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25.1.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: PESCAR A RÍO REVUELTO, O TIEMPO DE RETORTIJONES

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER



Noviembre 2012

PESCAR A RÍO REVUELTO, O TIEMPO DE RETORTIJONES


Se nos acumulan la faena y los temas delicados: las elecciones a la presidencia del imperio, y de la revolución institucionalizada. Ahí está el duelo Chávez-Capriles, recién dirimido a mayor gloria del primero y a despecho de los intereses, legítimamente democráticos en unos casos, y en otros no tanto (de la derecha más recalcitrante a los medios autodenominados de izquierda, poco disimulados en esto, en lo que sus intereses económicos no encuentran acomodo en el modelo chavista), de los defensores a ultranza del segundo. Es lo que tienen las polarizaciones y las transversalidades.


En clave europea y española, el BCE ha tomado la decisión de comprar deuda soberana. Rajoy sigue aplazando la petición de ayuda a la Unión Europea, y en el colmo del galleguismo hace gracietas a propósito de que quizás los medios sepan más que él de la situación. La presentación de los presupuestos generales nos dejan a todos tiritando (a unos más que a otros; y es que siempre ha habido clases). Y, sobre todo, se han alineado los astros y van a coincidir los comicios en las tres comunidades históricas: País Vasco, Galicia y Cataluña, en pleno envite independentista; otro desvío de atención que no impedirá nuevos recortes de Artur Mas, subido a lomos de la oportunidad, que pintan calva.

Todo ello, sobre el telón de fondo del pifostio internacional a propósito de las parodias de Mahoma, y sin olvidar la consiguiente ración de “paloytentetieso” con la que nuestros mandamases dan de comer a la prensa ultracentrista (antes denominada “ultra”, a secas) y echan balones fuera del descontento más que justificado de una mayoría de la población a la que Rajoy apela con un nuevo tipo de convocatoria: manifestación tipo sillón-ball, en casa (ahí han estado finos los de El Intermedio llamando a manifestarse contra el gobierno quedándose en casa a las siete de la mañana del 14 de octubre: que no falte el humor). Hay otros epifenómenos, claro, que en cualquier otra tesitura habrían sido los temas principales: el anuncio (cantado) de que el horrísono Eurovegas irá a la Comunidad de Madrid, la retirada de Esperanza Aguirre o la muerte de Carrillo; interpretada por propios y extraños, curiosamente, como una metáfora del ocaso de la Transición e incluso del siglo XX; les ha faltado gritar “Santiago y cierra España” (si escuchamos bien, hasta podemos oírlo a lo lejos; y es que no hay como morir para que los discursos se acoplen de pleno a los intereses más insospechados).

Pero no nos engañemos: los asuntos candentes son los que son, y esta sección nació con la vocación de mojarnos. Desde planteamientos de izquierda, en esto ultraortodoxa, talibana si es preciso, no podemos sino considerar cualquier tentación de censura o de autocensura, por miedo o por burda y repugnante que nos parezca el motivo de escándalo (como en efecto lo es el vídeo La inocencia de los musulmanes; cosa bien distinta de las caricaturas de Charlie Hebdo y de El Jueves), una vulneración inaceptable de la libertad de expresión. Desde idénticos parámetros, no podemos sino abjurar del nacionalismo en sí, sea cual sea la faz bajo la que se camufle (central o periférico, puesto que sirve intereses que invitan, como hemos dicho, al “despiste”). Porque lo único de veras sacrosanto no son ni los profetas, ni las creencias, ni los pueblos, sino las personas.

Solo bajo esas premisas tiene sentido que nos opongamos a proyectos neoesclavistas, como convertir Madrid en un inmenso casino (ahora entendemos a lo que se refería Soraya, con o sin mantilla, según las ocasiones, cuando decía “a los emprendedores, alfombra roja”; jamás pensamos que fuera para burdeles… y ¡chitón!, que las putas las ponemos nosotros), y que consideremos alucinante que la Consejera de Medio Ambiente de la CAM se sienta “moderadamente esperanzada”, o que al no menos esperanzado Vargas Llosa (disculpe el lector la fijación) le hagan chiribitas los ojos con la “Juana de Arco liberal española”, y aplauda su elegancia y donaire (por lo que parece, lo de “el hijoputa” no cuenta); y, ojo, que el mismo individuo ha mostrado su talante “democrático” en una columna envenenada sobre Chávez.

En fin, que los expolios reales, los que pisotean dignidades, son los que abocan a la miseria a la gente y arrasan territorios para engrosar las arcas a los poderosos. Lo demás son opiáceos y disfraces para posibilitar proyectos a la medida de castas elegidas compuestas por no más de unas decenas de familias. ¿Una prueba? La rapidez con que el gobierno catalán se ha sacado de la manga un proyecto “más grande, más largo y sin cortes” del fallido Eurovegas, con amplio consenso de la clase política que manda por esos lares.

Y el cine, ¿qué se cuenta? Pues, aparte de que está hecho unos zorros (IVA al 21% mediante), nos llama la atención el repunte de un cierto esencialismo patriótico, especialmente significativo por venir de donde viene, porque le da visos de caída del caballo. Así, que en un festival de San Sebastián en el que se rifan Donostias (¡cinco!: son ganas de devaluar un premio…) el palmarés esté copado por el cine español; que gane una película ensalzada hasta en las publicaciones más elitistas, como esa Blancanieves (Pablo Berger, 2012) en una Sevilla romántica, con sus toreros, sus flamencas, sus enanos y su Torre del Oro… pues qué quieren que les digamos, huele a chamusquina. ¿Será mera casualidad que, hace apenas nada, se haya estrenado por fin la maldita (y estimable) Manolete (A Matador’s Mistress, Menno Meijes, 2008), y que las dos coincidan con “la apoteosis de José Tomás” en Nîmes (toros no, dicen algunos, pero José Tomás sí, porque es otra cosa; el colmo de la coherencia)?



