauma, una desdicha interminable. […]
 
[…] Había llegado a Nueva York a los 16 años. Era rubia, espléndidamente rubia, y tenía los ojos azules. Se abrió una carrera modesta como pin-up, chica de almanaque erótico, modelo de fotonovelas. Era “Candy” Loden. Bailaba en el night-club de moda, el Copacabana. Tuvo un primer matrimonio, y un hijo (Marco), con el productor y distribuidor cinematográfico Larry Joachim, que la ayudó a conseguir un trabajo como contraparte de Ernie Kovacs en el show cómico televisivo The Ernie Kovacs Show. Fue una mujer-duende sobre el habano de Kovacs y la asistente de un Kovacs convertido en el mago Matzoh Hepplewhite, partida en dos por una sierra. Era una comediante “física”, que rodaba sobre una alfombra y recibía pasteles en la cara. A los 25 años conoció al director de cine Elia Kazan, que la doblaba en edad y al que deslumbró. Los dos estaban casados. Fueron amantes. Se casaron en 1966 y tuvieron un hijo, Leo. Según Kazan, Barbara era sexy, atrevida, salvaje, pero ella siempre se definió a sí misma como una sombra. Una niña que había vivido escondida en la cocina de su abuela, que no tenía amigos ni talento alguno, que apenas había aprendido a sumar. Un cero a la izquierda. En una entrevista para el número 168 de la revista Positif, realizada en 1970 y publicada en abril de 1975, le dijo a Michel Ciment que había pasado su vida convencida de que no valía nada, yendo de un lugar a otro. “Sin dignidad”. […]

[…] Construyó un juego de espejos, o de puentes. Si la verdad es solo la suma impar de restos, rara vez se llega a esos restos en una línea recta y ascendente. Mejor desviarse y cavar, desviarse hacia la Wanda de ficción y la Alma Malone de carne y hueso, y cavar como en las minas de carbón que rodean a Wanda al inicio del filme, cavar en esos terraplenes cubiertos con montañas de antracita en los que Wanda es apenas una mancha luminosa, una mancha de color de Manet en un fondo negro. […]


[…]“She is a floater”, dijo Kazan de Barbara. Alguien que no está ni aquí ni allá. “She floats like a debris”. Alguien que va de aquí para allá como un resto, un escombro, un detrito. Wanda, en efecto, no domina el paisaje; parece flotar en él, sin imponerle su voluntad ni su punto de vista. Kazan es un emotional cripple, un minusválido emocional. Así lo definía Barbara, según le contó Kazan a su terapeuta. Mr. Dennis es el emotional cripple de su ficción, el trasunto del Kazan de Barbara y el Mr. Ansley de Alma, alguien en quien creer aunque para acercarse nos maltrate. […]
 
[…] “Tu pelo es un desastre”, dice Mr. Dennis, mientras toman cerveza en un basural y Wanda mira cómo se pone el sol, sentada en el capó del auto, un Buick Skylard azul metalizado robado frente a una iglesia. Dos perros vagabundean a su alrededor. “Podrías ponerte un sombrero”. “No tengo ninguno”, dice Wanda, mientras mira hacia quién sabe dónde. “Nunca tuve ni tengo ni tendré nada”, afirma, porque de eso está segura. “Eres estúpida”. “¿Soy estúpida?”. “Si no tienes nada, no eres nada. Sería mejor estar muerto, porque no eres ni siquiera un ciudadano de Estados Unidos”, declara Mr. Dennis, que le ha puesto a Wanda su saco sobre los hombros. Mr. Dennis que protege y degrada. Y viceversa. “Entonces puede que esté muerta”, contesta Wanda mientras mordisquea un pedazo de pan. No lo mastica, lo mordisquea. Barbara está atenta al detalle, en el detalle está el diablo y está Dios, tal vez. Un avión de juguete, que un grupo de niños ha lanzado sobre el basural, sobrevuela el Buick. Es un hecho fortuito en el rodaje. Barbara deja que suceda, Barbara sabe improvisar. Mr. Dennis se sube al techo del auto y le grita al avión, mueve los brazos como aspas. El avión de juguete los ignora. 

[…] Desde el Holy Park en adelante, Wanda, que es Barbara (y esto lo supo bien Marguerite Duras, que afirmó ante Kazan, en una entrevista realizada en París en el otoño de 1980 y publicada en 2003 en Cahiers du cinéma, que había entre ellas una coincidencia inmediata y definitiva), calca la trayectoria delictiva de Alma Malone. Primero se niega a participar, dice que no puede hacerlo. Tose, vomita. Luego accede. Mr. Dennis la manipula o la convence o confía en ella. Le pone un almohadón bajo el vestido, la conmina a actuar de cómplice-embarazada. Más que cómplice, Wanda es la asistente de Mr. Dennis, como antes Barbara lo había sido de Ernie Kovacs travestido en mago. […]

[…] Mírenla, radiante, en la entrevista con John Lennon y Yoko Ono en  The Mike Douglas Show, en 1972, una entrevista en la que termina acariciando un bongó, como si esa fuera su única manera de tocarlo, y marcando el compás con un pie, como una extra sin veleidades, mientras Yoko canta Midsummer New York y Lennon toca la guitarra con la Ono Plastic Band. Mírenla, arrasada por la enfermedad y con peluca, dando clases de actuación hasta el final, explicando con una sonrisa a una pareja de alumnos el proceso delicado de tocarse hasta llegar al abrazo y el beso en el que se confunden (“acérquense… encuentren partes del otro que les gusten”), filmada en 1980 por Katja Raganelli en su documental I am Wanda. […]

[…] En este punto, Barbara decide darle a Wanda un futuro distinto al de Alma Malone. Wanda divisa una luz. Es la luz de un bar, al que una mujer la invita a entrar. En lugar de una cárcel, Barbara deja a Wanda en un bar, entre la gente. En la planta alta parecen estar de fiesta y ella está ahí y no está ahí, con su pony-tail y su blusa desgarrada a la altura del hombro, una blusa cuadrillé bordada en punto smock con un cuellito blanco, una blusa de niña o de muñeca. Wanda cortada en dos aunque parezca una Wanda entera, cortada como la asistente del mago Matzoh Hepplewhite, como esa tela de Manet vuelta dos telas, la tela original está perdida y nunca sabremos realmente cómo era, nunca sabremos el nombre y la extensión del tajo, solo que está abajo y es enorme, la ha dejado a Wanda casi muda y con un aire ausente, parece cerrado pero tironea, parece cicatrizado pero opera como un bajo continuo, como el ruido de las excavadoras en las minas de carbón, el movimiento de las manos y las piernas de las costureras y las planchadoras en el taller, los insultos que nunca se apagan del todo. Los ceros a la izquierda, al margen. 

[…] Barbara no editorializa: muestra. Está tan adentro de esos cortos como adentro de Wanda. Sueña con llevar al cine la novela The Awakening (El despertar), de Kate Chopin, ese clásico de 1899 considerado una especie de Madame Bovary americana. No puede. Se muere, demasiado pronto. Como su cine, sus últimas palabras son también un prodigio de síntesis: “Shit, shit, shit”. 

Es 2007. La única copia original de Wanda languidece en el sótano del Hollywood Film and Video, un laboratorio a punto de cerrar. Desde el laboratorio llaman por teléfono a Ross Lipman, cineasta independiente y restaurador en ese momento en el UCLA Film & Television Archive, para avisarle que, debido al cierre, limpiarán la bóveda del laboratorio y tirarán a la basura, en 48 horas, todo lo que se encuentre allí. Entre equipamiento viejo, cintas industriales y pruebas de impresión, a la luz de bombillas fluorescentes y rodeado de humedad, Lipman encuentra unos rollos en 16 mm con la etiqueta “Wanda. Harry Schuster”. […]





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22.6.23

VII. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


RAINER WERNER FASSBINDER
PARA RAINER, CON AMOR Y SORDIDEZ
(Fragmento)



Veronika Voss: “Me has regalado la felicidad”. 
Dra. Katz: “Te la he vendido”. 
Die Sehnsucht der Veronika Voss 
(La ansiedad de Veronika Voss, R. W. Fassbinder, 1982) 
 


El cuchillo de cocina del suicida no es solo un cuchillo, es el amante perdido. El revólver del asesino no es solo un revólver, es un falo. El mundo es desesperante porque todo puede ser, también, otra cosa. Todo puede ser, en definitiva, su contrario. La muerte es el maestro de Alemania. El sexo y el dinero son los maestros del mundo. Sexo, dinero y muerte son la tinta de la historia. De la Historia. “Las historias simples son las verdaderas”, decía Rainer. Hay que contarlas como quien cuenta una fábula a un niño, para ayudarlo a soportar la vida hasta la muerte. 