Blancanieves, Pablo Berger, 2012


Manolete, Menno Meijes, 2008


Algunas películas foráneas de estos últimos tiempos plantean preguntas, y esbozan alguna respuesta, a estas mismas cuestiones: es el caso de Un balcon sur la mer (Nicole Garcia, 2010), sobre el drama de los pieds-noirs; de Gorbaciof (Stefano Incerti, 2010), que retrata una Italia desvaída y encanallada por los estragos de una globalización que empieza y acaba en los flujos del capital; de Coriolanus (Ralph Fiennes, 2011), que traslada el clásico shakespeareano, manteniendo los arcaísmos, a un país roto por conflictos étnicos; de Being Flynn (Paul Weitz, 2012), que reformula con mano dura no exenta de ductilidad el camino de la redención creativo como renuncia de la vida y del entorno familiar, esquema este que muchos “autores malditos” firmarían para sus biografías no menos malditas, y que sitúa muy apropiadamente la acción en un Estados Unidos actual en aguda crisis moral y social; e, incluso, de El nombre (Le prénom, Alexandre de la Patellière y Matthieu Delaporte, 2012), que burla burlando dice algunas cosas acerca de la burguesía europea actual y sus hipocresías que suenan bastante cercanas, o de Le Skylab (Julie Delpy, 2011), a la que, si se quita el prólogo y el epílogo (lo que pasa es que no se debe de quitar, porque ahí es donde está el pildorazo…), es una crónica de reunión familiar en los 70 con cierta credibilidad y buen hacer, pero, con el marco en cuestión, atufa a neoconservadurismo, lo cual no deja de ser sintomático, tratándose de la musa francesa del cine europeo-americano independiente.


Coriolanus, Ralph Fiennes, 2011

Le Skylab, Julie Delpy, 2011


Hemos visto también interesantes melodramas, de todos los rincones del globo, como la argentina Todos tenemos un plan (Ana Piterbarg, 2012), la italiana La soledad de los números primos (The Solitude of the Prime Numbers, Saverio Costanzo, 2010) o la francesa Des vents contraires (Jalil Lespert, 2011) o la española Estigmas (Adán Aliaga, 2009). En algunos casos, se aprecian sintomáticas derivas neocon, como ocurre en la estadounidense El amigo de mi hermana (Your Sister’s Sister, Lynn Shelton, 2011), que es como un Rohmer de hace cincuenta años pero sin mordiente ni complejidad. O denuncias evidentes desde una postura discursiva progresista, como Skoonheid (Beauty, Oliver Hermanus, 2011), con su tensión (homo)sexual no resuelta, que es una potente y dura reflexión sobre la doble moral y la mentira en un mundo que no es capaz de adaptarse a los tiempos (tanto social como políticamente); la acción transcurre en Sudáfrica, lo que la hace más crítica, sobre todo por radicar en un grupo de colonos de la antigua forma de vida; formalmente, la planificación tiende hacia la eliminación de presencias y marca la sugerencia, con planos largos que se contraponen a otros nada sutiles (juego que funciona muy bien) hasta un final metafórico entrando en un túnel que es algo más que una imagen.


Estigmas, Adán Aliaga, 2009


Skoonheid, Oliver Hermanus, 2011


En el terreno de los géneros nos han llegado gamberradas simpáticas, como V/H/S (Adam Wingard, Glenn McQuaid, Radio Silence, David Bruckner, Joe Swanberg, Ti West, 2012) o La cabaña del bosque (The Cabin in the Woods, Drew Goddard, 2011), que, por primera vez, parece dar soporte de imagen a la contundente mitología de Lovecraft en un final apoteósico que conecta con un elemento que venimos comentando en anteriores entregas casi de forma sistemática: la visión apocalíptica del mundo en que vivimos. No nos inventamos nada; ahí están, para rubricarlo, títulos como Doomsday Book (Jee-woon Kim y Pil-Sung Yim, 2012), tres episodios sobre la deriva de la humanidad en clave mezcla de apocalíptica y humorística (pequeñas motas de cinismo), a la que cuesta encontrarle el punto de ironía poco sutil pero cuyo resultado es interesante; o Parked (Darragh Byrne, 2010), que, en los tiempos que sufrimos, nos presenta a un hombre maduro y un joven drogata viviendo en sendos coches en un parking junto al mar que son capaces de dar lecciones de ética a una sociedad en plena descomposición; o, aunque ya las mencionamos en anteriores entregas, siquiera de pasada, conviene reivindicar una vez más Margaret (Kenneth Lonergan, 2011), excelente crónica del descenso a los infiernos de una adolescente con un extraordinario complejo de culpa que revierte en su contexto, y que, además, se muestra como una alegoría de la mala conciencia del pueblo americano nadando en privilegios y su desconocimiento del mundo: ahí los edificios que regresan una y otra vez para desindividualizar la trama; Michael (Markus Schleinzer, 2011), revisitación del estilo formal de Haneke con una fuerte carga para los fueras de campo que dotan al discurso de sobriedad, frialdad y tensión, donde se aborda el tema del pederasta que ha secuestrado a un niño sin concesiones, con ausencia de música y una imagen cuasi bressoniana, constituye una excelente crónica que describe la acción sin matizaciones ni falsos puritanismos; y, en un tono menor, Moonrise Kingdom (Wes Anderson, 2012), comedia con aspectos poéticos, rallanos en un cierto tono mágico, resuelta con mucha pericia narrativa y un humor subterráneo que no excluye la metáfora en torno a una sociedad que comienza a descomponerse en los años 60 y ahora heredamos.


Doomsday Book, Jee-woon Kim y Pil-Sung Yim, 2012

Margaret, Kenneth Lonergan, 2011


El punto espectacular lo ponen esta vez El código del miedo (Safe, Boaz Yakin, 2012), un más de lo mismo que se inserta en un proceso de redención personal en el que no se profundiza, aunque, con todo, la acción, desmedida y violenta a ultranza, está muy bien llevada y no decae. Y, por otra parte, Men in Black 3 (Barry Sonnenfeld, 2012), a la que se agradece el tono de humor en la relación temporal que reconstruye el personaje de Tommy Lee Jones con una rebaja importante en efectos especiales. Al final, en ambos casos, el resultado es al menos agradable de ver y sin pretensiones.


El código del miedo, Boaz Yakin, 2012


Men in Black 3, Barry Sonnenfeld, 2012


Pero la novedad más radical es el posicionamiento de determinados títulos como alegorías y/o justificaciones de la realidad más inmediata, la cotidiana, la que a todos nos preocupa y debe posicionarnos, habida cuenta de las múltiples maniobras por colocarnos orejeras para que nuestra mirada no se desvíe de la norma institucional. En este sentido no debemos dejar pasar por alto la extraordinaria y muy oportuna revisitación de Shakespeare que hacen los hermanos Taviani, Cesar debe morir (Cesare deve morire, Paolo y Vittorio Taviani, 2012), interpretada por los internos de una prisión, donde obra artística (representación) y realidad se confunden hasta tal punto que la obra de Shakespeare parece más actual que nunca y hace del regreso de los Taviani, de una calidad subyugante, un monumento de sobriedad que recuerda sus mejores películas.


Cesar debe morir, Paolo y Vittorio Taviani, 2012


Por ello, uno de nosotros se ocupa en esta ocasión de A Roma con amor (Woody Allen, 2012) y de Holmes & Watson: Madrid Days (José Luis Garci, 2012), en tanto que el otro lo hace de dos películas norteamericanas: Mátalos suavemente (Killing them softly, Andrew Dominik, 2012) y Cosmopolis (David Cronenberg, 2012), donde el director canadiense logra el imposible metafísico de sacar partido al capricho de las nenas Robert Pattinson, protagonista de la tediosa Bel Ami, historia de un seductor (Declan Donnellan y Nick Ormerod, 2012). Veamos, pues, “el aquél” que tiene cada cosa.


“MUY BONITO, PERO TODO ROTO”:
HOLMES Y WATSON: MADRID DAYS Y A ROMA CON AMOR



Agustín Rubio Alcover



A Roma con amor, Woody Allen, 2012


Holmes & Watson: Madrid Days, José Luis Garci, 2012


Si vienen mal dadas, el ansia de evasión es mayor. El habla popular, que como se sabe suele pecar de falta de tacto, lo expresa así: “cuando se hunde, las ratas huyen del barco”. Los espantos cinematográficos que hoy sirven de base al comentario encajan en una tendencia internacional de productos audiovisuales que prometen la felicidad a la vuelta de la esquina: basta con marcharse al extranjero para trabajar (como los Españoles en el mundo, reflejo de un imaginario desorejadamente neocolonial), o perderse en “un pueblito bueno” (como sucede en un anuncio de bebidas isotónicas).

Con A Roma con amor, Woody Allen ha facturado el siguiente publirreportaje de la larga y lucrativa lista de reservas que se ha montado. Al parecer, hay cola de ayuntamientos adictos al márketing político, después de Medianoche en París (Midnight in Paris, 2011) y la funesta pero modélica Vicky Cristina Barcelona (2008). Aquí apenas hay ya trama, ni falta que hace: todo es amable, previsible y típico. Los foráneos suspiran ante la perdurable belleza derruida del Foro y el Coliseo, la cámara remolonea y los romanos… Como diría Godard, los romanos romanean.

Allen se caricaturiza a sí mismo como un orgulloso exizquierdista (más ufano del ex que del izquierdismo). Aparte de un par de planos de un apesadumbrado Alec Baldwin, la película es pura filfa, sin ni un solo chiste original o a la altura. Todas las historias están estiradas (la del cantante de ópera amateur que solo es capaz de dar el do de pecho en la ducha, la que más), el plagio de El jeque blanco no ya aporta poco sino que resta al de Federico Fellini (Lo sceccio bianco, 1952), y Benigni está sencillamente insoportable. Lo más profundo con que tiene a bien aleccionarnos el director neoyorquino es que, en esta vida, tanto si eres rico y famoso como si eres pobre y anónimo encuentras motivo de queja, pero que por eso mismo es mejor ser rico y famoso; una conclusión, no me lo negarán, muy a tono con los tiempos. Como dicen los propios italianos cuando se sienten (o, si atendemos al lugar común, se fingen) corridos de vergüenza: “bella figura”.

En Holmes & Watson: Madrid Days la dialéctica en lugar de deslocalizarse se retrotrae a hace un siglo. Hay que reconocer que el envoltorio de estas jornadas en el Madrid alfonsino, tras los pasos de Jack el Destripador, anonada: Gary Piquer engola la voz cada vez que pronuncia un término inglés; la reconstrucción de exteriores se ahorra gracias a postales de la época; Inocencio Arias hace de Ministro (sin duda, lo más verosímil de la función); y Pío Cabanillas y Luis Alberto de Cuenca animan el cotarro como figurantes.

Todo ello, más que montarlo, lo empalma el propio director (lo que provoca que una trama que no tendría por qué llegar a la hora y media se alargue hasta las dos y cuarto), aunque si hubiera ejercido esta tarea con racionalidad nos habría privado del mejor momento de la película: la aparición del actual Ministro de Justicia, enteramente prescindible, interpretando a Isaac Albéniz. Busquen la foto, porque la caracterización parece hecha no ya por el peor enemigo de ambos, sino para ilustrar el pie de un chiste de La Codorniz, a propósito de la cavernaria reforma del aborto que ha parido aquel en quien muchos quisieron ver que otra derecha española era posible: “Si sale con barba, Gallardón, y si no la Purísima Concepción”.

El quid de la cuestión de Holmes & Watson: Madrid Days, cuyo argumento firma a medias Torres-Dulce, tiene su miga; y es que Jack el Destripador fue la especulación inmobiliaria: átenme esa mosca por el rabo. ¿Una concesión retroprogre? ¿Un amago de congraciarse con un carro de indignados en el que no se exige carnet, y se monta hasta el tato (el último, Mario Conde)? En el colmo de la firmeza de principios, Garci se sugiere a favor de que se celebre un referendum en Cataluña. Sabíamos que Garci fue marxista de carnet y ahora lo es de Groucho. De que en su particular juego de la oca (de Marx a Marx y tiro porque me toca) te comes veinte y cuentas una, nos hemos enterado ahora. Durante la promoción de la película, el director de Sangre de Mayo (2008) se ha preguntado retóricamente qué ha sacado él de Esperanza Aguirre: si acaso una película. Hombre, José Luis, una película no: una por la que la Comunidad de Madrid puso 15 millones de euros (la totalidad del presupuesto); o sea, el equivalente al coste de siete u ocho producciones en la media nacional. Hombre, José Luis, no cualquier película, sino el encargo oficial de la Lideresa para conmemorar el segundo centenario del levantamiento del 2 de Mayo.

Hombre, José Luis.