Como todos, Rainer solo quería que lo amaran. Como pocos, sabía que el amor no era el cambio sino lo que había que cambiar. Por eso desconfiaba del romanticismo revolucionario. Porque el amante entrega el látigo para que lo azoten y lo empuña para azotar, al mismo tiempo. El mundo es desesperante porque una sola cosa puede dividirse en dos, exactamente opuestas, y ser esas dos cosas, a la vez. […]
A los treinta y siete años, lo encontraron muerto frente a un televisor. De la nariz le chorreaba un hilo de sangre. Sus papeles de la última noche hablaban de Rosa Luxemburgo. Rosa había crecido en un país con la lengua cortada, un país cuya lengua estaba prohibida. Rainer tuvo una única especialidad: mostrar el corte, la escisión, el tajo. […]

[…] Pobló su cine de espejos y maniquíes, de objetos parlantes que nombraban el disciplinamiento, el desdoblamiento y la repetición, los círculos y la ronda. Amaba a Douglas Sirk, del que había aprendido a hacer cine con las cosas y no sobre ellas. Lo amaba también porque le había enseñado que el amor es el más refinado instrumento de opresión social, el más insidioso y eficaz, por lo que un happy end no puede ser nunca un happy end, ni en el mejor de los casos. Leamos al Rainer escritor, que para describir a Sirk escribe esto: “La abuela de Douglas Sirk escribía poemas y tenía el cabello negro. Douglas todavía se llamaba Detlev y vivía en Dinamarca”. […]

[…]  “Entiendo al opresor cuando veo las acciones de los oprimidos”, dice ahora Rainer, que es adorable y brutal, tierno y dictatorial, pastor y tirano. Rainer que pone en imágenes a Freud y escucha Me and Bobby McGee en versión Janis Joplin. Que se enamora de negros, inmigrantes y proletarios, de marginados a los que ansía convertir en estrellas de su star system personal, de víctimas de la cultura burguesa que acaban suicidándose. Que no cree en la solidaridad entre las víctimas, porque las víctimas tienen derecho a ser tan inhumanas como cualquiera, tan feroces como sus verdugos, tan atroces como el amo. […]

[…] Rainer expuesto y sobreexpuesto, probándolo todo. Y cuando digo “todo”, es todo. […] Rainer en su gineceo particular, con sus Mata Haris y sus musas camp, sus condenadas al yugo matrimonial, su Effi Briest liberada en el alucinante y brevísimo espacio de una hamaca. Convertido en clisé de la industria cultural, con sus gafas de sol y su campera de cuero, su sobrepeso y su anarquismo que vende tan bien, su suerte de morirse joven que cotiza tan alto en el panteón, que liquida con un timing fenomenal a los que suelen pasarse de la raya. Rainer pasado de rayas, de líneas de coca y de guion, metiéndose pastillas en el lóbulo frontal, ultra-super-acelerado, fugado del sueño de dormir y del sueño del boom económico alemán con su renacimiento amnésico y conservador, su muro y sus tabúes a toda máquina. Rainer que no verá a Helmut Kohl pero supo ver a Helmut Schmidt. Punto y aparte. […]




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VI. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


WERNER HERZOG
NADIE PUEDE VENIR A JUGAR CONMIGO
(Fragmento)



Me dijeron que diga no, pero ni siquiera digo eso.
Esta es mi última palabra. 
(Dice el hombre que se niega a hablar
y toca la lira en Letze Worte 
– Últimas Palabras, Werner Herzog, 1967) 



En 1977, el sur de la isla de Basse-Terre fue evacuado por el gobierno francés del archipiélago de Guadalupe, ante la inminente erupción del volcán La Soufrière. Según los vulcanólogos experimentados, La Soufrière descargaría en cuestión de horas una furia equivalente a cinco o seis bombas atómicas. Se esfumaron los setenta y cinco mil habitantes de Basse-Terre y el último científico huyó en bote. La tierra estaba caliente e inestable. Las serpientes, enloquecidas, se arrojaban al agua y se ahogaban en el mar. En las calles desiertas y mudas de Basse-Terre se encontraban al azar cajas de zapatos olvidados en el vértigo de la evacuación. Las heladeras, los teléfonos y los equipos de aire acondicionado quedaron enchufados y en funcionamiento; los semáforos, encendidos para nadie; el muelle, vacío de barcos. Treinta y seis horas después de leer la noticia de la catástrofe inevitable en Guadalupe, Werner Herzog aterrizó allí con dos camarógrafos, […]