A la vez que Garci, abonado años ha a los viajes en el tiempo, escapistas hacia el pretérito se nos han puesto de pronto Berger y Trueba (con la ruborizante El artista y la modelo, 2012). Debe de ser algo que le han puesto al agua. Parece como si nuestros cineastas se hubiesen puesto de acuerdo en que hay un motivo de consuelo, y es que no nos podemos helenizar porque ya éramos griegos. En efecto, la Historia (hagan cien, doscientos o mil años) es fuente de sabiduría y el mundo grande, pero definitivamente ni la una y el otro son jauja. Habría que reinstaurar en las pantallas aquella advertencia a los espectadores: “Niños, no intentéis haced esto en vuestras casas” (o en vuestros casos). O señalar la sangría que para un país representa la emigración masiva de la población en edad de merecer. Y a los voceros de “los pueblos”, de que tocar a rebato por la autarquía de sus Arcadias no es ni decoroso ni maduro. Y, en fin, a los turistas del ideal, los cineastas áulicos y los profesionales de la nostalgia, de que ya está bien de tanto estilo-sonajero, de tanta “Marca España” y de tanto Derecho a Decidir, de tanta ciudad-escaparate y de tantos cantores de Ítaca que se han olvidado de que la vida y el placer, según su citado Kavafis, estaba en el camino.



¿GANSTERS POLÍTICOS o POLÍTICOS GANSTERS?:
Si habitas algo parecido a Cosmopolis, Mátalos suavemente



Francisco Javier Gómez Tarín



Mátalos suavemente, Andrew Dominik, 2012

Cosmopolis, David Cronenberg, 2012


De pronto, regresa el verbo. Pero no es un verbo divino, sino humano, demasiado humano: la palabra. Casi de forma coincidente, llegan a nuestras pantallas dos títulos aparentemente dispares, complejos e, incluso, contradictorios en muchos aspectos: Mátalos suavemente y Cosmopolis. Sin embargo, su disparidad tiene puntos de contacto, siendo uno de ellos la capacidad con que sus autores dotan a los personajes para hablar, más o menos lúcidamente, del mundo en que vivimos, acariciando cimas de reflexión casi metafísicas aunque en exceso “evidentes” (¿por qué no decirlo?). Y esto puede ser insólito, habida cuenta del cine que nos llega del norte de más allá del océano (la América para los americanos, que con su pan se la coman y que se les indigeste), porque en ambos títulos hay asesinos que piensan en voz alta y reflexionan sobre el mundo. Que en uno de ellos, el de Dominik, el protagonista sea un asesino a sueldo y en el otro, el de Cronenberg, un magnate del mundo financiero (la elección del icono vampírico-joven procedente de una saga que por higiene mental y olfativa no mencionamos siguiera, es una elección nada desdeñable y cumple a la perfección su rol), no los diferencia: ambos son asesinos. Los dos films se cuidan muy mucho de dejarlo sentado, claro y nítidamente.

Hasta en ciertos diálogos puede captarse una línea de continuidad. Si el sicario de Mátalos suavemente es capaz de ver con claridad que “Estados Unidos no es un país, es un negocio”, el especulador de Cosmopolis no se queda atrás estableciendo que “la extensión lógica del negocio es el asesinato”. ¿Quiere esto decir que el cine de América del Norte (pensemos en que Cronenberg procede de Canadá) tiene un tan alto grado de autoconciencia y que es posible decir a través suyo lo que la sociedad parece no querer expresar? ¿Y dice esto algo del/al resto del mundo? Difícil respuesta, toda vez que las dos películas siembran a partes iguales inquietud y contradicciones.

En Mátalos suavemente la potente intervención enunciativa, que establece un paralelismo entre gobierno y mafias, es ejemplificada en un extracto-suceso nimio: ajuste de cuentas-castigo por atraco a una timba de poker. Los constantes discursos de presidentes americanos, por arriba, y su ejecución metafórica, por abajo, dejan ver bien a las claras que todo es un negocio y que los precios cambian en función de la fuerza (una fuerza de muerte y no de vida). Pero, por otro lado, la sensación de “todos son iguales”, aplicada a quien gobierna, puede resultar excesivamente confusa (sin ir más lejos, tomemos como ejemplo el actual discurso del PP, que dice esto mismo de los socialistas cuando es precisamente esa la política de derribo cívico que ellos mismos ponen en marcha: y si no, que se mida esto por la experiencia personal de cualquiera de nosotros que, al preguntar a algún conocido votante del PP si no tiene mala conciencia por su voto, visto lo que está pasando, obtiene como respuesta eso mismo: que todos son iguales).

Formalmente la película es impecable, tanto es así que incluso el barroquismo excesivo de la cámara lenta en el momento de uno de los asesinatos se justifica plenamente por esa sensación que se pretende transmitir y que no hace sino rubricar el espectáculo de la muerte y su vinculación al poder instituido, ya que el “negocio” (en este caso de mortales consecuencias) es a fin de cuentas quien todo lo domina. De ahí que el corto recorrido de la trama argumental sea un síntoma sobre el que se edifica el discurso: no hacen falta pues ni sagas (tipo Padrino o Soprano) ni acciones desbocadas. Los profesionales de la muerte acuden allá donde se les llama, pero imponen su precio según mercado (en este caso, la alegoría es contundente)

El poder metafórico de Cosmopolis camina por otros derroteros. El joven especulador, multimillonario y afincado en su limusina recorriendo la ciudad al tiempo que intenta nuevas experiencias que nunca consigue, vive su poder en la más inmensa soledad, que es la de la muerte (las cuestiones cotidianas más elementales, como comer, dormir, cortarse el pelo o follar, se reducen a actos físicos vacíos de contenido). Vampiro económico, destructor de vida, es, a fin de cuentas, otro muerto viviente en una sociedad que ha contribuido a destruir (el caos le rodea, pero es capaz de pensar en servirse de él para reconstruir el mundo del capital del que es adalid) La moneda de cambio (especula con el yuan) es indiferente, hasta tal punto que podría ser la rata (y sería concebible puesto que estos mismos personajes que se alimentan de los ciudadanos son, en esencia, ratas –mejor que vampiros, que ya es un término que comienza a devaluarse) Hay un apocalipsis implícito, una sociedad terminal, en la que todo puede ser reutilizado en beneficio del sempiterno capital. La contradicción, en este caso, viene de la mano de los farragosos discursos que los personajes desgranan al estilo de manual materialista a lo Marta Harnecker (hoy por hoy muy necesario, pero no útil en contextos de representación espectacular por la molestia que supone la ausencia de filtro en los diálogos).

Cronenberg, una vez más, consigue un tono inquietante y sugerente, claustrofóbico, que, planificado adecuadamente, basándose en sucesiones de planos-contraplanos que son desestabilizados por saltos de eje y tomas desde posiciones poco normativas, inscriben al espectador en una mirada desestabilizadora –a veces, incluso, ligada al personaje–, muy adecuada y rentable para sus objetivos discursivos. Apoyado todo ello, además, por un cromatismo que marca la presencia de las tonalidades oscuras (los cristales de las ventanillas del vehículo, opacos desde el exterior y traslúcidos desde el interior, son un elemento contundente para ver el mundo con una óptica diferente que mantiene ausente de la realidad al “dominador”).

Que ambos títulos funcionan como metáforas de la sociedad americana es indiscutible, pero, ¿hasta qué punto son transportables a nuestro entorno cotidiano? Quizás esa visión apocalíptica nos sirva para interpretar a través de ellas –de sus miradas– la vaciedad de un mundo a la deriva, que es el nuestro, para el que resulta muy difícil recetar alternativas, puesto que, como queda claro en Cosmopolis, las revueltas servirán para permitir renacer al capital con otro rostro.

Pero no quisiéramos cerrar este apartado con una posición tan pesimista y preferimos quedarnos con la combinación de ambos finales: si la conciencia de que el país es un negocio supone para el asesino de Mátalos suavemente una forma de progreso en la constitución del poder corrupto, en Cosmopolis el especulador toma conciencia de su soledad y de su necesidad de “vivir” nuevas experiencias. El film deja la puerta abierta a su propia extinción tras un diálogo, no por evidente menos interesante, sobre la identidad y el fracaso. A fin de cuentas, si los seres que vampirizan nuestra sociedad pueden ser eliminados, todavía hay esperanza (pero esto el film no lo rubrica porque el excelente plano final es… negro, tras la contundente frase “quería que me salvaras” dicha por el explotado al explotador) ¡Cuanta verdad!


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón



Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 298, noviembre 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red
(Shangrila Textos Aparte).


18.7.12

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S) - LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: OTRA VUELTA DE TUERCA.

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER









Febrero 2012
OTRA VUELTA DE TUERCA

Cumplido nuestro propósito inicial de dar a luz esta reflexión a cuatro manos (o más, el tiempo lo dirá) apoyada –que no ensimismada– en los filmes que pueblan nuestras carteleras y vinculada –que no sometida– a los acontecimientos cotidianos del mundo que nos ha tocado vivir, la aparición periódica nos da pie en esta ocasión para abordar cuestiones que nos atañen directamente como ciudadanos (¿cuáles no?). Y es que el cine ha seguido siendo en este periodo una sucesión de “más de lo mismo”, entre la magnificación de lo espectacular, la ñoñería de lo irrelevante y la marginalidad de las apuestas más radicales.

Entre tanto, han tenido lugar unas elecciones en nuestro país que han venido a demostrar el techo máximo del Partido Popular (el PP, flamante ganador pero sin levantar más de 400.000 votos por encima de sus mejores cifras previas, pese a la mayoría absoluta obtenida), la debacle del Partido Socialista Obrero Español (el PSOE, con ese insidioso regalo de dígitos en su acrónimo al que dos le vienen anchos, que ha conseguido situarse por debajo de las peores predicciones; eso sí, ganado a pulso), el avance clarísimo de Izquierda Unida (IU, coalición a la que cada escaño le cuesta un número irracional de votos) y los nacionalismos catalán y vasco, junto a otros resultados también significativos como el de Unión Progreso y Democracia (UPyD, el partido escindido del PSOE capitaneado por Rosa Díez). Se nos vienen a la mente las frases habituales que edulcoran siempre las votaciones más extravagantes: aquello de “el pueblo siempre tiene razón”, “las urnas no se equivocan”, etc., pero casi nos quedaríamos con otra no menos recurrente como “donde las dan, las toman”.

Desde luego, la situación de nuestro país es crítica y, si algo se ha demostrado en las urnas, es que hay una necesidad imperiosa de mirar los problemas de frente y cambiar la estructura social que nos avasalla: hay que dar cumplida respuesta a la dictadura de los mercados y de las tecnocracias liberales, pero eso, a la vista del camino trazado por la voluntad popular, no parece ser la línea que se seguirá y, mucho nos tememos, nos enfrentaremos a otra vuelta de tuerca en beneficio de los de siempre y ajustando la rabia y los corazones de, también, los de siempre. Aquello que rezaba uno de los títulos que comentábamos en nuestra anterior entrega, “No habrá paz para los malvados”, queda en papel mojado y pura entelequia; quienes no tendrán paz son los menos favorecidos (no malvados, pero sí malditos).

Consecuencia lógica, ciertamente, de una élite que ha conseguido convencernos –no a todos, claro– de que otro mundo no es posible y de que la presión de los mercados es por nuestro bien (véase lo poco que se habla de Islandia y lo bien que han hecho al encarcelar a los responsables, nacionalizar la banca y no hacer frente a su deuda: que paguen los verdaderos estafadores). Y consecuencia lógica, ¿por qué no?, de una sociedad orientada al consumo y al máximo beneficio en la que las antiguas mercancías del capitalismo (producción industrial, materias primas en la etapa colonial, explosión inmobiliaria) se han ido transformando en inmateriales (de ahí la especulación en los mercados financieros) hasta convertirse en absolutamente virtuales. De todo ello y las alternativas demandables ha venido dando cuenta el movimiento 15-M, lo que le ha valido no pocas descalificaciones.

Tal situación es contemplada por un cierto número de películas que ha venido dejando de lado las anteojeras para poner en evidencia, y lo seguirá haciendo afortunadamente, incluso desde la más evidente etiqueta mainstream, lo que acontece a su alrededor. Es el caso de Margin Call (J.C. Chandor, 2011), película ya mencionada en nuestra anterior entrega, que explica muy bien la conciencia de inmersión en el caos por parte de los especuladores arrastrando a toda la sociedad y su falta de escrúpulos morales; esto mismo ya se ponía en evidencia en títulos de años atrás, con similar estructura de puesta en escena, cual es el caso de Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992) a partir de obra y guión de David Mamet. En una línea similar, salvando las distancias argumentales, apunta La conspiración (The Conspirator, Robert Redford, 2010), film que puede leerse muy bien a la luz de Guantánamo y los consabidos crímenes de estado, puesto que una de las grandes virtudes del cine es permitirnos extrapolar sus tramas a los contextos de hoy aunque parezcan contar historias del pasado.