[…] Pisó en Basse-Terre una ciudad fantasma, una especie de país de las últimas cosas, una zona de ciencia ficción donde el apocalipsis ya había sucedido, como en Fata Morgana (“Fata Morgana”, 1970), ese documental sobre espejismos en el que un mundo destruido vuelve a empezar en el desierto. Encendió la cámara y filmó las supuestas últimas imágenes de una ciudad. Habían quedado, descartados y hambrientos, cerdos y gallinas. Burros y perros solitarios erraban por las calles, bebiendo de los charcos de agua. Y no había quedado un hombre, sino tres. Se negaban a irse, aceptaban morir: un sobreviviente de tifones entregado a la voluntad divina, recostado entre los árboles, que cantaba con los ojos encendidos; un granjero decidido a cuidar, y a salvar, a los animales condenados; un padre de quince hijos ya puestos a salvo en Pointe-à-Pitre. […]

Porque el cine es un acto de atletismo y no de estética, a Herzog le fascinan las movie-movies, Fred Astaire, el kung-fu y el porno. Buster Keaton como atleta de la fotogenia. Herzog preferiría perder un ojo en lugar de una pierna y, si tuviera una escuela de cine, la única exigencia para ingresar en ella sería una caminata previa de miles de kilómetros, durante la que el aspirante escribiera, mentalmente, una película. Porque el cine no es tierra de eruditos sino de iletrados, se hace con las rodillas y los muslos. No es un gesto artístico sino un ejercicio hipnótico. […]

[…] La Soufrière (1977) es el registro perfecto de una derrota formidable y la clave de bóveda del mundo-Herzog. Somos, como escribió Spinoza, experto en física y pulidor de lentes, finitos pero indefinidos. Ningún hombre tiene los días contados. Los tiene por contar. 


I. Los grandes serán pequeños y los pequeños serán grandes

A Herzog, un maestro de la invención de anécdotas y detalles, no le interesa la reconstrucción histórica, no le interesa en absoluto, por ejemplo, la edad de Bruno S., que a sus cuarenta años encarna en El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für Sich und Gott gegen alle, 1974) a un adolescente de dieciséis. El “verdadero” Kaspar Hauser, por ejemplo, nunca fue exhibido como fenómeno de circo, jamás dialogó con un profesor de lógica y mucho menos habló del Sahara. El “verdadero” Lope de Aguirre no tenía un brazo más corto que el otro, como el Aguirre de Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Herzog inventó el amor por el teatro lírico del barón irlandés del caucho Brian Sweeney Fitzgerald cuando filmó Fitzcarraldo (1982) en la selva amazónica, y falsificó en Peregrinación (Pilgrimage, 2001) una cita inaugural de Thomas de Kempis, que no podría ilustrar mejor el recorrido alucinado de los peregrinos, los únicos que “no pierden el rumbo en los trabajos de su viaje terrenal, ya sea que se queme o se congele nuestro planeta; son guiados por las mismas plegarias, y por el sufrimiento, y por el fervor, y por el infortunio”. A Herzog tampoco le interesa la verificación empírica. De la masa documental disponible para informarse sobre Kaspar Hauser, solo leyó algunos fragmentos biográficos, los poemas de Kaspar y el informe de su autopsia: “Los hechos crean normas y la verdad ilumina” (punto 4 de la Declaración de Minnesota). 

La línea divisoria entre los documentales y las ficciones de Herzog es brumosa y está, a menudo, obliterada. Porque esos documentales son fictions in disguise, ficciones disfrazadas en las que la ficción es una verdad intensificada y bautismal. […]