 La conspiración, Robert Redford, 2010



Frente a los pocos productos de concienciación ciudadana que esporádicamente aparecen en las carteleras, una línea de convencimiento de la bondad actual de nuestra estructura social es la tecnocrática, donde encajan muy bien los títulos más espectaculares y los que, no siéndolo tanto, propician una cierta inmersión del ser humano en la virtualidad como si otro camino fuera imposible en el futuro. En este procedimiento de naturalización podemos inscribir Acero puro (Real Steel, Shawn Levy, 2011), donde la consabida historia de reencuentro entre padre e hijo –que no falte la vena infantil melodramática– se vehicula en torno al control mediante mandos a distancia de luchadores de boxeo de metal (robots en la línea de los videojuegos más sofisticados).


Acero puro, Shawn Levy, 2011



Los versiones y las enésimas partes siguen haciéndose su hueco en las pantallas: Tiburón 3D La presa (Shark Might 3D, David R. Ellis, 2011), Footloose (Craig Brewer, 2011), La guerra de los botones (La guerre des boutons, Christopher Barratier, 2011), Perros de paja (Straw Dogs, Rod Lurie, 2011), Jane Eyre 2011 (Cary Fukunaga), La saga crepúsculo: Amanecer (Parte I) (Twilight Saga: Breaking Dawn – Part 1, Bill Condon, 2011), Fuga de cerebros 2 (Carlos Terón, 2011)… Sin más comentarios que la constatación de una amenaza de carácter cuasi bíblico perpetrada por los jóvenes vampiros estúpidos del crepúsculo ahora traídos al amanecer (título, por otro lado, que tiene otras reminiscencias cinéfilas mucho más entrañables).


La saga crepúsculo: Amanecer, Bill Condon, 2011



Ni qué decir tiene que no todo son decepciones. La última película de Lars von Trier, Melancholia (2011), nos ha dejado muy buen sabor de boca, aunque la inmersión en el caos se constate una vez más. Von Trier, pese a sus confusas declaraciones en Cannes, sigue haciendo un cine sugerente y que nos permite enfrentarnos con nuestros fantasmas más íntimos. Y es que hay dos maneras de ver el cine (y de entender el mundo y a la gente que lo hace): aceptando y asomándose a una realidad múltiple, ambigua y compleja, o desde la polarización y el maniqueísmo. Tras la abisalmente depresiva Anticristo (2009), von Trier fantasea con una falsa luminosidad para hacer una parábola –en línea con El árbol de la vida (The Tree of Life, Terrence Malick, 2011), aunque venturosamente más ambivalente y socarrona– acerca de una hipotética desglobalización por apocalipsis a escala melodramática. Habemus Papam (Nanni Moretti, 2011) ensaya una insípida comedia vaticana. La robótica Eva (Kike Maíllo, 2011) se acerca a una meritoria convergencia de clasicismo y F/X, malograda por la sosería de sus tres intérpretes principales –con lo que adquiere sentido, no se acaba de saber muy bien si premeditada o involuntariamente, su reflexión acerca de la expresividad, o la animación, de los androides, superior a la de los humanos. Con su maximalista y pretencioso título –que lanza un guiño a la Ordet (1955) de Dreyer–, Verbo (Eduardo Chapero-Jackson, 2011) aspira a actualizar, o futurizar, el purismo, practicando un cine imagocéntrico. Drive (2011), del discípulo de von Trier Winding Refn, hipercontrolador como él, se sitúa en línea del Valhalla Rising (2009) en inhumanidad y clonación del modelo mainstream. Los hermanos Dardenne, en El niño de la bicicleta (Le gamin au vélo, 2011), siguen con su cine de la no implicación, abruptamente quebrada por arrebatos de ternura. Las aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, Steven Spielberg, 2011) exhibe un espectacular desangelamiento, estruendosamente banal, lógico en un cine tan tridimensional –formalmente– como unidimensional –en lo discursivo. Somewhere (Sofía Coppola, 2010) causa un justificado pero indeseable tedio: Sofia Coppola quiere redimir a sus dos criaturas –personaje y película– con dos planos muy comentados, en verdad saturados de sentido, pero a la postre insuficientes para compensar la duración total.


Melancholia, Lars Von Trier, 2011



En fin, el cine de la modernidad líquida, se revela, como el agua, incoloro, inodoro e insípido… Un cine en el oxímoron, que fluye entre la epifanía y la desgracia… pero vital.


Y ya que estas líneas las escribimos desde la más estricta subjetividad, aspecto que reivindicamos, no queremos dejar fuera de nuestros comentarios globales algunos títulos que desde otras procedencias, y no directamente las pantallas, hemos podido visionar. Si las películas son un reflejo de la situación del mundo, no cabe duda del auge de una cierta concepción del terror y la aparición cada vez más depurada de “muertos vivientes” (y no solamente en las series de televisión) como muestra de la deriva en que estamos todos sumidos; en este sentido, sorprenden algunos títulos que, desde presupuestos modestos y sin rehuir el escalofrío y/o la violencia sangrienta y extrema, consiguen visitar el género desde planteamientos novedosos y en ocasiones estimulantes, como es el caso de los muertos vivientes en Siege of the Dead (Marvin Kren, 2010), en el seno de una comunidad de vecinos; The Dead (Howard J. Ford, Jonathan Ford, 2010), en África, con final sin remisión, o Morke Sjeler (César Ducasse, Mathieu Peteul, 2010), con trama ecológica incluida; los vampiros y alienígenas en Daybreakers (Michael y Peter Spierig, 2009) o Attack the Block (Joe Cornish, 2011); los dobles/espejos en Ghastly (Yang Yun-Ho, 2011), The Broken (Sean Ellis, 2008) o Vikaren (Ole Bornedal, 2007); el minimalismo rural en Yellow Brick Road (Jesse Holland, Andy Mitton, 2010), Cold Weather (Aaron Katz, 2010), Small Town Murder Songs (Ed Gass-Donnelly, 2011); e incluso la denuncia de situaciones marginales en Illegal (Olivier Masset-Depase, 2010) o Der Rauber (Benjamin Heisenberg, 2010).


 Siege of the Dead, Marvin Kren, 2010

Morke Sjeler, César Ducasse, Mathieu Peteul, 2010



En todo este compendio de materiales diversos, nos gustaría destacar cuatro títulos: Kill Me Please (Olias Barco, 2010), que en tono de tragicomedia convierte una alegoría sobre la eutanasia en un demoledor sinsentido vital; Grotesque (Gurotesuku, Kôji Shiraishi, 2009), que llevando hasta extremos insospechados la visualización del crimen, la sangre y la mutilación, parodia un tipo de cine que basa todo su éxito en esos mismos ingredientes; Red State (Kevin Smith, 2011), que consigue situar en el mismo ángulo a violentos policías (¿defensores de la ley?) y fanáticos religiosos; y, finalmente, PontyPool (Bruce McDonald, 2008), excelente tour de force en el interior de una emisora de radio a la que intentan acceder los muertos vivientes, que consigue con mínimos ingredientes y sin salir ni en un solo momento al exterior del decorado, muy interesantes resultados (la transmisión del virus (in)mortal es a través de las palabras).


 Kill Me Please, Olias Barco, 2010

 Grotesque, Kôji Shiraishi, 2009

 Red State, Kevin Smith, 2011

PontyPool, Bruce McDonald, 2008



Nos ha parecido que en esta ocasión las películas de Polanski, Un dios salvaje (Carnage, 2011), y de Cronenberg, Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011), suponían un eslabón digno de trabajar… El nexo que, en nuestro criterio, conecta las dos cintas que vamos a examinar con más detenimiento, tiene que ver con una metáfora o parábola sobre la sociedad en que vivimos, desde perspectiva actual o proveniente del pasado.




UN MÉTODO PELIGROSO Y UN DIOS SALVAJE: GUATEMALA Y GUATEPEOR

Agustín Rubio Alcover



 Un dios salvaje, Roman Polanski, 2011

Un método peligroso, David Cronenberg, 2011


Hay, de entrada, también, dos maneras de ver estas dos películas, muy dispares a primera vista pero felizmente hermanadas por los arcanos que rigen la cartelera, de dos de los cineastas más reconocida y con orgullo asumidamente perversos de la historia del cine: como sendas parábolas acerca de la condición humana; o como sendos diagnósticos  acerca del malévolo espíritu de este nuestro tiempo; hay empero, todavía, una tercera más retorcida –engendro, quizás, de mi deformada mentalidad barroca–, pero que se me antoja la más rentable: como sendas alegorías acerca de cómo lo que subyace a la crisis actual son los males que aquejan atemporal, consustancialmente a la especie.

Mucho tienen que ver Cronenberg y Polanski: aparte de estar bastante próximos en edad, los dos se precian de estar influenciados por el psicoanálisis y el surrealismo, y de sentirse atraídos por esa particular clase de fealdad física y moral que anida tras la más monstruosa belleza. Los dos films se retrotraen en buena medida a obras precedentes de sus autores –llámese la adaptación teatral de Ariel Dorfman La muerte y la doncella o la perversísima Lunas de hiel, con sendas parejas cruzándose en arabescos de cama, en el caso del polaco; o sobre todo el bizarro triángulo entre los cirujanos gemelos con complejo de mónada esquizoide y la actriz de Inseparables, en el del canadiense. También participan, ambas, soterradamente, de esa obsesión del cine contemporáneo por la transmisión de las culpas de padres a hijos: en ambas se palpa una absoluta necesidad de dar sentido al vacío de la propia existencia a través de la descendencia –incluso, se diría, que para reconocerse como seres plenos, adultos–, pero vivida más que como una alegría como una obligación; como una responsabilidad onerosísima y eterna.

Sopesése además lo que sigue: tanto Un dios salvaje como Un método peligroso hablan de que el infierno son los otros que hay en uno mismo; o, dicho de otro modo, las dos consisten, a su manera, en ejercicios terapéuticos de grupo de autodestrucción mutua a través de la revelación del verdadero ser. Y, mientras que, como se sabe, la condición hebrea –y de víctima del Holocausto– del segundo, aunque de forma discreta, late en toda su obra –y centra una de sus últimos grandes films, El pianista (The pianist, 2002)–, en la película del primero la disyuntiva entre el judaísmo y la gentileza, precisamente en la antesala de los horrores del XX, se conjuga estruendosamente, para convertir el afán de perfección junguiano como una forma de idealismo anexo al de Nietzsche –por aquello de llevar a la práctica el extremismo que se sigue de su “Conviértete en lo que eres”, versus la salud mental entendida a la manera freudiana como autoconocimiento y conformidad del sujeto con sus limitaciones– y Wagner, protonazi pues, y prefigurador de las dos guerras mundiales.

Ambas películas abordan, por un procedimiento dialéctico, los conflictos entre lo viejo y lo nuevo, el conformismo y la rebeldía, lo masculino y lo femenino, lo apolíneo y lo dionisíaco, el eros y el thanatos…; pero la clave de todo, para mí, está en la ambigüedad que demuestra a este respecto el hecho de que el choque no se plantea tanto en términos comprometidos, sino como una disyuntiva irresoluble, cínica y un poco bastante desesperada entre un indeseable, irritante, deprimente, cobarde y a todas luces imperfecto conservadurismo, que en absoluto colma las expectativas del sujeto; y una opción aún peor, por depredadora y suicida, forma de sadomasoquismo que –por cierto, y no es esto baladí– no pueden permitirse más que los acomodados señoritos de cada tiempo –la centroeuropa de las primeras décadas del XX; el Nueva York de los albores del XXI–, con medios suficientes como para dar rienda suelta a sus neuras para distraer el tedio, a sabiendas de que por mucho que se pasen de la raya jugando a poner en práctica sus teorías de la transgresión cuentan con un tupido, mullido redil al que antes o después han de regresar; una opción, en fin, más acreedora a la palabra progresía que a otra que presupone autenticidad, como progresismo. Por eso, seguramente, la película de Polanski traza un cínico círculo que habla de que, entre bromas y veras, las pendencias de los adultos no son sino una intrascendente pelea de chiquillos; y la de Cronenberg concluye con unos inmisericordes créditos que resumen el castigo que el destino reservaba para cada personaje una vez que las pasiones se recondujeron, y la sangre de unos llegó al río –la muerte de hambre del demente puro ello Otto Gross (Vincent Cassel), la defunción de Sigmund Freud (Viggo Mortensen) de cáncer en el exilio, la ejecución de Sabina Spielrein (Keira Knightley)– y la del otro, Carl Gustav Jung (Michael Fassbender), que queda como el gran villano de la función, no lo hizo, sino que sobrevivió a todos hasta su fallecimiento, ya anciano, supuestamente plácido, mucho después, pero que tal y como se lo presenta –al borde de la catatonia, delante de un lago en Austria, como si estuviera viendo el baño orgiástico de horror que estaba en el horizonte que premonitoriamente sueña–, se intuye que tuvo que ser un tortuoso tiempo de descuento: compás de espera habitado de fantasmas y de remordimientos del burgués arribista, maridado con la declinante aristocracia. Dos tan negros como lúcidos discursos que nos recuerdan una de las grandes verdades de la vida: que, como escribió John Le Carré, lo contrario del amor –y por tanto, lo malo– no es el odio, sino la apatía; la nada.