[…] Las figuras de sus dos grandes líneas de personajes también se confunden, se permutan. Por un lado, los visionarios marginales y malditos, como los renegados de élite salidos de una novela de Conrad, lanzados a empresas desmesuradas de conquista. Son Aguirre o Fitzcarraldo, en los confines inaccesibles de la selva peruana; Francisco Manoel da Silva, devenido el bandido brasileño Cobra Verde y embarcado en la reapertura del tráfico de esclavos en África occidental en Cobra Verde (1987), o el madrigalista homicida Carlo Gesualdo, el príncipe demoníaco de Venosa hundido en la espesura de la composición musical renacentista, con su extraño y anticipatorio cromatismo y sus contrastes rítmicos violentos, con las manos manchadas de sangre, en Gesualdo, muerte para cinco voces (Tod für fünf Stimmen, 1995). Son los megalómanos de prédica mística, como el explosivo tele-evangelista Gene Scott en Fe y moneda (Glaube und Währung, 1980). Y, por el otro lado, los desvalidos, enfermos mentales, débiles o idiotas que lo han perdido todo, excepto su muda existencia, la capacidad de perseverar en su ser, su potencia afectiva. Kaspar Hauser, para quien las manzanas están vivas y los hombres son lobos; el demente soldado Stroszek, confinado en una fábrica de municiones en una isla griega en Signos de vida (Lebenszeichen, 1968); los enanos recluidos y sublevados de También los enanos comenzaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970); los sordociegos de El país del silencio y la oscuridad (Land des Schweigens und der Dunkelheit, 1971), guiados por la cuerda táctil de Fini Straubinger; el inocente y humillado Bruno S. de La balada de Bruno S. (Stroszek, 1976), con su enano, su prostituta y su sueño americano hecho pedazos; el vampiro demacrado y larval de Nosferatu (Nosferatu Phantom der Nacht, 1978); o el soldado Woyzeck, despreciado por sus “superiores”, engañado por su amante y atormentado por sus alucinaciones en Woyzeck (1979). 

[…] La naturaleza es crimen y es hostilidad. En El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (Die groβe Ekstase des Bildschnitzers Steiner, 1973), se cuenta que un cuervo esperaba al esquiador suizo Walter Steiner cuando era niño, a la salida de la escuela. Steiner le daba pan y leche. Cuando perdió sus plumas, Steiner debió sacrificarlo de un balazo antes de que lo devoraran los otros cuervos. En la naturaleza reina una armonía colectiva de asesinato. Herzog no es un romántico. “No existe la belleza en la selva, la selva es una obscenidad”. En la selva peruana en la que Kinski ve erotismo, Herzog ve fornicación y asfixia. Los restos destrozados de Timothy son extraídos del oso y dispuestos en cuatro bolsas de basura. No hay compromiso en Herzog que no sea visceral. Visceral de víscera y carne cruda. No hay proyecto que no persiga la fusión. Por eso Herzog filma Nosferatu. Un vampiro es una criatura doble a caballo entre dos mundos, un exiliado que ansía morder y chupar, tocar la carne y beberse la sangre de Lucy Harker. Los gitanos advierten a Jonathan Harker acerca de ese agujero negro: “En el camino a Transilvania hay un profundo abismo que se traga al incauto. El viajero que se interna está perdido y no regresa jamás”. El cine de Herzog está hecho de nubes y abismos, de viajes que en definitiva no tienen retorno. No se sale indemne de las visiones, no se vuelve del todo de la tierra de los fantasmas. […] 


II. Lo que puede un cuerpo 

El ascenso a la boca del volcán La Soufrière rima con el ascenso del escalador de montañas Reinhold Messner en Gasherbrum, la montaña luminosa (Gasherbrum, der lauchtende Berg, 1984) y el salto del campeón de esquí Walter Steiner en El gran éxtasis del tallador de madera Steiner. No son filmes sobre el montañismo ni el salto en esquíes sino sobre lo que puede un cuerpo. 

Messner escala y hace cumbre con su compañero Hans Kammerlander en los picos del Gasherbrum I y II, en un único ascenso y al estilo alpino, sin oxígeno ni sherpas, con un escueto morral desprovisto de mazas, cuerdas adicionales de reserva, ganchos sofisticados o taladros mecánicos. Inicia la travesía en plena madrugada, con luces en los cascos, a gran velocidad porque solo puede cargar una módica cantidad de provisiones. Ya había sido el primero en escalar las catorce montañas de más de ocho mil metros que existen en la tierra, el primero en escalar el Monte Everest sin oxígeno (“como era justo”, porque podía exigirse a las posibilidades de su cuerpo franquear ese límite). ¿Por qué enfrentarse nuevamente a la altura alucinatoria del Nanga Parbat, su némesis, la cumbre en la que perdió a su hermano y casi todos los dedos de los pies en una antigua expedición? “No lo sé”, dice Messner mirando a cámara. “Todo mi ser es la respuesta”. Cuando se baña desnudo en agua de montaña, el agua lo bautiza como a los fieles de Huie Rogers, como al niño sordociego bajo la ducha bendita en el país del diccionario Lorm. Piero della Francesca se rendiría a estas imágenes. […]