¿Esperanza? Por lo pronto seguiremos aquí, lo que presupone tenerla. Así que sí, está y se la espera; nos comprometemos a continuar informando…



COMO EN UN ESPEJO
Francisco Javier Gómez Tarín



 Un método peligroso, David Cronenberg, 2011

Un dios salvaje, Roman Polanski, 2011


Escribir a cuatro manos tiene ventajas e inconvenientes: cuando dos de las manos se ocupan de un filme y otras dos de otro, aquí paz y allá gloria, pero cuando las cuatro reflexionan sobre los mismos títulos (Un método peligroso y Un dios salvaje) se producen las sempiternas coincidencias que el hado temporal permite, en este caso, soslayar. La alegoría perversa propuesta por Agustín Rubio como fórmula hermenéutica es, efectivamente, más rentable –y así ha quedado plenamente justificado–, pero no resta sentido a las otras dos fórmulas sino que se suma a ellas y construye lo que denominaríamos un plus de significación. Haciendo míos los argumentos previos, ya puestos sobre el papel, no redactaré de forma repetitiva y procuraré ser breve.

Lo que Cronenberg y Polanski consiguen, sin género de dudas, es situarnos ante nuestras propias conciencias de 2011 (no olvidemos: el tiempo de la crisis que no cesa) para colocar ante ellas un espejo (de ahí el juego bergmaniano en este efímero subtítulo) capaz de obligarnos a mirar a través de él y descubrir ese inmenso vacío en que hemos convertido nuestra mente, nuestra forma de vida y nuestro entorno: la sociedad, pues, como resultado de nuestras propias carencias incubadas paulatinamente antaño y hoy claramente manifiestas.

El filme de Cronenberg incita a recordar el “huevo de la serpiente” gestado magistralmente en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), ahora relacionado directamente con el tratamiento de la mente, que descubre lo insano que hay en aquel que supuestamente posee la capacidad de la cura y el saber, quien, a la postre, saldrá bien parado en una sociedad asentada en la doble moral. Doble moral, por otro lado, en la que cualquier cosa es permisible si hay respaldo monetario (diríase que son nuestros días) pero en la que el deseo y el placer se convierten en estigma y marginación para quienes no compran directamente el derecho a la vida. Y, a fin de cuentas, la enfermedad mental –puro deseo convertido en histeria–, desvirtúa la esencia del individuo y lo coloca en manos del “sanador” no menos “insano” que él mismo (sea hombre o mujer). El signo de los tiempos: el progreso y la experimentación mantenidos sobre la pátina de la moral hegemónica.

Cronenberg aborda, pues, la esencia misma de la crisis moral y social de los tiempos que corren con sobriedad y sin aspavientos, pero dejando una traza de señales que pueden ir poco a poco recorriéndose hasta transitar el camino que metaforiza una historia del pasado hasta el presente más radical. Una mirada a cámara estratégicamente colocada, lo rubrica: como en un espejo (elemento este recurrente, aunque no en exceso en el filme) Y ahí la conexión formal que conecta Un método peligroso con Un dios salvaje, ya que con absoluta nitidez –físicamente incluso– Polanski hace patente esa presencia de espejos en los que se miran protagonistas y espectadores, que miran a su vez a través de ellos y a sí mismos.

El huevo de la serpiente que germinaba en la falsa moral de antaño (en el filme de Cronenberg) ha eclosionado ya en la película de Polanki, está en todos y cada uno de los personajes, de los que los niños no son sino índice y secuela. La pelea del parque no significa nada en comparación con la falsedad que encubre la propia docilidad de la hojarasca social: el mínimo detalle puede hacer explosionar la insolidaridad, el racismo, la lucha de clases (en su falta de conciencia, que no es un defecto menor)… Un ejercicio de estilo, aparente teatro filmado, que cruza como Alicia a través del espejo para decirle a cada el espectador: no son ellos, eres tú… y esos espejos, elemento nada ajeno a la propia esencia cinematográfica, se hacen presentes, patentes y, me atrevería a decir, coprotagonistas del filme, demostrando así que, una vez más y aunque le pese a muchos, la forma es el contenido.

En resumen, como muestran ambos filmes con una evidencia que golpea nuestras conciencias como una bofetada, la norma, lo políticamente correcto, lo moralmente establecido, lo socialmente hegemónico, la visión de mundo privilegiada, se ha edificado siempre sobre la falsedad y la hipocresía, se ha naturalizado. Tal naturalización, construida en el pasado con la inestimable ayuda de la violencia física y su posterior traspaso a la violencia simbólica de la modernidad, ejercidas ambas de forma omnímoda por un poder que antes permanecía agazapado en la sombra y hoy se ha quitado la máscara, consciente como es de su inmunidad, permite entender el mundo en que vivimos: la violencia que se ejerce sobre el ciudadano es ilimitada y esto legitimaría per se cualquier respuesta, incluso violenta, que desestabilizara este anclaje en la falacia, pero nuestras mentes (Un método peligroso) y nuestros cuerpos (Un dios salvaje), pese a los espejos a través de los cuales algunos afortunadamente se empeñan en proporcionarnos un rayo de luz, permanecen ciegos y abocados a completar la aparentemente iniciada autodestrucción. No sé si podremos seguir así pero, en todo caso, de poder hacerlo, ¿hasta cuándo?


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón



Esta entrega de La mirada esquinada se publicó en la revista El Viejo Topo nº 289, febrero 2012.

Agracedemos a El Viejo Topo la autorización para reproducir e incluir la sección con el mismo título en Textos en red (Shangrila Textos Aparte).