[…] En el tríptico de documentales que funcionan como piezas de Americana de pura cepa (los antes citados Fe y moneda y El sermón de Huie, más Cuánta madera podrá roer una marmotaHow much wood would a woodchuck chuck, 1976), se muestra lo que puede el aparato fónico de los predicadores Gene Scott y Huie Rogers y los rematadores de ganado reunidos en el Campeonato Mundial de Rematadores de Ganado en New Holland, Pennsylvania. “El lenguaje de los rematadores de ganado americanos es la poesía del capitalismo”, dice Herzog. Semejantes a los buzos entrenados en la apnea, expertos en trabalenguas y prácticas de respiración con ex cantantes de ópera, hijos bastardos de Hölderlin o Kleist, los rematadores aceleran sin freno sus anuncios de apuestas hasta convertirlos en mantras rituales de subtitulado imposible. Cerramos los ojos y nos balanceamos, acunados por el cántico de una hiper-lengua. Los pastores religiosos, por su parte, también hipnotizan desde la garganta. Están al borde de la combustión, son tan ignífugos como los pozos petrolíferos kuwaitíes que arden en Lecciones en la oscuridad (Lektionen in Finsternis, 1992), tienen la lengua de fuego. Su verborragia torrencial es una erupción volcánica, un alud. 

El cuerpo puede, también, la destrucción. Herzog ya lo sabía, antes de cumplir veinte años, cuando filmó su primer documental, Hércules (Herakles, 1962), en el que alterna la oda al músculo de los fisiculturistas con imágenes desoladoras de bombardeos aéreos, accidentes fatales en carreras automovilísticas, atascos de tránsito y enormes basurales. […] 


III. Todos los paisajes empezaron inmensos

“Me gusta dirigir paisajes”, ha declarado Herzog, que declina las topografías para hacer resonancias magnéticas de cerebro en gran escala. Así recuperó y reinventó la tradición del cine alemán mudo de alpinismo, para hacer de la fisura en el hielo una fisura en el córtex del mármol cerebral. Los paisajes herzogianos nacen siendo inmensos y progresivamente se convierten en mapeos mentales, trepidaciones laberínticas de una cabeza. Al desplazar a una única imagen el viaje a pie del protagonista de Los anillos de Saturno, la novela de W. G. Sebald, el artista inglés Jeremy Wood eligió una seda en la que imprimió el registro en GPS de quince años de caminatas por Londres, y la tituló My Ghost (Mi fantasma, 2015). Cuando oscila en la sala en la que se expone, la seda agita el mapa, como si se tratara de una sinapsis neuronal. Cuando los filma Herzog, los paisajes son como esa seda que informa aparentemente acerca de un recorrido al exterior y percute como una red de terminales nerviosas. Herzog opta por el rodaje en exteriores y se fuga, en cuanto puede, de la filmación en estudios. Pero el aire libre es aparente. Como en esa seda de Jeremy Wood, o como en las telas de Caspar David Friedrich, estamos adentro de un circuito psíquico. […]


IV. Heimweh

Bruno S. quiere llevarse la mesa de utilería alquilada en una tienda de antigüedades en la que se practica la autopsia de Kaspar Hauser. “La mesa es la justicia, Der Bruno debe tenerla”, explica a Herzog, y pinta para que lo vea. En la pintura naíf de esa mesa, Bruno aparece acostado sobre ella y una burbuja de diálogo le sale de la boca. En la burbuja dice: “Causa de muerte: Heimweh”. En una traducción que será siempre aproximada, Heimweh quiere decir, en alemán, nostalgia del hogar o de la patria. Pero en el caso de Bruno, ¿nostalgia de qué patria y de qué hogar, si jamás los tuvo? Debe existir también una figura imaginaria de ese refugio frente a la intemperie. Sería, como la mesa, una figura justa, la figura imaginaria de lo que no tuvimos. […]

[…] La pregunta no es por qué muere la gente, sino por qué cierta gente marcha hacia la muerte, como el pingüino que en Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007) se aparta de sus compañeros de colonia para internarse en un camino solitario sobre el banco de hielo. Aun si lo devolviéramos a la colonia, volvería a apartarse y emprender su caminata suicida. La orden para los de mi especie humana es no tocar a esa clase de pingüinos, no interrumpir su marcha, dejarlos ir. Ese animal torpe y tiernísimo caminará solo. No podría ser de otra manera. Nadie podría acompañarlo. Nadie. […]




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